UNA VELADA CON SISSY KAMARA
EN el instante en que Mr. Petrocheilos rozó el nervio, Mrs. Pantzopoulos, a pesar de su rigidez, dio un salto, rompiendo el papel que protegía el apoyacabezas, y el pelo se le humedeció de sudor, especialmente en las sienes.
—¿Quiere que antes le ponga una inyección? —preguntó Mr. Petrocheilos.
—¡Oh! No... Somos griegos, ¿verdad? —repuso Mrs. Pantzopoulos y soltó una carcajada.
Mr. Petrocheilos no contestó y ella se ruborizó, porque su valentía aparente sonaría pretenciosa ante cualquiera que no la conociera. Por mucho que detestara la mera vista de la fina sonda de metal y la brutal mordedura del torno, Mrs. Pantzopoulos consideraba un deber demostrar su capacidad para el sufrimiento, en tanto se acomodaba en el sillón del dentista.
Contemplaba con fascinada languidez las muñecas fuertes y velludas del dentista, mientras éste respiraba profundamente y preparaba el torno. Mr. Petrocheilos era un hombre muy poco comunicativo. ¿Disfrutaba quizá torturando a sus pacientes? Mrs. Pantzopoulos estaba admirada. Aquello había ido demasiado lejos. Se preguntaba por qué no habría cambiado de dentista.
Mr. Petrocheilos le estaba abriendo ya la boca, como si se tratara de una ranura de goma. Metió en ella un enorme dedo y se dispuso a introducir también el temible trépano. La señora estaba siendo tratada como una campesina. El intento de protesta de Mrs. Pantzopoulos quedó mitad en grito, mitad en risa. Podía soportarlo, naturalmente, se decía para sí misma. Estaba con los ojos cerrados, el cuerpo relajado, sumisa. ¡Oh, era monstruoso lo que tenía que soportar!
Y, como si el temor físico no fuera bastante, acudieron para atormentarla en el sillón del dentista todos los recuerdos desagradables, la mayoría de ellos incidentes sin importancia, como el de la noche con Sissy Kamara. Sí, la velada en casa de Sissy Kamara.
Mr. Petrocheilos expelía fuego al respirar por la nariz sobre la cara de Mrs. Pantzopoulos. Aquellas dos cavernas negras, con pelos como alambres, amenazaban con engullirla.
—Llamó Sissy Kamara —decidió comunicar al fin Poppy Pantzopoulos a su marido.
Basil se limitó a emitir el leve ruidito que le era peculiar.
—Nos ha invitado. He de confesar que me sentí emocionada cuando dijo que quiere que hablemos de los viejos tiempos.
—¡Las noches de Anatolia! —Poppy reconoció el tono cortante de Basil—. Los de tu querida Esmirna no pueden resistir ninguna oportunidad de tragar...
—Yo no voy a criticar mis orígenes, ¿verdad?
—No, desde luego. Bien por tus orígenes, pero...
Basil se llevó la mano a la perla negra que siempre lucía en la corbata. Se había criado y crecido tan impecablemente que no podía permitirse olvidar que su estirpe procedía de las arenas del Pireo. Todas las mañanas se ponía los pantalones todavía calientes de la plancha. Todas las mañanas, también, iba caminando hasta el Banco para conservar su silueta. Aquellos que no igualaban su meticulosidad se inclinaban a considerar frío a Basil, pero su esposa estaba convencida de que sus modales habían llegado a él a través de la rama Kolonaki.
—Pero... —proseguía jugueteando con el dedo en la corbata—, tú eres la responsable de haber aceptado esa invitación para pasar la velada en casa de Sissy Kamara. Podías haber evitado esa reunión que los dos vamos a tener que lamentar.
—¡Oh! —gritó ella—. ¡Eres injusto! ¡Como si la pobre Sissy...! Puedes atacarme a mí, yo sé lo que soy, pero Sissy es una mujer brillante.
—Eso es lo que nos han dicho —respondió Basil.
Con frecuencia, Poppy Pantzopoulos se negaba a perdonar el perfil todavía perfecto de su marido, a no ser que lo viese destacando en su almohada.
—Bien, ahí están sus poemas —ofreció ella.
—En una edición tan limitada que nadie los ha leído.
—Había un poema épico... —siguió diciendo Poppy Pantzopoulos.
En ocasiones su imaginación era víctima del rollizo cuerpo y se distraía.
—Sí, un poema épico —suspiró Basil—, sobre un tema que nadie puede recordar, declamado por Sissy Kamara en la ladera de una montaña ante un grupo de mujeres, en su mayoría muertas en la actualidad.
Toda la vida que habían pasado juntos, Poppy Pantzopoulos se negó a admitir que la opinión que sobre las mujeres tenía su marido, incluso de las que tenía más cerca, pudiera afectarla a ella.
—Bien —dijo en tono apologético—, estaba también su otra obra, la social... Organizó «La artesanía campesina griega», cuando nadie del mundo elegante tenía el menor interés por tales cosas. Y perseveró en su propósito casi sin ayuda de nadie, a expensas de su salud, porque todo el mundo sabe que Sissy Kamara no es fuerte.
—Sissy Kamara es persona con talento bastante para entusiasmar a otros en cualquier cosa que ella ha ungido de crédito.
—Oh, estás equivocado, por no decir que eres malo con ella. No puedo negar que Sissy es enérgica, ¿pero adonde hubiera llegado sin esa energía? Hay que considerar todo lo que soporta. No sólo su frágil salud y la escasez de recursos, sino también a ese marido que tiene.
—Ciertamente —dijo Basil—, uno se pregunta cómo se casó con Sotos.
—Por el mismo motivo —repuso Poppy—, una se pregunta por qué la mayoría de las personas se casaron con los esposos o esposas que tienen.
Basil no tuvo que mirarla. Sabía lo que ella quería sugerir. Poppy no ignoraba que él se había casado con ella por la casa de tía Danae en Ploutarchou, y la finca de tío Stepho en Eubea. Sabía lo de Hariklia, lo de Phroso y posiblemente también lo de Smaradga Thiraiou, pero no estaba entristecida, porque lo amaba.
Basil acarició su perla negra.
—¿Te refieres a Louloudis?
—Sí —dijo ella—. Sí... Con tantas obligaciones familiares, Sissy no tuvo más remedio que casarse tarde y por entonces era demasiado pobre, supongo yo, para conseguir algo mejor.
Poppy Pantzopoulos no quería discutir.
—Pero nadie sabe lo que hace Sotos Louloudis.
—Algo muy discreto, espero. He oído decir que es una especie de oficinista, o tal vez lo era. Parece que pasa en casa mucho tiempo.
—¡Pero qué hombre! Nadie puede creer que se haya casado con ese Sotos. Nadie lo cree. Para todo el mundo, Sissy sigue siendo Sissy Kamara.
—Eso es cierto. —Poppy Pantzopoulos tuvo que admitirlo—. Porque todo el mundo conoce a Sissy Kamara, de Esmirna...
—Oh, querida, ahí entramos nosotros, los anatolios.
—¿No es demasiado tarde? —preguntó ella.
—Sí —repuso Basil con el ceño fruncido—, es tarde.
Ella lo admiraba por su rectitud y escrupulosidad, que ponía continuamente de manifiesto su propia superficialidad. En los museos, por ejemplo, él leería el letrero y explicaciones de cada obra de arte, mientras ella esperaba sentada en el extremo del salón, descansando sus pies hinchados.
—Veremos lo que pasa —dijo Basil—. A ver si Mrs. Kamara Louloudis es capaz de darnos una cena comestible. Al menos, hasta el jueves, podemos abrigar esperanzas.
Aquella mañana él no la besó, y aunque estaba acostumbrada al rito, la alegró que no lo hiciera, sabiendo que tenía la cara aún sin arreglar y que en los párpados conservaba todavía restos del maquillaje grasiento y oscuro.
—No puedo asegurarle nada —dijo Mr. Petrocheilos—, pero creo que las cosas van a ponerse peor de lo que esperábamos.
La respiración de Mr. Petrocheilos casi quemaba la oreja de Mrs. Pantzopoulos.
—¡Qué horrible! —exclamó ésta a través de los instrumentos que le llenaban la boca, pero sus palabras quedaron ahogadas por el chirrido terrible del torno del dentista.
—Soy una cobarde —añadió—. No tengo remedio —parecía gritar, aunque era imposible oírla.
Esperaba que el ruido del torno hubiera impedido que el dentista descifrara nada.
Sotos Louloudis había acudido a la puerta. Debían excusar a Sissy, dijo. Su mujer estaba atareada en la cocina. Había enviado fuera a la chica, que se ponía nerviosa con los invitados, lo que, a su vez, ponía nerviosa a Sissy. Poppy habría deseado poder proteger la excusa de Sotos de la sonrisa de su propio marido.
En todo caso, allí estaba Sotos. Era muy delgado. Tenía poco que mereciera recordarse, excepto su delgadez. Desde luego, no contaban sus opiniones, pues no eran más que el eco afirmativo de las observaciones de los demás.
—Bienvenidos —dijo—. ¿Quieren venir conmigo? Sissy cree que estaremos mejor en el mirador. ¿Quieren acompañarme?
Sólo Sissy podía haber arreglado los asientos, entre jazmines y pelargonios, como para los pasajeros de un barco. Las sillas aparecían rigurosamente alineadas en cubierta.
—¿Quieren tomar una copa de algo? —preguntó Sotos.
En realidad sólo había lo que quedaba en una botella de ouzo.
—¿Quieren fumar un cigarrillo?
No añadió «si han traído ustedes tabaco». Basil, por supuesto, tenía su pitillera. En cambio, Sotos no fumaba. Quizá como un reproche para Sissy, quien siempre llevaba cigarrillos consigo, como elemento imprescindible de su equipaje.
Pronto estuvieron sentados en las duras sillas de hierro y Sotos Louloudis dispuesto a llenar los baches que los demás dejaran en la conversación.
—Sí —dijo—, uno no lo creería a menos que se lo hubieran dicho...
—¿Es posible? —preguntaba con las manos entrelazadas, para añadir luego.—: Supongo que lo es, ¿verdad?
Después cruzaría sus delgadas piernas. Sólo al final de la velada, Sotos Louloudis miraría a los invitados, con los párpados contraídos espasmódicamente, como si saliera de un largo y oscuro túnel, tan perplejo como sorprendido. Cada vez que esto sucedía, Poppy Pantzopoulos recordaba la fascinación que le producía Sotos en tales ocasiones, a causa de la impresión que daba de llegar repentinamente de muy lejos. Era algo que no se olvidaba fácilmente.
Claro que ella no pensaba en esto ahora, puesto que casi inmediatamente apareció Sissy Kamara y luego vino el protocolo: la mejilla de Sissy y el perfume de su cara. Y, a continuación, una serie de puertas que se abrían y cerraban en la casa, la cual daba a Frankish Street.
—Oh, querida —exclamó Sissy—. No sabes la gran alegría que me das con tu visita, querida Poppy.
Si Poppy Pantzopoulos no hubiera conocido a Sissy, tal vez se habría sorprendido. Estaba oyendo que Basil hacía aquel ruidito jocoso en el fondo de su garganta.
—Y Basil, también. Eso no hace falta decirlo —añadió Sissy mientras dejaba un paquete de cigarrillos encima de la mesa. Si no advirtió la presencia de Sotos, sería porque su marido siempre estaba allí.
—¿Os gustan los pelargonios? —preguntó—. Yo a veces dudo que me gusten. Crecen demasiado desordenadamente. Se niegan a dejarse guiar.
Aun así, su mano no pudo resistir un intento de hacerlo.
—Bien, vamos a comer... Al menos, eso esperamos —dijo con una carcajada y luego soltó una bocanada de humo—. ¿Tenéis hambre?
No esperaba respuesta, por supuesto.
—He descubierto a un joven pintor de gran fuerza expresiva —anunció Sissy Kamara.
Poppy estaba aterrada; un poco por ella misma, algo más por Basil, pero principalmente por Sissy Kamara.
Sotos Louloudis se limitó a sonreír, convencido de que su esposa siempre obraba acertadamente. Se fue y la dejó sola.
—Confío en que tu joven no sea ningún genio —protestó Basil.
—Ya os lo presentaré —prometió Sissy Kamara—. Más tarde. Oh, querida, tenemos muchas cosas que contarnos, Poppitsa.
Juntó ambas manos y sonaron todos sus menudos brazaletes orientales.
Sissy Kamara era una mujer inquieta, de una fealdad acentuada por la atención que siempre atraía hacia sí, según decía Basil. Éste no era capaz de reconocerse víctima de su propio aburrimiento. Aquella voz, aquellas carcajadas, decía, los cigarrillos constantes, tenían la mitad de la culpa. El toque de colorete en polvo que se daba en ambas mejillas le daban la apariencia de estar tísica, añadido a lo cual estaba su cabello, el cual de seguro se había peinado cuidadosamente, aunque daba la impresión de que hubiera sido aplastado; la mirada era como si Sissy Kamara acabara de levantarse de la cama y hubiera tomado un par de aspirinas.
—Sotos es tan amable que nos ha traído mezedakia1—estaba diciendo Sissy.
En efecto, Sotos regresaba con varias fuentes. Había aceitunas y dolmadakia2, éstas envueltas en papel de estaño.
—La comida tiene tan poca importancia —decía Sissy—, que el necesitarla resulta humillante.
Poppy temía por Basil. Tenía miedo de que Sissy iniciara alguna de sus eruditas conversaciones. Basil odiaba a Sissy cuando ésta se ponía a hablar del sadomasoquismo de los griegos. Pero Sissy cogió su plato como si se dispusiera a consagrar.
—De seguro que os gusta la dolmadakia —afirmó.
—Ach, dolmadakia! —gritó Poppy, como si fuese una chiquilla—. Adoro la dolmadakia.
No miró a Basil para confirmar su propia necedad. Lo había ya captado todo cuando percibió el olor y cuando anticipó el sabor especial, metálico, casi desagradable, de la dolmadakia al sacarla del papel de estaño en que venía envuelta.
—Esta fuente perteneció a mi madre —explicó Sissy mientras hacía sonar las pulseras, también de su madre—. ¿Te acuerdas, Poppy? ¿En Esmirna?
Luego, Poppy Pantzopoulos y Sissy Kamara se pusieron a contemplar juntas aquella fuente, fijándose no sólo en su ingeniosa fealdad, pues tenía la forma de un águila doble rodeada de serpientes doradas. Por encima de todo aquello, por encima de los envoltorios de la dolmadakia, desparramados sobre su superficie, las atraía la visión de lo que tal vez pudo haber sido un amor común, que el tiempo y la distancia permitían ahora compartir sin demasiada pesadumbre.
Poppy Pantzopoulos recordaba el salón de Frankish Street, el sol del verano penetrando a través de los ventanales de hierro, la luz y la gracia de los jazmines, el examen de la fuente neobizantina que la anciana había traído.
—Aquí hay algunos kourabiedes3 —dijo la anciana Vangelio—, especialmente para Poppaki, que es tan buena.
—Yo no soy buena —dijo Poppy Pesmazoglou, que había pedido ver a su amiga y estaba un poco irritada por la sentimental deferencia de las antiguas sirvientas de la familia.
—Pero usted es buena, lo sé —insistía Vangelio con aquella su sonrisa dulce, un tanto empalagosa.
—¡No lo soy! ¡No lo soy! —repetía Poppy casi gritando.
Vangelio tenía las manos agrietadas, usualmente manchadas por las verduras que todavía se le permitía preparar. En realidad, era ya muy mayor, poco útil para trabajar.
—¿Te gustan los kourabiedes? —preguntó Sissy Kamara.
Acababa de entrar. Su cabello asomaba por debajo de un sombrero gris.
—Oh, adoro los kourabiedes —replicó Poppy Pesmazoglou con una sonrisita.
—Entonces no tiene miedo de pintarse un bigote con ellos...
Ya las dos chicas llevaban azúcar en polvo nevándoles la barbilla. Poppy volvió a lucir su sonrisita y se limpió su ridículo bigote de azúcar. Le hubiera gustado hacer o decir algo que la gente recordara luego. Pero nunca lo lograba. Hacía las visitas matinales temerosa de que nadie se diera cuenta de ellas.
—Te voy a decir algo —prometió Sissy Kamara mientras tomaba un sorbo de soumada4 servido por Vangelio.
Poppy Pesmazoglou no podía esperar.
—Estoy escribiendo una novela en primera persona.
Poppy parecía sin respiración y de su vaso salía una fresca y suave fragancia.
—Se trata de un oficial de aviación —confió Sissy Kamara— que se estrelló entre las dos líneas de fuego y fue hecho prisionero por los turcos.
—Oh, Sissy, ¿cómo lo sabes?
—Una sabe las cosas —suspiró Sissy—. Te voy a decir algo muy confidencial. El día dos del mes próximo espero visitar el frente de batalla para distribuir auxilios.
—¿Cómo es posible? —Poppy Pesmazoglou se bebió un buen trago de soumada. Su admiración era muy intensa.
—Entre nosotras —confió Sissy—. Pouris lo ha arreglado ya todo. Iremos en coche hasta K., donde nos esperarán caballos y mulos para trasladarnos a través de las montañas. Nuestra visita será excelente para la moral de la tropa.
Poppy Pesmazoglou se dio cuenta de que se le estaba vertiendo el refresco fuera del vaso. La sofocaba el olor a azahar.
—¿Pero lo sabe tu madre? —inquirió Poppy.
—Mamá está demasiado agotada —dijo Sissy—. Es el influjo de los griegos metropolitanos.
Luego las dos chicas rieron juntas, solas en el salón vacío de Frankish Street, en una realidad anatolia cuya certeza nadie que no fuese griego, ni siquiera una guerra, podría posiblemente penetrar.
Y todo ese tiempo (¿cuántos años?), Sissy Kamara sentada, seguía sosteniendo los dolmades en la horrible fuente neobizantina.
—¿No es preciosa? —preguntó Sissy Kamara.
Las dos sabían que ella estaba siendo vigilada por su marido, pero que ninguno de los hombres se atrevería a penetrar en la relación ligeramente inmoral que el pasado les permitiría disfrutar durante algunos momentos más.
—¿Sabes que esta fuente —decía Sissy Kamara dejándola con solemnidad— es casi la única propiedad material que logré rescatar en el momento de la catástrofe? Y quizás no la hubiera traído conmigo si Vangelio no la hubiera encontrado y escondido. ¿Te acuerdas de la pobre y vieja Vangelio, la nodriza de mi tío?
Poppy asintió con la cabeza, y bajó la mirada como en actitud de respeto y gratitud por una persona fallecida.
—Si ella no hubiera envuelto la fuente y, prácticamente, puesto en mis manos, después que los turcos prendieron fuego a la ciudad, ahora no estaría en mi poder.
Entonces Sotos Louloudis, marido de Sissy Kamara, se aventuró a decir como en un susurro.
—Me ocupé a tiempo de la carne de ternera, Sissy...
—¡Dios mío! ¿Se quemó?
—No, pero se estaba secando.
—¡Dios mío! —repitió Sissy Kamara—. ¡La carne de ternera no se seca! ¡No sólo haces tonterías a espaldas mías, sino en mis propias narices!
—La estuve vigilando, Sissy —repuso su marido—. No está lo que podríamos llamar quemada.
Poppy Pantzopoulos se levantó antes que se lo pidieran, sabiendo el desprecio de Basil por la humildad excesiva en un hombre. Luego dijo con aquella vocecita que conservaba desde la adolescencia y que algunas veces le hacía aparentar menos edad.
—Estoy segura de que la ternera de Sissy tendrá un sabor exquisito.
Aquello sonaba ridículo y, sin embargo, Sotos sonrió con simpatía.
Fue después, cuando pasaron dentro y Sotos estaba preparando las cosas para la cena, cuando Sissy Kamara, que se había sentado, empezó a hablar del masoquismo de los griegos y Poppy, sin mirar a Basil, suspiraba porque no continuara.
—Somos una raza brutal y detestable —dijo Sissy Kamara y parte de la salsa saltó sobre su regazo, cuando se sirvió la carne de ternera que había traído Sotos—. Hemos de admitir que somos poco mejores que los turcos. A propósito —añadió en tono grave—, no hay primer plato porque se me olvidó prepararlo y, además, somos todos tan buenos amigos que a nadie le importará.
Poppy Pantzopoulos no miró a Basil, pero le oyó hacer ruido con el cubierto.
—Para volver a lo que estaba diciendo —prosiguió Sissy Kamara—, poned un cuchillo en manos de un griego, y casi siempre lo usará contra sí mismo.
Entonces Poppy Pantzopoulos oyó a Basil decir con voz muy agria:
—Yo no estoy dispuesto a sentarme, Sissy, amontonado con todos los demás griegos, sin decir nada de la alegría anatolia.
—Admito —replicó Sissy Kamara entre bocados de su controvertido asado de ternera— que en todo hay un activo y un pasivo. Pero, llegando a cierto punto ningún griego descubriría el pecho. Está en la tradición heroica —dijo, y luego añadió como si le gustara—: ¡la tradición heroica!, aunque creciendo hacia adentro. Como una uña del pie ..
—El griego medio está muy ocupado buscando ganarse la vida labrando entre piedras o conservando su empleo en el Departamento, para que pueda prestarse a tus generalizaciones.
—¡El griego medio! —saltó Sissy Kamara con expresión de triunfo—, ¿Quién es el promedio?
Poppy Pantzopoulos no podía ya soportarlo. Tal vez por la misma razón, el marido de Sissy había salido. Su ración de carne de ternera estaba abandonada, lo misino que el cuchillo y el tenedor. Soto, según pudo oír Poppy, estaba en alguna parte de la terraza de su esposa, entre los desordenados pelargonios. Oía el sonido infinitamente frágil de un puñado de vasos que alguien estaba recogiendo.
—Pero, Basil —Sissy le había puesto las puntas de los dedos sobre el pecho, de forma tan desgarbada que los codos quedaban como colgados—, yo daría mi alma por Grecia, pero es el amor que me inspiran todos los griegos lo que abre mis ojos a sus debilidades.
—Ésa es tu alegría entre torturas...
—¿Yo alegre entre torturas?
Poppy habría protestado también, de haber sabido cómo hacerlo. Deseaba gritar: «Oh, no, Sissy, aquí estoy yo, tu escudo, dispuesto a repeler los más furiosos golpes». Pero en lugar de hacerlo, se sentó junto a la ventana para mirar a la terraza, más atenta que sensual. Su cuerpo rollizo podría sentirse» objeto de culpabilidad. Fuera, en la terraza, Sotos Louloudis estaba recogiendo los vasos. ¿Era la luz o la sombra lo que hacía más menudo todavía a Sotos? Parecía más delgado que nunca: un puñado de tendones, un revoltijo de venas.
Luego, por segunda vez, Poppy Pantzopoulos hubiera querido gritar, o quizá lo hiciera. Sotos ya estaba agachado cuando Poppy protestaba: «Sólo, mis manos son lo bastante insensibles para poder llevar la fuente que no debe quebrarse».
Pero ya se había roto, como tenía que suceder. Tanto ella como Sotos habían conocido anteriormente varios ejemplos.
Poppy Pantzopoulos se sentó a contemplar los fragmentos de la doble águila de los Kamara blanqueando en la terraza. Al aplastarse las dolmades sobre el mármol, habían sonado como un débil quejido humano y los aplastados residuos quedaron casi humanamente inertes. Los huesos de la espalda de Sotos sobresalían exageradamente cuando se inclinaba.
Todo aquello era tan triste que en su garganta crecía un ahogo que iba a asfixiarlo muy pronto. Su mirada era amenazadora. La situación resultaba tan penosa que Poppy Pantzopoulos, para aliviarla, empezó a reír a carcajadas, a gruñir y a sisear.
Aquello resultaba despiadado, atroz. Le hubiera gustado ordenar, entre tragos, a Basil: «No vayas a aparentar que necesitas armas adicionales...».
Pero Basil sí lo aparentaba, desde luego. Estaba mirando el delgado trasero de Sotos; oía el crujir de los fragmentos de loza.
Sissy Kamara se había inclinado por encima de la mesa. Estaba sujetándose el pelo.
—Oh, es brutal —se lamentaba—, es horrible, cómo se ven defraudadas las mejores intenciones de una antes que puedan manifestarse. Toda mi vida he sido mal interpretada. Y, sin embargo, no puedo decir que eso me haya preocupado realmente. Tengo una fe firme y salvadora en mi propia integridad.
Pero Poppy Pantzopoulos no podía dejar de reír a carcajadas. Y Basil empezó a reír también, pero con mejor gusto, menos mordaz. Era su risa como el susurro de las hojas de las palmeras, en tanto que Poppy se agitaba como un saco de lechones dejado en el suelo por un campesino. Si Sissy no se había dado cuenta, tal vez se debiera a que la había absorbido demasiado el ambiente. Finalmente, con las mejillas arreboladas, dijo:
—Las mayores descortesías jamás me han hecho llorar, porque siempre las espero.
Cuando los espasmos de la alegría de Poppy amenazaban con transformarse en una tormenta de nervios, oyó los dificultosos gemidos de Basil bajo los efectos de aquel viento cruel, Sus ojos, que ya no parecían los suyos, se habían convertido en un par de globos doloridos, pegados al cristal de la ventana, fijos en Sotos Louloudis, quien estaba al otro lado recogiendo los pedazos de la destrozada fuente de Kamara. Recogiendo los despachurrados dolmades.
Pero estaba fallando en su propósito, y los dulces envueltos en hojas de parra se habían tornado amarillos y adquirido un aspecto obsceno, causando repugnancia a Poppy y a Basil Pantzopoulos. Recordaban el olor a conserva de los dolmades envasados en papel de estaño y reían a carcajadas...
Cuando Sotos Louloudis se levantó sus muñecas parecían más viejas, más largas, más delgadas.
Entonces Sissy Kamara se dio cuenta de que la edad de su esposo y su grotesca figura podían ser motivo de burla. Gritó desde la ventana en la que había estado asomada.
—¿Qué has hecho, Sotos? ¿Has roto mi fuente preferida? —Sotos había pasado dentro. Había formado una especie de nido con las manos, en el que llevaba los fragmentos cortantes, y la salsa de dolmadakia estaba resumando viscosa entre sus dedos.
—Sí —dijo—. Rompí la fuente.
Luego fue hacia el lavabo, caminando como si pisara un suelo blando de goma, o tal vez era que realmente calzaba zapatos con suela de ese material y nadie lo había notado.
Al menos, la salida de Sotos Louloudis permitió a Poppy Pantzopoulos soltar la carcajada que había estado conteniendo. Basil, más calmado, como es natural en un hombre se mecía y titubeaba.
—¡Mi fuente! —exclamó Sissy, antes de empezar a reír también—. ¡Mi águila! —añadió con una carcajada—. ¡La quería tanto! ¡Y tú vas y la rompes! ¡De todas las cosas, precisamente mi águila!
Estalló la rabia de Sissy Kamara. Las lágrimas inundaron sus ojos. Su cara, impasible en circunstancias normales, incluso con las ideas que a ella le interesaban, empezaba a agrietarse.
—Casi mi última pertenencia de importancia. Cuando pensaba estar menos apegada ya a las cosas, porque la edad es la gran quebrantadora de ilusiones, al final me dejo dominar por un conjunto de nimias vanidades.
Basil dejó de reír. No se había mirado a sí mismo en toda la velada, pero lo habría hecho ahora de haber tenido un espejo a mano.
Sissy Kamara le proporcionó uno.
—No voy a negar que alguno de nosotros está muy bien conservado —dijo Sissy—, con esa belleza que es con frecuencia garantía de que no queda ya nada que perder.
Los últimos suspiros de Poppy Pantzopoulos la empujaban contra el respaldo de su asiento. En seguida regresó Sotos Louloudis. Sotos se sentó y se dispuso a cortar su trozo de ternera fría. Comía moviendo mucho sus labios pálidos.
—Es un error —afirmó Sissy Kamara— tener miedo a enfrentarse con la ancianidad. Yo la encuentro más o menos normal. Me molesta la artritis en el dedo pulgar, ¿sabes? Tengo artritis en el dedo pulgar, Poppy, y no puedo soportarla.
Sissy Kamara enseñó su dedo deformado.
—Siempre tengo miedo a dejar caer las cosas por un fallo de este dedo... ¡Mi fuente! ¡Mi preciosa fuente!
Aunque sin mayor interés, Poppy Pantzopoulos observó el movimiento nervioso de los párpados de Sotos. Siguió su mirada hasta el extremo del túnel. A Poppy le hubiera gustado saber qué veía Sotos. Se sintió contenta de haber dejado de reír. Todos habían dejado de reír.
—Aleko Philippidis —dijo Poppy— tiene la teoría de que el pescado del océano es más nutritivo que el nuestro del Mediterráneo, debido al mayor esfuerzo que tiene que hacer para vivir. Me lo dijo una vez, en casa de Elly Lambraki.
Al decir adiós, el aire de la noche hizo más fácil, menos forzado, sentir pena por lo sucedido.
—Abrigaos bien —aconsejaba Sissy Kamara, de pie, con su marido, en la puerta—. El tiempo es traicionero.
La luz había aislado a Sotos y a Sissy. Eran más bajos y más delgados de lo que nadie hubiera sospechado jamás. La nariz de él, sensible como la de los perros, olfateaba el aire.
Cuando Basil y Poppy Pantzopoulos se sentaron en su bonito coche y se aseguraron de que las ventanillas proporcionaban ventilación sin admitir ninguna corriente de aire, Basil rompió el silencio.
—Ha sido un episodio muy desagradable, Poppy. Debo admitir que tuve mi parte de culpa. La risa es contagiosa y ¿qué va a hacer uno sino seguir la corriente?
—Sí —repuso Poppy Pantzopoulos, volviendo la cabeza como mirando una esquina.
—¡Pobre Sissy! Al menos, es muy posible que no volveremos a vernos con ella —sugirió Basil.
—No —dijo Poppy.
Mientras tanto, ambos seguían creyendo que todo vuelve a repetirse, hasta cierto punto, tal como yo ha sucedido antes cien veces.
—¡Ay! —chilló Mrs. Pantzopoulos.
La pared había cedido y la broca de Mr. Petrocheilos había penetrado hasta el nervio en la muela de Mrs. Pantzopoulos.
—¡Ahí está! —gritó el dentista con aire de triunfo—. ¡Ya no hay duda de ello!
Mr. Petrocheilos bajó su nariz grande y temible.
—Huele mal. Hay que quitarla...
—¡No! ¡No! —gritaba Mrs. Pantzopoulos protestando y apretando los brazos sudorosos del sillón—. En modo alguno me desprenderé de una muela, cualesquiera que sean las circunstancias. Empástela, Mr. Petrocheilos, se lo ruego. Es mía y no quiero perderla.
Si fuese necesario cambiaría de dentista, pero no dejaría su muela. Ojalá hubiera podido expresarse con toda su colección de palabrotas. Sus piernas, buscando un punto de apoyo en el descansillo de metal, probaban que eran demasiado cortas, gordas y débiles.
Mrs. Pantzopoulos cerró los ojos.
—Sufriré cualquier cosa —dijo— antes de perder una muela.
Todas las muchachas se habían sujetado el cabello con los pañuelos que habían traído consigo. Estaban con los paquetes en la mano, esperando en el salón, detrás de la verja, la llegada de Monsieur Leclerq, quien las llevaría al destructor francés.
De vez en cuando las chicas preguntaban:
—¡Dios mío! ¿Vendrá? '
—Por supuesto que vendrá. ¡Se le ha pagado por ello! —aseguraba Poppy Pesmazoglou.
La responsabilidad la había dejado más delgada, más entristecida, más inflexible. Había veces que no podía creer lo que estaba viendo en su pasaporte. Sólo sus padres, con los telegramas que le enviaban desde Lausanne, le recordaban que seguía siendo una burguesita.
—¡Dios mío! —gimió Panayota—. Mr. Phitilis ha dicho que han incendiado la ciudad, que están quemando Esmirna.
—¿Es que te lo crees todo? —Miss Pesmazoglou se creyó obligada a intervenir.
Hasta que resultara evidente que Monsieur Leclerq no acudía a cumplir el servicio por el que se le había pagado, o hasta que la expedición empezara a dirigirse al muelle, las tres chicas formaron en una fila, cogidas de la mano, la cocinera en último lugar.
Miss Pesmazoglou caminaba delante, avanzando con pasos largos.
Era verdad que Esmirna estaba ardiendo. La noche amenazaba con una daga de humo sofocante.
—¡Oh! —exclamaban, llorando unas, riendo otras, con la cabeza baja para correr mejor.
Miss Pesmazoglou corría porque la espantosa oscuridad engullía a las siluetas estacionadas y aisladas. Todo a su alrededor estaba corriendo, como el fuego. Las entrañas húmedas de un caballo yacían desparramadas sobre el pavimento. Una mano colgaba asida a la puerta de un tranvía.
—¡Asquerosos turcos!
La oscuridad estaba llena de hombres adornados con extraños penachos. Los pechos de los hombres centelleaban húmedos de sudor. Ella recorría las calles como nunca lo había hecho cuando corría tras una pelota. Pisó una cara que adivinó muerta bajo la presión de su pisada. Corría más de prisa.
En la esquina de Independence Street, un turco tenía en la mano una navaja. Era, según descubrió en seguida, el'vendedor de higos de Konya, tan amable como maloliente, cuando exhibía sus higos bajo las acacias. Ahora, fel anciano parecía estar ardiendo. Las llamas distorsionaban sus facciones. Y Vangelio, la nodriza del tío de Sissy, de rodillas en las piedras, era la expresión de una fe resignada ante el turco. Era bonita su cara enmarcada con aquel pañuelo blanco. ¡Y la navaja impresionante del turco!
—¡Oh, Dios mío! —gritaba Miss Pesmazoglou.
¿Qué se puede hacer sino correr ante tal espectáculo?
Corrían sin cesar, y en el Golfo estaban los barcos esperando recibir a los refugiados, y los propios refugiados agarrados a las barcazas de las que se negaban a salir.
Mientras ella corría, pensando que con el último respiro de su aliento pediría que le permitieran enviar un telegrama a Lausanne.
Mrs. Pantzopoulos seguía en casa del dentista. Era la hora en que las damas saborean helados y hablan de sus criadas. Pero Mrs. Pantzopoulos, metida en situación tan crítica, se hallaba lánguidamente regocijada al descubrir que había sobrevivido.
Que su dentista ni siquiera la estuviera mirando la llenaba de irritación, aunque pasajera. Abrió el bolso con fuerza, como si tuviera una feroz inquina contra todas las cosas que había dentro de él.
Mientras tanto, Mr. Petrocheilos estaba ordenando el instrumental con sus velludas manos.
Mrs. Pantzopoulos se decía:
«Pudiera muy bien llevar una navaja en el bolso, pero para este Petrocheilos no soy más que una de esas mujeres necias que se pasan la vida haciendo visitas.»
Mrs. Pantzopoulos frunció el ceño ante aquel pensamiento suyo, pero rió inmediatamente y dijo:
—Voy a ajustar cuentas con usted, Mr. Petrocheilos, ahora mismo.
—No es necesario —repuso el dentista—. Ya le pasaré la factura a casa como de costumbre. Sabe que me fío de usted.
—Oh, me alegra mucho que se fíe de mí —dijo Mrs. Pantzopoulos sinceramente aliviada, aunque riéndose un poco, para hacer su actitud decentemente frívola—. Se lo agradezco mucho, pero voy a pagarle de todos modos. Nunca se sabe, podría aplastarme un autobús al cruzar la plaza.
Se mordió los labios.
—Mis piernas podrían fallar en el momento crítico. No lo harán, naturalmente, pero... nunca puede una estar absolutamente segura.
Luego Mrs. Pantzopoulos pagó al dentista y se fue. Bajó despacio las escaleras, mirando bien dónde ponía los pies, por la posible trampa que pudieran haberle preparado.