La Historia en un rincón

Cuando empujó la puerta, la armonía oriental de un carillón colgado sobre ella le transmitió una agradable y brusca placidez. El escaso ruido de la calle se silenció al instante, y él se detuvo, indeciso, mientras echaba un vistazo al local. La luz que entraba del exterior se volvía allí turbia, moteada. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles llenos de cajas y álbumes etiquetados. En un espacio abierto entre las estanterías había un retrato de un hombre con gafas redondas y un amplio mostacho acabado en largas puntas. Debajo del retrato, un letrero rezaba: «Emanuel Herrmann, inventor de la tarjeta postal». En el fondo del comercio, en una esquina, una mesa hacía las funciones de mostrador, y tras ésta se hallaba sentada una mujer muy mayor. Ante ella, sobre el cristal que cubría la mesa, había una tetera de fundición y una taza humeante.

—Buenas tardes —dijo el recién llegado—. He visto el letrero.

La mujer hizo un gesto de afirmación y extendió la palma de la mano, como si mendigara, para señalar una pequeña butaca de piel junto a la mesa. El hombre avanzó unos pasos y contempló el cristal. Bajo él había postales con leyendas que orientaban acerca de los diversos temas que se almacenaban en las cajas. Casi todas eran en blanco y negro. En una se veía a una bailarina desnuda, con una mano apoyada displicentemente en una peana y la otra sosteniendo en alto un pañuelo evanescente. Un cartelito a su lado llevaba la palabra «Eróticas» escrita en grueso trazo de pluma. Otra era una vista de una gárgola de Notre-Dame con forma de aeroglifo asomada a la extensión inabarcable de París. «Ciudades del mundo.» En una tercera, ésta coloreada en tonos ocres, aparecía una muchacha morena de labios gruesos con un vestido de hilo rasgado a la altura de sus costillas y de su pezón derecho. «Norte de África.» El hombre tomó asiento en la butaca.

—Estoy buscando un local en traspaso —dijo.

La anciana cogió la taza, bebió un sorbo y volvió a dejarla sobre el cristal.

—No sé qué pedir por él. —Su voz era frágil y fina como un hilo de plata—. Mi marido falleció hace dos meses. Ésta era su vida. No sé qué pedir.

—Debería asesorarse —dijo el hombre.

Y añadió, tras una pausa:

—Lamento lo de su marido.

Miró a un lado. Leyó las etiquetas de varias de las cajas: «República española», «Faros», «Mariposas», «Bicicletas antiguas»...

—Nunca salía de aquí —oyó decir a la anciana—. Le gustaba advertir a sus clientes de que las postales que le compraban regresarían a sus cajas antes o después, que sólo era cuestión de tiempo que volvieran con él.

Dejó escapar una risita que sonó como un trino.

—Decía a menudo que la Historia es como el polvo, que se cuela por todas partes. Le gustaba pensar que la tenía aquí dentro... La Historia entera del mundo.

El hombre sacó la cartera, y de ella una tarjeta. La dejó sobre la mesa.

—Aquí tiene mi número de teléfono —dijo—. Llámeme cuando decida lo que pide por el local.

La anciana arrastró la tarjeta hacia sí con un dedo tembloroso. Luego, sin mirarla, la introdujo con mucha delicadeza debajo del cristal.

—¿Sabe lo que es un hibakusha? —preguntó.

El hombre la miró un tanto sorprendido. Negó con la cabeza.

—Hibakusha, en japonés, quiere decir «persona bombardeada» —explicó la anciana—. Es un superviviente de la bomba atómica... Pero aquello sucedió infinitamente lejos, y hace además muchos años, ¿verdad?

—Hay cosas que es mejor olvidar —respondió él, un poco incómodo, arrellanándose en el asiento.

—Y hay cosas que no debemos ni podemos olvidar, cosas que nos persiguen.

A la mujer le brillaban las pupilas. Se quedó ensimismada unos instantes.

—Olvidar... —dijo por fin—. Qué palabra tan falsa y tan triste.

El hombre no sabía muy bien qué hacer. Sólo estaba buscando un local para poner un negocio de componentes electrónicos. Quizá no había sido una buena idea interesarse por aquél, pero le resultaba violento marcharse sin más. Habría sido como dejar a la anciana con la palabra en la boca.

Ella había acabado el contenido de la taza y levantó la tapa de la tetera para mirar en su interior. Se encogió de hombros. Luego extendió un dedo, y dio unos golpecitos con la uña sobre el cristal para señalar una de las postales.

—Ésta es Kim Novak —dijo—. Era muy guapa, ¿verdad?

Él asintió en silencio. «Actrices de Hollywood.»

—Me gustaría hacerle una pregunta —continuó la anciana—. ¿De dónde es usted?

—Nací en un pueblo de Granada. Luego viví en el sur de Francia, y hace dos años, al casarme, me vine para aquí.

La anciana extendió las manos hacia lo alto. Parecía muy divertida.

—¡Vaya por Dios! —exclamó—. ¡Sí que se ha movido usted! Pero voy a decirle una cosa. No sólo viajamos las personas. Viajan también las postales en las bodegas de barcos y aviones, en los trenes, en las sacas de los carteros, y cuando viajan retienen el tiempo de un lugar a veces muy lejano. Luchan contra el olvido.

—Eso es cierto —asintió él, por decir algo. Le resultaba imposible adivinar a dónde quería llegar la mujer.

Ella parecía cada vez más cómoda y relajada. Le miraba con una alegre y penetrante intensidad, como quien está a punto de dar una buena noticia y la retiene, demorándose por el gusto de disfrutar del instante.

—No sabe hasta qué punto nos afecta lo que no vemos —afirmó por fin, cruzando los dedos de las manos y depositándolas unidas sobre la mesa con mucho cuidado, como si fueran un objeto fragilísimo.

El hombre hizo amago de ponerse en pie.

—Espere un instante —dijo ella—. Uno ha de saber dónde pone su negocio, qué hubo antes ahí. Hay que conocer los estratos de la vida, si eso es posible.

—En eso también le doy la razón. Pero todavía no estoy seguro de que acabe quedándome su local.

—Los dos sabemos que sí —replicó al instante la anciana—. Yo lo sé, y usted lo sabe. Lo que hay aquí dentro tiene un valor incalculable, pero al mismo tiempo no vale nada. Así que llegaremos fácilmente a un acuerdo.

Aquello hizo que al hombre se le escapara la risa. Por primera vez se sintió a gusto allí, sentado en aquella butaca. La anciana le miraba con sorna, como si fuera un viejo amigo. Luego se volvió hacia un lado dejando escapar un apagado gemido de dolores internos, y sacó de un armarito una botella y dos vasos pequeños.

—Vamos a brindar por la bomba atómica —dijo.

Llenó los vasos y alzó el suyo. Él también lo hizo.

—Por la bomba atómica —aceptó el hombre, sintiéndose un poco ridículo.

Dio un sorbo. Sintió el sabor intenso del orujo y a continuación su abrasadora presencia en el esófago. La anciana, delante de él, había vaciado el vaso de un trago. Ahora le miraba intensamente, las cejas hundidas sobre los párpados, como si no acabara de verle bien o de reconocerle.

—Hace un tiempo entraron en la tienda dos mujeres —dijo—. Una almacenaba ya demasiados años, como yo misma, y tenía rasgos orientales. La otra era una joven de aquí. Le hacía de acompañante o traductora, no lo sé, pero hablaba con ella en ese idioma extraño que avanza a trompicones. Los japoneses siempre parecen enfadados, ¿verdad? Eso tiene una ventaja: si no dan golpes en la mesa, cuando están enfadados de verdad no se les nota.

El hombre volvió a reír. En aquel momento descubrió de nuevo, bajo el cristal, a Kim Novak, envuelta en un abrigo de pieles que le dejaba al descubierto los hombros, mirándole con una sonrisa insinuante. La juventud de la actriz estaba bajo aquel cristal, y París en un día de sol, y una muchacha de una aldea del norte de África con el vestido rasgado. Pequeñas historias.

—No eran clientas de verdad —siguió la anciana—. Parecían de esas personas que salen a pasear y entran en la tienda a curiosear un rato. Mi marido, sentado donde yo estoy ahora, las observó con disgusto. No le gustaba que manosearan las postales. Decía que las manchaba la grasa de los dedos. Los álbumes son caros, ¿sabe? Por eso casi todas están en cajas.

La mujer, tras echar un vistazo en apariencia indiferente al vaso todavía lleno que él había dejado sobre la mesa, se sirvió un poco más de orujo.

—Sacaban los álbumes de los estantes y pasaban las páginas, cuchicheando y riéndose a veces. Las vistas del pasado resultan divertidas. A nuestros ojos son un poco inocentes. Cuando vemos la foto de una mujer con uno de esos vestidos tan amplios y vaporosos paseando por un parque con una sombrilla, nos resulta difícil imaginarla en la intimidad con un hombre, ¿verdad? No todo está en las postales.

—Eso también sucede ahora —dijo él, animándose a intervenir—. Yo tengo esa misma sensación cuando me cruzo con alguna vecina por la escalera.

Ahora fue la anciana la que dejó escapar una carcajada. Sonó como un pájaro feliz que echara a volar desde la rama de un árbol.

—Acábese el orujo —suplicó—. Si no lo hace no puedo rellenarle el vaso.

El la obedeció. Lo bebió de golpe y ya no le pareció tan fuerte. La anciana apoyó los codos en la mesa y le miró fijamente.

—Aquel día yo ayudaba a mi marido a clasificar la colección de un cliente que acababa de fallecer. Tal como mi marido le había advertido tantas veces, a sus familiares les había faltado tiempo para retornarla a las cajas de donde había salido. Entonces vi que la joven se ponía de puntillas para alcanzar uno de los álbumes. Había descubierto por la etiqueta que contenía vistas antiguas de Japón. Comenzaron a pasar sus páginas, comentando animadamente cada una de las fotos.

El hombre cruzó las piernas. Le costaba sostener la mirada de aquella anciana, pero al mismo tiempo se sentía atrapado por ella.

—De repente, la mujer oriental gimió de manera fugaz y sobrecogida, como si le acabaran de clavar algo en el vientre, y se dejó caer al suelo de rodillas tapándose la cara con las manos. La joven, que sostenía el álbum, se quedó inmóvil mirándola con sorpresa. Yo corrí a arrodillarme junto a ella y le pasé un brazo por la cintura. No sabía qué le sucedía, pero hay que ponerse a la altura de los que sienten dolor. Por eso los niños sufren tan solos, porque todo les queda muy arriba.

Sonó el carillón de la entrada. Un hombre asomó la cabeza, pero volvió a cerrar la puerta sin decidirse a entrar. La anciana, que había desviado un instante la atención hacia allí, volvió a mirar a su visitante.

—¿Qué le sucedía? —preguntó él.

—No paraba de sollozar. La joven reaccionó y también se puso de rodillas junto a ella. Al hacerlo dejó el álbum abierto en el suelo, frente a nosotras. Entonces la mujer señaló una de las postales y dijo algo en su idioma. La joven me dirigió una mirada perpleja. «Dice que es el comercio de su familia», tradujo. Se veía el cruce de dos calles. Gente a pie y en bicicleta. En la esquina, ocupándola toda, una tienda que parecía de ultramarinos con un toldo muy amplio que extendía su sombra hasta la calzada. Y en la puerta de la tienda, una mujer con las manos cruzadas sobre el mandil. Saqué la postal de la funda y leí el lema en el reverso. Ponía: «Japón. Calle típica de Nagasaki. 1932».

—Dios mío —susurró el hombre. Y repitió, esta vez más alto—: Dios mío.

La anciana asintió con la cabeza, sonriendo.

—Seguro que ha visto usted algún reportaje de los efectos de la bomba —dijo—. No quedó nada en pie, absolutamente nada. Aquella mujer, en un rincón perdido del mundo, acababa de encontrarse de golpe con un pasado del que no quedaba el menor vestigio. Sólo una postal con su abuela posando orgullosa, muy erguida, frente a la entrada de su tienda. Dígame una cosa: ¿de verdad cree en el valor del olvido?

—No lo sé —contestó el hombre.

La anciana apoyó las manos sobre la mesa para ponerse en pie trabajosamente. Una vez lo hubo conseguido se quedó muy quieta, sin separar las manos del cristal, que hizo una tenue película de vaho en torno a sus dedos.

—El dolor baja de las caderas hasta los pies —dijo—. Luego va desapareciendo. Si me permite cogerle del brazo, le acompañaré a la puerta.

El se apresuró a levantarse de la butaca para ponerse a su lado. La anciana se le aferró y dio un pasito torpe y dubitativo, como si saliera al exterior desde un lugar muy pequeño en el que hubiera estado encerrada mucho tiempo. Poco a poco avanzaron entre las estanterías.

—Le insistimos en que se sentara ahí donde estaba usted —continuó explicando—. Hasta intentó mi marido cogerla en brazos, pero ella se resistía a levantarse del suelo. Dijo algo más a la joven. Le habló dulcemente, en voz muy baja, como suplicándole. La pobre muchacha nos miró desconcertada. Temblaba toda ella, pobrecita. «La señora les pide excusas», tradujo. «Lamenta mucho su comportamiento. Me pide también que les enseñe esto.» Entonces, con mucho cuidado, se agachó sobre la mujer y le levantó la blusa. Su espalda era una enorme llaga cicatrizada.

Si

Habían llegado a la puerta. La anciana se detuvo y miró a su acompañante.

—Era una hibakusha, una niña superviviente que con el paso de los años se había convertido en una vieja pianista. Una vieja y gran pianista. Mi marido y yo fuimos a oírla tocar.

Se había apoyado en el marco de la puerta para soltar el brazo del hombre.

—¿Quiere que la ayude? —preguntó él—. ¿La acompaño a alguna parte?

La anciana volvió a reír.

—No se preocupe. Dentro de unos minutos se me habrán desentumecido los huesos y podré dar saltos por toda la ciudad. Váyase con Dios, que ya le llamaré para decirle lo que pido por el local.

El hombre abrió la puerta. Estaba saliendo cuando la voz de la mujer le acarició suavemente la espalda.

—Aquella postal de Nagasaki fue la única que regaló Esteban en toda su vida. Hubo otra, también sólo una, que se negó siempre a vender: la de Kim Novak. Esa me la llevaré conmigo.