hacia una monarquía. Sé que tú no compartes esta posibilidad pues tienes fe ciega en la honorabilidad y en el patriotismo de tu padre, lo que te honra y lo que respeto. Demuestras ser una buena hija y una buena patricia. Pero nadie es inmune a la vanidad vacua del éxito continuado y en esas circunstancias cualquiera puede ser seducido por la idea de querer extender ese éxito para siempre. Pero voy a dejar este punto porque sé que nunca nos pondremos de acuerdo en esto. El objetivo fundamental de esta carta es reconocer tu esfuerzo en agradecerme el humilde servicio que te presté con el mejor de mis deseos en el foro boario. Ahora parto hacia la campaña de Asia y las campañas militares siempre están llenas de incertidumbre, así que no sé tan siquiera si tendré de nuevo alguna oportunidad de comunicar contigo y no quería dejar pasar esta ocasión sin decirte que gracias a tu carta sé que, si caigo en combate, no me llevaré conmigo el odio de todos los Escipiones, algo que nunca he deseado ni buscado aunque mis acciones puedan haber contribuido a generar ese sentimiento. Prometo intentar regresar con vida de Asia y buscar la manera de que, con el tiempo, nuestras familias, por el bien de Roma, puedan reconciliarse. Quizá así, puede que un día, tú y yo, podamos hablar con sosiego de todo aquello que queramos, incluso si, como preveo, no estemos de acuerdo en casi nada.

Tiberio Sempronio Graco, Tribuno de Roma

Cornelia plegó de nuevo la carta con cuidado. La introdujo en el compartimiento secreto de su joyero y luego cerró el pequeño cofre y cerró a su vez los ojos. Asia estaba tan lejos… Se sentía sola. Tenía miedo. Su padre, al que amaba pero a quien se negaba a obedecer, y Graco, un hombre que la cautivaba al tiempo que la repelía, habían marchado juntos a una guerra y los dos hombres se odiaban entre sí. Era imposible que de Asia surgiera nada bueno.

73 El final de la batalla

Llanura de Magnesia, Asia Menor.

Diciembre de 190 a.C.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Repelida la carga de los carros escitas y desbaratada la caballería enemiga, Eumenes decidió que era el momento de hacer avanzar a su propia infantería a la que situó por delante de su caballería y ordenó cargar contra la confusa maraña de guerreros capadocios, curtios, elimeos, trales, carios, ciclicios, neocretes y tarentinos. El rey de Pérgamo observó que Seleuco había ordenado adelantar a cuatro mil písidas, panfilos y licios reconocibles por su caetra o escudo en forma circular. Eumenes ordenó de nuevo que sus arqueros y honderos lanzaran varias andanadas contra los písidas, panfilos y licios a sabiendas de que sus pequeños escudos circulares no eran suficiente protección para una persistente lluvia de dardos.

Y así fue.

Tras una decena de andanadas, el rey pudo ver como se creaba el desconcierto entre las filas de los guerreros con caetra que caían heridos o muertos por centenares.

- ¡Ahora! -ordenó Eumenes, y su infantería avanzó contra la desorganizada vanguardia seléucida. Tras ellos iban los arqueros que no dejaban de arrojar flechas siempre por encima de sus propias filas alcanzando a galogriegos, carios, elimeos, curtios y otros guerreros que aguardaban su momento para intervenir en la batalla, pero que tras recibir la lluvia de proyectiles ya no lo haría nunca; y con los muertos y heridos el desánimo se apoderaba de todos los guerreros del flanco izquierdo del ejército seléucida. De este modo cuando la infantería de Pérgamo impactó contra los písidas, panfilos y licios supervivientes de primera línea, no tardaron ni unos minutos en crear la desbandada general de todos estos guerreros. A continuación los neocretes, trales y el resto de guerreros del ala izquierda del ejército seléucida presentaron un frente más duro, pero Eumenes sabía que contaba ahora con la ventaja de la superioridad en caballería, de forma que ordenó a sus jinetes que cabalgaran junto a él, desdoblando el flanco de los mercenarios seléucidas aprovechando el hecho de que el río Hermo, justo en aquel punto, se abría alejándose de la batalla y permitiendo a sus jinetes desdoblar a la infantería enemiga con soltura. Eumenes consideró por un instante que alguno de los generales romanos que dirigían aquel ejército sabía muy bien cómo elegir el lugar para una batalla y, aunque nunca lo diría en voz alta, le estaba muy agradecido.

Ala izquierda del ejército seléucida

Seleuco, nada más ver cómo la caballería de Pérgamo empezaba a desbordarles por el flanco y, conocedor de que ya no disponía ni de catafractos ni de jinete alguno con el que detener aquel ataque, decidió organizar una retirada lo más organizada posible hacia el centro del campo de batalla, defendiendo el flanco en su repliegue para evitar que la falange fuera sorprendida, pero eso sí, cediendo todo el terreno al enemigo. Llamó a uno de los hombres de su guardia y le dio instrucciones precisas.

- Ve donde se encuentran Minión y Filipo y diles que la caballería enemiga viene por este flanco. Diles… diles… diles que espero sus instrucciones. -Cómo le costó pronunciar aquellas últimas palabras. Tanto que no quiso quedarse a saber qué decidían Minión y Filipo. Seleuco hizo girar a su caballo y, seguido de unos pocos jinetes, se desvaneció

en la profundidad de un imperio que se derrumbaba.

El centro de la batalla. Falange siria

El mensajero de Seleuco acababa de comunicar con Minión y Filipo. Los dos generales se miraron sin saber bien qué decir, aunque ambos pensaban lo mismo. Rodeados por el fragor de aquella batalla, con las legiones romanas resistiendo la embestida de la falange y con el flanco izquierdo en franca retirada, la rabia se había apoderado de ellos. Minión dio unos pasos para alejarse del mensajero. Filipo le siguió.

- El hijo del rey es un… -empezó Minión con desesperación, pero aún dudando, sin atreverse a terminar la frase.

- Un inútil -concluyó Filipo. Minión le miró y suspiró con alivio. Aquella frase era traición, pero la habían dicho entre los dos. Minión se sintió entonces más seguro.

- ¿Qué hacemos? -le preguntó Filipo.

- Hemos de proteger el flanco que hemos perdido, eso está claro -empezó Minión animado al ver que su colega asentía-, pero no podemos fiarnos mucho ya de los hombres de Seleuco. Y los elefantes están nerviosos. La falange es de lo único que me fío ahora mismo. Yo replegaría la falange por las alas y haría tres frentes, uno frontal y dos latera-les con la falange que, si las cosas van a peor, podemos transformar en un cuadrado completo. En el centro situaremos a los hombres de Seleuco, que servirán de refuerzo donde la falange ceda, y los elefantes también en el centro, hasta que se tranquilicen. Si resistimos lo suficiente, y creo que podemos hacerlo, el rey no tardará en regresar con los catafractos y atacará a los romanos por la retaguardia. Ése será el momento de lanzar los elefantes y a los hombres de Seleuco contra las legiones. Eso haría yo. Si resistimos aún se puede ganar esta batalla.

Filipo cabeceó afirmativamente mientras miraba al suelo. Había escuchado con atención.

- Es lo mejor, sí -confirmó con palabras-. Se lo comunicaré al mensajero y organizaré

los elefantes en el centro.

- De acuerdo. Yo me ocuparé del repliegue de la falange.

Centro de la batalla. Vanguardia romana

Los principes daban señales de agotamiento y Silano veía que, por el momento, el cónsul no pensaba hacer entrar en combate a los triari, así que hizo lo único que estaba en su mano: ordenar que, de nuevo, los bastad y los velites supervivientes sustituyeran a los legionarios de primera línea de combate. Eso permitió que Publio hijo, con los compañeros de su manípulo, se retirara a beber y descansar un poco hasta su nuevo turno de lucha.

Silano, de pronto, se quedó perplejo. Era como si los bastad y los velites, en su reincorporación tras el descanso, empujaran la falange hacia atrás, especialmente en las alas. El veterano tribuno frunció el ceño. Luego hizo una mueca de escepticismo mezclado con satisfacción contenida. El hijo de Publio pasó a su lado en busca del aguador. Silano no pudo contenerse. Tenía que compartir con alguien sus pensamientos y nadie mejor que el hijo del gran Africanus.

- Muchacho, ahora sí que se parece esto a Zama; tu padre es… es un dios; no sé cómo lo ha conseguido, pero es un dios; es como Zama, de momento nadie nos ha atacado por los flancos, y ellos, por el contrario, repliegan sus tropas; no sé cómo lo ha hecho, pero no me importa. Tu padre enfermo vale más que todos los ejércitos de Asia juntos. ¡Ja, ja, ja! Vamos allá, muchacho, vamos a rematar lo que queda del ejército sirio. Hay que devolverles su sucia jugada de la brecha de antes. Ataca con odio, muchacho, pero muévete con cabeza. Sigúeme. Y Silano acortó el descanso de los principes para que éstos se concentraran en atacar por las alas de la falange que, aparentemente, se retiraba. Las oportunidades en una batalla debían aprovecharse.

Retaguardia romana

Pero Silano, en el centro de la batalla, no tenía la posibilidad de ver con perspectiva completa las maniobras del enemigo. Lucio Cornelio Escipión, muy concentrado, estudiaba los movimientos de repliegue de la falange.

- No es una retirada -dijo Marco, el proximus lictor, intuyendo que el cónsul buscaba una opinión.

- No, no lo parece -dijo el cónsul, aún algo ensimismado-, pero se repliegan y eso es bueno para nosotros. Subirá la moral de los legionarios.

- Cierto, mi general, pero…

- ¿Pero…? -preguntó el cónsul sin volverse.

- Mi general, deben estar agotados, en primera línea, quiero decir… creo yo… es mi opinión sólo, mi general.

Lucio asintió, sonrió y puso su mano sobre el hombro de Marco para demostrarle que le parecía bien su comentario.

- Llevas razón, Marco, llevas razón. Es nuestro turno. Que las trompas anuncien que los triari entran en combate. Es hora de que las sarissas de la falange se batan con un enemigo a su altura. Es nuestro turno.

Y Lucio Cornelio Escipión se puso el casco, se lo ciñó bien, se aseguró de tener la espada en su vaina fuertemente ajustada por un cinturón y, mientras las trompas transmitían las órdenes, descendió de su caballo para, a pie, ponerse al frente de los triari. Quería dirigir personalmente lo que debía ser el ataque final. Siempre y cuando los catafractos no regresaran. Había pensado mantener a los triari en reserva por si eso ocurría, pero había que arriesgarse. Era el momento del todo o nada. Si los catafractos regresaban demasiado pronto sería una derrota, pero si se retrasaban… si se retrasaban, llegarían demasiado tarde para ayudar a la falange. Lucio Cornelio desenfundó su espada y, mientras avanzaba hacia el corazón de la batalla, hizo girar su arma en su mano 360 grados dibujando un gran, invisible pero perfecto círculo en el aire que todos los oficiales que le rodeaban supieron interpretar con certeza: un cónsul de la familia de los Escipiones entraba en combate.

Retaguardia del ejército seléucida. Una colina

- ¿Pero qué hacen esos estúpidos? -aullaba Aníbal exasperado. Estaba fuera de sí-.

¡Los elefantes en la retaguardia no valen para nada, ¿qué esperan para lanzarlos contra el enemigo? ¡Les van a rodear, Maharbal, les van a rodear y los muy inútiles se van a dejar envolver y comer como fruta madura! -El general miraba a su leal oficial como quien busca que le digan que no es cierto lo que está viendo; Maharbal no sabía qué responder-. No quiero ver más -apostilló Aníbal-. No quiero ver más. -Y se dio la vuelta, puso los brazos en jarras y negaba con la cabeza sin parar. No podía creer lo que acababa de presenciar. Entonces, de pronto, se volvió de nuevo hacia la batalla y lanzó una última pregunta-: ¿Y los catafractos} ¡Por Baal! ¿Alguien ve a esos malditos catafractos} ¿Alguien ve al rey Antíoco?

Y todos los hombres del general cartaginés oteaban el horizonte, más allá de la batalla, medio cerrando los ojos para protegerse del sol que empezaba a caer, pero nadie vislumbraba nada. El rey se había alejado en persecución de la caballería romana, siguiendo el curso del río Frigio y unas colinas impedían saber qué estaba ocurriendo en aquella zona, más allá de la llanura de Magnesia.

Primera línea de combate romana

Lucio organizó la sustitución de los velites, principes y bastati que había estado comandando Silano, por los experimentados triari. En poco tiempo los legionarios más veteranos quedaron enfrentados a las temibles sarissas, pero los romanos, a su vez, empuñaban largas astas especialmente diseñadas para enfrentarse a la falange siria y en las expertas manos de los triari hacían que el enfrentamiento estuviera nivelado, sólo que los triari entraban frescos en la batalla, mientras que los sirios llevaban ya largas horas de combate. Lucio se movía justo por detrás de la primera línea de ataque, custodiado por los lictores en todo momento. Estaba satisfecho por la rápida maniobra envolvente, pero quería más y rápido. Los catafractos podrían regresar en cualquier momento, tenía claro que la caballería romana habría sido arrasada, y tenían que resolver el desenlace de la batalla allí mismo lo antes posible.

- ¿Dónde está Eumenes? -preguntó el general.

- Allí, mi cónsul -respondió Marco señalando a unos doscientos pasos de distancia donde se veía al rey de Pérgamo sobre su caballo dirigiendo a sus tropas a las que había detenido para dejar paso a los triari. Lucio se encaminó hacia el rey a toda velocidad y en unos instantes estuvo junto a él. El de Pérgamo no descabalgó para hablar con el cónsul. Lucio percibió la arrogancia, pero no era lugar ni momento para sentirse ofendido, sobre todo por alguien que estaba combatiendo bien para Roma.

- ¡He dejado que los triari se adelanten, pero mis hombres quieren seguir combatiendo! ¡Queremos a todos esos sirios muertos ya mismo!

Lucio asintió. Había mucho orgullo y algo de petulancia en aquel rey, pero nuevamente lo dejó pasar.

- Lleva a tu infantería a la retaguardia siria. Eso les forzará a cerrarse en un cuadrado. Mis hombres con sus astas les rodearán en primera línea frontal y en los laterales del cuadrado, pero sin atacar.

- ¿Sin atacar? -El rey parecía nervioso; agitó las riendas y su caballo piafó.

- Escucha, no atacaremos hasta que tus arqueros inunden el centro del cuadrado con todas las flechas de las que dispongáis y más que os daremos. Los elefantes están en el centro. Si los acribillamos a flechas y jabalinas se pondrán nerviosos y crearán el caos en el interior de la formación siria. Entonces atacaremos todos. Entonces será el fin de Antíoco.

El rey de Pérgamo no parecía estar plenamente satisfecho. Prefería un ataque en toda regla en ese momento. Temía que el regreso de los catafractos lo desbaratara todo. Lucio se engulló el orgullo y se acercó más al rey, hasta sentir el calor que el caballo del monarca desprendía por todos sus poros.

- Es idea de mi hermano, de Publio Cornelio Escipión. Es lo mejor, créeme. El rey de Pérgamo clavó sus ojos negros en el cónsul de Roma. -¿Idea del que llamáis Africanus} -Así es.

- Creía que estaba enfermo.

- Y lo está, pero en caso de que ocurriera lo que está pasando, ése era su plan. El rey se quedó atónito y desmontó del caballo. La bestia, bien adiestrada, no se movió del lugar pese a que el rey soltó las riendas y las dejó sueltas.

- ¿Africanus había previsto que pudiera ocurrir todo esto?

Lucio asintió.

Eumenes, rey de Pérgamo, empezó a comprender por qué Roma era tan poderosa que podía permitirse combatir contra ejércitos tan imponentes como el de Antíoco tan lejos de sus fronteras.

- Si Africanus predijo todo esto, mejor será que sigamos su consejo. -Y dio media vuelta, volvió a montar y se dirigió al cónsul una vez más mientras tomaba las riendas del caballo-. Haremos lo que dices, pero también enviaré a doscientos jinetes a cubrir nuestra retaguardia. Lucio asintió. Tampoco parecía aquélla una mala idea.

Centro del ejército seléucida

Los elefantes seguían nerviosos. Filipo gritaba a los adiestradores de las enormes bestias para que los tranquilizaran, pero, sin duda, sus aullidos no ayudaban demasiado, pero lo peor no era el fragor de la batalla que los rodeaba, sino la lluvia de flechas que se inició justo en ese instante. Filipo, protegido por los escudos de varios de sus hombres, se salvó de las primeras andanadas, pero los dardos no dejaban de caer y en una de tantas, una flecha se clavó en su hombro.

- ¡Por Apolo! -gimió, y cayó de rodillas. Dos hombres le seguían protegiendo con los escudos-, ¿dónde está… Minión? -preguntó el general mientras las flechas seguían cayendo; Filipo se sacudió a un soldado que intentaba ayudarle-. ¡Por todos los dioses, decidle a Minión que ataque o acabarán con todos nosotros!

En ese momento una andanada de jabalinas lanzadas por encima de la falange terminó con la vida de los dos soldados que le protegían, un elefante rugió e, histérico por el dolor, se arrojó enfurecido contra los soldados elimeos y curtios que le rodeaban, pisoteando piernas, cabezas y costillas humanas a medida que avanzaba contra la retaguardia de la falange. El general Filipo, herido, manando sangre roja espesa por su espalda, se levantó al ver que más elefantes reaccionaban de la misma forma. El desastre era completo.

Primera línea de combate romana

Los triari aguardaban la orden de avanzar en bloque contra la falange, pero de momento se limitaban a mantener la posición. Tras ellos, miles de arqueros disparaban flechas sin cesar y los principes, bastati y velites arrojaban jabalinas sin parar. Era un bombardeo continuo que encontraba escasa réplica de un enemigo que parecía tener serios problemas detrás de las filas de la falange. De repente, justo frente a la posición del cónsul, un elefante emergió arrollando a los soldados sirios a los que sorprendió por la retaguardia. La gigantesca bestia pisoteó a dos falangistas y embistió a media docena con sus colmillos mientras se retorcía por su propio dolor, pues tenía la piel cubierta de flechas y lanzas y corría despavorido en la ingenuidad irracional de pensar que corriendo escaparía al sufrimiento mortal causado por las flechas y las lanzas clavadas por todo su cuerpo.

- ¡A los elefantes, acribillad a los elefantes a medida que rompan la falange! -ordenó

Lucio, y los legionarios dejaron de arrojar las lanzas por encima de la falange y se concentraron en apuntar a las testuces brutales de los paquidermos que emergían por uno y otro punto de una falange que se descomponía por momentos. Los animales, que llegaban ya heridos de muerte, apenas podían resistir mucho más, y entre los nuevos pila arrojados por los bastati, principes y velites, junto con las largas picas que los triari clavaban en su vientre, se doblaban y caían de lado, eso sí, aplastando a todo el que encontraran allí donde se desplomaban, y arrastrando en su caída a todos los arqueros y guerreros sirios que montaban sobre ellos.

- ¡Ahora, contra la falange! -aulló con furia Lucio, y Silano y Eumenes, desde los diferentes flancos de la batalla, reforzaron la señal de ataque con sus propios gritos. Los triari avanzaron ahora contra una falange desordenada y con múltiples brechas provocadas por la estampida alocada de los elefantes moribundos, de forma que la resistencia siría era endeble y los falangistas perdían terreno sin casi poder oponerse a los experimentados triari, quienes, tras clavar todas sus largas picas en los cuerpos de sus enemigos, desenvainaban las espadas para cortar las últimas sarissas que quedaban aún alzadas contra ellos, como un recuerdo vago del poder que sólo hacía unos minutos había exhibido aún el ejército de Antíoco, y las quebraban e iniciaban el combate cuerpo a cuerpo contra unos guerreros heridos, desarbolados y sin moral ni generales que los gobernaran ya, pues Filipo había sucumbido bajo uno de los grandes elefantes y Minión, a su vez, se arrastraba herido de muerte por media docena de flechas clavadas en su espalda. La masacre sistemática y minuciosa del ejército sirio empezó con la parsimonia con la que Roma ejecutaba los lentos desenlaces de sus grandes batallas. Los triari abrían la marcha y tras ellos el resto de legionarios del ejército consular y los guerreros de Pérgamo remataban a los moribundos con saña, tomándose, especialmente los hombres de Eumenes, tiempo adicional en torturar a algunos heridos que representaban el poder que los había oprimido durante decenios y que había estado a punto de aniquilarlos. Las tornas habían cambiado y era ahora su turno de disponer del poder y los soldados de Pérgamo estaban disfrutando siendo los ejecutores del final del dominio hegemónico del hasta entonces todopoderoso Antíoco III de Siria. Eso se acababa. Era el momento de que Pérgamo gobernara Asia Menor.

Retaguardia seléucida. Una colina

Aníbal suspiraba. Eso era todo cuanto podía hacer.

- Escipión contaba con que un estúpido dirigiera a los sirios y así ha sido. Espero que al menos no piense que los dirigía yo. Eso me dolería más que el destierro. Maharbal respondió con seguridad:

- Estoy seguro de que Publio Cornelio Escipión y su hermano tendrán muy claro quién ha gobernado al ejército seléucida.

- Es posible. -Y Aníbal se encogió de hombros; Magnesia era ya el pasado. Descendió de la colina pensando en cómo organizar su futuro, considerando en si acaso aún tenía futuro en un mundo, ahora sí, abocado a ser gobernado por Roma por muchos años.

74 El regreso del gran rey

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Antíoco agitaba sus brazos intentando insuflar energía a sus catafractos, pero los caballos estaban exhaustos por el largo combate y la gran distancia que habían recorrido en persecución de la caballería romana. El rey sabía que sus jinetes blindados habían prácticamente aniquilado a los caballeros romanos de esa ala y ahora lo esencial era regresar cuanto antes al corazón de la batalla para cargar contra la desprotegida retaguardia romana, pero los catafractos sólo podían retornar al paso. El rey, exasperado, decidió

adelantarse y azuzando su caballo negro se lanzó a un trote que, al momento, transformó

en un raudo galope. Tras él, como una flecha, partieron los jinetes reales de la agema. La infantería de apoyo también incrementó su marcha a un paso ligero que le permitía, al menos, marchar por delante de los propios catafractos.

- Hemos de superar esas colinas -se repetía entre dientes Antíoco a sí mismo una y otra vez, a medida que se alejaba del río Frigio y se distanciaba, seguido por la agema, del ralentizado avance de los catafractos.

Al cabo de un rato, que se le hizo eterno -no podía entender que se hubieran alejado tanto del campo de batalla-, consiguió su objetivo, pero el espectáculo que vio al ascender por las colinas no era el que había esperado: el ejército romano ya no estaba allí cerca, sino que había cruzado toda la llanura y combatía contra una extraña maraña de guerreros, confusa y sin formación, en donde debía encontrarse lo que era su magnífico ejército imperial. Si miraba hacia la derecha, en el horizonte, se vislumbraban decenas de carros escitas volcados y un mar de cadáveres que atestiguaban que la carga de Antípatro había devenido en un auténtico fiasco. Y no se veía muestra ninguna de la caballería de Seleuco o de su numerosa infantería y, para colmo de desgracias, ¿dónde estaba la falange y los elefantes que dirigían Filipo y Minión?

- ¿Dónde… dónde está mi ejército? -dicen que acertó a decir el gran rey según narraron los oficiales de la agema años después, cuando ya no prestaban servicio al rey y el imperio languidecía ante la emergente potencia de Pérgamo, Rodas y otros estados aliados de Roma-, ¿dónde está mi ejército? -repitió la pregunta con más fuerza-, ¿dónde está mi ejército? -gritó desesperado, incrédulo, Antíoco III de Siria, emperador de todos los reinos seléucidas, con lágrimas en los ojos-, ¿dónde está mi ejército? -Pero sus preguntas se perdieron en la brisa de un viento que soplaba desde el sur y que parecía llevárselo todo consigo.

75 El retorno desde el río Frigio

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C. Después de la gran batalla

Graco emergió nadando río abajo, cubierto de sangre y barro, arrastrándose, medio ahogado y con heridas por piernas, brazos y pecho, pues la coraza estaba partida. Allí, junto a la ribera del río, perdió el conocimiento y quedó boca arriba, respirando, sin pensar en nada, entre muerto y vivo, herido, dejando que la sangre de su cuerpo se vertiera por completo al río Frigio o bien que sus heridas cicatrizaran de forma natural. Al cabo de un tiempo, que Graco mismo no podía calcular, abrió los ojos. Se sentó en el borde del río y jadeó hasta recuperar el aliento. Miró a su alrededor hasta situarse. No sabía ni siquiera en qué lado del río se encontraba ni por cuánto tiempo había estado buceando, medio asfixiado, a ciegas, y luego allí, echado, tumbado como un cocodrilo egipcio al sol. Se palpó las heridas. Numerosos cortes y una herida en el pecho, pero nada parecía necesariamente mortal. Se levantó y escrutó el horizonte. No había sido tanto el espacio recorrido en su huida a nado. A unos mil pasos se veían cadáveres de sus antiguos compañeros. Se encontraba en el lado del río donde había tenido lugar la lucha contra los catafractos primero y luego contra la agema. No había nadie cerca. El sol era más débil. Estaba descendiendo. Había empezado la tarde. Se escuchaba el fragor lejano de un enorme combate. La batalla aún no había terminado. No sabía qué había ocurrido en el centro del ejército donde combatían las legiones romanas, ni sabía nada de qué habría ocurrido con los carros escitas y el resto de enemigos de la otra ala. Tiberio Sempronio Graco se levantó y, maltrecho, empezó a caminar hacia la batalla. Era un soldado de Roma y estaba vivo, o eso parecía. Si el combate continuaba, su obligación era reincorporarse al ejército consular. Tiberio Sempronio Graco cruzó casi a rastras las colinas que le separaban del gran campo de batalla. Le dolían las heridas, todo el cuerpo, y estaba muy débil. Se detuvo y, sin alzar la vista apenas, detectó una roca solitaria al pie de la última colina. Era un buen sitio para sentarse y descansar. No sabía si caminaba hacia la muerte o hacia la victoria. Tras ver lo sucedido con la caballería que comandaba, su mente veía como más probable lo primero que lo segundo, pero no perdía la esperanza. Quería seguir caminando, pero no tenía suficientes fuerzas. Pensó en que tampoco había prisa. No estaba en situación de ayudar a nadie. Si se vencía, lo conseguirían sin su ayuda. Si se estaba perdiendo, él no estaba en condiciones de ayudar. Sólo sería un torpe herido molestando en las maniobras del ejército. Era mejor quedarse allí y esperar. Aquellas colinas estaban a medio camino entre el campamento y el frente de batalla; quien regresara de la batalla, victorioso o vencido, pasaría por ese lugar o muy próximo a esa roca. Discurrió una hora sin que nada ocurriera, más allá de que el fragor de la batalla se iba reduciendo progresivamente al tiempo que las sombras del atardecer se alargaban espectacularmente hasta que su propia silueta sentada en la roca pareciera un gigante encogido por el dolor y la derrota. Al fin, empezaron a aparecer los primeros legionarios de Roma de regreso al campamento. Eran principes y hastati, jóvenes en su mayoría, cubiertos de sangre, pero por sus risas y sus cánticos no era tanto sangre suya la que empapaba sus cascos, grebas y cotas de malla, como sangre del enemigo. Además venían cargados de todo tipo de lanzas, espadas, puñales, corazas y hasta sacos con comida. Era el tipo de regreso que protagonizaban unas legiones victoriosas. Tiberio Sempronio Graco no pudo evitar una sonrisa.

- ¡Legionarios! ¡Legionarios! -exclamó el tribuno herido.

Los hastati en seguida desenvainaron los gladios, pero los principes, algo más veteranos, reconocieron de inmediato el uniforme y el penacho especial del casco del tribuno, y se interpusieron entre los jóvenes legionarios inexpertos y el alto oficial herido.

- Soy Tiberio… Tiberio Sempronio Graco -dijo, aunque cada palabra le costaba pronunciar sobremanera-. ¿Hemos vencido?

Un signifier que portaba el estandarte junto con un montón de armas que había arrebatado a soldados sirios muertos fue el primero en responder.

- Una gran victoria, tribuno. -Y volviéndose hacia atrás vociferó lo que su sentido común le dictaba-. ¡Llamad al médico!

- ¿Una victoria? -Graco no parecía muy convencido, y eso que el porte de aquellos legionarios no indicaba otra cosa, pero tal había sido el desastre en su ala que cualquier cosa distinta a la más absoluta de las derrotas se le antojaba difícil, por no decir imposible, de creer.

- Una victoria total, tribuno -reiteró el portaestandartes agachándose junto a Graco y ofreciéndole un cazo con un poco de agua que había vertido un aguador. El tribuno aceptó el agua asintiendo con la cabeza. Bebió sin dejar de mirar al signifier. El portaestandartes cabeceaba arriba y abajo en un esfuerzo por intentar persuadir al tribuno de que lo que le contaban era cierto.

- Una victoria -dijo al fin Graco algo más convencido, como aceptando ya la realidad que le rodeaba por todas partes, pues no hacían más que llegar más y más legionarios del frente, contentos, felices, algunos heridos, pero con la cabeza alta, orgullosos de lo que habían conseguido. Muchos de ellos se arremolinaban allí mismo, junto a la roca, o donde se habían detenido los primeros hastati y principes, curiosos, ávidos en saber qué

había allí tan importante que hacía que sus compañeros detuvieran la marcha. Llegó entonces el grueso de la tropa, con los triari al frente y, justo entre ellos, marchaba a pie Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, acompañado por Silano y ambos escoltados por los doce lictores consulares. El rey de Pérgamo se había quedado en la llanura, con la misión de asegurarse de que Antíoco no intentaba ningún tipo de ataque sorpresa con las exiguas tropas que le quedaban. El cónsul no quería dejar ningún cabo suelto y quería evitar a toda costa que una tan magnífica victoria pudiera verse empañada por algún episodio negativo. Y, en cualquier caso, los de Pérgamo eran los que más ganas tenían de seguir rematando heridos sirios. En eso andaba ocupada la mente de Lucio Cornelio Escipión cuando observó cómo las tropas habían roto la formación y se arracimaban en torno a un hombre herido al pie de las colinas. El cónsul se desvió y los lictores le abrieron camino con rapidez. Tampoco era tarea difícil, pues los legionarios, agradecidos al general que los había conducido a la victoria, se apartaban con rapidez, respetuosos con el cónsul que les gobernaba en aquellas tierras extranjeras y que tan bien había sido ca-paz de sustituir al todopoderoso Africanus. Silano acompañaba a Lucio Cornelio y fue precisamente el veterano tribuno el que vislumbró primero de quién se trataba.

- ¡Es Graco! -exclamó asombrado-. ¡Por Castor y Pólux, es Graco, mi general!

Lucio había dejado en retaguardia a Domicio Ahenobarbo y los pocos supervivientes que habían regresado del ala izquierda. Domicio le había descrito personalmente la estratagema de Graco en el río y cómo se hundieron los pesados catafractos en el lodo del río Frigio, pero también le había asegurado que Graco, el hombre de Catón en aquel ejército, había caído y que, con toda seguridad, habría sido masacrado por los jinetes de la agema siria. Ahora, de pronto, Graco emergía ante ellos, herido, sí, cubierto de sangre, pero sentado sobre una roca, respirando, hablando con los legionarios que volvían del frente, vivo. Lucio se situó frente a Graco. Para sorpresa del cónsul y de todos los presentes, Tiberio Sempronio Graco, herido, débil, ensangrentado y sudoroso, apoyó su mano derecha sobre la roca y se puso en pie.

- Tiberio Sempronio… Sempronio Graco, mi cónsul. Mis hombres cayeron en combate. Quizá algunos hayan sobrevivido con Domicio Ahenobarbo. No lo sé. Hicimos lo que pudimos, mi general. -Y luego, como quien apostilla con ironía, añadió una última frase, una frase que, pese al esfuerzo, pronunció con sumo placer-. Espero que hayamos alargado el combate en el ala izquierda lo suficiente, cónsul de Roma. Lucio le miró sin ocultar admiración en su rostro, pero sin perder la distancia que había entre ambos, pues no sólo el rango, sino, sobre todo, la enemistad entre las dos familias, por el apoyo de los Sempronios a Catón, hacía de aquél un momento complejo: estaban rodeados de legionarios y Graco, aunque enemigo político, había combatido con gran valentía.

- Has seguido las órdenes con escrupulosidad, Tiberio Sempronio Graco. Has cumplido bien y te has hecho acreedor de recibir torques. Ahenobarbo sobrevivió también añadió Lucio en voz alta y clara, intentando reducir el impacto de la presencia de Graco vivo allí, entre ellos-, y consiguió traer consigo algunos hombres con él. -Era lo más que podía decir para limitar un poco el éxito de Graco por sobrevivir a los catafractos; y le puso la mano sobre el hombro derecho y luego dio media vuelta solicitando que Atilio, el mejor médico de las legiones, viera de inmediato al tribuno herido. Lucio partió de aquel lugar seguido por Silano y escoltado por los lictores. En su cabeza sólo había sitio para un pensamiento. Su hermano Publio lo había planificado todo a la perfección y lo había previsto todo con minuciosidad casi divina: la capacidad de Eumenes para contrarrestar el empuje de los carros escitas y de la infantería y la caballería de Seleuco en el ala derecha; la fortaleza de las legiones ante la falange siria, la forma de combatir contra los elefantes si éstos no se posicionaban en primera línea, y, lo más importante, cómo alejar a los catafractos pesados del escenario central de la batalla. Todo lo había calculado Publio a la perfección, todo menos que Tiberio Sempronio Graco, una vez más, contra todo pronóstico, al igual que ocurriera cuando fue enviado a negociar con Filipo de Macedonia, sobreviviera. Y no sólo eso, sino que retornara a las legiones de Asia ahora, después de la batalla y, muy pronto, al gran triunfo en Roma, revestido del esplendor de los héroes. Publio había querido derrotar a Antíoco y, a la vez, propiciar la muerte de Graco, por motivos personales, por motivos políticos o por ambas causas, y el resultado era que sí se había conseguido la derrota del rey sirio, pero que Graco regresaba a Roma mucho más poderoso de lo que había salido. Los Escipiones habían conseguido mucho con aquella victoria, pero Catón, el maldito Catón, también. Y eso pesaría en el futuro. «Lo peor de todo -pensaba Lucio-, lo peor de todo es que se lo he de contar a Publio.»

76 Coracesium

Coracesium, costa occidental de Asia Menor. Enero de 189 a.C.

Coracesium era un enclave portuario al abrigo de un gran promontorio rocoso que se adentraba en el mar generando en su entorno una bahía natural donde las naves quedaban protegidas de la furia de los dioses. Tras el desastre de Magnesia y ante la negativa del rey

Antíoco de volver a recibirle en audiencia, Aníbal se había dirigido a aquella ciudad, refugio de los piratas de la región.

- Hay que abandonar Asia, y pronto -le había dicho Aníbal a Maharbal tras la derrota de Magnesia-. Antíoco, tarde o temprano, cederá a los romanos y no sólo les cederá territorios sino que también nos entregará. Nos usará como moneda de cambio cuando le venga bien.

- Pero ¿adonde podemos ir? -preguntó Maharbal visiblemente preocupado, pues las opciones, tras la victoria de Roma en Asia Menor, se reducían notablemente.

- Aún hay enemigos de Roma, Maharbal, muchos y, cuanto más crezca su poder más enemigos surgirán, pero de momento, hasta que encontremos un rey que se atreva a acogernos, Coracesium es el destino más próximo y más seguro.

- Coracesium es un bastión de los piratas.

- Precisamente, Maharbal, sin gobierno. Aunque formalmente pertenezca al imperio de Antíoco hace años que son los piratas los que realmente rigen el destino de esa ciudad. Iremos a Coracesium. Y envía un mensaje a Antioquía para que nuestros hombres traigan a Imilce. Cuanto antes la saquemos de allí, mejor.

Las murallas de la ciudad se extendían por todo el promontorio rocoso que se internaba en el mar. La bahía estaba repleta de naves de toda condición y origen, pues muchas eran fruto de la piratería misma: se veían barcos mercantes romanos, rodios, egipcios, macedonios y hasta cartagineses. Todos apresados por los piratas. La visión de estos últimos dolió particularmente a Aníbal y sus hombres. Todos sabían que en otro tiempo, cuando Cartago poseía una poderosa flota militar, nadie, ningún pirata se habría atrevido a atacar a mercantes púnicos. Los buques cartagineses allí varados eran sólo una muestra más de la debilidad de su Cartago natal. Pero la visión de los mismos también reavivó en el ánimo de Aníbal, Maharbal y el centenar de hombres fieles que les acompañaban el deseo de seguir luchando por poder recuperar la gloria de tiempos pasados. Ahora todo parecía perdido, pero Aníbal seguía vivo y mientras Aníbal viviera, todos los del grupo tenían la esperanza de revertir el curso casi incontrolable de la historia.

En el corazón de la bahía, en un muelle donde se reunían decenas de capitanes piratas del Egeo y el Helesponto, se presentó Aníbal. Maharbal había hecho su trabajo. Primero consiguió que una docena de veteranos viajara a Antioquía y regresara hasta alcanzar Coracesium, escoltando a Imilce, en pocos días, y, por otro lado, el oficial de confianza de Aníbal había acordado un cita con uno de los piratas más poderosos de la región. Nada más llegar, el pirata se separó del resto y condujo a Aníbal y Maharbal a una pequeña casa que se levantaba junto al muelle. Los veteranos púnicos se quedaron en el puerto, custodiando las posesiones del general, entre las que destacaba el pesado cargamento de estatuas del que, para sorpresa de Maharbal, Aníbal nunca se desprendía, y protegiendo a Imilce y a algunas otras mujeres de diversa condición y origen que acompañaban al grupo de desterrados. Unos piratas, con ojos codiciosos, miraban las pertenencias del general púnico y otros, con lujuria en su mirada, estudiaban el cuerpo de Imilce y del resto de mujeres, pero ni los unos ni los otros se atrevían a atacar a unos hombres que habían estado en mil batallas y que podían ser capaces por sí solos, si las cosas se ponían a malas, de tomar por la fuerza la bahía. No, era mejor dejar tranquilos a aquellos guerreros que parecían pertenecer a otro mundo, a otro tiempo, y seguir viviendo del robo y el saqueo de barcos sin protección gobernados por gentes honestas poco dadas a la violencia y, en consecuencia, fáciles de doblegar, atrapar, y luego vender como esclavos. En la pequeña casa, el capitán pirata estaba llegando a un acuerdo con Aníbal.

- ¿Un barco con tripulación que os conduzca a todos a un puerto seguro? Es posible, se puede conseguir, si hay dinero…

- Hay dinero -respondió Aníbal seco-, pero será un barco sin casi tripulación. Mis hombres me bastan para gobernar una nave. Sólo embarcarán el mínimo necesario de tus hombres. Sólo los que hagan falta para que la nave regrese a Coracesium. Si esos hombres me causan problemas los echaré por la borda y me quedaré con el barco. El pirata se hizo hacia atrás reclinándose en su asiento. No estaba satisfecho con la propuesta.

- ¿Y quién me dice que no harás eso de todas formas?

- Te lo dice Aníbal, que no es un pirata, y además te pagaré con suficiente oro para que ésa sea la menor de tus preocupaciones. Yo me preocuparía por que los romanos no decidan hacerse con esta ciudad ahora que las tropas de Antíoco se retiran más allá de las montañas del Tauro.

- Los romanos nunca regirán el destino en Asia Menor -respondió el pirata con la segundad de la soberbia. Aníbal sonrió.

- Ojalá tengas razón, capitán. ¿Qué hay del barco? -Necesito ver el oro. Aníbal no se inmutó. Se metió ambas manos bajo su capa militar y extrajo dos, tres, cuatro bolsas de piel que arrojó sobre la mesa que quedaba entre ambos interlocutores. El pirata abrió una bolsa y vertió el contenido. El ruido inconfundible de decenas de monedas de oro salpicó la estancia y de cada pared retornaba el sonido metálico del dinero.

- Tendrás un cofre repleto con las mismas monedas. ¿Es suficiente? -preguntó Aníbal. El pirata iba abriendo bolsa tras bolsa obteniendo con cada una el mismo resultado que con la primera.

- Es suficiente -dijo-. ¿Dónde ha de ir el barco?

Aníbal sonrió de nuevo.

- Eso ya se lo diré en alta mar a tus hombres.

- Mis hombres, si vuelven, me dirán dónde has ido, ¿qué ganas con ocultarlo?

- Para cuando tus hombres regresen, si es que son capaces de sobrevivir a las tormentas y a otros piratas como tú, yo ya me habré alejado del lugar donde nos hayan desembarcado. Gano tiempo. ¿Quién me asegura que no vas a traicionarme y entregarme a alguno de mis enemigos?

El capitán permaneció en silencio un minuto, luego sonrió y por fin soltó una sonora carcajada.

- ¡Que traigan vino! -espetó el capitán a una mujer que se encontraba a su espalda-. Hoy ya hemos reunido botín para varias semanas.

Aníbal bebió con rapidez una copa de vino y luego salió de la casa en dirección al muelle. Maharbal le seguía de cerca.

- En cuanto el barco esté preparado zarparemos -dijo el general-. Éste es un lugar peligroso. Maharbal dudó en preguntar, pero al final se decidió.

- ¿Adonde iremos?

Aníbal seguía andando despacio, no quería transmitir a los piratas de la ciudad que se encontraba nervioso, y respondió en voz baja.

- Iremos a Creta, a la parte más lejana, a la región suroccidental de Creta. Es otro refugio de piratas. La zona oriental y el centro, en particular Cnossos, están bajo el control de Rodas, que son aliados de Roma, pero el occidente era la base de la flota de Nabis de Esparta.

- Sí, pero Nabis cayó hace unos años.

- Sí, Maharbal, pero nadie se ha hecho aún con el control de los puertos de esa región de Creta. Roma ha tenido que concentrar su flota en el Egeo y olvidarse de los piratas de Nabis. Además es un territorio muy montañoso y ahora, Maharbal, lo que necesitamos es escondernos. Desde allí mandaré mensajeros a diferentes reinos en busca de un lugar mejor, de un lugar desde el que podamos volver a poner nerviosos a Roma. Tengo algunas ideas, especialmente en Asia.

- ¿Y por qué no acudimos a ese sitio ya, directamente, sin pasar por Creta?

- Porque hay que dar un tiempo para ver cómo se alinea cada reino. Unos van a tomar partido por Roma, sobre todo Pérgamo y Rodas, y estos reinos se verán favorecidos por grandes cesiones territoriales ante la obligada retirada de Antíoco por presión de las legiones, pero eso, como toda reorganización territorial, creará reyes que se sentirán afrentados, maltratados por Roma. Entre estos últimos encontraremos nuestros aliados futuros, pero hay que esconderse y esperar, Maharbal. Esconderse y esperar. Esta guerra no ha terminado aún.

LIBRO VI EL JUICIO DE ESCIPIÓN

Año 189-184 a.C. (años 565-570 desde la fundación de Roma)

Bubas medicamentum. Si morbum metues, sanis dato salis micas tres, folia laurea III,porri fibras III, ulpicispicas III, aliispicas III, turis grana tria, herbae Sabinae plantas tres, ruta folia tria, vitis albae caules III, fabulos albos III, carbones vivos III, vini S. III.

[Remedio para bueyes: si crees que un buey puede caer enfermo, hay que dar a los bueyes, antes de que enfermen, el siguiente remedio: tres granos de sal, tres hojas de laurel, tres hojas de puerros, tres cabezas de ajo común, tres cabezas de ajo grande, tres granos de incienso, tres plantas de hierbas sabinas, tres hojas de ruda, tres tallos de cepa blanca, tres judías blancas, tres carbones calientes y tres medidas de vino.]

Marco Porcio Catón, De Re Rustica, LXXLXXIII, 70

[Altera manu fert lapidem, panem ostentat altera.

Con una mano muestra el pan y en la otra lleva una piedra.]

plauto, Aulularia, 195

77 Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus (Libro VI)

Son muchas las palabras que se agolpan en mi mente cuando pienso en Marco Porcio Catón, pero estas memorias, escritas ya en el destierro y desde mi derrota política en Roma, quiero que sean objetivas, no sólo fruto de mi rencor o de mi rabia. Quiero ser justo con Catón. Después de haber superado los primeros meses de ignominia en este exilio humillante para mí y para toda mi familia y después de meditarlo mucho y, tras haber presenciado la insistencia de Catón en su eterna lucha contra todo lo que no se ajusta a la visión que él tiene de la más rancia tradición de Roma, he concluido que el ataque de Catón contra mí, aunque sustentado y espoleado por un resquemor personal por su parte contra mi persona, en su origen intrínseco no es puramente personal. Catón cree en la justicia de sus acciones y cree en ello por completo. Eso es lo que lo hace tan temible. Ha sembrado el temor por Roma contra mí en el sentido de que yo podía ambicionar permanecer en el consulado de forma permanente o de convertirme en dictador o rey porque yo creo que lo que yo pienso es la única forma adecuada de desarrollar el futuro de Roma. Esa misma megalomanía que él ve en mí no es sino una sombra de su propia intransigencia, es sólo reflejo de su propia creencia ciega en que lo que él piensa es lo único adecuado para Roma. Es cierto que nuestras desavenencias políticas se tradujeron en enfrentamientospersonales, sobre todo en su etapa de quaestor de mis legiones en Sicilia y Africa, pero su odio contra mí está envuelto en la gélida capa de quien considera que eliminar, no sólo derrotar, sino exterminar al enemigo es una justicia en sí

misma. Si examino sus acciones en otros ámbitos es fácil ver que conmigo no se ha comportado de forma diferente a como lo ha hecho con otros que se le han enfrentado. Basta ver cómo actuó en sus campañas en Hispania. Allí donde yo había llegado a acuerdos con muchos de los jefes de las tribus iberas y celtas, él sólo llevó la guerra y la destrucción, un camino que ha quebrado la política de alianzas que mi padre y mi tío iniciaran en el comienzo de nuestra llegada a Hispania y que, sin lugar a dudas, hará que Hispania sea un territorio hostil a Roma durante décadas, quizá siglos. Alguna vez he comentado en privado, con algunos amigos que han venido a visitarme a Literno, esta sensación mía sobre Catón, y ha habido quien ha aceptado esta nueva perspectiva sobre sus acciones (que su enfrentamiento contra misólo esparte de su ataque a todo lo que se le opone); pero ha habido otros que se han reafirmado en que sus acciones son una pura venganza personal instigada por el fallecido Fabio Máximo y que si se ha quebrantado la política de alianzas en Hispania fue más por hacer lo opuesto a lo que yo había iniciado años antes que por el beneficio que eso pudiera reportar a Roma. Es posible que sea así. No creo que nunca pueda averiguar cuál ha sido su auténtica motivación para atacarme sin descanso todos estos años. Sólo sé que he perdido. Los que hemos ganado muchas veces, los que conocemos el sabor dulce de la victoria sabemos detectar con claridad el amargo regusto seco de la derrota completa. Nadie se ha atrevido a decirlo en voz alta, pero sé que algunos piensan que si hubiera permitido a Cayo Valerio matar a Catón aquella noche mientras cenábamos en Siracusa, quizá todo hubiera sido muy distinto. En aquel momento no lo juzgué aceptable ni necesario. Es sorprendente lo que puede uno equivocarse en esta vida. Hubo un momento en el que pensé que estaba fuera del alcance de las maquinaciones de Catón. En eso llevaba él razón: tras mi triunfo celebrado en Roma, pensaba que esta-ba por encima de ellos, de Catón y los suyos, pero no lo pensaba con la idea de imponerme a ellos sino con la paz que otorga el sentirse a salvo de los enemigos. Y no hay mayor error que infravalorar la capacidad de reacción del contrario. Es algo que nunca me permití en el campo de batalla, pero que descuidé en el ámbito de la política de Roma. Catón quebraba alianzas que yo creaba en el extranjero con otros pueblos, desorganizando parte de mis conquistas, y yo, mientras, cegado por estos movimientos de mi implacable enemigo, era incapaz de ver cómo el propio Catón trababa, a su vez, nuevas alianzas para dejarme solo, desprotegido y vulnerable en el corazón mismo de Roma: en el Senado.

Además, Catón, he de admitirlo, posee una característica que compensa su quizá menor inteligencia en comparación con mi gran enemigo del pasado, Fabio Máximo: Catón es la persona más tenaz que existe en Roma. Puedes derrotarle en infinidad de ocasiones, pero si no le destru yes, esperará, y esperará con una paciencia letal, y cuando menos lo imaginas devuelve todos los golpes con una frialdad y una crudeza que te hielan el espíritu. Así es Catón. Así se enfrentó conmigo. Es posible también que el desasosiego en mi entorno familiar tampoco contribuyera a defenderme de los ataques del censor de Roma. La relación con Emilia se había deteriorado aún más al traerme a Areté

desde Asia. Mi hijo se mantenía distante, convencido de que, una vez más, me había defraudado y yo no supe hacerle entender que no debía sentirse así. Nos alejamos el uno del otro sin casi darnos cuenta. Con mi hija mayor, casada, hablaba poco, nos veíamos poco y la pequeña Cornelia, enterada de lo que ordené hacer en Magnesia con respecto a Graco, me rehuía. Supongo que en este estado de cosas es normal que me refugiara en Areté. (Debo revisar estas anotaciones y eliminar algunas cosas; no quiero que Emilia pueda verse aún más herida por estas memorias; ella no tiene culpa de mis debilidades; lo que está claro es que si le hubiera hecho más caso quizá hubiera podido resolver el enfrentamiento con Catón y evitar sus terribles consecuencias, eso es lo que realmente quiero decir.) Pero debo ir por partes. La lucha política contra Catón tras la campaña de Asia tuvo varias fases y en algunas vencí. El pueblo siempre estuvo a mi favor, pero Roma es mucho más compleja que saber manejar al pueblo. Catón ha tenido la habilidad de saber manejar con destreza todos los entresijos del gobierno de Roma, todas las instituciones. Comprendió que sólo un ataque combinado desde diversas instituciones a la vez podía derribarme. Como estratega, aún analizo con admiración su táctica política. Como ciudadano de Roma en el exilio, veo con profundo temor su victoria. Como individuo, vivo con tristeza la traición de Roma entera. Referiré ahora los acontecimientos por orden cronológico y no dejaré de comentar los sucesos que me llegaron sobre Aníbal, aunque sobre él volveré en el último libro de estas memorias con más profundidad. Su propia vida y la forma en que esa vida suya afectó ala mía y ala de toda mi familia, asilo merece. Pero volvamos a los triunfantes días tras la victoria sobre Antíoco.

78 La vida privada de Publio

Elea, Asía Menor. Enero de 189 a.C.

Publio escuchaba con pasión el relato de su hermano. Estaba sentado en su lecho, en aquella habitación de la casa en la que se había alojado en Elea, cubierto con un par de mantas y sudando, pero la fiebre bajaba y, ya fuera porque la enfermedad remitiera o porque la narración de la victoria de Magnesia le daba energía, el caso es que Publio se encontraba muy mejorado. Frente a él, su hermano Lucio, sentado en una sella, proseguía con su relato.

- Todo salió, hermano, tal y como pronosticaste. Antíoco no hizo caso a Aníbal en nada, de eso podemos estar bien seguros: ni se usaron los elefantes como vanguardia de ataque en bloque ni supieron aprovechar la superioridad de su caballería.

- Sí, sobre todo eso último -confirmó Publio-. Aníbal nunca desaprovechó la caballería en ninguna batalla. Es seguro que en Magnesia no le hicieron caso en nada, para fortuna nuestra. Entonces, todo son buenas noticias, ¿no es así?

Pero Lucio dudó y tardó un instante antes de dar respuesta a la pregunta de su hermano.

- Bueno, hay algunas cosas que no han salido exactamente como pensamos. Publio no preguntó, sino que se limitó a mantener su mirada fija en su hermano. Lucio había omitido hasta ese momento -pues quería asegurarse de que su hermano estuviera en condiciones de recibir todas las noticias, las buenas y las no tan buenas-lo acontecido con Graco, pero decidió que ya era momento de transmitir a Publio aquel punto con precisión.

- Graco ha sobrevivido. -Y ante la cara de incredulidad de Publio, Lucio se sintió en la obligación de aportar algunos detalles más-. No me preguntes cómo, hermano, pero sobrevivió. Ahenobarbo asegura que mantuvo la posición con firmeza y quizá eso no sea lo peor, sino que su resistencia contra los catafractos le ha convertido en una especie de héroe entre los legionarios de la expedición a Asia. Graco regresa con mucho prestigio de esta campaña. Graco regresa más poderoso de lo que vino -concluyó Lucio con cierta pesadumbre.

- No importa -replicó Publio con seguridad-. Puede que regrese más fuerte, pero nosotros retornamos a Roma directos hacia otro gran triunfo, Lucio. Eso no nos lo puede negar el Senado, no después de poner en fuga a todo el ejército de Antíoco. Graco será

más poderoso que antes, pero tú y yo, hermano, tú y yo somos ahora intocables. -Y había un destello especial, un fulgor vivido e intenso en las pupilas de Publio que impregnó de orgullo y fuerza a Lucio.

- Supongo que tienes razón, hermano. Pocas familias han aportado tantas victorias y conquistas a Roma.

- Exacto, Lucio, exacto. Desde ahora estamos por encima de todos. Graco no importa nada. Quizá Asia haya valido para que comprenda que no deseo verle próximo a mi hija nunca más.

Lucio asintió.

- Sí, imagino que eso lo tendrá claro.

- ¿Y el muchacho? -inquirió Publio al tiempo que se quitaba una manta de encima, como quien hace la pregunta distraído, como si la respuesta no fuera algo vital para él.

- Silano asegura que luchó con bravura, aunque se internó con unos pocos locos más allá de la falange enemiga por una brecha y tuvo que ir el propio Silano a sacarlo, pero fue valiente. -Lucio lamentó nada más pronunciar aquellas frases la torpe forma en la que se había expresado. Parecía que el muchacho hubiera sido un loco y eso era lo último que quería dar a entender a su hermano sobre el joven Publio, pero ya era tarde para enmiendas.

- Demasiado alocado, siempre -decía Publio con un rostro serio y los labios apretados mientras hacía una breve pausa en su comentario a la actuación de su hijo en aquella campaña-. Primero se deja atrapar por el enemigo y luego vuelve a ponerse en peligro en medio del combate. Lucio, el muchacho me ha decepcionado profundamente en esta campaña. Me ha decepcionado. -Una pausa más larga acompañada del silencio del pro-pio Lucio hasta que Publio aventuró sus últimas palabras de valoración sobre la actuación de su hijo en el combate-. Si no hubiera sido hijo mío, Aníbal o los sirios le habrían matado y Silano tampoco se habría arriesgado para salvarle. Si no fuera mi hijo estaría muerto ya dos veces. -Y suspiró y negaba con la cabeza profundamente apesadumbrado. Lucio pensó en contraargumentar que a él mismo, al gran Africanus, le salvó la vida Lelio en el pasado, junto al río Tesino, pero pensó que era mejor no entrar en una discusión con su hermano convaleciente. Ya habría tiempo durante el regreso para hablar del joven Publio. En ese momento incómodo para los dos entró la joven Areté con paños limpios humedecidos con agua fresca para limpiar al general, pero la muchacha, al ver que el general no estaba solo, dio media vuelta para volver a salir de la tienda.

- No, no te vayas -ordenó Publio con firmeza, y la esclava se dio la vuelta de nuevo y se situó junto al lecho del general, se arrodilló y empezó a pasarle paños limpios por los brazos mientras los dos hombres seguían hablando.

- Bueno, eso es todo, hermano -continuaba Lucio-. Me he anticipado a las legiones, pero pronto llegarán aquí, a Elea, y podremos organizar el regreso lo más rápido que sea posible. Las negociaciones de paz con Antíoco ya están en marcha. No dudo que aceptará la retirada de lo que le queda de ejército más allá del Tauro. Como muestra de su nueva actitud nos ha enviado ya un pequeño cofre con quinientos talentos de oro, como anticipo de los futuros pagos de indemnización por los gastos de esta guerra -decía mientras veía la forma en la que aquella joven esclava pasaba con suavidad especial aquellos paños por los brazos desnudos de su hermano. Aquello no era limpiar. Aquello eran caricias y a Lucio, aunque no fuera hombre intuitivo en las relaciones entre hombres y mujeres, le resultó evidente que entre su hermano Publio y aquella joven y muy hermosa esclava había algo mucho más intenso que un fugaz devaneo o desahogo y, con pericia, intuyó que aquello se iba a alargar en el futuro y que no traería paz ni sosiego a la casa de los Escipiones. Emilia no viviría con alegría la prolongación de aquella relación, pero Lucio se cuidó mucho de decir nada sobre el asunto. La vida privada de su hermano le pertenecía a él y sólo a él. Eso sí, Lucio se levantó. Prefería ausentarse y no ser testigo de lo que ocurría allí. No quería tener cosas que ocultar a Emilia cuando ella, como hacía siempre, preguntara sobre todo lo acontecido en aquella larga campaña. Publio, al ver la mirada de su hermano, entendió también el desagrado de Lucio hacia aquella relación, pero se conformó con el silencio y la discreción con la que la recibía. No pedía más. Publio le respondió antes de que se fuera y le dejara a solas con Areté.

- Esos quinientos talentos nos los quedaremos nosotros. Los considero parte del botín de la batalla, no un pago de guerra. Nos los hemos ganado a pulso, hermano. Lucio asintió, sin pensar en que aquella decisión pudiera tener consecuencia alguna, no después de una victoria tan abrumadora y que tantos beneficios reportaba a Roma, así que saludó a Publio llevándose la mano derecha al pecho y salió de la estancia. Publio se quedó en compañía de la hermosa Areté. Con Emilia, sin duda, todo sería más difícil que con su hermano. Pero daba igual. Después de una victoria como aquélla se consideraba con derecho a disfrutar de los placeres de la vida más allá de los sentimientos. Pensaba, equivocadamente, que con aquel último gran triunfo, podría evitar la amargura del remordimiento. La vanidad se divierte así: nos engaña; nos ciega.

79 La victoria de Pérgamo

Pérgamo, Asia Menor. Febrero de 189 a.C.

Eumenes II de Pérgamo ascendía por la avenida que conducía a la gran Acrópolis de la capital de su emergente reino. Habían venido mercaderes, soldados, embajadas, prestamistas, mujeres de vida disipada, ciudadanos admirados y ciudadanos en busca de fortuna desde todos los rincones de los dominios bajo control de Pérgamo; desde los puertos, pesquerías y grandes olivares y viñedos al sur del Monte Ida, la misma zona de donde el ejército conseguía los mejores caballos, hasta de las minas de oro y plata de las regiones próximas y de las ciudades griegas de la costa o desde las poblaciones del valle del Caico. Y es que todo el mundo quería ver entrar al gran rey Eumenes II victorioso en la inmensa acrópolis de Pérgamo. Todos intuían que el mundo cambiaba y cambiaba para transformar a aquella gran ciudad que los gobernaba en el centro de poder, y de comercio, de toda Asia Menor. Eso significaba mucho dinero fluyendo por aquella emergente ciudad y eso, sin duda, atraía a todos los que habían acudido aquella mañana. Los vencedores tienen muchos amigos, los vencidos ninguno.

Pérgamo había sido construida a imagen y semejanza de Alejandría, pero extendida por la ladera de una montaña sobre la que se erigía la gran acrópolis, en lugar de edificada sobre el delta de un gran río. Por la ladera del monte estaban los templos, los inmensos mercados, las viviendas de los ciudadanos más poderosos y los grandes edificios públicos. Los visitantes que llegaban a Pérgamo por primera vez no podían evitar sorprenderse por el gran número de estatuas y bajorrelieves que decoraban todas las calles de la ciudad.

Eumenes II quiso disfrutar de su entrada lo máximo posible y que ésta, a su vez, impresionara a todos de un modo impactante, así que se detuvo un momento en el agora de la ladera de la montaña, dando tiempo para que se concentraran allí todos los presos y estandartes que quería exhibir en su desfile ante el pueblo. Cruzó entonces las murallas antiguas de Atalo I y avanzó con la cabeza erguida y orgullosa sobre su caballo blanco entre el Santuario de Hera y el Gimnasio y siguió rodeando la acrópolis amurallada desfilando junto al Templo de Deméter. Ascendió y entró al fin en la gran fortificación de lo alto de la montaña y realizó un largo recorrido por el interior de la acrópolis que lo condujo por la Biblioteca, el inmenso Templo de Atenea y las gradas del gran teatro hasta detenerse frente a un altar levantado en tiempos antiguos en honor al dios supremo Zeus. Allí desmontó y elevó sus plegarias a Zeus al tiempo que hacía numerosas ofrendas y sacrificios de animales. Fue una celebración breve pero intensa. Al terminar, Eumenes se quedó mirando aquel viejo altar.

- Es pequeño -dijo-. Tendremos que construir uno mucho más grande para celebrar las futuras victorias. Pérgamo tiene que poseer el mayor de los altares en honor a Zeus del mundo entero. Lo construiremos -y un fulgor resplandecía en su mirada mientras se volvía hacia sus oficiales y consejeros que lo acompañaban en todo momento-, pero antes tendremos que conquistar el norte. Quiero las costas de Bitinia, quiero el comercio con el Ponto Euxino. A través de Pérgamo se distribuirán las riquezas de los países que rodean el Ponto Euxino y para ello tenemos que terminar con la rebeldía de Bitinia. Ése es nuestro objetivo próximo. Luego -y se volvió hacia el altar-, luego habrá tiempo para un nuevo altar y nuevas celebraciones. -Y se alejó del lugar caminando con decisión en dirección a su palacio. Quería mapas, quería un recuento de los soldados y jinetes y barcos de los que disponía y quería un plan de ataque contra Bitinia ya. Eumenes no era hombre de grandes pausas. Necesitaba acción.

80 El triunfo de Lucio

Roma, mayo de 189 a.C.

Catón alegó enfermedad para no asistir al desfile triunfal de Lucio Cornelio Escipión, pero hasta su villa a las afueras de Roma llegaron gritos de la algarabía en la que se había sumido la ciudad que se le hicieron insoportables y que le obligaron a encerrarse en el austero tablinium de su casa y, como forma de olvidar el desagradable presente, se concentró en iniciar la redacción de un tratado sobre el cultivo y la ganadería. No tenía aún decidido si haría un volumen extenso sobre el tema o sólo un breve resumen de sus conocimientos. Eso, en ese momento, era secundario. Lo importante era ocupar el tiempo con algo que le alejara del nuevo triunfo de los Escipiones. Así pasó la mañana. De Re Rustica. Era el título apropiado. Su esposa hizo que le enviaran algo de comer, pero él no tenía ánimo para otro alimento que no fuera la rabia y una fría y meditada ansia de detener el imparable ascenso de los Escipiones, por el bien de Roma, por el bien del Estado, por el bien del mundo entero. Caminaban hacia una tiranía irrefrenable. Al final del día, en la hora duodécima, un esclavo entró con unas tablillas en la mano. Catón había pedido a Spurino que anotara en un mensaje lo que los Escipiones habían exhibido ante el influenciable pueblo de Roma. No quería autoflagelarse. Leer aquella información era para tomar la medida adecuada del enemigo al que se enfrentaban. Las noticias eran peores que la más horrible de sus pesadillas:

Querido Marco:

Los Escipiones han hecho gala de todo su poder y de toda su aparente magnanimidad para con el pueblo y no han escatimado en nada. El triunfo ha superado incluso el del propio Publio Cornelio a su vuelta de África y, no contentos con eso, Lucio Cornelio, a imitación de su hermano, se hace llamar ahora con un sobrenombre: si Africanus es el título que se arrogó Publio Cornelio, su hermano Lucio se hace ahora llamar Asiaticus y así lo han aclamado por las calles de Roma. Pero dejo de aburrirte con mis valoraciones. Las cifras hablan por sí solas: los Escipiones han desfilado con «doscientas veinticuatro enseñas militares, ciento treinta y cuatro representaciones de ciudades, mil doscientos treinta y un colmillos de marfil, doscientas treinta y cuatro coronas de oro, ciento treinta y siete mil cuatrocientas veinte libras de plata, doscientas veinticuatro mil tetracmas áticas, trescientos veintiún mil sesenta cistóforos, ciento cuarenta mil filipos de oro, mil cuatrocientas veintitrés libras de vasos de plata (todos cincelados) y mil veintitrés libras de vasos de oro. También desfilaron delante del carro treinta y dos generales del rey, prefectos y altos dignatarios. Se le dieron veinticinco denarios a cada soldado, el doble a los centuriones y el triple a los jinetes. Después del triunfo se duplicó la paga militar y la ración de trigo.» [ Tito Livio, XXXVII, 59, 3-6. Traducción del texto entrecomillado de la edición de José Antonio Villar Vidal.]

Y el mensaje de Spurino seguía y seguía, pero Catón decidió dejar de leer. El enemigo había regresado con una fuerza formidable, eso era evidente, pero no era menos cierto que Graco también se había fortalecido y era leal a la causa de terminar con el cada vez más incontestable poder de los Escipiones. La tarea era colosal, pero su determinación también. Marco Porcio Catón cerró los ojos e inspiró aire lentamente.

81 El oro de Casio

Alejandría, junio de 189 a.C.

Las noticias de la derrota absoluta de los ejércitos del rey Antíoco de Siria contra las legiones romanas alivió en gran medida el desolado corazón de Netikerty. La madre de Jepri perdía al fin de vista una de sus mayores preocupaciones: el rey sirio retrocedía y se retiraba de muchas regiones y Egipto, aunque en un estado deplorable, recuperaba su autonomía. Los embajadores y representantes sirios abandonaban a toda prisa la corte del faraón. Ya no habría un levantamiento general contra Siria al que pudiera sumarse su pequeño Jepri contra un todopoderoso Antíoco. Sí, la lejana batalla de Magnesia había traído algo de paz al corazón de muchas egipcias que la vivieron como un pequeño gran desquite que devolvía con rabia y dolor el sufrimiento que el propio Antíoco les había causado años atrás al llevarse del mundo a tantos maridos y padres e hijos en la maldita masacre de Panion.

Pero Magnesia no resolvía otros problemas que acuciaban a Netikerty. Terminados los fastos de la gran boda real entre Ptolomeo V Epífanes y la reina Cleopatra I, las arcas del faraón ya no daban para mantener empleados a tantos sirvientes, y muchos, entre ellos Netikerty, tuvieron que salir de palacio para volver a servir en otras casas de altos funcionarios del Estado, oficiales del ejército o grandes comerciantes. Lamentablemente para Netikerty, el Egipto tolemaico había entrado en un proceso de crisis económica imparable agravado por una creciente desintegración política. El sur estaba en armas con grandes regiones en rebeldía que se negaban a reconocer la autoridad de la monarquía tolemaica. Estas sublevaciones habían quebrado el comercio con el Alto Egipto y habían interrumpido por completo la importación de oro del sur y lo mismo con cualquier otro producto proveniente de Nubia o Somalilandia. El faraón había emitido varios edictos reduciendo impuestos al ejército, a los sacerdotes y al pueblo en general para aliviar la situación económica, además de promulgar una amnistía parcial con la que buscaba congraciarse así con muchos de sus enemigos, pero no eran medidas suficientes ni para apaciguar el país ni para detener la crisis económica y social. Eran demasiados años de funcionarios amasando grandes cantidades de dinero a fuerza de impuestos excesivos, demasiado tiempo coaccionando a muchas familias para que sus hijos se alistaran en la marina o en el ejército. La gente había perdido la esperanza en Egipto y se abandonaban cultivos y diques y canales, se despoblaban los pueblos y la tierra fértil se reducía. El comercio de caravanas había estado detenido durante años o en manos sirias, dentro del gran Imperio seléucida que ahora, a su vez, también se desmoronaba. El faraón y sus validos habían planificado una política económica basada en la autarquía y eso, como consecuencia, al establecer aranceles comerciales a los productos importados, había reducido aún más el comercio. El resultado es que había menos ingresos para todos y los mercaderes importantes o los funcionarios tenían menos dinero y podían permitirse menos lujos y menos sirvientes. Llegó un momento en que Netikerty ya no encontraba trabajo y entonces, sin dinero, con un niño pequeño que no hacía más que crecer recio y fuerte, pero con apetito, Netikerty se encontró sin forma con la que procurarle el sustento. Pensó en cosas horribles; pensó en rebajarse y vender su cuerpo. Ya había tenido que entregarlo en el pasado, pero ni siquiera los hombres parecían querer o poder gastar mucho dinero en satisfacer sus apetitos carnales, o eso había oído Netikerty. Esas dudas, añadidas a lo abominable que se le hacía semejante trabajo, la condujeron a que, finalmente, engullera todo su orgullo y, como hiciera una noche lejana para enviar una carta, volviera a cruzar la ciudad de Alejandría, esta vez a la luz del sol, para dirigirse a la casa del mercader Casio. Una vez en la puerta golpeó, pero no con la decisión del pasado, sino con golpes suaves, como quien llama con el deseo de no recibir respuesta, como quien sólo llama a una puerta para sentir que ha cumplido con una misma. La puerta, no obstante, se abrió, y Netikerty, con una mezcla de tristeza y esperanza, entró, una vez más, en la casa de Casio.

- Al menos esta vez has venido de día -respondió el mercader romano cuando hizo aparición en el atrio-. Supongo que debo estarte agradecido de que en esta ocasión no hayas considerado necesario interrumpir mi descanso.

Netikerty sabía que no estaba en situación de responder al sarcasmo con comentarios impertinentes.

- He decidido aceptar el dinero que me envían desde Roma… -Y de pronto dudó; súbitamente se dio cuenta de que era muy posible que ese dinero ya no se enviara más y que lo más probable era que el propio Casio se hubiera gastado ya todo el que se había estado enviando durante todo aquel tiempo. Casio la miró de arriba abajo. Debía tener ya unos treinta años, pero aún se la veía hermosa. No entendía nada de lo que ocurría con relación a aquella mujer, pero estaba claro que tenía amigos muy poderosos en Roma y Casio era hombre cauto. Él no tomaba partido ni por los Escipiones ni por Catón y los suyos, pero procuraba mantenerse bien con todos. Para un comerciante era lo mejor. Y Casio, algo extraño en su profesión, pese a ser mujeriego, bebedor, libertino para muchos en Roma y un poco avaro, era, sin embargo, honesto en sus transacciones. Por eso le eligió Lelio para gestionar el dinero que enviaba. Así, Casio, después de muchos años de espera para hacer lo que iba a hacer, se dirigió al tablinium y, por primera vez en todo aquel tiempo, sacó un pequeño cofre y lo puso frente a Netikerty en una pequeña mesa junto a ella. Sacó una llave y abrió el cofre y lo dejó abierto con la llave al lado, en la mesa. Netikerty se acercó y miró en el interior. Estaba lleno de monedas de oro. ¿Ases? ¿Talentos?

- Está todo lo que se te ha estado enviando -explicaba Casio mientras se sentaba y se divertía viendo las pupilas de la egipcia dilatarse al contemplar aquel tesoro-. Ya advertí

a Cayo Lelio que no recogías ese dinero, pero él ha seguido enviándolo cada año y me ordenó que lo guardara y así he hecho. Siempre decía que al final vendrías a por él. Está

claro que te conoce bien.

Aquellas últimas palabras hirieron de forma especial a Netikerty y a punto estuvo de cambiar de idea y salir de allí sin coger ni una moneda, pero la sensatez primó sobre sus sentimientos y recordó que tenía un pequeño de apenas diez años al que no tenía nada que darle para comer. Ella podía aceptar la idea de morirse de hambre por no coger ni una moneda de aquel dinero de Lelio, pero no podía ver cómo su hijo corría la misma suerte por culpa de su orgullo. Con los hijos el orgullo propio se diluye. Se agachó y cogió un puñado de monedas.

- Cogeré sólo un poco de momento -dijo Netikerty-. No vivo en un lugar seguro para tener tanto dinero conmigo. ¿Puedes seguir guardando el resto?

Casio la miró algo perplejo. Aquel comentario era muy lúcido.

- Llevo años custodiándolo. No me importa guardarlo más tiempo. Y por mí puedes estar tranquila. Roma sigue importando grano de Egipto y me va bien. No necesito robarte. Netikerty nunca había pensado en eso. Quizá aquel hombre se quedara con algo, pero eso, si ocurría, no le importaba. Con lo que había cogido tenía para salir adelante unos meses, quizá más de un año. Entretanto podría pensar qué hacer con el resto.

- Gracias -dijo Netikerty-, que los dioses romanos te sean propicios y protejan tus negocios. -Y dio media vuelta y se marchó. Casio se quedó a solas en el atrio, entre sorprendido y agradecido por aquellas palabras de la mujer egipcia. ¿A qué comerciante no le gusta escuchar buenos deseos para su negocio? Se levantó despacio, cerró el cofre y le echó la llave. Luego tomó el cofre y lo llevó de vuelta al tablinium, donde abrió un cofre mucho más grande y con grandes y complejas cerraduras de hierro y lo introdujo en su interior y luego cerró todos los cerrojos con la meticulosidad del mercader.

82 El hijo de Lelio

Roma, enero de 188 a.C.

Lelio llevaba horas esperando en el atrio de su casa. Los gritos de su mujer habían sonado extraños en su cabeza. No era la primera vez que oía a una mujer aullar de dolor al dar a luz, pero en aquella ocasión los alaridos habían sido peculiares, como una congoja ahogada, como si a su joven esposa le costara sacudirse el sufrimiento del momento. Lelio sacudió la cabeza y lo achacó todo a que era la primera vez que oía a una mujer en esa situación cuando lo que venía al mundo era un hijo o una hija suya. Sí, seguramente eso era lo que lo alteraba todo. De pronto se hizo el silencio completo y la matrona salió

de la habitación de su esposa con el cuerpo diminuto de un recién nacido.

- Es un niño -dijo la mujer, y entregó al bebé con un rostro amargo y triste del que Lelio, embargado por la emoción del momento, no se percató. No durante unos instantes en los que sostenía al crío en brazos y pronunciaba alto y claro que reconocía a aquel hijo como suyo y lo aceptaba en la familia. Fue al devolver al recién nacido, combinando el cariño y la torpeza de un padre primerizo que no sabe cómo sostener entre sus brazos el pequeño cuerpo de un bebé, cuando comprendió que algo raro pasaba. La matrona tomaba de nuevo al niño en su regazo y lo cubría con mimo con una manta de lana, pero todo sin sonrisas ni alegría.

- ¿Qué ocurre? -preguntó Lelio con la decisión de quien ha comandado legiones y espera recibir una mala noticia sobre el enemigo. La matrona no retuvo la información que tenía que aportar. No tenía sentido hacerlo.

- El niño está sano y fuerte, pero tu esposa ha sangrado demasiado. No ha podido con el parto. Tu esposa ha muerto.

Cayo Lelio se sentó despacio sobre una sella que había junto a una de las paredes del atrio, justo al lado del altar de los dioses Lares y Penates de la domus. Su mujer había fallecido. No es que hubiera estado enamorado de su joven esposa romana. Todo había sido un matrimonio de conveniencia promovido por Publio, pero la muchacha se había mostrado siempre dispuesta a agradarle, en público y en privado, y él había intentado hacer lo propio. Lelio sabía que la joven había sentido orgullo el día en que él fue elegido cónsul de Roma, y había compartido con valentía y lealtad las jornadas complicadas de sus enfremamientos en el Senado contra Catón. Luego vino el embarazo y fue entonces Lelio el que se sentía agradecido hacia ella. Y, de pronto, su esposa ya no estaba. Era un vacío extraño, frío y seco el que quedaba y Lelio se sintió poseído por una gran tristeza y solo. La matrona se retiraba del atrio y el niño lloraba. Lelio reaccionó con rapidez.

- Tendrá hambre -dijo el veterano oficial de las legiones de Roma levantándose de la sella. La matrona se volvió con el niño y le miró con una mezcla de admiración y respeto. Pocos hombres en aquella situación se acordaban de que el niño, más allá de la pérdida y la pena, debía ser alimentado.

- He mandado buscar una esclava aquí o en alguna casa próxima que haya dado a luz hace poco y que pueda hacer de ama de cría del niño -respondió la matrona a la espera de que elpater familias confirmara la orden.

- Eso está bien -dijo Lelio volviendo a sentarse-. En esta casa no, pero en casa de mis suegros me consta que hace poco alguna esclava ha dado a luz. Eso recuerdo de una cena allí, con los padres de mi esposa, hace unos días. La matrona asintió.

- Acudiremos allí entonces y lo arreglaré todo rápido.

Lelio afirmó un par de veces con la cabeza. El niño seguía llorando. La matrona desapareció del atrio y Lelio se quedó a solas durante un momento hasta que vio salir a un esclavo por el vestíbulo. El tiempo pareció detenerse. El niño lloraba y lloraba. Era un llanto que rasgaba las entrañas. Cayo Lelio se levantó entonces y entró en la pequeña habitación, junto a la cocina, donde la matrona intentaba, sin éxito, calmar al niño.

- Dame el niño -le espetó Lelio, nervioso. La matrona dudaba, aquel padre acababa de perder a su esposa y parecía fuera de sí, pero era el padre y un todopoderoso general de Roma. La matrona alargó los brazos con el recién nacido en sus manos. Cayo Lelio tomó al niño y lo abrazó con sumo cuidado llevándolo junto a su fuerte pecho. Y allí, de pie, en aquella pequeña habitación, se quedó con él durante la larga y lenta vigilia sin que, en ningún momento, el niño dejara de llorar. Lelio sintió que sus propios ojos se humedecían, pero se controló y evitó las lágrimas y se mantuvo allí, como una roca, sosteniendo al bebé, esperando, hasta que el esclavo que había salido en busca de un ama de cría regresó con una joven esclava. Tras la esclava entró Acilio Glabrión. Lelio entregó el niño a la joven esclava y salió de la habitación con Acilio Glabrión. Los dos hombres no intercambiaron palabras. Se quedaron sentados el uno frente al otro compartiendo el dolor. El niño dejó de llorar. Lelio miraba al suelo en silencio.

83 Un fugitivo en Creta

Creta, verano de 188 a.C.

La selección de Creta por parte de Aníbal se mostró como una decisión acertada. Tal y como había predicho Aníbal, Maharbal y sus hombres vieron que si bien la costa oriental, con Cnossos a la cabeza, estaba bajo el gobierno de Rodas, el centro de la isla y, en especial, la costa suroccidental, estaba sin un claro régimen de control. Cada ciudad luchaba por mantenerse viva y muchos habitantes se dedicaban con descaro a la piratería siguiendo las enseñanzas de la antigua flota espartana de Nabis desarbolada por Roma. La ciudad del Tíber, más tarde o más temprano, tendría que dedicarse a resolver el problema de la piratería en la región, pero los romanos tenían ahora tantos frentes y tantas fronteras a las que atender, que el asunto de Creta era algo menor, y menos aún si la mayor parte de la isla, con la consiguiente explotación de sus recursos, estaba gestionada por Rodas, un estado amigo de Roma. También, al igual que había intuido Aníbal, el reparto que Roma hizo de los territorios arrebatados a Antíoco en Asia Menor favoreció

sobre todo al rey Eumenes de Pérgamo y a Rodas en detrimento de otros reyes de la zona en los que pronto prendió la llama del rencor contra las legiones de la lejana república itálica. Todo acontecía, para admiración de Maharbal, Imilce y todos los veteranos púnicos, según lo previsto por Aníbal, todo, esto es, con excepción de la enfermedad de Imilce.

La esposa ibera de Aníbal empezó a sentirse mal poco después de desembarcar en la isla y, pese a que Aníbal no dudó en hacer venir a los mejores médicos griegos de la isla, nadie pudo hacer nada para detener el avance de una enfermedad que mantenía a la mujer sudando entre terribles fiebres sin apenas poder abandonar el lecho ni para asearse. Aníbal compró a dos esclavas egipcias que cuidaban de Imilce con esmero, por miedo a su nuevo señor, y con atención pues su ama enferma, Imilce, se mostraba siempre agradecida de las atenciones recibidas. Tampoco era posible trasladar a Imilce, pues en su actual estado de debilidad todos los médicos desaconsejaban cualquier viaje. Aníbal parecía disponer ya de un plan para dejar Creta, pero la enfermedad de su esposa le retenía en la isla. El general estaba irritable y se enfurecía por cualquier cosa. No departía con los hombres que le acompañaban desde hacía días y sólo Maharbal se atrevía a consultarle de cuando en cuando sobre los asuntos necesarios para mantener al grupo bien aprovisionado mientras permanecían en su refugio de Creta.

El dinero se terminaba y eso preocupaba y mucho a Maharbal, pero era un tema que evitaba mencionar. Durante un tiempo surtió efecto la estratagema de Aníbal que hizo que llevaran unas ánforas repletas de pesado plomo a uno de los templos locales y que pusieran una fuerte guardia de treinta hombres con la intención de que todos los habitantes de la región, incluidos mercaderes, campesinos y piratas, pensaran que Aníbal aún tenía una importante fortuna. De esa forma, durante varios meses, pagando poco y comprando mucho a crédito, Maharbal había conseguido todos los suministros necesarios, pero ahora los acreedores se acumulaban y reclamaban que los cartagineses echasen mano de su tesoro y pagaran todas las deudas contraídas. Maharbal esperaba que el inminente fatal desenlace, desaparecida ya toda posibilidad de recuperación de Imilce, hiciera que Aníbal recuperara su habitual compostura y sería entonces cuando Maharbal mencionaría el tema del dinero. Maharbal sabía que en su estado habitual de frío raciocinio Aníbal podía afrontar cualquier dificultad, pero en su presente condición, todo parecía imposible. El veterano oficial salió así por enésima vez de la casa que Aníbal había adquirido en la costa cretense, próximos a una pequeña población al sur de las Montañas Blancas, sin mencionar aquel espinoso 'ema. Era una gran villa de uno de los antiguos mercaderes favorecidos por el comercio con Esparta que, como tantos otros, había huido a la propia Esparta o muerto en la guerra contra Roma. Aníbal, por deseo de Imilce, había recuperado el antiguo esplendor de la villa y el agua fluía por las dos fuentes de un jardín donde se habían replantado higueras, vides, olivos y algarrobos y en donde se habían situado, a la vista de todos, las diferentes estatuas de los dioses púnicos e iberos que Aníbal se había empeñado en transportar por medio mundo. Maharbal no comprendía bien a qué venía aquel fervor religioso de Aníbal, algo desconocido en el pasado, pero pensaba que quizá la edad y la larga sucesión de fracasos habían incrementado en el gran general la dependencia que todos sentimos, en un momento u otro de nuestras vidas, de los dioses que rigen a su capricho nuestros destinos mortales. Maharbal cruzó entre las representaciones en cerámica y barro de Melqart y Tanit y desapareció

tras la puerta del muro que rodeaba la villa y que custodiaban cuatro de los guerreros del grupo cartaginés.

- ¿Cómo está la reina? -preguntó uno de los soldados púnicos a Maharbal. Los cartagineses de Aníbal siempre se referían a Imilce como la «reina» por respeto y en alusión a su condición de princesa del perdido reino de Cástulo en Iberia. La mujer, con su discreción y lealtad plena al general se había ganado el respeto de todos los guerreros cartagineses de aquel eterno destierro y sentían un gran pesar por su enfermedad y por el sufrimiento que esta situación generaba en el propio Aníbal. Maharbal sacudió la cabeza sin decir nada y se alejó del lugar. Los guerreros púnicos se quedaron allí, quietos, vigilantes, compartiendo su tristeza mientras el sol del atardecer se ocultaba por la bahía que se vislumbraba en el horizonte marino enrojecido y melancólico. En el interior de la casa, Aníbal permanecía sentado junto al lecho de su esposa. Las esclavas, interpretando con inteligencia una mirada del general, habían salido de la habitación. Aníbal hablaba en esa voz baja con la que uno se dirige a alguien que sabe que lleva mucho tiempo sufriendo.

- Siento no haberte dado una vida mejor -empezó Aníbal; Imilce no respondía, pero tenía los ojos abiertos y parpadeaba de cuando en cuando; el sudor caía por su frente en pequeñas gotas que se deshacían por sus mejillas desgastadas por la fiebre de aquella larga enfermedad; la voz de su marido era un susurro que parecía venir de lejos, pero que sentía que aún la ataba a la vida-. Siento no haberte dado una vida mejor. Te arrebaté de tus padres y luego te abandoné, y cuando me acompañas es en un viaje sin retorno posible en una larga serie de derrotas y fracasos. Debía haberte dejado en Iberia y hoy serías reina en tu tierra y no una exiliada sin patria en compañía de un fugitivo perseguido por todos. Imilce volvió ligeramente la cabeza hacia su marido y esbozó una tenue sonrisa.

- Si no me hubiera casado contigo ahora estaría muerta en mi querida Iberia o sería la esclava de alguno de los generales romanos que asolan mi país. No; he tenido mucha más fortuna que cualquier otra de las princesas de Iberia. He sido la esposa del mejor general del mundo, un hombre temido y respetado por todos que me ha honrado con su respeto y su afecto y a quien ni siquiera he podido dar un hijo.

Aníbal pensó que llevaba parte de razón, pero recordó sus devaneos en Italia con la meretriz de Arpi, y guardó silencio. No era momento para confesiones de un pasado perdido. Era inútil y absurdo añadir más sufrimiento a quien estaba a punto de morir.

- Es cierto -respondió Aníbal-que cuando me casé contigo lo hice porque necesitaba una alianza política con el reino de tu padre, pero siempre me gustaste, desde el primer día. Eras tan hermosa, tan inocente y tan fuerte… recuerdo aún tu cara de felicidad cuando te regalé aquella yegua. Por todos los dioses, parece que aquello fuera hace siglos, en otra vida. -Su esposa le cogió de la mano.

- Era otra vida, otro mundo -dijo ella-. Y recuerdo aquella yegua. Me acompañó cuando me dejaste a cargo de Giscón. Era hermoso montarla al amanecer, antes de que los hombres de Giscón se despertaran. Era el momento más feliz del día. Cuando huimos de Iberia la abandonamos en el sur. Acababa de tener un potrillo, tan negro, azabache puro como ella misma. Me pregunto qué habrá sido de ese caballo.

Aníbal sonrió con dulzura.

- Con un poco de suerte igual sirve de montura a algún ibero enemigo de Roma y le lleva sobre sus lomos mientras dirige una campaña contra las legiones que envían, una tras otra, contra sus ciudades fortificadas.

Imilce soltó la mano de su marido y volvió a girar la cabeza mirando hacia el techo de la habitación.

- Ojalá ése sea su destino. Me has dado algo bonito en lo que pensar. Quería mucho a esa yegua… y ese potrillo…

- No desesperes -empezó entonces Aníbal-, quién sabe, quizá aún podamos rehacernos y regresemos a Iberia. Tengo dos ideas diferentes. Una posibilidad es retornar a Iberia y levantar toda la región en armas contra Roma. Sé que los iberos y los celtas de la región están muy descontentos y hay alzamientos continuos, pero les falta un líder. Ésa es una posibilidad, volver allí, pero las rutas marinas hasta Iberia están controladas por los romanos y la travesía puede ser demasiado arriesgada, pero si eso te hiciera feliz podríamos intentarlo. Te lo debo. Debería poder devolverte tu patria, reconquistar, al menos para ti, tu ciudad y recuperar tu pueblo. La otra posibilidad es regresar a Asia. Tengo alguna propuesta de un rey de la región. El viaje es más seguro, pero tengo menos confianza en la lealtad de ese rey. ¿Qué piensas, Imilce? ¿Te gustaría regresar a tu ciudad?

Aníbal había hablado sin mirar a su esposa, embebido como estaba en sus sueños casi irrealizables de oponerse aún al creciente y casi ilimitado poder de la todopoderosa Roma, por eso se quedó estático, sin respirar, cuando posó sus ojos sobre la mirada vacía de su esposa. Aníbal no tardó ni un instante en comprender que su esposa ya no estaba con él. Sintió entonces un dolor agudo, infinito, como si le clavaran una espada atravesándole el pecho y sintió pena y rencor de no haber podido ofrecer a su esposa una muerte más digna, entre su pueblo o entre un pueblo que la quisiera y la respetara y que la reconociera como una auténtica reina ibera.

Aníbal posó su mano derecha cubierta de anillos consulares romanos y, con suavidad, cerró los ojos de Imilce para siempre. Luego se levantó despacio y salió de la habitación. En el atrio de la casa estaban las dos esclavas sentadas en unos taburetes. Las muchachas se levantaron de inmediato al ver al general y, por su triste semblante, donde se intuía una amargura contenida como la que no habían visto nunca antes, supieron enseguida lo que había ocurrido. Aníbal les habló en griego.

- Limpiad a mi esposa y vestidla con sus mejores ropas. Quiero que esté lista para mañana a esta misma hora -y miró al cielo del atardecer-; sí, esta hora será buena para el funeral.

Aníbal salió de la casa y se adentró en el jardín. Anochecía sobre Creta y anochecía sobre sus sentimientos. Se sentía impotente por no haber podido hacer nada más para rescatar a Imilce de la muerte. Sentía que por primera vez en muchísimo tiempo las lágrimas querían emerger en sus ojos, pero, de pronto, vio que los centinelas abrían la puerta y vio la silueta de Maharbal que regresaba. ¿Había intuido su leal oficial lo que acababa de ocurrir?

Maharbal cruzó la verja con la pesadumbre de quien ha tomado una decisión realmente penosa pero que no puede esperar más. No había dinero para pagar a los acreedores por todos los productos que estaban consumiendo: carne, pescado, huevos, queso, verduras, fruta, harina, pan, ropa, armas nuevas y una larga e interminable retahila de víveres y utensilios que habían obtenido los últimos días a crédito de los mercaderes locales y, en algún caso, como el de las armas, de alguno de los capitanes piratas que atracaban con regularidad en las proximidades de su refugio. Había evitado mencionar el asunto por el delicado estado de salud en el que se encontraba Imilce, pero no se había alejado ni cien pasos de la villa de Aníbal cuando le abordaron en aquel maldito atardecer una decena de mercaderes preguntando cuándo iban a cobrar por los alimentos suministrados la última semana, de modo que Maharbal engulló saliva y retornó a la villa para explicarle al general cómo estaban las cosas. Habían amenazado con dejar de proporcionar víveres. Podían arrebatarlos por la fuerza a los mercaderes, pero eso cambiaría completamente su situación tranquila en la isla y los piratas tenían muchos amigos entre los comerciantes. Si no pagaban, todo podía complicarse. Maharbal se sorprendió

al encontrarse al propio Aníbal de cara en medio del jardín. La faz del general no dejaba lugar a dudas sobre lo que había pasado y, de nuevo, Maharbal no supo ya qué hacer. Los acreedores esperaban a la puerta de la villa, pero el general no estaba ahora para tratar de asuntos tan mundanos.

- Ha muerto, Maharbal, ha muerto -dijo Aníbal en voz baja, casi un susurro en la noche.

- Lo siento, mi general, lo siento mucho.

Aníbal asintió.

- Ni tan siquiera fui capaz de serle fiel. Su matrimonio conmigo conllevó la destrucción de su tierra y luego mi propia patria la obligó a sufrir un segundo destierro. No le he proporcionado nada de lo que merecía. Ahora estaba pensando en regresar a Iberia, pero ya hasta eso carece de sentido, Maharbal.

Aníbal calló y Maharbal decidió que lo mejor que podía hacer era permanecer junto al general compartiendo aquel silencio henchido de dolor y desgracia. Los acreedores tendrían que seguir esperando.

- Lo mínimo que podemos hacer -continuó Aníbal-es ofrecerle un funeral a la altura de una reina ibera, Maharbal, eso es lo mínimo que podemos hacer, ¿no crees?

- Supongo que sí, mi general.

- Sí, eso haremos. -Y Aníbal le puso la mano sobre el hombro-. Hemos de construir una gran pira funeraria, Maharbal. Necesitamos una gran cantidad de leña y antorchas y quiero plañideras, quiero a todo el pueblo de la bahía, aquí, llorando por la pérdida de Imilce, y os quiero a todos limpios, con el mejor uniforme, a todos aquí, y celebraremos un banquete en honor de Imilce y beberemos a su salud, comida y bebida en abundancia. Hoy ha muerto una gran reina y todo el mundo ha de saberlo. Le daré a su muerte un poco de lo que no he sido capaz de darle en vida. Ve, Maharbal. Organízalo todo y, por Baal, no escatimes en gastos. Usa tanto dinero como haga falta, ¿me entiendes, Maharbal?

La pregunta final de Aníbal no era superflua. El general estaba sorprendido de la falta de reacción de Maharbal y por la ausencia de diligencia por su parte para cumplir las órdenes encomendadas. El oficial seguía frente a Aníbal, con la boca entreabierta, sin decir nada, inmóvil.

- ¡Maldita sea, Maharbal! ¿No me has oído? ¿A qué esperas para organizado todo?

¡Imilce ha muerto! ¡Ha muerto!

Maharbal tardó un segundo en responder. Fue el segundo más largo de toda su vida.

- No tenemos dinero, mi general. Se acabó la semana pasada. No tenemos nada, lo siento, mi general, quise advertir sobre esto antes, pero la enfermedad de la reina… -Pero Maharbal calló al ver que Aníbal alzaba su mano derecha en clara señal de que no deseaba oír más sobre aquel asunto. El general dio media vuelta y se alejó varios pasos hasta detenerse en la zona del jardín donde se levantaban las estatuas de los dioses púnicos e iberos que habían transportado por medio mundo. Era como si el general buscara inspiración, una salida, alguna solución al abrigo de los dioses, pero Marhabal sabía que no había nada que hacer sino escapar en alguna noche, ocultos en la oscuridad, dejando allí

sólo vergüenza y humillación y, por descontado, sin poder realizar ningún funeral de la forma en la que Aníbal había soñado. Eso o apoderarse por la fuerza de la bahía y entrar en una guerra suicida contra los piratas de Creta. Todo estaba perdido y Marhabal imaginaba qué enorme decepción y qué tremenda furia debía embargar a un tiempo al general de generales, desterrado, viudo, arruinado, sin hijos, fugitivo, sin gloria ni recursos ni ejército, sumido en el olvido de sus compatriotas y rodeado por el odio de sus enemigos romanos que cada vez hacían el cerco sobre él más y más cerrado. Aníbal se situó entonces justo frente a la estatua del dios supremo Baal y parecía que rezaba, pero de pronto desenvainó su poderosa espada y arremetió con ella contra las representaciones de cerámica y arcilla de Baal, Tanit, Melqart y los dioses púnicos e iberos y contra todas y cada una de aquellas imágenes desató su furia contenida durante días, semanas, meses, años, destrozando con golpes certeros cada uno de aquellos dioses, cortando las cabezas de cada imagen y partiéndolas por el costado dejando a su alrededor un enjambre de destrucción y rencor como nunca antes había contemplado Maharbal por lo que aquellos golpes representaban. El veterano oficial que todo lo observaba no era hombre religioso y siempre se había mostrado escéptico a la obligación de cargar con aquellas representaciones por todos los países en los que habían estado, pero de ahí a destrozar las imágenes de los dioses en un claro acto sacrilego había un enorme espacio que él nunca se habría atrevido a dar, pero él, claro, no era Aníbal. Y aun así. Fue entonces cuando Maharbal creyó comprender el grado de desesperación absoluta en que se había hundido Aníbal. Pero lo peor estaba por llegar. Aníbal se dio la vuelta y retornó frente a Maharbal, quien, estupefacto ante la reciente exhibición de rencor que el general acababa de hacer, le contemplaba con ojos aún perplejos y el ánimo abatido.

- He dicho, Maharbal, que quiero un funeral como el de una reina. Ve y organízalo todo tal y como te he dicho. Compra también un barco. Y como te he ordenado, no repares en gastos. Mañana al anochecer celebraremos el funeral y el banquete y, antes del amanecer, zarparemos.

Aníbal había hablado con un sosiego frío que helaba la sangre y, nada más terminar, se dio media vuelta, cruzó por entre las estatuas destrozadas y entró en la casa. Maharbal ya no estaba a solas en el jardín. Los hombres que custodiaban la puerta se habían acercado al escuchar los golpes de la espada de su general contra las imágenes de los dioses. Maharbal levantó la mano y los guerreros se detuvieron a su espalda. Maharbal estaba convencido de que Aníbal había perdido la razón por completo. No le culpaba. Cualquiera, llevado a las extremas circunstancias en las que se encontraban, terminaría así. Pero el caso es que, para él, que no se había entregado aún a los brazos de la locura, no había dinero para nada. ¿Qué quería Aníbal? ¿Que robara, que arrebatara a los mercaderes y campesinos de la región todo cuanto necesitaban? Eso podría hacerse, pero ¿cómo conseguir un barco por la fuerza? Los únicos barcos que realmente merecían la pena para poder hacer una navegación larga como la que, sin duda, tendrían que emprender, eran de los piratas, y éstos no iban a dejarse arrebatar un barco con facilidad. Y, por otro lado, ¿a qué venía esa absurda insistencia de Aníbal en que no reparara en gastos? Pero la locura no conoce el sentido de sus palabras y dice frases que no se pueden entender. Maharbal sacudió la cabeza y, sin saber bien por qué, avanzó unos pasos hacia la casa hasta encontrarse en medio de las estatuas destrozadas por el general. Pensaba que lo mejor era volver a hablar con Aníbal, quizá esperar un poco a que se calmara y entonces, si se encontraba más sosegado, el general quizá entendiera la realidad de la situación. Maharbal miró al cielo. Estaba nublado y aunque era noche de luna llena, las nubes impedían que el astro iluminara con su habitual potencia. Maharbal se pasó la palma de la mano derecha por la barba. No sabía qué hacer. Si el general había perdido la razón era él quien debería tomar las decisiones, por el bien de todos, por bien del propio Aníbal. Entonces ocurrió un fenómeno extraño: las nubes abrieron un hueco y la luna vertió

toda su luz con vigor sobre el suelo del jardín. Maharbal sintió que algo brillaba a su alrededor y escuchó suspiros de admiración provenientes de los guerreros que estaban a sus espaldas. Maharbal bajó entonces la mirada y observó el suelo cubierto de trozos partidos de las imágenes de los dioses. De cada pedazo roto emergían brillantes, relucientes, decenas, centenares, miles de monedas de oro y plata. Aquellas malditas estatuas que habían llevado durante todo aquel destierro estaban repletas de monedas de oro y plata. Oro y plata suficiente para todo lo que Aníbal había ordenado y para guardar aún una imponente cantidad de reserva. Maharbal negaba con la cabeza sin dar crédito a lo que veía. Estaba contento, infinitamente feliz, no por el dinero, sino por lo que aquello suponía: Aníbal, ni tan siquiera en medio del más mortífero de los sufrimientos, perdía la razón. Sus órdenes obedecían a la auténtica realidad de las circunstancias que sólo él conocía por completo: tenían dinero suficiente para todo lo que debía hacerse en honor de Imilce, para satisfacer todas las deudas contraídas, para reabastecerse de los mismos mercaderes a los que pagarían y para reemprender de nuevo la marcha en busca de otro destino en un nuevo barco. Maharbal comprendió que aun sumido en una terrible pena por la pérdida de su esposa, Aníbal no se daba por vencido. Aún habrían de venir nuevos combates. Roma hacía bien en no bajar la guardia. Aquél no era un hombre como el resto. No, no lo era.

- Recoged todo ese oro y plata y ponedlo en sacos o en cofres -ordenó Maharbal a dos de los centinelas. Y luego se dirigió al resto-: Tú, toma un puñado de este oro y paga a los mercaderes de la puerta; tú, toma otro puñado y ve a por leña. La reina ha muerto y hemos de organizar un gran banquete y una gran pira funeraria. Tú, lo mismo, coge dinero y encárgate de la comida y la bebida y tú ven conmigo. Hemos de comprar un barco y hemos de comprarlo ya.

- En la bahía hay varios barcos piratas atracados -respondió el último centinela.

- Perfecto -replicó a su vez Maharbal-. Uno de esos barcos nos valdrá. Recogeremos al resto de los hombres de camino a la bahía. Para negociar con los piratas es mejor que seamos un buen grupo. Vamos, rápido, todos en marcha. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. Y que nadie moleste al general hasta el amanecer. Todos se pusieron manos a la obra.

Maharbal se volvió un instante hacia la casa. Aníbal se había sentado en el umbral, solo, bajo la luz de la luna, a solas con su dolor.

84 Los puerros de Catón

Roma, julio de 187 a.C.

Habían pasado ya tres años desde la incontestable victoria de los Escipiones sobre Antíoco. Marco Porcio Catón consideró que había esperado lo suficiente. Era el momento de poner en marcha toda su estrategia para debilitar y destrozar a los cada vez más poderosos Escipiones. Durante los últimos años todos ellos y todos sus amigos se habían mostrado como completamente intocables, pero era hora de empezar a hostigarles de nuevo. Había muchos senadores temerosos del poder omnímodo de los Escipiones. La envidia y el miedo de estos senadores eran su mejor aliado. Antes de Magnesia, durante la campaña de Asia, Catón supo aprovechar su prestigio ganado en Hispania y las Termopilas para atacar con éxito a varios amigos de Publio Cornelio Escipión: consiguió que se le negara el triunfo a Minucio Termo por su victoria sobre los ligures; calumnió y dañó profundamente la carrera política de Acilio Glabrión al acusarle de apoderarse indebidamente de parte del botín tras la batalla de las Termopilas y sólo Cayo Lelio, en su año consular, fue capaz de impedir que acabara con la vida pública de Emilio Régilo. Pero después de tres años, Catón había reemprendido los ataques al círculo de los Escipiones. Una vez más había acusado a un amigo de la gens Cornelia de apropiarse incorrectamente de parte del botín tras la campaña contra los etolios que se habían vuelto a rebelar. En esta ocasión Fulvio Nobilior fue el que recibió los ataques. Pero para Catón esto sólo eran las escaramuzas previas a la gran batalla y el momento del gran combate estaba maduro.

Catón, con su botín de Hispania, había adquirido gran parte de los terrenos contiguos a la gran villa del fallecido Fabio Máximo. En ese espacio había edificado una casa y levantado huertos y cultivos de todo tipo, en particular de viñedos y olivares, pero se veían también higueras, algarrobos y otros árboles frutales que lo henchían todo de una rica vegetación y que permitían que en cada estación del año quien contemplara aquellos campos se admirara siempre por la exuberante riqueza de la hacienda. Graco había oído hablar de la creciente afición de Catón por la vida en el campo y cómo, a cada momento, el veterano senador no dudaba en alabar las virtudes y ventajas de la vida en la campiña frente a lo que él denominaba la tumultuosa vida de la ciudad. Graco cruzó así los cultivos meditando sobre hasta qué punto llevaba razón Catón en ese planteamiento. Tiberio Sempronio Graco iba acompañado por los dos Petilios, Quinto Petilio y Petilio Spurino. Catón les había convocado a su recién edificada villa para tratar de Escipión y los sucesos acontecidos en el Senado en las semanas pasadas. Sin duda, Catón buscaba en su nueva villa discreción para un encuentro con sus más fieles seguidores. Graco no se sentía cómodo en medio de aquella eterna disputa entre Catón y los Escipiones, y menos aún después de los intercambios de cartas con Cornelia y a sabiendas de cómo su asistencia a esas reuniones había provocado la ira de Escipión hasta el punto de exponer su vida a una muerte segura en varias ocasiones durante la pasada campaña de Asia. Graco se sentía en medio de aquel combate y estaba cansado, pero seguía compartiendo con Catón la esencia de sus principios: nadie está por encima del Estado, ni siquiera el mejor de sus generales, pues cuando eso ocurra, el Estado, al menos tal y como ellos concebían la República, desaparecería. Sería el retorno de la monarquía y una monarquía implicaría un retroceso en el tiempo, el fin de las libertades de los ciudadanos libres de Roma, el fin también del poder de su familia y del resto de familias senatoriales; el fin, en suma, de una estructura que había conducido satisfactoriamente a Roma a convertirse en el centro del mundo. Si querían preservar ese rango para Roma, Roma debía defenderse de quien quisiera cambiar el sistema de gobierno del Estado. En eso estaba de acuerdo Graco con Catón. Sus métodos, no obstante, sus hirientes ataques contra Escipión en el Senado, rayando la tergiversación de los hechos acaecidos en Asia, iban, en muchas ocasiones, contra su naturaleza, pero no era menos cierto que para combatir a alguien que está dispuesto a revertir las estructuras del Estado, hay que hacerlo con gran furia y determinación o, de lo contrario, un simple gesto del enemigo a batir, apoyado por un pueblo que, en gran medida, se alineaba con él, valdría para borrarlos a todos del Senado primero, luego de Roma y, por fin, del mundo.

- Ya hemos llegado -dijo Spurino.

Graco alzó la vista del suelo. Ante ellos estaba una modesta construcción de ladrillo vigilada por un par de esclavos que custodiaban la puerta de acceso. Las ventanas eran pequeñas y, aunque se veía que era un edificio de gran extensión en su base horizontal, sólo era de una planta. Los esclavos abrieron la puerta y los tres entraron en un pequeño vestíbulo en el que se les ofreció agua para lavarse y quitarse el polvo del camino. A continuación se les invitó a pasar, guiados por otro esclavo joven, a un muy amplio atrio en el que destacaban dos grandes higueras que repartían su fragancia y frescor por todo el atrio.

Catón se levantó de una pequeña sella y se dirigió a ellos con toda la calidez de la que su natural disposición era capaz, que nunca era mucha, pero, al menos, era un tono conciliador muy diferente al que habitualmente empleaba en el Senado cuando lanzaba uno de sus furibundos ataques contra algún senador que consideraba corrupto.

- Bien, bien, qué bien que ya estáis aquí. Espero que hayáis disfrutado del paseo. Hay quien prefiere ascender hasta aquí en una cuadriga, pero creo que andando es como se aprecia la tranquilidad del campo, ¿no pensáis igual?

Nadie pensaba igual, pero todos convinieron en que las colinas donde su anfitrión había establecido su villa eran fértiles y agradables de visitar.

- Bien, bien, eso pienso yo, eso pienso, por todos los dioses. Ahora sentaos, sentaos y hablemos, hablemos de las cosas que realmente importan, luego, si queréis, os enseñaré

toda la hacienda.

Varios esclavos trajeron algunas sellae más y dispusieron algo de uva, aceitunas y unos higos en una mesa que situaron en el centro.

También apareció su esposa por un breve instante, pero una mirada despreciativa de su marido hizo que ésta diera media vuelta y desapareciera por donde había venido.

- Las esposas son necesarias para dar hijos a Roma -dijo Catón con sequedad-, pero no deben interferir cuando se va a hablar de política. -De todos era conocida la animadversión de Catón contra las mujeres, de modo que nadie dijo nada y todos, menos Graco, se limitaron a asentir. Catón se excusó entonces por no disponer aún de triclinia y de todo el mobiliario necesario para hacer la residencia realmente habitable, pero estaba seguro de que la discreción era necesaria en aquella reunión y la villa ofrecía esa seguridad frente a cualquier otro lugar en la ciudad-. Mi mujer anda ahora comprando todos los muebles que necesitamos, que es de lo que debe ocuparse, y pronto esto parecerá un hogar realmente acogedor, pero de momento esto es lo que puedo ofreceros; mi esposa, la verdad, como toda mujer, carece de la virtud de la diligencia y por eso vamos retrasados con lo de los muebles, pero todos hemos sido, somos militares y estamos acostumbrados a la vida frugal, ¿no es así?

Aquí sí asintieron todos. Los Pctilios tomaron algo de uva. Graco se limitó a beber agua. Seguía incómodo. Lo bueno era que sabía que Catón no divagaría por mucho tiempo y que pronto iría al grano. Así fue.

- Graco -empezó Marco Porcio Catón-, veo que tus heridas de la guerra de Asia en tus brazos y piernas ya han cicatrizado en tu piel hace mucho tiempo y me alegro de ello, pero quizá no sea el momento de olvidar las ofensas del pasado, sino el momento de cobrarse en su justa medida una venganza que, además, contribuya a preservar el Estado. Graco dejó el vaso de agua sobre la mesa.

- Las heridas son de guerra. No hay ofensa clara sobre ellas, aunque ciertamente se me podría haber avisado con algo de tiempo sobre el asunto de los catafractos, eso es cierto. Catón casi sonrió.

- Graco, siempre tan, tan generoso para con los enemigos. Sea. En cualquier caso, por todos los dioses, ha llegado el momento de pasar a la acción. Me consta que el descontento entre muchas familias es cada vez mayor por la aparente desfachatez con la que los Escipiones se mueven por Roma sin tan siquiera haber rendido cuentas claras de su última campaña en Asia. Ha llegado el momento de aprovechar esta comente y hacer que esas cuentas se rindan de una vez. Ha llegado el momento de apuntar alto.

- ¿Alto? ¿Cómo de alto exactamente? -preguntó Petilio Spurino sin dejar de masticar uva negra.

Catón agradeció la pregunta, pero prefirió mirar a otro lado y evitarse el espectáculo de las encías entintadas de granate de su colega. Marco Porcio Catón dejó que pasara un instante para acrecentar el impacto de su anuncio.

- Es hora de que acusemos formalmente a Lucio Cornelio Escipión y que éste dé con sus huesos en el Tulianum.

Spurino dejó de masticar. Quinto Petilio tiró el plato de uva del que estaba cogiendo nuevas piezas, y Graco, lentamente, estiró su brazo derecho, tomó el vaso de agua una vez más, y lo vació de un trago largo; dejó entonces el vaso sobre la mesa y se dirigió

con decisión a su anfitrión.

- Pero no está demostrado que los Escipiones hayan malversado en la campaña de Asia.

Catón suspiró. Esperaba algunas reticencias entre sus colegas y, en efecto, allí estaban las dudas. Tenía que persuadir primero por completo a su grupo de fieles si luego quería conseguir el apoyo del Senado y las asambleas para atacar a los Escipiones con unas mínimas garantías de éxito.

- No se trata, querido amigo, de lo que hayan hecho o dejado de hacer los Escipiones. Ése es un error de base. Se trata de lo que pueden hacer, de lo que nos pueden hacer. Con cada campaña, con cada guerra, los Escipiones se hacen más y más fuertes y el pueblo les adora más. Fabio Máximo, con denostado ahínco, luchó contra esa acumulación de poder, contra esa creciente popularidad entre la plebe y, sin embargo, no consiguió

detenerlos. Nosotros debemos perseverar en ese esfuerzo de nuestro gran maestro. O hacemos de contrapeso o los Escipiones gobernarán Roma, solos, para ellos, siempre. Cada día que me levanto, con cada amanecer, amigos míos, veo más y más claro que es o ellos o nosotros. -Y Catón lo repitió con énfasis-. O ellos o nosotros. Graco no se arredró y replicó con rapidez. -¿Y Roma? ¿Dónde queda Roma?

Catón le lanzó una mirada desafiante que Graco mantuvo sin bajar los ojos. El veterano senador de Tusculum relajó entonces las facciones del rostro y retornó a su tono más conciliador. No era el momentó de enfrentarse a Graco, aún no. Máximo habría estado orgulloso de él. Eso le dio seguridad a Catón en su réplica.

- Creo, querido amigo Tiberio Sempronio Graco, que estás cansado, por eso no tomo en cuenta tus palabras. Roma, ya lo sabes, lo sabéis todos, es lo único que me mueve, lo único que me importa. La diferencia es que Escipión quiere Roma para él y su familia. Nosotros queremos preservar la Roma de nuestros antepasados para todos los ciudadanos libres de la ciudad. Quinto Petilio y Petilio Spurino asintieron con rotundidad. Graco retomó la palabra, pero con más tiento.

- Es cierto que estoy cansado, pero entonces ¿por qué no acusar ya directamente a Africanus} -Graco vio la cara de sorpresa de los Perillos y consideró que parecía necesario explicarse-: Si todos estamos de acuerdo en que el origen del peligro para el Estado está

en Publio Cornelio Escipión y no tanto en su hermano o en sus amigos, ¿por qué seguir con esta larga serie de ataques y acusaciones?

A Catón le gustó la renovada decisión de Graco, pero estaba claro que iba de un extremo a otro; era demasiado impulsivo. Eso, no obstante, era una cualidad si se sabía controlar. Catón respondió con la rotundidad del sabio.

- Porque al acusar y desbaratar así los logros políticos de los familiares y amigos de Publio Cornelio conseguimos debilitar su posición en general. A una higuera alta y fuerte no se la derriba de un solo golpe, sino que hay que dar muchos hachazos hasta que se consigue que el árbol caiga a plomo sobre la tierra; pero caerá, mi querido amigo, Publio Cornelio Escipión caerá. Puedes estar seguro de ello. Hay que saber medir los tiempos. Valoro tu decisión, Graco, pero permite que sea mi experiencia en política la que nos guíe en este complicado trayecto.

Graco no dijo más. Catón tampoco decidió alargar la conversación y cambió de tema por completo.

- Venid ahora y os enseñaré las nuevas plantas que estoy cultivando. Esta tierra es fértil y se consiguen maravillas con sólo un poco de esfuerzo y atención. Los Petilios no tenían ningún interés por la afición agrícola de Catón, pero Graco sí

sentía curiosidad por saber más del hombre que les dirigía en una lucha, el asedio a la familia de los Escipiones, que se le antojaba la campaña más difícil que podía emprenderse en aquel momento. Graco había oído que Catón estaba escribiendo incluso un detallado manual sobre agricultura. Así Marco Porcio Catón los sacó del atrio y les hizo caminar por entre los vericuetos de las humildes casas de los esclavos de la finca, para conducirlos hasta un gran huerto donde el austero senador empezó a enseñarles con deleite sincero gran cantidad de cultivos. Cuando pensaban que la visita había terminado, Catón les llevó hasta uno de los establos. Olía a animal de forma intensa, a oveja, a buey, a cerdo, pero había otro olor aún más fuerte que hizo que los tres arrugaran la nariz.

- ¡Por Castor y Pólux! -exclamó Spurino, incapaz de reprimirse.

- Aquí tengo a los cerdos y otros animales y también a los bueyes; los bueyes mejores y los más sanos de Roma, la clave del éxito de mi producción agrícola -explicaba Catón imperturbable. Graco se dio cuenta de que el veterano senador, de tan acostumbrado como debía estar, apenas percibía aquellos olores que los envolvían-. Y aquí-añadió entrando en una estancia contigua al establo-tengo mi pequeño gran secreto. -Y, nada más entrar, se hizo a un lado para que sus invitados pudieran admirar su magna obra. La estancia estaba repleta de estantes y en todos ellos había todo tipo de frascos con hierbas aromáticas y plantas medicinales, sobre todo en las estanterías superiores, mientras que en las inferiores se acumulaban ajos, cebollas y otros tubérculos y, el origen del gran olor que los tenía a los tres algo mareados: una enorme montaña de puerros que se erigía enérgica y dominante en el centro del establo.

- Puerros, amigos míos, sí, por Hércules. -Catón hablaba exultante; Graco no lo había visto así desde no recordaba cuándo; estaba claro que aquella villa y el cuidado de las tierras y, a lo que se veía, también de los animales de la granja, era la gran pasión privada de Catón-. Los puerros son lo mejor para los bueyes -continuaba Catón sin mirar a nadie, sus ojos fijos en las plantas amontonadas, su mente absorta en su discurso-. Si un buey empieza a estar enfermo, haces una mezcla de puerros con…, bueno, con algunas otras cosas, es mi secreto, y con vino; se lo das al buey sano y no enferma y, si se lo administras al buey enfermo, éste sana de inmediato y, al día siguiente a trabajar. De ese modo los tengo en los campos a todas horas y la producción aumenta una enormidad, mientras que en las haciendas próximas las cosechas a veces se echan a perder por falta de animales de labor que se encuentran débiles o enfermos. Eso aquí no ocurre. Al cabo de media hora de mostrar más cultivos, más establos y grandes almacenes de grano, aceite y vino, Catón pareció estar satisfecho y permitió a sus invitados que partieran. Graco y los Petilios se encaminaban hacia la salida de la finca. Un par de esclavos armados, que escoltaban a la comitiva de senadores, abrían el grupo, luego seguía Graco y a continuación ambos Petilios, uno a cada lado de Catón, el anfitrión de aquella reunión. Spurino ralentizó la marcha para dejar que Graco se adelantara una decena de pasos y, cuando juzgó que la distancia era suficiente, se dirigió a Catón en voz baja.

- A veces tengo la impresión que el joven Graco flaquea.

Quinto Petilio asintió con la cabeza confirmando las dudas de su colega. Catón detuvo la marcha un instante. Los Petilios le imitaron. Catón comprendió que no era prudente quedarse tan retrasados o Graco empezaría a sospechar, y reemprendió la marcha al tiempo que negaba con la cabeza.

- No. Graco es de los nuestros y lo será hasta el final. -Pero Catón leyó de soslayo la duda en el rostro de sus dos fieles seguidores y comprendió que aquellas palabras no se-rían suficientes para tranquilizarles-. Me ocuparé personalmente de que no dude más sentenció, y ambos Petilios sonrieron levemente.

- Mejor así -apostilló Spurino-. Con las espaldas cubiertas se ataca mejor al enemigo, noble Catón. ¿Qué tienes en mente? ¿Enviarlo de nuevo a una misión militar a Oriente o quizá, mejor aún, a Hispania?

Catón miraba hacia al suelo y hablaba entre dientes.

- Eso es cosa mía. Digamos que las dudas de Tiberio Sempronio Graco se diluirán para siempre. -Y con esa frase ambigua los dejó a ambos, dio media vuelta y, sin despedirse ni de ellos ni del propio Graco, ascendió por el camino de regreso a su casa de campo. Los Petilios se quedaron detenidos en mitad del camino contemplando confusos cómo aquel hombre que les dirigía se alejaba con aire taciturno, ensimismado, rumiando algo en lo que se alegraban no tener que participar de forma directa.

- ¿Nos deja Catón? -La voz de Graco les sorprendió por la espalda.

- Eso parece -dijo Spurino con tono cordial, y añadió algo trivial con naturalidad-: lo que no nos dejará nunca es este olor a puerros.

Y los dos Petilios se echaron a reír, algo nerviosos. Tiberio Sempronio Graco asintió

y sonrió en un intento por compartir la broma. No le parecía algo tan gracioso, pero no advirtió nada extraño en el comportamiento de sus colegas en el Senado y sí, Spurino llevaba razón: aquel maldito olor le persiguiría toda la tarde, hasta que llegara a casa y pudiera darse un buen baño.

Catón regresó a los almacenes donde se acumulaban los puerros y examinó con detalle cada estante, cada pequeño montón de hierbas acumulado en cada una de las paredes de aquel enorme herbolario. Tenía que escribir sus remedios para el ganado, empezando por la receta para curar los bueyes. Debía incluir todo esto en su tratado sobre agricultura. Sí, definitivamente, sería un volumen extenso. Más. Debía escribir varios manuales sobre el conocimiento que poseía del campo, de la cultura, de la vida política, del derecho, de moral. Una colección de tratados que podría emplear para educar a sus hijos futuros sin necesidad de recurrir a las palabras de ningún otro hombre. Así evitaría influencias perniciosas en sus vastagos de autores griegos o prohelénicos. Sí. Eso debía hacer.

85 El destino de Antíoco

Ecbatana,*[ Ciudad en el oeste del Irán actual.] 3 de julio de 187 a.C.

Antíoco estaba furioso. Su imperio se descomponía en mil pedazos. Armenia y Bitinia se habían declarado independientes y Roma reconocía esos reinos y enviaba mensajeros a los traidores, usurpadores de su poder imperial que osaban hacerse llamar reyes. Y Pérgamo extendía todo su dominio sobre Asia Menor. Egipto no tenía fuerzas para recuperar mucho terreno en el sur, pero en cualquier momento se podía levantar una ciudad o una región entera del modo más insospechado. Y, lo peor de todo, no tenía dinero con que pagar a las tropas, a ese escuálido ejército que le había seguido en su largo y lento repliegue hacia Oriente, hacia territorios donde pensaba que su poder era más reconocido. En Antioquía había dejado a su cobarde hijo Seleuco con la misión de mantener la frontera del norte mientras él tenía planeado reforzar su ejército negociando de nuevo con los reyes de la India.

Allí podría conseguir nuevos elefantes y más recursos con los que retornar hacia Occidente fortalecido para rehacer su imperio, pero para esa negociación necesitaba oro. Había subido los impuestos en todas las regiones, pero muchos recaudadores no regresaban o bien porque no habían conseguido todo el dinero que Antíoco esperaba o bien porque el pueblo, harto de impuestos desorbitados, se había alzado contra ellos y los había arrojado de sus ciudades. Antíoco no disponía de suficientes soldados para proteger a todos sus recaudadores y vivía en un horrible círculo sin fin: sin dinero no había más soldados y sin más soldados era imposible conseguir más oro.

Se habían detenido en Ecbatana, en medio de la montañosa región de Hamadán, habiendo dejado ya los ríos Tigris y Eufrates a varios días de viaje. El rey de Siria, agotado, desmontó de su caballo y se sentó al pie del gran león de piedra. Una enorme estatua que decían había sido tallada en los tiempos de Alejandro Magno, aunque muchos aseguraban que aquella gigantesca imagen estaba allí hacía mucho más tiempo. Antíoco miró al suelo. Se había situado a la sombra de la gran estatua para protegerse del sol abrasador de aquel verano tórrido.

- Necesitamos oro -dijo en voz baja, pero el oro no llegaba. Fue entonces cuando tuvo lo que él interpretó como un momento de iluminación, una epifanía perfecta-. El oro de los templos. Eso es. Si no quieren pagar con dinero, cogeremos el oro de los templos de todas las ciudades y con eso negociaré con la India y reconstruiré mi ejército y mi poder y volveremos contra Roma. -El rey hablaba ensimismado, como ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Uno de los oficiales que estaba más próximo y que había escuchado lo que decía el rey negaba con la cabeza, pero sin atreverse a decir nada. Antíoco no tenía duda alguna ya sobre lo que debía hacerse y se dirigió a todos sus oficiales reunidos junto al gran león de piedra de Ecbatana.

- Id a los templos y confiscad todo el oro. Decid que es para su rey, para su imperio. Decid que es para Antíoco III.

Los oficiales dudaron, pero muchos pensaron al fin que con el oro confiscado llegarían por fin las pagas atrasadas y los soldados estarían contentos y eso era lo que más les preocupaba. Tampoco calcularon bien. Nadie preveía las consecuencias de aquella acción. Los oficiales crearon varias docenas de pequeñas patrullas con la misión de ir de templo en templo confiscando todo el oro y la plata y cualquier otro objeto de valor que pudiera encontrarse. Al principio el pueblo callaba, pero, poco a poco, con la paciencia con la que se forja la tormenta en el cielo mientras las nubes se acumulan y oscurecen el sol, el pueblo de Ecbatana empezó a seguir a las patrullas de soldados. Primero sólo hubo gritos, pero pronto se arrojaron las primeras piedras. El rey estaba despojando a sus dioses, a sus creencias, a sus esperanzas; era el oro de sus oraciones, de sus plegarias lo que aquel emperador derrotado estaba cogiendo, llevándose, robando. Algunas patrullas de guerreros seléucidas respondieron desenfundando sus espadas y, cuando un tumulto de gente se abalanzó sobre ellos, los soldados mataron a varios hombres, a alguna mujer y a un niño. Los ciudadanos de Ecbatana se replegaron, pero la noticia del niño muerto corrió por todas las esquinas de la ciudad como la peste se propaga cuando las ratas emergen del subsuelo. Los ciudadanos de Ecbatana no estaban dispuestos a permitir que el rey Antíoco cometiera aquel sacrilegio de forma impune. Si se tenía que morir, se moriría. Sin saber bien cómo, las puertas de la ciudad se cerraron. Antíoco III y un tercio de su ejército quedaron en el interior de la ciudad. En el exterior el resto de soldados no entendía bien qué pasaba. De pronto la ciudad pareció incendiarse y las llamas surgían por todas partes. Los soldados del exterior intentaron entonces abrir las puertas, pero los ciudadanos de Ecbatana les arrojaron piedras, rocas, lanzas, y hasta aceite que habían empezado a hervir de forma improvisada en las casas próximas a las murallas. En el centro de la ciudad, Antíoco, feliz a la par que inconsciente a lo que estaba ocurriendo, veía la gran montaña de oro que habían conseguido sus hombres al ir de templo en templo. Había plata también, y numerosas gemas y estatuas y collares y joyas y brazaletes. Rodeado por su guardia personal, de espaldas a la gran avenida que confluía en aquella plaza, no vio la muchedumbre de gente que marchaba contra sus soldados asustados, nerviosos, confusos.

Fue un combate cruel, inmisericorde, bestial. Los soldados de Antíoco nunca habían encontrado tanto odio, tanta rabia. Sus oponentes no eran guerreros profesionales pero luchaban con la locura que da la rabia absoluta. Fue cuestión de unas horas. Hubo centenares de muertos por ambos bandos, más entre el pueblo, pero éstos eran mucho más numerosos, hasta que los soldados arrojaron las armas y el pueblo dejó de matar, morder, arañar y mutilar a los que aún resistían. Se llegó a un pacto con varios oficiales. Los soldados supervivientes conservaron la vida pese a los miles de muertos de ciudadanos de Ecbatana a cambio de entregarles a quien había originado aquella locura. Antíoco III de Siria, Basileus Megas, quien una vez fuera el hombre más poderoso de Oriente, fue arrastrado por los pies, desnudado, escupido y su cuerpo fue lapidado y despedazado hasta que de él no quedó ni un trozo de carne con el que alimentar a los perros.

86 Por quinientos talentos

Roma, julio de 187 a.C.

Publio, Emilia, Publio hijo y Cornelia menor estaban a punto de tomar la cena cuando Cayo Lelio se presentó sin previo aviso. Aquello no era frecuente, pero tampoco nada que alarmara a nadie. Lelio era como un familiar más y tenía la bendición de Publio para presentarse en aquella domus siempre que lo desease. Por eso, en cuanto Emilia oyó

la voz rotunda del veterano ex cónsul saludando a su marido, que se había levantado para ver quién llegaba a tan inoportuna hora, se limitó a ordenar a una esclava que trajeran una mesa más que debían situar frente al lectus medius, justo a la derecha de su marido, el lugar reservado a los invitados especialmente apreciados por la familia. Esta esclava era una ibera de mediana edad que servía en la familia desde los tiempos de las campañas en Hispania. Areté no atendía en el atrio, sino que Emilia, con la aquiescencia de su marido, la había confinado a la cocina, de donde apenas salía. Emilia sabía que tenía que transigir con la infidelidad de su marido o encararse con él y generar un escándalo. Ésas eran sus opciones. Emilia, como buena matrona romana, era alérgica a los escándalos. Al menos, la esclava griega amante de su marido había aceptado aquel confinamiento y llevaba con discreción la relación con su esposo. Era lo mínimo que Emilia, tácitamente, exigía, y ese mínimo lo cumplían tanto su marido como Areté. Otra cosa eran los sentimientos rotos. La estrecha intimidad que antaño uniera a Emilia y a Publio se había quebrado. Quedaba, no obstante, un cierto respeto del uno hacia el otro en función de lo que cada uno representaba. Sobre esa base discurría el devenir diario de su matrimonio. No era ya una base tan sólida ni amorosa como la que les uniera en el pasado, pero era razonablemente estable. Fría, distante, no exenta de tensiones, pero tozudamente resistente a deshacerse del todo. Cayo Lelio apareció escoltado por Publio en el atrio y tanto Publio hijo como la pequeña Cornelia le saludaron con amplias sonrisas. Emilia le dirigió la palabra con calidez.

- Una interrupción en nuestra cena por una visita de Cayo Lelio siempre es una buena noticia.

- Gracias, señora, gracias. Siempre se me recibe tan bien aquí que ¿por qué no venir con frecuencia? -respondió Lelio, mientras Publio le dirigía hacia el triclinium que dos esclavos estaban situando a la derecha del suyo.

- Más a menudo tendrías que venir -apostilló Publio al tiempo que ambos hombres se reclinaban en sus respectivos lechos dispuestos a compartir la cena que los esclavos estaban sirviendo-. No nos has visitado desde las últimas kalendae. Lelio se limitó a sonreír y a tomar una copa de vino que se le ofrecía por parte de un esclavo. La copa fue especialmente bienvenida no por lo que todos pensaban, el hecho conocido de que Lelio disfrutaba con el buen vino, sino porque el veterano ex cónsul necesitaba pensar y no tenía ganas de hablar pese a que a eso mismo había venido. Publio, buen conocedor de su amigo, no tardó en percatarse de que algo no iba bien, pues Lelio bebía, comía y no hablaba, cuando Lelio siempre se había mostrado hábil para combinar las tres actividades pese a que eso supusiera enseñar a todos algo, o mucho, de lo que estaba comiendo o bebiendo a la vez que abría su boca para hablar. Por eso, el silencio prolongado de Lelio incitó la pregunta del anfitrión de la casa:

- Me consta, mi buen Cayo Lelio, que tienes buen apetito y que siempre aprecias una copa de vino, pero tu silencio me resulta extraño y no dudo que algún motivo hay que te impulsa a mostrarte poco comunicativo cuando te encuentras rodeado sólo por amigos. Lelio pareció sonrojarse ligeramente, pero aquello pasó mientras dejaba su copa sobre la mesa y terminaba de masticar el trozo de jabalí en salsa que se había llevado a la boca. El que fuera lugarteniente de Escipión en Hispania y África asintió despacio.

- Supongo que son muchos años juntos como para ocultar nada a mi viejo amigo -dijo Lelio en voz baja, más como un suspiro que como una frase.

- Supones bien, Lelio -insistió Publio con cordialidad, pero sin prever nada sombrío en el horizonte. Su esposa Emilia, sin embargo, sí que mostraba un marcado ceño entre los ojos. Lelio era muy hablador. Su silencio sólo podía ser presagio de algún problema, y, considerando que Lelio no era hombre que se abrumara ante pequeneces, el problema que tendrían que afrontar debía de ser importante.

Lelio miró al suelo, luego a Publio, que le observaba relajado y, por fin, a Emilia, y comprendió que sólo ella estaba preparada para las noticias que tenía que compartir con los amigos de aquella casa.

- Los tribunos de la plebe han planteado una consulta al Senado -dijo Lelio con rapidez.

- ¿Spurino y Quinto Petilio? -preguntó Publio hijo, pues Publio padre se limitó a cambiar su semblante, transformando su relajada faz en un rostro cargado de tensión contenida. Para todos los reunidos en aquel atrio, Spurino y Quinto Petilio eran dos marionetas al servicio de Catón. Emilia observaba a su marido y se percató de que Publio ya había adquirido una perspectiva clara de las posibles consecuencias de aquel anuncio de Lelio.

- ¿Qué consulta? -espetó Publio padre con sequedad, no por despecho hacia su amigo, que era sólo un fiel mensajero, sino hacia la desagradable situación que iba a darse en poco tiempo ante el Senado si, como imaginaba, aquella maniobra estaba instigada por el maldito e insufrible Catón.

Cayo Lelio tragó saliva.