1
Después de ducharme, ponerme ropa limpia y seca y trabajar durante una hora aproximadamente, me senté en la cama y llamé a Tom Pasmore. En Allentown, Pennsylvania, no habían matado a ninguna Jane Wright, ni en mayo ni en ningún otro mes de 1977, pero en los Estados Unidos había muchos Allentown, y estaba investigándolos todos. Me dijo que, tan pronto como encontrara el Allentown que nos interesaba, repasaría las crónicas de Tangent. Tom tenía muchas cosas que decirme de Franklin Bachelor. También tenía ideas acerca de lo que había que hacer a continuación, todas las cuales me parecieron peligrosas. Cuando acabamos de hablar, volví a sentir hambre y decidí bajar a ver si en el frigorífico había algo más que vodka.
Cuando iba hacia la escalera, oí parar un coche con un chapoteo delante de la casa y me acerqué a la ventana del extremo del pasillo. Junto al bordillo había un taxi verde oscuro. Torrentes de agua azotaban la calle y las gotas levantaban salpicaduras del techo del taxi. A través de la cortina líquida, pude leer las palabras TAXIS MONARCH y un número de teléfono local pintados en la puerta. John Ransom estaba inclinado hacia el asiento de delante, discutiendo con el taxista. Yo corrí al cuarto de invitados y marqué el número que había en la puerta del taxi.
—Aquí Miles Darrow, el contable de Mr. John Ransom. Tengo entendido que mi cliente ha utilizado los servicios de su empresa dentro de las últimas horas. Como él suele extraviar los recibos, le agradecería que me dijera dónde lo recogió el coche, a dónde lo llevó y el importe aproximado de la carrera. Tampoco hay que dejar que la oficina de impuestos se lo lleve todo.
—Pues sí que es usted un buen contable —dijo la mujer—. Yo misma atendí la llamada de Mr. Ransom. Había que recogerlo en su casa para llevarlo a la estación de servicio de la Sunoco en Dusty Roads, Claremont Road, Purdum y volver a Ely Place. Es difícil calcular el importe exacto, pero debe de estar entre los sesenta y los setenta dólares, un poco más con un tiempo como el de hoy, y añádale algo por la espera, aunque no podría decirle cuánto.
—¿Dusty Rhoades? —pregunté.
Ella deletreó.
—No como el jugador de béisbol, es más bien un nombre poético.
Tenía razón. Purdum era un enclave de lujo situado a unos treinta kilómetros al norte, a orillas del lago. En Purdum había un célebre colegio; allí tenía su picadero y escuela de equitación un famoso jugador de polo. En Purdum, en cualquier accidente de tráfico, intervenían, por lo menos, dos Mercedes. Di las gracias a la mujer, colgué y escuché el ruido que hacía John en la sala. Me acerqué a la escalera. El televisor empezó a parlotear. Un cuerpo pesado se dejó caer en el sofá.
Empecé a bajar la escalera, pensando que John tendría guardada la pistola de Alan en algún sitio de su habitación.
Él no dijo nada hasta después de dedicarme una mirada larga y torva desde el sofá. Aún tenía zonas húmedas en la cabeza y manchas oscuras que se ensanchaban en los hombros de la chaqueta de hilo verde oscuro. En la pantalla, una familia negra, guapa y bien vestida, estaba sentada alrededor de una mesa de comedor en lo que parecía una casa de un millón de dólares. Haciéndome sentir todavía el peso de su desaprobación, John se llenó la boca de un líquido transparente que tenía en un vaso con muchos cubitos de hielo. Quizá no fuera hostilidad sino sólo decepción. Luego, volvió a mirar a la familia negra. La banda sonora revelaba que todos eran muy ocurrentes.
—No sabía que estuvieras en casa —dijo con énfasis.
—He tenido un día muy ajetreado —respondí.
Él se encogió de hombros, mirando la pantalla.
Pasé por detrás del sofá y fui a apoyarme contra la repisa. La placa de bronce con el nombre de April seguía sobre el mármol rosa y gris.
—Yo te cuento lo que he hecho si tú me cuentas lo que has hecho.
Me lanzó una mirada de irritación y se volvió hacia el televisor con gesto afectado.
—En realidad, creí que llegaría a casa mucho antes de que tú volvieras. Tenía que hacer unas gestiones que me ocuparon más tiempo del que había previsto. —Unas risas fuertes y sostenidas salían del televisor. El padre de la familia negra daba la vuelta a la mesa con exagerados pasos de cakewalk—. He ido a mi despacho de la escuela, a repasar los programas del año próximo. He tardado tanto porque también he tenido que presentar la lista de lecturas de Alan.
—Supongo que llamarías a un servicio de taxi.
—Sí, y tuve que esperar veinte minutos porque el taxista no encontraba la dirección. No debería estar permitido conducir un taxi sin conocer bien la ciudad. Y los alrededores.
El chófer de la empresa Monarch había tenido dificultades para encontrar Claremont Road. Quizá ni siquiera sabía dónde estaba Purdum.
—¿Y qué has hecho tú? —preguntó.
—He descubierto cosas interesantes. La empresa Elvee es propietaria de la casa de Bob Bandolier desde 1979.
—¿Cómo? —Por fin me miró—. ¿Hay alguna relación entre la Elvee y Bandolier?
—Venía a decírtelo cuando Paul Fontaine salió de un coche de la Policía sin distintivos, me cacheó y me echó una bronca porque un policía de Elm Hill le había soplado nuestro interés por Bob Bandolier.
John sonrió cuando dije que me habían cacheado.
—¿Y tuviste que colocarte en posición?
—No tuve más remedio. Cuando se cansó de gritarme, me metió en el coche y, conduciendo como un suicida, me llevó a la autovía y, por la autovía, hasta la salida del estadio, íbamos donde estaba Bob Bandolier.
John extendió el brazo a lo largo del respaldo y se inclinó hacia mí.
—Bandolier está enterrado en el cementerio de Pine Knoll. Murió en 1972. ¿Sabes cuánto pagó la Elvee por su casa? Mil dólares. Seguramente la dejó a su hijo, que la vendió a la empresa que formó nada más volver de Vietnam.
—Writzmann —dijo John—. Ya entiendo. Es fabuloso.
—Al regreso, cuando empezaba a llover, Fontaine recibió una llamada y me llevó a Livermore. Y allí, tendido delante de La Pausa, debajo de las palabras ROSA AZUL, estaba William Writzmann. El hijo de Oscar Writzmann.
Por una vez, John pareció estupefacto. Hasta se olvidó del trago.
—Alias Billy Ritz. Entre otras cosas, era un traficante de cocaína al por menor que operaba en los alrededores del St. Alwyn. También tema relación con un policía de Millhaven. Supongo que ese policía es Fee Bandolier y creo que, desde hace mucho tiempo, asesina a la gente por placer.
—Y, por ser policía, puede cubrirse, ¿no?
—Exactamente.
—Tenemos que descubrir quién es. Hay que desenmascararlo.
Entonces empecé a decir lo que tema que decir.
—John, hay una forma de plantear las cosas que hace que todo lo que acabo de decirte quede fuera de contexto. Ni William Writzmann, ni Bob Bandolier, ni La Mujer Verde tendrían que ver con la muerte de tu esposa.
—No te entiendo.
—La razón por la que nada de eso importa es que a April la mataste tú.
Fue a decir algo pero desistió. Sacudió la cabeza y trató de sonreír. Yo acababa de declarar que la Tierra era redonda y que, si ibas demasiado lejos en cualquier dirección, te caías.
—Supongo que se trata de una broma, pero no tiene ninguna gracia.
—Imaginemos que todo esto es verdad: tú sabías que Barnett había ofrecido a April un cargo importante en San Francisco. Alan también lo sabía, aunque, en su estado, lo había olvidado.
—Bueno, un momento. No hablarás en serio, ¿verdad?
—Si a April le ofrecían ese trabajo, ¿te habría gustado que lo aceptara? Yo pienso que tú hubieras preferido que ella dejara de trabajar. El éxito de April siempre te causó inquietud; tú querías que ella siguiera siendo lo que era cuando la conociste. Probablemente ella te dijo que dentro de un par de años se retiraría.
—Eso ya te lo expliqué. Ella no era como el resto de la gente que trabajaba en Barnett. Para April aquello era como un juego.
—No era como ellos porque era infinitamente mejor. Por otra parte, reconoce que tú veías peligrar tu propio trabajo. Si Alan consiguió terminar el último curso fue porque tú le llevabas la mano.
—Eso no es verdad —dijo John—. Ya lo viste en el funeral.
—Lo que él hizo aquel día fue un asombroso acto de amor hacia su hija, y nunca lo olvidaré. Pero él sabe que no puede volver a dar clase. En realidad, me dijo que le preocupaba tu situación.
—Hay otros empleos —dijo John—. ¿Y qué tienen que ver con April todas esas especulaciones?
—Tú has sido el brazo derecho de Alan Brookner; pero ¿qué has publicado tú? ¿Conseguirías una plaza de profesor en otro departamento?
Su cuerpo se tensó.
—Si piensas que voy a seguir escuchando tan tranquilo cómo te cargas mi carrera, estás equivocado. —Dejó el vaso en la mesa y volvió todo el cuerpo hacia mí.
—Escucha un minuto. Así es como lo verá la Policía. Tú estabas mortificado por el éxito de April y lo minimizabas, pero la necesitabas. Si April pudo ganar ochocientos mil dólares para su padre, ¿cuánto reunió para sí? ¿Un par de millones? Una buena suma, más que suficiente para retirarse.
John se obligó a reír.
—O sea, que la maté por el dinero.
—Veamos ahora el segundo aspecto de la cuestión. He ido a ver a Byron Dorian.
John se revolvió en el sofá. Lo que asomaba a su cara no era simple sonrojo.
—Supongamos que April y Dorian se veían un par de veces a la semana. Teman aficiones comunes. Supongamos que tenían una aventura. Quizá Dorian pensaba irse con ella a California. —La cara de John se oscureció aún más y apretó los labios—. Estoy seguro de que ella pensaba llevarse a Alan. Apuesto a que tenía un par de folletos guardados en su estudio. Eso significa que ahora los tiene la Policía.
John se humedeció los labios.
—¿Ese pequeño pedante imbécil ha estado calentándote la cabeza? ¿Te ha dicho que se acostaba con April?
—No era necesario. Él estaba enamorado. Solían ir a aquel rincón escondido de Flory Park. ¿Qué crees que hacían allí?
John abrió la boca, aspiró y espiró el aire tan indignado que ni hablar podía. Años atrás, pensé, .April debía de haberle llevado también a él. Su cara se suavizó y sus facciones se desdibujaron.
—¿Has terminado ya?
—Tú no podías soportarlo —dije—. No podías conservarla ni perderla. De manera que trazaste un plan. Hiciste que te llevara a algún sitio en su coche y te las ingeniaste para que parase en un lugar solitario. Cuando ella empezó a hablar, la golpeaste hasta dejarla inconsciente. Quizá, después de golpearla, la apuñalaste. Probablemente pensaste que la habías matado. Debía de haber mucha sangre en el coche. Luego fuiste al St. Alwyn y, por la puerta trasera y la escalera de servicio, la llevaste a la habitación 218. Ya no hay servicio de habitaciones, las camareras no trabajan por la noche y casi todos los clientes tienen más de setenta años, por lo que, después de la medianoche, no hay nadie en los pasillos. Tú tienes llaves maestras. Sabías que la habitación estaría vacía. La pusiste en la cama y volviste a clavarle el cuchillo. Después escribiste ROSA AZUL en la pared.
Él me observaba con fingida indiferencia: yo volvía a explicarle que la Tierra era plana.
—Luego llevaste el coche a casa de Alan y lo guardaste en el garaje. Sabías que él no lo vería; Alan ya ni salía al jardín. Allí limpiaste las manchas más visibles. Sabías que podrías dejarlo allí para siempre, que nadie lo encontraría. Pero luego me hiciste venir, para enturbiar el agua y conseguir que todo el mundo se acordara de los viejos crímenes de ROSA AZUL. Yo empecé a visitar a Alan, por lo que el garaje dejó de ser seguro. Tenías que sacar el Mercedes. Así pues, buscaste un garaje fuera de la ciudad y lo dejaste allí una semana, para que le dieran un repaso general y un buen lavado.
—¿Todavía se trata de una hipótesis?
—Eso dímelo tú, John. Me gustaría saber la verdad.
—Supongo que yo maté a Grant Hoffman. Supongo que fui al hospital y maté a April.
—No podías dejar que saliera del coma, ¿verdad?
—¿Y Grant? —Todavía trataba de aparentar serenidad, pero tenía manchas rojas y blancas en la cara.
—Tú querías trazar un esquema. Querías que los policías y yo pensáramos que ROSA AZUL volvía a las andadas. Y elegiste a un individuo que nunca hubiera sido identificado, de no llevar una chaqueta vieja de tu suegro. Cuando fuimos a ver el cadáver, trataste de convencernos de que era un vagabundo.
John apretaba y aflojaba la mandíbula rítmicamente.
—No me costaría trabajo pensar que me hiciste venir para utilizarme.
—Pero ahora te has convertido en un peligro; si andas por ahí hablando con unos y otros, podrías convencerles de que esas sandeces son verdad. Sube arriba y haz las maletas, Tim. Hemos terminado.
Él empezó a levantarse y yo dije:
—¿Qué ocurriría si la Policía fuera a Purdum, John? ¿Llevaste su coche a Purdum?
—Maldito seas —exclamó y se abalanzó sobre mí.
Se me echó encima sin que yo pudiera esquivarlo. Olía a sudor y a alcohol. Le di un puñetazo en el estómago y él gruñó y me arrancó de la chimenea abrazándome por la cintura como si quisiera triturarme. Le golpeé dos o tres veces en la sien y apalanqué las manos debajo de su barbilla, tratando de liberarme. Forcejeamos con un furioso vaivén entre la chimenea y el sofá. Yo empujé bruscamente su carnoso mentón y él abrió los brazos y se tambaleó hacia atrás. Entonces le golpeé en el estómago. Se llevó las manos a la cintura y retrocedió mirándome furioso.
—Tú la mataste —conseguí decir.
Entonces me embistió. Yo le puse las manos en los hombros y traté de apartarlo a un lado, pero él se agachó y me rodeó la cintura con el brazo derecho. Sentía su cabeza en el costado, dura como una piedra. Agarré la placa de bronce de la repisa y le golpeé en el cuello. Ransom me proyectó hacia atrás con todo su peso. Perdí pie y me di un golpe tan fuerte contra el mármol de la chimenea que vi auténticas estrellas. Ransom alargó un brazo y, apoyando una mano en mi cara, se sentó en mi pecho y me oprimió la garganta con las dos manos. Yo le di con la placa en la cabeza, pero la tenía agarrada de tal modo que no podía golpearle con el canto sino con la parte plana. Volví a golparle. De mi garganta salía un quejido roto y mis golpes eran débiles. Me parecía que los músculos se me entumecían. Con mis últimas fuerzas, le di otro golpe en la cabeza con la placa de metal.
Las manos de John aflojaron mi garganta. Su cuerpo se relajó. Era un peso muerto que me aplastaba. Su pecho subía y bajaba violentamente. De su garganta salían sonidos ahogados. Al cabo de un par de segundos, descubrí que no estaba muñéndose encima de mí. Estaba llorando. Salí a rastras de debajo de él y me quedé tendido en la alfombra, jadeando. Solté la placa. John se encogió como un feto y siguió llorando, con los brazos sobre la cabeza.
Al cabo de un momento me levanté, me deslicé por el frontis de mármol de la chimenea y me apoyé en el ángulo. Alguien me había sacudido los brazos, la nuca, las piernas, el pecho y la cabeza con un palo de béisbol. Aún sentía las manos de Ransom en la garganta.
John bajó los brazos y quedó enroscado de lado, con el pecho apoyado en la jamba de la chimenea y la cadera y la pierna en la alfombra. Tenía en la cabeza una fea herida que le sangraba por entre el pelo. Sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo azul oscuro y se lo aplicó en la herida.
—Hijo de puta.
—Cuéntame qué pasó —dije—. Y procura que esta vez sea la verdad.
Miró el pañuelo.
—Estoy sangrando. —Volvió a cubrirse la herida.
—Puedes curarte después.
—¿Cómo te has enterado de lo de Purdum?
—Curioseando —contesté—. ¿Dónde está ahora el coche, John?
Trató de incorporarse, gimió y volvió a dejarse caer.
—En un garaje. En Purdum. April y yo hubiéramos podido ir a vivir allí. Es un sitio muy bonito.
Las personas como Dick Mueller se iban a vivir a Riverwood. Ross Barnett y los de su especie se retiraban a mansiones de Purdum.
John se incorporó, sujetándose el pañuelo al costado de la cabeza y se deslizó sobre las posaderas hasta apoyar la espalda en la otra jamba de la chimenea. Estábamos sentados uno a cada lado como dos figuras decorativas. Se enjugó la cara con la mano libre y se sorbió los mocos. Luego me miró con ojos enrojecidos.
—Siento haberme abalanzado de ese modo, pero me encendiste y estallé. ¿Te he hecho daño?
—¿Eso fue lo que ocurrió con April? ¿También estallaste?
—Sí. —Asintió cautelosamente, haciendo una mueca. Los ojos rojos me lanzaron otra mirada rápida—. Yo hubiera preferido no contarte nada de esto porque me hace quedar muy mal. Pero no te invité a venir para utilizarte, de eso puedes estar seguro.
—Entonces dime qué ocurrió.
Él suspiró.
—En muchas cosas estás en lo cierto. Barnett habló con April confidencialmente acerca del proyecto de abrir una agencia en San Francisco. A mí no me entusiasmaba. Yo quería que ella se atuviera a lo convenido; habíamos acordado que, cuando demostrara que podía realizar un buen trabajo en Barnett, lo dejaría. Pero entonces se empeñó en demostrar que era la mejor agente de Bolsa de todo el Medio Oeste. Ultimamente no la veía más que los fines de semana, y no todos. Pero yo no quería que se fuera a California. Hubiera podido abrir su propia agencia aquí, si eso era lo que quería. Todo hubiera ido bien, de no ser por ese conquistador de mierda. —Me miró tempestuosamente—. Dorian estaba liado con Carol Judd, la galerista que lo presentó a April, ¿lo sabías?
—Me lo figuraba.
—Ese tipo es escoria. Persigue a mujeres mayores. No me explico qué pudo ver April en él. Que era mono, supongo.
—¿Cómo te enteraste?
John volvió a mirar el pañuelo. Yo no podía ver la herida, pero el pañuelo estaba empapado de sangre.
—¿No podríamos movernos? Tengo que curarme este boquete.
Me puse de pie. Me dolían todas las articulaciones. Le tendí la mano y él la cogió para levantarse. Se sujetó un momento a la repisa y empezó a cruzar la sala en dirección a las escaleras.
2
Inclinado sobre el lavabo, para que goteara la sangre, John mojaba un paño en agua fría y lo aplicaba a la desolladura de dos dedos de largo que tenía a un lado de la cabeza, donde empezaba a aclarársele el pelo. En el borde del lavabo, tenía preparado un apósito blanco cuadrado. Yo estaba sentado en la bañera, mirándole y sosteniendo unas gasas dobladas.
—Un día, April me dijo que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde. Para comprobar si me decía la verdad, estuve llamándola por su línea directa cada media hora exactamente, unas seis veces en total. No contestaba. A las once y media subí a su estudio y miré la carpeta en que guardaba los recibos y comprobantes de las tarjetas de crédito. Bien.
Extendió la mano y yo le di las gasas. Él se secó la herida presionando suavemente, las tiró al cubo y cogió el aposito. Lo centró y, apartando mechones de pelo, se lo pegó al cuero cabelludo.
—Creo que será suficiente y que no hará falta sutura. —Movió la cabeza para ver el aposito desde diferentes ángulos—. Ahora lo único que voy a tener será un buen dolor de cabeza.
Abrió el armarito de las medicinas, se echó dos aspirinas a la palma de la mano y las tomó con un trago de agua de un vasito de plástico.
—¿Sabes qué encontré? Facturas de Hatchett y Hatch. Le compraba ropa al muy macarra.
—¿Cómo puedes estar seguro de que no eran tuyas?
Por el espejo me lanzó una mirada de burla.
—Hace años que no me compro nada allí. La ropa me la hacen a medida. Hasta las camisas me las hacen por encargo en Paul Stuart de Nueva York. Y me calzo en Wilkes Bashford de San Francisco. —Levantó un pie, para hacerme admirar un mocasín de piel de cerdo marrón oscuro—. En Millhaven sólo compro los calcetines y la ropa interior. —Se palpó el vendaje y se apartó del lavabo—. ¿Bajamos para que pueda prepararme un trago? Voy a necesitarlo.
Lo seguí a la cocina y él abrió el congelador mirándome con gesto de resignación. Ahora que su padre se había marchado, la botella de los trescientos dólares volvía a estar en el departamento del vodka.
—No pienso escapar, Tim; no es necesario que te conviertas en mi sombra.
—¿Qué hiciste cuando ella volvió por fin a casa?
Echó en un vaso cuatro dedos de vodka de jacinto. Antes de contestarme, lo probó.
—No debería poner hielo en esto. Es muy fino como para diluirlo. ¿Quieres un sorbo?
—Un sorbo no me haría nada. ¿Le preguntaste directamente?
Él volvió a probar y asintió.
—Tenía los comprobantes delante de mí… estaba sentado ahí fuera, en la sala. Ella llegó a eso de las doce y cuarto. ¡Dios, casi me muero de la impresión! —Miró al techo y lanzó un suspiro casi silencioso—. ¡Venía preciosa! Al principio no se dio cuenta de que yo estaba allí. Pero cuando me vio, mudó de expresión. Fue como si en ella se apagara la vida. Ni que hubiera visto a su carcelero. Hasta aquel momento yo aún confiaba en que todo tuviera una explicación. La ropa podía ser para su padre; a él le gustaba comprar allí. Pero cuando la vi cambiar de expresión, comprendí.
—¿Perdiste el control?
Negó con la cabeza.
—Me sentía como si me hubieran clavado un cuchillo en la espalda. ¿Con quién has estado?, le pregunté. ¿Con tu perrito faldero Dorian? Ella me respondió que no sabía de qué le hablaba. Entonces dije que me constaba que no había estado en su despacho en toda la noche. Ella me soltó un cuento de que no contestaba al teléfono, de que estaba en el cuarto de copias, en otro despacho… de manera que le dije: April, ¿qué son estos comprobantes? Ella siguió mintiendo y yo, insistiendo: Dorian, Dorian, Dorian, hasta que finalmente se dejó caer en una butaca y dijo: Sí, me veo con Byron. ¿Qué puede importarte? Dios, era como si me matara. Pero después dejó de estar a la defensiva y dijo que sentía que hubiera tenido que enterarme de este modo, que no le gustaban los fingimientos, que casi se alegraba de que lo hubiera descubierto porque ahora podríamos hablar de poner fin a nuestro matrimonio.
—¿Te habló del empleo de San Francisco?
—No; eso se lo guardó para el coche. Vamos a la sala, Tim. Estoy un poco mareado, ¿conforme?
En la sala, vio la placa de bronce en el suelo y se agachó a recogerla. Me la mostró.
—¿Con esto me sacudías? —Asentí, y él movió la cabeza ante la ironía del caso—. El maldito trofeo hasta tiene aspecto de arma mortal —dijo volviendo a dejarla en la repisa.
—¿De quién fue la idea de salir a dar un paseo en coche?
John hizo un fugaz gesto de mal humor.
—No estoy acostumbrado a que me atosiguen de este modo. Es un tema muy doloroso.
Se acercó al sofá. Cuando se sentó, los almohadones suspiraron. Bebió y retuvo el vodka en la boca un momento mientras paseaba la mirada por la sala.
—No hemos roto nada. ¿No es asombroso? Si sé que me he peleado es sólo porque me siento roto.
Me senté en la butaca y esperé.
—Está bien. Solté todo lo que pensaba acerca de esa rata de Dorian y finalmente le dije lo que debí decirle al principio, que la amaba y que no quería el divorcio. Le dije que debíamos darnos otra oportunidad, que ella era lo más importante de mi vida. Mierda, le dije que ella era mi vida.
Se le saltaban las lágrimas.
—Y era la verdad. Quizá yo no fuera un gran marido, pero April era toda mi vida. —Iba a llevarse el pañuelo a la cara cuando vio cómo estaba. Se miró el pantalón buscando manchas de sangre y puso el pañuelo en un cenicero limpio—. Tim, ¿tienes…?
Saqué mi pañuelo del bolsillo y se lo tiré. Tenía dos días, pero estaba casi limpio. John se lo pasó por los ojos, se enjugó las mejillas y me lo arrojó.
—Ella dijo que no podía seguir sentada sin moverse, que tenía que salir a dar una vuelta en el coche. Le pregunté si podía acompañarla. Si quieres que hablemos, será lo más práctico, ¿no?, me dijo. Cogimos el coche, ya ni recuerdo adonde fuimos. Decíamos las mismas cosas una y otra vez. Ella no me escuchaba. Acabamos cerca de Bismarck Boulevard, en la zona oeste.
Exhaló el aire entre los labios.
—Paró en la Calle 46 o 45, no recuerdo. Había un bar en una esquina, El Hipódromo, me parece. —Me miró y su boca se contrajo con un tic, luego desvió la mirada e hizo un rápido inventario de los objetos de la habitación—. Tim, ¿recuerdas que cuando dejamos a mis padres yo no hacía más que mirar a ver si nos seguía algún coche? Creo que aquella noche a April y a mí nos seguía alguien. No es que yo estuviera muy despejado, ¿sabes?, en realidad estaba jodido, pero todavía me doy cuenta de las cosas, no he perdido del todo mi viejo radar. ¿Sabes a lo que me refiero?
Asentí.
—Lo cierto es que en la calle no había nadie más. Todas las luces estaban apagadas, menos las del bar. Yo le suplicaba. Le hablé de la propiedad que había visto en Purdum: buen precio, cuatro hectáreas, un estanque, una bonita casa. Hubiéramos podido tener nuestra propia galería de arte. Cuando acabé de describírsela, ella dijo: Quizá Ross me envíe a San Francisco. Allí sería la directora. Olvídate de ese estirado de Ross, le dije, ¿qué deseas tú? He pensado en aceptar la oferta, dijo. ¿Sin consultar antes conmigo?, pregunté. Y entonces ella dijo: No me pareció necesario ponerte en antecedentes. Ponerme en antecedentes. ¡Me hablaba en la jerga de su despacho! No pude contenerme. Literalmente. —Enrojeció—. Yo… le di dos bofetadas. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Estaba… estaba trastornado y me sentí sucio. April lloraba. No pude soportarlo.
Se le quebró la voz y me tendió una mano grande y sonrosada. Por un segundo de desconcierto pensé que quería que se la tomara. Luego comprendí lo que me pedía y volví a pasarle el pañuelo. Se lo llevó a los ojos, se inclinó hacia delante y lloró.
—Oh, Dios —dijo al fin irguiendo el tronco. Tenía la voz sorda—. April estaba inmóvil, con la cara llena de lágrimas. —El pecho le temblaba y se enjugó los ojos hasta que pudo volver a hablar—. No decía nada. Yo no podía seguir en el coche. Me bajé y me marché. Estoy casi seguro de que entonces oí ponerse en marcha un coche, pero yo no prestaba atención a esas cosas. No creo que fuera deliberadamente al bar, pero, al encontrarme delante de la puerta, entré. No me fijé en si había alguien más. Bebí cuatro copas, una tras otra, bum, bum, bum, bum. No tengo ni idea del tiempo que pasé allí dentro. Hasta que un hombre enorme, con tipo de luchador de sumo, se encaró conmigo y me dijo que iban a cerrar y que terna que pagar. Supongo que era el barman, pero no recordaba haberlo visto antes. Me dijo: Oiga…
El pecho y el vientre empezaron a temblarle otra vez. John reía y lloraba al mismo tiempo.
—Me dijo: No vuelvas por aquí, tío; no nos gustan los clientes como tú. —Tardó mucho tiempo en pronunciar la frase. Se pasó el pañuelo por la cara. Sus labios se ensancharon en una sonrisa espasmódica—. Puse un billete de cincuenta dólares en el mostrador y me marché. April había desaparecido, por supuesto; yo no esperaba encontrarla esperándome. Tardé una hora en volver a casa andando. Ensayaba mentalmente. Cuando llegué, su coche estaba ahí delante y pensé: Menos mal, ha vuelto a casa. Subí, pero no estaba en el dormitorio. Fui por toda la casa, llamándola. Finalmente, salí a ver si seguía en el coche. Al abrir la puerta, casi me desmayo. Había sangre en los dos asientos. Mucha sangre. Creí que me volvía loco. Corrí arriba y abajo de la calle. Imaginé que, al bajar del coche, podía haberse desmayado en el césped de alguien. Dios… Recorrí todo el vecindario, dos veces, destrozado. Volví a entrar y llamé al hospital, dije que había visto a una mujer cubierta de sangre bajar tambaleándose por la avenida Berlín y pregunté si alguien la había llevado a Urgencias. Me contestaron que no. Me pareció que no podía llamar a la Policía: mi historia les hubiera parecido sospechosa. En el fondo, Tim, en el fondo, yo sabía que estaba muerta. Entonces puse una toalla en el asiento del conductor y llevé el coche al garaje de Alan. Un par de noches después, cuando ya sabía que tendría graves problemas si alguien lo encontraba allí, volví al garaje y lo limpié. Aquella noche estuve esperando mucho rato, hasta que finalmente me acosté… Bueno, en realidad me quedé dormido en este sofá. No estaba sereno. En fin, creo que eso no hace falta que te lo diga. El día antes de tu llegada, llevé el coche a Purdum.
Reparó en el pañuelo que tenía hecho una bola entre las manos, lo abrió y se sonó. Luego, lo dejó en el cenicero, encima del manchado de sangre.
—Entonces me parecía que, desde que había vuelto de Vietnam, no había pasado una noche tan mala y que no podría pasar otra peor. No sabía lo que me esperaba.
—Y al día siguiente llamó la Policía.
—A primera hora de la tarde.
—¿Cuándo supiste lo de la inscripción en la pared?
—Me lo dijo Fontaine en el hospital. Me preguntó si tenía idea de lo que significaba.
—¿No le hablaste del proyecto de April?
Negó con la cabeza. Parecía atontado y resentido.
—Ella no me contaba muchas cosas últimamente. —El resentimiento se acentuó—. Lo único que yo sabía era que se trataba de algo que le había sugerido ese gusano.
—El padre de Dorian era compañero de Bill Damrosch.
—¡Oh! Supongo que eso debe de ser muy interesante, para quien le interese.
Agarró el vaso, bebió un trago, gimió y volvió a dejarse caer en los almohadones. Ninguno de los dos habló durante un rato.
—Dime qué crees que ocurrió después de que entraras en el bar.
John se apoyó el vaso helado contra una mejilla, luego en la otra, y finalmente se lo pasó por la frente. Sus ojos eran dos pequeños cortes.
—Antes tengo que estar seguro de que me crees. Tú sabes que yo no maté a April.
Era la pregunta que yo había rehuido hasta aquel momento. La contesté de la única forma en que podía.
—Me parece que te creo, John. —Al decirlo, comprendí que era la verdad: me parecía que le creía.
—Yo hubiera podido pulirlo, Tim, decir que, cuando ella se echó a llorar, yo bajé del coche y me marché. No tenía por qué decir que le había pegado. No busco disculpas.
—Ya lo sé.
—Es la verdad. Desagradable, pero la verdad.
—¿Crees que realmente alguien te seguía?
—Desde luego —dijo—. De no haber estado tan jodido, habría prestado más atención. —Movió la cabeza y volvió a gemir—. Esto es lo que pasó. Alguien que nos seguía aparcó a una manzana de distancia y esperó. Debió de sorprenderles que yo me apeara; quizás, incluso, pensaron que los había descubierto. Por eso pusieron en marcha el coche. Me vieron entrar en el bar. En vista de que no salía inmediatamente con un paquete de cigarrillos, se acercaron al Mercedes y… hicieron lo que hicieron. De modo que, si yo no le hubiera pegado, si no hubiera sido tan estúpido como para dejarla sola…
Cerró los ojos con fuerza y apretó los labios. Esperé a que volviera a dominarse.
—Tenían que ser dos, porque…
—Porque uno trajo el coche hasta aquí cuando la llevaban al St. Alwyn.
Un furor repentino me hizo exclamar:
—¿Por qué no me dijiste la verdad cuando llegué? ¿Por qué tantos subterfugios? ¿No comprendías lo que pensaría la Policía si encontraba el coche?
Ransom se mantuvo tranquilo.
—Pero no lo encontraron, ¿verdad? —Volvió a beber y se paseó el vodka por la boca—. Cuando tú te marcharas, pensaba llevarlo a Chicago y dejarlo en la calle, con las llaves puestas. Un regalo para los chorizos. Entonces ya no importaría que la Policía lo encontrara. —Advirtió mi impaciencia—. Bueno, sé que era un plan idiota. Estaba asustado, y sentí pánico. Pero olvídate de mí por un momento. Writzmann tenía que ser uno de los hombres del coche. Por eso rondaba el hospital/Esperaba a ver si April recobraba la conciencia.
—De acuerdo, pero resulta que me has mentido dos veces —dije.
—Tim, no creí poder decir a nadie lo que había ocurrido realmente. Me equivocaba. Ahora te pido perdón. Pero tú escucha esto. En aquel coche había otro individuo, el Policía de que antes hablabas. Y él debe de ser el que mató a Writzmann.
—Sí —dije—. Lo conoció en La Mujer Verde.
John asentía despacio, como si esto fuera algo nuevo y fascinante.
—Continúa —dijo.
—Probablemente Writzmann pidió la cita. Su padre debió de llamarle para decirle: Billy, quiero que mantengas a tus matones apartados de mí.
—¿No te decía yo que haríamos que las cosas se movieran? —dijo John—. Funcionó de maravilla.
—¿Es esto lo que tú pensabas que podía ocurrir?
—No me importa que los malvados se maten entre sí. Yo, encantado. Continúa.
—Writzmann debió de decir al policía que dos individuos habían ido a casa de su padre preguntando por la empresa Elvee. No hacía falta que dijera más. El policía tenía que cortar sus relaciones con todo el que pudiera llevarnos hasta él. No sé qué haría. Probablemente cuando Writzmann se volvió de espaldas lo golpeó con la culata de la pistola, lo llevó al sillón, lo ató y lo apuñaló. Es lo que le gusta.
—Luego lo dejó allí durante la noche —dijo John—. Sabía que íbamos a tener una fuerte tormenta y ayer por la mañana lo puso en el maletero del coche, esperó a que empezara a diluviar y lo descargó delante de La Pausa. No había nadie en las calles y, de todos modos, estaba oscuro. Precioso. Él hacía su tercera víctima al estilo ROSA AZUL y nadie podía relacionarlo con Writzmann. Mató a Grant Hoffman, a mi mujer y a su propio cómplice y ahora está completamente tranquilo.
—Pero nosotros sabemos que es policía. Y que es el hijo de Bob Bandolier.
—¿Cómo sabemos que es policía?
—Los nombres de los otros dos directivos de la empresa Elvee eran León Casement y Andrew Belinsky. Casement era el segundo nombre de Bob Bandolier y, hace cosa de diez años, el jefe de la división de Homicidios de Millhaven era un tal Andy Belin. La madre de Belin era polaca y los otros detectives lo llamaban Belinsky. —Traté de sonreír, pero no lo conseguí—. Debe de ser humor de policía.
—¡Chico! —dijo John mirándome con admiración—. Eres bueno.
—Me lo dijo Fontaine. Aunque no estoy seguro de haber hecho bien al preguntárselo.
—¡Canastos! —dijo John. Irguió el cuerpo y me apuntó con todo el brazo—. Fontaine sacó las declaraciones de su padre del expediente ROSA AZUL antes de dártelo. Te ordenó que no te acercaras a los Sunchana y, en vista de que tú no le hacías caso, te llevó a ver la tumba de su padre. ¿Lo ve?, te dijo. Bob Bandolier está muerto y enterrado. Olvídese de todas esas monsergas y váyase a su casa. ¿Es así?
—Básicamente. Pero él no pudo llevar el cadáver de Writzmann a La Pausa. Yo estaba con él cuando empezó a llover.
—Tú piensa en su manera de trabajar —dijo John—. Antes tenía un cómplice, ¿no? Ahora tendrá otro. Habrá pagado a alguien para que dejara el cadáver en la calle. Es perfecto. Tú eres su coartada.
Quizá no había tenido ni que dar dinero, pensé. La información valía más que el dinero.
—¿Y nosotros qué hacemos ahora? —preguntó John—. No podemos ir a la Policía. En jefatura adoran a Fontaine. Es el detective estrella de Millhaven. ¡Un Dick Tracy, por lo menos!
—Quizá podamos hacerle salir a terreno descubierto —dije—. Quizá consigamos que él mismo se descubra.
—¿Cómo?
—Ya te dije que Fee Bandolier visita la casa de su padre, por la noche, cada dos o tres semanas. La vecina lo ve y prometió avisarme la próxima vez.
—Déjate de historias. Tenemos que entrar en la casa.
Gruñí.
—Ya estoy harto de jugar a vaqueros.
—Tú piénsalo. Si no es Fontaine, es otro policía. Quizás haya fotos de familia en la casa. Quizás haya, no sé, algo que lleve su nombre. ¿Por qué ha conservado la casa? Porque algo debe de tener allí.
—Siempre ha tenido algo allí —dije—. Su niñez. Yo me voy a la cama, John. —Cuando me levanté, todos mis músculos se quejaron. Él dejó el vaso vacío en la mesa y se tocó el vendaje de la cabeza. Luego se arrellanó otra vez en la butaca. Por un instante los dos escuchamos el rumor de la lluvia en los cristales.
Me volví hacia la escalera. La gravedad tiraba de cada célula de mi cuerpo. Lo único que quería era meterme en la cama.
—Tim —dijo.
Giré lentamente. Él se levantaba sin dejar de mirarme.
—Eres un amigo de verdad.
—Creo que tienes razón.
—¿Llevaremos esto juntos hasta el final?
—Claro.
Se acercó.
—Te prometo que, de ahora en adelante, no habrá entre nosotros más que la verdad. Yo hubiera debido…
—Está bien —dijo—. Sólo procura no volver a tratar de matarme.
Se acercó más y me rodeó con los brazos. Su cabeza oprimió la mía. Me estrechaba contra su pecho almohadillado; era como ser abrazado por un colchón.
—Te quiero, chico. Hombro con hombro, ¿de acuerdo?
—De Opresso Libri —dije, y le di unas palmadas en la espalda.
—Eso es. —Me golpeó el hombro con el puño y me oprimió con más fuerza—. Mañana empezamos de nuevo.
—Sí —dije, y subí a acostarme.
Me desnudé y me metí en la cama con La biblioteca de Nag Hammadi. John Ransom iba de un lado al otro de su dormitorio, tropezando con algún que otro mueble. La lluvia golpeaba la ventana y batía la pared de la casa. A la luz de la lámpara de la mesita de noche, abrí el libro por «El trueno, mente perfecta» y leí:
Porque lo que hay dentro de ti es lo que hay fuera de ti,
y el que te modela por fuera
es el que dio forma a tu interior.
Y lo que tú ves fuera de ti,
lo ves dentro de ti;
es visible y es tu vestidura.
Al poco rato, las palabras empezaron a retorcerse y a convertirse en otras, y yo aún pude cerrar el libro y apagar la luz antes de quedarme dormido.
3
A las cuatro, desperté irreversiblemente de un sueño en el que un monstruo espantoso me buscaba en un sótano oscuro, y me quedé escuchando los latidos de mi corazón. Al cabo de un momento, descubrí que había dejado de llover. Laszlo Nagy era mejor meteorólogo que muchos hombres del tiempo.
Durante un rato, seguí el consejo que siempre me doy en mis noches de insomnio: si no puedes dormir, por lo menos, descansa, y permanecí en la cama con los ojos cerrados. El corazón se fue apaciguando y empecé a respirar acompasadamente mientras mi cuerpo se relajaba. Pasó una hora. Cada vez que daba la vuelta a la almohada, percibía el vestigio de un aroma floral y, finalmente, caí en la cuenta de que debía de ser del perfume o colonia que se ponía Marjorie Ransom antes de acostarse. Aparté la sábana y me acerqué a la ventana. Una niebla oscura y grasa se apretaba contra el cristal. El farol de la acera no era más que una tenue mancha amarilla, como el sol en un cuadro de Turner. Encendí la lámpara del techo, me cepillé los dientes, me lavé la cara y bajé en pijama a trabajar en mi libro.
Durante una hora y media, habité el cuerpo de un niño cuyo dormitorio estaba empapelado con rosas trepadoras azules, un niño al que su padre decía que le pegaba por lo mucho que le quería y cuya madre agonizaba en medio de un hedor a excrementos y carne putrefacta. Tú y yo cuidamos muy bien a esta mujer, le decía el padre, nuestro amor la curará antes que todo lo que pudieran hacerle en cualquier hospital. Dentro de la piel de Charlie Carpenter, Fee Bandolier veía cómo su madre se iba hacia la oscuridad. Yo estaba a su lado, en el aire que respiraba, mirando a Fee y al que no era Fee, a Charlie y al que no era Charlie, observando y escribiendo. Cuando la tristeza me impidió continuar, dejé el lápiz y subí a la habitación con las rodillas temblorosas.
Eran las seis. Tenía la extraña sensación de estar perdido. La casa de John no me parecía ni más ni menos real que la casa más pequeña a la que me había trasladado con la imaginación. Si aún hubiera bebido, me habría servido tres dedos del vodka de jacinto de John y metido otra vez en la cama. Lo que hice fue mirar por la ventana (la niebla se había convertido en una impenetrable masa gris plata), darme una ducha rápida, ponerme un pantalón vaquero y la camiseta negra de Glenroy, meter el bloc en el bolsillo y bajar otra vez por la escalera, para salir a la calle.
4
El mundo había desaparecido. Ante mí se desplegaba una gasa vaporosa gris claro que se abría a mi paso para volver a cerrarse a una distancia constante de un metro o metro y medio. Distinguí los escalones del césped. Los altos setos de cada lado teñían la gasa de verde oscuro. El aire húmedo y fresco me bañaba la cara y las manos. Me encaminé hacia la mancha de la farola.
Cuando salí a la acera, vi los puntos de luz, que gradualmente disminuían de intensidad y tamaño, de la hilera de farolas que llegaba hasta la avenida Berlín. Las iba contando al pasar, como de niño contaba las filas de butacas del cine, para volver a mi asiento. Las farolas serían mi guía. Yo quería salir un rato de casa de John, sustituir el perfume tropical de Marjorie Ransom por aire fresco, hacer lo que hacía en Nueva York, dejar que la página vacía fuera llenándose de palabras mientras yo avanzaba con la mente en blanco.
Recorrí tres manzanas y pasé seis farolas sin ver una casa, un coche ni una persona. Miré atrás y toda Ely Place, salvo unos cuantos palmos de acera alrededor de mis pies, era un vacío plateado, un poco fosforescente. En el vacío brillaba débilmente un disco amarillo, que parecía estar mucho más lejos de lo que me constaba tenía que estar. Me volví otra vez de espaldas a él y traté de ver lo que había al otro lado de lo que tenía que ser la avenida Berlín.
Pero no parecía la avenida Berlín sino una calle exactamente igual a las tres travesías que había dejado atrás, con un bordillo bajo y redondeado y una calzada plana y blanquecina, descubierta parcial e intermitentemente por huecos en la niebla inmóvil. Delante de mí se transparentaba la siguiente farola. Ely Place terminaba en la avenida Berlín; por aquel lado, no debía haber más farolas. Quizá, pensé, había una frente al otro lado de la avenida. En tal caso, ¿no tenía que estar más lejos?
Desde luego, no podía calcular la distancia que había entre mí y la farola. Me lo impedía la niebla, que alejaba los objetos en los puntos en que era más densa y los acercaba cuando se aclaraba. Hubiera jurado que estaba en la esquina de Ely Place y la avenida Berlín. Desde la casa de John, había recorrido tres manzanas hacia el Oeste. Por tanto, había llegado a la avenida Berlín.
Cruzaré la avenida, pensé, y volveré a casa de John. Quizás incluso pudiera dormir un poco antes de que empezara el día.
Bajé a la calzada, mirando a derecha e izquierda en busca del resplandor redondo de unos faros. No había ningún ruido, como si la niebla los hubiera amortiguado envolviéndolo todo en algodón. Di seis pasos lentos en la nube plateada que parecía acompañarme. Mi pie encontró un bordillo que yo apenas pude distinguir. Subí a la otra acera. A una distancia incalculable, la siguiente farola ponía en la plata un círculo amarillento del tamaño de una pelota de tenis. La calle que acababa de cruzar no podía ser la avenida Berlín.
A un metro, salió de la niebla el tallo de metal verde de un indicador. Me arrimé y miré arriba. El poste verde se perdía en la nube densa, lo mismo que un rascacielos. Si no podía ni ver los rótulos, ¿cómo iba a leer los nombres estampados en ellos? Me situé al lado del poste y levanté la cabeza. Muy arriba, en una masa plateada que parecía desplazarse lateralmente mientras yo la miraba, se adivinaba una sombra que recordaba vagamente un rectángulo. Más allá, la niebla incandescente se compactaba y solidificaba como un techo.
Debía de haber cuatro manzanas, no tres, entre la casa de John y la avenida Berlín. Yo no tenía más que seguir las farolas y contar. Empecé a caminar hacia la luz y, al llegar a su altura, dije para mí: cinco. En cuanto dejé atrás la farola, el mundo volvió a diluirse en un vacío algodonoso. La avenida Berlín tenía que estar mismamente delante de mí, y yo caminaba confiado hasta que distinguí, a una distancia imprecisa, la bola luminosa de otra farola. Llegué a otro cruce, de bordillo redondo y calzada blanquecina. Ely Place se había prolongado hasta el infinito.
De todos modos, mientras fuera contando las farolas, estaría seguro: eran mi hilo de Ariadna; ellas me conducirían de regreso a casa de John. Crucé la estrecha calzada.
Desconcertado, recorrí otras dos manzanas y pasé tres farolas más sin oír un coche ni ver personas. Al entrar en la siguiente manzana y distinguir el resplandor de la novena farola, comprendí lo ocurrido: al salir de casa de John había tomado el sentido equivocado y ahora estaba muy al este de la avenida Berlín, cerca de Sevens y Eastern Shore Drive. Las casas invisibles que me rodeaba eran mayores y más elegantes y tenían un césped más ancho y cuidado. Unas manzanas más allá, estaba la calle de las mansiones espectaculares que bordeaba el lago.
Dejé atrás otra manzana envuelta en un vacío frío gris y luego, otra. Había contado once farolas. Si había ido hacia el este en lugar del oeste, debía de estar llegando a Eastern Shore Road. Delante de mí había otra manzana y otro tenue círculo de luz amarilla.
Dos pensamientos se me ocurrieron casi simultáneamente: esta calle nunca me llevaría a la avenida Berlín ni a Eastern Shore Road y, si John Ransom y yo teníamos que entrar en casa de Bob Bandolier, hoy era el día indicado para intentarlo. Es más, pensé que existía un excelente motivo para echar un vistazo al interior de la casa de Bandolier. Yo había refutado la idea de John, de que Fee terna que guardar algo en la casa diciendo que lo único que tenía allí era su niñez; pero ahora pensé que, probablemente, en aquella casa estaba también su madurez, el relato de su vida secreta. ¿A dónde si no iba a llevar las cajas que había sacado de La Mujer Verde? La empresa Elvee no podía tener propiedades por toda la ciudad. Era algo tan evidente que no comprendía cómo no se me había ocurrido antes.
Ahora no tenía más que contar once farolas y esperar a que John se levantara de la cama. Di media vuelta y volví sobre mis pasos por entre el vacío luminoso.
Iban desfilando farolas que pasaban de simples cabezas de alfiler amarillo pardo a calabazas incandescentes que no iluminaban nada más que el halo reflectante que las envolvía. Oí un coche bajar por la calle, tan despacio que casi percibí el roce de los neumáticos en el pavimento. Venía de detrás de mí y tardó en adelantarme. El motor runruneaba. Lo único que vi del coche eran dos inoperantes rayas de luz que caían bruscamente hacia la calle, como si trataran de leer el asfalto. Era como observar el paso de un enorme animal invisible. Por fin el animal se fue. Por un largo momento seguí oyéndole sisear y luego también el sonido se apagó.
A la undécima farola, me desvié hacia el lado interior de la acera, tratando de localizar uno de los setos que delimitaban la propiedad de John. En la niebla no se adivinaba ninguna sombra verde oscuro. Extendí las manos, tanteando, sin encontrar el seto. Di otro paso hacia el interior de la acera y mi pie tropezó con el bordillo y bajó a la calzada. Por un segundo miré a derecha e izquierda, sin ver, medio atontado de confusión. Yo no podía estar en el arroyo: el coche me había pasado por el otro lado. Di otro paso por la calzada, dejando la farola detrás de mí y alargando los brazos a ciegas, en busca de algo palpable.
Miré atrás y vi la tranquilizadora luz amarilla que iluminaba unas partículas de una especie de humo, que se reflejaban en otras partículas y en otras, de manera que la farola se convertía en una bola difusa de bruma amarilla, sin contorno definido, que se propagaba más allá de sus límites con la ilusión de un reflejo, como una ficción de sí misma.
Retrocedí por la calzada vacía e invisible y subí a la acera. Cuando volví a acercarme al poste y distinguí en medio de la nube su superficie verde y reluciente, lo froté con los dedos. El metal estaba frío y húmedo, cubierto de gotitas minúsculas, casi invisibles, y sólido como una casa. Me acerqué al otro lado de la acera, por donde había pasado el enorme animal que runruneaba, palpando el suelo con los pies hasta que el pavimento se convirtió en una hierba corta y áspera.
Entonces comprendí e imaginé al mismo tiempo que, de algún modo, había cruzado a pie toda la ciudad y llegado a mi viejo barrio, en el que nevaba en pleno verano y los ángeles tapaban la mitad del cielo. Atemorizado, crucé el césped con la esperanza de ver materializarse ante mí la robusta y falsamente modesta casa de John, pero seguro de que había regresato a Pigtown y de que la casa que vería sería otra.
De la bruma plateada fue saliendo una construcción con amplios peldaños que conducían a un porche. Al otro lado del porche, una pared de tablas con la pintura cuarteada y cubiertas de finas gotitas rodeaba una gran ventana oscura. Me quedé a menos de un metro del porche, esperando. El corazón se me alborotó. De la oscuridad de la ventana salió un niño que, al verme mirar al interior, dejó de moverse. «No temas —pensé—, tengo que decirte una cosa», pero lo que yo deseaba decirle al momento se descompuso en incoherencias. «El mundo está hecho de fuego. Tú crecerás. El Conejito es Bueno. Nosotros podemos, podemos salir adelante». El niño parpadeó y su mirada se extravió. No quería, no podía oírme. Un gran rizo de niebla blanca surgió del vacío como una zarpa gigante y se interpuso entre nosotros y, cuando di un paso adelante para volver a ver al niño, la ventana estaba vacía.
«No tengas miedo», quería decir, pero también yo tenía miedo.
Crucé el césped a tientas, con los brazos extendidos, y a los quince pasos tropecé con un grueso seto verde. Seguí la cerca áspera y elástica hasta que terminó en ángulo recto con la acera. Pasé al otro lado y crucé el césped siguiente en diagonal hasta unos escalones de granito y una puerta con dos estrechas ventanas laterales que me eran familiares.
Pigtown, el verdadero Pigtown o el que llevaba dentro de mí, se había desvanecido y yo había vuelto a Ely Place.
5
John bajó un par de horas después, sonrosado de la ducha y vestido con pantalón gris, jersey de cuello alto de algodón antracita y chaqueta de seda azul oscuro. En la cabeza llevaba un parche más pequeño, color carne. Al entrar en la sala, me sonrió y dijo:
—¡Qué día! No suele haber estas nieblas en pleno verano. —Dio una palmada y me miró un momento moviendo la cabeza como si yo fuera una curiosidad fabulosa—. ¿Has madrugado para trabajar? —Antes de que pudiera contestar, preguntó—: ¿Qué es ese libro tan grande? Creí que los evangelios gnósticos estaban en mi terreno, no en el tuyo.
Cerré el libro.
—¿A cuántas manzanas está la avenida Berlín?
—A tres —dijo—. ¿No has encontrado la respuesta en el Evangelio de Tomás? A mí me gusta el versículo en que Jesús dice: Si entendéis el mundo, habéis encontrado un cadáver, pero si habéis encontrado un cadáver, estáis por encima del mundo. Tiene el verdadero tono gnóstico, ¿no crees?
—¿A cuántas manzanas está Eastern Shore Drive?
Levantó la mirada y contó con los dedos.
—Siete, me parece. Quizá me haya dejado alguna. ¿Por qué?
—Esta mañana, salí a la calle y me perdí. Anduve nueve manzanas en la niebla hasta que comprendí que no estaba seguro ni de qué dirección había tomado.
—Seguramente fuiste hacia arriba —dijo—. O en sentido lateral. No puedes andar nueve manzanas en ninguno de los sentidos habituales. Me muero de hambre. ¿Has comido algo?
Negué con la cabeza.
—Vamos a la cocina.
Dio media vuelta y le seguí.
—¿Qué te apetece? Yo me prepararé unos huevos fritos.
—Sólo tostadas —dije.
—Como quieras. —Ransom puso pan en la tostadora, engrasó una sartén con margarina y rompió dos huevos en la grasa caliente.
—¿Quién vive en la casa de al lado? —pregunté—. La de la derecha.
—Bruce y Jennifer Adams. Andan cerca de los setenta. Bruce tenía una agencia de viajes, según creo. La única vez que fuimos a su casa vimos que estaba llena de esculturas primitivas de Bali e Indonesia. Te daba la impresión de que por la noche, cuando se apagaran las luces, se pondrían a dar vueltas por la casa.
—¿Has visto ahí a algún niño?
Él rio.
—No creo que dejaran acercarse a un niño a menos de diez metros.
—¿Y quién hay al otro lado?
—Ahí vive el viejo Reynolds. A April le caía bien y lo invitaba a cenar de vez en cuando. Era profesor de francés en la universidad. Reynolds es un buen sujeto, supongo, pero un poco amariconado. —Metía la espátula por debajo de un huevo e inmovilizó la mano para lanzarme una mirada—. Bueno, ya sabes a lo que me refiero. No es que tenga algo contra él.
—Comprendo —dije—. Pero en su casa tampoco debe de haber niños.
En la tostadora brincaron cuatro rebanadas de pan, que puse en un plato y empecé a untar de margarina.
—Tim.
Levanté la vista. Él deslizó los huevos a un plato y volvió la cara hacia mí. Al tropezar con mi mirada, desvió los ojos y luego volvió a mirarme.
—Me alegro de que anoche habláramos. Y te estoy agradecido. Yo te respeto, ya lo sabes.
—¿Cuándo crees que se levantará la niebla?
Miró por la ventana.
—Es difícil predecirlo. Quizá dure hasta la tarde, con lo espesa que es. ¿Por qué? ¿Es que tienes algún plan?
—Podríamos probar de entrar en esa casa —dije.
—¿Con este tiempo? —Llevaba el plato a la mesa y extendió una mano hacia la ventana—. Esperemos media hora, a ver qué pasa. —Me miró con una media sonrisa de curiosidad—. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
Extendí una cucharada de mermelada en mi tostada.
—He pensado en lo que dijiste anoche, de que en esa casa tiene que haber algo. ¿Te acuerdas del trozo de papel que encontré en La Mujer Verde?
Dejó de mover la cabeza después de que yo dijera un par de frases y empezó a interesarse cuando le recordé el cuaderno de Walter Dragonette.
—Está bien —dijo—. Si este individuo tomaba nota detallada de cada asesinato que cometía, podremos desenmascararlo. Lo único que hay que hacer es seguirle la pista hasta la ciudad en que trabajaba antes.
—Probablemente Tom Pasmore podría ayudarnos.
—No me fío nada de ese individuo. Esto es cosa nuestra.
—Ya hablaremos de eso cuando tengamos las notas —dije.
Durante el resto de la mañana estuvimos escuchando los informes del tiempo por la radio y mirando por las ventanas. A las diez, la niebla seguía tan densa como a las ocho, y la radio recomendaba a los ciudadanos que permanecieran en sus casas. Se habían producido media docena de accidentes en las autovías y cinco o seis topetazos en los cruces. Del aeropuerto de Millhaven no había despegado ningún avión desde antes de medianoche y todos los vuelos de llegada eran desviados a Milwaukee o a Chicago.
De vez en cuando, John se levantaba del sofá, salía a dar unos pasos por delante de la puerta principal, volvía a entrar y me tomaba el pelo por haberme perdido.
Me alegraba verlo de buen humor. Mientras él salía y entraba, para comprobar si podríamos ver lo suficiente como para coger el coche, yo hojeaba El paráfrasis de Shem y El segundo tratado del Gran Seth.
—¿Por qué pierdes el tiempo con esas tonterías? —preguntó John.
—Es lo que intento averiguar —dije—. ¿Qué tienes en contra?
—El gnosticismo no conduce a ninguna parte. Hoy en día, cuando la gente lo invoca, puede conseguir que signifique cualquier cosa, por el procedimiento de convertirlo en un sistema de analogías. Y es que, para empezar, el fundamento del gnosticismo es que cualquier memez que puedas inventarte es verdad porque tú la has inventado.
—Supongo que por eso me gusta —dije.
Meneó la cabeza con aire de burla jocosa.
A las doce y media almorzamos. Los aviones seguían clavados en las pistas de aterrizaje y los locutores no paraban de aconsejar a la gente que se quedara en casa, pero por la ventana de la cocina podíamos ver casi hasta la mitad de los lailandis que crecían detrás de la casa de John.
—No te pondrás otra vez hecho un basilisco si me llevo la pistola, ¿verdad? —preguntó John.
—Mientras no dispares a la señora de la casa de al lado…
6
Encendí los faros antiniebla y arranqué. El stop de la esquina salió de la niebla justo a tiempo de hacerme frenar.
—¿Estás seguro de poder conducir con esto? —preguntó John.
Encendí las luces largas, y tanto el stop como la calle desaparecieron en la niebla gris, taladrada por dos inútiles rayas amarillas. Ransom gruñó y yo cambié a cruce. Así, por lo menos, las otras personas podrían vernos venir.
—Tendríamos que alquilar a un leproso para que fuera delante de nosotros tocando la campanilla —dijo Ransom.
Normalmente, el trayecto hasta la Calle 7 Sur se hace en unos veinte minutos; John y yo llegamos en poco más de dos horas y media. No tuvimos ningún accidente, pero sí dos sustos y una intervención milagrosa cuando un ciclista apareció a medio metro de distancia. Lo sorteé y seguí adelante, con la boca seca y el intestino retorcido.
Dejamos el coche a una manzana de la casa. La niebla ocultaba hasta los edificios del otro lado de la acera.
—Es por aquí —dije, haciéndole cruzar la calle hacia la antigua vivienda de Bob Bandolier.
7
Oí hablar a media voz. Hannah y Frank Belknap estaban sentados en su porche, contemplando la nada. Desde la acera, yo apenas distinguía el porche de la casa de Bandolier. A través de la niebla, las voces de los Belknap me llegaban con tanta claridad como las de una radio a bajo volumen. Hablaban de ir al norte de Wisconsin aquel verano, y Hannah se quejaba de la perspectiva de pasar todo el día en una barca.
—Si siempre pescas tú más que yo —dijo Frank.
—Eso no quiere decir que pescar sea todo lo que deseo hacer —respondió la voz incorpórea de Hannah.
John y yo empezamos a cruzar el césped, haciendo el menor ruido posible.
La pared lateral de la casa nos impidió oír la respuesta de Frank. John y yo pisábamos una hierba mojada marrón y nos manteníamos cerca de la casa. En la esquina, torcimos hacia el jardín de atrás. Al fondo, apenas visible, había una cerca baja de madera con una puerta que daba a un callejón estrecho. Llegamos a la puerta de atrás de la casa, que tenía un escalón de cemento poco mayor que un felpudo.
John se agachó a mirar la cerradura.
—Fácil —dijo sacando del bolsillo del pantalón su gran manojo de llaves. Revolvió, eligió una y la probó en la cerradura. La llave se encalló. La sacó, volvió a buscar y probó otra que parecía idéntica a la primera. Tampoco ésta sirvió. John me miró, se encogió de hombros sonriendo y sacó otra llave. Ésta entró en la cerradura como si hubiera sido hecha a la medida. Sonó un chasquido y la puerta se abrió. John hizo ademán de «usted primero, caballero» y yo me deslicé al interior mientras él se volvía para cerrar la puerta.
Yo sabía dónde estaba cada cosa. Era la cocina de la casa en la que yo me había criado, un poco polvorienta y estropeada, pero familiar. Cerca de la puerta había una mesa rectangular con muchos arañazos. A aquella luz pobre, distinguí los nombres de BETHY JANEY BILLY rayados en la madera, entre dibujos. Ransom dio unos pasos por el desgarrado linóleo azul.
—¿Qué estás esperando? —preguntó.
—La descompresión —dije—. Un trozo del papel de la pared, con figuras de pastores y pastoras con cayados, estaba desprendido. Alguien, probablemnte Bethy, Janey o Billy, habían garabateado encima de las figuras y viejas manchas de grasa amarillas moteaban la pared detrás de la cocina eléctrica. A uno de los pastores cercanos a la parte de papel desprendida, le habían crecido una polla y unos huevos enormes, mal cubiertos por una tachadura. Los Dumky habían dejado muchas huellas de su breve residencia.
—Ya tendrías que estar acostumbrado a la vida del crimen —dijo John y salió al pasillo—. ¿Cuántas habitaciones hay, tres o cuatro?
—Tres, sin contar la cocina —dije. Le seguí al oscuro pasillo y puse la mano en un picaporte—. El cuarto del niño debía de ser éste —dije abriendo la puerta.
El pequeño rectángulo del viejo dormitorio de Fee era igual al mío. Había una cama estrecha con una manta verde oscuro de los excedentes del Ejército y una silla de madera y, arrimada a la pared, una cómoda pequeña, casi negra de manchas. Al fondo, una ventana estrecha dejaba ver una cortina móvil de niebla. Entré y sentí una opresión en el pecho. John se arrodilló para mirar debajo de la cama.
—Pelusa. —Un friso de monigotes, soles con rayos y casitas, conectadas por una maraña de volutas, cubría las paredes hasta un metro del suelo. La pintura azul celeste de encima de los grafitos estaba churretosa y picada—. Al tal Fee le consentían mucho —dijo John.
—Esto lo hicieron los que alquilaron la casa —dije. Me acerqué a la cama y levanté la manta. No había sábanas, sólo un colchón viejo abotonado con funda a rayas, muy sucia. John me miró con curiosidad y empezó a abrir cajones.
—Nada —dijo—. ¿Dónde crees tú que metería las cajas?
Negué con la cabeza y escapé de la habitación.
Las tres ventanas de la parte frontal de la sala eran idénticas a las de mi casa, y la alargada habitación me hizo volver a la niñez tan brusca y vividamente como el dormitorio. En el aire enmohecido parecían respirarse vestigios de dolor y de rabia. Yo conocía aquella habitación: yo la había escrito.
En mi novela, delante de las ventanas, en el sitio en que nosotros teníamos el sofá-cama, yo había puesto dos mesas, y allí estaban, más adornadas de lo que yo las había imaginado, pero de la misma altura y de la misma madera oscura. En la mesa de la izquierda, al lado de un raído sillón, el trono de Bob Bandolier, había un teléfono. El largo sofá que yo había descrito estaba arrimado a la pared del fondo; era verde, no amarillo, pero tenía los brazos redondos que yo había descrito.
No obstante, me pareció que eran más las diferencias que las coincidencias con la habitación imaginada por mí. Yo pensaba que Bob Bandolier habría procurado a su familia imágenes religiosas, El Sermón de la Montaña o El Milagro de los Panes y los Peces, pero en las paredes no había estampas ni reproducciones, sólo papel. Yo había imaginado un pequeño estante con la Biblia y varias novelas policíacas y del oeste, pero los únicos estantes que había en la sala eran de vidrio, estrechos y con bordes de metal negro y habían servido de soporte a figuritas de porcelana. Al lado de la mesa del teléfono había un sillón de brocado de respaldo alto y brazos redondos y su pareja, que no tenía brazos, estaba junto a la otra mesa. Tú y Yo.
—Es como… como un museo de 1945 —dijo John mirándome con una sonrisa de incredulidad.
—Y no es otra cosa —dije.
Me senté en el sofá y miré hacia un lado. Por una ventana de la desnuda pared, divisaba apenas la pared lateral de la casa de los Belknap. Por la ventana de su propia sala, Hannah había visto al Fee adulto sentado donde yo estaba ahora. John miraba detrás de los sillones y debajo de la butaca. Fee venía de noche y sólo se alumbraba con una linterna, por lo que no había visto las manchas de grasa del brocado de los sillones ni la suciedad de los bordes de los almohadones del sofá.
John abrió la puerta que daba al recibidor común. Yo me levanté y le seguí al dormitorio en que Anna Bandolier había muerto de hambre y de abandono.
En el centro del colchón de la cama de matrimonio había una mancha color óxido oscuro con múltiples bordes. John miró debajo de la cama y yo abrí el armario de nogal de Bob Bandolier. Dos perchas de alambre colgaban de una barra y una tercera estaba en el suelo, hundida en una capa de polvo de cuarenta años.
—Los cajones —dijo John, y los dos abrimos los grandes cajones que habían a cada lado del tocador. Ambos estaban vacíos. John lo cerró y me miró con impaciencia y exasperación—. Bueno, ¿y dónde están?
—Cuando Bob Bandolier echó a los Sunchana, no hubo más inquilinos en el piso de arriba. Por tanto, tal vez puso las cajas ahí. —Entonces recordé algo—: Y hay un sótano, donde lavaban la ropa.
—Yo miraré en el piso de arriba. —Se sacudió el polvo de las rodillas y me miró apretando los labios—. Hemos de marcharnos de aquí cuanto antes. No me fío de esta niebla.
Yo casi veía al pequeño Fee Bandolier, de pie al lado de la cama, una fría noche de noviembre de 1950, sosteniendo el brazo de su madre moribunda, mientras su padre estaba inconsciente en el suelo, rodeado de botellas de cerveza vacías.
—¿Estás bien? —preguntó John.
Asentí y salí del dormitorio. Di la espalda al niño caminando por entre las brumas y vapores que emanaban de todo lo que yo pensaba de él, y crucé la sala en dirección a la cocina.
Lo mismo que en mi casa, la puerta del sótano estaba al lado de los fogones. Empecé a bajar los escalones de madera, despacio, para dar tiempo a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad.
Al lado de la escalera había un largo banco de trabajo de madera que descansaba en el suelo de cemento. Encima del banco, colgados de la pared, había una hilera de latas de café y botes de mermelada llenos de clavos y tornillos. No tardé en distinguir unas cajas debajo del banco y, con un resoplido de alivio y triunfo, me acerqué y tiré de la primera.
Tenía el tamaño de una caja de whisky y, en lugar de estar cerrada con cinta adhesiva, tenía las cuatro alas trabadas entre sí. Estuve forcejeando hasta que se soltaron las cuatro a la vez dejando al descubierto una tela oscura. Fee, después de ver los destrozos que las ratas habían hecho en sus papeles en La Mujer Verde, los había envuelto en ropa. Tiré de la tela, que salió sin resistencia. Del pequeño fardo que tenía en la mano cayeron unas mangas. Era una americana. La arrojé al suelo y volví a meter las manos en la caja. Esta vez saqué los pantalones. Debajo de éstos, mal doblados, había otros dos trajes, uno azul marino y el otro gris oscuro. Volví a embutir el primer traje en la caja, la empujé debajo del banco y saqué la siguiente. Dentro encontré un montón de camisas blancas, almidonadas y sucias del polvo que se filtraba del banco.
La caja siguiente contenía otros tres trajes, doblados sobre una capa de arrugados calzoncillos y camisetas; la otra, un montón de zapatos negros y, la última, por lo menos, un centenar de corbatas anchas moda años cuarenta, enredadas como serpientes. Me crujieron las rodillas cuando me puse en pie.
Fee Bandolier echó a los Dumky, recogió lo que le pareció importante y dio la vuelta a la llave dejando encerrado el pasado bajo una campana de vidrio.
Una robusta telaraña gris se extendía desde la manivela del escurridor de la vieja lavadora hasta el antepecho inclinado de la pequeña ventana rectangular abierta en lo alto de la pared. Recorrí lentamente todo el sótano. Apoyada en la pared había una bicicleta negra del tamaño de un pony Shetland. Me volví hacia la gran caldera que ocupaba el centro del sótano y vi otra hilera de cajas en la oscuridad. Me adelanté y la hilera de cajas se transformó en un remolque alargado. Lo empujé con el pie y rodó hacia atrás chirriando y arrastrando el asa de madera. Entonces descubrí otra caja, escondida entre el remolque y la caldera.
—Aquí está —dije, y me agaché—. De la caja colgaban jirones de viejas telarañas desgarradas. La habían movido recientemente. Tensando los músculos, me dispuse a levantarla del suelo. No pesaba casi nada. Desde luego, aquella caja no contenía cientos de papeles. Entonces oí a John andar por la cocina.
Puse la caja en el suelo y levanté las cuatro solapas. Dentro había otra caja.
—Maldita sea —dije, y me levanté de un salto para ir hacia la caldera.
—¿Has encontrado algo? —John estaba en lo alto de la escalera.
—No lo sé —contesté—. Di la vuelta al picaporte y abrí la puerta del horno.
—Arriba no hay nada. Sólo habitaciones vacías. —Un peldaño sí y otro no crujieron bajo su peso—. ¿Qué haces?
—Mirar en la caldera —dije—. Acabo de encontrar dos cajas vacías.
El interior del horno tenía las dimensiones de un cochecito de niños. En el fondo había una capa de fina ceniza blanca y el hogar estaba cubierto de hollín. John se acercó.
—Me parece que ya podemos despedirnos —dije.
—Un momento —dijo John—. Aquí no ha quemado nada. ¿Ves eso? —Señaló una zona casi invisible de la pared del horno, de un color ligeramente más claro que el resto y que yo había tomado por una mancha. John pasó la mano por encima y la vieja telaraña se tensó hacia él, se rompió y quedó colgando como un hilo gris.
Las cajas estaban donde yo las había dejado, la de fuera, con las solapas abiertas y la de dentro, cerrada. Las agité y algo sonó en su interior.
—Vamos a ver qué hay dentro.
John sostuvo la caja, yo metí los dedos y tiré. La caja interior salió con suavidad. La cinta adhesiva marrón que cubría sus solapas superiores estaba rasgada por el centro. Levanté las solapas. Dentro había otra caja más pequeña. Saqué la tercera caja. Tenía el tamaño de una tostadora y también había sido rasgada antes de ser introducida en su nido. Cuando la sacudí, dentro se oyó un roce.
—Me parece que has encontrado el huevo de Pascua —dijo John.
Puse la caja en el suelo y la abrí. En el fondo había un sobre blanco cuadrado. Lo saqué. El sobre era más grueso y pesado de lo que yo esperaba. Lo llevé a la luz, al pie de la escalera. John me observaba mientras yo levantaba la solapa.
—Fotografías —dijo.
Las viejas fotografías cuadradas, con bordes blancos, parecían muy pequeñas, comparadas con las del tamaño actual. Las saqué del sobre y miré la primera. Alguno de los pequeños Dumky la había rayado. Debajo de los monigotes aún se distinguía el túnel de la parte de atrás del St. Alwyn. Puse la foto debajo del montón y miré la siguiente. Al principio, parecía una copia de la que acababa de ver. En ésta había menos rayas. Entonces me di cuenta de que el fotógrafo se había acercado unos metros a la boca del túnel y, por entre los garabatos, se veía mejor el abanico de ladrillos verticales del arco.
La siguiente mostraba una cama muy bien hecha, debajo de un cuadro invisible por el reflejo del flash en el cristal. Al lado de la cama se veía la mitad de una puerta. Un pequeño Dumky había trazado varias X sobre la puerta y la pared. Antes de llegar a la cama, se le había acabado la paciencia y las X se habían convertido en una especie de tirabuzón.
—¿Qué es eso? —preguntó John.
La siguiente fotografía mostraba la misma cama y la misma puerta, tomadas desde un ángulo ligeramente distinto, lo que había permitido que apareciera el extremo de un tocador. Los detalles de la habitación estaban cubiertos por volutas y arabescos.
—Es la habitación 218 del St. Alwyn —dije mirando a Ransom—. Bob Bandolier hacía fotografías del escenario antes de cometer los asesinatos.
Pasé a la siguiente imagen, que los pequeños Dumky habían dejado casi intacta. Aquí, en suaves tonos marrón se veía el lado de la avenida Livermore en el que estaba La Pausa, donde había sido asesinado Monty Leland. La siguiente fotografía estaba tomada desde un lugar más cercano a la esquina de South Sixth y se veía más fachada lateral de la taberna. Un zigzag de tinta recorría las tablas de madera, como un rayo.
—Este individuo era el obseso de los obsesos. Lo planeaba todo como una campaña.
Pasé a la siguiente fotografía, que era una gran tachadura. La acerqué a mis ojos. Terna que ser la carnicería de Heinz Stenmitz, pero la forma o el tamaño de la casa cubierta por la tinta no encajaba.
La otra fotografía no estaba mucho mejor. Por encima de una barrera de palotes, asomaba el borde de un edificio que lo mismo podía ser el Taj Mahal, la Casa Blanca o mi piso de Grand Street.
—Está bien retocada —dijo John.
Yo escudriñaba la foto, tratando de descubrir qué era lo que me intrigaba. Apenas recordaba la fachada de la tienda de Stenmitz. A un lado del rótulo que sobresalía encima del escaparate formando una V grande, se leía salchichas caseras y, al otro lado, carnes escogidas. Algo parecido se adivinaba debajo de los borrones, pero las proporciones del edificio no concordaban.
—Tiene que ser la carnicería, ¿verdad?
—Supongo —dije.
—¿Por qué las escondería en estas cajas?
—Fee debió de encontrarlas en un cajón o donde las guardara su padre. Las puso aquí para protegerlas; seguramente pensó que nadie las encontraría.
—¿Qué hacemos con ellas?
Yo tenía una idea al respecto.
Separé la más clara de cada par y di las otras a John, que sostenía el sobre. Las introdujo en él y dobló la solapa. Luego dio la vuelta al sobre y se lo acercó a los ojos, como había hecho yo con la última foto.
—Bueno, bueno.
—¿Qué?
—Mira. —Señalaba unas marcas, tenues como una telaraña, hechas en lápiz en el ángulo superior izquierdo.
En el papel amarillento se veían unas finas letras grises, elegantes y casi femeninas, que formaban las palabras ROSA AZUL.
—Éstas las dejaremos aquí —dije, y puse el sobre en la caja más pequeña, la cerré, la introduje en la siguiente e inserté ésta en la mayor, doblé las solapas y la dejé otra vez detrás de la caldera.
—¿Por qué? —preguntó John.
—Porque sabemos que están aquí. —Él juntó las cejas, tratando de comprender.
—Un día quizá queramos demostrar que Bob Bandolier era ROSA AZUL. Por eso dejaremos aquí el sobre.
—De acuerdo, pero ¿dónde están las notas?
Me encogí de hombros.
—Tienen que estar en algún sitio.
—Formidable. —John fue hasta el extremo del sótano, como si tratara de hacer que las cajas de las notas salieran de las sombras y los bloques de cemento de la pared. Se perdió de vista por detrás de la caldera y le oí salir por el otro extremo del sótano—. Quizá las escondió debajo del hogar.
Dimos la vuelta a la caldera y John abrió la puerta e introdujo la cabeza.
—Uf. —Metió la mano y trató de levantar la parrilla—. Está clavada. —Retiró la mano con el dorso tiznado de gris y la palma completamente negra. La manga de su chaqueta de seda azul tenía una raya negra debajo del codo. John se miró la mano haciendo una mueca—. Me parece que aquí no están.
—No —dije—. Probablemente han de seguir en las cajas. Él no sabe que nosotros conocemos su existencia.
Lancé otra mirada infructuosa al sótano.
—Bueno, vámonos a casa —dijo John.
Subimos la escalera y salimos a la niebla. John cerró la puerta con llave.
Me extravié en un lugar situado al norte del valle y estuve a punto de chocar con un coche que salía de un jardín haciendo marcha atrás. Me costó casi dos horas regresar a Ely Place. Cuando paramos delante de su casa, John dijo:
—¿Alguna otra idea brillante?
No le recordé que la idea había sido suya.
8
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó John. Estábamos en la cocina, comiendo una gran ensalada que yo había preparado con una lechuga mustia, media cebolla, queso seco y el resto del fiambre cortado a dados.
—Tenemos que comprar comida —dije.
—Ya sabes a qué me refiero.
Mastiqué en silencio, pensando.
—Deberíamos encontrar la manera de hacer que él nos lleve hasta esas notas. Y yo he empezado unas cuantas investigaciones que me gustaría terminar.
—¿Qué investigaciones?
—Te lo contaré cuando consiga resultados. —No quería hablarle de Tom Pasmore.
—¿Quiere decir eso que vas a tener que coger el coche otra vez?
—Dentro de un rato, si no te importa —dije.
—Está bien. Yo tengo que ir a la escuela a preparar los programas. Podrías acompañarme y pasar a recogerme después.
—¿Vas a preparar también los cursos de Alan?
—No tengo más remedio. Los bienes de April van a estar bloqueados hasta que se libere el testamento.
No quise preguntar la cuantía del patrimonio de April.
—Serán un par de millones —dijo—. Dos millones y algo, según los abogados. Más medio millón del seguro de vida. Los impuestos se llevarán una buena tajada.
—Pero quedará mucho —dije.
—No lo suficiente.
—¿Lo suficiente para qué?
—Para vivir con comodidad, quiero decir con auténtica comodidad el resto de mi vida —dijo—. Quizá viaje una temporada. ¿Quieres saber una cosa? —Echó el cuerpo hacia atrás y me miró con franqueza—. He tenido que tragar mucha bilis en mi vida y ya estoy harto. Quiero saber que el dinero está ahí.
—Mientras viajas.
—Exactamente. Quizás escriba un libro. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Hace mucho tiempo que estoy encerrado en Millhaven y en la escuela Arkham, y tengo que buscar un nuevo rumbo.
Me miró fijamente y yo asentí. Ahora casi parecía el viejo John Ransom, aquel por el que yo había venido a Millhaven.
—Al fin y al cabo, he estado al lado de Alan Brookner durante diez años. Yo podría transmitir sus ideas al gran público. La gente siempre está ávida de grandes ideas presentadas de un modo accesible. Ahí tienes a Joseph Campbell. A Bill Moyers. Estoy preparado para emprender una nueva etapa.
—A ver si me aclaro —dije—. Primero viajarás por el mundo, después divulgarás las ideas de Alan y, finalmente, te dedicarás a la televisión.
—Vamos, que te hablo en serio —dijo—. Quiero tomarme tiempo para reflexionar sobre mi propia experiencia y ver si puedo escribir un libro que sea útil. Ése sería un punto de partida.
—Me gusta el hombre que tiene un gran sueño —dije.
—Yo creo que es un gran sueño. —John me miró un par de segundos, tratando de adivinar si me burlaba de él, preparado para ofenderse.
—Cuando escribas el libro, yo podría ayudarte a encontrar a un buen agente.
Asintió.
—Magnífico. Gracias, Tim. A propósito…
Le miré atentamente, preguntándome qué vendría ahora.
—Si mañana se levanta la niebla, iré a buscar el coche a Purdum y lo llevaré a Chicago. ¿Te acuerdas de lo que te dije? ¿Me acompañarías?
Quería que lo llevara a Purdum; probablemente, querría también que llevara yo el Mercedes a Chicago.
—Mañana tengo muchas cosas que hacer —dije, sin saber en qué medida era cierta esta afirmación—. Ya veremos.
John parecía dispuesto a quedarse viendo la televisión. Jimbo nos decía que la Policía había informado de media docena de casos de vandalismo y saqueo en almacenes de Messmer Avenue, la principal calle comercial del gueto negro de Millhaven. Merlin Waterford se había negado a reconocer la existencia del Comité por un Millhaven Justo, alegando que «la captura de un perturbado no justifica tratar de manipular nuestro excelente sistema de gobierno local».
Cogí 365 días, un libro escrito por un médico llamado Ronald Glasser que había tratado a soldados heridos en el Vietnam, y me lo llevé arriba.
9
Puse las cuatro fotografías encima de la cama y me tendí a su lado. En suaves tonos gris amarronado, más o menos visibles bajo las rayas del bolígrafo, me contemplaban el túnel de la parte posterior del St. Alwyn, la habitación 118, la fachada lateral de La Pausa y lo que tenía que ser la carnicería de Heinz Stenmitz. Todas aquellas vistas tenían un marcado aire de cosa pasada, de otro tiempo. Ni el túnel ni la fachada de La Pausa habían cambiado en cuarenta años, pero su entorno había conocido guerras, recesiones y la larga desilusión que había seguido a los narcotizantes años Reagan.
Contemplé la habitación de hotel en que había muerto James Treadwell, la separé del resto y acerqué la cuarta foto a la lámpara de la mesita de noche. Tenía que ser la carnicería, pero algo me inquietaba todavía, y entonces recordé el olor a sangre y a Mr. Stenmitz inclinando su gran cabeza rubia de bestia hacia mí. Dejé caer la foto encima de la cama y abrí 365 días.
Alrededor de las tres y media, John empezó a gritar por la escalera que, si queríamos estar en Arkham a las cuatro, ya era hora de marcharse. Me puse una chaqueta y metí las cuatro fotografías en el bolsillo.
John estaba al pie de la escalera, con una cartera negra en la mano. La otra mano le abultaba el bolsillo de la chaqueta de seda.
—¿Y a dónde vas tú, por cierto? —me preguntó.
—Me parece que voy a manipular un rato los ordenadores de la biblioteca de la universidad.
—Ah —dijo él como si por fin ahora se lo explicara todo.
—Quizás encuentre más información sobre la compañía Elvee.
Se inclinó hacia delante y me miró fijamente.
—¿Te encuentras bien? Tienes los ojos irritados.
—Se me ha acabado el colirio. Si me entretengo en la casa biblioteca, ¿te molestaría tomar un taxi para volver a casa?
—Procura terminar antes de las siete —dijo con gesto de mal humor—. Después, se cierra todo como una trampa. Campaña de ahorro.
Veinte minutos después, dejé a John delante del desolado patio de Arkham y lo seguí con la mirada mientras desaparecía entre las densas nubes grises. Varias luces brillaban débilmente en las ventanas de las masas oscuras de los edificios. En medio de la niebla, Arkham parecía un manicomio en los páramos. Luego bajé lentamente por la calle. Cuando apareció una cabina, aparqué en doble fila y llamé a Tom.
Después de oír el mensaje del contestador, dije que tenía que verle lo antes posible, que me llamara cuando se levantara, que tenía que estar de vuelta en casa de John…
La línea chasqueó.
—Ven —dijo Tom.
—¿Ya estás levantado?
—Todavía estoy levantado.
10
—¿Sabes cuántos Allentown hay en América? —me preguntó Tom—. Veintiuno. Algunos no aparecen en los atlas normales. No he querido perder tiempo con Allentown, Georgia; Allentown, Florida; Allentown, Utah, ni Allentown, Delaware, porque tienen menos de tres mil habitantes; es un límite arbitrario, pero ni el mismo Fee Bandolier podría cometer impunemente una serie de asesinatos en un pueblo tan pequeño.
En las pantallas de los ordenadores brillaban los menús de arranque. Tom estaba un poco pálido y despeinado, pero, por lo demás, sólo mostraba como indicios de que acababa de pasar veinticuatro horas sin dormir el nudo de la corbata flojo y el botón del cuello de la camisa, desabrochado. Llevaba la misma bata larga de seda del otro día.
—Repasé los otros dieciséis Allentown, buscando a una Jane Wright que hubiera sido asesinada en mayo de 1977. Nada. Ninguna Jane Wright. La mayoría de estas ciudades son tan pequeñas que no hubo en ellas ningún asesinato durante ese mes. Lo único que podía hacer era volver a Allentown, Pennsylvania, y echar otro vistazo.
—¿Y?
—Encontré algo bueno.
—¿Piensas contármelo?
—En su momento —sonrió—. Por teléfono me ha parecido que también tú tenías algo interesante.
De nada serviría intentar hacerle hablar antes de que él quisiera. Bebí un sorbo de café y dije:
—El coche de April Ransom está en un garaje de Purdum. A John le entró pánico cuando lo encontró delante de su casa con los asientos manchados de sangre, y lo llevó al garaje de Alan, lo limpió y lo sacó de la ciudad.
—¿Eso hizo? —Tom echó la cabeza hacia atrás y me miró con ojos entornados—. Ya me parecía que él sabía dónde estaba el coche. —Volvía a sonreír con aquella sonrisa lenta y casi lujuriosa que vi en él el día en que llevé a John Ransom a su casa—. No obstante, observo que no pensamos que él sea culpable. Cuéntame el resto.
—El otro día, cuando salí de aquí, Paul Fontaine me metió en un coche sin distintivos y me llevó al cementerio. —Le conté todo lo ocurrido, lo del segundo nombre de Bob Bandolier, Andy Belin, Billy Ritz, la pelea y el relato de John sobre la noche en que April fue golpeada. Describí nuestra visita a la casa de la Calle 6 Sur y saqué del bolsillo las fotografías y las puse encima de la mesa que había entre nosotros. Durante mi largo parlamento, Tom apenas se movió; abrió un poco más los ojos cuando mencioné a Andy Belin, asintió cuando le dije que había llamado a la compañía de taxis y volvió a sonreír cuando le describí mi pelea con John, pero nada más.
Finalmente dijo:
—¿Aún no se te había ocurrido que Fee Bandolier era un policía de Millhaven?
—No —dije—. Claro que no.
—Pues alguien tuvo que sacar las declaraciones de Bob Bandolier del expediente ROSA AZUL; sólo un policía podía sacarlas y sólo su hijo podía tener interés en hacerlas desaparecer.
Él advirtió mi reacción a estas revelaciones.
—No te enfades conmigo. No te lo dije porque no me hubieras creído. ¿Me equivoco?
—No te equivocas.
—Ahora vamos a ver qué más tenemos aquí. —Cerró los ojos y guardó silencio durante un minuto. Luego agregó—: Conservación. —Alisó el delantero de la bata y asintió para sí.
—¿No podrías ser un poco más explícito? —pregunté.
—¿No comentó John que la casa de Fee parecía un museo del año 1945?
Asentí.
—Es su fuente de energía, allí carga baterías. Él conserva esa casa para volver a la infancia. Es una especie de santuario. Como la aldea fantasma del Vietnam de la que me hablaste.
Finalmente, se inclinó hacia delante y miró las fotografías.
—Aquí los tenemos —dijo—. Los escenarios de los primeros asesinatos de ROSA AZUL. Ligeramente camuflados por los cargantes inquilinos.
Atrajo la cuarta foto.
—Hummm.
—Tiene que ser la tienda de Stenmitz, ¿no crees?
John me miró vivamente.
—¿Es que tienes alguna duda?
Le dije que no estaba seguro.
—Está casi irreconocible —dijo—. ¿No sería interesante que resultara la foto de otro sitio?
—¿Y, con los ordenadores, no habría manera de eliminar la tinta y descubrir lo que hay debajo?
Tom reflexionó unos segundos mientras miraba la arruinada foto con las cejas juntas y la barbilla apoyada en la palma de la mano.
—El ordenador puede hacer extrapolaciones a partir de las partes visibles, sugerir una reconstrucción. Pero esto está tan estropeado que probablemente nos dará varias versiones de la imagen original.
—¿Cuánto tardaría?
—Un par de días, por lo menos. Tendrá que proponer muchas variantes y la mayoría serán inútiles.
—¿Estarías dispuesto a probar?
—¿Hablas en serio? —Sonrió—. Empezaré en cuanto te marches. En esa foto hay algo que te intriga, ¿verdad?
—Algo que no puedo definir.
—Quizás en un principio Bandolier pensara matar a Stenmitz en otro sitio —dijo Tom, como si hablara consigo mismo. Miraba un punto invisible del espacio, como un gato.
Luego, volvió a enfocarme a mí.
—¿Por qué mató Fee a April Ransom?
—¿Para terminar lo que había empezado su padre?
—¿Leíste el libro que te presté?
Nos miramos un momento y yo dije:
—¿Piensas que Franklin Bachelor pueda ser Fee Bandolier?
—Estoy seguro de que lo es —dijo Tom—. Apostaría a que Fee llamó a su padre dos veces, en el setenta y el setenta y uno y que por eso Bob se cambió el número de teléfono. Cuando murió Bob, Fee heredó la casa y la vendió a la Elvee.
—¿Podrías entrar en el ordenador del centro de alistamiento de Tangent? Sabemos que Fee se alistó con otro nombre en el sesenta y uno, inmediatamente después de graduarse en la escuela secundaria.
—Esos datos no están informatizados. Pero, si estás dispuesto a hacer un viajecito, es posible que encontremos algo.
—¿Quieres que vaya a Tangent?
—Miré casi todos los números del Herald de Tangent publicados durante los últimos años sesenta y encontré el nombre del jefe de la oficina de reclutamiento, Edward Hubbel. Mr. Hubbel cerró su ferretería hace unos diez años, pero todavía vive en su propia casa y es todo un carácter.
—¿No quiso darte la información por teléfono?
—Mr. Hubbel es un poco excéntrico. Al parecer, durante los últimos sesenta, los pacifistas le incordiaron mucho. En 1969 estuvieron a punto de volar la oficina de reclutamiento, y todavía está indignado. Ni después de explicarle que estaba escribiendo un libro sobre la vida de los veteranos de Vietnam de diferentes zonas del país, quiso darme datos si no iba a verle personalmente. Pero dijo que tenía su propia ficha de cada chico de Tangent que se alistó mientras él dirigía la oficina y que, si alguien se tomaba la molestia de ir a su casa, haría el esfuerzo de repasar sus archivos.
—Así que quieres que vaya a Tangent —dije.
—Te he reservado pasaje en el vuelo de las once de mañana. Si la niebla se levanta, podrías estar de regreso antes de la cena.
—¿Qué nombre le diste?
—El tuyo. Él no hablará más que con un veterano.
—Está bien. Iré a Tangent. Ahora, ¿me dices lo que encontraste en los archivos de la Policía de Allentown, Pennsylvania?
—Desde luego —dijo—. Nada.
Le miré fijamente. A Tom le faltaba poco para darme un abrazo de felicitación.
—¿Y ésa es toda la información que has conseguido? ¿Podrías explicarme qué tiene de fantástico?
—No encontré nada en los archivos de la Policía porque no tengo acceso a ellos. No puedo entrar desde aquí. He tenido que buscar en los periódicos, con mucha laboriosidad.
—¿Miraste en los periódicos y encontraste a Jane Wright?
Negó con la cabeza. Todavía estaba henchido de satisfacción.
—No lo entiendo.
—¿Recuerdas que te dije que no había encontrado a Jane Wright en ningún sitio? Lo que hice entonces fue volver a mirar en Allentown, Pennsylvania, en busca de algo que tuviera cierta similitud con el nombre y la fecha que había en el papel que encontraste en La Mujer Verde.
Tom volvió a sonreírme y se levantó para dar la vuelta al sofá. Cogió una carpeta que estaba al lado del teclado del ordenador de su mesa de trabajo y se la puso debajo del brazo.
—Nuestro hombre describe cada crimen que comete, para conservar una especie de crónica. Al mismo tiempo, un individuo tan inteligente como Fee habrá buscado la manera de desactivar esos Diarios, de hacerlos inofensivos, por si alguien da con ellos. Por ejemplo, utilizando una especie de clave.
—¿Una clave? ¿Es decir, cambiar los nombres o las fechas?
—Exactamente. Repasé el microfilm del periódico de Allentown desde mediados de los setenta. Y, en mayo de 1978, encontré el que podía ser ese asesinato.
—El mismo mes, un año después.
—La víctima se llamaba Judy Rollin. Un nombre corto, como el de Jane Wright, pero completamente diferente. —Se sacó la carpeta de debajo del brazo, la abrió y extrajo la última hoja. Se acercó y me tendió la carpeta—. Echa un vistazo.
Abrí la carpeta, que contenía copias de tres planas de periódico. Tom había marcado una noticia en cada una. Eran reproducciones a tamaño reducido; un poco más, y hubiera hecho falta una lupa para leerlas. La noticia marcada en la primera de las páginas era el descubrimiento por tres adolescentes del cadáver de una mujer joven que había sido apuñalada y arrojada detrás de una fundición abandonada. La segunda noticia explicaba que la víctima se llamaba Judy Rollin, tenía veintiséis años, estaba divorciada, trabajaba en la peluquería Hi-Tone y había sido vista por última vez en Cookie’s, un bar situado a ocho kilómetros de la vieja fundición. Mrs. Rollin había ido al bar con dos amigas que se habían marchado juntas, dejándola sola. El tercer artículo, titulado muerte por excesos, era una descripción despiadada tanto de Judy Rollin como de Cookie’s. La víctima abusaba de las drogas y el alcohol y el bar era un «conocido centro de reunión de traficantes y sus adictos».
El último artículo rezaba así: el asesino de la peluquera se suicida en su celda. Un barman de Cookie’s llamado Bledsoe se había ahorcado en su celda después de confesar haber matado a Mrs. Rollin. Un confidente había revelado a la Policía que Bledsoe solía vender cocaína a la víctima y en el maletero de su coche se había encontrado el bolso de Mrs. Rollin. El detective encargado del caso había dicho: «Lamentablemente, no podemos proporcionar vigilancia permanente a todo el que manifiesta su aversión a pasar el resto de su vida en la cárcel». El detective se llamaba Paul Fontaine.
Devolví la carpeta a Tom.
—Paul Fontaine —dije. Me sentía extrañamente frío, casi defraudado.
—Eso parece. Aún tengo que hacer algunas comprobaciones, pero… —Tom se encogió de hombros y extendió las manos.
—Estaba tan seguro de no ser descubierto que ni se molestó en cambiar de nombre cuando vino a Millhaven. —Entonces recordé la última vez que había hablado con Paul Fontaine—. ¡Dios mío! Le pregunté si sabía algo de la compañía Elvee.
—Todavía no sabe lo cerca que estamos de la verdad. Fontaine sólo quiere que tú te marches de la ciudad. Si conseguimos que nuestro amigo de Tangent lo identifique como Franklin Bachelor, tendremos una buena arma en las manos. Y quizá, de paso, puedas hacer una visita a Judy Leatherwood, la tía.
—Supongo que tendrás una foto —dije.
Tom asintió y volvió a su mesa, de la que recogió un sobre marrón.
—La recorté del Ledger.
Abrí el sobre y saqué la foto de Paul Fontaine delante de la casa de Walter Dragonette, entre otros policías. Miré a Tom y le dije que a Judy Leatherwood le sorprendería que yo le enseñara aquella foto para solventar la cuestión del seguro.
—Eso corre de tu cuenta —dijo Tom—. Tienes una imaginación fértil, ¿no?
Lo último que me dijo antes de cerrar la puerta fue:
—Ten cuidado. —No me pareció que se refiriera a los peligros de conducir con niebla.