UNA HISTORIA DE IBIZA

Huyendo de la muerte (¡aquel terrible choque del expreso en un túnel!), de la que se había salvado por llegar tres minutos más tarde a la estación del Norte, Javier, aquella misma noche y al azar, escogía sobre el mapa de España un punto cualquiera donde pasar las vacaciones de verano. Igual que en la infantil y olvidada clase de geografía, su dedo, a modo de puntero, fue recorriendo de Norte a Sur, de Levante a Poniente las tierras coloreadas de las provincias, saliéndose de ellas lentamente hasta llegar al mar y pararse en una isla con la que siempre había soñado: Ibiza. Allí pasaría un mes, o poco más, retirado de todo en un molino, leyendo, escribiendo, mirando las bahías diminutas, las veleras lejanas, bajo la sombra antigua de los viñedos y algarrobos.

A la mañana siguiente, sin advertir a nadie de su cambio de rumbo, salió para Alicante, donde debía embarcarse al atardecer.

I

Bajaba poco a la ciudad.

Unos geranios altos, fuertes, membrudos y hombretones, como jamás los había visto; un pozo de agua turbia que rezongaba, protestando abajo, con una voz de ogro semidormido, cuando el cubo de cinc se le hundía en la garganta; un algarrobo de brazos milenarios y codos enraizados en la tierra; dos habitaciones de cal; un molino de vela, rotas dos de sus aspas y siempre fijo ya en el mismo viento; toda esta maravilla puesta en una terraza, suspendida sobre el pequeño mar de una ensenada solitaria, hacía que Javier se sintiese más perezoso que nunca, de espalda al resto de la isla, mirando sólo lo que tenía delante: playas casi desiertas, higueras adormiladas, suaves colinas de pinos adolescentes, y el Mediterráneo, cerrado su añil en un extremo por la banda tórrida de otra isla: Formentera.

Esta dejadez y rústico abandono le retenían lejos de la ciudad. Cuando algunas tardes bajaba, siempre por las veredas de las tumbas cartaginesas y los olivos seniles, iba a sentarse entre los pescadores del Bar La Estrella, en la acerca de la marina. Desde su arribo a la isla no había leído los periódicos de la Península. Llegaban ya de noche, retrasados, y no valía la pena hacer cuatro kilómetros para irlos a buscar. Sabía que por allá las cosas no iban bien, que diariamente caían asesinados muy buenos camaradas y que la respuesta a todos estos crímenes había ido a clavarse mortalmente en la cabeza de un «ilustre político», jefe del partido monárquico. Aquella tarde, y alargando el camino por el borde de las viejas murallas, bajó a sentarse al bar, seguro de distraerse un poco escuchando el lenguaje, para él incomprensible, de los pescadores ibicencos, primitivos y rudos, con aire de piratas y perfiles de águilas costeras. No los conocía. Ni ellos tampoco a él. Sólo el dueño le saludaba, cruzándose entre ambos, al servirle, unas pocas palabras castellanas, las suficientes para comprender esas otras que por recelo o falta de confianza se callaban. Aquella tarde se atrevieron a más.

—¿Socialista? —insinuó, a media voz, Javier.

—Sí. Y casi todos estos que frecuentan mi bar. O, al menos, de la U. G. T. ¿Y usted?

Javier le respondió después de unos instantes de duda:

—Amigo de los trabajadores.

La voz ampliada de un gramófono les tapó el diálogo. Algunas mozas ibicencas, con sus largas faldas rizadas, sus petos y zarcillos labrados de oro puro, seguidas por unos marineros, se pararon a escuchar la canción. Metálica, atronadora, una voz de mujer inundaba el paseo, saltando por encima de los mástiles, enredándose en las jarcias y las redes tendidas:

Carita de emperaora,

cuerpo de clavel moreno...

Fue llegando más gente, hasta formarse un muro de caras silenciosas, ojos y oídos atentos. Javier, de pronto, reconoció algunas. Caras vistas en Madrid, en la Universidad, en determinados cafés y sospechosas tertulias estudiantiles. Había venido a Ibiza, un poco fatigado de la lucha política, a premiarse con un mes de reposo y aislamiento su doctorado de Filosofía y Letras. La presencia de aquellas caras enemigas, mezcladas con las de inocentes ibicencas, le desagradó hasta torcer la boca con un gesto de asco. Se hubiera marchado en aquel mismo instante a otro lugar: a Mahón, a las costas de África, adonde ni de vista reconociera a nadie. Ya iba a pagar para subirse a su molino, cuando la voz del gramófono fue interrumpida violentamente por la de la radio. Las primeras palabras, enredadas aún en las del cante jondo, no se comprendían. Eran las de un hombre que hablaba claro, pero angustiosamente; que de pronto gritaba, lleno de autoridad y de ira. La gente que oía se arremolinó, desordenándose.

—¡Silencio! ¡Silencio! —chilló entonces Javier, subiéndose a una silla—. ¡Es Madrid, camaradas! ¡Habla Madrid!

Las palabras del hombre que gritaba por radio fueron al fin dominando el tumulto. Nueva ola de gente se agolpó ante el Bar La Estrella. Y las palabras lograron sonar límpidas, tajantes, sobre el silencio del paseo marino:

—¡Huelga general, trabajadores! ¡Huelga general en aquellas capitales y pueblos donde los militares rebeldes hayan osado declarar el estado de guerra! ¡Huelga general! Los momentos son graves, gravísimos. El proletariado español sabrá responder a esta provocación derrochando su valentía y su sangre...

Javier volvió a chillar todavía con más fuerza:

—¡Es la voz de Largo Caballero, camaradas! ¡Es Largo Caballero, socialistas! ¡Trabajadores ibicencos: es la voz de vuestro jefe, del camarada Largo Caballero, la que estáis escuchando!

Impasibles, los pescadores sentados en el bar miraban a Javier y al altavoz de la radio como si los dos hablasen un idioma extranjero. Javier llegó a pensar: «Estos hombres de Ibiza no entienden bien el castellano.»

—¡Camaradas...! —les empezó a decir con una mezcla de rabia y ternura.

Pero de la radio salía una nueva voz repitiendo, insistente:

—Se licencia a todos aquellos soldados cuyos jefes traidores les hayan ordenado sublevarse. Quedan libres... Pueden marcharse todos a sus casas... Se licencia...

Después se oyó la voz de la C. N. T.; también, la de la F. A. I.

Las órdenes, la lectura de proclamas y adhesiones al Gobierno, los discursos se sucedían rápidos, cubriéndose los unos a los otros. Una nueva voz, que Javier reconoció en seguida, comenzó a hablar. Era grave, solemne, llena de nobleza. Todo lo doloroso, lo firme, lo grande de la tierra de España temblaba en su acento:

—¡A las armas, pueblo español, trabajadores españoles! Socialistas, anarquistas, comunistas: ha llegado la hora de liquidar a vuestros verdugos. La patria está en peligro. ¡En pie todos, con el Gobierno del Frente Popular, con el Gobierno legítimo de la República! Habla el Partido Comunista. ¡A las armas, obreros, campesinos, marineros, soldados!

—¡Ibicencos! —volvió a chillar Javier, saltando sobre una mesa y espinándose aún para que lo que iba a revelar cayera desde arriba, removiendo en un vuelco el pecho de la gente—. ¡Es Pasionaria, la camarada Dolores Ibarruri, la que se dirige a vosotros! ¡Pasionaria!

En ese momento la radio conectaba con la Puerta del Sol. El alma entera y entusiasta del pueblo de Madrid invadió la impasibilidad de la isla, llenándola de canciones heroicas, de clamores de muchedumbre, gritos y vivas.

—¡U. H. P.! ¡U. H. P.! ¡U. H. P.!

En el ritmo cortante y repetido de estas tres letras se marcaba la marcha decidida, la voluntad firme de los trabajadores madrileños. La Puerta del Sol retemblaba dentro de Javier como si los pasos del pueblo en armas dieran contra su corazón. «¡Ha llegado la hora, ha llegado la hora!», se decía mecánicamente mientras pasaban, de lejos, por sus ojos, bosques movibles de banderas, hombres y fusiles. «Hay que marcharse a la Península. Mañana mismo. Ahora. ¡A ver! ¡Un barco! ¿Dónde hay un barco, una gasolinera, una barca de remos?» Javier, por encima de las cabezas paradas, miró hacia la bahía. Pero sólo vio que los mástiles de los laúdes anclados en el puerto cabeceaban, tranquilos. Algo grande, algo inmenso sucedía en España. El necesitaba presenciarlo, intervenir, dar su sangre, morir por ello. Sintió, de pronto, vergüenza de encontrarse perdido en una isla, lejos de sus amigos y camaradas, sin tomar parte como ellos en aquella esperanza revolucionaria, convertida inesperadamente en realidad gracias a la sublevación de unos cuantos jefes militares. Se bajó de la mesa donde todavía estaba encaramado, dispuesto a preparar su equipaje para marcharse a la mañana siguiente. El desfile de la Puerta del Sol se había ido alejando. Con el Himno de Riego, que cerraba la histórica emisión de aquel día, el paseo y el bar se fueron quedando desiertos. Cuando la gente se alejaba, el gramófono, siempre con la misma garganta metálica y estentórea, comenzó a rayar La Internacional Una Internacional melancólica, de fin de fiesta o de verbena.

El dueño de La Estrella se acercó reservadamente a Javier. Dos obreros le acompañaban. Javier se adelantó:

—¿Y qué va a suceder en la isla?

—Aquí sólo tenemos una guarnición de soldados que se marcha mañana con destino a Alicante. Guardias civiles y carabineros son pocos.

Quien así habló era un hombre de aspecto rudo, no se sabía si joven, con una boina hacia adelante tapándole las cejas, nariz de gaviota y ojos de gavilán.

—Pau García, pescador —agregó él, presentándose.

—Antonio, el carpintero —añadió el otro—. Los dos, de la U. G. T.

—Comunista —confesó Javier.

—Quizá aquí no pase nada. Pero esta noche, permanentemente, se reúnen en la Casa del Pueblo todos los directivos de las organizaciones obreras —dijo el dueño del bar.

—Yo, por si acaso, iré a buscar la dinamita —susurró Pau.

—¿Adonde?

—Adonde la hay. Al polvorín.

—¿Y usted, compañero?

—Yo —contestó Javier, despidiéndose—, si no sucede nada y puedo, saldré mañana para la Península.

—Seguramente que saldrá, amigo. En esta isla todos somos parientes. Es muy difícil que aquí suceda algo.

Y el dueño de La Estrella, al decir esto, rozó amistosamente con su mano el hombro de Javier.

—Buenas noches.

—Salud.

Pasadas las últimas casas de la ciudad, Javier encendió su linterna, sorteando las tumbas del sendero de olivos que le subía a su casa.

II

Cuando Javier despertó eran las seis de la mañana. Había dormido mal. Una noche de insomnio, espantada de pesadillas y voces. Como comprendió que aún era pronto para bajar al puerto, una vez hecho el equipaje se entretuvo en trasquilar los geranios y arbustos de su terraza. Sacó agua del pozo. Regó las plantas y la tierra. Miró al mar, a la línea quebrada de la costa. Al comprobar lo rápidamente que ésta torcía ante él, desapareciendo, se dio cuenta con horror de que estaba viviendo en una isla. Es decir: «En un lugar —y se acordó de la definición del texto del colegio— rodeado de agua por todas partes.» ¿Perdido? ¿Sin escapatoria posible? Ocho campanadas sonaron en dirección de los molinos. Javier se recobró de su angustia. Dio cuerda a su reloj. Tomó su maletín, y por la misma vereda de las tumbas y los viejos olivos se puso en marcha para llegar al puerto. «A las nueve y media —calculaba— ya podré estar dentro del barco.» Y aligeró el paso para ser el primero en la ventanilla de los pasajes.

Ya estaba en la ciudad, en el paseo. Se sentó un momento para limpiarse las piedrecillas de las sandalias. Por los caminos de San Antonio y San Jorge llegaban al mercado los primeros burrillos y carros de la mañana. Javier se levantó. Iba a seguir. Pero se detuvo al instante, quedándose de piedra. Por el centro del paseo avanzaba, formada, toda la guarnición de soldados de Ibiza. Llevaban los fusiles en posición de ataque, y los cascos de acero, de campaña. Delante iba el capitán, y el soldado de en medio de la primera fila empuñaba un fusil ametralladora. Javier no comprendía, mejor dicho, no quería comprender aquello. No le convenía entenderlo, y levantó su maletín para continuar camino del muelle. Pero aquellos hombres armados se habían detenido en la mitad del paseo, y el capitán, en alta voz, declamaba una hojilla que, después, y con la ayuda de un soldado portador de una lata de engrudo, fijaba en la pared de la Casa de Correos.

Javier siguió parado, inmóvil, junto al banco, mientras la guarnición, seria y triste, de soldados de Ibiza, desfilaba ante él, subiendo en dirección de las murallas, hacia el castillo. Entonces se acercó al muro de Correos, sabiendo anticipadamente lo que iba a leer en aquel bando. Mucho antes de llegar a la distancia necesaria, las gruesas letras que componían el primer párrafo saltaron de la acera al centro de la calle:

QUEDA DECLARADO EL ESTADO DE GUERRA EN TODA LA ISLA...

...No quiso leer más. Dudó un instante si seguir hasta el puerto. Pero ¿para qué? El barco, si llegaba, sería detenido y ya no lo dejarían volver a la Península. Dio media vuelta. El campo, la vereda de las tumbas y los olivos se divisaban al fondo del paseo. Otra vez arriba. Al molino. «¡U. H. P.! Ibicencos, ¿no comprendéis nada? Es la voz de Largo Caballero. ¡Huelga general en aquellas capitales y pueblos donde los militares rebeldes...! Habla Dolores Ibarruri, pescadores de Ibiza. La patria está en peligro. ¡A las armas! ¡U. H. P.! Se licencia a todos aquellos soldados cuyos jefes traidores...»

Cuando Javier llegó a lo alto de su molino, se sentó, muy cansado, en el pretil de la terraza. Monte abajo, vio las higueras escalonadas, las playas desiertas, los viñedos, los pinos, la brevedad de las costas desapareciendo en el añil del mar...

«Sí —se dijo, tendiéndose en lo ancho del pretil ya caldeado por el sol de las once—: ¿Isla? Isla es una extensión de tierra rodeada de agua por todas partes...»

Y cerró los ojos para dormir.

III

Oyó que alguien abría con suavidad la verja de madera. Se incorporó.

—Camarada...

Era Antonio, el carpintero, quien se le acercaba, sigiloso.

—Hay que hacer algo, en seguida, sin pérdida de tiempo —le saludó Javier a media voz y levantándose.

—¿No sabe? Han precintado esta madrugada la Casa del Pueblo y encarcelado en el castillo a todos los responsables...

—¿Y Pau, tu compañero?

—No sé. Salió a robar la dinamita. Eran ya más de las doce de la noche cuando lo dejé camino del polvorín. Lo habrán detenido también, como al dueño del bar.

—¿Y tú, qué vas a hacer? Debías esconderte.

Antonio se apoyó contra un brazo del algarrobo:

—Yo sé que hay que hacer algo. ¿Cómo? La Guardia Civil me busca...

—Yo te ayudo, camarada. A mí no me conocen en la isla...

—A usted —aseguró a Javier el carpintero— lo buscarán también dentro de poco. No olvide que le han visto en el Bar La Estrella. Por ahora, lo mejor para no caer preso es irse al monte. Hágame caso. Váyase. Allí —y Antonio señaló hacia una colina del fondo de la playa— encontrará a muchos compañeros.

—¿Y tú? —le preguntó Javier.

—¿Yo? Serviré de enlace. Pero lo primero es salvarse de la Guardia Civil. No disponemos de nada. Ni de un fusil siquiera. Desde el monte, créame, haremos algo. Mire...

Y cuando parecía que iba a continuar, el obrero dejó cortada la frase en la primera palabra y salió del jardín. Ya tras la verja, y en el mismo momento de marcharse, prometió a Javier:

—Volveré mañana por aquí, si es que no quiere hacerme caso.

Y desapareció.

IV

Tres días más continuó Javier viviendo en su molino. Al tercero bajó a la ciudad para buscar a Antonio, que no había cumplido su promesa. «Lo habrán también metido en el castillo», se le ocurrió, al mirar cerrado y precintado el Bar La Estrella. No conocía a nadie más en toda la isla. Anduvo. Entró en un café. Su dueño era un alemán. Encendió la radio fijándola en la onda de Madrid. Daban noticias de Barcelona. La insurrección había sido dominada. El general Goded, prisionero. En la capital de la República, tomado el Cuartel de la Montaña y rechazado el enemigo hasta la sierra. En Valencia... Como otro alemán entrara en el café, Javier comprendió que debía marcharse o, al menos, buscar una onda diferente. Decidió lo primero. Pagó y salió a la calle.

A la mañana siguiente, y cuando aún no sabía qué decidir, si esconderse en los montes o quedarse en el molino, oyó pasos y voces a su espalda. Se encontraba Javier en aquel momento montado a caballo en uno de los brazos del algarrobo. La sombra negra de las hojas lo tapaban completamente. «Será Antonio», se dijo. Y estuvo a punto de bajarse del árbol.

Era la Guardia Civil que venía a buscarlo. Contuvo el aliento, levantó las piernas que le colgaban y las enroscó fuertemente en la rama. Con la culata del fusil, los guardias civiles golpearon la puerta. Al ver que nadie respondía echaron una ojeada por el jardín, marchándose sin cerrar la verja. De un brinco, Javier bajó del algarrobo y casi desnudo, como estaba, se tiró monte abajo, para ganar pronto la orilla, camino de los pinos. Había llegado la hora de hacer algo, salvándose.

V

No sabía bien cómo llegar a los pinares donde debía esconderse. Siguió playa adelante, por la arena dura de la orilla. Al fondo, y en el descenso de la curva de un monte, se levantaba un redondo torreón decapitado, antiguo vigía de los piratas ibicencos. Tenía un nombre maravilloso: Salrosa. Lo escogió como primera meta de su jornada. Hasta allí llegaría. Descansaría un rato a su sombra, internándose luego por el bosque. Para ir más de prisa se quitó las sandalias. En el mar, ni una vela. Pensó que iba marchando solo por un desierto que no terminaría nunca. Le entró sed. Se sentó. Aún faltarían más de trescientos metros para llegar a la torre. Como la arena blanda era de plomo derretido, volvió a la fresca de la orilla, tendiéndose con los pies casi dentro del agua. Entonces miró hacia la ciudad. La muralla de oro, de piedra reluciente, que ceñía la parte alta de Ibiza, respiraba al sol, bajando todavía lozana e inexpugnable por el monte. El castillo de los sublevados, color de rosa en su parte moderna y también de oro en sus torres antiguas, coronaba el vértice de la capital. «Allí están nuestros presos», dijo Javier levantando la voz, mientras se incorporaba un poco, acodándose sobre un matojo de algas secas. La cal de las casas rebrillaba hasta morderle los ojos. Los molinos de vela, estáticos, sin viento, daban la pesadez y lentitud del día, que iba subiendo hacia las doce. «Es muy difícil que aquí suceda algo», había dicho el dueño del bar. Pero ya estaba sucediendo, aunque aquel paisaje de ausencia y de reposo lo ignoraba. «¡Qué bestia ese comandante del castillo! En una maravilla como esta...» Cortó la frase. Alguien se acercaba. Parecía un extranjero, uno de esos ingleses o yanquis locos, aprovechados, que vienen a invernar a las Baleares y que luego, por unas pesetas, se compran una casa o un molino, no regresando más a su país. Avanzaba, descalzo, por el borde del agua, cubierto con un largo albornoz, que casi le arrastraba, rayado chillonamente de rojo y violeta. Unas gafas de cristales negros, proyectándole dos extrañas sombras hasta la mandíbula, le desfiguraban el rostro. Era desagradable la aparición de aquella rara figura en la playa desierta. Javier notó que los cristales se le clavaban, fijos, y con una insistencia inquietante. «Un espía extranjero, de esos que por las tardes suben sus denuncias al castillo y se emborrachan, luego, con el teniente coronel de la Guardia Civil.» Javier sabía que el espionaje más serio de la isla lo dirigía un alemán, un nazi, propietario del restorán más elegante de la playa de San Antonio. También sabía que varios falangistas de Madrid, esos que vio una tarde en el Bar La Estrella, veraneaban en aquel pueblecillo. «Me han denunciado», se dijo, seguro. La figura del albornoz había dado la vuelta, pasando ante él, aún más lentamente y mirándole con mayor insolencia. «Bien. Es usted un espía. Sé que me conoce. Pero intente llevarme.» Este era el pensamiento de Javier, lo que estaba decidido a decir a aquel hombre, saltándole al cuello. Era absurdo. Pero lo haría. Mas el hombre del albornoz rayado y los cristales negros volvía a pasar por tercera vez, ahora sigilosamente, con andares de gato y misterio. A Javier, aunque estaba tranquilo, le latieron los pulsos con angustia. A unos cinco pasos de distancia, el hombre se detuvo. Primero se estiró. Luego, curvándose en una extravagante reverencia, se quitó las gafas.

—¡Pau!

—No me ha conocido, ¿eh?

—¿Pero no estabas preso? ¿No te habían fusilado?

Javier lo abrazó, con asombro.

—¿A mí? No me venga con «manías». Que me busquen.

—¿Y la dinamita?

—Se despertaron los guardias del polvorín y tiraron. Pero la tengo. Ya servirá...

Hablaba el castellano con un acento duro y difícil, lleno de asperezas. Una lengua de nieto de piratas, lo que todos sus antepasados habían sido.

—La Guardia Civil vino al molino esta mañana —le confesó Javier—. Me he salvado por suerte...

—¡Manía! —cortó Pau.

Esta expresión la usaba el pescador de una manera extraña y vaga. «No hay que hacer manías. Ya son manías los militares...» También la empleaba días enteros como constante estribillo o como resumen de algo que le era imposible explicar bien.

—Ahora, vamos al pino —siguió, iniciando el paso—. Allí hay de todo: buena cama, comida... Igual que un hotel.

Desviándose de la orilla, indicó a Javier que le siguiese. Al llegar a los primeros juncos de las dunas, se arrodilló y comenzó a escarbar en la arena. De la boca del hoyo comenzaron a salir albornoces y quimonos de colores. Pau sacó, entre ambas clases de prendas, hasta cinco. Javier lo contemplaba, absorto.

—Mire. Este es mi guardarropa. Cada día me recorro la playa con un traje distinto. Y llego hasta las primeras casas de Ibiza.

Javier le preguntó a carcajadas:

—Pero ¿de dónde has sacado todo eso, Pau?

—De los extranjeros que vienen a bañarse por aquí. Nadan... y se quedan desnudos.

—Eres un verdadero artista.

—¡Manías! —contestó.

Cerró las puertas de arena de su armario, dejando dentro también el albornoz violeta y rojo que llevaba, quedándose cubierto con el bañador azul de algún bañista alemán o americano.

Treinta metros después, los dos camaradas ascendían por la falda del monte, desapareciendo entre los pinos.

VI

Al cabo de unos días de escondite, Javier, ayudado por Pau, se había construido una verde tiendecilla de ramas jóvenes de pino parasol, enebro, lentisco y cuantas matas olorosas encontró en el bosque. Como la tierra estaba dura y en declive, todas las noches renovaba su lecho de hojas secas, recogidas pacientemente a lo largo de su espera forzosa y aburrimiento.

Había horas del día en que se hallaba solo, sin libro que leer, sin nadie con quien hablar. Pau, como un gato montuno, a veces arrastrándose o en una fuga rápida, desaparecía entre los troncos, perdiéndose hasta la caída de la tarde, hora en que regresaba con un saco cargado de melones, uvas, pan y una calabaza peregrina llena de agua. Entonces, silbando débil y largamente, aparecían a esta consigna los demás refugiados. No eran muchos los que habitaban aquella zona del bosque: algunos salineros, un joven campesino y Escandell, pescador como Pau y anarquista. Hacia la cumbre, en cuevas naturales y refugios de ramas, se escondían otros refugiados políticos. Pero Javier y sus compañeros apenas si llegaron a conocerlos.

Aquella noche, Pau subió acompañado de alguien, de un obrero que Javier veía por vez primera.

—Vengo de parte de Antonio, el carpintero —dijo, sentándose y apoyando la cabeza contra un tronco—. Cayó preso. Por eso no fue a verle al molino. Me encargó que se lo dijera.

Hubo un silencio.

—¿Y hay muchos en el castillo? —preguntó Javier.

—No caben. La Guardia Civil trabaja día y noche en la ciudad. Los que pueden salvarse huyen a las aldeas y a los montes. Yo no vivo ya en Ibiza. Duermo por aquí cerca: en San Jorge. Pero tengo una radio. Esto es lo que principalmente venía a decirle.

—¿Una radio?

—Sí, de esas de pilas. Dentro de un pozo. El comandante ha cortado la luz para que nadie pueda escuchar lo que dice el Gobierno. Le traigo noticias.

Todos, en la oscuridad silabeante de los pinos, se tendieron por tierra, alrededor del recién llegado. En los alientos contenidos podía percibirse la ansiedad que los sobrecogía.

—Hemos tomado Albacete...

—Para que hagan manías —saltó Pau.

—...y no sé qué cuartel o edificio de San Sebastián. También... Espere.

Encendió su mechero y sacó de una costura baja de los pantalones un papelillo escrito a lápiz, que deletreó para sí con gran dificultad.

—Eso era —prosiguió en alta voz el amigo de Antonio—: las milicias catalanas avanzan por el camino de Zaragoza...

—Aunque yo soy de Ibiza, mi padre es catalán —descubrió Escandell con una inocencia y orgullo maravillosos.

—Hay todavía más. El presidente Azaña se ha dirigido al país... Pero no he podido apuntar lo que dijo.

—Ese sí que sabe —comentó Pau, repartiendo a cada uno un racimo de uvas. Con eso comenzaba la cena.

—¿No dais nada de beber para celebrar las noticias?

—Agua de esta calabaza —respondió uno de los salineros, ofreciéndosela.

—También traigo... Verá.

El recién llegado entregó a Javier un periódico, mientras un chorro fino de agua le sonaba en la boca. Escandell encendió una linterna. Era La Voz de Ibiza, al servicio de los facciosos del castillo.

Leyeron: «Las crueldades de los rojos moscovitas. Madrid, sin agua. Las fuerzas del general Mola ocupan El Pardo. En breve, la capital de España caerá en poder de los verdaderos españoles...»

—¿Dónde está El Pardo?

Aquellos ibicencos del bosque sólo conocían las costas de la Península.

—¿El Pardo? Imposible. Todo eso son patrañas de las radios rebeldes.

Y Javier, indignado, tiró lejos de sí aquella hoja llena de calumnias y embustes.

Volvió a quedar a oscuras la rueda de los refugiados.

—¡Canallas! Nos llaman los rojos, sabiendo de sobra que es todo el pueblo español quien lucha contra ellos: anarquistas, comunistas, republicanos, sin partido... ¡Los moscovitas! ¡Los rusos! ¡Nosotros! ¡Vaya desfachatez! ¡Sinvergüenzas! Dan ganas de escupir y de reírse a un mismo tiempo.

Y Javier escupió, enfurecido.

—Pero en Rusia no quieren a los anarquistas —apuntó tímidamente Escandell.

—¡Manías! Tú no sabes nada de eso. Te callarás. Es mejor.

Pau y Escandell, pescadores, contrabandistas los dos y buenos camaradas, siempre se andaban peleando. Eran ingenuos y primitivos como sus propias barcas remeras. Lo mismo que los viejos mercaderes fenicios, habían recorrido a la vela casi todos los puertos del Mediterráneo. Pau era miembro de la U. G. T.; Escandell, de la Confederación. Apenas si sabían nada. Y así, como ellos, casi todos los campesinos y trabajadores de Ibiza: isleños olvidados, gente de sol y pobreza apacible, para quienes la vida se limitaba solamente al pastoreo, la pesca, las labores del campo, las salinas, acabándose el mundo ante sus ojos en la raya del mar. Pero Pau y Escandell, que habían tenido trato con los obreros portuarios de Barcelona, con los pescadores de Valencia y Alicante, vivían más inquietos, discutiéndolo todo, riñendo siempre en su lenguaje, como lo hacían en aquel momento y sin que Javier los comprendiera.

—Siempre con ruidos y palabras. ¿Has estado tú allí? Pues cállate.

—Yo sí conozco Rusia, camaradas —dijo Javier, dirigiéndose a Pau, para cortar el incidente—. Tan buenos compañeros que sois y andáis todo el día peleando como si fuerais enemigos.

—Es que éste y yo somos contrarios de la misma idea —declaró Pau, con tal candor y bondad que a Javier se le escalofriaron las sienes.

—¿Es verdad que has estado en Rusia?

Era la primera vez que Pau lo tuteaba. En la oscuridad se sintió que a todos aquellos hombres se les ponían grandes los ojos, estrechando la rueda. Javier les habló entonces de sus viajes por el Cáucaso, por Azerbaiján, por las costas soviéticas del mar Negro. El campesino, que escuchaba, y que se apellidaba Torres, preguntó por la colectivización de la tierra. Había leído algo en no sabía qué libro. Durante más de cuatro horas explicó Javier a aquel atento coro casi invisible la grandeza, todo el esfuerzo gigante del inmenso y lejano país de los Soviets. Y terminó, al fin, contándoles del Ejército Rojo, de los soldados que vio desfilar un siete de noviembre, cantando, por la gran plaza de Moscú, nevada. Intentó recordar algún himno.

—¿Vosotros no sabéis canciones revolucionarias?

¡Cómo sonarían allí, en el bosque, a media voz y a aquellas horas!

Le respondieron con un silencio lleno de vergüenza. No, no sabían nada. Acaso alguna estrofa desfigurada de La Internacional.

—Los que saben las cosas se quedan en el continente —se quejó uno de los salineros, refiriéndose a España—. No llegan por aquí.

—Una vez vino un comunista muy conocido, no recuerdo el nombre, para echar mítines por toda la isla. Cada noche tenía que dormir en un sitio distinto: en los pajares, en los establos de las vacas, entre los juncos de las dunas... La Guardia Civil no lo dejaba. Los campesinos le ayudamos mucho. En el corral de mi padre durmió una vez, sobre un montón de sacos de aceitunas.

Y Torres subrayó con orgullo esta última frase.

—Los comunistas... —empezó Escandell.

—¿Qué tendrás que decir de los comunistas? —le atajó Pau como con un machete.

—Nada, hombre.

Hubo una pausa embarazosa, que salvó el amigo de Antonio el carpintero: —¿No dijo que cantaría?

—¿Cantar?

Javier estaba algo fatigado.

—Aprenderíamos.

Y la aurora marítima de los pinos les cogió aquella noche, la barba cada vez más crecida y los ojos amarillos de sueño, repitiendo ya todos de memoria las estrofas de La Joven Guardia.

VII

Las noticias que Pau traía de la ciudad eran cada vez más confusas. El amigo del carpintero no volvió más por el monte. Alguien de San Jorge le denunció, entregándolo a las fuerzas del castillo. Los presos crecían diariamente, trayendo Pau el rumor de que ya, sin espacio en la fortaleza, yacían tirados por los patios y corralones del cuartel alto. La Voz de Ibiza, un ejemplar del día anterior que Escandell subió de la playa, sólo publicaba, entre noticias alarmantes, una lista de nombres ibicencos y extranjeros que favorecían a los sublevados con toda clase de donativos.

En la primera página podía leerse:

Su Ilustrísima el Obispo de esta diócesis, 200 ptas.

Don Sigfredo Mayer, 2 botellas de whisky.

Este don Sigfredo era uno de los muchos veraneantes alemanes que denunciaban a la gente de izquierda de la isla y que al caer la tarde subían al castillo a emborracharse con el comandante faccioso.

Javier, desde por la mañana, miraba al mar, desesperándose de verlo siempre tan desierto, sin la más mínima sombra de una barca de pesca. Los pescadores, pocos días después del levantamiento, retiraron sus redes, negándose a salir. Por eso estaban presos casi todos. Los demás, huidos por el interior. En la ciudad ya no había pescado, principal base de su alimento, y los envíos del campo escaseaban significativamente. «Si apareciera de pronto un barco nuestro...», pensaba Javier ilusionándose, subido en una piedra que dominaba todo el costado de la isla.

—De nosotros no se acuerda nadie —confesó en voz alta a Pau y Escandell que le acompañaban—. Habrá que huir de aquí como sea. A nado, si fuera posible.

—El comandante ha dejado sin llaves todos los barcos de motor, y los carabineros, custodiados por la Guardia Civil, vigilan en las gasolineras.

Se comentaba misteriosamente que los carabineros eran leales al Gobierno: pero tan pocos en número, que soportaban la sublevación en espera de que los republicanos reconquistasen la isla.

Más que nunca, Javier comprendió serenamente que el peligro aumentaba a cada instante y que a partir de aquel momento era necesario prepararse a todo.

—Será preciso, por lo menos, cambiar de monte.

—No —respondió Pau con sequedad—. Yo conozco a un patrón, que si no hace manías...

—Pienso que no se atreva.

El pescador afirmó en su castellano difícil:

—Mañana a la noche podríamos salir para el continente.

Y tirando con fuerza de Escandell, se lo llevó pinar abajo, camino de la playa.

VIII

—Hará frío en el mar. Coge la manta y vamos.

Javier tomó la que le había cubierto durante tantas noches el sueño y la desesperanza de no poder escapar nunca de aquel monte. Era una manta sucia y agujereada que Torres le subió el primer día de casa de su padre. Se la cruzó en bandolera, desde un hombro a un costado, y con la luna echó a andar detrás de Pau por entre piedras, troncos y ramajos rebeldes. Por fin, alcanzaron un camino. Había que marchar hasta no sabía dónde. Siempre que se acercaba una revuelta, Pau se adelantaba rápido y sigiloso, con ese aire de gato que Javier viera en él cuando andaba espiando por el bosque.

—Empieza la zona salinera. Aquí vigilan los carabineros —descubrió Pau en una de estas fugas—. Dicen que son leales... Menos el teniente.

—Mejor será salirse del camino y seguirlo, de lejos, por el campo.

La luna lo descubría todo, delatando su luz hasta las sombras más oscuras. Apareció el bisel de los esteros, cegadores y fijos, como colgados en el aire. La sal, amontonada en perfectas pirámides, aumentaba aún su resplandor con el negro parado de las vagonetas. Javier sintió como si todo aquel relumbre de paisaje se llenara de ojos que de un momento a otro fueran a convertirse en manos. «De aquí, preso al castillo», pensó, seguro de no equivocarse.

—Aquel es el Vedrá —le señaló Pau al doblar una curva.

Alto, como un inmenso monolito, el monte emergía del mar, perfilado y transparente.

—Los que han subido allá arriba, que sólo han sido dos, un alemán y un ibicenco, dicen que cerca de la cumbre hay una fuente donde beben las cabras salvajes. También cuentan que las rocas están pegadas de colmenas, y como nadie sube a recoger la miel, resbala derretida por las piedras abajo.

Javier, oyendo a Pau, pensaba en los héroes homéricos, en los poemas de Teócrito, en las leyendas primitivas de pastores y marineros.

—Ya llegamos.

Una diminuta bahía, al escalar unos montículos de arena, había surgido de repente.

Escandell esperaba. De entre unas rocas, salió como un genio del mar. En el centro de aquel olvidado remanso cabeceaba una barca, desplegada la vela y tendidas las redes.

—Viento favorable —dijo Pau a Escandell como saludo.

El anarquista no respondió. Estaba serio, reservado.

Se acercaron los tres a la orilla. Pau gritó, dando un corto silbido:

—¡Eh!

De la barca, una sombra les comunicó con el aire:

—Imposible.

—¿Cómo?

—Que no —trajo la brisa.

Javier no comprendía.

—¿Qué dice?

Pau y Escandell se callaron. Aquel breve silencio se le hizo luz, de pronto:

—¿Qué? ¿No quiere ese patrón? Decidle que al llegar a Valencia le daré mil pesetas, dos mil... Lo que me pida.

—Hijo de la gran puta.

Escandell explicó a Pau:

—Dos horas discutiendo con él, ¡y nada! Tiene miedo. Oyó el motor de las gasolineras...

—Mil pesetas, dos mil... Lo que le dé la gana.

—Que no.

Era inútil seguir aquel diálogo. Los tres camaradas se apartaron, silenciosos, de la orilla. Había por allí, dispersas por la playa, varias chozas de cañizo y lona para guardar las barcas. Entraron, cada uno en una, con el fin de dormir un poco. Javier no pudo. Gallos que al parecer cantaban del otro lado del mar le espantaron el sueño.

IX

Volvieron al refugio del bosque.

Desde el intento frustrado de fuga, Pau y el anarquista, cuando estaban ante Javier, apenas si se expresaban por monosílabos. Parecían heridos en su amor propio de hombres de mar, acostumbrados a riesgos más difíciles que los que suponía aquel viaje sin motor, a la vela y en una buena barca.

—Cuarenta y ocho horas hubiéramos tardado en arribar a Denia —dijo Pau, por fin, rompiendo el silencio de todos aquellos días.

—Hay que robar una —fue la respuesta de Escandell.

—¿Sabes tú dónde está? Porque a remo no llegaríamos nunca.

El anarquista se calló.

Javier comenzaba a presentir el final de aquella involuntaria aventura. ¿Qué podía hacerse en una isla donde ya ni los motores de las barcas tenían llave? ¿Esperar? Una espera demasiado larga. «En el castillo se sabrá que los que todavía no están presos andan escondidos por los montes. Cualquier madrugada la Guardia Civil nos batirá, encarcelándonos o matándonos aquí mismo, entre estos árboles. ¿Y cómo defendernos de unos tricornios con fusiles? ¿A pedradas?» Ni había piedras en aquel lugar. Si los soldados del fuerte, al menos, intentasen algo... Pero aún era demasiado pronto. Los recordaba muy bien: todos con caras de pobres campesinos engañados, al mando del oficial que leía y pegaba en una de las fachadas del paseo la declaración del estado de guerra en la isla. Sabía, además, que, bajo pena de muerte, no los dejaban bajar solos a la ciudad ni comunicarse con los presos. «Esperar, apretando los puños. Resistir.» Pero ¿hasta cuándo? ¿Es que acaso en España iban a acordarse de aquel perdido trozo de tierra? «Hace muy bien el Gobierno en dejar para el fin la toma de Ibiza. Las nuevas milicias españolas tendrán ciudades y pueblos más importantes, más urgentes que reconquistar. Si es que escapo con vida de esta isla y si para entonces la insurrección no ha sido sofocada, me alistaré en las milicias del Sur y lucharé en los frentes andaluces.» Y Javier se acordó de Jerez de la Frontera, su pueblo natal, en donde había vivido hasta los diecisiete años, y en donde aún residían sus padres y sus hermanas. La familia. Se entristeció. Y cambió aquel pensamiento por este otro: «Si los facciosos resisten, habrá que destruir las bodegas.» Para él, además de una inmensa riqueza que pasaría a manos del pueblo, las bodegas eran toda la poesía de su infancia. «No, no será necesario. La victoria llegará mucho antes.»

—Cuando la isla sea reconquistada y después del triunfo definitivo, ¿qué vais a hacer vosotros? Porque la vida de Ibiza cambiará, y con esto también la vuestra —preguntó, sondeando a los dos pescadores.

—Lo primero, pedir a Madrid que nos mande gente buena para que aprendamos. Aquí nadie sabe nada.

Estos eran los deseos de Pau: aprender, pero de alguien que viniera de fuera. Tenía esa superstición.

—En Barcelona hay muchos Ateneos Libertarios... —comenzó Escandell.

—¡Manías! Hace falta otra cosa.

Ya iban a pelearse, como siempre, cuando un ruido nuevo y extraño, que crecía con rapidez, les paró en seco las primeras palabras. Venía como del mar y, sin embargo, no sonaba a motor de gasolinera. Los tres, a una, se levantaron, corriendo a asomarse en dirección de la playa. El ruido aumentaba, metálico y sonoro, haciendo vibrar toda la anchura de la isla. No había ya que dudar: bajaba abiertamente del cielo, cayendo como un canto de inmensos abejorros sobre las cabezas levantadas y en éxtasis de los tres compañeros. Dos hidroaviones, rutilantes de sol, recorrían, jugueteando, persiguiéndose, todo el cielo azul de Ibiza. Pasaban en aquel instante sobre los claros de cielo del pinar. Un escape de puntos luminosos salía de cuando en cuando de sus colas. Los puntos, poco a poco, desuniéndose y disgregándose, se iban agrandando hasta convertirse en una lenta lluvia de hojas de papel. Los pulsos de Javier y los dos pescadores parecían que fueran a romperse, los ojos intentaban salirse.

—¡Son nuestros! ¡Y tiran proclamas! Hay que hacerse con ellas.

Antes aún de que Javier hubiera gritado estas palabras llenas de ansia y júbilo, ya Pau y Escandell habían desaparecido monte arriba. El también corrió, bajando a una hondonada de piedras y matorrales. Poco después, las manos llenas de hojillas y periódicos, volvían a reunirse.

«¡Ibicencos!

»La escuadra y la aviación republicanas vienen a libertaros. No queremos inútiles derramamientos de sangre.»

Y dirigiéndose al comandante faccioso: «Si a las cuatro en punto de esta tarde no se iza en el castillo la bandera blanca, lo bombardearemos y desembarcaremos en la isla.»

Eran las doce de la mañana.

En grandes titulares prometía la primera página de los periódicos, también llovidos del cielo:

«Hoy, fecha en que don Jaime I, el Conquistador, ganó las Baleares para Aragón y Cataluña, catalanes y valencianos reconquistaremos la isla de Ibiza.»

Releyeron en alta voz una y otra vez, hasta perder la cuenta, aquellos maravillosos mensajes caídos a la tierra cuando ya la desesperación y el desánimo empezaban a nublarles la fe y la confianza.

—Ya habrán desembarcado en Formentera —dijo Pau, al oír alejarse el zumbido de los motores, cortándose de súbito.

El pinar de los refugiados comenzó a inquietarse. De las cuevas altas y los pinos cimeros, hombres con barbas de veinte días y ojos de animales monteses bajaban por pequeños grupos, no atreviéndose aún a llegar a la playa. Se iban quedando, recelosos todavía, por entre los lentiscos y escondites roqueros. Torres, el campesino, que algunas noches dormía en el pajar de su padre, subió, relampagueantes los ojos:

—A las cuatro podremos bajar a la ciudad. Los salineros se preparan. Nos uniremos a las tropas leales.

El día avanzaba. Javier, como un autómata, miraba a cada instante su reloj. Tímidamente se destacó un refugiado de los grupos dispersos, acercándose:

—Dicen que en el castillo han puesto ya la bandera blanca y que uno de los capitanes rebeldes se ha pegado un tiro.

—El comandante ha lanzado una proclama diciendo que antes que rendirse derramará con los suyos hasta la última gota de sangre. Me lo ha dicho el cartero de San Jorge.

—¡Manías! A las cuatro en punto llegarán nuestros barcos: pues a las cuatro y cinco ya no habrá más comandante. ¡Se acabó!

Todos rieron el comentario de Pau a las noticias del campesino. Fueron acercándose más hombres, apareciendo también algunas mujeres con anchos sombreros de paja. Eran las primeras que veía Javier desde que pudo escapar de su molino. En las caras de todos se sentía que la liberación estaba cerca, que aquella vida atemorizada del bosque iba a terminarse.

—Son las cuatro menos cinco —gritó, jubiloso, Escandell.

—Pues ya debían oírse los motores.

—No van a ser tan puntuales.

—¿Qué harán los señoritos del castillo cuando aparezcan los barcos?

—No es tan difícil saberlo.

Aquí alguien habló con claridad y sin rodeos del cambio de color que sufrirían los calzones facciosos ante las unidades de la escuadra republicana.

—Sería criminal la resistencia —dijo una mujer.

—¿Y si resisten?

—¿Con qué?

—Los matarán a todos.

—¿Qué culpa tienen los pobres soldados?

—A ésos no les pasará nada.

—Se rendirán, ya lo veréis.

Hubo un silencio lleno de ojos vigilantes. Javier, disimuladamente y con miedo, volvió a mirar su reloj. Eran más de las cuatro y media. No quiso decir nada. ¿Sería posible? La Voz de Ibiza, en una de sus informaciones redactadas por los facciosos, afirmaba que toda la flota se había sumado al movimiento de «liberación nacional». «Imposible. Una burda patraña», pensó Javier. Y no se equivocaba, porque en aquel instante, el mismo zumbido de por la mañana se perfiló hacia la raya de Formentera.

—¡Viva! —gritaron todos, como a una señal, ondeando unos los pañuelos, otros las camisas y chaquetas quitadas.

Seis hidroaviones, plateados y finos, avanzaban en línea de combate. Bajo ellos, ágiles, recortados, dos destructores, cuyos nombres se iban dibujando al ir partiendo el agua y enfilar el castillo. Al detenerse frente a él, Javier y todos los ibicencos del bosque ya habían repetido en voz alta:

—¡Almirante Miranda! ¡Almirante Antequera!

Los hidros, esperando ver levantarse la bandera blanca sobre las torres, volaban en ronda y a escasa altura sobre las murallas y los barrios altos de Ibiza.

—¿No oís? —dijo Javier—, Les tiran con fusiles.

—Con una sola bomba que arrojasen se acabaría todo.

—No, no. ¿Y nuestros presos?

Los refugiados se sobrecogieron, callándose. De uno de los barcos lanzaron al agua una gasolinera, tripulada por un oficial y varios marineros. Un banderín blanco le temblaba en la popa.

Pero al instante, la insignia de paz fue tiroteada con ametralladora.

—¡Canallas! ¡Quieren sangre!

Los barcos se movieron ligeramente de costado.

—Van a disparar.

—Hacen bien.

Allá por los viñedos y olivares, doce cañonazos desvelaron el eco perdido de la isla. Los hidroaviones, vueltos de oro con el atardecer, aparecían y desaparecían, sonando ya por el Oeste, ya por el Sur, por Santa Eulalia o San Antonio. El mar, los molinos, los barcos, los árboles, las calles y las murallas bajo el cielo poniente de la isla, todo era tan irreal, como si sucediese suspendido en el aire y solamente para recreo de los ojos. Los doce proyectiles se habían estrellado, secos, contra la base de las murallas. Aquellas viejas piedras eran aún de pecho bravo y resistente. Desde lejos se sentía su fuerza.

—Mientras tiren así, ¡nada!

—Los nuestros no quieren sangre.

—Tres cañonazos al castillo y todo terminaría.

Susurró un salinero:

—Allí tengo a mi hermano.

—También yo al mío. Y éste, a su padre.

—Todos los presos son camaradas.

—Pero veréis: van a tirar contra las torres.

—¡Qué remedio!

—Es la guerra.

—Si lo hacen, es porque ignoran que allí está nuestra gente.

—Para eso, para que no tiren, el comandante la encerró en el castillo.

—Pero van a disparar otra vez. Van a disparar.

—Es necesario.

Simultáneamente, Javier y todos los refugiados sintieron deseos de no ver, de apretarse la angustia con las manos. Iban a disparar, y ahora, sin más remedio, tendría que ser contra las torres. «Es necesario.» Javier había pronunciado estas dos palabras sabiendo todo el horror y la triste responsabilidad que encerraban. «Es necesario.» ¡Cuántas bocas autoritarias las estarían repitiendo en aquellos instantes por toda la Península! «Es necesario aniquilar a esos bestias, para que no nos aniquilen ellos a nosotros. Es necesario matarlos, para que no nos maten. Por nuestras mujeres, nuestras hermanas, por el porvenir de nuestros hijos.» Pensó de golpe en muchas otras frases y estribillos repetidos mil veces en los mítines y leídos diariamente en la prensa revolucionaria. Y aquellos marineros habían llegado a Ibiza con ese fin: con el de exterminar de una vez para siempre a los enemigos del pueblo, del suyo, por quien él vivía, se desvivía y estudiaba. «Van a disparar. Pero es necesario que lo hagan contra el castillo: doscientos, trescientos proyectiles, los que hagan falta, hasta que el adversario, rendido, ice bandera blanca en las almenas. ¡Pronto! ¿A qué tardar? Mas ¿y los presos, los camaradas allí hacinados desde hace más de veinte días? No lo saben los barcos, no pueden saberlo. Y ya es imposible advertírselo. Tres cañonazos, cuatro, y se les vendrán encima las viejas techumbres. ¡Eh, compañeros, desviad el tiro! ¡Más a la izquierda!»

Pasaban de doscientos los encarcelados: el dueño del Bar La Estrella, Antonio el carpintero, aquel obrero que les subió noticias al monte... Sólo Javier conocía a estos tres. Pero veía a todos los demás, los imaginaba, temerosos y alegres a un mismo tiempo, sintiendo con el retemblar de los muros la presencia de los buques de guerra leales. «Van a disparar, van a disparar.»

El eco de la isla volvió a estremecerse, prolongándose esta vez con una voz rodada de derrumbo. Los cañones del Miranda y el Antequera humeaban aún, corriendo sobre sí un viso azul y oro que los difuminó unos instantes.

—Han sido cuatro —dijo Escandell.

—Dos han pegado en las torres; los otros, en las murallas —añadió Pau.

Hubo un silencio ávido y angustioso. Los ojos no querían ver, los oídos no querían oír. ¿Dispararían de nuevo? Una nube, que más parecía de polvo que de humo, remontaba del castillo. El mar se había puesto de cobre y el color plomizo de los barcos iba ennegreciéndose. Más lejos, como un gruñido intermitente, sonaban aún los hidros. Después, nada. Un reposo absoluto. Una terrible oscuridad, llena de ojos desvelados, en espera del alba.

X

—Tú no, camarada. Tú quedarás aquí hasta que sea preciso.

—Iremos solos éste y yo.

—Pero... —protestó Javier.

—¡Manías!

—Tenemos costumbre.

—Y hay que buscarla a nado...

—¿Sabes tú nadar?

En aquellos momentos esta pregunta de Pau desesperó a Javier, hiriéndolo, humillándolo. No, no había sabido nadar nunca.

Escandell se levantó con un ruido de ramas.

—Vámonos en seguida. Está lejos.

Javier tendió la mano a los dos pescadores. Las tres se encontraron en lo oscuro, duras, fuertes y a un mismo tiempo temblorosas.

XI

—¡Alto! —gritó uno de los centinelas de popa del Miranda.

Y enfiló su fusil hacia donde la oscuridad del mar parecía moverse, avanzando.

—No tires, camarada.

—¿Camarada?

Al marinero le tembló el dedo en el gatillo. Se despertaron otros hombres del barco y acudieron al lugar del ruido. Uno encendió una linterna sorda.

—Somos pescadores. Queremos hablaros. Unirnos a vosotros —gritó Pau, haciendo fuerza con un remo contra el casco del buque para que con el balanceo la barca no chocara.

Una escala de cuerda cayó, de golpe, chasqueando. El centinela, que aún enfilaba su fusil, lo bajó, desconfiado:

—Camaradas...

Los pescadores entregaron al de la linterna sus carnets sindicales.

—C. N. T., U. G. T. —leyeron en voz alta y a un tiempo varios de los congregados a popa.

—Entonces, somos compañeros. Venid.

Anduvieron, tropezándose, a tientas, por entre cañones y cuerpos dormidos. Bajaron a una pequeña sala encendida. El Comité del barco deliberaba.

—Estos trabajadores ibicencos desean comunicar algo importante.

Un hombre pequeño y regordete, vestido como los demás, les indicó que se sentaran. Pau y Escandell lo hicieron, emocionados. Al anarquista poco le faltaba para llorar.

—A la madrugada, en cuanto apunte el sol, acabaremos con el castillo —dijo el hombre pequeño, con aire de cansancio, dirigiéndose a los que le rodeaban—. A las siete tomaremos la isla.

—Los presos... —comenzó tímidamente Pau.

—¿Dónde están? ¿Y cuántos? Dentro de pocas horas marcharán a sus casas.

—Todos en el castillo... Más de doscientos camaradas... Las techumbres son viejas... Podía desembarcarse por San Carlos... Hay que evitar... Para eso hemos venido.

Y Pau, interrumpido a veces por Escandell, en su castellano difícil, lento, pero ahora exaltado, informó al Comité de todo cuanto sabía de la isla.

—Bien. Al amanecer os darán un fusil a cada uno, y desembarcaréis con nosotros. Mientras, compañeros, iros a descansar un rato.

El hombre pequeño y regordete, sin levantarse, apretó la mano de los dos pescadores, que se tendieron en cubierta, callados y con los ojos abiertos, esperando el levar de las anclas rumbo a la salvación de los presos y la liberación de Ibiza.

XII

Aunque Javier pensó que aquella noche no dormiría, estaba tan enervado y flojo, que se tendió en la misma roca desde donde presenciara por la tarde el bombardeo del castillo. «Así, cuando me despierte, veré que ya no están los destructores.» Señal de que Pau y Escandell habían logrado la barca y llegar hasta ellos. Confiaba en la destreza y audacia de los dos ibicencos. «Más ágiles y escurridizos que lagartos. No les pasará nada.» Y se durmió, seguro de que al amanecer vería desierta la bahía.

El despertar fue así: un mar plano, tranquilo, sin las huellas y ecos de la víspera; el castillo, la muralla, los molinos, la ciudad entera amaneciendo, como si la tarde anterior los cañones no la hubiesen estremecido en sus raíces. Oyó pasos. Alarmados, se llegaron a él los salineros. Le andaban buscando desde las primeras rendijas del alba.

—¿Qué va a pasar, compañero Javier? Los barcos se han ido. Alguien afirma que con rumbo a Mallorca.

—No os asustéis. Entraremos juntos en la ciudad, y dentro de muy poco.

—Entonces...

—Yo os aseguro —bromeó, riendo— que algunos de los facciosos del castillo, esos que de momento logren escaparse, dormirán esta noche aquí, donde nosotros lo venimos haciendo desde hace más de veinte días.

Se levantó de la roca, estirándose:

—¿Y si bajásemos ya a la playa?

Javier inició el paso. De su tiendecilla de pino cogió un racimo de uvas de la cena y, comiéndoselo, siguió andando entre los troncos. El bosque se había llenado de gente: refugiados de los montes y campos vecinos, hombres viejos con morrales al hombro, caras sin afeitar, gestos de inquietud, de alegría, de cansancio poblaron, al clarear, aquellos árboles y laderas antes tan solitarios y mudos. Aparecieron también algunas mujeres con sus niños. La isla revivía, resucitaba. Sus pescadores, campesinos y salineros brotaban nuevamente no se sabía de dónde: si de las entrañas de la tierra o lo hondo del mar.

—¿Entonces cree usted que a los presos no les ha sucedido nada? —preguntó, dulce y despacioso, un anciano de ojos grises y frente labrantía.

—No. Y vamos ahora mismo a comprobarlo. Los que quieran seguirme, que vengan.

El bosque entero le siguió: jóvenes, viejos, niños y mujeres. Al pisar la arena endurecida de la playa y sentir la humedad de la orilla, se les clareó a todos el corazón, como si el riego de la sangre lo hubiera inundado de súbito. Perseguidos que se guarecían en la torre Salrosa, se incorporaron también, y gente que brotaba de entre los juncos de las dunas, por los ramos de los viñedos. Marchaban lentos, aún desconfiados. Javier al frente del primer grupo, como guía. Las mujeres eran las más preocupadas e inquietas. Una preguntó, casi llorosa:

—¿Habrán desembarcado ya?

Javier, sin contestarle, se desvió hacia una veredilla del borde de las dunas por donde avanzaba una bicicleta con alguien en mangas de camisa. Se cruzó, para interrogarle, viendo, ya de cerca, que llevaba un fusil a la espalda y que eran pantalones de soldado los que por lo malo del sendero manejaban dificultosamente los pedales.

—¡Eh! ¿De dónde vienes?

—De ahí, del castillo—respondió, sin detenerse—. Nuestras fuerzas ya estarán a estas horas entrando en la ciudad. El comandante y sus oficiales huyeron a los montes. Unos cerdos. Los soldados nos vamos a nuestra casa. Ya era hora.

—¿Y los presos? —gritaron algunos.

Pero el ciclista ya no oía.

A estas noticias del soldado, los grupos se unieron, convirtiéndose en una pequeña manifestación alegre, pero silenciosa. Era el momento de cantar. ¿Sabrían cantar aquellas gentes? Pensó Javier de pronto que, como Pau y Escandell, tampoco cantarían, y no se atrevió a proponerlo. ¡Qué lástima! Entonces, les aclaró mientras marchaban:

—Vienen a daros la libertad, ibicencos, a entregaros vuestra isla. Por el camino de San Antonio avanzan ya las tropas leales, hombres lo mismo que vosotros, pueblo bueno y grande de España. Ellos os traen vuestro propio mar, la misma tierra ajena donde hincáis el arado, los árboles que os niegan su fruto, los rebaños que acariciáis sin poseerlos, el aire que por primera vez sentiréis vuestro en los pulmones. Todavía marcháis sin daros cuenta que hasta la arena que va pegándose al cáñamo de vuestras sandalias os pertenece ya y que quienes os apretaban y saqueaban todo andan de huida hacia los mismos bosques que dejamos... Pero tened por cierto, os lo aseguro, que no se salvarán. Ibiza es una isla; la cerca el agua por todas partes. Se olvidaron de esto... Y hacia vuestra ciudad ya suben los que vienen a pedirles las cuentas... Como es demasiado lo que deben...

—¡Eh! ¿Es fiesta hoy o qué pasa?

El que así interrumpía era un pastor, desnudo y sonriendo, que en la orilla jalaba de las patas y el rabo una borrega que no quería bañarse. Javier miró a aquel hombre con asombro.

—¿Todavía no lo sabes? —respondió al pastor uno de los salineros.

—¿Qué?

—Que llegan nuestras tropas...

—Nuestras tropas... —repitió el pastor como el eco de una cueva vacía.

En la pregunta y en el gesto impasible de aquel hombre sufrió Javier todo el oscuro e inacabable crimen cometido contra el pueblo de España. Aquel pobre pastor de ovejas ignoraba lo que venía sucediendo en su isla desde hacía casi un mes. Sumiso y lejano, bañaba el rebaño de su señor, como el esclavo más primitivo.

—¿Vienes con nosotros? —le propuso Javier para ver qué hacía.

—Estoy bañando las borregas.

Sonriendo, y dominando al fin a la que se negaba, se metió con ella en el mar hasta las rodillas.

Siguieron avanzando por la playa. Ya bordeaban la ladera del monte donde, coronándolo, abría sus velas rotas el molino de Javier. De allí, y haciendo señas con el brazo, bajaba alguien a toda prisa.

—¡Torres!

Era Torres, el campesino, que ya venía con su fusil.

—Soy uno de los encargados de organizar las milicias ibicencas. ¡A ver! ¡Voluntarios!

Sin vacilar, todos los hombres que seguían a Javier se ofrecieron, reclamando al instante:

—¡Queremos fusiles!

—Cuando las tropas suban al castillo os los darán. Este —mostró Torres con orgullo— me lo entregaron por la carretera de San Antonio, al ir hacia San Carlos. No tuve tiempo de llegar al desembarco.

—¿Y los presos? —interrogaron, ansiosas, las mujeres.

—¡Todos libres! Esos canallas se escaparon anoche. Antes, intentaron matarlos. Pero con el miedo y la prisa no pudieron.

—Ya, ya se les cogerá.

—Mejor que ellos conocemos la isla.

—Uno de los trabajos de las milicias será ése: limpieza.

Apareció, jadeante, otro muchacho, también con su fusil:

—¡Llegan! Van a entrar en el paseo.

Todos aligeraron. Javier corrió más que ninguno. Al desembocar en el cruce de la carretera y la entrada de la ciudad, chocó, de golpe, con Pau y Escandell que lo buscaban. Se abrazaron. Javier se adelantó a la pregunta que temblaba en la cara de los dos pescadores:

—Sí, salvados. ¡Todos! Y andan con los fusiles de la guarnición sublevada. Que Torres os cuente.

—Uno de los cañonazos derrumbó las techumbres, sin que hubiera desgracia entre los nuestros. Sólo Antonio perdió el sentido. Antes de huir quisieron ametrallarlos. Pero un sargento lo impidió abriendo las puertas traseras de la cárcel.

—A vosotros, amigos, os deben la libertad y la vida. Nadie lo sabe aún. Ni siquiera Torres.

—¡Manías! —cerró Pau con modestia, esquivando, emocionado, la mano que le tendía Javier.

Banderas altas de la República, catalanas, rojas y rojinegras entraban ya por el paseo; con ellas, y rodeando a las milicias peninsulares, carrillos y caballos de los pueblos, que habían ido sumándose al paso de las tropas. Pronto las aceras y las calles de Ibiza sólo fueron montones de tabardos, mochilas, fusiles y correajes. Los balcones y las ventanas se abrieron: unos tímidamente, con sigilos de miedo; otros de un solo golpe, jubiloso. Y con el resonar de la gente civil mezclada entre los nuevos soldados, los altavoces de las radios gubernamentales, después de más de veinte días de silencio, comenzaron a tronar la ciudad.

Los pescadores trajeron a Javier un fusil. Los tres camaradas, siempre unidos como en el bosque, se incorporaron a los grupos de milicianos que se dirigían al castillo. Los ibicencos, al fin, recuperaban su isla. Pero ahora de verdad.

Aquel clarísimo mediodía, sobre las torres almenadas, más altas que el mar y los montes, el pabellón de la República gritaba al viento su victoria contra el cielo de Ibiza. Junto a él, la bandera blanca de los facciosos, como un pañuelo desgarrado, ondeaba el recuerdo de su derrota.

(Madrid, 1937)