1

Volví a mi vida, la vida que yo recordaba. Trabajaba en mi libro, veía a mis amigos, daba largos paseos que me llenaban el bloc y escuchaba mucha música. Escribí la carta tal como había decidido y la eché al correo, pero sin esperar respuesta. Había estado fuera tan poco tiempo que sólo Maggie Lah se había dado cuenta de mi ausencia, pero Vinh y Michael Poole sabían que mis viejos hábitos, los que denotaban sosiego y estabilidad, habían vuelto y que ya no pasaba las noches paseando y llenando páginas. La intuitiva Maggie dijo:

—Estuviste en un lugar oscuro y allí descubriste algo.

—Sí —dije—, es verdad. Eso es exactamente lo que ocurrió.

Antes de dejarme con mi libro, ella me dio un abrazo.

El New York Times informó de los sensacionales sucesos de Millhaven. El primer día, el sargento de detectives Michael Hogan aparecía en la página A6 y, a los dos días, ya había pasado a la A2. Al día siguiente, había otra noticia en la A2 y, después, saltó a primera plana y allí permaneció durante una semana. Tom Pasmore me enviaba paquetes de Ledgers, dos o tres números juntos que abultaban tanto como una edición dominical del Times en época prenavideña, y en los que Geoffrey Bough y otros periodistas de Millhaven completaban la información con los detalles que no aparecían en mi periódico. Cuando se conoció la magnitud de los crímenes de Hogan, Ross McCandless y otros varios policías se retiraron. Merlin Waterford fue obligado a dimitir y sustituido por un demócrata liberal de ascendencia noruega, especialista en el historiador James Ford Rhodes que mantenía unas relaciones sorprendentemente buenas con la comunidad afroamericana, debidas, suponía yo, a que nunca había dicho nada ni remotamente estúpido.

Varios de los fragmentos menos espeluznantes de las notas-diario de Michael Hogan fueron publicados, primero en el Ledger y después en el Times. Más adelante aparecieron los que Hannah Belknap llamaría pasajes más horripilantes. People, Time y Newsweek hicieron grandes reportajes sobre Millhaven y Hogan, Hogan y Walter Dragonette, Hogan y William Damrosch. El FBI anunció que Hogan había asesinado a cincuenta y tres hombres y mujeres en Pensacola, Florida, donde era conocido por el nombre de Félix Hart; en Allerton, Ohio, donde se hacía llamar Leonard Lenny Valentine, y en Millhaven. Se escribieron relatos breves y cuidadosamente censurados de su carrera como Franklin Bachelor.

Los manifestantes volvieron a congregarse en Armory Place, las marchas desfilaron por la avenida Illinois, las fotografías de las víctimas de Hogan llenaron diarios y revistas. Desde la celda en que esperaba el juicio, Walter Dragonette manifestó a un periodista que, para él, el sargento de detectives Hogan siempre había sido un perfecto caballero y que ya era hora de dejar que empezaran a cicatrizar las heridas.

Después de laboriosos trámites judiciales, dieciocho inocentes fueron puestos en libertad en las cárceles en que cumplían cadena perpetua. En Florida se había ejecutado a dos inocentes. Los dieciocho y las demás familias de los dos ejecutados, presentaron monumentales demandas contra los departamentos de Policía responsables de los arrestos.

En setiembre, un consorcio de editores anunció que iba a publicar Las confesiones de Michael Hogan en edición popular y que los beneficios se destinarían a las familias de las víctimas.

En octubre, terminé el primer borrador de El Reino de los Cielos, miré en derredor, vi que el sol aún calentaba las aceras de Soho, que la temperatura rondaba los veinte grados y que los jóvenes agentes de Bolsa que frecuentaban los cafés y restaurantes los fines de semana empezaban a parecerse al Jimbo de mi última noche en mi ciudad natal. Papá había llegado a casa con alarmantes noticias sobre reajustes laborales. Algunos de los jóvenes ataviados con exquisita negligencia tenían barba de tres días y encadenaban los Camel sin filtro. Empecé a reescribir y pulir El Reino de los Cielos y, a primeros de diciembre, cuando terminé el libro y lo entregué a mi agente y a mi editor y repartí copias entre mis amigos, la temperatura no había bajado a menos de siete u ocho grados.

Una semana después, almorcé en Chanterelle con Ann Folger, mi correctora. Ann, que no tiene nada de bohemia, es una mujer de treinta y tantos años, rubia, enérgica, vehemente, simpática y excelente correctora. Me dio varias ideas útiles para perfeccionar ciertos pasajes del libro, trabajo que yo podía hacer en un par de días.

Satisfecho de nuestra conversación y más encariñado que nunca con Ann Folger, volví a mi estudio y saqué del armario en el que lo había escondido mi ejemplar de Las confesiones de Michael Hogan: el paquete con mi nombre y dirección que Tom Pasmore había entregado en la ventanilla de mi lado de la oficina central de Correos de Millhaven. Aún estaba sin abrir. Lo bajé y lo tiré al contenedor del Saigón. Luego subí y empecé a trabajar en las correcciones finales.

2

El día siguiente era sábado y diciembre aún seguía jugando a ser octubre. Me levanté tarde y me puse una chaqueta para salir a desayunar y dar un paseo antes de terminar las revisiones. Soho no se pone tan arrolladoramente navideño como Manhattan, pero aún así vi varios Papás Noel y árboles relucientes rociados de nieve artificial en los escaparates, y por el hilo musical del café en el que tomé un croissant de almendra y dos tazas de café de tueste francés, se oía un lento éxtasis barroco que finalmente identifiqué como el Concierto de Navidad de Corelli. Y entonces me di cuenta de que aquél era el mismo café en el que había estado poco antes de ver a Alien Stone apearse de su coche. Aquello parecía haber ocurrido hacía años, no sólo unos meses… Recordé aquellas semanas en las que escribía veinte páginas cada noche, casi trescientas páginas en total, y descubrí que sentía haber salido de aquel mágico estado de trance. Para recuperarlo, si recuperarse podía sin las tribulaciones que lo habían acompañado, tendría que escribir otro libro.

Cuando volví a mi estudio, en el momento en que metía la llave en la cerradura, empezó a sonar el teléfono. Abrí la puerta y entré rápidamente, quitándome la chaqueta mientras caminaba. Antes de que pudiera llegar a la mesa, se puso en marcha el contestador y oí la voz de Tom Pasmore.

—Hola, aquí el Nero Wolfe de Eastern Shore Drive. Tengo para ti una noticia regular, así que…

Descolgué:

—Aquí estoy —dije—. ¡Hola! ¿Qué noticia es ésa? ¿Más novedades asombrosas en Millhaven?

—Bueno, llevamos tres días de ventisca y, contando el factor de enfriamiento de viento, la temperatura es de diez grados bajo cero. ¿Qué tal tu libro?

—Terminado —dije—. ¿Por qué no vienes y me ayudas a celebrarlo?

—Quizá vaya. Si deja de nevar. Podría ir para las fiestas. ¿Lo dices en serio?

—Naturalmente. Sal de esa nevera y pásate una semana en el soleado Nueva York. Me alegraré mucho de verte. —Hice una pausa, pero él no dijo nada y un presentimiento me estremeció—. Ahora ya habrán vuelto las aguas a su cauce, ¿no?

—Por completo —dijo Tom—. Aparte la marcha de Isobel Archer. Ha entrado en una gran cadena de televisión y dentro de un par de semanas se traslada a Nueva York.

—Ésa no puede ser la noticia por la que me llamas.

—La noticia se refiere a John Ransom.

Me quedé esperando.

—Lo han dicho en el telediario de esta mañana; siempre pongo las noticias antes de acostarme. Esta madrugada, a eso de las dos, John Ransom ha muerto. Fue durante la ventisca. Circulaba solo por la autovía Este-Oeste y su coche se estrelló contra un contrafuerte. Al principio, se pensó que había sido un accidente fortuito, que había derrapado o algo así, pero le encontraron en la sangre el triple del alcohol permitido.

—De todos modos, pudo ser un accidente —dije, imaginando a John acelerando en plena ventisca, con una botella de vodka de trescientos dólares entre las piernas. La imagen era de una desolación infinita, de una desesperación casi demoníaca.

—¿De verdad lo crees así?

—No —contesté—; creo que se suicidó.

—Yo también —dijo Tom—. Pobre canalla.

Ésta hubiera sido la última frase sobre John Ransom, de no ser por una carta que encontré en el buzón a última hora de aquella misma tarde, merced a la clase de irónica coincidencia que está vedada en las novelas pero que en la vida real se da con regodeo.

Para recoger el correo, tengo que bajar a los buzones de la entrada, contigua al restaurante Saigón. El correo suele venir a eso de las cuatro de la tarde y, a veces, llego yo al buzón antes que el cartero. Al igual que todos los escritores, tengo obsesión por el correo, que me trae dinero, contratos, reseñas, extractos de derechos, cartas de admiradores y el Publishers Weekly, donde puedo seguir mi trayectoria y la de la miríada de mis colegas. El día en que hablé con Tom, bajé tarde porque quería terminar mis revisiones y encontré el buzón repleto de sobres. Inmediatamente eché a la gran papelera que hemos instalado debajo de los buzones todos los sobres impresos, las peticiones de donativos y las ofertas de suscripción a esotéricas revistas literarias publicadas por universidades. Quedaron sólo dos sobres, uno, de mi agente para el extranjero y el otro, de un país que utilizaba sellos muy decorativos. Mi nombre estaba escrito a mano, en letra clara y redonda.

Subí al estudio, me senté a la mesa y contemplé los sellos del segundo sobre. Un tigre, una flor grande y carnosa y un hombre con casaca blanca hasta las rodillas, junto a un río marrón. Con un ligero sobresalto, descubrí que la carta venía de la India. Rasgué el sobre y extraje una única hoja de papel fino y rosado.

Estimado Timothy Underhill

He tardado en contestarle porque su carta nos llegó con extraordinario retraso. Las señas que traía eran bastante vagas. ¡Pero, como puede ver, llegó! Pregunta por su amigo John Ransom. Es difícil saber qué decir. Como comprenderá, no puedo entrar en detalles, pero creo poder informarle de que en el ashram nos conmovió el infortunio de su amigo en el momento en que vino a nosotros. Sufría. Nos pidió ayuda. No obstante, finalmente, nos vimos obligados a rogarle que se marchara… Un asunto muy penoso para todos.

Aquí John Ransom era una influencia perturbadora. No podía abrirse, no podía encontrar su verdadero ser, estaba perdido y ciego en una violencia eterna. No hubiéramos podido permitir su regreso. Me duele escribirle estas cosas acerca de su amigo, y espero que su búsqueda espiritual de tantos años le haya dado al fin la paz. Quizá sea así.

Sinceramente,

Mina.

3

Dos días después de recibir la carta de Mina, enviar una copia a Tom por fax y de entregar a Ann Folger mis revisiones, pasó por delante de la tienda de vídeo, la misma tienda de vídeo por la que pasaba en mis paseos todos los días desde mi regreso y, esta vez, sin absolutamente nada que hacer, recordé que durante mi período de insomnio, vi en el escaparate algo que me interesó. Volví atrás y contemplé los carteles de las estrellas de cine. No eran estrellas muy interesantes. Quizás estaba pensando en El festín de Babette otra vez. Entonces vi el anuncio de una vieja película de la serie negra y recordé.

Entré en la tienda y alquilé Abismos peligrosos, la película que Fee Bandolier y yo habíamos visto en el Beldame Oriental, la película que nos había visto a nosotros en el momento de nuestra mayor vulnerabilidad.

En cuanto llegué a casa, puse la cinta en el vídeo y conecté el televisor. Me senté en el sofá y vi desfilar por la pantalla los anuncios de otras películas de la serie. Salieron los títulos de crédito y empezó la película. Media hora después, estremecido y abstraídos me acordé de quitarme la chaqueta.

Abismos peligrosos era una versión a lo Hitchcock de M de Fritz Lang, menos sutil y más doméstica a la vez, para consumo del público estadounidense. Yo no recordaba el argumento; lo había borrado por completo de mi memoria. Pero Fee Bandolier no lo había bloqueado. Fee había llevado consigo aquel argumento a todas partes: al Vietnam, a Florida, a Ohio y a Millhaven.

Un banquero, interpretado por William Bendix, raptaba a un niño de un parque, lo llevaba a un sótano y le cortaba el cuello. Sobre el cadáver del niño, repetía su nombre como un arrullo. Al día siguiente, acudía a su Banco, era amable y dicharachero con sus empleados y presidía reuniones sobre préstamos e hipotecas. A las seis, iba a su casa donde le esperaba su esposa Grace, interpretada por Ida Lupino. Un antiguo condiscípulo del banquero, un detective interpretado por Robert Ryan, cenaba con el matrimonio y salía a hablar de un caso inquietante, la desaparición de varios niños. A los postres, Roben Ryan expresaba su temor de que los niños hubieran sido asesinados. ¿No conocían ellos a la familia Tal? William Bendix e Ida Lupino miraban a su amigo con la cara yerta, anticipando el horror. Sí; conocían a esa familia. Su hijo, decía Ryan, era el último de los niños desaparecidos. «¡No! —exclamaba Ida Lupino—. ¡Era su único hijo!» Se terminaba la cena. Cuarenta y cinco minutos después de la cena en tiempo real y tres días en tiempo de la película, William Bendix subía a su coche a otro niño y lo llevaba al mismo sótano. Después de asesinarlo, cantaba dulcemente su nombre. Al día siguiente, Roben Ryan visitaba a los padres del niño, que llorando le enseñaban fotografías. La película terminaba cuando Ida Lupino daba media vuelta para llamar por teléfono a Roben Ryan, después de matar al marido de un disparo al corazón.

Con un hormigueo en todo el cuerpo, vi subir por la pantalla el reparto, con los nombres que ya conocía:

Lenny Valentine — Roben Ryan

Franklin Bachelor — William Bendix

Grace Bachelor — Ida Lupino

Y, después de los nombres de varios detectives, empleados del Banco y ciudadanos, los de los dos niños asesinados:

Félix Han — Bobby Driscoll

Mike Hogan — Dean Stockwell

4

Saqué la cinta y la guardé en el estuche. Di tres vueltas a mi estudio, riendo y llorando a la vez. Pensaba en Fee Bandolier, un niño que miraba una pantalla de cine desde una butaca contigua al ancho pasillo central del Beldame Oriental; probablemente, era a Robert Ryan y no a Clark Gable a quien me recordaba Michael Hogan. Por fin, me senté a mi escritorio y marqué el número de Tom Pasmore. A la segunda señal se conectó el contestador. Después de estar veinticuatro horas sin dormir, Tom, por fin, se había ido a la cama. Yo esperé a que terminara el mensaje y dije a la cinta: —Aquí el John Galsworthy de la calle Grand. Si quieres enterarte de la única cosa que no sabes, llámame en cuanto te levantes.

Saqué la cinta y volví a verla, pensando en Fee Bandolier, el hombre al que yo había conocido, y en el primer Fee, el niño, mi otro yo, que mi imaginación me había puesto delante tantas veces y en tantos lugares. Allí estaba él y allí estaba yo, a su lado, llorando y riendo a un tiempo y esperando que sonara el teléfono.