ALLÁ EN EL VIEJO ALMACÉN

—¡EH!

Llamó desde fuera de la casa, pero ella siguió cortando leña en el patio. Hacía girar el brazo derecho, firme y musculoso, aunque en algunas partes su piel empezaba a arrugarse. Trabajaba con el brazo derecho, mientras el izquierdo colgaba libre. Estaba astillando un leño. Se veía que era una experta en el manejo del hacha.

Tenía que ser así. No podía esperarse de ella menos que de un hombre.

—¡Eh! —Wal Whalley volvía a llamar desde fuera de la casa.

Luego se acercó a la puerta, con su viejo y sucio gorro de béisbol que había «cogido» del guardarropa del equipo de los Yankees. Todavía era un hombre bastante agradable a pesar de que su vientre empezaba a empujar el cinturón.

—¿Poniendo en escena tu papel, no? —preguntó aflojándose la camiseta debajo de los brazos. La comodidad y la holgura eran una política entre los Whalley.

—¡Bueno! —protestó ella—. ¿Qué te crees que soy yo? ¿Un trozo de leña?

Sus ojos eran de un azul intenso y su piel tenía el color de un melocotón maduro. Pero siempre que reía su boca se abría desmesuradamente dejando ver una cavidad bucal repleta de saliva y los raigones de los dientes carcomidos.

—A las mujeres nos gusta que nos llamen por nuestro nombre.

Nadie había oído nunca a Wal dirigirse a su esposa por su nombre, a pesar de que figuraba impreso en la lista electoral. Se llamaba Isba.

—Tienes razón, pero he de decirte que se me ha ocurrido una idea.

Su esposa estaba echándose el pelo hacia atrás. Al menos esto era algo natural. Todos los chicos habían heredado el pelo rubio de su madre. Cuando estaban juntos y echándose hacia atrás aquel cabello indomable, llamaban la atención.

—¿Qué condenada idea es ésa? —inquirió ella, porque no deseaba seguir allí más tiempo de pie.

—Cogeremos un par de botellas frescas y pasaremos la mañana en el almacén.

—Pero esa idea no es nueva —murmuró ella.

—No, no lo es. Pero no se trata de nuestro almacén. La verdad es que no vamos a Sarsaparilla desde la Navidad.

Ella empezó a refunfuñar mientras iba desde el patio hasta la casa. El olor de los maderos viejos y podridos se unía al de la humedad de los artículos amontonados. Quizá se debiera a que los Whalley se dedicaban a la compra-venta y su casa amenazaba hundirse con tantas cosas almacenadas en ella.

Wal Whalley era un experto en lo suyo. Nadie como él tenía el ojo clínico preciso para determinar las cosas que una persona puede necesitar: pilas sin carga, somieres rechinantes, alfombras en las que no se notaba una mancha más, alambre, más alambre, relojes de pared esperando volver a emprender la carrera del tiempo. Mil objetos de comercio y de misterio llenaban el patio de los Whalley. Sobre todos ellos, destacaba una caldera oxidada, en la que los gemelos se metían para jugar al escondite.

—¿Eh? ¿Qué dices a eso? —exclamó Wal, al tiempo que apretaba a su esposa contra su cuerpo.

Ella estuvo a punto de meter el pie en el agujero que había en las tablas de la cocina.

—¿Qué digo sobre qué?

Aunque un tanto suspicaz, ella esbozó una ligera sonrisa. Wal sabía jugar con la debilidad de su esposa.

—¡Me refiero a la idea de abrazarnos!

Entonces la mujer empezó a refunfuñar otra vez. La ropa le irritaba la piel mientras se movía por la casa. La luz del sol caía de lleno sobre las camas sin hacer y convertía en oro el polvo amontonado en los rincones de la habitación. Había algo que la molestaba, que pesaba con fuerza sobre ella.

Por supuesto, se trataba del entierro.

—Vamos, Wal —exclamó, volviéndose—. No podía habérsete ocurrido peor idea. ¿No has pensado en los chicos? No sería extraño que a ese maldito Lummy se le ocurriera honrarnos con su presencia.

—Un día le voy a romper la cabeza —amenazó Wal.

—La verdad es que está en la edad más difícil.

Permanecía de pie junto a la ventana, como si supiera muchas cosas. Era el entierro lo que la hacía sentirse rara y mohína. Lo que le ponía carne de gallina.

—Me alegro que te hayas acordado del almacén —dijo, mirando al edificio de ladrillo rojo, al otro lado de la carretera—. Si hay algo que me deprima es ver pasar un entierro.

—No pasará por aquí —aclaró él—. Se la llevaron aquella misma tarde y el cortejo fúnebre partirá de la funeraria de Jackson.

—Buena cosa, que se le ocurriera morir al comienzo de la semana. Los entierros a fin de semana caen peor.

Empezó a hacer los preparativos para el viaje al almacén. Se alisó un poco la falda y se puso unos zapatos.

—Apuesto a que ahora se sentirá aliviada, aunque no lo daría a entender por nada del mundo. Me refiero a su hermana. Estoy segura de que Daise estaba resultando ya una pesada carga.

Entonces Mrs. Whalley se vio obligada a volver a la ventana, como movida por un instinto, con la completa seguridad de que «ella» estaba allí. Mirando al buzón, como si no hubiera recogido ya la correspondencia; inclinada sobre el pilar de ladrillos en que estaba colocado el buzón; el rostro de Mrs. Hogben encerraba todo lo que la gente puede esperar de los abandonados sin fortuna.

—Daise tenía toda la razón —afirmó Wal.

—Es verdad —asintió su mujer.

De pronto se preguntó: «¿Qué pasaría si Wal hubiera alguna vez...?»

Mrs. Whalley se dispuso a peinarse. Si no se hubiera sentido plenamente satisfecha en casa, y se sentía, como lo demostraban sus ojos, también se habría hecho una raya como la de Daise Morrow.

—¿Meg? ¿Margaret? —estaba gritando Mrs. Hogben desde la carretera.

Aunque, como de costumbre, gritaba en dirección indeterminada, su voz sonaba hoy más aguda.

Luego Mrs. Hogben se marchó.

—Una vez fui a un entierro —dijo Mrs. Whalley—. Me hicieron mirar dentro del ataúd. Era la esposa de un conocido.

—¿Y no miraste de soslayo?

—Pretendí hacerlo.

Wal Whalley respiraba con dificultad en la habitación sin aire.

—¿Cuánto tiempo crees que tardará en oler?

—¿Oler? No les dan tiempo —dijo su esposa con resolución—. Tú eres el único que hueles, Wal. No me explico por qué no piensas en tomar un baño.

Pero a ella le gustaba aquel olor. Mirándose el uno al otro, sus cuerpos parecían animarse mutuamente. En sus caras se reflejaba la certeza de la vida.

Wal le acarició el pecho izquierdo.

—Pasaremos por Bull de camino para recoger esas botellas frescas.

Hablaba en tono muy suave.

Mrs. Hogben llamó una o dos veces más. En el interior de la casa de ladrillos rojos, la afectó el fresco excesivo. Le gustaba el ambiente fresco, pero no tanto. Si allí no hacía exactamente frío, era algo muy parecido. Murmuró muy tenuemente, protestando de lo que hay que sufrir en esta vida, con la muerte como final de todo. Aun cuando la muerta era su hermana Daise, Mrs. Hogben suspiraba ahora pensando que la muerte se la llevaría también a ella algún día.

—¡Meg! —gritaba, pero nadie acudía a su llamada. Se detuvo a separar con el pie la porquería retenida junto a las patas de aluminio. Siempre tenía que estar haciendo algo. Eso la hacía encontrarse mejor.

Naturalmente, Meg no la oía. Estaba en pie entre las matas de fucsias, mirando a través de sus parduscas sombras. Era delgada y pecosa. Tenía un aspecto horrible porque su madre la había obligado a ponerse el uniforme. Asistir al entierro de su tía Daise constituía un acto solemne. En tales circunstancias, no sólo parecía delgada, sino que lo era. Mrs. Ireland, mujer totalmente consagrada al deporte, le había dicho que debía hacer mucho ejercicio y vigilarse para no crecer defectuosa.

Meg Hogben era, estaba y se sentía horrible. Su cutis tenía un color verdoso, salvo cuando la lucha entre la luz y la sombra reflejaba una especie de rayas en su cara y las fucsias que acariciaban temblorosas sus mejillas le infundían algo de su propia sangre y la salpicaban de carmesí. Tan sólo sus ojos eran aprovechables. No eran de un color gris corriente. Lorrae Jensen, que era una envidiosa, le solía decir que tenía ojos de gata.

Un grupo de seis o siete chicas del segundo grado, Lorrae, Edna, Val, Sherry, Sue Smith y Sue Goldstein, estaban siempre juntas durante las vacaciones. Algunas veces Meg se preguntaba por qué. Todas ellas acudieron a casa de los Hogben el martes por la tarde.

—El jueves vamos a ir a la piscina de Barranugli —decía Lorrae—. Hay unos chicos conocidos de Sherry que tienen un par de coches y han prometido llevarnos a dar una vuelta.

Meg no sabía si estaba contenta o avergonzada.

—Yo no puedo —afirmó—. Ha muerto mi tía.

—¡Oh! —exclamaron todas a una.

No podían retirarse demasiado de prisa, como si se tratara de algo contagioso. Siguieron murmurando. Meg tuvo la sensación de ser momentáneamente importante.

Pese a toda su importancia estaba sola, entre las fucsia, el día del entierro de su tía Daise. Ya había cumplido los catorce años. Recordaba el anillo, una trenza de oro, que le había prometido tía Daise.

—Cuando yo haya muerto —había dicho, y la condición ya se había cumplido.

Llena de rabia, Meg llegó a sospechar que no había habido tiempo para pensar en el anillo, y que mamá se adueñaría de él para sumarlo a las otras cosas que ya tenía.

Luego apareció Lummy Whalley, entre los laureles que crecían enfrente, moviendo su cabeza de pelo blanco. Ella detestaba a los albinos. En realidad, odiaba a los chicos, lo mismo que cualquier intrusión en su vida privada. Pero por encima de todos odiaba a Lum, desde el día que arrojó contra ella un perrito de lanas. Se puso muy nerviosa, aunque en realidad sólo la rozó. Ella se había metido en casa llorando. Bueno, había momentos en que era preciso recurrir a la dignidad.

Ahora Meg Hogben y Lummy Whalley no se atraían mutuamente la atención cuando se veían.

¿Quién puede desear tas piernas flacas de Meg?

Yo preferiría una pinza de colgar la ropa...

Lum Whalley temblaba como un papel entre las ramas de laurel que estaba recogiendo, como durante tantos años, para el fuego. Estaba raspando con la navaja en la corteza. Una vez, durante un atardecer caluroso, había grabado: YO AMO A MEG. Era algo que algunos hacían en la pared de los retretes públicos y de los vagones del ferrocarril, pero que no significaba nada. Después lanzó una puñalada contra la oscuridad, como si se tratara del asiento de un tren.

Lum Whalley pretendía hacer creer que no observaba a Meg Hogben entre las fucsias. Ella llevaba el uniforme marrón, más rígido y más marrón que cuando lo llevaba para ir al colegio, porque hoy era el entierro de su tía.

—¿Meg? ¡Meg! —llamaba Mrs. Hogben.

—¡Lummy! ¿Dónde diablos te has metido? —gritaba la madre de éste.

Estaba buscándolo por todas partes: en el cobertizo, detrás de la casa.

—¿Lum? ¡Lummy, por el amor de Cristo! —gritaba con desesperación.

A él le molestaba que lo trataran como si fuese un chico indomable. En el colegio le llamaban Bill, un término medio, no tan vergonzoso como Lum ni tan horrible como William.

Mrs. Whalley apareció por la esquina.

—¡Me tienes gritando como una condenada! —exclamó—. Cuando tu padre ha tenido una idea tan estupenda. Vamos a ir al almacén de Sarsaparilla.

—¡Oh! —dijo, pero no escupió.

—¿Qué es lo que te pasa?

Aún en los momentos más sencillos le gustaba a la madre tocar a sus hijos. El contacto físico la ayudaba a pensar. Por eso le gustaba acariciarles con la mano. Se alegraba de no haber tenido hijas. Sabía que los chicos se convertían en hombres, y que no se puede pasar sin los hombres, incluso cuando te llevaran a tomar una cerveza, cuando se emborracharan, o te insultaran.

Puso la mano sobre Lummy tratando de acariciarlo. Estaba vestido, pero era como si no lo estuviera. Lummy no había nacido para llevar ropa. Tenía catorce años, pero parecía de más edad.

—Bueno —dijo ella con expresión más áspera de lo que en realidad sentía—. No voy a llorar por un chico desabrido. Haz lo que mejor te convenga.

Luego se retiró.

Cuando papá sacaba el viejo cacharro, Lum estaba ya subiéndose a él. La parte trasera del utilitario venía a ser su dominio personal, aunque no fuese ningún Customline.

El hecho de que los Whalley tuvieran un Customline contrariaba también a los irrazonables. Estacionado entre la basura, delante de la choza de los Whalley, parecía un coche robado, y casi lo era, pues aún estaba sin pagar el tercer plazo. Pero llegaría con facilidad un poco más lejos, hasta Barranugli, y se detendría delante del Northern Hotel. Lum se hubiera pasado el día entero admirando el coche propio, de dos tonos de color, o se habría tumbado en el interior acariciando el plástico.

Ahora habían sacado el utilitario usado para el trabajo. Le dolía el trasero, sentado sobre tablas. El brazo, grueso y arrugado, de su padre salía por la ventanilla, y eso le molestaba. Los mellizos jugaban en la caldera oxidada. B1 revoltoso Gary, ¿o era Barry?, se había caído y lastimado una rodilla.

—¡Por el amor de Cristo! —gritaba Mrs. Whalley, al tiempo que echaba hacia atrás su pelo rubio, idéntico al de los mellizos.

Mrs. Hogben vio marchar a los Whalley.

—En una zona con edificaciones de ladrillo, nunca lo hubiera pensado —señaló una vez más a su marido.

—Cada cosa a su tiempo, Myrtle —replicó el concejal Hogben, como lo había hecho anteriormente.

—Por supuesto —arguyó ella—, si es que hay razones...

Porque sabía que los concejales siempre tienen razones.

—¡Pero esa casa! ¡Y luego un Customline!

La boca se le llenó de amarga saliva.

Fue Daise quien dijo que pensaba disfrutar de las cosas buenas de la vida, para luego morirse en aquella reducida «choza», con un único vestido de algodón para cubrir su cuerpo. Mientras que Myrtle disponía de una elegante casa de ladrillos, sin una sola mancha de humedad en el techo, con lavadora, televisor y fosa séptica, además de un Holden Especial de color crema; sin olvidar a su marido, el concejal Les Hogben, un hombre emprendedor.

Ahora Myrtle seguía entretenida con sus cosas y habría seguido lamentándose del Ford que los Whalley no habían pagado, si no tuviera que deplorar la muerte de Daise. No era tanto la muerte de su hermana como su propia vida lo que Mrs. Hogben deploraba. Era algo que todo el mundo sabía y en lo que nadie podía hacer nada.

—¿Crees que vendrá alguien? —preguntó.

—¿Por quién me has tomado? —replicó su marido—. ¿Crees que soy un adivino?

Mrs. Hogben no lo escuchaba. Después de dedicar al asunto la debida reflexión, decidió publicar una esquela en el «Herald».

Morrow, Daisy (Mrs.) falleció repentinamente en su domicilio. Showground Road, Sarsaparilla.

No había más que poner. Era lícito que Les, un hombre público, buscara relaciones. ¿Y lo de «señora»? ¡Bah! Todo el mundo se había acostumbrado a llamar señora a Daise desde que empezó a salir con Cunningham. Pareció una cosa natural a medida que fue pasando el tiempo.

—No te preocupes. Myrt —solía decirle Daise—. Jack se casará conmigo en cuanto muera su esposa.

Pero fue Jack Cunningham el que murió primero.

—Una no puede ir contra los acontecimientos —añadiría Daise.

—¿Crees que vendrá Ossie? —preguntó el concejal Hogben a su esposa, con voz más baja de lo que a ella le gustaba.

—No había pensado en ello.

Lo que significaba que sí había pensado. De hecho se había despertado por la noche y había permanecido en la cama, fría y rígida, mientras su memoria se centraba en la nariz de Ossie.

Mrs. Hogben corrió hacia un cajón que alguien, nunca ella misma, había dejado abierto. Era delgada y ágil.

—¿Meg? —gritó—. ¿Te has limpiado los zapatos?

Les Hogben rió para sus adentros. Siempre lo hacía cuando pensaba en las necias salidas de Daise para verse con el viejo y costroso Ossie en el establo. Pero, ¿a quién importaba? ¿Quién se preocupaba? Nadie, salvo su familia.

Mrs. Hogben temía la posibilidad de la presencia de Ossie, un católico romano, por añadidura, junto a la tumba de Daise, aunque sólo le viera Mr. Brickle.

Siempre que el recuerdo de Ossie Coogan cruzaba por la memoria del concejal Hogben, éste se volvía contra su cuñada. Incluso quizá estuviera contento de que hubiera muerto. Mujer muy pequeña, más bajita que su esposa, Daise Morrow era grande por naturaleza. En cualquier sitio que entraba parecía llenarlo todo. Acostumbraba a meter la cabeza en todas partes siempre que tenía oportunidad. Hasta tal punto llegaban las cosas que Les Hogben no podía soportar su risa. Una vez chocó con ella en el vestíbulo. Casi había olvidado el incidente. ¡Cuánto se rió Daise entonces!

—No ando tan escasa de hombres para tener que provocar a mi propio cuñado —había dicho Daise.

¿Fue él quien chocó con ella? No es probable. Al menos, el encontronazo no fue intencionado. El incidente se había ido desvaneciendo poco a poco en la imaginación del concejal Hogben.

—Llaman al teléfono, Leslie —advirtió su esposa.

—No me encuentro de humor para contestar.

Myrtle empezó de inmediato a refunfuñar en voz alta.

Templando su mal humor, el concejal Hogben acudió al vestíbulo.

Era su viejo amigo Horrie Last.

—Sí... sí... —decía Hogben hablando por el teléfono, que su esposa tenía encerrado en una caja de madera fina—. Estupendo..., estupendo..., a las once, Horrie..., desde Barranugli..., desde la funeraria de Jackson... Muy bien..., me parece muy apropiado, Horrie.

—Horrie Last —informó el concejal Hogben a su esposa— nos va a honrar con su presencia.

—Si no otra cosa, al menos habrá un segundo concejal para acompañar a Daise —dijo Myrtle Hogben consolándose.

—¿Qué otra cosa puede uno hacer? —comentó Horrie Last al colgar el teléfono.

Les y él habían estado siempre muy unidos. Los dos habían trabajado en equipo para obtener mayor número de votos de los progresistas. Hogben y Last habían realizado muchas obras en el condado. Podía decirse que lo habían transformado. El propio Les había construido la casa de Horrie. Aunque alguien había extendido el rumor de que Last y Hogben habían intervenido en la contrata del «Cinturón Verde», y no faltaba quien asegurase que el término «intervenir» implicaba venalidad.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Mrs. Last.

—Le he dicho que voy a ir —replicó su marido, haciendo sonar algo metálico en el bolsillo.

Era hombre de baja estatura, y tenía la costumbre de estar de pie con las piernas separadas.

Georgina Last contuvo una ácida respuesta. La forma especial de su cuerpo daba la impresión de estar hecho de diversas piezas sueltas soldadas y cocidas en un horno.

—Daise Morrow —dijo Horrie Last— no era tan mala como algunos dicen.

Mrs. Last no contestó.

Él siguió haciendo sonar las monedas en el bolsillo, esperando quizá que así se multiplicaran. No es que estuviera descontento con su esposa, quien le había proporcionado un paquete de acciones, así como un buen ojo para las inversiones inmobiliarias. Lo que pasaba era que sentía haber perdido la oportunidad de mantener alguna relación con Daise Morrow. Por supuesto que al viejo Les Hogben no le habría importado que tuviera algo que ver con la hermana de su esposa. La gente decía que él le había ayudado a comprarse la casa. De noche siempre se veía luz en la habitación Daise. El cartero dejaba la correspondencia en el porche, en lugar de echarla en el buzón. En verano, cuando los operarios iban a leer los contadores, ella les mandaba pasar, para ofrecerles una cerveza. Daise sabía sacar provecho de las cosas.

Georgina Last se aclaró la garganta.

—Los entierros no son cosa de mujeres —declaró, y se puso a trabajar en una rebeca que estaba haciendo para una prima.

—No te has limpiado los zapatos —protestó Mistress Hogben.

—Sí que me los ha limpiado —repuso Meg—. Es el polvo. No sabes lo que nos molestamos en limpiarnos los zapatos, para volver a verlos en seguida otra vez sucios.

Ofrecía un aspecto ridículo metida en el horrible uniforme del colegio. Tenía las mejillas hundidas. Su madre dedujo que aquella apariencia sólo podía deberse a la desesperación.

—Una persona debe mantenerse fiel a sus principios —dijo Mrs. Hogben para añadir—: Papá vendrá con el coche. ¿Dónde tienes el sombrero? Estaremos preparados para partir en dos minutos.

—Oh, mamá, ¡el sombrero!

Se refería al viejo sombrero del colegio. Estaba imposible desde hacía ya un año, pero quería verla con él puesto.

—Lo llevas siempre cuando vas a la iglesia, ¿no es cierto?

—¡Pero un entierro no es la iglesia!

—Es como si lo fuera. Además, se lo debes a tu tía —afirmó Mrs. Hogben como final.

Meg fue en busca del sombrero. Salieron por entre las fucsias y los faunos de yeso que la madre había enseñado a su hija a cubrir con plásticos al caer las primeras gotas de lluvia. Meg Hogben odiaba a las cornudas y viejas estatuas incluso después de cubiertas con los plásticos.

Resultaba monótona la estancia dentro del coche; daban ganas de dormir. Mientras miraba por la ventanilla, el tieso panamá que coronaba su cabeza había perdido su capacidad de humillación. Sus ojos persistentes, siempre grises, bajo una franja oscura, habían vuelto a indagar: nunca le parecía haber mirado lo suficiente. Siguiendo la carretera, pasaron por fin ante la casa en que, según le dijeron, había muerto su tía. Una casa pequeña que sobresalía entre matas de claveles y que había perdido algo de vida propia. Acaso era que la soledad le había robado el color. ¡Qué resplandecientes eran aquellas mañanas en que tía Daise se movía de un lado a otro por las hileras de plantas, empapado el borde inferior del vestido por el rocío, atando ramos de flores! Resonaba sonora y clara la voz de su tía.

—Nadie podrá alegar que parecen demasiado rígidas, si se las ata debidamente, ¿eh, Meg? ¿Qué dirías que recuerdan? Fuegos artificiales —sugería Daise.

A Meg le agradaba todo aquello, porque adoraba a Daise.

Se expandía el aroma de las rosas dentro del coche y el corazón de Meg Hogben se enterneció. Luego se dio cuenta de que debía escribir un poema sobre tía Daise y los claveles y se preguntaba cómo no había pensado antes en ello.

Los viajeros se sintieron tratados con mayor rudeza al entrar el vehículo en una serie de baches. Por una vez, Mrs. Hogben no recriminó al Departamento de Carreteras Nacionales. Se estaba preguntando si Ossie estaría oculto por allí, detrás de las cortinas. O si... Buscó su segundo pañuelo. La prudencia le había aconsejado llevar dos, uno de ellos bueno, con encajes, para utilizarlo delante de la tumba.

—La maleza crecerá a su gusto —decía—, ahora que nadie se ocupará de arrancarla.

Luego empezó a abrir el peor de los dos pañuelos.

Myrtle Morrow había sido siempre persona muy sensible. Había comprendido la Biblia. Sus trabajos de punto y de ganchillo le habían hecho ganar varios premios en distintos concursos y exposiciones. Nadie había arrancado tanto patetismo a la pianola. Sin embargo, era Daise quien amaba las flores.

Cuando dejó de llorar, Mrs. Hogben exclamó:

—Las chicas no se dan cuenta de que son felices hasta que es demasiado tarde.

Ninguno de los otros ocupantes del coche contestó. Sabían que se esperaba que no lo hicieran.

El concejal Hogben condujo en dirección a Barranugli. Se había arreglado el sombrero antes de partir. Suprimió una sonrisa que acababa de ver reflejada en el espejo. Aunque nunca corría ningún riesgo en las reelecciones con fotos procedentes del pasado, triunfaba casi siempre con su presencia corporal. Pero ahora, en circunstancias difíciles, estaba ejercitando su sentido del deber. Siguió conduciendo, pasando ante las viñas cargadas con su propio oro, con su azúcar rosado convirtiéndose en miel.

En el almacén, los Whalley estaban discutiendo si la cerveza debía servirse a la llegada, o esperar hasta que todos tuvieran sed.

—¡Déjalo, entonces! —replicaba mamá Whalley, volviendo la espalda—. ¿De qué sirve comprarla fría si luego vamos a esperar que se caliente antes de bebería? De todos modos —añadió—, creo que la cerveza ha sido sólo una excusa para venir aquí.

—Bueno, olvídalo —dijo Wal—. El almacén es un negocio, ¿no? Es un negocio con o sin cerveza, cualquier día de la semana, ¿no te parece?

Vio que su esposa empezaba a malhumorarse. Vio también sus gruesos pechos agitados bajo el vestido.

«¡Necia vaca!», pensó soltando una risotada y luego abrió una botella.

Barry dijo que quería un trago.

Se oía el ruido ansioso de su madre al tragar el líquido.

—No estoy dispuesta a estar aquí cuidando de los chicos —exclamó con los labios húmedos—. ¡Son unos malditos dipsómanos!

Los ojos le brillaban extraordinariamente. Quizá fuera porque Wal Whalley admiraba a su esposa por lo que continuaba deseándola.

Pero Lummy se retiró por su voluntad. Cuando su madre se enfadaba y juraba, se fijaba detenidamente en los raigones de sus dientes, marrones y podridos. Era distinto, desde luego, cuando uno mismo juraba: eso era inevitable.

Ahora se libró de todo aquello marchándose de allí, por entre los viejos colchones y botas que el sol había abierto. Abundaban los hoyos, las trampas de lata abiertas en espera de tobillos inocentes, los cuellos de botellas que parecían dispuestos a marcar a alguien en la cara. Se fue pensativo, aplastando con los pies las láminas de asbesto manchadas, rompiendo de una patada el torso de una muñeca de celuloide. Algunas veces parecía que la basura iba a dominar. La invasión del metal impedía que el agua arrastrara los desperdicios. En algunos lugares habían caído semillas de distintas hierbas que brotarían a su tiempo. En alguna parte, al borde de tantas cosas viejas, algún aliado humano, antes de retirarse, había encendido una hoguera, que ahora el verdor había casi ahogado, dejando sólo el olor a humo, para hacerle la competencia al de los objetos en descomposición.

Lum Whalley caminaba con cierta gracia, de lo que ni él mismo se había dado cuenta nunca. Ya estaba harto de todo. Le hubiera gustado saber cómo llevar una vida limpia. Como Darkie Black, por ejemplo, con todas las cosas colocadas en su sitio dentro de la cabina del remolque. De súbito sintió deseos de la compañía de Darkie. Deseaba ver las manos de Darkie sobre el volante, manos que parecían controlar el mundo entero.

Una valla doble de alambre separaba el almacén de Sarsaparilla del cementerio. También allí estaban separadas las distintas confesiones religiosas. Los nombres, los ángeles y otros símbolos indicaban a quién iban dirigidos los RIP de las tumbas. Al fondo, en lo que debía pertenecer a la Iglesia de Inglaterra, Alf Herbert estaba acabando de cavar la sepultura de Mrs. Morrow. Había llegado ya a la capa de arcilla, y las paletadas de tierra insistían en resbalar de nuevo hacia abajo.

Si lo que contaban de Mrs. Morrow era cierto, había vivido una existencia completa. Lum Whalley se preguntaba qué habría sucedido en el caso de que se hubiera encontrado con ella, dirigiéndose a él con una sonrisa. Se le ponía la piel de gallina. Nunca había estado con una chica, aunque pretendía lo contrario para presumir ante los demás. Se preguntaba si Meg Hogben... Pero sentía un poco de miedo y volvió a pensar en Darkie Black, que nunca hablaba de cosas así.

De pronto se retiró. Alf Herbert, apoyado en el mango de la pala, podría necesitar ayuda y Lummy no estaba preparado para hacerlo en aquel momento. Retrocedió entre los matorrales en busca de un escondite. Se tumbó y luego se abrió la bragueta para mirarse. Pronto sintió asco de aquella acción.

La comitiva de vuelta desde Barranugli hasta Sarsaparilla, apenas podía considerarse como tal: el Reverendo Brickle, el Holden de los Hogben, el Holden de los Horrie, siguiendo al más pequeño de los coches fúnebres de Jackson. Dadas las circunstancias, estaban tratando todos de que las cosas resultasen baratas. No había razón para derrochar. En Sarsaparilla se unió al cortejo Mr. Gilí, con su viejo Chevrolet.

—Habría sido más conveniente —suspiró el concejal Hogben— unirse al cortejo en Sarsaparilla.

El viejo Gilí había acudido tan sólo porque Daise había sido cliente suya durante muchos años. Era un tendero de pocos alcances y decía que Daise iba a menudo a su tienda porque él le gustaba.

En los últimos metros antes del cementerio, ocupaba parte del camino un somier roto, con los muelles sueltos, procedente del almacén. Parecía una especie de monstruo salido de las profundidades de la imaginación calenturienta de alguien.

—Oh, querido, en el cementerio también —protestaba Mrs. Hogben; luego añadió, a pesar de su marido—: Me pregunto si el Ayuntamiento...

—Está bien, Myrtle —replicó él, entre dientes—. Ya tomo nota del asunto.

El concejal Hogben era un experto en eso.

—Y, además, esos Whalley metidos siempre virtualmente dentro de nuestra casa —gimió Mrs. Hogben.

Las cosas cuya vista había tenido que soportar los días calurosos, cosas que ellos hacían delante de sus propios hijos.

El coche fúnebre había cruzado la verja del cementerio. El terreno irregular de la entrada lo hizo bambolearse y brincar hasta que llegaron a la parte cubierta de hierba, más lisa y nivelada. Alrededor, las hojas de los árboles ofrecían una rica gama de tonos grises. Ni un pájaro siquiera animaba el corazón de los cristianos. Apareció entonces Alf Herbert, con las manos manchadas de arcilla amarilla, dispuesto a guiar el coche fúnebre por entre los metodistas y los presbiterianos, hasta llegar a la parcela reservada a la Iglesia de Inglaterra.

El traqueteo del coche había hecho salir nuevamente a la superficie el dolor de Mrs. Hogben. Mr. Brickle estaba impresionado. Habló unos momentos de los seres queridos. Sus manos hábiles y profesionales le ayudaban a redondear sus frases.

Luego, Meg dio un traspiés y se cayó con un estrépito tal, que quizá su madre lo considerara irreverente. Al mismo tiempo, su sombrero de paja rodó entre los montecillos cubiertos de hierba.

Se produjo una auténtica confusión junto a la tumba. Algunos de los hombres ayudaron a mover el ataúd, pero el concejal Last era demasiado bajo para ello.

Entonces, Mrs. Hogben, a través de su pañuelo de encaje, vio a Ossie Coogan, de pie, al otro lado de la tumba. Su sorpresa fue mayúscula. ¿Habría llegado con el viejo Gilí? Ossie, descuidadamente vestido, estaba lloriqueando sobre un montón de arcilla.

Nada podía contener el goteo de su nariz.

—No tienes que tener miedo, Ossie —solía decirle Daise—. Por lo menos, cuando esté yo presente.

Pero ella no estaría ya nunca más con él, por lo que sí tenía miedo. Exceptuando a Daise, los protestantes siempre lo habían asustado.

—Bueno —solía decirle—, yo no hago nada que se me pueda censurar. Sólo que me gustan las cosas agradables.

Myrtle Hogben supo contenerse, aunque sólo fuese por lo que pudiera pensar el concejal Last. Le habría gustado expresar sus sentimientos con palabras, de haber podido hacerlo sin ofender a Dios. Las hormigas empezaron a correr por sus piernas. Estaba de pie sobre un hormiguero y su cuerpo sufría estremecimientos nerviosos ante aquella invasión.

—Daise —había inquirido el día que empezó todo—, ¿qué te ha pasado?

El aspecto de su hermana la había hecho salir corriendo, dejando que se quemara la salsa que tenía en el fuego.

—¿Adonde quieres llevarlo? —argüía Daise—. Está enfermo.

—Pero no puedes hacerlo —gritaba Myrtle Hogben cuando vio a su hermana empujando una carretilla con un bulto encima.

A lo largo de Showground Road, la gente sabía de sus casas para curiosear. Daise parecía más pequeña empujando la carretilla por la hondonada y luego colina arriba. Llevaba el cabello casi suelto.

—No puedes hacerlo, no puedes hacerlo —repetía Myrtle.

Pero Daise sí podía hacerlo, y lo hizo.

Cuando toda la comitiva estuvo reunida junto a la tumba, cada cual con sus mejores ropas, Mr. Brickle abrió un libro. El tono de su voz dio a entender que no necesitaba leerlo.

—Yo soy la resurrección y la vida.

Ossie lloraba porque no podía creer la realidad que tenía delante.

Miró el ataúd, que era lo único visible que quedaba de ella. Recordaba haberse comido una manzana asada con mermelada en la oscuridad del establo, donde yacía desesperado entre excrementos de los animales. Y volvía a verla mientras ella se acercaba con la carretilla.

—¿Qué buscas aquí? —exclamó él directamente.

—He venido al establo —contestó ella— a por un poco de estiércol. Necesito abonar mis plantas ¿Y qué te pasa a ti? ¿Estás enfermo?

—Es que vivo aquí —contestó. Luego empezó a llorar y a limpiarse la nariz con la manga.

—Te voy a llevar a mi casa —ofreció Daise—. ¿Cómo te llamas?

—Ossie.

Por la forma en que ella hablaba, se dio cuenta de que la cosa iba en serio.

Durante todo el tiempo que estuvieron subiendo la colina con la carretilla, los ojos le lloraban y el enmarañado pelo se le alborotaba. Durante años había tenido algunos piojos en la cabeza, pero esperaba estar libre de ellos ahora que Daise lo recogía. Mientras ella empujaba' la carretilla, él notaba el calor del cuerpo femenino junto a sí y los pechos apretados contra su espalda.

—Señor, hazme conocer mi final y el número de mis días. De modo que pueda yo puntualizar cuánto tiempo he de vivir —leía Mr. Brickle.

«Puntualizar» era la palabra adecuada, decidió el concejal Hogben mirando al viejo Ossie, quien musitaba muy sereno algunas jaculatorias. Las que le habían enseñado siendo un chiquillo.

Cuando todo terminó y acabaron de pronunciarse las palabras del ritual que tía Daise no habría aprobado del todo, Meg Hogben se fue junto a la valla de alambres que separaba el cementerio del terreno del almacén. Nunca había estado antes allí, y ahora el corazón le latía con fuerza. Caminaba tímidamente entre los matorrales. Atravesó un decrépito puente y finalmente fue a tropezar con una vieja estufa ennegrecida.

Entonces vio a Lummy Whalley. Estaba en pie bajo un árbol, tirando de una de las ramas.

De súbito comprendieron ambos que ninguno de los dos podía continuar huyendo.

—Vine para asistir al entierro —explicó ella.

Pareció más aliviada después de pronunciar aquellas palabras.

—¿Vienes por aquí con frecuencia? —añadió.

—Bueno —repuso él con tono más bien áspero—, aquí no, al almacén sí.

Pero la intrusión de Meg había destruido la tranquilidad de su vida, y sabía que la mano le estaba temblando.

—¿Hay algo que ver?

—Trastos viejos. Los mismos trastos viejos de siempre.

—¿Has mirado tú alguna vez a una persona muerta? —preguntó ella al notarle el temblor en las manos.

—No, ¿y tú?

Tampoco ella la había visto, ni era probable que la viese ahora.

—¿A qué te dedicas?

Aunque le hubiera gustado callar no habría podido hacerlo.

—Escribo poemas —le dijo—. Voy a escribir uno acerca de mi tía Daise, tal como era cuando cortaba claveles húmedos por el rocío de la mañana.

—¿Y de qué te va a servir eso?

—De nada, supongo.

Pero aquello no importaba.

—¿Qué otra clase de poemas escribes? —inquirió, doblando otra rama del árbol.

—Una vez escribí un poema acerca de las cosas que pueden hallarse en un armario. También he escrito algo sobre un sueño que tuve, y sobre el olor de la lluvia, pero éste me salió demasiado corto.

Entonces empezó a mirarla. Nunca había mirado a los ojos de una chica. Eran grises y suaves, a diferencia de los ojos ardientes de las mujeres.

—¿Qué vas a ser? —preguntó ella.

—Todavía no lo sé.

—No eres un tipo de cuello planchado, ¿verdad?

—¿Eh?

—Quiero decir que no tienes aspecto de dedicarte a los libros, a los Bancos, a las oficinas.

Se sentía disgustado por tener que confesar que, en efecto, era ésa su forma de pensar.

—Pienso tener mi propio remolque, como Mr. Black. Darkie tiene un remolque.

—¿Qué?

—Bueno, un semirremolque.

—¡Oh! —exclamó ella con indiferencia.

—Darkie me llevó con él en un viaje a Maryborough. Me gustó mucho. Algunas veces viajábamos de noche y dormíamos en la carretera, o en lugares donde alquilaban habitaciones. Sí, era estupendo cruzar las poblaciones durante la noche.

Ella lo veía en su imaginación. Y a la gente, de pie a la puerta de sus casas, muertos de frío. La noche convertía a las figuras en algo inmóvil. Notaba la oscuridad alrededor del semirremolque, que rugía avanzando con su esqueleto de luces, mientras en la cabina donde iban sentados todo era estabilidad y orden. Si miraba a los lados podía ver el brillo de su cabello iluminado por la luz eléctrica. Habían llevado pequeños maletines con cepillos de dientes, peines, una o dos cosas más y el bloc sobre el que ella escribiría el poema en alguna parte, cuando se detuvieron al olor de las hormigas, tostadas por los rayos del sol. Pero sus manos habían adquirido tal maestría sobre el volante que parecía como si no pudiera fallar jamás.

—Este Mr. Black —preguntó ella—, ¿te lleva con él a menudo?

—Sólo me llevó una vez, en un viaje largo —explicó Lummy apartando a un lado la rama del árbol—. Otras veces me llevó en algunos viajes cortos.

Cuando conducían se balanceaban. Nunca había estado más cerca de nadie que cuando chocaba contra las costillas de Darkie. Esperaba volver a experimentar otra vez el ligero espasmo de gratitud y placer. Le hubiera gustado llevar una camisa a rayas como la de Darkie.

—Me gustaría ir con Darkie —dijo— cuando tenga un remolque propio. Darkie es el mejor amigo que tengo.

Con un estremecimiento de desconfianza, advirtió ella las manos, muy curtidas y fuertes, con vello negro en los dedos.

—Oh, bien —aseguró Meg—, al final te saldrás con la tuya.

En las tumbas cercanas se veían flores marchitas y parduscas en jarrones con agua todavía más oscura. Los ramos de plástico habían sido derribados por el viento y yacían caídos en desorden sobre las losas de granito.

El calor hizo bostezar al concejal Last. Empezó a leer los nombres de las lápidas, primero los que tenía al alcance de a vista, algunos de los cuales había olvidado ya. Una lápida casi le hizo soltar una carcajada. Si los muertos pudieran sentarse sobre sus tumbas, habría más de una discusión.

—En medio de la vida está la muerte —decía el Reverendo.

JACK CUNNINGHAM

QUERIDO ESPOSO DE FL0RENCE MARY,

leía Horrie Last.

¿Quién hubiera pensado que Cunningham, recio como un roble, caería lo mismo que Daise Morrow? Horrie acostumbraba a observarlos cuando estaban juntos, sentados en el mirador, antes de pasar dentro para tomar el té. Esto no era ningún secreto, ya que todo el mundo lo sabía. Buenos dientes tenía Cunningham. Siempre con su camisa blanca bien planchada. No se sabía cuál de las damas se encargaba del lavado. Decían que Florence Mary estaba inválida. A Daise Morrow le gustaba reír, pero para Jack Cunningham tenía unos silencios, unas intimidades prometedoras sobre las que Horrie Last sólo podía hacer conjeturas. Él, cuya propia vida había sido siempre de casi total oscuridad.

«¡Cristo bendito!, y allí estaba Ossie.»

—Y que el Señor Todopoderoso tenga a bien, en su infinita misericordia, llevar consigo su alma... —leía Mr. Brickle.

Como hubo dudas sobre quién echaría la tierra, Gilí, el abacero, lo hizo. A los oídos de todos llegaba el ruido seco de la tierra cayendo sobre el ataúd.

Unas lágrimas sinceras brotaban de los ojos irritados de Ossie.

Desde la oscuridad, Daise le había llamado:

—¿Qué es eso, Ossie? No tienes por qué llorar.

—Tengo calambres —respondió él.

Los calambres le estaban martirizando el cuerpo.

—¿Calambres? —decía ella soñolienta—. ¿O son imaginaciones tuyas? No son calambres; es otra cosa peor.

Podía ser. Aceptó la palabra de Daise. Nunca había estado completamente lúcido desde que tuvo la meningitis.

—Te voy a decir lo que tienes que hacer. Ven a mi cama y te calentaré en un santiamén.

En la oscuridad oía el ruido de su propio lloriqueo.

—¡Oh, Daise! No podría resistir tu compañía.

Ella parecía muy firme.

Ossie se movía en la oscuridad.

—Así no —lo corrigió ella que no se reía de él como otras veces—. Además, espero que alguna vez te desahogues. Así... Ahora...

De pronto estuvo él apartando la oscuridad, brincando y esforzándose por llegar hasta ella. Nunca había pasado momentos tan agradables. Daise no tenía miedo. Le pasó la mano por el cabello una y otra vez, como agua que corre. Suavizó y alivió los calambres de sus piernas, hasta que al fin los dos, respirando al unísono, se durmieron.

Luego, el joven Ossie Coogan descendía otra vez desde la montaña, corriendo contra el viento, con olor a sudor debajo de la silla de montar, hacia el gran río. Saltaba y fluía siguiendo el movimiento del caudaloso río que no tenía fin, sumergiendo la boca en el agua fresca, hasta casi ahogarse.

Una vez, durante la noche, Ossie se había despertado con miedo de que la distancia se interpusiera entre ellos. Pero todavía estaba Daise apoyada sobre su pecho. La garganta de Ossie había empezado a emitir sonidos. Entonces Daise podía haberse vuelto distinta. Pero él empujó en la oscuridad cálida y fue de nuevo recibido.

—Si lo deseas con intensidad, podrás hacer cuanto quieras —insistía Meg Hogben.

Había leído la frase en un libro y aunque no estaba convencida del todo, admitía que a veces las teorías ayudan a salir del paso.

—Si lo deseas intensamente —repetía pateando el suelo pedregoso.

—No todo lo que uno quiera.

—¡Puedes! —recalcaba ella.

Ella que nunca había mirado a un chico directamente, lo estaba ahora mirando a él.

—Eso se presta a confusiones.

—Bueno —admitió ella—, siempre hay un límite.

Estas palabras le hicieron fruncir el ceño. Otra vez se sentía suspicaz. Ella estaba actuando con habilidad. Pero para llegar a un entendimiento tendría que renunciar a todo aquello de lo que no se sentía orgullosa.

—¿Y qué pasará si llegas a casarte? Ten en cuenta que si te pasas el tiempo viajando por el país con un camión, a tu esposa no le va a gustar estar siempre sola atendiendo a los hijos.

—Hay algunos conductores que llevan consigo a sus esposas. El mismo Darkie lleva a veces a su esposa e hijos. No siempre, desde luego, pero sí cuando hace recorridos cortos.

Él veía a las mujeres acomodadas en la cabina de los conductores, delgadas y morenas, que raras veces le devolvían la mirada, se secaban las manos con pañuelos de papel y se retocaban mirándose en espejos de bolsillo, esperando que sus hombres volvieran a aparecer.

Cruzó desde la estación de servicio para tomar posesión de lo suyo. Vacilante, frunció el ceño, tocándose la barbilla con la mano, no se molestó en mirar. Quizá lo hizo de soslayo. Ella era la mujer más morena que conocía, la más apacible de cuantas había visto mirar por la ventanilla de la cabina de una semirremolque.

Mientras tanto caminaron un poco, entre latas oxidadas, restos del almacén de Sarsaparilla. Rompió algunos palos y tiró los trozos. Ella arrancó una hoja y la olió. Le hubiera gustado oler el cabello de Lummy.

—Eres muy rubio.

—Algunos nacemos así —admitió él.

Luego empezó a golpear con una piedra contra una roca. Ella comprobó su vigor, pero tantos descubrimientos en poco tiempo la hacían temblar.

Cuando avanzaban, precedidos de la luz brillante, la cabina se llenaba de niños rubios y ella protegía al más pequeño poniendo la palma de la mano detrás de su cabeza, como había visto hacer a otras mujeres. Ocupada de esta forma, olvidaría algunas veces a Lum, quien le ayudaría a lavar los pañales en agua tibia y colgarlos a secar en un arbusto.

—Nunca conocí una persona tan hábil —dijo él.

—Pero la habilidad no lo es todo —exclamó ella suplicante, temerosa de que a él no le agradara demasiado aquella cualidad suya.

A partir de ahora se comportaría con extraordinaria cautela. Sentía que, aunque no en años, era mayor que Lum. Pero era un secreto que él nunca descubriría. Frente a su fortaleza y belleza, ella debía seguir siendo siempre la más fuerte.

—¿Qué es eso? —preguntó Lum tocando con la mano, que pronto retiró como en una especie de autoprotección.

—Una cicatriz —declaró ella—. Me corté la muñeca abriendo un bote de leche condensada.

Por una vez se sintió contenta de su cicatriz en la piel pecosa, esperando que aquello le gustaría al muchacho.

Y él la miraba con los ojos azules de los Whalley. Le gustaba, a pesar de ser fea, demasiado hábil y una chica.

—Leche condensada con pan —explicó él—, es algo que yo comería hasta reventar.

—¡Oh, sí! —asintió ella.

Hablaba con toda sinceridad, creyendo lo que él decía, aunque nunca lo hubiese pensado antes.

Las moscas se amontonaban formando como bordados negros e irregulares sobre las espaldas de los trajes. Nadie se molestaba ya en espantarlas. Mientras Alf Herbert refunfuñaba a cada paletada de tierra que iba echando, el polvo se hacía más intenso y las aseveraciones perdían fuerza. Aunque se les había enseñado a creer en la Redención, no habría dejado de resultar incongruente la aparición de Cristo entre los matorrales. De todos modos, la comitiva esperó. Habían aprendido a aceptar todo lo que se les impusiese, mientras el calor caía de plano sobre sus cráneos y les inflamaba los dedos convirtiéndolos en salchichas.

Myrtle Hogben fue la primera en protestar. Usó el pañuelo con estrépito. ¿Quién cambiará nuestro vil cuerpo? Aquellas palabras eran más de lo que podía soportar.

—Cálmate —susurró su marido, colocándole la mano en el codo.

Ella se sometió a su simpatía, del mismo modo que a lo largo de su vida se había sometido a sus deseos más oscuros, no anhelando sino la paz y una o dos cosas más.

Parecía más delgada. Mrs. Hogben continuaba llorando por todos los errores que se habían cometido con ella. En cuanto a Daise, sólo había contribuido a envilecer más el ambiente, aunque había tenido momentos de comprensión. Sólo las chicas comprendían. Ni siquiera las esposas, ni las hermanas. Antes que los acontecimientos las separaran, Myrtle Morrow estaba paseando por el jardín v Daise Morrow iba cogida del brazo de su hermana. La confesión íntima llenaba el aire como un aroma de manzanas en fermentación.

—Hay algo que me gustaría hacer —decía Myrtle—. Me gustaría aplastar un limón contra los músicos del Ejército de Salvación.

Daise rió entre dientes:

—Eres una traviesa, Myrt, pero no seas nunca cruel.

Myrtle Hogben lloraba. Una vez, sólo una vez, había pensado que le gustaría arrojar a alguien por un acantilado y observar la expresión de los testigos. Pero Myrtle no había confesado nunca a nadie este pensamiento.

Mrs. Hogben lloró por todas aquellas cosas que era incapaz de confesar y por otras tantas que era incapaz de dominar.

Empezaron a oírse las suaves palabras del Padrenuestro, que ella se sabía de memoria. Y al llegar a «el pan nuestro de cada día» se sintió más confortada.

Pero, ¿dónde estaba Meg?

Mrs. Hogben se separó de los demás. Caminaba con paso enérgico. Si alguno de los hombres advertía que so alejaba, daría por supuesto que había superado la crisis y que quería aliviarse.

Hubiera deseado, en efecto, aliviar su ánimo gritando, airada:

—¡Margaret! ¡Meg! Dondequiera que estés, ¿no me oyes?

Pero no podía cortar las palabras del Reverendo. Así que se contuvo. Parecía una gallina de Guinea, de moteado plumaje, atrapada en los alambres de la cerca.

Cuando hubieron caminado un poco más, oyeron voces que procedían de varios sitios.

—¿Qué es eso? —preguntó Meg.

—Mi padre y mi madre —informó Lummy—, discutiendo sobre cualquier cosa.

Mamá Whalley acababa de encontrar dos botellas de cerveza sin abrir en el almacén.

—Pueden tener veneno —advirtió su marido.

—¿Veneno? ¡Tonterías! Lo dices porque las he encontrado yo.

—No importa quien las haya encontrado —aclaró el esposo—. ¿Quién crees que va a beberse un par de botellas de cerveza caliente?

—Yo misma.

—¿A pesar de que las que hemos traído están frescas y son buenas?

También él gritaba un poco. Su esposa se portaba algunas veces de modo irrazonable.

—¿Quién pensaba dejar las que hemos traído hasta que se calentasen? —exclamó ella.

A los esposos Whalley les corría el sudor por la frente.

De pronto Lummy creyó que debía apartar a la muchacha del alcance de los gritos. Le hubiera gustado encontrarse paseando con ella sobre un césped recién segado, como en los Jardines Botánicos, igual que una gran alfombra para alivio de sus pies. Las estatuas indicaban el camino a través de la luz cegadora y finalmente se sentaron bajo unos árboles de hojas grandes y relucientes. Desde allí podían contemplar los botes flotando en el agua. Allí sacaron su bocadillos envueltos en papel de seda.

—Este papel no es tan fuerte como el de las bolsas— explicó él.

—No importa —aseguró Meg Hogben.

Nada en el mundo podía importarle poco ni mucho.

Paseaba aturdida detrás de él. Pasaron junto a una estatua enmohecida, tirada como basura entre los troncos. A veces corría para seguirlo. Las flores se rompían cuando ella las aplastaba al pisar con fuerza para mantener el equilibrio. En alguna parte de aquel laberinto, Meg Hogben había perdido el sombrero.

Cuando se alejaron de la escena de la discusión y el silencio descendió otra vez sobre ellos, la cogió del dedo meñique, porque le parecía cosa natural hacerlo, después de todo lo que habían experimentado. Jugaron durante un rato.

Luego Lum Whalley frunció el ceño y soltó la mano de la chica. Si ella aceptaba aquel comportamiento sería porque sabía lo que estaba sintiendo. Quizá fuese ése el problema. Ella estaba segura de que él resistiría hasta el último momento. Un pájaro cantaba en el árbol bajo el que se encontraban. Ella estaba sorprendida de la dureza del cuerpo de aquel muchacho. Los temblores de su piel, luces de firmamentos blancos, le causaban consternación. Hasta que por fin el temor y la expectación derritieron sus bocas y tomaron breves sorbos el uno del otro, con las gargantas levantadas, como pajarillos bebiendo en una fuente.

Ossie ya no veía la pala de Alf Herbert clavada en la tierra.

—Nunca vi a un hombre llorando en un entierro —se lamentaba el concejal Hogben, en tono muy bajo, aunque estaba a punto de estallar.

—Si a Ossie se le puede considerar un hombre —sugirió el concejal Last.

Pero Ossie no veía ni oía más que a Daise tendida en la incómoda cama. Parecía que se le hubiera roto o desabrochado un botón, pues le asomaban los pechos. Nunca olvidaría aquellos pechos contemplados a la luz de la mañana, amarillenta y perezosa.

—¿Qué va a ser de mí, Daise?

—Ya se decidirá, Os. Lo mismo que nos pasará a los demás. Me gustaría saberlo para decírtelo, pero dame tiempo para descansar un poco, para respirar.

Luego él se pondría sobre sus rodillas y acercaría su boca al cuello de Daise. La piel tenía un sabor acentuadamente amargo. El ancho y reluciente río al que Ossie Coogan había bajado deslizándose desde la montaña, se estaba convirtiendo en un lodazal amarillento, y él mismo en un hombre costroso intentando refrescarse la frente en el último charco.

Mr. Brickle decía:

—Te damos gracias sinceras por que te has dignado sacar a nuestra hermana de las miserias de este mundo pecador...

—¡No ¡No! —protestaba Ossie con voz tan sofocada que nadie le oía.

Por lo que él podía entender, nadie quería que se lo llevaran al otro mundo. Desde luego, ni él ni tampoco Daise. Pues ahora ya no podrían sentarse junto al fuego, en las noches de invierno, para asar patatas bajo las cenizas.

A Mrs. Hogben le llevó algún tiempo soltar su vestido de crespón enganchado en la alambrada. Eran los nervios a causa de Meg, la cual no se apartaba de su pensamiento. En tales circunstancias dio un tirón excesivo, se rasgó el traje y, cuando levantó la vista, vio a su hija allí mismo, besándose con el joven Whalley y sin darle la menor vergüenza. ¿Qué pasaría si Meg se convertía en otra Daise? Era algo que llevaba en la sangre. No podía negarlo.

Mrs. Hogben no gritó exactamente, sino más bien soltó una especie de rugido sordo. La lengua le llenaba tan completamente la boca, que no quedaba espacio para las palabras.

Cuando Meg la miró, estaba sonriente.

—Sí, mamá —exclamó.

Se acercó, cruzando la alambrada y rasgándose también un poco el vestido. Mrs. Hogben, con los dientes apretados, la recriminó:

—Has elegido el momento más inoportuno, con tu tía apenas sepultada. Aunque creo que sólo se la puede culpar a ella de lo ocurrido.

Las acusaciones se sucedieron rápidamente. Meg no podía contestar porque el placer la había dejado indefensa.

—Si fueras un poco más joven —silbó la madre bajando la voz porque se aproximaba el Reverendo—, te rompería un palo en las costillas.

Meg trataba de cerrar su expresión, de forma que nadie pudiera leer su pensamiento.

—¿Qué dirá la gente? —se lamentaba la madre—. ¿Qué va a ser de nosotros?

—¿Qué, madre? —inquirió Meg.

—Tú eres la única persona que puede contestar a eso y tal vez alguien más.

Entonces Meg la miró por encima del hombro y pudo ver el odio, que por un momento había olvidado, brillando en sus ojos. De súbito su rostro se apretó como un puño. Estaba lista para proteger cualquier cosa o persona que justamente necesitara su protección.

Incluso si su rabia, pena, dolor, desprecio, aburrimiento, apatía y sentido de la injusticia, no hubieran tenido ocupados a los asistentes al entierro, es dudoso que se hubieran dado cuenta de la mujer muerta que estaba entre ellos. Los muertos resucitados eran algo que tan sólo se mencionaba en la Biblia. La luz no resplandecía en la piel de una mujer sin vida, metida entre algodones. Quienes la habían conocido viva la recordarían en las actitudes nobles de su vida. ¿Cómo podían creer en sus afirmaciones? Sin embargo, Daise Morrow continuaba su proclama.

—Escuchadme todos vosotros... No me marcho, excepto para aquellos a los que abandone e incluso ésos no están del todo seguros; puede que se vayan también dejando un poco de sí mismos. Escuchadme, todos vosotros, infortunados carentes de esperanza: todos vosotros que os despertáis por la noche temerosos de que algo se os escape, aterrados al pensar que acaso no haya nada que encontrar. Venid a mí vosotras, mujeres desabridas, servidores públicos, niños anhelantes o viejos cochambrosos y desesperados...

Físicamente pequeña, aquellas palabras parecían demasiado grandes para ella. Se echaría el pelo hacia atrás presa de desesperación y buscaría refugio en sus actos. Como que había clavado sus pies en la tierra, sería la última en lamentarse ahora de su presión sobre ella; mientras tanto su voz, áspera, continuaba exhortando, con palabras saturadas de polvo.

—Ciertamente no necesitamos la experiencia de las torturas, a menos que construyamos cámaras negras en nuestras mentes, para albergar en ellas los instrumentos del odio. ¿No sabéis, mis queridas criaturas, que la muerte no es muerte a menos que signifique la muerte del amor? Es razonable esperar que la muerte sea como una gran explosión, que nos envía a crear millones de otros mundos, nunca a destruirlos...

Desde el montículo de tierra fresca que ellos habían levantado sobre su cuerpo terreno, ella insistía en acudir a la cita eterna.

—Yo les aliviaré si me lo permiten, ¿entienden?

Pero nadie entendería, por que eran sólo seres humanos.

—Por siempre, por siempre jamás...

Las hojas se estremecían con el primer contacto de la brisa.

Así, las aspiraciones de Daise Morrow estaban escritas a lo largo de sus finas muñecas, sus suaves muslos y sus bonitos tobillos. Al final, se había rendido a un hundimiento formal, que haría de ella, según era de esperar, una mujer honrada.

Pero no había muerto completamente.

Meg Hogben nunca había logrado interpretar exactamente los mensajes de su tía, ni pudo presenciar los últimos momentos del entierro, porque el sol la deslumbraba. Sin embargo notó, junto con un estremecimiento de gozo recobrado, el pelo rozando sus mejillas, una ligera brisa agitando las raíces húmedas de su cabello, mientras entraba en el coche dispuesta a esperar lo que viniese luego.

Bueno, ya habían enterrado a Daise.

En alguna parte, al otro lado de la alambrada, se oía el ruido de vasos rotos y de discusiones.

El concejal Hogben se dirigió al Reverendo y le habló con corrección. Luego, casi volviéndole la espalda, sacó uno o dos billetes de la cartera. Inmediatamente se creyó desembarazado del compromiso. Si Horrie Last hubiera estado allí en aquellos momentos, Hogben habría retrocedido, colocando un brazo sobre el hombro de su colega, pero ser perdonado por la conducta poco ortodoxa de cierto individuo, no pariente, entiéndase, pero... De todos modos, Horrie se había marchado.

Horrie salió por la vereda que unía el almacén con el cementerio. Por un segundo la espalda de Ossie Coogan resplandeció bajo una espiral de polvo.

El concejal Last sospechó que hubiera debido llevarse a aquel pobre hombre y mientras conducía se iba preguntando si las mejores intenciones de una persona valían, por así decirlo, la mitad en el caso de quedar sin cumplir. Era demasiado tarde para detenerse, pero allí estaba Ossie, en el retrovisor, girando en el camino hacia el almacén que, después de todo, era donde pertenecía.

A lo largo de la carretera, las piedras, el polvo y las hojas iban tomando su aspecto normal, carente de emotividad. Sentado en su alto Chevrolet, Gilí, el tendero, hombre lento que llevaba el cambio en una bolsa pequeña y sucia, miraba hacia adelante, a través de los cristales de sus gruesas gafas. Lo aliviaba el pensamiento de que llegaría a casa hacia las tres y media, y su esposa lo estaría esperando con una taza de té. En todo lo que emprendía y entendía le gustaba ser puntual, honrado y expeditivo.

Prudentemente evitó el somier viejo cuyos muelles y espirales se habían salido hasta casi el centro de la carretera. El tendero, recordaba las cosas extrañas sucedidas dentro y fuera del viejo almacén. Jóvenes dolorosos, con el pantalón largo y apretado hecho jirones. Un brazo en una bolsa de azúcar, sin ninguna señal del cuerpo al que había pertenecido. Sin embargo, algunas personas encontraban la paz entre los desperdicios: ancianos abandonados, cuyos ojos de pescado, pálidos y apagados, no dejaban adivinar nada de su vida pasada; mujeres de piel azulada, colgando andrajos en las puertas de las chozas construidas con hojas, cortezas y hierros oxidados. Una vez, un viejo vagabundo se había arrastrado entre las basuras con el aparente propósito de corromperlas y lo consiguió. Tuvieron que llamar al sheriff para que examinara aquello que al principio no parecía más que un montón de harapos malolientes.

Mr. Gilí aceleraba prudentemente su vehículo.

Conducían sin tregua ni descanso. Solo en la cabina, Lum Whalley echó el cuerpo hacia adelante encerrando las manos entre las rodillas, como había visto hacer a Darkie. Ahora se sentía totalmente independiente. Su cara había lomado nueva expresión a causa del viento. Le gustaba eso. Se sentía bien. Ya no veía los trastos viejos que se arrastraban por la casa, la suciedad que habían pisado sus pies, el fétido olor que le atormentaba la nariz. Ni tampoco lo molestaba su familia, discutiendo o argumentando —cosa siempre muy difícil de determinar— detrás de él, en el automóvil familiar.

De hecho, los esposos Whalley estaban cantando una de sus versiones personales. Siempre les había gustado entonar versiones propias. Con ellos cantaban los dos mellizos.

Muéstrame el camino de casa,

no estoy demasiado cansado para la cama...

tomé unas copas hace una hora

y ello ha metido ideas en mi cabeza...

Súbitamente, Mamá Whalley rodeó con el brazo a Gary. ¿O era Barry?

—¿Qué sabes tú, eh? Dime, ¿qué sabes tú?

—¿Qué mosca te ha picado ahora? —exclamó su marido—. ¿Es que no puedes tomar unas copas sin volverte antipática?

Ella no respondió, pero su marido adivinó que se acercaba una tormenta. El pequeño había empezado a llorar, pero sólo como mera formalidad.

—Se trata de ese maldito Lummy —se lamentaba Mrs. Whalley.

—¿Por qué te metes ahora con Lum?

—Das a un joven todo el amor y todo el afecto. ¿Y qué consigues?

Wal refunfuñaba. Las abstracciones lo embarazaban.

Mamá Whalley escupió por la ventanilla. La saliva se volvió contra ella misma.

—¡Maldita sea! —protestó.

Luego se hizo el silencio. No era Lum, para ser sinceros. No era nada y lo era todo. Confusión. Había decidido no tocarlo más, hasta que lo hizo. Y aquel maldito Lummy, con cesárea y todo... Había decidido no volver nunca más con un hombre.

—Es algo que un hombre no entiende.

—¿Qué? —preguntó Wal.

—Una cesárea.

—¿Eh?

No podía discutir aquel asunto con un hombre. Así que no tenía más remedio que irse a la cama con él. Aturdida la mitad de las veces. Así concibió a los mellizos, después de haber dicho que ¡nunca jamás!

—¡Deja de berrear, por el amor de Cristo! —instaba mamá Whalley, acariciando el cabello del muchacho.

Todo era triste.

—Me pregunto cuántas veces entierran vivo a alguien —dijo ella.

Ocupando un rincón de su Holden color crema, el concejal Hogben se sentía con cierto ánimo disoluto, pero se cuidaría mucho, en el último momento, de rozar el lado peligroso de la Ley.

Conducía a la misma marcha en los trechos rectos como en las curvas cerradas.

En aquellas ocasiones de su vida en que trataba de rogar, de suplicar en busca de una experiencia, Meg Hogben siempre fallaba. Pero volvía a intentarlo, con los dientes apretados. Ahora quería pensar con cariño en su tía muerta, pero la imagen se le borraba de la imaginación. Era superficial. Sin embargo, cada vez que fallaba el paisaje cambiaba como milagrosamente. Conducían por debajo de los hilos del teléfono. Podía haber captado cualquier mensaje transmitido en el idioma de la paz. El viento ardiente sólo dejaba vivas las cosas estables. Una casa de madera junto a la carretera, unos sauces alrededor de las aguas de una presa... Sus mismos ojos, grises, demasiado sinceros, parecían hundidos, en un intento de acomodarse a todo lo que ella tenía que ver y sentir.

—No me he olvidado, Margaret —exclamaba Mamá, hablando por encima del hombro.

Afortunadamente, Papá no estaba demasiado interesado en indagar.

—¿Tenía Daise algo de valor en su casa? —preguntó Mrs. Hogben—. Sé que no era nada práctica.

El concejal Hogben se aclaró la garganta:

—Danos tiempo para averiguarlo.

La mujer respetaba a su marido por cosas que ella no entendía: negocios misteriosos que él debía atender y, lo peor de todo, sus trabajos como Tasador General.

—Me pregunto si Jack Cunningham llegó muy adelante en sus relaciones con Daise. Era un hombre elegante. Pero Daise también sabía comportarse.

Iban conduciendo sin ningún descanso.

Entonces la mujer se acordó del pequeño anillo de oro trenzado.

—¿Crees que son honrados esos hombres de la funeraria?

—¿Honrados? —repitió su marido.

Era una palabra que ofrecía dudas.

—Sí —aclaró ella—, me refiero al anillo de Daise.

No podían hacerse acusaciones sin fundamento. Cuando recobrara el valor iría por sí misma a la casa cerrada. El mero pensamiento ya le encogía el pecho. Pasaría al interior y buscaría en el fondo de los cajones, donde quizá encontrara algo envuelto en papel de seda. Pero las casas cerradas de las personas muertas asustaban a Mrs. Hogben. No podía remediarlo. El ambiente recargado, la luz iluminando la soledad. Era como si estuviera robando. Aunque no lo hiciera.

Y luego los Whalley siempre en medio.

Conducían sin parar, los dos coches casi rozándose el uno con el otro.

—Nadie que no haya tenido jaqueca —exclamaba Mrs. Hogben apartando la cara— puede calcular lo que se siente.

Su marido era la primera vez que oía aquello.

—Es un portento que no le deja a uno hasta que se llega a cierta edad —aclaró él.

Aunque no adelantaran a los Whalley, él haría todos los esfuerzos posibles para salvar la situación. Wal Whalley iba con el cuerpo hacia adelante, aunque no tanto que no pudiera vérsele el pelo asomando por el escote de la camisa y a su esposa golpeándole en el hombro. Estaban cantando una de sus baladas. Seguían rodando sin descanso.

—He estado a punto de marearme, Leslie —exclamó Mis. Hogben y luego se puso a buscar el pañuelo más sencillo de los dos que llevaba.

Los mellizos Whalley reían, brillantes sus rubios mechones. El malhumorado Lum se volvió en dirección contraria. Meg Hogben estaba mirando al infinito. Cualquier señal de reconocimiento habría sido tan tenue que el viento la habría borrado ya de sus caras. Cuando Meg y Lummy se sentaban juntos unían las rodillas. Hundían la barbilla lo más que les era posible, bajaban los ojos como si hubieran visto ya bastante por el momento, y solo deseaban acariciar lo que ya conocían.

El cálido resplandor de la esperanza se hacía más firme cuando el viento agitaba los cables del teléfono y las vallas de postes derribados y la hierba gris extendiéndose más y más en la distancia...