Teoría del saltamontes

Una vez más, como cada mes de mayo durante tantos años, el mar se hizo de pronto visible tras la curva que desembocaba en lo alto del acantilado. Carlos detuvo el coche en medio del camino, salió del vehículo y se desentumeció llevándose las manos a los riñones. Luego avanzó por entre los matorrales hasta las últimas rocas y se detuvo a contemplar la costa gallega. Por debajo de él, al final del camino que a partir de allí emprendía un abrupto descenso, se extendía la playa solitaria, encerrada entre los taludes rocosos de la estrecha ensenada, y tras ella los volúmenes grises de la factoría ballenera. Era asombrosa tanta quietud, tanto silencio. No había niebla y el mar estaba en calma, y sin embargo Carlos, asomado quizá por última vez a aquel acantilado, podía oír perfectamente el rumor de la tormenta y los bramidos de las olas al romper contra el casco del barco, y se veía a sí mismo en cubierta y a Floreal agarrado al cañón, obcecado por aquel lomo inmenso y oscuro que a veces emergía de las aguas.

Todo aquello se había acabado un año atrás. Desde allá arriba no se veía ningún movimiento en la factoría, sumida en el silencio opaco del abandono. Carlos regresó al coche y emprendió el último tramo del camino. Dejó a un lado las pocas casitas de piedra que empezaban a verse invadidas por los matojos, y aparcó delante de la única que permanecía habitada. Atraída por el ruido del motor, una mujer asomó la cabeza por detrás de un emparrado que daba sombra a un lavadero. Achicó los ojos para fijar la vista, y salió por fin secándose las manos en el delantal. Caminaba balanceándose a un lado y a otro, como si las piernas se le amenguaran al cargar su peso sobre ellas. Se detuvo delante del coche.

—Carlos —dijo. Sonrió lenta y sosegadamente, y luego retiró la sonrisa de su rostro con la misma placidez—. ¿Qué hace usted por aquí?

Hacía muchos años que Carlos había desistido de conseguir que ella le tutease. Bajó del coche y fue a darle un par de besos, que la mujer recibió apartando las manos para no mancharle la camisa. Aunque ya sólo debía de cocinar para sí misma, olía a sudor, a ajo y a romero.

—No he resistido la tentación de volver —contestó Carlos—. ¿Cómo te encuentras, Marcelina?

Ella, lejos de contestar a la pregunta, se apartó un poco de él y puso los brazos en jarras.

—¡Pero si aquí ya no hay nada que hacer, sagutxiño! —exclamó—. No tenía usted que haber hecho un viaje tan largo. Todos marcharon para otras partes, yo qué sé para dónde. Aquí no queda nadie.

Carlos abrió el maletero del coche y sacó la bolsa con su escaso equipaje. Allí estaba también la caja con el regalo que había traído para ella, la verdadera causa de su viaje. Pero un incómodo pudor le impidió dárselo en aquel momento. No sabía cómo hacerlo sin invadir su intimidad, y sin embargo era precisamente eso lo que quería hacer: proporcionarle compañía, devolverle, en la medida de lo posible, el calor de toda la gente que hasta el otoño anterior poblaba aquella playa, la charla de las mujeres que acudían cada día desde los pueblos cercanos, los vozarrones de los hombres acostumbrados a hablar alto para imponerse al fragor del mar.

Con la bolsa en la mano, se volvió hacia las naves de la factoría ballenera y creyó ver de nuevo, en aquel lugar abandonado, a los grupos de despiezadores que esperaban la llegada de los barcos, la rampa preparada para que otro animal se deslizara sobre ella, el suelo lleno de grasa y de sangre, y sintió aquel olor poderoso a carne y a entrañas, a muerte fresca. Parecía inconcebible que todo aquello ya no fuera a suceder nunca más, y sin embargo se había acabado para siempre. Era como si uno observase la multitud y el tráfico de una avenida, y tras la pausa inapreciable de un parpadeo la encontrase de pronto vacía.

—Vinieron unos camiones y se lo llevaron todo —dijo la mujer, que se había vuelto hacia la factoría siguiendo la mirada de Carlos—. Fue la «hecatumbe». Sólo dejaron los depósitos del aceite, quién los mueve.

Carlos puso la bolsa en el suelo. Al momento volvió a cogerla y observó unos instantes a la mujer.

—Quizá, si no te es molestia, me quede a pasar la noche —dijo—. Todavía no lo sé. —Y a continuación repitió—: ¿Cómo te encuentras, Marcelina?

—Yo estoy bien —dijo ella, haciendo una mueca de desinterés—. Un poco coja, pero se me arregla en cuanto me siento.

Entraron en la casa. Carlos dejó la bolsa a un lado y se detuvo a contemplar la pequeña habitación principal, con una mesa camilla cubierta con un tapete de ganchillo. Por la ventana se veía la playa, un poco más abajo. En la cocina, que tenía la puerta abierta, humeaba un caldero de cobre. Olía a chorizo.

—¿Y Floreal? —preguntó Carlos.

—También se fue —contestó la mujer, tomando asiento en una silla que dejó escapar un crujido—. Se volvió para Cádiz, a faenar por allá abajo. Ahora no tengo hombre, pero tampoco lo necesito.

Carlos se había detenido ante un pequeño aparador. Sobre él, apoyada, reposaba una postal con la figura de un buey. Bajo las patas del animal había unas palabras escritas en japonés. Aunque su conocimiento del idioma era muy rudimentario, pudo leerlas sin dificultad: Akemashite omedetô gozaimasu. «Felicidades por el Año Nuevo.»

—Kameda no se ha olvidado de ti —dijo.

Marcelina dio una sonora palmada y se quedó con las manos juntas, enlazadas sobre el pecho.

—Mire que era raro ese hombre, tan silencioso. Aún lo veo inclinado sobre el cachalote, indicando por dónde debía iniciarse el corte. ¿Se acuerda usted? Las mujeres de aquí lo contemplaban como si se les hubiera aparecido la Virgen, mismamente. Pero no por devoción, por asombro. Después de comer se iba caminando de espaldas y agachando así la cabeza, una vez y otra... y otra más. Usted bromeaba, imitándolo. Era agradecido como un perro. Ya no hay hombres así.

Carlos se acordaba muy bien de Kameda. Iba siempre con las manos a la espalda y no resbalaba nunca en los charcos de sangre. Quizá fuera por sus pasos mesurados, por su calculadísima discreción. Cuando no tenía nada que hacer se volvía hacia el mar y se quedaba inmóvil. Parecía que su mirada pudiera deslizarse sobre las aguas y alcanzar desde tan lejos su tierra. A veces hablaba solo, en voz baja.

—Ya no trabajará usted para la Comisión Ballenera —dijo la mujer—. ¿En qué anda?

—Doy clases en la universidad. —Carlos se había vuelto hacia la ventana y contemplaba la playa. Las olas rompían mansamente en la orilla. En invierno aquel mismo mar se sacudía como si quisiera devorar la tierra.

—Le prepararé la cama en el cuarto de allá atrás.

El arponero se aferraba al cañón, en parte por hacer puntería y en parte por no caerse. El mar estaba tan revuelto que las olas rompían unas contra otras, escupiendo nubes de espuma. Las que alcanzaban a barrer la cubierta desestabilizaban a Carlos, que buscaba algún asidero. Se cogió por fin a una jarcia, pero la mano le escocía. Gritó: «¡Floreal, ya llevamos una bien grande amarrada a estribor! ¡Déjalo estar!». El cielo, de un gris oscuro, ocultaba la luz del sol. El fragor del mar le estallaba en la cabeza. El lomo de la ballena muerta flotaba pegado al barco, como una inmensa babosa. Y la voz del arponero parecía llegar desde muy lejos: «¡Podremos también con ésta! ¡Sal a respirar, bonita, sal a respirar!». Por fin sonó el ruido seco del cañonazo, y mientras la estacha restallaba se inició la espera en aquel barco que daba la impresión de que en cualquier momento podía partirse en dos, como una astilla. Aquel día llegaron a puerto, finalmente, con una sola ballena, pero fue una jornada memorable: el animal llevaba oculto, entre la grasa de su cuerpo, un arpón de 1880. Carlos se lo había quedado. Lo tenía colgado en la pared en el comedor de su casa.

Sin levantarse, retiró los pies de la arena y los sacudió. Empezaba a hacerse de noche. Se puso en pie y se alejó de la orilla. A un lado vio encenderse las luces en la casa de Marcelina. La factoría se alzaba ante él, tan desolada como siempre. Hasta en sus mejores tiempos, aquel edificio había soportado mal la soledad. Todos los días, cuando la frenética actividad cesaba en él, se convertía en la estructura vacía que nunca había dejado de ser. La oscuridad y el frío le entraban dentro, como en una persona que se muere.

Carlos ascendió por la rampa hasta el gran portón, cerrado con un candado. Buscó en un bolsillo la llave que le había dado Marcelina y lo abrió un poco. Un haz de luz declinante atravesó la nave vacía. Carlos se internó en ella. Su sombra, estilizada por el atardecer, se extendió sin trabas por el suelo. Tras él entró una mariposa blanca que alzó un vuelo errático hacia lo alto de la nave. Tal como le había dicho Marcelina, no quedaba nada allí. Sólo los depósitos para el aceite se erguían al fondo, tan grandes que costaba creer que algún día habían estado llenos.

Sus pasos resonaban como en el interior de una iglesia. Cruzó la nave y entró en las dependencias posteriores. Los cristales estaban rotos y el polvo se acumulaba por todas partes. En un patio interior, que se abría al cielo tras una puerta que pendía fuera de sus goznes, encontró una montaña de barbas de ballena olvidadas allí tras el cierre. Estuvo un rato observándolas. Entonces empezó a sentirse incómodo y volvió sobre sus pasos. Cruzó de nuevo la nave vacía. Cerró el portón y echó el candado.

El sol se ocultaba sobre el mar, que resplandecía en el horizonte. Carlos alzó la mirada. En el cielo, hacia el este, se veían ya las estrellas.

Con la llave en la mano, se encaminó hacia la casa de Marcelina. Encontró a la mujer recogiendo el tapete de ganchillo para extender un hule sobre la mesa. Se volvió hacia Carlos e hizo un gesto de desánimo.

—Tengo cachelos, no otra cosa —dijo—. De haber sabido que usted venía habría preparado lacón con grelos, con lo que le gustan. Y habría pedido a Toñín, el de Gures, que me trajera un buen centollo.

Carlos dejó la llave sobre el aparador, junto a la postal con la figura del buey.

—Me muero por unos cachelos —contestó.

—Usted siempre ha sido muy conforme con todo. Y muy pausado. No como Floreal. A él le gusta demasiado matar la sed. Yo ahora también bebo un poquiño, a la noche. Me hace mejor dormir.

Carlos observó la habitación. A un lado estaba la mesa frente a la ventana, y el aparador. Al otro había un sillón grande con la tapicería desgastada. Junto a él una mesita baja. Antes, cuando Floreal vivía con ella y Marcelina servía comidas a gente de fuera como Kameda o el mismo Carlos, había allí algunas sillas contra la pared. Pero ya no estaban y sobraba espacio en aquella parte. Vio un enchufe a un lado de la puerta que daba a las habitaciones. El lugar era perfecto.

—Marcelina —dijo—. ¿No te sientes sola aquí?

La mujer se pasó las manos por la falda. Siempre le sudaban, como herramientas bien engrasadas. Y ella siempre se las secaba en la ropa. Cuando se sentaba a la mesa, las reposaba sobre ella con el mismo gesto con que un carpintero deja el mazo o el escoplo.

—A las viejas se nos hacen lentos los días —contestó—, pero bien está que sea así. Alarga el poco tiempo que nos queda.

Ya había puesto sobre el hule los platos, los cubiertos y unas copas que había sacado del aparador. Eran de cristal tallado, las de las grandes ocasiones. Carlos no sabía muy bien qué más decir a aquella mujer por la que sentía un cariño ambivalente, intenso y al mismo tiempo distante. Se puede querer a alguien con el que no existe conversación posible, pero no se puede ir más allá. Él daba clases en una universidad de Barcelona. Vivía con una oncóloga joven y de ojos azules, que pocas semanas atrás le había dado la noticia de que estaba embarazada. Marcelina, por su parte, había nacido en aquella casa junto a la factoría ballenera y no había ido nunca a ninguna parte. No se había casado, ni había aprendido a leer. Nada tenían que ver el uno con la otra, y sin embargo Carlos había sentido la necesidad de cruzar la península para verla, seguramente por última vez. No sabía siquiera si aquella mujer se tomaría bien una cosa tan sencilla como que le diera un abrazo de despedida.

—Te he traído un regalo —dijo. Dudó un instante, y luego añadió—: Voy al coche a buscarlo.

Salió al exterior. Ya era noche cerrada y el cielo se había llenado de estrellas. Había tantas, tan nítidas y apiñadas, que le provocaron ansiedad. Le había sucedido en muchas otras ocasiones. En sus largas temporadas en aquel rincón de la costa gallega, a menudo se tumbaba de noche en la playa, los brazos y las piernas abiertos, para notar sobre el pecho aquella contradictoria sensación de liviandad y aplastamiento.

Abrió el maletero del coche y sacó la caja. Regresó abrazado a ella. La dejó en el suelo, junto al enchufe. Luego acercó la mesita que flanqueaba el sillón. Marcelina le observaba con curiosidad, y se llevó las manos a las mejillas cuando vio que Carlos desembalaba un televisor.

—Pero ¡qué trae usted, sagutxiño! —exclamó—. ¡Madre de Dios bendita!

Carlos se sintió un poco cohibido. Había ido hasta allí obedeciendo a un impulso repentino, pero en aquel momento no estaba tan seguro de lo que hacía. Quizá la televisión resultara una intromisión excesiva en la vida de Marcelina. Quizá la abrumara en vez de hacerle compañía. En aquel lugar nunca había habido un televisor. Tampoco llegaba la prensa. Hasta el año anterior, en que se había prohibido definitivamente la pesca de cetáceos, Carlos había pasado allí muchos veranos estableciendo los censos de ballenas, catalogando su edad y contabilizando las hembras preñadas. Durante esas temporadas sólo la radio le daba noticias de lo que sucedía en el mundo.

—He pensado que te gustaría —dijo. Miró a Marcelina, que seguía con las manos en la cara sin poder despegar los ojos del televisor apagado—. Pero, si te incomoda, mañana me lo llevo conmigo.

—Yo no merezco eso, ¿oíches? —respondió la mujer—. ¡A mi edad! ¡Eso es para los jóvenes!

—Lo pondré en marcha para que nos entretenga mientras cenamos, y mañana ya me dirás si lo quieres o no.

Marcelina pareció reaccionar por fin. Fue a por la olla y la dejó sobre la mesa. Luego regresó a la cocina a por la cestilla del pan y una botella de vino tinto. Tomó asiento muy pomposamente, como si se dispusiera a oír misa, y desde allí observó cómo desplegaba Carlos la antena del aparato y lo enchufaba. Le costó un poco sintonizarlo, pero por fin se escuchó una música alegre y la pantalla se llenó de luz. Apareció una multitud de gente que bailaba. Había chicas jóvenes con pamelas y niñas vestidas de rosa. Un hombre gordo daba brincos y pedía más vino. Carlos vio a James Caan y a Robert Duvall cruzar la pantalla muy elegantes, vestidos de esmoquin con claveles blancos en las solapas, y comprendió que eran las primeras escenas de El Padrino. A su espalda sonó la voz de Marcelina. Hablaba suavemente, para sí.

—Madre del amor verdadero —dijo—. Parece cosa das meigas.

A Carlos le subió un escalofrío por la columna vertebral. Era la primera vez que aquella mujer veía la televisión. Cada día de su vida había comido y cenado junto a la ventana contemplando la misma playa, y él acababa de instalarle, en el corazón mismo de su casa, otra ventana desde la que podría observar el mundo entero. Pensó que había alguna posibilidad de que aquello resultase demasiado para ella, pero valía la pena intentarlo.

—Está empezando una película —anunció. Y fue a sentarse a la mesa.

El olor de los cachelos hizo que le ronronearan las tripas. Sin embargo, Marcelina no apartaba la mirada del televisor. Carlos intentó sacarla de su hipnosis.

—Son italianos que viven en América —dijo—. Se casa la hija de un hombre que se llama Vito Corleone.

—Sí es una boda, sí —contestó Marcelina sin volverse hacia él—. Qué bonita...

En la pantalla, Marlon Brando recibía a los capos mafiosos. Los hombres se besaban en las mejillas y a continuación, separándose un poco, se miraban directamente a los ojos intentando calibrarse las malas intenciones.

—Ese es Corleone —dijo Carlos.

Hubo un cambio de plano. Se vio a los recién casados. Ante ellos, los invitados hacían cola para entregarles sus regalos. En aquel momento Marcelina se volvió por fin hacia Carlos.

—La novia es guapísima —dijo—. Y está claro que su padre la quiere con locura. Esa boda le va a costar una fortuna.

Dejó escapar un suspiro y, sin acabar de despegar la atención de la pantalla, sirvió el guiso de patatas y chorizo. Llenó de vino las copas y dio un sorbo de la suya. Luego, sin tocar su plato, volvió a centrarse en la película. Carlos empezó a comer pensando que, pese a todos sus temores, había acertado con el regalo. Marcelina se estaba acostumbrando con asombrosa rapidez al televisor. Parecía entusiasmada con lo que veía. Incluso en exceso, pues no se movió ni dijo nada hasta unos minutos después, cuando el repostero que había hecho el pastel de boda salía del despacho de Marlon Brando, tras pedir a éste que impidiera que repatriaran a Italia al novio de su hija. Estaba Brando diciéndole a Robert Duvall, su consigliere, que encargara aquel asunto a algún congresista judío, cuando Marcelina se llevó la copa a los labios, bebió un par de tragos y se volvió de nuevo hacia Carlos. Le miró fijamente pero con los ojos velados, como sumida al mismo tiempo en una profunda meditación.

—Ese hombre ayuda a sus amigos —dijo—. Todos van a pedirle favores.

—Es una costumbre siciliana —comenzó Carlos—. Cuando a uno se le casa la hija...

Pero Marcelina le interrumpió con impaciencia.

—Ayuda a todos sus amigos —insistió—. ¿Se ha fijado usted? Y a ese rubio tan peripuesto, ese que nunca dice nada y que está siempre a su lado, le recogió en la calle cuando era niño y le crió, le dio estudios... Un rapaciño que no era de su sangre y al que ni siquiera conocía...

Alzó los ojos hacia la lámpara. Tras unos segundos en que pareció ver algo allí, algo que Carlos no podía imaginar qué era, volvió a mirarle a él.

—Ese hombre es un santo —dijo.

Carlos, que tenía la boca llena, contuvo una carcajada. Pero Marcelina ya no le prestaba atención. Se había vuelto de nuevo hacia el televisor. Johnny Fontane, el remedo en la película de Frank Sinatra, llegaba a la fiesta entre el griterío de las chicas y cantaba una canción. Un poco más tarde lloriqueaba ante el Padrino en su despacho, y éste encargaba a Robert Duvall, el rubio peripuesto, que fuera a California a conseguir que le dieran a Johnny Fontane el papel protagonista en una película. Sólo entonces, resueltos todos sus asuntos, Marlon Brando se incorporaba a la boda. Hacían la foto de familia. Segundos después sacaba a bailar a su hija y ésta se abrazaba a él... Fundido a negro. En la pantalla apareció un avión que aterrizaba. Marcelina dio un brinco en la silla.

—¿Qué sucede? —exclamó—. ¿Y la boda? ¡Carlos, el televisor se ha escacharrado!

Carlos dejó el tenedor en el plato. Miró con sorpresa a la mujer.

—No le pasa nada, Marcelina. Es el avión que lleva al hombre rubio a California.

—¿Qué avión? ¿Por qué no podemos seguir viendo la boda?

Marcelina estaba realmente indignada. Carlos la observó unos instantes, y entonces comprendió que aquella mujer jamás había visto una película ni había leído un libro. No conocía los mecanismos de una narración, los sobrentendidos que permiten contar una historia. Toda su vida había transcurrido en un presente continuo, inalterado. La playa, siempre la misma, las estaciones que se sucedían lentamente, la gente que llegaba por los caminos a trabajar en la factoría y, al anochecer, se alejaba en dirección a sus pueblos, todo aquello había sucedido tal como suceden en realidad las cosas. Para comprenderlo no se necesitaba ningún aprendizaje.

—Yo te lo explico —dijo—. En la película, el señor Corleone encarga al hombre rubio que vaya a California para ayudar al cantante, ¿verdad?

Hizo una pausa. Marcelina asintió con gravedad.

—Es un hombre bueno —contestó ella—. Todos le respetan.

—Exacto. Y resulta que la película ya nos ha contado lo más importante de la boda, así que da un salto adelante, un salto en el tiempo. El avión aparece para que entendamos que el hombre rubio está llegando a California. A esos saltos adelante se les llama «elipsis».

Marcelina se puso en pie. Fue a la cocina y regresó con una fuente llena de naranjas. La dejó en la mesa, cogió una y comenzó a mondarla.

—Elipsis —masculló, meditabunda.

Echó un vistazo al televisor, pero Robert Duvall discutía con el director de la película y aquello no pareció interesarle. Carlos cogió también una naranja.

—Eso, elipsis... Imagina que quieres contarme la vida de una persona. Si me explicaras lo que hizo en cada instante, día tras día, necesitarías toda tu vida para contarme la de esa persona. Así que decides saltarte lo que no consideras importante. Me cuentas sólo los momentos significativos de su vida.

—Ya lo entiendo —dijo Marcelina. Y describió con su cuchillo una parábola en el aire—. Haces como los saltamontes. Caminas poquito a poquito, pero de golpe estiras las patas, y en un plis estás más allá.

Sonrió satisfecha y se metió en la boca un gajo de naranja. Carlos tuvo el impulso de acariciarle el antebrazo, pero se contuvo. No sabía cómo tocar a aquella mujer. Nunca había sabido cómo tratar con ella, cómo expresarle su cariño.

Les llegó una risa desde el televisor y los dos se volvieron a mirarlo. Habían interrumpido la película para insertar publicidad. Emitían un anuncio de una marca de yogures. El que había reído era un niño. Estaba sentado a una mesa en una cocina, y sostenía el yogur en alto de forma que se viera la etiqueta.

—Qué rapaciño tan simpático —exclamó Marcelina—. El saltamontes ha hecho de las suyas, y los recién casados ya tienen un hijo.

Carlos se despertó muy temprano, pero se oía a Marcelina trajinar por la casa. Mientras salía de la cama y se vestía, decidió irse después del desayuno. Nada tenía que hacer allí, y el abandono de aquel lugar le provocaba melancolía. Fue a lavarse la cara y las manos. Cuando entró en el comedor vio que la mesa estaba puesta de nuevo. Marcelina depositaba sobre ella una jarra de leche.

—Buenos días —dijo la mujer sonriéndole—. He preparado filloas y café. Como a usted le gusta.

—Buenos días, Marcelina. —Carlos tomó asiento—. Voy a tener que irme enseguida.

—Ya suponía... Pero desayune antes, hombre de Dios. Siempre con esas prisas.

Marcelina se sentó frente a él. Carlos se preparó un café con leche y untó compota de manzana en una de las tortas.

—¿Qué hacemos, Marcelina? —preguntó—. ¿Te quedas el televisor?

La mujer apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos. Movió la cabeza a un lado y a otro, apretando los labios en un gesto de indecisión.

—Yo no sé si voy a saber cómo funciona ese aparato...

—Si tienes algún problema, pide ayuda a Toñín.

—Me da miedo acostumbrarme a ver esas películas y luego volver a quedarme sola.

—Si eso sucede, me llamas por teléfono y yo lo resuelvo enseguida.

—No sé...

Volvió a menear la cabeza y a apretar los labios.

—Bueno... Quizá lo pruebe algún tiempo.

Carlos acabó el desayuno y se levantó de la mesa. Recogió su bolsa. Poco después salía al exterior, seguido por Marcelina. El coche estaba aparcado a un lado del camino. Abrió la puerta, tomó aire con fuerza y se volvió hacia la mujer. Necesitaba tender un puente hacia ella, algo que le aliviara la desazón que se le había instalado en los pulmones.

—Voy a ser padre, Marcelina —dijo—. Mi mujer está embarazada de dos meses.

Ella se llevó las manos a las mejillas.

—¡Qué alegría! —exclamó—. ¡Qué noticia tan buena! Me alegro mucho por usted, Carlos.

Entonces, en un instante, le cambió la expresión de la cara. Se puso muy seria.

—¿Cómo no me lo ha dicho antes?

Carlos se rió.

—No lo sé —contestó, encogiéndose de hombros.

Hizo ademán de entrar en el coche, pero Marcelina le retuvo por la manga de la camisa.

—¿Va a irse así, sin siquiera darme un abrazo?

Marcelina tenía el torso mullido. Aquella mañana olía a una mezcla de especias y detergente. Se agarró a Carlos con fuerza, y antes de separarse le plantó varios besos muy sonoros junto al oído. Carlos también la besó, aunque sin hacer ruido.

Subió al coche, abrió la ventanilla y puso el motor en marcha. Al oír el pistoneo, Marcelina retrocedió un poco.

—Venga a verme algún día —dijo—. Traiga a su mujer y a su hijo, que yo los conozca.

—Claro que sí —contestó Carlos. Al instante se le hizo un nudo en el estómago.

Marcelina retrocedió un poco más.

—Aquí me encontrarán ustedes, enclaustradiña en mi elipsis. Con estas piernas mías, quién hace de saltamontes.

Carlos amagó un gesto de despedida con la mano. Luego maniobró para dar la vuelta y se alejó por el camino. Antes de doblar la primera curva echó un vistazo al retrovisor, pero retiró de inmediato la mirada.