ESCUCHANDO PAJAROS A LA LUZ DE LA LUNA

LOS Wheeler se detuvieron puntualmente, a las seis y media, ante la casa de los Mackenzie. Se les había citado a esa hora. «Válgame Dios», pensaba Jum Wheeler durante el camino. Había estado lloviendo un poco y las ruedas hacían crujir blandamente la grava mojada.

Delante la casa de estilo colonial de los Mackenzie, conocida como «El viejo y encantador hogar», entre los gomeros de aspecto artificiosamente natural, se veía un taxi parado.

—Arch y Nora nunca nos habían invitado al mismo tiempo que a otras personas —exclamó Eileen Wheeler.

—Puede que tampoco sea así ahora. Quizá se trate de alguien de quien no puedan desembarazarse.

—O del farmacéutico que ha traído una receta urgente.

Eileen Wheeler bostezó. Tenía que aprender a sentir compasión, porque Nora Mackenzie estaba pasando por momentos muy difíciles.

De todos modos, ya habían llegado. La puerta estaba abierta y las luces del interior encendidas. A veces, las vidas de las personas que uno conoce, incluso las de Nora y Arch, pueden parecer interesantes durante unos segundos si uno las vislumbra a través de un portal iluminado.

—Es Miss Cullen —informó Eileen.

En efecto, en el vestíbulo estaba Miss Cullen con su maletín.

—¡Sucia perra! —exclamó Jum.

—No hables de ese modo —corrigió Eileen.

—Arch no podría desenvolverse sin ella. Prácticamente, esa bruja es quien le lleva el negocio.

En efecto, allí, en el propio vestíbulo de Arch y de Nora, Miss Cullen estaba recogiendo metódicamente unos papeles y los metía con mucho orden en un maletín nuevo de piel de cerdo.

—Tiene clase —admitió Eileen.

—Pero no tiene vergüenza —arguyó su marido.

—¡Oh! Hola, Miss Cullen —saludó Eileen—. Ha dejado de llover.

La potente luz resultaba deslumbrante al entrar de repente en el vestíbulo. Los Wheeler parpadearon a causa de la primera impresión. Les pareció haber entrado en un mundo nuevo.

—¿Sigue usted bien, Miss Cullen?

—No tengo motivos para quejarme, Mr. Wheeler —replicó la aludida.

Cerró el maletín. Sus pechos pequeños y turgentes resaltaban bajo el impermeable. Pero, desde luego, no tenía vergüenza.

Eileen Wheeler se entretuvo arreglándose el pelo ante el espejo imitación Sheraton.

Había estado recientemente en la peluquería y su peinado todavía aparecía algo artificial.

—Bueno, adiós —dijo Miss Cullen.

Cuando sonreía dejaba ver en su boca una insinuación de oro, discreta, sólo un puente. Luego juntaba los labios, lamiéndolos ligeramente, como si hubiera estado chupando un caramelo.

Miss Cullen salió, cerrando la puerta, firme pero cuidadosamente, detrás de ella.

—Ésa es Miss Cullen —anunció Nora Mackenzie mientras bajaba la escalera—. Es la secretaria de Arch. No podría desenvolverse sin ella —añadió como si ellos no estuvieran enterados.

Nora era así. Eileen se preguntaba cómo habían podido congeniar Nora y ella durante tanto tiempo, incluso desde Goulburn.

—Válgame Dios, es muy vulgar —dijo Jum.

Nora no frunció el ceño, sino más bien plegó del todo la frente, como hacía siempre que eran atacadas las virtudes de los demás. Ataques que parecían afectarla personalmente, causándole casi dolor físico.

—Pero Mildred es muy amable —insistió.

Nora Mackenzie tenía la costumbre de llamar a los empleados de su marido por el nombre de pila, tratando de convertirlos en parte de una familia que sólo a ella y a nadie más le habría gustado que existiera.

—Ha venido a traerme una sopa de menudillos. Suele hacerlo desde aquella vez que tuve la gripe.

—¿Estaba buena, querida? —preguntó Eileen.

Inició entonces el rutinario saludo, rozando con las suyas las mejillas de Nora, que estaba muy pálida. Tenía que acordarse de ser amable a toda costa.

Nora no contestó y se adelantó hacia el salón.

—No creo —dijo— que sea preciso encender las luces por ahora. Me hacen daño en los ojos y, por otra parte, me sosiega mucho la oscuridad.

En efecto, Nora estaba muy pálida. Acababa de tomar un par de aspirinas.

—¿Estás indispuesta, querida? —preguntó Eileen.

Nora no contestó. En cambio, les ofreció unos martinis.

«Demasiado aguados», pensó Jum, que lo sabía por experiencia. Pero, de todas maneras, se tomó el suyo.

—Arch bajará en seguida —dijo Nora—. Tuvo que atender algunos asuntos y contestar unas cartas que le trajo Miss Cullen. Luego se ha ido a duchar y creo que no tardará.

Las manos de Nora estaban temblando cuando ofreció los martinis, pero Eileen recordó que siempre las tenía igual.

Los Wheeler se sentaron. Era todo tan familiar que no hubo necesidad de pedirles que se sentaran, lo cual resultaba magnífico, porque Nora Mackenzie siempre experimentaba dificultades para acomodar a los invitados. Luego se sentó ella también, mucho más erguida que sus amigos. Los cojines estaban en su sitio.

Eileen suspiró. Las antiguas amistades y el primer olor de la ginebra le traían recuerdos nostálgicos.

—Está dejando de llover —dijo, y volvió a suspirar.

—¿Arch está bien? —preguntó Jum.

¡Cómo si a él le preocupara! Nora le había echado tanto hielo en el martini, que casi le parecía estar bebiendo agua pura.

—Sigue con sus molestias —dijo Nora—. Ya sabes, esos dolores en la espalda.

Nora amaba a Arch, lo cual hacía que Eileen se sintiera avergonzada.

Había sido una suerte que aquel par se descubrieran el uno al otro: Nora Leadbeatter y Arch Mackenzie. Dos seres aburridos y con una afición común: la ornitología. Sin embargo, Eileen nunca había llegado a creerse del todo que a Nora le gustase de verdad pasarse las horas observando a los pájaros.

En Goulburn, en tiempos pasados, Nora iba algunas veces a pasar los fines de semana a Glen Davie, en compañía de Eileen. Mr. Leadbeatter había sido algún tiempo empresario en Gales. Siempre cuidó de que su hija sacara las mejores notas. Nora era tímida y aburrida, pero era mejor que nada. Las dos muchachas se pasaban las tardes de verano sentadas en el mirador, arreglándose las uñas y escuchando el balido de las ovejas en el prado que se extendía delante de la casa. Eileen le daba lecciones a Nora sobre el arte de maquillarse. Nora protestaba, pero en el fondo se sentía satisfecha.

—¿Tu madre está bien, querida? —preguntó Eileen, tomando un sorbo de su aguado martini.

—No, no está nada bien —repuso Nora. En su voz había un tono de dolorido reproche, pues hacía poco había estado en Orange visitando a su madre viuda, la cual padecía la enfermedad de Parkinson.

—Ya sabes lo que quiero decir, querida —la apaciguó Eileen.

Jum, aburrido, dejaba caer la ceniza encima de la alfombra. Tal vez se animase algo el ambiente cuando bajase el sanguíneo Arch.

—Tenía la idea de que esa mujer que la cuida, Mrs. Galloway, no se portaba bien con ella —dijo Nora.

—Busca otra —dijo Eileen—. Ya no es como después de la guerra.

—Nunca puede estar una segura —objetó Nora—. Me sabe mal herir los sentimientos de una mujer como ella.

Sentada en la oscuridad, Nora Mackenzie tenía el color de la tiza. Su cara parecía pintada de cal, cosa que era muy capaz de hacer a pesar de las lecciones recibidas sobre cómo maquillarse. Estaba sentada con las manos juntas.

¡Qué encarnadas estaban siempre las manos de Nora! En Goulburn, en el convento donde estudiaron las dos chicas, las manos de Nora siempre aparecían encarnadas y temblorosas, sobre todo después de los ejercicios hechos al amanecer sobre la escarcha.

Demasiado temprano todo aquello. Eileen había aprendido todo lo referente a la vida poco después de la pubertad. Había intentado explicarle a Nora una o dos cosas, pero Nora no la quiso escuchar nunca. «Oh, no, por favor, Eileen», gritaba Nora, igual que si un muchacho la estuviera estrechando entre sus brazos.

Tenía unas manos largas, suplicantes y sensibles. Firmes, siempre juntas una con otra, como excusándose de algo que nunca habían hecho.

Arch entró entonces. Encendió las luces y Nora se estremeció, pero no hizo ningún comentario, limitándose a sonreír, porque era Arch quien había cometido el crimen.

—Empinando el codo como de costumbre —exclamó Arch mientras se servía el resto del martini.

Eileen rió con aquella sonrisa abierta que la gente encontraba tan divertida.

Jum cruzó las piernas y dijo:

—Si no hubiera sido por Arch y su ducha no habríamos tomado una copa de más.

—Un poco de alcohol aumenta la vitalidad —observó Nora con amabilidad.

Ella se sentía inquieta siempre que las bromas tomaban un cariz personal.

Arch frunció la boca bajo su bigote en forma de manillar de bicicleta y Jum se dio cuenta del objeto de la reunión.

—Miss Cullen vino con una o dos cartas —se apresuró a explicar Arch—. Algo que, a su juicio, debía quedar resuelto esta noche. Yo tomo una ducha la mayoría de las tardes, al menos durante el verano.

—Le sienta muy bien —ayudó Nora.

Tras sus gafas, Arch bajó la mirada. Tal vez estuviera tratando de encontrar más observaciones oportunas, pero no se le ocurrieron.

Aquel bigote era cuanto le quedaba de su época de oficial de las fuerzas aéreas inglesas. La única extravagancia que Arch se permitió. La guerra le había dado valor para conservar este detalle que tan poco se avenía con su manera de ser.

—Esa Miss Cullen parece una chica muy útil —sugirió Jum.

—Dirige la oficina.

—Tiene cuarenta años, por lo menos —dijo Eileen, cuya silueta empezaba a estropearse.

Arch dijo que él no sabía la edad y Jum hizo un chiste sobre el cul-de-sac de Miss Cullen.

De nuevo aparecieron múltiples y finas arrugas sobre las blancas cejas de Nora Mackenzie.

—Bien —exclamó saltando del asiento con ímpetu juvenil—. Espero que la cena resulte un éxito —y luego soltó una carcajada.

Nora estaba haciendo el segundo curso con la «señora del Chanticleer». Eileen sospechó que habría aguacates rellenos de gambas, pollo a la Mornay y crépes Suzette.

Eileen acertó.

Arch parecía ganar autoridad al sentarse en la cabecera de la mesa.

—Me gustaría que probaras este vino —dijo a Jum—. Es un blanco excelente.

—¿Sí? —repuso Jum.

El vino sabía a corcho, pero nadie lo notó. La segunda botella estaba un poco mejor. Los Mackenzie estaban echando la casa por la ventana.

Arch golpeó una o dos veces la mesa con la servilleta, recalcando algún punto. Luego se atusó el bigote de manillar, el cual habría ocultado fácilmente un labio leporino, pero Arch no tenía semejante deformidad. Conocía a Jum desde mucho antes de haberse dejado el monstruoso bigote.

Arch dijo:

—Armitage me contó una historia en un almuerzo. Se trataba de un hombre que compró una segadora. Que sufría indigestión. Bueno..., no recuerdo bien cómo iba la cosa...

Jum había empezado a hacer bolitas con el pan. Le fascinaba ver lo negras que se ponían las bolitas mientras él, en cambio, no se manchaba.

Arch no logró acordarse de la historia que le había contado Armitage.

Era difícil comprender cómo había logrado Arch éxito en sus negocios. Quizá se debiera a la ayuda de Miss Cullen. Durante largo tiempo, Arch estuvo embrollado con algo. Se hizo representante de una máquina especial para el suministro de ozono en los edificios públicos. Los Mackenzie vivían por aquel entonces en Burwood. Arch continuaba con sus embrollos. La guerra fue para él una solución enviada por Dios. Hizo un trabajo concienzudo, cuidando mucho sus ganancias.

De pronto, acabada la guerra, Arch Mackenzie se había lanzado de cabeza al negocio de importación y exportación. Es curioso como insiste el hombre en la idea que responde a su particular estupidez.

Los Mackenzie se trasladaron entonces a North Shore, a la casa que todavía entusiasmaba a Nora. La embargaba la sensación de que debiera pedir excusas por el éxito. Pero estaba la afición a la ornitología. La mayoría de los fines de semana salían al bosque, a las montañas o a cualquier otra parte. Ella se consideraba más feliz en los ambientes modestos. Se había acostumbrado al magnetófono, siempre lo llevaban consigo. Para ella el magnetófono constituía una necesidad más que una ostentación.

Eileen ardía en deseos de fumarse un cigarrillo.

—¿Puedo fumar, Arch?

—Estamos entre amigos, ¿no?

Eileen no contestó a esta pregunta, y Arch le alcanzó el cenicero que tenían a mano para ofrecérselo a los huéspedes que lo necesitaran.

Nora, en la cocina, atendía a la comida. Todo el mundo lo sabía: Arch pediría a Jum alguna información acerca de inversiones. Siempre lo hacía en cuanto Nora salía de la habitación. Ella tenía la idea de que la Bolsa era algo inmoral.

Nora regresó con una fuente de guisantes de un color muy pálido; se notaba que eran de lata.

—¡Oh! ¡Petipuá! —exclamó Jum.

Con sus labios gruesos y algo grasientos formaba una especie de embudo por el que soltaba las sílabas dándoles un énfasis especial.

Nora olvidó su perplejidad. Envidiaba a Jum por su desparpajo al hablar idiomas extranjeros. Ella, aunque había estudiado italiano, nunca se atrevería a pronunciar una frase en público.

—¿Puedes sostener los crépes Suzette? —dijo Nora como excusándose.

—Desde luego, querida —sonrió Eileen.

Se hubiera tragado un tigre, pero, en el fondo, se sentía muy deprimida.

¿Qué pasaría si Nora dejaba caer los crépes Suzette? En su manos largas y temblorosas la sortija con la turquesa semejaba pequeña e insignificante. Los Mackenzie no disponían de muchos ingresos cuando se comprometieron.

—¿Cómo va lo de los pájaros?

Jum tuvo que hacer un esfuerzo para hablar. Después de todo, había bebido bastante vino. Arch Mackenzie estaba hundido en el sillón, completamente a sus anchas.

—Tengo algunas cintas nuevas —dijo—. Luego las pondremos. El domingo subí a Kurrajong y logré registrar el trino de varios pájaros diferentes. También tengo el del pájaro-lira. Eso lo grabé en el Monte Wilson.

—¿No oímos el canto del pájaro-lira la otra vez? —preguntó Eileen.

—Sí —contestó Arch, añadiendo deliberadamente—: ¿Pero os importaría escucharlo otra vez? Es algo digno de un museo, Nora dijo que se sentirían más a gusto tomando el café en el salón. Arch llevó allí el magnetófono y lo puso sobre una mesita de nogal estilo Reina Ana. Era, ciertamente, un artilugio impresionante.

—Pondré el pájaro-lira.

—¿La piéce de résistance? ¿No crees que deberíamos guardarlo para el final?

—Nunca puedo esperar demasiado a! pájaro-lira.

Nora se había vuelto complaciente. Estaba sentada, con la taza de café en la mano, sonriendo débilmente a través de la nubecilla de vapor. Los hijos que nunca había tenido estaban a punto de entrar en su pensamiento.

—Un café delicioso —exclamó Eileen.

Se le habían acabado las noticias. Nunca se había sentido tan sombría.

El magnetófono empezó a sonar. Se oían muchos ruidos extraños. ¿Se trataba del bosque? Sí, eso era, el bosque.

—Bien, no puedo por menos que asombrarme de la extraordinaria paciencia de algunas personas —comentó Eileen.

—¡Silencio!

Arch Mackenzie tenía fruncido el ceño. Se había sentado en una silla, delante de todos.

—Ahora llega —decía con aire trágico, bajo los efectos de la luz.

Luego susurró:

—¿Lo captáis?

Con la mano hacía gestos que parecían órdenes.

—Perfectamente —dijo Eileen.

Jum estaba preocupado pues recordó que sólo le quedaban dos días para adquirir los derechos del viejo Thingummy.

Nora seguía contemplando su taza vacía, pero su aspecto era agradable.

«Nora pudo haber sido hermosa», pensó Eileen. Y de pronto se sentía vieja. ¡Ella, que había destacado tanto en las reuniones amistosas! Nora Mackenzie no sabía nada de esto...

En alguna parte de las profundidades del bosque, Nora estaba diciendo que eran ya las cuatro y que se había olvidado los termos. El magnetófono dio una especie de resoplido.

Arch Mackenzie se estaba mordiendo el bigote.

—Pronto llegará otro fragmento —dijo frunciendo de nuevo el ceño.

—Querido —musitó Nora—. Después de oír el pájaro-lira, será mejor que vayas a la cocina y cambies la bombilla. Se fundió mientras hacía el café.

Arch Mackenzie hizo una mueca más acentuada. Incluso Nora lo estaba bajando de su pedestal.

Pero ella no lo veía. Estaba muy enamorada.

Habría resultado divertido de no haber sido tan patético. «La gente es horriblemente patética», pensó Eileen Wheeler, que tenía sus momentos de intelectual. También ella se estaba sintiendo enferma. Eran los crépes Suzeíte de Nora, correosos como pedazos de franela.

—Habréis advertido uno o dos fragmentos un poco ásperos —anunció Arch, adelantándose cuando terminó la cinta—. Tal vez me decida a cortarlos.

—Con ello lograrías una ligera mejora, desde luego —asintió Eileen—, pero quizá resulte más natural así como está.

—No olvides la bombilla de la cocina —insistió Nora.

Hablaba suave v soñadoramente. El suelto cabello le caía sobre la mejilla.

—Os pondré unos pájaros cantores y así lo escucháis mientras yo estoy en la cocina.

La garganta de Jum había empezado a carraspear. Se incorporó a tiempo, sin embargo, y salvo su taza.

—Recuerdo que los pájaros cantores... —dijo.

—No me refiero a éstos, no. Los de ahora son nuevos. Son la última novedad. Son los mejores...

Arch había puesto ya la cinta, y salió de la habitación, como si quisiera que los propios pájaros cantores dieran fe de lo que había dicho.

—Es una de sus grabaciones más bonitas —prometió Nora.

Todos escuchaban o parecían escuchar.

De pronto, Nora se puso en pie temblorosa, casi jadeando.

—Oh, queridos... creo... que la cinta de los pájaros cantores está estropeada...

Ciertamente el extraño crujido era cada vez más intenso.

—Arch se sentirá terriblemente contrariado.

Había desenchufado aquel horrible artilugio con sorprendente habilidad, pese a su aspecto de estar atribulada. Por un momento a Eileen Wheeler le pareció que Nora Mackenzie iba a esconder la cinta estropeada dentro de su seno, pero lo pensó mejor y la puso a un lado, en una de las mesitas auxiliares.

—Quizá sea el aparato lo que esté roto —sugirió Jum.

—¡Oh, no! —dijo Nora—. Es la cinta. Lo sé. Tendremos que poner cualquier otra cosa.

—No lo comprendo —sonrió Eileen—. ¿Dónde has aprendido para considerarte entendida en mecánica?

—No hace falta más que tener decisión.

Había bajado la cabeza para concentrarse.

—Si uno quiere obtener una cosa... —Estaba poniendo otra cinta—. A nosotros nos encantan nuestros pájaros, nuestros domingos en el bosque.

La máquina había empezado a sonar otra vez. Nora Mackenzie alzó la cabeza como en una invocación.

Dos o tres notas del canto de un pájaro llegaron sorprendentemente claras v puras a la habitación.

—Ésta es nueva —dijo Nora—. Creo que es la primera vez que la oigo.

Sonrió y escuchó para identificar aquel momento.

—El acecho a los pájaros cantores —dijo.

Los pájaros eran apropiados para la grabación. Sus trinos subían y bajaban cadenciosamente.

—Debe ser algo grabado por Arch mientras yo estaba con mamá. Estuvo sólo un par de domingos.

Nora habría dado entrada a una suave melancolía, de no haber intervenido circunstancias imprevistas. Arch estaba de pie en la puerta, chorreando sangre.

—Esa maldita bombilla se me rompió en la mano.

—¡Oh, querido! ¡Oh, querido! —repetía Nora.

Los Wheeler estaban fascinados. La sangre caía manchando el suelo de la habitación.

Nora Mackenzie se abalanzó literalmente sobre su esposo, para encargarse de solucionar el desagradable incidente.

—Vamos, Arch —gimió—. Arreglaremos esto en un instante.

Y cerrando sencillamente la puerta logró resolver la situación, salvo las gotas de sangre que habían quedado sobre la alfombra.

—Pobrecito Arch, sangrando como un cerdo —dijo Jum Wheeler y soltó una carcajada.

—Ahora tendremos que soportar solos el canto de los pájaros —añadió Eileen.

Quizá fuera mejor. Así podrían relajarse. Eileen se levantó para desperezarse.

Otra vez trinaban los pajaritos.

—Voy a enloquecer —exclamó Jum— escuchando a esos malditos bichos.

De repente, alguien empezó a reír en la cinta. Los Wheeler, asombrados, volvieron a sentarse.

—¡Las tres cuartas partes de la botella, Arch Mackenzie! ¡Eres un verdadero borrachín!

Y otra vez aquella risa.

—Bueno, creo que voy a estallar —dijo Jum Wheeler.

—Pero si es Miss Cullen —replicó Eileen.

El ánimo de los Wheeler se elevaba conforme las notas de los pájaros quedaban relegadas a segundo término.

—Pero esto es demasiado pedregoso y es ya muy tarde. Además están presentes los pájaros... —Miss Cullen reía a carcajadas.

—Acecho de pájaros a la luz de la luna.

Arch resultaba menos inteligible, como si habiendo estado escuchando demasiados pájaros hubiese cogido el hábito de hablar como si trinara. El magnetófono seguía con sus ruidos.

—...estos botones no se han hecho para desabrocharse... —informaba Miss Cullen—. Oh, estáte quieto, Arch. Arch, me estás lastimando...

Los sonidos procedentes del despiadado magnetófono tomaban posesión de la sala sin consideración alguna. Los Wheeler permanecían pacientemente sentados, oyendo las voces y los trinos mezclados con chasquidos de ramas. Llegaban a evocar, incluso, la característica fetidez de las hormigas.

Eileen recordaba involuntariamente a Harry Edwards, alto y delgado, con las muñecas huesudas, que se la llevó detrás del granero. Al principio, aquello no le había gustado nada. El primitivo regocijo había sido conjurado por las risotadas de Miss Cullen registradas en la cinta. Era como si se hubiera grabado una buena parte de su vida. Una vez, regresando tarde de un baile, los Wheeler se habían caído entre palos y piedras y habían hecho eso que se llama «el amor», para levantarse luego con las primeras luces del alba, ateridos y envarados.

«¡Esa cinta...! Si pudiera uno hacer algo para desconectar el maldito enchufe. .»

Jum Wheeler decidió no mirar a su esposa. Estaban abriéndose en su mente pequeñas grietas de culpabilidad. Aquella mujer del Hotel Locomotive... Bolsas y bolsas de basura putrefacta... Allá abajo, junto al riachuelo, entre las hierbas crecidas y las cagarrutas de ovejas, el sol quemaba su piel de muchacho cuando él decidió tener su primera experiencia sexual... A solas.

—Esto es estupendo —declaraba en la cinta la voz de Miss Cullen—. Pero es hora de que volvamos a lo práctico. ¿Estás seguro de que encontraremos el camino hasta el coche?

Algo crujía, arrastrándose. Luego sonaba de nuevo el trino de los pájaros registrado en la cinta.

—¿Cómo se olvidarían de que estaba allí el magnetófono?

—¡Oh, Dios mío! ¿No estará trucada la cinta?

El trino de un pajarillo llenó la estancia con sus graciosos arpegios.

—Todo va bien —anunció Nora entrando en la sala—. Parece más calmado. Lo he convencido de que debe tomar una copa de brandy.

—Eso le sentará bien —aseguró Jum.

Pero Nora no atendió, pues escuchaba los trinos de un pájaro solitario. Le parecía estar en el bosque, escuchándolo. Las notas caían como arroyo de montaña, esculpidas por la luz de la luna.

—No hay nada más puro —afirmó Nora— que la canción de un pájaro. Exceptuando a Schubert —añadió luego.

Estaba tímidamente contenta de que se le hubiera ocurrido aquella idea.

Pero los Wheeler se limitaban a seguir sentados.

Otra vez le pareció a Nora Mackenzie estar de pie y sola entre los gomeros a la inexorable luz de la luna. Pensó que quizá siempre se sentía sola, incluso cuando estaba con Arch. En el fondo estaba agradecida por su soledad.

—¡Ah! ¿Estás ahí? —exclamó Nora.

Era Arch, que mostraba su herida vendada. Aparecía muy tieso, como si fuera a sufrir un consejo de guerra.

—Me he perdido el canto de los pájaros —dijo Nora, levantando la cara hacia él, para expresar su tristeza, como una chiquilla—. Algún día tienes que poner esa cinta para que la escuche yo. Cuando tengas tiempo y podamos estar concentrados.

Los Wheeler podrían no haber existido. En cuanto a la cinta, había enmudecido del todo. Arch murmuró que sería mejor que tomaran algo. Jum afirmó que era una buena idea.

—Positiva y brillante —asintió Eileen.