IV EL POETA SVETLOV,

COSACO DE UCRANIA

XVIII. La casa de los escritores, de Moscú, de los «obreros de la inteligencia», es alta y grande, inmensa, de corredores largos con puertas numeradas, de ventanas a un patio y a la calle. Allí viven casi todos, en unos íntimos departamentos: tres o cuatro habitaciones, cocina, cuarto de baño. Si descorriéramos los tabiques como la tapa de una caja, veríamos trabajando, simultáneamente, en los distintos pisos, a Vera Imber, Bruno Jasienski, Nicolás Asseef, Leónidas Leonov, Svetlov... Pero esta noche estamos a 35 bajo cero y en los ojos nos salen imperdibles de hielo que no nos dejan ver desde afuera. Entramos. Subimos. En el 56, el poeta Asseef nos aguarda, con té y los mejores dulces de la Unión Soviética.

—¿Ha venido Svetlov?

—No.

—¿Y Aragón y su mujer?

—Tampoco.

Como no tenemos intérprete, hasta la llegada de Luis Aragón hablamos por señas, a voces, a gritos estridentes, como si fuéramos sordos, llegando casi a arrancarnos uno a otro los botones de la chaqueta para dar expresión a nuestra charla y entusiasmo por la poesía. Al fin llegan Aragón y su compañera. Son más de las doce y media. Pero ¿y Svetlov? Porque Asseef nos ha llamado a su casa para que conozcamos a Svetlov, poeta de Ucrania.

Da la una. Se habla de Georgia, de una brigada de escritores que para el mes de abril irá al Tadjikistán, invitada por el Soviet del país. Un viaje de aventuras. Cuatro días en aeroplano. Desiertos sin oasis. Fuego por las noches, bajo las tiendas, para espantar las arañas venenosas. Alturas. Frío. Paso por desfiladeros y saltos sobre abismos, colgados de una cuerda o por una tabla. Visita a Samarcanda, a Pamir, a los primeros «koljoses» de Oriente, del otro lado de la frontera india.

Dan las dos. Se habla de Mirsky. Al príncipe Dimitri S. Mirsky ya le había yo conocido, una tarde, en la isla de Port-Cross, al sur de Francia. Al castillo de Julio Supervielle arribó, de visita, como acompañante de André Gide. El, sin duda, por aquellos días, contribuía al esclarecimiento de la Unión Soviética en el espíritu de Gide, avivándole el trance, poniéndole en camino de las declaraciones de admiración y de entusiasmo que unos meses después hiciera en la N.R.F., recibidas con mordeduras y ladridos de la otra banda. Entonces supe algo de la historia de Mirsky, a quien volví a encontrar, de pronto, al lado de mi mesa, comiendo en el hotel Novo Moskovskaia de Moscú. Ahora me hablan de él, traduciéndome su biografía, completándomela. Dimitri S. Mirsky, hijo del general príncipe Mirsky, que era ministro del Interior en vísperas de la Revolución de 1905, combatió con su regimiento en el frente alemán y fue herido. En 1917 sirvió en Asia Menor. Dos años más tarde se alistó como voluntario en el ejército blanco de Denikin, y después fue internado en Polonia, de donde huyó para formar parte de la emigración contrarrevolucionaria que hoy se arrastra por los cabarés de Berlín, de París o de Londres. Desde 1922, Mirsky residió en esta capital, desempeñando la cátedra de Literatura rusa en el King's College. Un día, en agosto de 1929, recibe de un editor inglés el encargo de escribir una vida de Lenin, que acepta, según él mismo explica luego, sin saber gran cosa del asunto. Comenzó a leer sus obras. A medida que se fue adentrando en su lectura, más grande se le iba apareciendo la personalidad de Lenin. Este naturalmente, le llevó a Marx. Después de un estudio profundo del marxismo, de apoderarse de su método, y un análisis serio de la revolución rusa, Mirsky llega a escribir una Vida de Lenin, de las mejores publicadas hasta la fecha. A poco de aparecido el libro, aclamado con entusiasmo en la Unión Soviética, pidió volver a su país. Se le admitió. Y ahora Dimitri S. Mirsky, antes príncipe contrarrevolucionario, es uno de los mejores militantes del partido.

Dadas las dos y media, cuando ya nos levantábamos para irnos, apareció Svetlov. Venía de una fiesta y algo mareado. Un pelo negro de gitano, como batido, le chorreaba por los ojos. Su mujer, riéndose, le sostenía. Era una muchacha rubia, sana, de las Juventudes Comunistas, con calcetines rojos y jersey.

—He bebido bastante. Volveré dentro de una hora. Los camaradas españoles me entienden.

Nos dio la mano y se marchó a dormir.

Este era Svetlov, el que esperábamos desde las once para oírle decir su poema Granada, popular en toda la Unión Soviética desde la guerra civil y repetido siempre por Maiakovski, su amigo. Ya en casa de Aragón, una tarde, Brik, otro poeta, lo había recitado, haciéndome al francés una ligera traducción, dándome cuenta entonces de su ritmo y de su extraordinaria semejanza con los viejos romancillos españoles. Pero yo quería oírselo al propio Svetlov, ver cómo lo cantaba, antes de decidirme a traducirlo al castellano, ayudado por Kelyin, el catedrático de la Universidad. Mas Svetlov se había emborrachado aquella noche y dormido después profundamente. Nicolás Asseef, al despedirnos, se reía en la escalera, dadas las cuatro de la mañana.

XIX. La poesía, al abrirse las puertas de la Revolución de Octubre, tropieza de boca con la épica, con la nueva epopeya de los obreros de las fábricas y de los hombres del campo. Se ensancha, se hace exterior, se manifiesta para todos. La anécdota pequeña, los grandes hechos heroicos encuentran nuevamente sus intérpretes, héroes ellos mismos de sus cantos, como este Svetlov, cosaco de las estepas en la guerra civil. Cuando luchaba por libertar Ucrania de los blancos, al ir al asalto de una aldea se imaginó él, no sabe por qué impulso misterioso, que iba a la toma de Granada para darle la tierra a los campesinos andaluces. Su poema, traducido, queda así:

GRANADA

Lentos cabalgábamos

hacia los combates

y entre nuestros dientes

iba «Manzanita».

Y esta canción hoy

permanece y tiembla

en la hierba joven,

jade de la estepa.

Pero otra canción

sobre un país lejano

llevaba mi amigo

sola en su caballo.

Cantaba mirando

su suelo natal.

—¡Granada, Granada,

Granada mía

iba repitiéndola

siempre, de memoria.

¿Dónde halló este mozo

la pena española?

Dime tú, Alesándrosk,

y dime tú, Jarkov,

¿cuándo comenzasteis

a hablar castellano?

Respóndeme, Ucrania:

¿no guardan tus henos

la gorra de piel

de Taras Chefchenco?

Amigo, ¿de dónde

viene tu canción?

—¡Granada, Granada,

Granada mía!

Es un soñador.

Lenta es su palabra.

—Hermano, en un libro

me encontré a Granada.

Su nombre es muy bello

su gloria es muy alta.

Es una provincia

en el sur de España.

Me fui a guerrear,

dejando mi casa,

para dar la tierra

a los de Granada.

Adiós, mis parientes

adiós, mi familia...

¡Granada, Granada,

Granada mía!

Íbamos soñando

para aprender pronto

la lengua de fuego

de las baterías.

El sol se elevaba

cayendo de nuevo.

Se rinde el caballo

de andar por la estepa.

Pero en los violine

del tiempo, la tropa

tocaba con arcos

tristes «Manzanita».

¿Dónde está, mi amigo,

dónde tu canción;

Granada, Granada,

Granada mía?

Herido, su cuerpo

se deslizó a tierra;

dejó su montura

por la vez primera.

Vi: sobre el cadáver

se inclinó la luna

y los labios muertos

dijeron: Grana...

A un sitio lejano,

a un remanso célico

se marchó mi amigo

llevando su canto,

Nunca más oyeron

los pueblos natales:

—¡Granada, Granada,

Granada mía!

El destacamento

no advirtió su pérdida,

y vio «Manzanita»

el fin de la guerra.

Sólo por el cielo

resbaló, despacio,

de lluvia, una lágrima

al sol del ocaso.

Y nuevas canciones

inventó la vida...

No, no hay que afligirse

por ellas, muchachos.

No, no hay que, no hay que,

no hay que, compañeros...

¡Granada, Granada,

Granada mía!

Amigo Svetlov, ¿de quién te vino a ti este canto, este romance, donde, como en los más viejos españoles, hablan las ciudades, y los guerreros sólo después de muertos dejan su caballo? Únicamente tu corazón, unido al de los pobres campesinos del mundo, pudo ponerte delante de los ojos la lejana Granada, batiéndote, ilusionado, por ella al libertar de los ejércitos blancos las aldeas de tu país. Sí; sólo tu corazón, cuando por las estepas cantabas, fatigado, «Manzanita».

(Luz, Madrid, 1 de agosto, 1933)