1
Una música de jazz familiar salía de los altavoces de Tom, era un saxo tenor vibrante y seguro que interpretaba la melodía de Stardust.
—Es el álbum Bine Rose —dije—. Glenroy Breakstone. Nunca lo había oído con tan buen sonido.
—Salió en compacto hace un par de meses. —Tom llevaba un traje a cuadros escoceses grises y chaleco negro. Yo estaba casi seguro de que, después del funeral, se había vuelto a la cama. Emergimos de su fabuloso Cafarnaúm a la zona despejada del sofá y la mesita. Al lado del habitual despliegue de botellas, vasos y cubitera estaba la portada del disco. La cogí y miré la fotografía, reproducida de la del álbum original: la cara ancha de Glenroy Breakstone, inclinada sobre la boquilla del instrumento. A los dieciséis años, me parecía un viejo, pero el hombre de la foto no debía de tener más de cuarenta años. Desde luego, el disco se había editado mucho antes de que yo lo descubriera, y Breakstone, si aún vivía, debía de tener más de setenta años.
—Creo que estoy tratando de inspirarme —dijo Tom. Se inclinó sobre la mesa y echó tres dedos de whisky de malta en un vaso bajo y grueso—. ¿Quieres algo? En la cocina hay café.
Dije que le agradecería una taza de café y él fue a la cocina y al cabo de un momento volvió con una humeante jarra de cerámica.
—Cuéntame qué pasó en el depósito. —Se sentó en su butaca y me señaló el sofá, al otro lado de la mesita.
—Tenían la ropa del hombre en una mesa, y Alan reconoció una chaqueta que había regalado a Grant Hoffman, su alumno.
—¿Y tú piensas que era él?
—Creo que era Hoffman, sí.
Tom bebió un sorbo de whisky.
—Uno. El asesino de la ROSA AZUL está torturando a John Ransom. Probablemente piensa acabar matándolo también a él. Dos. Otra persona está imitando al asesino de la ROSA AZUL, y también pretende destruir a John. Tres. Otra persona se sirve de los asesinatos de ROSA AZUL para encubrir su verdadero móvil. —Bebió otro sorbito—. Hay otras posibilidades, pero quiero centrarme en estas tres, por lo menos para empezar. En las tres hipótesis tenemos a un personaje muy decidido y felizmente convencido de que la Policía piensa que Walter Dragonette cometió todos los asesinatos.
Tommy Flanagan empezó a desgranar un solo etéreo en Stardust.
Mencioné a Tom el interés de April Ransom por el puente de la calle Horatio y por William Damrosch.
—¿Hizo alguna anotación acerca de sus descubrimientos?
—No lo sé. Quizá pueda encontrar algo en su despacho. No creo que John estuviera siquiera enterado de esas investigaciones.
—Que no se dé cuenta de que te interesan esas anotaciones —dijo él—. De momento actuaremos discretamente.
—Tú ya has pensado en todo esto, ¿verdad? Ya te has hecho una composición de lugar.
—Quiero descubrir quién la mató. También quiero descubrir quién mató a ese Grant Hoffman. Y quiero que tú me ayudes.
—También lo quiere John.
—Ayudándome a mí, ayudarás a John, pero prefiero que no le menciones nuestras conversaciones hasta que te avise.
Accedí.
—Te he dicho que quiero descubrirlo y es verdad —dijo Tom—. Quiero saber cómo y por qué fueron asesinados April Ransom y el estudiante. Si con ello ayudamos a la Policía, bien. Si no, da lo mismo. Yo no trabajo para el Departamento de Justicia.
—¿No te importa que no se arreste al asesino de April?
—No puedo predecir lo que va a suceder. Podríamos descubrir su identidad y vernos impedidos de hacer nada. Yo lo consideraría aceptable.
—Pero, si descubrimos quién es, nada nos impedirá dar la información a la Policía.
—O quizá sí. —Se arrellenó en la butaca, observando mi reacción.
—¿Y si no estoy de acuerdo con esto? ¿Vuelvo a casa de John y me olvido de esta conversación?
—Vuelves a casa de John y haces lo que creas oportuno.
—Nunca sabría qué ocurrió. Nunca sabría qué hacías ni qué descubrías.
—Probablemente.
No soportaba la idea de marcharme de allí sin saber qué haría él; tenía que saber lo que podíamos descubrir entre los dos.
—Si has pensado que voy a dejarlo ahora, estás loco —dije.
—Ah, muy bien —sonrió. En ningún momento dudó de que yo aceptaría sus condiciones—. Vamos arriba. Te enseñaré mis juguetes.
2
En el lado izquierdo de la gran sala de la planta baja, detrás de los armarios del sistema de audio y de las estanterías repletas de discos compactos, había una amplia escalera. Tom, que subía delante de mí, ya me iba hablando.
—Hay que empezar por el principio —dijo—. Por lo menos quiero descubrir el misterio de los primeros asesinatos de ROSA AZUL. Durante mucho tiempo Lamont pensó que ya estaban aclarados, supongo, lo mismo que tú, Tim. Pero creo que había algo que siempre le preocupó. —Cuando llegó a la cima de la escalera, se volvió para mirarme—. Dos días antes de morir, me contó toda la historia de los asesinatos de ROSA AZUL. Fue en el avión, cuando volvíamos de Eagle Lake con intención de hospedarnos en el St. Alwyn. —Soltó una carcajada—. En los asientos de delante había dos monjas que casi se rompen el cuello, tratando de escuchar. Lamont dijo que el suicidio de Damrosch podía considerarse una especie de arresto indebido: entonces él ya sabía que mi abuelo había matado a Damrosch. Lamont pretendía dos cosas a la vez. Por un lado, me preparaba para que afrontara la verdad sobre mi abuelo.
Dio un paso atrás para que yo pudiera acabar de subir.
—¿Y por el otro?
—Por el otro, Lamont quería que yo me interesara por los asesinatos de ROSA AZUL. Creo que él y yo hubiéramos trabajado en eso después. ¿Y sabes qué significa esto? Que si Lamont no hubiera sido asesinado, él y yo podríamos haber salvado la vida a April Ransom. —Sus facciones se crisparon con un espasmo—. Eso es algo que deseo aclarar.
—También yo —dije. Tenía mis propias razones para querer conocer la identidad del primer asesino ROSA AZUL.
—Muy bien —dijo. Ahora Tom no estaba lánguido, aburrido, irónico, indiferente ni displicente. No parecía perdido ni desdichado. Yo le había visto muchas veces en estos estados de ánimo, pero nunca bajo el influjo de una excitación controlada. Él nunca me había permitido ver esta bien templada faceta de su personalidad. Ahora daba la impresión de ser la dominante—. Manos a la obra. —Dio media vuelta y avanzó por el pasillo hasta la puerta del que había sido dormitorio de Lamont von Heilitz.
El viejo dormitorio estaba a oscuras. Daba la impresión de ser una tienda de saldos, lo mismo que la planta baja. Distinguí vagamente la silueta de mesas, archivadores y las pantallas de varios televisores. Las paredes estaban casi enteramente cubiertas de libros en estanterías oscuras. Una gruesa cortina ocultaba la ventana. Tom, desde el fondo de la habitación, encendió una lámpara halógena en el momento en que yo advertía que los televisores eran, en realidad, monitores de ordenador.
Mientras Tom recorría metódicamente la habitación encendiendo lámparas, pude darme cuenta de que su despacho tenía dos finalidades: el antiguo dormitorio principal de la mansión era una nueva versión, corregida y aumentada, de la sala de la planta baja. Era donde Tom habitaba y trabajaba. Frente a una pared de libros, había tres pupitres con su correspondiente ordenador y, en la larga mesa de trabajo de madera situada delante de las cortinas, un cuarto ordenador, de mayor tamaño. Al lado de cada pupitre había archivadores y, encima de éstos, montones de diskettes en estuches de plástico. Junto a uno de los pupitres vi una máquina copiadora de gran tamaño. Los dos estantes superiores de la librería a mi izquierda estaban llenos de equipo de sonido. Delante de la pared de libros había un sofá Chesterfield parecido al de Alan Brookner, tapizado de piel roja y con una manta a cuadros doblada sobre uno de los brazos y, colocada en ángulo recto, una butaca a juego. Delante, una mesa de cristal, cargada de libros, revistas, botellas y otra cubitera, gemela de la de abajo. En la repisa de la chimenea, blanca y reluciente, recostadas en altos jarrones de cristal, bostezaban unas orquídeas amarillas. De un florero grueso y azul colocado en un aparato bajo y negro que debía de ser un subwoofer brotaba una erupción de fresias, también amarillas.
Las lámparas ponían charcos de luz en la alfombra que lamía los pies de las librerías. Las orquídeas se inclinaban con el capullo abierto.
Me hubiera gustado saber cuántas personas habían sido invitadas a entrar en aquella habitación. Habría apostado a que allí, antes de mí, sólo había estado Sara Spence.
—Cuando volvíamos de Eagle Lake, mi padre me dijo algo que no he olvidado. A veces, tienes que retroceder hasta el principio y verlo todo de un modo nuevo. —Tom dejó el vaso en el escritorio, cogió un libro encuadernado en tela gris y le dio una vuelta y luego otra, como si buscara el título—. Y luego añadió: A veces, hay razones poderosas por las que no puedes o no quieres hacerlo. —De nuevo, buscó la invisible inscripción. Hasta el lomo del libro estaba en blanco—. Eso es lo que nosotros haremos con el caso ROSA AZUL. Volveremos al principio, el principio de un par de cosas, y trataremos de verlo todo de un modo nuevo.
Sentí un aleteo, nada más que eso, de viva inquietud.
Tom Pasmore dejó el extraño libro en el escritorio y se acercó a mí con las manos extendidas. Levanté del suelo la vieja cartera y se la di.
Aquella momentánea inquietud había sido casi como un remordimiento.
Tom conectó la copiadora, que empezó a zumbar. En su interior parpadeó una luz brillante.
Sacó de la cartera un montón de hojas amarillentas de varios centímetros de espesor. La hoja de encima tenía unos desgarros arriba y abajo, como si hubieran tratado de ver lo que había debajo sin quitar la goma. Vagamente, recordé haber visto en un pliegue del fondo dos gomas filiformes, rotas y resecas, al cabo de cuarenta años.
Tom puso los documentos en la copiadora.
—Vale más pecar de precavidos. —Levantó la primera hoja y la reparó con cinta adhesiva. Luego apiló cuidadosamente el montón y los puso en la bandeja con el anverso hacia abajo. Manipuló un mando—. Sacaré una copia para cada uno. —Pulsó un botón y dio un paso atrás. La luz incandescente volvió a parpadear y dos hojas limpias cayeron a unas bandejas laterales—. Buena chica —dijo a la máquina, mirándome con una sonrisa torcida—. Hay que saber con quién te la juegas.
3
De la copiadora iban saliendo hojas blancas.
—¿Conoces a Paul Fontaine y a Michael Hogan? —pregunté.
—Sé algunas cosas de ellos.
—¿Qué sabes? Me interesa.
Sin dejar de mirar la máquina, Tom retrocedió y alargó la mano hacia el vaso. Se sentó en el brazo del Chesterfield, vigilando las hojas que iban cayendo a las bandejas.
—Fontaine es un gran detective de calle, que ha conseguido un número asombroso de convictos, sin contar a los confesos. Tiene fama de genio para los interrogatorios. Y Hogan, probablemente, es el policía más respetado de Millhaven: hizo un trabajo excelente en Homicidios y fue ascendido a sargento hace dos años. Por lo que he podido observar, incluso personas de las que podía esperarse que estuvieran celosas, le son muy fieles. Es un sujeto formidable. Ambos lo son, pero Fontaine hace un poco el payaso para disimularlo.
—¿Hay muchos asesinatos en Millhaven?
—Más de los que podrías imaginar. Probablemente, la media es de uno al día. En los años cincuenta había dos homicidios a la semana, por eso los asesinatos de ROSA AZUL causaron sensación. —Tom se levantó para inspeccionar el paso de los viejos informes por su máquina—. De todos modos, ya sabes cómo son la mayoría de los asesinatos. O son cosa de droga o dramas familiares. Un tipo vuelve borracho a casa, se enzarza en una pelea con su mujer y la mata de una paliza. O una mujer se harta de que su marido la engañe y lo mata con su propia arma. —Tom comprobó otra vez el funcionamiento de la máquina. Satisfecho, volvió a sentarse en el brazo del sofá—. De todos modos, de vez en cuando hay algo que huele de modo diferente a lo habitual. Una maestra de Milwaukee que había venido a visitar a unos primos desapareció cuando iba a un mercado y luego la encontraron en un campo, desnuda y atada de pies y manos. Un internista fue asesinado en un urinario del estadio, al comienzo de un partido. Paul Fontaine resolvió los dos casos: habló con todo el mundo, siguió todas las pistas y mandó a juicio a los culpables.
—¿Quiénes eran los asesinos? —pregunté, pensando en Walter Dragonette.
—Fracasados —dijo Tom—. Desequilibrados. No tenían ninguna relación con las víctimas: simplemente vieron a una persona a la que les pareció que deseaban matar y la mataron. Por eso digo que Fontaine es un magnífico detective de calle. Estuvo indagando hasta que reunió las piezas, hizo el arresto y consiguió que el culpable fuera juzgado. Esos casos no hubiera podido resolverlos yo. A mí me hace falta una pista de papel. Un hampón que apuñala a un médico en un aseo, se lava las manos, compra una salchicha y vuelve a su localidad… ese está a salvo de mí. —Me miró con cierta tristeza—. A veces, mi tipo de investigación parece cosa del pasado.
Tom sacó de la copiadora el montón de originales, los puso en la cartera, dejó una de las copias en su escritorio y me dio la otra.
—Echemos un vistazo, a ver si algo hace brotar la chispa.
Yo seguía pensando en Paul Fontaine.
—¿Fontaine es de Millhaven?
—En realidad, no sé de dónde es —dijo Tom—. Tengo entendido que llegó a la ciudad hará unos diez o quince años. Antes, los policías siempre trabajaban en su ciudad natal, pero ahora van de un sitio a otro, buscando ascensos y mejor paga. La mitad de nuestros detectives son de fuera.
Tom se levantó del sofá, se acercó al primer pupitre y conectó el ordenador oprimiendo un interruptor de pedal situado debajo de la mesa. Luego, hizo otro tanto con los ordenadores del segundo y tercer pupitres. Finalmente, se sentó a su mesa y se agachó para accionar también el interruptor.
—Vamos a ver si encontramos algo sobre esa matrícula.
Saqué el bloc del bolsillo y me acerqué a la mesa, para ver lo que hacía.
Los dedos de Tom se movieron sobre el teclado y en el monitor se sucedieron las claves. La última serie estaba formada por una sola línea. Tom introdujo un diskette en la ranura B (hasta aquí, yo conocía cada paso por experiencia) y pulsó varios números en el teléfono conectado a su modem. La pantalla se borró un momento y a continuación apareció una nueva señal C.
Tom tecleó una clave y pulsó ENTER. La pantalla volvió a borrarse y aparecieron las letras NM?
—¿Cuál es el número?
Le enseñé el papel y él tecleó el número y volvió a pulsar ENTER. El número quedó en pantalla. Él pulsó entonces RECEIVE.
—¿Has entrado en el Registro de Automóviles?
—En realidad, he entrado en Automóviles a través del ordenador de la jefatura de Policía. Funciona las veinticuatro horas.
—¿Te has metido directamente en el ordenador central del departamento de Policía?
—Soy un as.
—¿Y por qué no sacaste el informe de ROSA AZUL del ordenador?
—El archivo informático sólo abarca ocho o nueve años. Ah, ya viene. El sistema tarda un poco en repasar el fichero.
En la pantalla de Tom aparecieron las palabras: PREPARADO RECIBIR y, a continuación: ELVEE, SOCIEDAD INMOBILIARIA, SOUTH FOURTH STREET, 530. MILLHAVEN, ILL.
—Ahí tienes al propietario de tu Lexus. A ver si podemos sacar algo más. —Volvió a pulsar ENTER, dio una serie de órdenes que no pude seguir y tecleó otra clave—. Ahora utilizaremos el ordenador de la Policía para acceder a Springfield, a ver qué clase de empresa tenemos aquí.
Hizo desfilar una serie de opciones y menús, recorriendo varios archivos estatales hasta llegar a una lista de empresas que llenaban la pantalla. Todas empezaban por la letra A. A continuación de la razón social, figuraba el nombre y la dirección de los directivos. Tom pulsó la tecla de avance reduciendo los nombres y números de la pantalla a una franja borrosa hasta que llegó a la E. EAGAN, EAGLE, EBAN. Cuando llegamos a ELVA, fue haciendo salir los nombres uno a uno hasta llegar a ELVEE, SOCIEDAD INMOBILIARIA.
Debajo del nombre aparecía la misma dirección de la Calle 4 Sur de Millhaven, la información de que la empresa había sido constituida en 1973 y, a continuación, los nombres de los directivos:
ANDREW BELINSKY, 503 S. FOURTH ST., MILLHAVEN, PRESIDENTE
LEÓN CASEMENT, 503 S. FOURTH ST., MILLHAVEN, VICEPRESIDENTE
WILLIAM WRITZMANN, 503 S. FOURTH ST., MILLHAVEN, TESORERO
—Esto se pone cada vez más misterioso —dijo Tom—. ¿Quién es el escurridizo LV? Pensé que uno de ellos se llamaría Leonard Vollman o algo por el estilo. ¿Y te parece plausible que todos los directivos de la empresa vivan juntos en una casita pequeña? Demos un paso más.
Anotó los nombres y direcciones en un bloc y recorrió en sentido inverso todas las etapas por las que había accedido a los archivos estatales. Luego pasó del modem a un programa llamado network. Pulsó varias teclas y señaló el ordenador del primer pupitre, que empezó a zumbar.
—Desde aquí puedo utilizar todas mis máquinas. Para no tener que manejar un millón de floppies diferentes, tengo información almacenada en los discos duros de los otros ordenadores. En ése, entre otras cosas, tengo guías telefónicas, por calles, de un centenar de las ciudades más importantes. Pidamos el de Millhaven. Que Dios bendiga a los macroordenadores. —Tecleó varias letras y, a continuación la dirección de Calle 4 Sur. Al cabo de un par de segundos, apareció en la pantalla: EXPRESSPOST / FAX, y un número de teléfono—. Maldición.
—¿Qué quiere decir Expresspost?
—Probablemente es una oficina en la que puedes alquilar un armario numerado, como un apartado particular. Vista la dirección, quizá sea una especie de almacén con una colección de apartados y un mostrador con un fax.
—¿Es legal dar una dirección semejante?
—Desde luego, pero todavía no hemos terminado. Vamos a ver si esta gente ha salido alguna vez en la guía telefónica alfabética de Millhaven durante los últimos quince años, por ejemplo.
Volvió al epígrafe network, introdujo el mismo código terminal y pidió más archivos interiores. Pulsó el número 91 y en la pantalla del primer pupitre y en la del ordenador principal apareció una larga lista de nombres que empezaban por A, con direcciones y números de teléfono.
—Acércate a ese pupitre y comprueba que no se me pasa por alto alguno de esos nombres.
Me senté delante del ordenador secundario y observé cómo saltaban a la pantalla los nombres que empezaban por B.
—Buscamos a Andrew Belinsky —dijo Tom, recorriendo rápidamente la B hasta llegar a BELLI. A continuación fue pasando línea por línea BELUARD, BELLIBAS, BELLICK, BELLICKO, BELLIN, BELLINA, BELLINELLI, BELLING, BELLISSIMO, BELMAN.
—¿Me lo he saltado o no está?
—No está Belinski —dije.
—Probemos con Casement.
Saltó a la C y fue pasando nombres hasta llegar a Case. Siguió Casement. Casement, Arthur; Casement, Hugh; Casement, Roger. Ningún León.
—Bueno, creo saber lo que vamos a encontrar, pero probemos con el último.
Pasó directamente a la W y avanzó varias páginas. Había un Writzmann en la guía de Millhaven de 1991, Oscar, de 5460 Fond du Lac Drive.
—¿Qué me dices de esto? O no existen o no tienen teléfono. ¿Qué te parece más probable?
—Quizá su número no figura en la guía —dije.
—Aunque no figuren en la guía, yo los tengo. —Me sonrió, orgulloso de sus juguetes—. Quizá se escondan; puedes conseguir un teléfono dando otro nombre y entonces nadie te encontrará. Pero hace cinco años quizá no se imaginaban que en 1991 tendrían que esconderse. Probemos con la guía de 1986.
Otra serie de pasos atrás, otra clave y todos los teléfonos de Millhaven, figuraran o no en la guía, saltaron a las dos pantallas.
Belinski, ninguno, los mismos tres Casement y un James, no William, Writzmann.
—Vámonos a 1981, a ver si allí los encontramos.
En las listas de 1981 no salía Belinski, sí Arthur y Roger Casement, no Hugh, y Writzmann, Oscar, 5460 Fond du Lac Drive.
—Enterados, pero, por si acaso, miraremos en 1976.
Ningún Belinski. Un Casement, Arthur, sin la compañía de Roger y Wrjtzmann, Oscar, ya vivía en el 460 de Fond du Lac Drive.
—Estamos como al principio —dije.
—En absoluto; hemos avanzado mucho —respondió Tom—. Hemos hecho el interesante descubrimiento de que el coche que tú viste seguir a John es propiedad de una empresa registrada en el Estado de Illinois con una dirección de conveniencia y tres nombres fantasmas. Me gustaría saber si Belinski, Casement y Writzmann son todos fantasmas.
Le pregunté qué quería decir.
—Para formar una sociedad, necesitas un presidente, un vicepresidente y un tesorero. Ahora bien, alguien tuvo que presentar la documentación para la constitución de ELVEE SOCIEDAD INMOBILIARIA. Si tuviera que hacer una suposición en este momento, diría que la persona que tramitó la constitución de la sociedad en 1979 fue el bueno de LV. Y es que, para la constitución de una empresa, sólo se necesita a una persona. El solicitante puede inventar los nombres de sus compañeros.
—Por tanto, una de esas tres personas nene que existir realmente.
—Exacto, pero puede existir con otro nombre. Ahora piensa, Tim. Durante estos últimos días, ¿John ha mencionado a alguien cuyo apellido empiece por V?
—Creo que no. En realidad, no ha hablado mucho de sí mismo.
—No creo que hayas oído a Alan Brookner mencionar a alguien que tuviera las iniciales LV.
—No. —La pregunta me inquietó—. No creerás que estos asesinatos tengan relación con Alan, ¿verdad?
—Tienen estrecha relación con él. ¿Quiénes son las víctimas? Su hija. Su mejor alumno. Pero no creo que Alan esté en peligro, si a eso te refieres.
Me tranquilicé.
—Tú lo aprecias, ¿verdad?
—Pienso que ya tiene bastantes problemas —dije.
Tom se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y dijo:
—¿De veras?
—Creo que tiene la enfermedad de Alzheimer. Consiguió aguantar durante el funeral, pero temo que vaya a desmoronarse pronto.
—¿Dictó clases el curso pasado?
—Creo que sí, pero me parece que este año no podrá. Lo malo es que, si él se va, en Arkman suprimirán todo el departamento de religión y John perderá el empleo. Hasta el mismo Alan está preocupado por eso. Si resistió el año pasado fue por John. —Levanté las manos—. Ojalá yo pudiera ayudar. Le he buscado una enfermera que irá todos los días, pero eso es todo.
—¿Alan puede pagarla? —Tom tenía aire pensativo y yo adiviné lo que pensaba. Me pregunté a cuántas personas ayudaría, callada y anónimamente.
—Alan está bastante bien provisto —dije rápidamente—. April se encargó de eso.
—Pues entonces John tampoco tendrá que preocuparse.
—John tiene complejos con el dinero de April. Yo diría que es orgullo.
—Interesante —dijo Tom.
Enderezó el cuerpo y miró su pantalla, que todavía mostraba el nombre y dirección de Oscar Writzmann.
—Vamos a pasar estos nombres por Nacimientos y Defunciones. Probablemente serán palos de ciego, pero ¡qué diantre!
Empezó a teclear y la pantalla quedó momentáneamente vacía. Luego, sobre el fondo gris oscuro, empezaron a desfilar una serie de claves. John introdujo los nombres de Belinski, Andrew; Casement, León, y Writzmann, William, que aparecieron también en mi pantalla y fueron sustituidos por nuevas claves que debían de ser instrucciones para el modem. La pantalla se borró y luego apareció la palabra buscando y quedó parpadeando.
—¿Ahora hay que esperar?
—Bueno, me gustaría echar un vistazo a esos papeles —dijo Tom—, pero antes hablemos un poco acerca del factor lugar. —Bebió un sorbo de whisky, se puso en pie, se acercó al sofá y se sentó. Yo me instalé en la silla situada a su lado. Sus ojos casi echaban chispas de excitación y me pregunté cómo pude pensar en algún momento que estaban apagados—. Si el enlace entre las víctimas de ROSA AZUL no era William Damrosch, ¿qué era?
Durante el breve momento en que Tom Pasmore y yo esperamos cada uno que hablara el otro, yo habría jurado que pensábamos lo mismo.
Finalmente, rompí el silencio:
—El hotel St. Alwyn.
—Sí —coincidió Tom en voz baja.
4
—Cuando Lamont y yo bajamos del avión que nos traía de Eagle Lake, fuimos al St. Alwyn. Estuvimos allí la última noche de su vida. Los asesinatos se cometieron en el St. Alwyn, dentro de él, detrás de él y al otro lado de la calle.
—¿Y Heinz Stenmitz? Su carnicería estaba a cinco o seis manzanas del St. Alwyn y Stenmitz no tenía ninguna relación con el hotel.
—Quizás existía una relación que desconocemos —dijo Tom—. Y piensa también en esto: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el asesinato de Arlette Monaghan y James Treadwell? Cinco días. ¿Cuánto tiempo, entre Treadwell y Monty Leland? Cinco días. ¿Cuánto, entre Monty Leland y Heinz Stenmitz? Casi dos semanas. Más del doble del tiempo que separó a los tres primeros asesinatos. ¿Te sugiere algo?
—Que el asesino trató de parar y no pudo. No consiguió dominarse y tuvo que volver a matar. —Miré a Tom, que me observaba con los ojos entornados, y traté de adivinar qué pensaba—. Puede que a Stenmitz lo matara otra persona, quizá fue como lo de Laing, un asesinato mimético con un móvil diferente.
El sonrió casi con orgullo y, a pesar mío, me halagó haber acertado su pensamiento.
—Es posible —dijo Tom, y comprendí que, después de todo, no le había adivinado el pensamiento. Mi orgullo se desinfló—. Pero yo opino que el único imitador de ROSA AZUL fue mi abuelo.
—Entonces, ¿qué crees?
—Que has acertado a medias. Era el mismo hombre, pero con un móvil diferente.
Confesé que me había perdido.
Tom se inclinó hacia delante, todavía con los ojos brillantes.
—Aquí tenemos a un hombre vengativo e implacable que sigue un plan. ¿Cuál es el móvil de sus tres primeros asesinatos? ¿Una venganza contra el St. Alwyn?
Asentí.
—Una vez cada cinco días, durante quince días, mata a alguien en las inmediaciones y, en una ocasión, dentro del St. Alwyn. Luego para. En ese momento, ¿cuántos clientes crees que se hospedan en el St. Alwyn? Debe de haber quedado como una ciudad fantasma.
—Sin duda, pero… —Cerré la boca y le dejé terminar lo que tenía que decir.
—Y entonces mata a Stenmitz. ¿Y quién era Heinz Stenmitz? El corruptor de menores de la amable barriada de Pigtown. Las otras tres víctimas podían ser cualquier persona: meros comparsas. Pero cuando alguien mata a un pederasta activo, yo diría que eso no es un asesinato al azar.
Había terminado. Eché el cuerpo hacia atrás y me miró con ojos todavía brillantes.
—O sea que lo que buscamos es un hombre vengativo e implacable que tenga inquina al St. Alwyn y…
—Y…
—Y un hijo.
—Y un hijo —dijo Tom—. Has acertado. La clase de hombre del que estamos hablando no soportaría que alguien violara a su hijo. Si lo descubría, mataría a ese hombre. Y a nadie se le ocurrió pensar en eso porque resultaba excesivamente evidente. —Rio—. ¡Naturalmente, ésa fue la causa por la que mataron a Stenmitz! ¡Pero no lo mató Damrosch!
Nos miramos un momento y yo también reí.
—Me parece que sabemos muchas cosas de ROSA AZUL —dijo Tom, sonriéndose de su propia vehemencia—. No dejó de matar porque mi abuelo, al matar a William Damrosch, le garantizara la inmunidad. Es lo que hemos supuesto desde el principio, pero ahora que tengo a ROSA AZUL más o menos enfocado, creo que dejó de matar porque había terminado… y había terminado incluso antes de asesinar a Heinz Stenmitz. Había conseguido lo que se proponía: vengarse del St. Alwyn por lo que le hubiera hecho. De haber pensado que el St. Alwyn aún le debía algo, habría ido dejando por los alrededores un cadáver cada cinco días hasta quedar satisfecho.
—¿Y qué le hizo volver a las andadas hace dos semanas?
—Quizás empezó a rumiar su viejo rencor y decidió amargar la vida al hijo de su antiguo patrón.
—Y quizá no pare hasta matar a John.
—John, desde luego, es el centro de esta nueva serie de asesinatos —dijo Tom—. Lo cual te sitúa a ti muy cerca del centro, por si no te habías dado cuenta.
—¿Quieres decir que ROSA AZUL puede decidir hacer de mí su próxima víctima?
—¿No has pensado que puedes estar en peligro?
Parece una estupidez, pero no se me había ocurrido, y Tom debió de ver mi duda y consternación.
—Tim, si quieres volver a tu propia vida, no hay razón para que permanezcas aquí. Olvídate de todo lo que hemos hablado. Puedes decir a John que tienes un compromiso con tu editor, toma un vuelo a Nueva York y vuelve a tu verdadero trabajo.
—En cierto modo —dije, tratando de expresar algo que nunca había puesto en palabras hasta este momento—, mi trabajo parece estar relacionado con todo lo que hemos estado comentando. A veces tengo la impresión de rozar una respuesta, una clave y que todo lo que tengo que hacer es abrir los ojos. —Tom me miraba fijamente, sin dejar traslucir nada—. Además, quiero conocer el nombre de ROSA AZUL. No voy a huir ahora. No quiero volver a Nueva York, para que dentro de una semana me llames por teléfono y me digas que han encontrado a John apuñalado a la puerta de La Pausa.
—Pero no olvides que esto no es un libro.
—No es Mujercitas, desde luego —dije.
—Está bien. —Miró la pantalla de su escritorio, en la que seguía parpadeando la palabra buscando—. Háblame de Ralph Ransom.
5
Cuando le hube descrito mi conversación con el padre de John en el funeral, Tom dijo:
—No sabía que tu padre trabajara en el St. Alwyn.
—Ocho años —respondí—. Era ascensorista. Fue despedido poco después de que terminaran los asesinatos. Cuando murió mi hermana, le dio por beber. Al cabo de un año se regeneró y consiguió un empleo en la cadena de montaje de la Glax Corporation.
—¿Tu hermana? —dijo Tom—. ¿Tú temas una hermana que murió? No lo sabía. —Me miraba fijamente, y vi que comprendía—. ¿Acaso murió asesinada?
Asentí, impresionado por la celeridad y precisión de sus deducciones.
—¿Fue cerca de tu casa? —Quería decir si fue cerca del hotel.
Dije dónde habían asesinado a April.
—¿Cuándo?
Pensé que ya lo sabía, pero le dije la fecha y agregué que yo cruzaba la calle corriendo para ir en su ayuda cuando me atropello aquel coche. Tom sabía lo del atropello, pero nada más.
—Tim —dijo y parpadeó. Yo me pregunté qué pasaba en aquel momento por su cabeza. Algo le había asombrado. Volvió a empezar—: Eso fue cinco días antes del asesinato de Arlette Monaghan. —Me miraba boquiabierto.
Me sentía como si también estuviera boquiabierto. En el fondo, siempre estuve convencido de que ROSA AZUL era el asesino de mi hermana, pero hasta aquel momento no había reparado en la cronología de los hechos.
—Por eso has venido a Millhaven —dijo. Luego miró fijamente la mesa, sin verla, y repitió, hablando consigo mismo—: Por eso has venido a Millhaven. —Me miró casi con sorpresa—: Tú no has venido para ayudar a John; tú quieres descubrir quién mató a tu hermana.
—He venido por las dos cosas —dije.
—Y tú lo viste —dijo Tom—. Santo Dios, tú viste a ROSA AZUL.
—Durante un segundo. No llegué a verle la cara… sólo una silueta.
—Eres un granuja, un canalla. Eres un tipo de cuidado. —Sacudía la cabeza—. Tendré que vigilarte. Desde los siete años te has guardado esta información y hasta ahora no sueltas prenda. —Se puso una mano en la cabeza, como para impedir que le estallara—. Existía otro asesinato de ROSA AZUL que la gente desconocía. No pudo pararse a escribir el nombre en la pared porque llegabas tú, pero fuiste atropellado. Así que esperó cinco días y volvió a la carga. —Seguía mirándome con asombro—. Y después nadie relacionó a tu hermana con ROSA AZUL, porque no encajaba en la hipótesis de que Damrosch era el asesino. Ni siquiera lo pusiste en el libro.
Retiró la mano de la cabeza y me inspeccionó.
—¿Qué más te has guardado?
—Creo que eso es todo —dije.
—¿Cómo se llamaba tu hermana?
—April —dije.
Él me miró otra vez fijamente.
—No me sorprende que tuvieras que venir. No me sorprende que no quieras marcharte.
—Me marcharé cuando sepa quién fue.
—Debe de ser como si… como si el resto de tu niñez hubiera estado dominada por una especie de monstruo. Para ti el coco existía realmente.
—El Minotauro —dije.
—Sí.
En los ojos de Tom había un brillo de comprensión, conmiseración y algo más, tal vez aprecio. Entonces el ordenador emitió una señal y los dos miramos la pantalla. Sobre el fondo gris iban apareciendo líneas de información. Nos levantamos y nos acercamos a la mesa.
BELINSKI, ANDREW THEODORE. 146 TURNER ST VALLEY HILL
NACIDO EL 1/6/1940.
FALLECIDO EL 8/6/1940.
FIN BÚSQUEDA BELINSKI.
CASEMENT, LEÓN. FIN BÚSQUEDA CASEMENT.
—Debíamos de estar hablando cuando llegó la información sobre Belinski. Pero este Andrew Belinski no pudo ser directivo de la Financiera Elvee; tenía una semana cuando murió, la única razón por la que la fecha de su muerte ha entrado en el ordenador. Cuando el nacimiento y la defunción están tan próximos los introducen. Y en el ordenador no hay nada acerca de León Casement. Tendremos los datos de Writzmann en unos diez minutos.
Nos apartamos de la máquina. Volví a la butaca, me serví agua mineral de una botella que estaba encima de la mesita y agregué unos cubitos de hielo. Tom se paseaba por delante del escritorio, con las manos en los bolsillos, lanzándome miradas de soslayo.
Al final, dejó de pasear.
—Probablemente, tu padre lo conocía.
Comprendí que tenía razón: probablemente, mi padre conocía al Minotauro.
—¿Ralph Ransom no recordaba a nadie más a quien hubiera despedido por aquel entonces? Creo que, mientras no descubramos algo más, debemos tomar este punto de partida. Él o uno de sus directores despidieron a este individuo, el Minotauro. Y, para vengarse, el Minotauro decidió arruinar el hotel. Tienes que hacer preguntas y, si aparece un motivo, probablemente descubriremos quién era.
—Pero son cosas muy antiguas.
—Ya lo sé. —Se acercó al segundo pupitre y se sentó delante del ordenador—. ¿Cómo se llamaba ese director del hotel?
—Bandolier —dije—. Bob Bandolier.
—Veamos si aún está en la guía. —Tom pidió la guía telefónica al otro ordenador y repasó los nombres de la B—. No hay ningún Bandolier. Quizás esté en una residencia o se haya ido de la ciudad. Sólo para divertirnos, a ver si encontramos al bueno de Glenroy.
La borrosa banda de nombres desfiló por la pantalla durante un minuto.
—Va a tardar mucho. Accederé directamente. —Borró todas las inscripciones de la pantalla, excepto la clave de la guía telefónica, tecleó BREAKSTONE, GLENROY y pulsó ENTER.
La máquina crepitó y en la pantalla aparecieron nombre, dirección y número de teléfono: BREAKSTONE, GLENROY, 670 LIVERMORE AVE 542-5500.
Tom me guiñó un ojo.
—En realidad, yo sabía que él sigue viviendo en el St. Alwyn. Sólo quería presumir. ¿No dijo el padre de John que Breakstone conocía a todos los del hotel? Quizá consigas que hable contigo. —Anotó el teléfono del saxofonista en un papel y yo me acerqué a cogerlo.
—Un momento, veamos dónde vivía ese estupendo director del hotel cuando se cometieron los asesinatos.
Permanecí detrás de él mientras pedía la guía de Millhaven de 1950 y saltaba a los nombres de la B. Encontró la dirección en cinco segundos.
BANDOLIER, ROBERT, 17 SOUTH SEVENTH STREET LIVERMORE 2-4581.
—Nuestro viejo Bob no tenía que hacer un trayecto muy largo para ir a trabajar, ¿verdad? Vivía a una manzana del hotel.
—Detrás de nuestra casa —dije.
—A ver si podemos averiguar cuánto tiempo estuvo allí. —Tom pidió la guía de 1960. Bandolier, Robert seguía viviendo en la Calle 7 Sur—. Una persona estable. —Pidió la guía de 1970 y volvió a encontrarlo en la misma dirección pero con otro número de teléfono. En 1971 seguía allí pero había vuelto a cambiar de número de teléfono—. Aquí tuvo que pasar algo raro —dijo Tom—. ¿Por qué te cambias el número? ¿Porque recibes amenazas telefónicas? ¿Porque quieres esconderte de alguien?
En 1975, el nombre no aparecía en la guía. Tom retrocedió a 1974, a 1973, y en 1972 volvió a encontrarlo.
—Así que en 1972 se marchó de la ciudad, se fue a una residencia o, si la suerte nos ha abandonado, murió. —Escribió la dirección en el mismo papel y me lo tendió—. ¿Por qué no vas a la casa y hablas con quien viva allí? Tal vez valga la pena preguntar a algún antiguo vecino. Alguien sabrá qué ha sido de él.
Se levantó y miró a los otros ordenadores que seguían buscando. Luego se acercó a la mesa y cogió su vaso.
—Por la investigación. —Levanté mi vaso de agua.
El ordenador chasqueó y en los dos monitores empezó a aparecer información.
—Veamos. —Tom volvió a su mesa—. Nacimientos y Defunciones al habla. —Se inclinó y empezó a escribir en el bloc.
Me levanté y miré por encima de su hombro.
WRITZMANN, WlLLIAM LEON, 346 NORTH 34th STREET, MILLHAVEN, NACIDO 16/4/48.
—Acabamos de encontrar a una persona real —dijo Tom—. Si se trata del hombre misterioso que seguía a Tom en el coche de la empresa Elvee, mucho me sorprendería que no volviera a aparecer.
—Ya ha aparecido —dije, y le conté lo que había visto aquella tarde, cuando llevé a John Ransom y a Alan Brookner al depósito.
—¿Y hasta ahora no me lo dices? —Tom parecía indignado—. ¿Lo ves en La Mujer Verde, haciendo algo sospechoso y te lo callas? Eso es causa de expulsión de la Escuela de Detectives Célebres.
Se sentó delante del ordenador y empezó a transitar por otra serie de complicadas órdenes. El modem cloqueaba por lo bajo. Parecía estar consultando el Registro de la Propiedad de la ciudad.
—Por un lado, no estaba seguro de que fuera él —dije—. Y, cuando empezaste a colarte en todas las oficinas de la ciudad, se me olvidó.
—La Mujer Verde cerró hace tiempo —dijo Tom, sin dejar de pulsar claves.
Le pregunté qué hacía.
—Quiero ver quién es el dueño del bar. Supongo que será…
La pantalla quedó en blanco durante medio segundo, mientras parpadeaba la palabra recibiendo. Tom lanzó una exclamación de alegría y dio una palmada.
TABERNA LA MUJER VERDE, 21B HORATIO STREET
COMPRADA 7/1/1980, ELVEE SOCIEDAD FINANCIERA
PRECIO DE COMPRA 5000 DÓLARES
COMPRADA 21/5/1935, THOMAS MULRONEY
PRECIO DE COMPRA 3200 DÓLARES
Tom se mesó el cabello dejándose la cabeza como un pajar:
—¿Quién es esa gente y qué hace? —Se separó de la pantalla y sonrió—. No tengo ni idea de adonde vamos, pero seguro que vamos a algún sitio. Y tú has visto a nuestro amigo en el Lexus azul, desde luego, y retiro todas las cosas desagradables que he dicho de ti. —Se volvió de cara a la pantalla y se despeinó un poco más—. Elvee compró la taberna La Mujer Verde a precio de ganga. Quizás, afinando un poco, podamos decir que la compró William Writzmann por unos miserables cinco mil dólares. No era más que una barraca con goteras. ¿De qué podía servirle? ¿Para qué podía utilizarla?
—Parecía estar metiendo cosas —dije—. Había unas cajas de cartón al lado del coche.
—O sacando cosas —dijo Tom—. Aquel local no podía servir más que de almacén. Nuestro Writzmann compró un almacén por cinco mil dólares. ¿Por qué?
Durante todo el rato, Tom miraba a la pantalla, a mí y otra vez a la pantalla, sin dejar de torturarse el pelo.
—Sólo puede haber un motivo para comprarlo. Es la taberna La Mujer Verde. Writzmann está interesado por La Mujer Verde.
—Quizá fuera sobrino de Mulroney y quisiera ayudar a la viuda indigente.
—O quizás estuviera muy interesado en el caso de ROSA AZUL. Quizá nuestro misterioso amigo Writzmann tenga alguna relación con el propio ROSA AZUL. Él no puede ser ROSA AZUL, es demasiado joven, pero podría ser…
Tom me miraba con la cara radiante de una furia especulativa.
—¿Su hijo? —pregunté—. ¿Piensas que Writzmann pueda ser hijo de ROSA AZUL? ¿Porque compró una taberna abandonada y guardó en ella unas cajas?
—Es una posibilidad, ¿no?
—Writzmann tema dos años cuando se cometieron los asesinatos. Muy pequeño, incluso para Heinz Stenmitz.
—No estoy muy seguro. A uno no le gusta pensar que se pueda abusar de una criatura de dos años, pero se abusa. Lo único que hace falta es un Heinz Stenmitz.
—¿Crees que el tal Writzmann asesinó a April porque se enteró de sus investigaciones? Quizás, incluso, la viera rondar el puente o la taberna.
—Quizá —dijo Tom—. Pero ¿por qué iba a asesinar a Grant Hoffman? —Juntó las cejas y pasó la mano por su fino pelo rubio, que volvió a quedar en su sitio—. Tenemos que averiguar qué hacía realmente April. Necesitamos ver sus notas, sus borradores o lo que llegara a hacer. Pero antes…
Se apartó del escritorio, cogió uno de los blancos montones de copias y me lo dio.
—… antes tenemos que ponernos a leer.
6
Durante otra hora, sentado en la confortable butaca de piel, estuve hojeando los informes policiales del caso ROSA AZUL y descifrando la caligrafía de media docena de policías y dos detectives, Fulton Bishop y William Damrosch. Bishop, que estaba destinado a hacer en el departamento de Policía de Millhaven una larga carrera de una corrupción casi sublime, había sido retirado del caso a las dos semanas: sus jefes trataban de protegerlo de lo que llevaba trazas de convertirse en una pesadilla. Yo pensaba que ojalá le hubieran permitido seguir investigando durante un par de semanas. Su escritura, pequeña y prieta, era tan fácil de leer como letra de imprenta, y sus informes mecanografiados eran pulcros como los de una buena secretaria. Damrosch, incluso estando relativamente sereno, garrapateaba y, borracho, no digamos. Todo lo escrito después de las dos de la tarde era un galimatías en el que palabras enteras desaparecían en un nudo de patas de mosca. Y escribía a máquina como un niño aporrea el piano durante una rabieta. Al cabo de diez minutos me dolía la cabeza; al cabo de veinte, me lloraban los ojos.
Después de leer un cúmulo de declaraciones e informes, había sacado en claro la impresión de que muy pocas personas apreciaban a Robert Bandolier. La única novedad que descubrí era que no había mutilaciones salvajes como las sufridas por Grant Hoffman ni truculencias comparables a las actividades de Walter Dragonette: las víctimas de ROSA AZUL habían sido heridas una sola vez, limpiamente, en el corazón, y después degolladas. Algo tan frío como una inmolación ritual.
—Bueno, tampoco a mí me ha llamado la atención nada en particular —dijo Tom—. Hay cosas secundarias, pero pueden esperar. —Me miró casi cautelosamente—. Supongo que ya estará pensando en marcharte, ¿no?
—Bueno, tu café va a mantenerme despierto un buen rato —dije—. Podría quedarme un poco.
La evidente gratitud de Tom por mi buena disposición para quedarme recordaba la expresión del niño que se ha quedado solo en una casa espléndida.
—¿Un poco de música? —dijo, levantándose.
—Desde luego.
Sacó un estuche de discos compactos de la estantería, extrajo uno y lo puso en el aparato. Mitsuko Uchida empezó a interpretar la Sonata para piano en Fa de Mozart. Tom se recostó en el sofá y permanecimos un rato sin hablar.
A pesar de que estaba exhausto, quería quedarme media hora más, y no sólo para hacerle compañía. Yo lo consideraba un privilegio. Yo no podía disipar las penas de Tom, ni él las mías, pero le admiraba más que a nadie.
—Ojalá hubiéramos descubierto a un conserje descontento llamado Lenny Valentine —dijo.
—¿De verdad piensas que hay relación entre la empresa Elvee y los asesinatos de ROSA AZUL?
—No lo sé.
—¿Qué crees que ocurrirá?
—Creo que delante de La Pausa aparecerá un cadáver. —Alargó la mano hacia su bebida y bebió otros sorbo—. Hablemos de otra cosa.
Olvidé el cansancio y, cuando miré el reloj, vi que eran más de las dos.
Después de trazar el plan de lo que yo iba a hacer al día siguiente, Tom fue a su mesa y cogió el libro encuadernado en tela gris, sin título.
—¿Crees que tendrás tiempo de leer esto durante los próximos días?
—¿Qué es? —Debí figurarme que aquel libro no estaba encima de su mesa por casualidad.
—Las Memorias de un soldado, editadas a su costa. He leído mucho sobre Vietnam y hay varias dudas acerca de lo que John hizo realmente durante sus últimos meses de servicio.
—Estuvo en Lang Vei —dije—. Sobre eso no hay ninguna duda.
—Creo que se le ordenó decir que estaba allí.
—¿No estuvo en Lang Vei?
Tom no contestó.
—¿Sabes algo de un extraño personaje llamado Franklin Bachelor? Era comandante de los Boinas Verdes.
—Lo vi una vez —dije, recordando la escena en el bar de Billy—. Era uno de los héroes de John.
—Lee esto y mira si puedes hacer que John te hable de lo que le ocurrió, pero…
—Ya sé, que no le diga que tú me prestaste el libro. ¿Crees que me mentiría?
—Sólo me gustaría saber qué ocurrió realmente. —Tom me dio el libro—. Probablemente sea una pérdida de tiempo, pero hazme ese favor.
Di la vuelta al libro y lo abrí por la portada: Donde nació nuestro error. Memorias de un simple soldado, por el coronel Beaufort Runnel (ret.) Volví hojas hasta encontrar la primera frase.
«Siempre he aborrecido y detestado el engaño, la tergiversación y el fraude en sus múltiples formas».
—Pues me sorprende que llegara a coronel —dije, y entonces, de pronto, se me ocurrió una coincidencia que confiaba en que fuera fortuita—. Lang Vei tiene las iniciales LV —dije.
—Quizá no tengan que expulsarte de la Escuela de Detectives Célebres —dijo Tom sonriendo—. De todos modos, sigo confiando en que cualquier día nos tropecemos con un Lenny Valentine.
Me acompañó abajo y abrió la puerta a la noche cálida. Lo que parecía millones de estrellas brillaba en el amplio firmamento. Cuando salí a la acera, caí en la cuenta de que, durante unas cuatro horas, Tom había bebido un solo vaso de whisky.
7
Las luces de las grandes casas de Eastern Shore Road estaban apagadas. Dos manzanas después de An Die Blumen, se veían las luces traseras de un coche que se dirigía a Riverwood. Doblé la esquina de An Die Blumen, haciendo cábalas sobre un tal William Writzmann y una taberna vacía llamada La Mujer Verde.
Delante de mí se extendía la larga calle desierta bordeada por las formas vagas de casas que se difuminaban en la noche. A largos intervalos, las farolas proyectaban turbios círculos de luz en el pavimento cuarteado. Todo parecía engañosamente tranquilo, más al acecho que en reposo. La inmensidad del cielo sembrado de estrellas me hacía sentirme minúsculo. Metí las manos en los bolsillos y apreté el paso.
Había recorrido media manzana después de An Die Blumen, cuando me di cuenta de lo que me ocurría: no fue una súbita acometida de pánico sino una gradual aproximación del miedo, distinta de la forma en que el pasado solía invadirme. No había hombres vestidos de negro corriendo por los alrededores ni brotaban rugidos de la tierra. No podía decirme a mí mismo que se trataba, simplemente, de otro mal rato y sentarme en el césped de una de aquellas casas, a esperar a que pasara. No era otro mal rato. Era algo nuevo.
Andaba de prisa, con las manos en los bolsillos, instintivamente recogido dentro de mí mismo. Bajé de la acera, crucé la calle vacía y el horror que me había envuelto lentamente, se concretó en la convicción de que alguien o algo me observaba. En algún lugar de aquella masa de sombras que se adivinaban al otro lado de An Die Blumen, me seguía con la mirada una criatura casi inhumana.
Entonces tuve la absoluta certeza de que aquello no era simple pavor irracional sino algo muy real.
Recorrí la manzana siguiente, consciente de aquellos ojos clavados en mí. El contacto de aquella mirada me hacía sentirme sucio, manchado de algo que no soportaba definir; la criatura que miraba por aquellos ojos sabía que podía destruirme secretamente, infligirme una herida secreta visible sólo para ella y para mí.
Yo avanzaba y aquello avanzaba conmigo, deslizándose en la oscuridad de la calle. A veces se rezagaba, apoyada en un invisible porche de piedra, sonriendo a mi espalda. Luego se fundía con las sombras, pasaba entre los árboles y, sin el menor esfuerzo, me tomaba la delantera, y yo sentía su mirada en la cara.
Bajé otras tres manzanas. Tenía la palma de las manos y la frente húmedas. La criatura estaba escondida en la oscuridad, delante de un edificio que parecía una alta lápida sin letras, respirando por unas fosas nasales del tamaño de mis puños, inhalando gran cantidad de aire y exhalando vapor.
No puedo soportarlo más, pensé, y, sin saber lo que hacía, crucé la calle y, manteniéndome junto al bordillo, pasé por delante de una casa con los bajos de piedra y el suelo de madera. Me temblaban las rodillas. Una sombra alta se movió en la oscuridad y se fundió con una masa oscura que podía ser un seto de rododendros, haciéndose invisible. El corazón me dio un vuelco y estuve a punto de caer.
—¿Quién hay ahí? —dije. La fachada de la casa era una mancha indistinta. Me adelanté un paso por el césped.
Un perro gruñó y yo di un brinco. Un fragmento de la masa oscura se movió rápidamente hacia el lado de la casa. Mi terror se convirtió en cólera y me abalancé corriendo por el césped.
Una luz se encendió en una ventana del primer piso. Una silueta negra creció en el cristal. El hombre de la ventana se hizo pantalla con las manos a cada lado de la frente. Unos pasos ligeros se alejaron por el costado de la casa. El hombre de la ventana me gritó.
Di media vuelta y crucé la calle corriendo. El perro se sulfuraba hasta el paroxismo. Bajé a toda velocidad hasta la primera esquina, torcí y subí por la calle adyacente.
Cuando llegué a casa de John, me detuve a la puerta para recobrar el aliento. Estaba empapado en sudor y jadeaba. Me apoyé en la puerta. No creía que el hombre del Lexus hubiera podido moverse con tanto sigilo y rapidez; entonces, ¿quién podía ser?
Se me apareció una imagen, con tanta fuerza que comprendí que hasta aquel momento había estado apenas sumergida en mi subconsciente, esperando aflorar. Vi una criatura desnuda, de gruesas piernas y manos enormes, con abultados músculos en brazos y hombros. Una negra maraña le cubría el amplio pecho. Sobre el ancho cuello se erguía la cabeza poderosa y astada de un toro.
8
Cuando entré en el despacho de John, encendí varias luces, me hice la cama y saqué de la cartera el libro del coronel Runnel. Luego, puse la cartera debajo del sofá, me desnudé y apagué todas las luces menos la lámpara de lectura situada al lado del sofá, me eché y abrí el libro. El coronel Runnel se irguió ante mí, despotricando sobre lo que aborrecía y despreciaba. Llevaba almidonado uniforme de gala y varias hileras de medallas. Al cabo de una hora aproximadamente, desperté y apagué la lámpara. Por Ely Place pasó un coche. Finalmente, volví a dormirme.
9
A eso de las diez y media del martes por la mañana, llamaba al timbre de casa de Alan Brookner. Hacía una hora que me había levantado y durante ese tiempo había llamado a la Asociación de Enfermeras, para cerciorarme de que habían dado el recado a Eliza Morgan y ella había accedido a trabajar para Alan, había hecho una rápida inspección del ordenado despacho de April Ransom y leído varios capítulos de Donde nació nuestro error. Por lo que al estilo se refiere, el coronel Runnel era muy aficionado al participio y a la frase corta y rotunda. Los tres Ransom estaban desayunando en la cocina cuando bajé, John y Marjorie, con sus chándales y John, con pantalón vaquero y polo verde, como si la presencia de sus padres lo hubiera devuelto a la adolescencia. Pude hablar a solas con John un momento y le expliqué que había contratado a una enfermera. Él pareció agradecido de que me hubiera ocupado de la cuestión sin marearle con los detalles y accedió a prestarme el coche. Le dije que volvería a media tarde.
—Por lo visto, has encontrado una pequeña diversión —dijo John—. ¿A qué hora volviste anoche, a las dos? Menudo paseo. —Se permitió esbozar una sonrisa burlona.
Cuando le hablé del hombre que me había seguido, se alarmó, pero trató de disimularlo.
—Probablemente sorprendiste a un fisgón —dijo.
Los periodistas de siempre tomaban café en el jardín de delante. Sólo Geoffrey Bough me interceptó cuando iba camino del coche. Yo no hice comentarios y Geoffrey se retiró arrastrando los pies.
Eliza Morgan abrió la puerta de Alan y pareció aliviada al verme.
—Alan ha preguntado por usted. No consiente en que le ayude a vestirse. Ni siquiera me deja acercarme al armario.
—Tiene los bolsillos del traje llenos de dinero —dije. Le hablé del dinero. La casa aún olía a cera y a limpiamuebles. Se oía gritar a Alan.
—¿Quién diablos ha venido? ¿Es Tim? ¿Por qué nadie me explica nada?
Abrí la puerta del dormitorio y lo vi sentado en la cama, con el torso desnudo, mirándome furioso. Su cabello blanco se levantaba en enhiestos remolinos y en las mejillas le brillaba una pátina plateada.
—Vaya, por fin; pero ¿quién es esta mujer? ¡Una bata blanca no la convierte automáticamente en enfermera!
Alan fue calmándose a medida que yo se lo explicaba.
—¿Ella atendió a mi hija?
Eliza tenía aire de desconsuelo y yo me apresuré a asegurar que había hecho por April todo lo posible.
—Hummm. Supongo que está bien. ¿Y qué hacemos nosotros? ¿Tienes algún plan?
Dije que tenía que hacer varias comprobaciones por mi cuenta.
—Y una mierda. —Alan apartó la sábana y la manta y se levantó de la cama. Todavía llevaba shorts. Nada más ponerse de pie, palideció y tuvo que sentarse en la cama pesadamente—. A mí me pasa algo malo —dijo extendiendo los delgados brazos y mirándoselos—. No puedo estar de pie. Estoy molido.
—No me sorprende —dije—. Ayer escalamos montañas.
—No me acuerdo.
Le recordé nuestra visita a Flory Park.
—Mi hija solía ir a Flory Park. —Parecía perdido y solo.
—Alan, si cuando te hayas vestido, te apetece pasar un rato con John y sus padres, te llevaré con mucho gusto.
Trató de ponerse de pie, pero se le doblaron las rodillas y volvió a hundirse en la cama, con una mueca.
—Prepararé un baño caliente —dijo Eliza Morgan—. Se encontrará mejor cuando esté afeitado y vestido.
—Exacto —dijo Alan—. Agua caliente. Me quitará las agujetas.
Eliza salió del dormitorio y Alan me lanzó una mirada penetrante levantando el índice para imponerme silencio. Al fondo del pasillo, se oía caer agua en la bañera. Él movió la cabeza afirmativamente. Ahora se podía hablar con seguridad.
—Me he acordado del nombre de ese hombre brillante que puede ayudarnos. Lamont von Heilitz. Para Von Heilitz este caso sería coser y cantar.
Alan había retrocedido a los años cuarenta o cincuenta.
—Anoche fui a hacerle una visita —repuse—. No lo digas a nadie, pero ya nos ayuda.
Alan sonrió ampliamente.
—Chitón es la consigna.
Eliza volvió y lo llevó al baño. Yo bajé las escaleras y salí de la casa.
10
Crucé la calle y pulsé el timbre de la casa de enfrente. A los pocos segundos, una mujer joven, con traje de chaqueta de lino azul marino y collar de perlas, abrió la puerta. Llevaba una cartera en la mano.
—No sé quién es usted, pero yo ya tendría que estar fuera —dijo. Me inspeccionó rápidamente—. Bien, no tiene aspecto de testigo de Jehová. Apártese, que voy a salir. Podemos hablar mientras vamos hacia el coche.
Yo obedecí y ella salió y cerró la puerta con llave. Luego miró su reloj.
—Si empieza a hablarme del Reino de Dios, le doy un pisotón.
—Soy amigo de Alan Brookner —dije—. Deseo hacerle una pregunta sobre algo extraño que ocurrió ahí enfrente.
—¿En casa del profesor? —Me miró con perplejidad—. Todo lo que ocurre ahí enfrente es extraño. Pero, si es usted la persona que consiguió que adecentara el jardín, todo el vecindario está dispuesto a besarle los pies.
—Bien, yo llamé al jardinero por encargo suyo.
En lugar de besarme los pies, la mujer siguió andando con paso rápido por el sendero empedrado que conducía a la calle, donde un Honda Civil rojo brillante aguardaba junto al bordillo.
—Vale más que empiece a hablar —dijo ella—. Casi se le ha acabado el tiempo.
—Me gustaría saber si usted vio a alguien meter un coche en el garaje del profesor una noche de la semana pasada. Le pareció oír ruido en el garaje, y él ya no conduce.
—¿Hará cosa de dos semanas? Sí, lo vi. Yo regresaba de una gran cena de clientes. Alguien guardaba un coche en el garaje, y la luz estaba encendida. Me llamó la atención porque era más de la una y ahí nunca hay luces después de las nueve.
La seguí cuando rodeó el coche. Abrió la puerta del conductor.
—¿Vio el coche o a la persona que lo conducía? ¿Era un Mercedes negro deportivo?
—Lo único que vi fue bajar la puerta. Pensé que era el chico joven que va a verlo a menudo, y me sorprendió porque nunca le había visto conducir. —Abrió la puerta y me concedió otro segundo y medio.
—¿Qué noche fue? ¿Lo recuerda?
Puso los ojos en blanco y repicó en el suelo con un fino tacón.
—Un momento, un momento, fue el diez de junio. El lunes, ayer hizo dos semanas. ¿Satisfecho?
—Gracias —dije. Ella ya estaba dentro del coche, encendiendo el motor. Me aparté y el Civic salió disparado calle abajo.
El lunes 10 de junio, por la noche, April Ransom había sido golpeada y apuñalada en la habitación 218 del Hotel St. Alwyn.
Subí al Pontiac y fui hacia Pigtown.
11
La Calle 7 Sur empezaba en Livermore Avenue y abarcaba unas veinte manzanas hacia el oeste, una sucesión homogénea e ininterrumpida de casas modestas de dos plantas, con la parte baja de obra y el suelo de madera y porche plano o en pico. Algunas fachadas estaban revestidas de ladrillo y en varios de los minúsculos jardines delanteros había animales de escayola pintados de colores vivos: bambis o perros collier de ojos grandes. Una casa de cada veinte tenía una capillita con una Virgen, protegida de la lluvia y la nieve por una ondulada concha de cemento. Aquella calurosa mañana de un martes de junio había unos cuantos viejos y viejas sentados en sus porches, ojo avizor.
El número 17 estaba en la primera manzana después de Livermore, y tenía la misma orientación que nuestra casa, la quinta contando desde la esquina oeste de la calle. La pintura verde oscuro estaba desconchada y cuarteada. Todas las persianas estaban echadas. Dejé el coche abierto y subí la escalera, mientras la pareja de ancianos sentados en el porche de la casa de al lado me observaban por encima del periódico.
Pulsé el timbre. Del marco de la puerta mosquitera colgaba una tela metálica oxidada. Dentro de la casa no se oía nada. Volví a pulsar el timbre, golpeé con los nudillos el marco de la puerta mosquitera, la abrí y di unos golpes en la puerta. Nada.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —Descargué varios golpes más.
—Ahí no vive nadie —me gritó una voz.
El anciano del porche de la casa de al lado se había cruzado el periódico sobre las rodillas y tanto él como su esposa me miraban inexpresivamente.
—¿Sabe cuándo volverán?
—Se equivoca usted de casa —dijo el hombre. Su mujer asintió.
—La dirección es ésta —dije—. ¿Conocen a los que viven aquí?
—Si la dirección es ésa, siga llamando.
Me acerqué al extremo del porche. El anciano matrimonio estaba a cinco metros de mí. Él llevaba una camisa a cuadros desteñida, abrochada hasta el arrugado cuello.
—¿Quiere decir que aquí no vive nadie?
—Podría decirse de esa manera. —La mujer volvió a asentir.
—¿Está deshabitada?
—No. No creo que esté deshabitada.
—No hay nadie en casa —dijo la esposa—. Nunca hay nadie en casa.
Miré al marido, luego a la mujer y otra vez al marido. Aquello parecía una adivinanza: la casa no estaba deshabitada, pero nunca había nadie.
—¿Puedo hablar con ustedes un momento?
El hombre miró a su mujer.
—Depende de quién sea usted y de lo que quiera hablar.
Les dije mi nombre y vi que al hombre le sonaba.
—Me crie a la vuelta de la esquina, en la Calle 6 Sur. Mi padre era Al Underhill.
—¿El hijo de Al Underhill? —El hombre consultó con la mirada a su mujer—. Pase.
Cuando llegué al porche, el anciano se levantó con la mano extendida.
—Frank Belknap. Mi mujer, Hannah. Conocía a su padre. Yo trabajé treinta y un años en Glax, de soldador. Siento no poder ofrecerle una silla.
Dije que no importaba y me apoyé en la barandilla.
—¿Un vaso de limonada? Estamos a mediados de junio y hace un calor de agosto; los políticos han envenenado el tiempo.
Le di las gracias y Hannah se levantó y entró en la casa andando pesadamente.
—Si su padre aún vive, dígale que venga a vernos, que charlaremos un rato. Nunca fui con el grupo que frecuentaba La Pausa, pero me gustaría volver a ver a Al. —Frank Belknap había trabajado treinta y un años en la ajetreada y ruidosa fábrica y ahora pasaba el día en el porche con su mujer.
Le dije que mi padre había muerto hacía años. Él puso cara de resignación.
—La mayoría de aquel grupo ya han muerto —dijo—. ¿Qué le trae a la casa de al lado?
—Busco a un hombre que vivía ahí.
Hannah salió con una bandeja de plástico verde y tres vasos altos llenos de hielo y limonada. Me dio la impresión de que la mujer había esperado a oír lo que yo quería antes de salir. Cogí un vaso y bebí. La limonada estaba fresca y dulce.
—Ahí vivían los Dumky —dijo ella, acercando la bandeja a su marido.
—El matrimonio, una colección de hijos y un par de hermanos.
—Los Dumky habían alquilado la casa. —Hannah volvió a sentarse—. ¿Le gusta la limonada?
—Está muy buena.
—Preparo una jarra cada mañana y se mantiene fresca todo el día.
—¿Busca usted a uno de los Dumky?
—Yo busco al dueño de la casa, Bob Bandolier. ¿Lo recuerdan?
Frank ladeó la cabeza y me miró. Bebió lentamente un sorbo de limonada y lo mantuvo en la boca antes de tragar. No diría nada hasta saber algo más.
—Bandolier fue director de día del St. Alwyn durante mucho tiempo.
—¿Sí?
El lo sabía.
—Mi padre también trabajó allí, varios años.
Miró a su mujer.
—Al Underhill trabajó en el hotel. Conocía a Mr. Bandolier.
—Es natural.
—Eso debió de ser antes de que Al entrara a trabajar en la fábrica —dijo Frank.
—Sí. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Bandolier?
—No sabría decirle —respondió Frank—. Mr. Bandolier no era un hombre muy comunicativo.
—Los Dumky alquilaron la casa amueblada —dijo Hannah.
—¿Entonces Mr. Bandolier se marchó dejando los muebles?
—Eso hizo —dijo Frank—. Fue mientras Hannah y yo estábamos en nuestra casita de campo. Hace mucho tiempo. ¿En el setenta y dos, Hannah?
Ella asintió.
—Al volver de vacaciones, encontramos ahí a todos los Dumky. Tampoco eran muy sociables, aunque más que Mr. Bandolier. Y es que Mr. Bandolier no decía ni palabra. Pasaba por tu lado como si no te viera.
—Pero vestía como un señor. Siempre lo veías con americana y corbata. Y para trabajar en el jardín se ponía delantal. Se guardaba sus penas, y eso me parece bien.
—Mr. Bandolier era viudo —dijo Frank—. Nos lo dijo el viejo George Milton, el que me vendió esta casa. Su mujer había muerto uno o dos años antes de llegar nosotros. Tengo entendido que ella también era muy reservada.
—Al hombre le gustaba la tranquilidad. Era serio pero no adusto.
—El piso de arriba lo tenía alquilado a los Sunchana, buena gente, extranjeros pero buenas personas. En realidad, tampoco los tratábamos. Sólo buenos días. Los Sunchana se mantenían aparte.
—Hablaban de un modo un poco raro —dijo Frank—. Con acento extranjero. Pero ella era muy bonita.
—¿Sabrían ellos cómo puedo ponerme en contacto con Mr. Bandolier?
Los Belknap se sonrieron.
—Los Sunchana no se llevaban bien con Mr. Bandolier —dijo Hannah—. Hubo sus más y sus menos. El día en que se iban, al ver que cargaban cajas en un camión, yo salí a despedirlos. Theresa dijo que esperaba no volver a ver a Mr. Bandolier en toda su vida. Me explicó que tenían unos ahorrillos con los que pagarían la entrada de una casa en el lado oeste. Y, cuando se marcharon los Dumky, una de las hijas me dijo que había venido un joven con uniforme militar y les había dicho que tenían que recoger sus cosas y marcharse. Yo le dije que el Ejército de Estados Unidos de América no hace eso, pero la chica no era muy inteligente.
—¿Y ella no sabía quién era el soldado?
—No; se presentó sin más y los echó.
—La cosa no tiene sentido, pero así era Mr. Bandolier —dijo Frank—. Yo pensé que Mr. Bandolier querría volver a su casa y vivir solo y que había hecho venir a aquel individuo para que echara a los inquilinos. De modo que yo pensaba que volveríamos a ver por aquí a Mr. Bandolier. Pero no fue así, y la casa ha estado vacía desde entonces. Creo que el dueño sigue siendo Mr. Bandolier, porque nunca hemos visto un letrero de se vende.
Reflexioné mientras terminaba la limonada.
—¿Así que la casa ha estado vacía desde entonces? ¿Quién corta la hierba?
—Los vecinos nos turnamos.
—¿Y nunca han visto al soldado que mencionaron los Sunchana?
—No —negó Frank.
—Bueno… —dijo Hannah.
—Oh, esas tonterías.
—Entonces, ¿lo han visto?
—Hannah no ha visto nada.
—Quizá no fuera un soldado —dijo Hannah—, pero tampoco son tonterías.
Pregunté a la mujer qué había visto, y Frank gruñó con desagrado.
Hannah señaló a su marido con el dedo.
—Él no me cree porque no lo ha visto. Como todas las noches se acuesta a las nueve… Pero no me importa que no me crea, porque yo sé lo que veo. Yo me levanto por la noche y lo vi.
—¿Ha visto entrar a alguien en la casa?
—Dentro de la casa.
—El fantasma y Hannah —dijo Frank.
—La que lo ha visto soy yo, y no era un fantasma. Era un hombre. —Se volvió hacia mí—. Dos o tres noches a la semana, me levanto porque no puedo dormir. Bajo a la sala y me pongo a leer.
—Dile qué es lo que lees —dijo Frank.
—De acuerdo, leo novelas de miedo. —Hannah sonrió para sí y Frank me hizo una mueca de regocijo—. Las compro en el supermercado y hago la colección. Siempre tengo una empezada. Ahora estoy leyendo El dragón rojo, ¿la conoce? Cuanto más espeluznantes, más me gustan.
Frank se tapó la boca con la mano, cloqueando.
—Pero eso no quiere decir que me lo haya inventado. Yo he visto a ese hombre pasear por la sala de la casa de al lado.
—Paseando en la oscuridad —dijo Frank—. Sí.
—A veces, lleva una linterna, pero casi siempre entra, pasea un rato, se sienta. Y…
—Sigue, sigue —dijo Frank—. Dilo todo.
—Y llora. —Hannah me miraba con gesto de desafío—. Yo leo con una lamparita muy pequeña y, desde mi sillón, puedo verlo por la ventana lateral; sólo tienen un visillo de malla. Él viene aproximadamente cada dos semanas. Pasea por la sala. A veces desaparece porque va a otra habitación y yo me creo que se ha marchado. Pero luego lo veo ahí sentado, hablando solo o llorando.
—¿Y él no ve la luz?
—Probablemente no; esos dragones rojos no tienen muy buena vista —apuntó Frank.
—Es muy pequeña —dijo la mujer—. Como una cabeza de alfiler.
—¿Y nunca lo ha visto entrar en la casa?
—Me parece que da la vuelta y entra por detrás —respondió ella.
—O baja por la chimenea.
—¿Y no ha llamado usted a la Policía?
—No. —Por primera vez, ella parecía violenta.
—Lágrimas de ultratumba —dijo Frank—. Por I. O. Cateta.
—Todos los soldadores son iguales —dijo Hannah—. No sé por qué, pero les gustan las payasadas.
—¿Por qué no ha llamado a la Policía?
—Creo que es uno de esos pobres Dumky que ahora, de mayor, vuelve al lugar en que fue feliz.
—Los rústicos no hacen esas cosas —dijo Frank—. Porque todos eran unos rústicos. Hasta los pequeños se emborrachaban y se tumbaban a dormirla en la hierba. —Miró a su mujer con una amplia sonrisa—. A Hannah le gustaban porque la llamaban señora.
Ella le lanzó una mirada de reproche.
—Hay mucha diferencia entre ser ignorante y ser mala persona.
—¿Ha preguntado a otros vecinos de la calle si también lo han visto?
Ella negó con la cabeza.
—Por la noche, en este barrio no vela nadie más que yo.
—¿Mr. Bandolier vivía solo?
—Mr. Bandolier todo lo hacía solo —puntualizó Frank—. Era un país independiente.
—Quizá sea él —dije.
—Necesitaría usted un microscopio para encontrar una lágrima en Mr. Bandolier —aseguró Frank y, por una vez, su esposa pareció estar de acuerdo.
Antes de despedirme pedí a Hannah Belknap que me llamara la próxima vez que viera al hombre en la casa de al lado. Frank me señaló las casas de los otros dos matrimonios que se habían instalado en el vecindario en la misma época que los Belknap, aunque me dijo que no creía que pudieran ayudarme a encontrar a Robert Bandolier.
Uno de los matrimonios vivía en la casa de la esquina y no conservaba más que un vago recuerdo de su antiguo vecino. Les parecía «un tipo estirado y antipático» y no tenían el menor interés en hablar de él. Todavía les molestaba que hubiera alquilado la casa a los Dumky. El otro matrimonio, los Millhauser, vivían dos casas más arriba de Livermore, al otro lado de la calle. Mr. Millhauser traspuso la puerta mosquitera para hablar conmigo mientras su mujer gritaba desde una silla de ruedas situada al fondo de un sombrío pasillo. Todos compartían la antipatía general hacia Bob Bandolier. Era una vergüenza que aquella casa siguiera vacía al cabo de tantos años, pero, por otra parte, no tenían el menor deseo de volver a ver a los Dumky. Mrs. Millhauser gritó que le parecía que los Sunchana se habían mudado a… ¿cómo se llamaba el sitio…? ¿Elm Hill? Elm Hill era un suburbio de la zona oeste de Millhaven. Mr. Millhauser quería volver a entrar en casa, y yo le di las gracias por hablar conmigo. Su mujer gritó:
—¡Ese Bandolier era tan guapo como Clark Gable, pero un malvado! ¡Pegaba a su mujer! La pobre iba siempre llena de cardenales.
Millhauser me miró torciendo el gesto y dijo a su mujer que se ocupara de sus asuntos.
—Y usted podría ocuparse de los suyos —me dijo a mí. Entró en su casa y cerró la puerta.
12
Dejé el coche en la Calle 7 Sur y me encaminé al St. Alwyn. El aire era húmedo y caliente. Todo lo que había oído durante los dos últimos días me daba vueltas en la cabeza. Cuanto más me alejaba de Calle 7 Sur más inverosímil me parecía que Hannah Belknap hubiera visto a alguien. Decidí darme el gusto de conocer a Glenroy Breakstone, a pesar de que probablemente tampoco conseguiría nada. Después trataría de encontrar a los Sunchana.
El estómago me crujió y recordé que no había comido desde la noche anterior, en que cené en Jimmy’s con los Ransom. Glenroy Breakstone podía esperar hasta después del almuerzo; de todos modos, aún estaría en la cama. Cogí un ejemplar del Ledger de un puesto de venta automático que había en la esquina del Livermore y Widow Street y entré en La Cueva de Simbad, el restaurante del hotel, por la puerta de la calle.
El ambiente era más distendido que en la mañana del arresto de Walter Dragonette. La mayoría de las mesas de la pared estaban ocupadas por gente del barrio y clientes del hotel que almorzaban. La muchacha de la barra servía cerveza de barril a unos obreros rebozados de yeso. La camarera salió de la cocina con su vestido de cóctel azul y sus zapatos de tacón. Había un murmullo de animadas conversaciones. La camarera me indicó con un ademán una mesa de un rincón. A una mesa situada al otro lado del comedor estaban sentados cuatro hombres de edades comprendidas entre los veinte y los cincuenta años; tomaban café, completamente indiferentes unos a otros. Me recordaron a los hombres que habían estado sentados a la misma mesa el día del asesinato de April Ransom. Uno llevaba traje fresco; otro, chándal con capucha y pantalón sucio; y el más joven, pantalón vaquero holgado, camiseta de malla y una gruesa cadena de oro al cuello. Ellos se desentendieron de mí y yo abrí el periódico.
Millhaven seguía en un clamor. La mitad de la primera plana trataba de las concentraciones de protesta de Armory Place. El reverendo Al Sharopton había aparecido según lo prometido y se había declarado dispuesto a asaltar el Ayuntamiento él solo en caso de que los policías que no habían atendido las llamadas de los vecinos de Walter Dragonette no fuesen suspendidos o despedidos. Llenaban la parte superior de la página siguiente las fotografías del jefe de Policía y de Merlin Waterford hablando en el funeral de April Ransom, y el texto íntegro de sus oraciones fúnebres. Los tres editoriales arremetían contra Waterford y la actuación del departamento de Policía.
Mientras leía estas cosas y comía un sándwich, poco a poco, empecé a darme cuenta de lo que hacían los hombres del otro lado del comedor. Uno a uno, se levantaban a intervalos y desaparecían por una puerta situada detrás de su mesa. Cuando salía uno, entraba otro. Por la puerta se veía un pasillo gris con una hilera de barriletes de metal vacíos. Unas veces, el que salía se marchaba del restaurante y otras, volvía a sentarse a la mesa, a esperar. Los hombres fumaban y tomaban café. Cuando se marchaba uno, otro entraba de la calle y ocupaba su sitio. Casi no hablaban. Su aspecto no era ni tan arrogante como el de gángsters, ni tan furtivo como el de traficantes de droga en acto de recogida de mercancía.
Cuando me marché, de los cuatro que vi al llegar sólo quedaba el de la cadena de oro, que ya había entrado una vez. Ninguno me miró cuando pagué y crucé por debajo del arco que daba al vestíbulo del St. Alwyn.
Me olvidé de los hombres y me acerqué al mostrador, para preguntar al empleado si Glenroy Breakstone estaba en su habitación.
—Sí, Glenroy está arriba —dijo el hombre, señalando una hilera de teléfonos interiores. Sentado en el largo sofá del vestíbulo había un anciano con un traje gris de grandes solapas, fumando un cigarro y hablando entre dientes. El empleado me dijo que marcara el 925.
Una voz recia y áspera contestó:
—Aquí, la residencia de Glenroy Breakstone. Él está en casa. Si tiene algún mensaje, ahora es el momento.
—¿Mr. Breakstone?
—¿Es que no lo he dicho ya? Ahora le toca a usted.
Le dije mi nombre y que estaba en el vestíbulo. Al fondo, se oía a Nat King Colé cantar Blame It on My Youth.
—Me gustaría subir a hablar con usted.
—¿Es usted músico, Tim Underhill?
—Sólo un admirador —dije—. Hace años que me encanta su música y para mí sería un honor conocerle, pero de lo que deseo hablar es del hombre que era director de este hotel en los años cincuenta y sesenta.
—¿Quiere hablar de Bob Bandolier el Malo? —Esto era una sorpresa para él y se echó a reír—. Chico, ya nadie quiere hablar de Bob el Malo. El tema está agotado.
—Tiene que ver con los asesinatos de ROSA AZUL —dije.
Hubo una larga pausa.
—¿Es periodista?
—Probablemente podría contarle algunas cosas que usted ignora sobre esos asesinatos. He pensado que le interesarían, aunque no sea más que por James Treadwell.
Hubo otra pausa mientras él reflexionaba. Temí haber ido demasiado lejos, pero él dijo:
—¿Afirma ser un admirador de la música de jazz?
Asentí.
—Dígame quién interpretaba el solo de saxo tenor en Flyin’ Home de Lionel Hampton, quién tocaba el tenor en la orquesta de Billy Eckstein con Charlie Parker y el nombre del que escribió Lush Life.
—Illinois Jacquet, creo que Gene Ammons y Dexter Gordon, y Billy Strayhorn.
—Debí preguntar algo realmente difícil. ¿Qué día era el cumpleaños de Ben Webster?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Súbame un paquete de Luckys del mostrador.
Antes de que yo diera tres pasos hacia el mostrador, el empleado ya tenía en la mano un paquete de Lucky Strikes. Rechazó los billetes que le tendí.
—Glenroy tiene cuenta, pero casi nunca le cargo los cigarrillos. Qué diantre, es Glenroy Breakstone.
—Como si yo no lo supiera —dije.
13
La puerta negra mate de la habitación 92 5 estaba al fondo de un largo pasillo, a la derecha de los ascensores, en el último piso del hotel St. Alwyn. El empapelado era amarillo con dibujos. Llamé a la puerta. Abrió un hombre anguloso de metro setenta de estatura, pelo blanco muy corto y ojos brillantes que me miraron con curiosidad. Llevaba camiseta negra con la inscripción LAREN JAZZFEST en el pecho y pantalón holgado, también negro. Tenía la cara más delgada y los pómulos más acusados que cuando grabó Blue Rose. Alargó la mano hacia los cigarrillos y sonrió con dientes blancos y sanos. Se oía cantar a Nat King Colé detrás de él.
—Pase, pase —me dijo—. Me ha intrigado más de lo que debería estar un anciano. —Lanzó el paquete de cigarrillos a una mesa y me hizo entrar en la habitación.
El sol que penetraba por las grandes ventanas situadas frente a la puerta, caía sobre una larga alfombra navajo de colores vivos, un telescopio con pie de metal negro y una mesa octogonal cargada de partituras, discos compactos y libros en rústica. Fuera del sol, había varios sillones frente a un aparador muy largo y con altavoces a cada extremo. Ocupaban la pared dos grandes pósters enmarcados, uno de la Grande Parade du Jazz de Niza y el otro, de un recital en el Concertgebouw de Amsterdam. El nombre de Glenroy Breakstone figuraba en los dos de forma destacada. En las estanterías, llenas de discos, había varias fotografías: un Breakstone más joven, en un camerino con Duke Ellington, con Benny Cárter y Ben Webster, tocando en un escenario al lado de Phil Woods y Scott Hamilton.
En el suelo, puestos de pie como si fueran maletas, había dos estuches de saxo tenor, y a su lado, en un soporte, un saxo barítono y un clarinete con la boquilla montada. La habitación olía ligeramente a tabaco, disimulado sólo en parte por el incienso.
Me volví y, al ver que Glenroy Breakstone me observaba sonriendo, comprendí que había advertido mi sorpresa.
—No sabía que tocara el clarinete y el barítono —dije.
—No los toco más que en esta habitación —respondió—. En 1970 me compré un soprano en París, pero me sentí tan frustrado que lo regalé. Ahora estoy pensando en comprarme otro, para volver a sentirme frustrado.
—Me gusta Bine Rose —dije—. Anoche lo escuché.
—Sí, esos álbumes de baladas gustan mucho. —Me miró con gesto ligeramente divertido—. Las personas como usted deberían comprar discos nuevos en lugar de poner los viejos una y otra vez. El año pasado grabé uno en Italia con Tommy Flanagan. Usamos el trío de Tommy… me gusta lo que salió. —Se dirigió hacia la puerta del dormitorio—. ¿Quiere un zumo de fruta o algo? Tengo zumos muy buenos: mango, papaya, fruto de pasión, lo que quiera.
Dije que tomaría lo mismo que él, y entró en el dormitorio. Contemplé los pósters y las fotografías.
Salió con dos vasos largos y me tendió uno. Señaló con el vaso lo que yo había estado mirando.
—¿Ve lo que ocurre? Sólo se trabaja en el extranjero. Dentro de una semana, voy a Francia para los festivales. Allí grabaré un disco con Warren Vaché; ya está todo decidido. Pasaré el resto del verano en Inglaterra y Escocia. Si tengo suerte, me meteré en un crucero y haré un par de veladas de jazz. Parece mucho trabajo, pero no lo es. Paso mucho tiempo aquí, ensayando y escuchando a la gente que me gusta. A decir verdad —sonrió otra vez—, yo también escucho discos viejos casi siempre. ¿Le gusta el zumo? —Esperaba que yo le dijera qué era.
Bebí un sorbo. Ni idea.
—¿Es mango?
Me miró con desagrado.
—Ya veo que no entiende mucho de zumos. Eso es papaya. ¿Se da cuenta de lo dulce que es? Es una dulzura natural.
—¿Cuánto hace que vive en el St. Alwyn?
Él meneó la cabeza.
—Mucho tiempo. La primera vez que me alojé aquí fue en el cuarenta y cinco. Tenía una habitación del tercer piso. Una habitación pequeñita. Aquellos años iba con Basie y casi nunca paraba mucho tiempo en el mismo sitio. Cuando formé mi propia orquesta, me trasladaron al quinto piso, al fondo, porque yo quería poder ensayar en la habitación. En el sesenta y uno, Ralph Ransom me dijo que podía mudarme a una de las habitaciones grandes del séptimo piso, pagando lo mismo, porque el que la ocupaba había muerto. Fue un gesto de buena voluntad de Ralph, porque en aquella época la música andaba de capa caída y a veces yo no podía pagar la habitación. Cuando Ralph vendió el hotel, hice un trato con los nuevos dueños, subí aquí arriba y me aseguré bien.
Le pregunté qué quería decir.
—Yo dispongo de la única habitación del hotel con cerraduras nuevas.
Recordé haber oído que las cerraduras del St. Alwyn eran malas.
—¿Para que uno al marcharse pudiera llevarse la llave, volver al cabo de un año y entrar en la misma habitación?
—Lo único que sé es que perdí mi tenor Balanced Action y un clarinete nuevo, y que eso no volverá a ocurrir. Tal como se han puesto las cosas, con una de esas cerraduras, al volver, puedes encontrarte con un cadáver aparcado en tu casa. Y, si eres un poli de Millhaven, quizás hasta seas tan idiota como para pensar que te lo ha dejado un muchacho llamado Walter Dragonette. —Se apartó de la pared y señaló un sillón—. Ya he hablado bastante y me parece que ahora es su turno, Mr. Underhill.
Nos sentamos a uno y otro lado de una mesa baja y cuadrada en la que había un cenicero, un encendedor, un paquete de Luckies y un objeto plano que parecía un espejo plegado dentro de un estuche. En el estuche estaba estampada la foto de Krazy Kat. Al lado había una caja de madera con incrustaciones. Breakstone dejó el vaso al lado de la caja y encendió un cigarrillo.
—¿Usted cree poder contarme algo nuevo acerca de los asesinatos de ROSA AZUL? Me interesa. —Me miró sin asomo de humor—. Por James Treadwell.
Le hablé de Glendenning Upshaw y Buzz Laing y de cómo creía que había muerto William Damrosch. Breakstone se excitaba por momentos.
—Ya sabía yo que la gente se equivocaba con Bill Damrosch —dijo—. Entre otras cosas, Bill solía ir a vernos de vez en cuando cuando tocábamos en aquel club de la Calle 2, el bar musical Negro y Tostado. Dicen que se emborrachaba y se quedaba inconsciente, pero yo nunca lo vi. Lo cierto es que le gustaba nuestra música.
Dio una chupada al cigarrillo, exhaló y me miró muy serio.
—De modo que el viejo Upshaw mató a Bill. Pero ¿quién mató a James? James se crio a la vuelta de la esquina de casa de mis padres, y cuando me enteré de que sabía tocar, lo puse en mi orquesta. De eso hace cuarenta años. No pasa semana sin que me acuerde de James.
—Un asesinato marca a los supervivientes —dije.
Él me miró, sorprendido, y asintió.
—Sí; tienes razón. Después de aquello, estuve dos meses sin poder tocar el saxo. —Se quedó pensativo un momento, y el disco de Nat King Colé dejó de sonar. Breakstone no pareció notarlo—. ¿Por qué dice que quien lo mató probablemente lo conocía de vista?
—Creo que trabajaba en el hotel —dije, y le referí parte de lo que Tom Pasmore y yo habíamos comentado.
Él ladeó la cabeza y me miró casi con picardía.
—¿Conoce a Tom? ¿Va usted a verle a su estupenda guarida allá en el lago, para charlar?
Asentí, recordando cómo Tom había guiñado el ojo al buscar la dirección de Breakstone.
—¿Por qué no lo dijo antes? De vez en cuando, Tom y yo pasamos una noche en blanco escuchando música. A él le gusta oír mis viejos discos de Louis Armstrong. —Permaneció pensativo unos momentos y luego sonrió, asombrado por lo que acababa de ocurrírsele—. Por fin Tom va a centrarse en ese asunto de ROSA AZUL. Debía de estar esperando que llegara usted para ayudarle.
—No; es por los nuevos crímenes, el de la mujer que apareció en la antigua habitación de James y el del callejón.
—Sabía que él lo vería —dijo Breakstone—. Lo sabía. La Policía no ve esas cosas, pero Tom Pasmore sí. Y también usted.
—Y el marido de April Ransom. Él me hizo venir.
Glenroy Breakstone me preguntó cómo había sido y yo le hablé de John y de El hombre dividido, y hasta de mi hermana.
—¿La niña era hermana suya? Entonces su padre era Al, el ascensorista. —Me miró, intrigado.
—Sí; el mismo.
—Al era una buena persona. —Quería cambiar de conversación y se volvió hacia las brillantes ventanas—. Siempre pensé que lo que le ocurrió a su hermana tenía relación con lo que vino después. Pero, cuando Bill apareció muerto, a nadie le importó la verdad, con tal de que el caso pareciera resuelto.
—¿Y eso pensaba también Damrosch?
—Me lo dijo abajo, en el bar. —Terminó el zumo—. ¿Quiere que recuerde quiénes fueron despedidos por aquel entonces? Ralph Ransom nunca despedía a nadie directamente. De eso se encargaban Bob Bandolier y Dicky Lamben, el director de noche.
Por consiguiente, quizás había sido el asunto de la ROSA AZUL lo que había obligado a Bandolier a cambiar su número de teléfono un par de veces.
—Veamos. Que yo recuerde, despidieron a un botones que se llamaba Tiny Ruggles. Tiny solía entrar en las habitaciones vacías y se llevaba toallas y tonterías. Bob el Malo lo sorprendió y lo despidió. Y, luego, un tal López, le llamábamos Nando, que trabajaba en la cocina. Nando estaba loco por la música cubana y tenía un par de discos de Machito que me hacía escuchar a veces. Bob Bandolier lo echó porque decía que comía demasiado. Nando tenía un amigo llamado Eggs, Eggs Benson, pero nosotros le llamábamos Eggs Benedict. Bob también le dio el pasaporte y él y Nando se marcharon a Florida, según creo. Eso ocurrió uno o dos meses antes de que mataran a James y a los demás.
—O sea que ésos no mataron a nadie.
—Sólo a un montón de botellas. —Frunció el entrecejo mirando su vaso vacío—. La bebida y los hurtos, ésas eran las causas principales de los despidos. —Pareció violento durante un momento y trató de suavizarlo—. La verdad es que todo el que trabaja en un hotel se apropia de algo de vez en cuando.
—¿Se le ocurre alguien más que tuviera algo en contra de Ralph Ransom?
Glenroy meneó la cabeza.
—Ralph era un buen hombre. Nunca tuvo enemigos. Dicky y Bob Bandolier quizá se hicieron enemigos por eso de despedir a la gente y pedir comisiones. Creo que Dicky tenía un trato con la lavandería. Cosas por el estilo.
—¿Qué fue de él?
—Murió de repente hace veinte años. Cayó fulminado en el bar. Una embolia.
—¿Y Bob Bandolier?
Glenroy sonrió.
—Ése es el que hubiera debido tener la embolia. Dicky era una persona amable, pero Bob era un verdadero hueso. El tío más adusto que he conocido. ¡Un cabo de varas! Bob el Malo, desde luego. Ése no era trabajo para él: a Bob el Malo hubieran tenido que encargarle de los wáters. Los hubiera hecho brillar como luces de Navidad. Pero no debieron encargarle de las personas, porque las personas nunca son tan irreprochables como Bob Bandolier deseaba. —Movió la cabeza y encendió otro cigarrillo—. Bob mantenía la compostura delante de los clientes, pero al personal le hacía la vida imposible. Aquel hombre actuaba como un pequeño dios. En realidad, él no te veía, nunca veía a los demás; él no veía más que si ibas a chincharle o no. Y cuando la emprendía con la religión…
—Ralph me dijo que era muy religioso.
—Bien, hay diferentes maneras de ser religioso. La iglesia a la que yo iba de niño trataba de la bienaventuranza. La gente estaba siempre cantando, cantaba gospel. Pero Bob… Bob pensaba que la religión sólo servía para castigar. Según Bob, en el mundo todo era maldad. Cuando la emprendía con sus cosas, siempre acababa soltando un sermón espeluznante.
Se echó a reír, realmente divertido por un recuerdo.
—Un día, a Bob el Malo se le ocurrió que todo el personal de día debía reunirse para rezar antes de empezar el turno. Los convocó a todos en la cocina cinco minutos antes de la hora. Creo que la mayoría acudió, pero Bob Bandolier empezó a decir que Dios todo lo veía y que si no hacías bien tu trabajo haría que te arrancaran las uñas para toda la eternidad… Se enrolló de tal manera que el turno empezó con diez minutos de retraso y Ralph le dijo que se habían acabado las reuniones de oración.
—¿Todavía vive?
—Creo que un individuo tan asqueroso como él no puede morir. Se retiró en el setenta y uno o setenta y dos, creo. Probablemente se marchó a algún sitio en el que pudiera amargar la existencia a mucha gente.
Bandolier se había retirado un año antes de desaparecer y dejar la casa a los Dumky.
—¿Tiene idea de dónde podría encontrarlo?
—Viaje por ahí hasta que encuentre un lugar en el que se oiga rechinar los dientes a todo el mundo al unísono, es lo único que puedo decir. —Volvió a reír—. Vamos a poner música. ¿Qué quiere oír?
Le pregunté si le importaba poner su nuevo trabajo con Tommy Flanagan.
—Si usted puede soportarlo, yo también. —Se levantó de un salto, sacó un disco de la estantería, lo puso en el aparato y pulsó un par de botones. Por los altavoces salió aquel sonido rico e incandescente que interpretaba una pieza de Charlie Parker titulada Bluebird. Glenroy Breakstone tocaba con toda su vieja y apasionada imaginación, y todavía podía hacer danzar en el aire unas frases largas y fluidas.
Le pregunté por qué había vivido siempre en Millhaven en lugar de irse a Nueva York.
—Desde aquí puedo ir a todas partes. Dejo el coche en el aeropuerto O’Hare y en menos de dos horas estoy en Nueva York, si tengo algo que hacer allí. Y Millhaven es mucho más barato que Nueva York. Además, aquí estoy al corriente de casi todo lo que se cuece, ¿comprende? Sé lo que tengo que evitar, por ejemplo, a gente como Bob Bandolier. Con asomarme a la ventana veo aproximadamente la mitad de lo que pasa en Millhaven.
Esto me hizo pensar en lo que había visto en el restaurante y se lo pregunté.
—¿Los individuos de la mesa del fondo? —exclamó—. A eso me refería, eso es lo que hay que evitar.
—¿Son delincuentes?
Entornó los ojos y sonrió.
—Digamos que son gentes que saben cosas. Hablan con Billy Ritz. Él puede ayudarles o no, pero ellos saben que Billy Ritz puede hacer que las cosas les vayan mucho peor, si lo dejan al margen.
—¿Es un gángster? ¿Uno de la mafia?
Glenroy apretó los labios y meneó la cabeza.
—Nada de eso. Él es un intermediario. Un contacto. No quiero decir que no haga algo sucio de vez en cuando, pero sobre todo hace tratos. Y si no hablas con Billy Ritz para que él hable con la gente con la que habla, puedes tener graves disgustos.
—¿Y qué ocurre si no entras en el juego?
—Imagino que puedes encontrarte con que hace tiempo que has entrado en el juego sin saberlo.
—¿Con quién habla Billy Ritz?
—Si vives en Millhaven, te conviene ignorarlo.
—¿Tan corrompido está Millhaven?
Meneó la cabeza.
—Es un intermediario, ayuda a los dos lados. Verá, todo el mundo necesita a alguien como Billy. —Me miró, tratando de adivinar si era tan ingenuo como aparentaba. Luego miró su reloj—. Es posible que pueda echarle un vistazo. A esta hora Billy suele cruzar Widow Street para ir a hacer algún negocio al bar de ahí delante.
Se puso en pie y yo le seguí hasta la ventana. Miramos a la calle, nueve pisos más abajo. La sombra del St. Alwyn oscurecía Widow Street y caía en diagonal sobre los edificios de ladrillo del otro lado. Un hombrecito con una pequeña gorra de béisbol entró en la tienda de comestibles de la esquina y una mujer diminuta empujaba un cochecito del tamaño de un guisante en dirección a Livermore Avenue.
—Un hombre como Billy tiene que ser metódico —dijo Glenroy—. Él necesita que la gente sepa dónde encontrarlo.
Un coche de la Policía subía por Widow Street y paró delante del viejo edificio de apartamentos de ladrillo rojo, frente a la tienda de empeños. Un policía de uniforme se apeó y subió por la acera hasta la tienda de comestibles. Era Sonny Berenger, el que parecía un árbol azul ambulante. Se abrió la puerta del bar y un hombre que parecía un tonel con camisa blanca y pantalón gris salió y se apoyó contra la pared. Sonny pasó por su lado sin mirarle.
—¿Es él?
—No; ese es Frankie Waldo. Se dedica a la venta de carnes al por mayor. Carnes Idaho. Cuando el hotel tenía servicio de habitaciones, Idaho servía toda la carne que se consumía, excepto durante un par de años. Pero Billy se retrasa, y Frankie está ansioso de hablar con él. Debe de preguntarse por qué no viene.
Frankie Waldo estuvo mirando fijamente la puerta del St. Alwyn hasta que Sonny salió de la tienda de comestibles con dos recipientes de café. Antes de que Sonny llegara, Waldo entró en el bar. Sonny volvió a su coche. Una furgoneta y un camión pasaron y doblaron por Livermore. El coche patrulla se apartó del bordillo y siguió calle arriba.
—Ahí viene —dijo Glenroy—. Ahora atención a Frankie.
Vi la copa y el ala de un sombrero gris oscuro echado hacia atrás en la cabeza de un hombre que cruzaba la acera por delante de la puerta del hotel. Frankie Waldo volvió a salir del bar y sostuvo la puerta. Billy Ritz bajó de la acera y empezó a cruzar Widow Street. Llevaba un traje gris holgado y de hombros anchos y andaba sin prisas, casi con indolencia.
Ritz se acercó a Waldo y dijo algo que tuvo el efecto de hacer que éste casi se derritiera de alivio. Waldo dio una palmada en la espalda a Ritz, que entró como un rey. Waldo le siguió antes de que la puerta se cerrara.
—Ya ve, Billy reparte buena voluntad. —Glenroy se apartó de la ventana—. De todos modos, eso es lo más que desea uno acercarse a Billy Ritz.
—Quizá le dijo que el St. Alwyn va a volver a dar servicio de habitaciones.
—Ojalá.
Nos apartamos de la ventana y Glenroy Breakstone me miró de un modo que me hizo pensar que ya le había quitado bastante tiempo. Cuando empezaba a ir hacia la puerta me asaltó una idea.
—Imagino que Carnes Idaho abastecía al hotel en la época de los asesinatos de ROSA AZUL.
—Teóricamente.
Le pregunté qué quería decir.
—¿Recuerda que le dije que los directores obtenían algunas comisiones? Lamben: gorroneaba en la lavandería y Bob el Malo, en la carne. Ralph Ransom nunca se enteró. Bob hizo imprimir facturas falsas que, cuando llegaban a la mesa de Ralph, ya llevaban el «pagado».
—¿Y usted cómo lo descubrió?
—Me lo contó Nando, una noche que estaba trompa. Él y Eggs descargaban el camión por la mañana, al empezar el turno. Pero usted esto ya lo sabía, ¿no?
—¿Cómo iba a saberlo?
—¿No ha dicho que el St. Alwyn era lo que relacionaba a todas las víctimas de ROSA AZUL?
Entonces descubrí de qué me hablaba.
—¿La carne la suministraba Heinz Stenmitz?
—Por supuesto. ¿Cómo, si no, iba a estar relacionado con el hotel?
—Eso nadie lo dijo a la Policía.
—No había por qué.
Di las gracias a Glenroy y me dirigí hacia la puerta, pero él no se movió.
—No me ha preguntado qué pienso de la forma en que murió James. Ésa es la razón por la que le dejé subir.
—Creí que me había dejado subir porque sabía quién había compuesto Lush Life.
—Todo el mundo tendría que saber quién escribió Lush Life —dijo—. ¿Le interesa o no? Yo no puedo decirle quién fue despedido entonces ni puedo decirle dónde está Bob Bandolier ahora, pero puedo decirle lo que sé de James. Si tiene tiempo.
—Por favor —dije—. Ha sido una falta de consideración no preguntarlo.
Dio un paso hacia mí.
—Y que lo diga. Escúcheme. James fue asesinado en su habitación, ¿verdad? En su cama, ¿verdad? ¿Sabe qué llevaba puesto?
Negué con la cabeza, maldiciéndome por no haber leído con más atención los informes de la Policía.
—No llevaba absolutamente nada. ¿Y qué significa eso? —No me dio tiempo de contestar—. Significa que se levantó de la cama para abrir la puerta. Él conocía al que llamaba. James podía ser joven, pero no era idiota más que para una cosa: las mujeres. James quería follar con todas las chicas guapas que veía. En este hotel había camareras muy bonitas y, en la época en que tocábamos en el club Negro y Tostado, James andaba con una tal Georgia McKee.
—¿Cuándo fue?
—En setiembre del cincuenta. Dos meses antes de que lo mataran. Él la dejó, como las dejaba a todas cuando se cansaba. Había empezado a salir con una que trabajaba en el club. Georgia solía ir a armar escándalo, hasta que le prohibieron la entrada. Quería que James volviera con ella. —Glenroy recalcaba las frases, para asegurarse de que yo las entendía—. Siempre pensé que Georgia McKee entró en la habitación de James, lo mató e hizo que pareciera que se lo había cargado el mismo que se cargó a la puta. Él le abrió la puerta. O la abrió ella con su llave. Es lo mismo. James no hubiera armado jaleo, si pensó que ella quería meterse en la cama con él.
—¿No lo dijo a la Policía?
—Lo dije a Bill Damrosch, pero para entonces Georgia McKee ya se había marchado.
—¿Qué fue de ella?
—Inmediatamente después de que asesinaran a James, ella dejó el hotel y se fue a Tennessee. Creo que tenía familia allí. Si quiere que le sea sincero, deseo que la hayan apuñalado en un bar.
Nos miramos en silencio durante unos segundos.
—James hubiera debido vivir más —dijo Glenroy al fin—. Él tenía mucho que ofrecer.
14
Aún era temprano para llamar a Tom Pasmore, de modo que pregunté al recepcionista si tenía una guía telefónica de Millhaven. Entró en su oficina y salió con un libro grueso.
—¿Qué tal está Glenroy esta tarde?
—Muy bien —dije—. ¿No está siempre bien?
—No; pero siempre es Glenroy —dijo el empleado.
Asentí, y busqué en la S. David Sunchana vivía en North Bayberry Lañe, una dirección que parecía pertenecer a Elm Hill. Escribí el número en el papel que me había dado Tom y entonces se me ocurrió buscar también el número de Oscar Writzmann, de Fond du Lac Drive. Quizás él pudiera decirme algo acerca del misterioso William Writzmann.
Desde el teléfono público del vestíbulo del St. Alwyn, marqué el número de los Sunchana y lo dejé sonar bastante antes de colgar. Debían de ser los únicos residentes de Elm Hill que no tenían contestador.
Salí a la calle y me encaminé hacia la casa de Bob Bandolier. Él debía de saber algo, pensé. Quizás había visto a Georgia McKee salir de la habitación de James Treadwell y, en lugar de denunciarla a la Policía, le hacía chantaje.
Torcí por South Seventh con la mirada baja y ya casi había dejado atrás la casa de los Millhauser, cuando vi a Frank Belknap que me hacía señas desde su jardín. Hizo ademán de que me quedara donde estaba. Salió a la acera y se acercó rápidamente, al tiempo que volvía la cabeza para mirar a su porche y me indicaba que retrocediera hacia Livermore.
—He dicho a Hannah que salía a dar una vuelta —dijo—. He ido arriba y abajo de la calle cuatro veces, por si volvía usted.
Señaló la avenida con un movimiento de cabeza y nos alejamos lo suficiente como para que él pudiera estar seguro de que su esposa no le veía hablar conmigo.
—¿De qué se trata? —pregunté.
Él aún luchaba consigo mismo.
—Yo vi al soldado, el que echó a los Dumky de la casa. Volvió al día siguiente, a revisar la casa. Hannah había salido a comprar. Cuando él se marchaba, me acerqué a saludarle y estuvo conmigo más que grosero. A decir verdad, me asustó. No era muy alto, pero parecía peligroso: aquel tipo podía haberme matado con toda facilidad, y yo me di perfecta cuenta de ello.
—¿Qué pasó? ¿Le amenazó?
—Pues sí. —Belknap me miró con el entrecejo fruncido—. Creo que aquel tipo acababa de volver de Vietnam y que era capaz de cualquier cosa. Quiero que sepa que yo respeto a nuestros soldados y pienso que lo que hicimos con esos chicos es una vergüenza; pero aquel hombre era especial.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo que tenía que olvidarme de que le había visto. Que si hablaba de él o de lo que él hiciera, incendiaría mi casa. Y lo decía en serio. Daba la impresión de haber incendiado más de una casa, como se les veía hacer en los telediarios, con los Zippos. —Frank se acercó y pude oler su aliento agrio—. Dijo que no habría problemas mientras para mí él no existiera.
—Entiendo —dije.
—¿Se hace una idea?
—Es el hombre que Hannah ve por las noches.
Él asintió como si tuviera la cabeza montada en un cojinete.
—Yo siempre le digo que son imaginaciones suyas. Quizá no sea él. Cuando él me amenazó era el año setenta y tres. Pero le diré una cosa: si es él, no sé qué viene a hacer a esa casa, pero seguro que no viene a llorar.
—Gracias por decírmelo.
Me miró con aire de duda, como si no estuviera seguro de no haber cometido un error.
—He pensado que usted podría saber quién es.
—¿Llevaba uniforme cuando usted lo vio?
—Sí; me dio la impresión de que aún no tenía ropa de paisano.
—¿Qué clase de uniforme?
—Una guerrera con botones de latón, pero sin insignias, como si se las hubieran arrancado.
Eso no me servía de ayuda.
—Y no volvió a dar señales de vida hasta que Hannah empezó a verlo por las noches en la casa.
—Yo confiaba en que hubiera muerto. Quizá sea otro el que ella ve ahí dentro, ¿no cree?
Le dije que no lo sabía y él volvió a su casa andando despacio. Se volvió a mirarme un par de veces, como si aún se preguntara si había hecho bien.
15
Subí al Pontiac blanco y volví a salir a Livermore, a través del valle ya en sombras.
Dejé la autovía para ir por el desvío de Elm Hill y recorrí al azar una serie de calles tranquilas, buscando Bayberry Lañe. En Elm Hill primaban las casas de dos plantas imitación estilo colonial o tipo rancho, con viejos columpios en los alargados jardines traseros y artísticas placas colocadas en postes junto a la entrada de coches —los Harrison, los Bernhardt, los Reynolds—. Casi todos los buzones tenían el tamaño de la mitad del cubo de la basura y estaban decorados con patos en vuelo, establos rojos junto a estanques o salmones saltarines.
En el centro de Elm Hill, entré en el aparcamiento de un semicírculo de tiendas coloniales grises. Si tenías una cuerda, podías atar el coche a un travesaño. Al otro lado de la calle se alzaba la colina en que antes crecieran los olmos que habían dado nombre al lugar. Ahora había una placa conmemorativa y dos senderos que se cruzaban en ángulo recto con bancos de granito. Compré un plano en una librería de artificial aire antiguo y me dirigí a uno de los bancos del otro lado de la calle. Bayberry Lañe empezaba precisamente detrás del centro comercial, en eh Ayuntamiento, bordeaba un estanque y continuaba casi un kilómetro hasta encontrar Plum Barrow Way, que, en dirección norte, salía directamente a la autovía.
La primera media docena de casas más próximas al achaparrado Ayuntamiento eran modestos y deteriorados cubos de madera con porches agregados, y databan de los años veinte y treinta; eran las más modestas que había visto en Elm Hill. Una vez Bayberry Lañe dejaba atrás el estanque, volvías a estar rodeado de casas coloniales blancas y grises. Yo iba mirando los números. Finalmente, llegué a una hilera de viejos robles que debían de haber marcado los límites de una finca rústica.
Al otro lado de los robles había una granja de dos plantas ligeramente destartalada, con un porche rodeado de tela metálica, que desentonaba del vecindario. Pegados a la casa se veían dos tanques de propano y un camino surcado de roderas conducía en línea recta desde la calle hasta un garaje de madera adosado, con puerta de bisagras. El descolorido número del sencillo buzón concordaba con el de mi pedazo de papel. Los Sunchana habían comprado la granjita y visto crecer a su alrededor una optimista imitación de Riverwood. Subí por el ondulado camino hasta la puerta del garaje, apagué el motor y bajé del coche.
Pasé junto al porche y empujé la puerta, que cedió. Entré en el porche, largo y estrecho. En el centro, debajo de una ventana, había varios sillones de mimbre blanqueados por el sol. Llamé con los nudillos a la puerta de la casa. No hubo respuesta. Yo sabía que no la habría. Al fin y al cabo, yo sólo pretendía escapar de los Ransom. Me volví y vi a un hombre que me miraba desde la hilera de robles del otro lado de la calle.
La malla de la tela metálica lo convertía en una línea de puntos negros. Por un instante sentí una amenaza real e, instintivamente, me hice a un lado y me agaché detrás de uno de los sillones de mimbre. El hombre no se había movido, pero había desaparecido.
Me puse en pie, lentamente. Todos los nervios de mi cuerpo aullaban. El hombre se había desvanecido en la columna de robles, salí por la puerta mosquitera y fui hacia Bayberry Lañe, espiando los movimientos entre los árboles. Podía ser un vecino, pensé, que se preguntara qué estaba haciendo yo en el porche de los Sunchana.
Pero sabía que no era un vecino.
No había movimiento en la hilera de robles. Crucé la calle en diagonal, para poder ver entre los árboles. Los separaban unos dos metros de hierba. No había otro ser humano en todo lo que se divisaba. Los árboles terminaban en la calle de detrás de Bayberry, que debía de ser el límite de la vieja propiedad. Fuera de mi vista, en el dédalo de calles de la parte oriental de Elm Hill, un coche arrancó y se alejó acelerando. Me volví hacia el sonido, pero sólo vi columpios y fachadas posteriores. Todavía me latía con fuerza el corazón.
Volví a cruzar la calle y esperé media hora, sentado en el Pontiac, a que regresaran los Sunchana. Finalmente, escribí mi nombre y el número de teléfono de John al pie de una nota en la que decía que deseaba hablar con ellos acerca de Bob Bandolier. Arranqué la hoja del bloc y volví a cruzar el porche. Hice girar el picaporte y la puerta de la casa se abrió. Sentí un residuo de la sensación de peligro que había experimentado hacía rato, como si aquella casa vacía encerrara una amenaza.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —grité asomándome a la habitación, pero sin esperar respuesta. Puse la nota en el reluciente suelo de madera de la sala, delante de una alfombra marrón ovalada, cerré la puerta y volví al coche.
16
Dos salidas al este del estadio, tomé por la avenida Teutonia, que, en diagonal, me llevaba hacia el norte, la amplia zona residencial del centro de Millhaven. Yo no estaba seguro de la situación de Fond du Lac Drive, pero me parecía que cruzaba Teutonia, y recorrí un trecho de pequeñas tiendas y restaurantes de comida rápida, mirando los rótulos de las calles. Al llegar al semáforo de Fond du Lac Drive, hice un rápido cálculo y torcí a la derecha.
Fond du Lac Drive era una calle ancha, de seis carriles, que empezaba en el lago y cruzaba el centro de Millhaven en diagonal. En esta zona tan occidental no había árboles en las blancas aceras y el sol cocía las hileras de edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares de los años treinta que se extendían a cada lado de la calle. Desde que había arrancado de Elm Hill, había mirado por el retrovisor a cada dos o tres segundos.
Una de tres casas idénticas, de piezas de hormigón, con el número 5460, tenía postigos negros y tejado plano. Las tres estaban pintadas del mismo tono amarillo pálido. Los dueños de las casas de cada lado habían tratado de suavizar el adusto exterior plantando arriates de flores a lo largo de los senderos y alrededor de la casa, pero la de Oscar Writzmann parecía una cárcel con postigos.
Antes de llamar, miré arriba y abajo de la desierta calle.
—¿Quién es? —dijo una voz desde el otro lado de la puerta.
Di mi nombre.
La puerta se abrió parcialmente. A través de la tela metálica vi a un hombre alto, corpulento, de más de setenta años, que me miraba fijamente. Lo que vio no le pareció amenazador, porque acabó de abrir la puerta y se acercó a la mosquitera. Tenía el pecho abombado y el cuello grueso, era como un atleta viejo y llevaba shorts caqui y raída camiseta azul.
—¿Me busca a mí?
—Si es Oscar Writzmann, sí señor.
Abrió la puerta mosquitera y se adelantó, llenando el vano. Mantenía la puerta abierta con el hombro. Me miró desde arriba con curiosidad.
—Aquí me tiene. ¿Qué desea?
—Mr. Writzmann, he pensado que quizá pueda usted ayudarme a localizar un directivo de una empresa de Millhaven.
Ladeó la barbilla con expresión escéptica y divertida a la vez.
—¿Está seguro de que busca a Oscar Writzmann? ¿A este Oscar Writzmann?
—¿Sabe algo de la empresa Financiera Elvee?
El hombre pensó un momento.
—No.
—¿Ha oído hablar de Andrew Belinski o León Casement?
Negó con la cabeza.
—El otro directivo se llamaba Writzmann, y como usted es el único Writzmann que aparece en la guía, es mi última posibilidad.
—¿De qué va la cosa? —Se inclinó hacia delante, todavía sin hostilidad, pero ya sin aire amistoso—. ¿Y se puede saber quién es usted?
Repetí mi nombre.
—Estoy tratando de ayudar a un viejo amigo y deseamos información de la compañía Elvee.
Frunció el entrecejo.
—Al parecer, el único directivo real de Elvee es un tal William Writzmann. No podemos ir a las oficinas porque…
Acabó de salir, bajó el peldaño y me golpeó el pecho con el índice:
—¿A usted le parece que Oscar suena como William?
—Pensé que usted podría ser su padre.
—No me importa lo que usted pensara. —Volvió a golpearme en el pecho y dio otro paso adelante, haciéndome retroceder—. No me gusta que vengan a marearme los gilipollas liantes, y si no sale inmediatamente de mi propiedad le parto la cara.
Hablaba en serio. Su cólera crecía.
—Sólo he venido a ver si usted podía ayudarme a encontrar a William Writzmann. Eso es todo. —Levanté las manos, para indicarle que no buscaba pelea.
El hombre se abalanzó sobre mí con la cara crispada. Di un salto atrás en el momento en que un puño enorme me oscurecía la visión removiendo el aire delante de mi cara. Él se quedó a un paso, con los puños apretados y la cara roja de indignación.
—Ya me marcho —dije—. No quería molestarle.
Él bajó las manos.
Permaneció delante de la casa hasta que subí al coche. Luego dio media vuelta y regresó andando pesadamente.
Yo volví a Ely Place y a mi verdadero trabajo.