En espera del milagro

Se despertó al amanecer, con aquella molesta sensación de nuevo en el vientre. Sabía bien lo que tenía que hacer para librarse de ella, eso no representaba para Sonia ningún problema. Descorrió la cortina de la ventana y contempló unos instantes la calle desierta. Luego salió del dormitorio y fue a la cocina. Abrió la nevera. En el interior había varias latas de leche condensada. Cogió una que estaba empezada y bebió directamente de ella, un trago largo, pastoso y frío. A continuación buscó en un cajón una cuchara sopera, la hundió en la leche y se la llevó a la boca. Sintió un alivio inmediato. La opresión en el vientre se había convertido en una mariposa que revoloteaba cada vez más lejos de ella.

Sonó en aquel momento el golpe seco de una puerta al cerrarse en la escalera. Sonia corrió de puntillas y se asomó a la mirilla. Vio el rellano desierto, pero al instante se apartó a un lado. Resonaban unos pasos lentos, como cansados, que descendían los escalones. Pasaron muy cerca, al otro lado de su puerta, y fueron alejándose.

Sonia regresó a la cocina y tomó otro par de cucharadas bien colmadas. Notó la leche condensada descender por su garganta como un torrente espeso y fresco. Se encerró en el baño con la lata todavía en la mano. Puso en marcha la radio y se oyeron unas risas. A Sonia le molestó no saber de qué se reían. «Vamos a dejarlo, vamos a dejarlo», insistía el locutor, haciendo esfuerzos por contenerse. «De acuerdo», intervino una alegre voz femenina, «Pero, ¿a quién no le ha sucedido eso alguna vez?»

Colocó el tapón en la bañera y abrió el grifo. Esperó a que la bañera se llenara sentada sobre la tapa del retrete, removiendo la leche condensada y lamiendo la cuchara. En la radio las voces habían recuperado la monotonía. Ya nunca sabría de qué reían, pero había dejado de importarle. Lo mismo le sucedía en el trabajo. Lo primordial era escuchar la entonación de la voz al otro lado de la línea, medir los silencios, atender a la respiración del que hablaba con ella. Le habían enseñado que de todos esos detalles dependía que pudiera salvar o no a aquella persona. A Sonia no le costaba ningún esfuerzo mantener la intensidad de la conversación, pero en cuanto colgaba se olvidaba de todo lo que habían hablado. Trabajaba en un teléfono de la esperanza («Te ofrecemos una voz amiga, anónima y confidencial», rezaba la publicidad), y sus compañeros decían de ella que era muy buena. Sonia pensaba que sí lo era, pero no por méritos propios. En realidad, los que llamaban no tenían la más pequeña intención de atentar contra su propia vida. Sólo querían hablar con alguien y a ser posible reírse un poco, o recordar otros tiempos en los que tuvieron motivos para hacerlo. ¿A quién no le ha sucedido eso alguna vez?

Acabó la lata de leche condensada metida en la bañera. Salió del agua y se secó con una toalla grande y mullida. El espejo le devolvió una imagen agradable de sí misma. Notando una placentera sensación de humedad en la piel, se arrodilló junto al retrete y se introdujo dos dedos en la garganta para obligarse a vomitar. Entonces se puso de nuevo en pie y, tras echarse otra mirada en el espejo, se enjuagó la boca y cogió el cepillo de dientes.

Regresó a casa sin mucho tiempo para arreglarse. Al salir por la tarde del trabajo había ido a comprarse un vestido, pero tras visitar infinidad de tiendas y cambiarse una y otra vez en los probadores, no había encontrado nada que realmente le sentara bien. Eso tampoco era un problema para Sonia. Por alguna razón que ella misma no se podía explicar, le gustaba poner un gran empeño en algo y no conseguirlo. Así que entró en casa dispuesta a rebuscar en su armario, que nunca la traicionaba. Se probó un vestido, luego otro. Entonces sonó el teléfono.

—Te he estado llamando toda la tarde —escuchó al descolgarlo—. Podrías tener un móvil, como la gente normal.

Dejó transcurrir unos segundos antes de contestar. Pudo oír una respiración al otro lado de la línea. Llevaba todo el día hablando por teléfono.

—No es buen momento, mamá. Tengo prisa.

—Siempre estás demasiado ocupada para hablar conmigo.

Sonia no dijo nada. Intentaba percibir alguna novedad en la entonación de su madre, pero sólo alcanzaba a escuchar los latidos cada vez más acelerados de su propio corazón.

—Escúchame, Sonia. Quiero que sepas que estoy yendo a un psicólogo excepcional, un hombre sabio de verdad. Me dice que ha pasado mucho tiempo desde aquello y que ya debería tenerlo superado. El me ayudará, estoy segura.

—Tú nunca has tenido necesidad de superar nada —contestó Sonia—. Estás engañando a ese psicólogo. Os engañáis mutuamente.

—¡No soporto tu cinismo!

Ahora sí, ahora la voz de su madre se había alterado. En el trabajo de Sonia, aquello quería decir que la conversación iba por buen camino. Sentimientos fuera.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que no te veo? —continuó la voz, más calmada—. Pronto hará tres años, desde el entierro de tu padre. No tienes derecho a hacerme esto.

—De verdad que ahora no puedo hablar, mamá. He quedado para ir al cine.

Sonia apoyó el peso de su cuerpo en la otra pierna.

—¿Te acuerdas de cuando tu padre nos llevó a Roma? —Su madre tenía una endiablada habilidad para no escuchar, para no enterarse. Vivía en un mundo en el que sólo existían las cosas que la tranquilizaban. Siempre había sido así—. ¿Te acuerdas de la Capilla Sixtina, con aquellas pinturas tan bonitas?... Tu padre era un buen hombre. Cometió un error, un error terrible, pero era un buen hombre. Además, yo no podía hacer nada, ni siquiera lo sabía. El psicólogo dice que me atormento por cosas de las que no tengo ninguna culpa.

Aquello era más de lo que Sonia podía soportar.

—Sí lo sabías —contestó—. Cuando fui a ver a papá al hospital me explicó que te lo había contado todo, y que tú le habías perdonado. Yo no os perdono a ninguno de los dos.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. En su trabajo, cuando eso sucedía quería decir que Sonia había dicho algo decididamente impactante, o que se había extralimitado. Pero su interlocutor siempre intentaba salvarse. El silencio era el tiempo que necesitaba para buscar algún argumento.

—Quizá te quería demasiado —dijo su madre—. Debió de ser eso, te quería demasiado. Los hombres a veces se confunden.

—De acuerdo, mamá. Yo también os quería. Ahora voy a colgar.

Depositó con extrema suavidad el auricular en el teléfono. Se le habían pasado las ganas de probarse más vestidos, así que salió de casa con el que llevaba puesto.

Rodolfo la esperaba a la puerta del cine. Al verla llegar no alteró la expresión de su rostro ni hizo ningún gesto. Era un hombre reservado, casi adusto. Sonia sintió una enorme pereza de estar con él, de dirigirle la palabra, pero era tarde para darse la vuelta. Pensó que en el cine estaría cómoda y en silencio.

—Perdona —le dijo al llegar a su lado—. Me ha llamado mi madre.

—No importa. Ya tengo las entradas.

No volvieron a dirigirse la palabra hasta que estuvieron sentados. La sala estaba casi llena, y el aire cargado. Se había iniciado la proyección y se habían perdido los títulos de crédito.

—Es de Billy Wilder —susurró Rodolfo—. El título original es Avanti!, pero aquí lo han cambiado por ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? No sé por qué han hecho esa estupidez.

Sonia afirmó con la cabeza, aunque Rodolfo le había hablado sin apartar la mirada de la pantalla. Tenía sed y se sentía malhumorada. Siempre se sentía así después de hablar con su madre. Intentó apoyar el codo en el reposabrazos, pero el hombre que se sentaba al otro lado ya lo había ocupado. Al notar el contacto con Sonia retiró el brazo, y casi al instante volvió a ponerlo donde estaba. Sonia sintió un poco de claustrofobia.

No lograba centrarse en la película. Le daba la impresión de que los actores gritaban demasiado, y ahora tenía pereza de leer los subtítulos. Salía una Vespa que hacía mucho ruido, y Jack Lemmon gesticulaba demasiado. De vez en cuando se oían risas en la sala. Sonia se preguntó de qué se reían, pero no estaba dispuesta a hacer ningún esfuerzo por averiguarlo. Echó un vistazo fugaz al perfil de Rodolfo. Tenía la cara iluminada por la luz de la pantalla. Se mantenía extremadamente serio y atento. Pensó que era un hombre adecuado para ella. Pensó también que no sentía nada por él, ni siquiera indiferencia, y que por eso aceptaba acompañarlo de vez en cuando.

Sucedió en la escena en que los protagonistas se bañan desnudos en el mar. Sonia estaba cada vez más a disgusto. No podía mover las manos del regazo y le faltaba el aire. Jack Lemmon nadaba muy mal. Más que nadar, chapoteaba en el agua transparente. Entonces Sonia sintió que se le contraía el vientre y se puso muy tensa. Un nudo le oprimía la garganta.

Apoyó una mano en el brazo de Rodolfo y se inclinó hacia él. Rodolfo, sin apartar su atención de la pantalla, acercó el oído.

—El hombre de al lado me está tocando —dijo Sonia en voz baja.

De inmediato supo que aquello iba a resultar muy violento y sintió un poco de miedo. Miedo y pereza. Se aferró con fuerza al brazo de Rodolfo, pero él se liberó con un gesto brusco y se puso en pie. Sus rodillas chocaron con las de Sonia cuando se situó frente a ella y agarró al hombre por las solapas. Lo insultó a gritos mientras el otro, sin hacer nada por evitar que lo zarandease, le miraba con los ojos muy abiertos.

A su alrededor empezaron a murmurar y a mirarlos. Entonces el desconocido cogió las manos de Rodolfo, las apartó de sí y le dio la espalda para abandonar la fila. Su silueta se alejó por el pasillo en busca de la salida. Rodolfo permaneció de pie unos instantes, resoplando. Luego volvió a sentarse.

Sonia se había quedado clavada en la butaca, temblando. Miraba hacia la pantalla pero era incapaz de entender lo que veía. Rodolfo le había acariciado la nuca y le había dicho «ya está, no pasa nada». Ahora se veía que él también hacía esfuerzos por retomar el hilo de la película. Sonia escondió las manos entre las piernas. Se sentía más oprimida que cuando el desconocido estaba a su lado.

Al salir del cine, Rodolfo se había calmado por completo y sonreía. Sonia pensó que seguramente se sentía satisfecho de su comportamiento. Le daba un poco de asco pensar en ello, en que se sintiera satisfecho. Seguramente querría cenar en algún lugar cercano, tomarse una cerveza bien fría. Pero Sonia no tenía ganas de hablar. Se puso delante de él y le miró fijamente.

—Rodolfo —dijo—, no estoy...

Titubeó un instante.

—¿No estás qué?

—No estoy segura de que ese hombre me estuviera tocando.

Rodolfo la miró con perplejidad pero no dijo nada. Era asombrosamente reservado. Comenzó a caminar en silencio por la acera y Sonia se puso a su lado. Lo hizo con prevención temiendo que, en el momento más inesperado, le gritara a ella, la zarandeara como había hecho con aquel desconocido. Hasta que Rodolfo alzó un brazo y Sonia se cubrió instintivamente la cara. Había sido un gesto de protección innecesario porque Rodolfo acababa de parar un taxi.

Abrió la puerta del coche pero no la invitó a entrar. Sonia se limitó a mirarle hasta que se volvió hacia ella.

—No te llamaré —dijo Rodolfo. Sin embargo, en el tono de su voz no había ninguna acritud—. Tú tampoco lo hagas.

Sonia asintió obedientemente, dejando que la invadiera un inmenso alivio. Se quedó quieta, sin hacer ni sentir nada más que aquel alivio, hasta que vio alejarse el coche. Entonces ya no sintió otra cosa que extrañeza y frío, como si acabara de nacer en aquel mismo instante, de pie en la acera.

Llevaba caminando largo rato. No sabía dónde estaba. La noche se había cerrado y olía a humedad estancada, como en un sótano sin luz. Debía de ser muy tarde. Sonia se había internado en una barriada de calles estrechas y solitarias. De vez en cuando, una bombilla mortecina iluminaba un círculo de fachada.

Se detuvo en una esquina y miró a un lado y a otro. Tenía ganas de regresar a casa, pero era incapaz de orientarse. No había nadie a quien preguntar. Tampoco pasaban coches.

Siguió adelante. Cada vez le molestaba más el ruido de sus tacones. De buen grado se habría quitado los zapatos. Por si no fuera lo bastante desagradable el repiqueteo que hacían sobre las baldosas, le rozaban en los talones. Sonia sintió una súbita claustrofobia en los dedos de los pies. Y también, de nuevo, aquella molesta sensación en el vientre. A medida que caminaba llegó hasta ella el sonido apagado de un televisor, luego un motor que ronroneaba en alguna parte. Un poco más adelante salía luz del interior de un local.

Sonia fue hasta allí. Era un bar pequeño, con una barra desportillada y cuatro mesas vacías. Un camarero, con la camisa llena de lamparones, secaba vasos con un paño mugriento. Había un solo cliente en la barra, leyendo un periódico. Sonia entró y se sentó en un taburete.

—Quiero leche condensada —dijo.

El camarero levantó una ceja y la miró con mucha intensidad, como calibrándola. El cliente también se había vuelto hacia ella.

—¿Leche condensada? —preguntó por fin el camarero.

—Sí, sin agua ni nada. Sólo con una cucharilla.

El hombre permaneció inmóvil todavía unos instantes. Luego se secó las manos parsimoniosamente con el paño, abrió un botellero y sacó una lata cubierta con un plato de café. Retiró el plato y puso la lata en la barra, delante de Sonia.

—Estoy a punto de cerrar —dijo.

El cliente había dejado escapar una risita.

—Me iré enseguida —contestó Sonia.

Hundió la cuchara en la lata y se la llevó a la boca. El camarero seguía frente a ella, mirándola.

—Vengo del cine, ¿sabe? —le dijo Sonia—. Me he reído muchísimo con una película. El director que la hizo está ya muerto, y también el actor, pero yo me reía igual. Cuando te ríes no piensas en esas cosas.

—Supongo que estoy de acuerdo —opinó el camarero, tras meditar un poco. Entonces dirigió la palabra a su otro cliente, sin volverse hacia él—. ¿Tú estás de acuerdo, Damián?

Sonia paladeaba la leche condensada, se la extendía con la lengua por el cielo de la boca.

—Hace veinte años que no voy al cine —contestó el del periódico.

El camarero cogió el paño y se lo pasó de nuevo por las manos. Pero ya las tenía secas. No dejaba de observar a Sonia atentamente.

—Voy a bajar la persiana —dijo. Y, tras un momento de duda—: Mi amigo y yo no nos vamos todavía. Si quiere quedarse, podemos pasar un buen rato.

Sonia se estaba acabando la lata. Pensó que su madre se encontraría durmiendo ya, o leyendo en la cama algún libro que le habría recomendado su psicólogo. Pensó también en la cabina del teléfono de la esperanza, donde pasaba los días esperando una llamada mientras hojeaba alguna revista. A veces continuaba hojeándola al tiempo que hablaba.

Entonces dijo al camarero:

—Hoy me ha llamado una mujer a la que su marido había dejado sin sentido de una paliza. Se había despertado sola, en el suelo de la cocina, con la boca llena de sangre. Por más que lo he intentado, no he logrado convencerla de que pusiera una denuncia. La gente no tiene ganas de morir, pero tampoco de enfrentarse a las cosas.

Chupó la cuchara con las últimas gotas de leche condensada. Lo hizo muy concentrada, dándole la vuelta una y otra vez para asegurarse de que quedaba bien limpia. Luego miró al camarero con una sonrisa.

—A veces pienso que lo que esperan es que suceda un milagro.

El hombre tosió un poco. Cogió de nuevo el paño. Hizo ademán de pasarlo por la barra, pero lo tiró sobre el botellero.

—Voy a bajar la persiana —repitió—. Será mejor que se vaya a casa.