36 Un interrogatorio

Emporiae, noreste de Hispania.

Marzo de 195 a.C.

Durante dos meses el ejército consular fue adiestrado en la lucha cuerpo a cuerpo en las afueras de Emporiae, pero luego Catón decidió empezar a foguear a sus hombres po-co a poco en combates reales. Para ello enviaba a varios manípulos juntos a distintos poblados de la región que se habían mostrado proclives a apoyar a las tribus iberas que se habían rebelado y a los que entregaban grano, ganado y otros víveres. La orden era arrasar esos poblados por completo, matar a hombres y mujeres y hacer acopio de toda la comida y de todos los animales que hubiera. Con ello Catón conseguía varios objetivos a la vez: en primer lugar, los legionarios se endurecían en el combate, pues incluso en esos pequeños poblados los iberos luchaban con furia y oponían una resistencia tan poderosa como irracional por lo reducido de sus fuerzas; en segundo lugar, las tropas encontraban satisfacción, pues el cónsul permitía que yacieran con cuantas mujeres quisieran entre los poblados atacados antes de que las ejecutaran; en tercer lugar, conseguía los recursos necesarios para autoabastecerse sin tener que recurrir a Roma a pedir más suministros, y es que Catón, junto con Fabio Máximo en el pasado, había criticado en innumerables ocasiones las reiteradas peticiones de suministros y refuerzos que los Escipiones habían hecho para sus campañas en Hispania y, con esta estrategia, Catón demostraba que uno se podía autoabastecer y no recurrir al erario público para hacer la guerra, y estaba empecinado en ilustrar con su ejemplo que eso era posible aunque para ello tuviera que arrasar todo el territorio; y, en último lugar, Catón transmitía con toda esa destrucción un claro mensaje de horror que quería que fuera el signo por el que deberían recordarle, y en su forma de ver las cosas, respetarle en aquellas tierras. Escipión había usado el horror de arrasar alguna ciudad por completo en el pasado en Hispania, pero sólo de forma excepcional, luego siempre terminaba pactando con unos y con otros y por esos acuerdos le recordaban los iberos. ¿Y qué había conseguido? Nada. Allí estaban de nuevo todos los iberos en franca rebelión. Catón estaba convencido de que sólo el horror más brutal, permanente y generalizado podría doblegar al final a aquellas gentes que se levantaban una y otra vez contra el poder de Roma. Pero los ataques a los poblados cercanos eran sólo escaramuzas. El cónsul estaba seguro de que los iberos estaban reagrupando el grueso de sus fuerzas para lanzarse en algún punto contra él en una gran batalla campal. Se trataba de llegar a esa batalla a tiempo, suficientemente preparado y derrotarles por completo. Sólo una victoria así en el norte de Hispania le permitiría cruzar el Ebro y lanzarse hacia el sur con posibilidades de éxito.

En uno de esos pequeños combates en los poblados alrededor de Emporiae, los legionarios apresaron a algunos hombres a los que no habían dado muerte porque eran iberos que por sus ropas y su forma de hablar procedían de otra región y los oficiales estaban seguros de que eran una avanzadilla del resto de tribus iberas que venían al norte para expulsarles de Hispania. Catón, rodeado de sus doce lictores, salió del praetorium para inspeccionar a los rebeldes. Pasó por delante de ellos mirándoles detenidamente. Varios veteranos, unos fuertes y otros no tanto, pero todos resueltos, se negaron a bajar la mirada y la mantuvieron firme ante los escrutadores y fríos ojos del cónsul de Roma. Envueltos en sus pieles, ninguno de aquellos hombres hablaría aunque los torturaran durante días. Tenían el espíritu fanático de los que creen que pueden conseguir la victoria, si no ellos mismos, sí sus compatriotas a los que no traicionarían jamás. Pero hubo uno de entre todos que, más nervioso, bajó los ojos cuando el cónsul se acercó y miró al suelo. Catón asintió casi imperceptiblemente. No era un gesto para el exterior, para los que le rodeaban, sino para sí mismo.

- Éste -dijo el cónsul en voz alta señalando al hispano que no había tenido las agallas suficientes de mirarle a los ojos.

Dos legionarios cogieron al ibero por la espalda y se lo llevaron a rastras mientras el guerrero profería gritos con maldiciones e insultos que Catón desdeñó.

- ¿Qué hacemos con el resto, cónsul? -preguntó uno de los dos tribunos que acompañaban al cónsul en su revista a los prisioneros. Catón, que ya estaba caminando de regreso al praetorium, se detuvo un segundo, pero sin tan siquiera darse la vuelta respondió con rotundidad.

- Matadlos. No nos sirven de nada. -Y marchó hacia el interior de la tienda del praetorium. Era demasiado pronto en la campaña para hacer acopio de esclavos. Hacer prisioneros, además, implicaba tener que dedicar parte de los soldados a vigilarlos hasta que pudiera llevarlos a Roma donde venderlos a buen precio y, para colmo de desgracias, habría que alimentarlos. No, todo eso eran problemas de logística para el planeado ataque hacia el sur. De momento no habría esclavos. Lo inteligente, desde un punto de vista económico, era hacerlos al final de la campaña y no desde el principio. El cónsul, de regreso en su tienda, se sentó en la sella cururlis en espera de que le trajeran los últimos informes de las escaramuzas que se estaban preparando. Cada mañana repasaba los poblados que se habían destruido y los que quedaban en pie. Se había marcado el objetivo mínimo de arrasar una ciudad ibera al día y el cónsul era hombre escrupuloso y disciplinado en todo aquello que consideraba que era su obligación como servidor del Estado romano. Los tribunos y el resto de oficiales entraron en la tienda del praetorium. Iban a empezar la ronda de informes del día cuando un grito bestial llegó nítido y claro a los tímpanos de los allí presentes. Nadie dijo nada. Se trataba, sin duda, del ibero al que estaban torturando para sonsacarle información. El cónsul hizo una seña para que se acercara el proximus lictor.

- Diles que vayan despacio con ese hombre -le dijo el cónsul en voz baja-. Ese hombre hablará, pero hay que darle un poco de tiempo. Que vayan despacio. Tenemos todo el día para este asunto.

El proximus lictor asintió y salió con rapidez de la tienda. Los aullidos de dolor del hispano torturado bajaron un poco en intensidad y parecieron espaciarse algo, pero seguían allí invadiéndolo todo de forma intermitente. El cónsul, no obstante, parecía no oír aquellos gritos y miraba a sus oficiales esperando que continuaran con los informes que se habían interrumpido con la llegada de aquellos iberos rebeldes apresados. Los centuriones fueron los que hablaron primero. Mientras lo hacían, de cuando en cuando se oía un nuevo grito desgarrador que hacía que el que hablaba se detuviera un instante antes de proseguir, pero la mirada fría del cónsul hacía que cada centurión diera a término a su informe sin atender más a aquellos aullidos. Los oficiales acabaron sus intervenciones y todos quedaron a expensas de recibir órdenes del cónsul. Catón se levantó y se dirigió a la mesa de los mapas. Habían destruido más de la mitad de las fortalezas rebeldes de la región, arrasado campos y poblados a decenas y habían apresado el ganado de casi todas las granjas. Estaba meditando lanzar un ataque a gran escala en el que limpiar la zona de todo núcleo opositor en cien millas a la redonda, pero no estaba seguro. Necesitaba saber dónde estaba el grueso de las tropas iberas antes de hacer un movimiento táctico de esa envergadura. Y aún no sabía nada. Se sentía ciego.

- Hoy descansaremos. Necesito más información -dijo, y levantó la mano indicando que todos salieran.

Catón pasó el resto del día en el praetorium, estudiando los mapas de la región una y otra vez, comiendo frugalmente pasas, nueces y unas gachas de trigo. Casi sin darse cuenta se le pasó el día. Entraron unos esclavos y encendieron las lámparas de aceite que estaban distribuidas en cada una de las esquinas de la tienda. Pensó en salir un rato e inspeccionar que todo siguiera en orden y que los hombres no estuvieran ociosos sino trabajando y adiestrándose cuando, de pronto, el cónsul levantó la cabeza. Faltaba algo. Ya no había gritos. Por un momento temió lo peor, pero los dioses estaban con él pues al momento entró el proximus lictor.

- Ya ha hablado. Ha tardado, pero ha hablado.

El cónsul respondió con una sola palabra.

- ¿Dónde?

El lictor se acercó a la mesa de los mapas junto a la que estaba sentado el cónsul y señaló un punto a medio día de viaje a marchas forzadas en dirección sur.

- Se están reagrupando aquí. Dice que estarán listos con la próxima luna llena. Marco Porcio Catón hizo un cálculo rápido. Faltaban sólo tres días. Se levantó de golpe y, al tiempo que salía del praetorium, dio las órdenes a los oficiales que llevaban todo el día esperando a la puerta de la tienda de su general en jefe sin saber bien qué hacer.

- Salimos mañana al amanecer. Hacia el sur.

Los tribunos y centuriones asintieron. Ahora sí tenían mucho trabajo.

Tal y como había calculado e\ proximus lictor, al atardecer llegaron al punto donde el ibero había confesado que se estaban reuniendo las diferentes tribus iberas para lanzar un feroz y letal ataque contra las legiones de Emporiae. Justo al entrar en un valle con una extensa planicie vislumbraron lo que era un gigantesco campamento de vieja construcción. Todos pensaron que los iberos habían aprendido de los romanos y habían fortificado el punto de reunión con empalizadas para evitar ser sorprendidos antes de estar completamente preparados, pero Catón comprendió en seguida que los iberos, muy hábiles, se habían apropiado de uno de los viejos campamentos que los Escipiones construyeron en la región en el pasado reciente. No dejaba de ser una curiosa broma del destino que los iberos se hicieran fuertes tras las murallas levantadas por alguno de los Escipiones, pero Catón estaba dispuesto a desafiar a los iberos, a los Escipiones y, llegado el caso, al destino mismo. Su idea, al adelantarse un par de días a la fecha que los iberos habían fijado para lanzar su ataque era la de, en la medida de lo posible, cogerles de improviso y, con un poco de ayuda de la diosa Fortuna, enfrentarse a ellos antes de que estuvieran todos reunidos. Había conseguido el primer objetivo, pues los iberos se sorprendieron, y mucho, al ver las legiones de Roma allí, justo delante de su fortificación cuando habían calculado ser ellos los que sitiaran a los romanos junto a la ciudad de Emporiae. Pero el segundo objetivo, el de llegar allí antes de que estuviera el grueso de las tribus rebeldes a Roma reunidas no fue posible. El campamento era gigantesco. Por sus dimensiones ocupaba casi el doble que el espacio que precisaba el ejército consular.

- ¿Cuántos calculáis que hay? -preguntó Catón a los tribunos.

- Cuarenta mil, mi general, quizá más -se aventuró a decir uno de ellos. El cónsul asintió. Él había calculado una cifra parecida. La empresa era muy difícil. En efecto, los iberos les doblaban en número. Tendría que sorprenderlos aún más y aprovechar su desorganizada forma de combatir para imponerse. Y tendría que encontrar también la forma de motivar a sus soldados lo suficiente como para que lucharan hasta la última gota de sangre. Sólo así se conseguiría la victoria. Hasta entonces sus hombres sólo habían combatido en cómodas situaciones de ventaja. La verdadera guerra empezaría mañana al amanecer y él, Marco Porcio Catón, no pensaba ni en perder ni en morir en Hispania, y si lo hacía, tenía claro que con él perecerían todos.

- Acamparemos aquí. Quiero que nos vean levantar el campamento -dijo el cónsul. Y los legionarios se esmeraron en su trabajo. Levantaron altas empalizadas y cavaron fosos profundos. Sabían que todo ese trabajo iba en beneficio de su seguridad. Si las cosas salían mal, aquellas vallas y zanjas les protegerían, serían su mejor salvaguarda. Convenía hacerlas bien. No necesitaban los gritos de sus oficiales para comprender la importancia de aquella tarea.

Con la noche llegaron las hogueras y un poco de descanso para todos. No estaban las empalizadas completamente terminadas y los fosos no eran aún muy hondos, pero no era frecuente entrar en combate tan rápido, sino que lo habitual era que los dos ejércitos se tantearan en pequeñas escaramuzas entre las infanterías ligeras y las caballerías respectivas antes de que se emprendiera una gran batalla campal. Aquello les permitiría terminar la fortificación en los próximos días.

Los legionarios comieron bien, pero no se repartió ni una gota de vino. Aquello no hacía muy popular al cónsul, pero les había dejado hacer todo el pillaje posible en el norte y era razonable estar sobrio si el enemigo, de manera inesperada, decidía presentar combate; sin embargo, todos los planes de descanso de los legionarios se vinieron abajo cuando en medio de la noche, en silencio, sin bucinatores ni tubicines pero con firmeza en la voz de los centuriones, empezaron a ser despertados por furibundos oficiales que primero a empujones y, cuando esto no era suficiente, directamente a puntapiés, los sacaban de las tiendas de forma imprevista. En poco tiempo estuvieron las dos legiones formadas a las puertas del campamento, en el lado contrario a donde se encontraban los iberos, de forma que la luz de la luna no podía descubrir que todo el ejército romano había salido en formación y que, por orden expresa del cónsul, se retiraba hacia las colinas por las que habían llegado la mañana anterior. Se adentraron a paso tranquilo por las colinas. El cónsul quería evitar que el ruido de veinte mil legionarios pudiera despertar a los iberos, pero cuando alcanzaron las colinas y el bosque circundante los envolvía apagando sus ruidos, recibieron la instrucción de acelerar y, magnis itineribus, cruzaron las colinas, para rodear toda una pequeña sierra y entrar en el valle justo por el lado opuesto a por donde lo habían realizado el día anterior. Los legionarios no entendían cuál era el objetivo de aquel agotador traslado nocturno. Y los iberos tampoco, pues cuando al amanecer se levantaron y descubrieron el campamento romano vacío a un lado y justo en el otro extremo de su propio campamento a las dos legiones formadas, no pudieron hacer otra cosa que reírse de aquel absurdo. Si los romanos atacaban y se veían obligados a retroceder nunca podrían alcanzar su campamento. Aquello era una locura para todos. Para todos, claro, menos para Marco Porcio Catón.

El cónsul de Roma, por primera vez, se iba a dirigir a sus hombres. Era justo antes de un gran combate. El primero de una gran serie o el primero y último de toda la campaña si se recibía una derrota total. Catón había decidido, fiel a su forma de ver las cosas, no dejar mucho margen a situaciones intermedias. El cónsul se subió a un caballo y situó al animal justo frente a los manípulos centrales de las dos legiones. No había viento que robara sus palabras. Si hablaba bien alto, con potencia, la mayoría de los allí reunidos le escucharía y los que no le oyeran podrían preguntar a los legionarios de los manípulos centrales. Tenía decidido esperar un tiempo con escaramuzas previas al gran ataque, de modo que ese espacio sirviera para que su discurso fuera pasado de boca en boca y que, de esa forma, su mensaje llegara no ya a los oídos sino a las entrañas de todos los guerreros de su ejército.

- ¡Legionarios de Roma! ¡Escuchadme bien! ¡Éste puede que sea nuestro único gran combate en esta tierra de bárbaros o el primero de una larga serie de victorias! ¡Lo que ocurra al final de todo, por todos los dioses, sólo depende de vosotros! ¡Os explicaré cuál es la situación! -Y calló un segundo para asegurarse de que tenía la atención de su ejército; no se oía nada, ni un murmullo; bien. Catón continuó hablando-: ¡Ante vosotros está el enemigo en su campamento! ¡Tras vosotros sólo hay territorio hostil y miles de enemigos dispuestos a terminar con todos! ¡Aquí no hay más ciudades amigas cercanas que la de Emporiae y tanto vuestro campamento como Emporiae están justo detrás del enemigo reunido en gran número para terminar con vosotros! ¡No hay huida posible!

¡No hay otro camino posible que el de la victoria absoluta o la muerte! ¡Si retrocedéis, si huis, no encontraréis el campamento a vuestras espaldas donde refugiaros y llorar como mujeres asustadas, sino territorio enemigo y sólo una muerte segura, o peor aún, esclavitud, prisión, tortura y una terrible y lenta muerte a manos de unos bárbaros que no albergan otros sentimientos que odio y furia contra nosotros! ¡Pero ése no tiene por qué

ser vuestro destino! ¡Yo creo en hombres que son capaces de forjar su propio destino!

¡Escuchadme bien, legionarios de Roma! ¡Yo os prometo riqueza, esclavos, mujeres, placer y disfrute a raudales, todo lo que hayáis imaginado y mucho más! ¡Pero todo eso ha de ganarse con esfuerzo empezando esta misma mañana! ¡Si derrotáis a los iberos el botín de guerra será para todos vosotros! ¡Yo no quiero ni una libra de oro o plata! ¡Todo para vosotros! ¡Lo que saquéis de los despojos de cada victoria será siempre vuestro!

¡Todo vuestro! ¡Y los prisioneros vuestros esclavos para vender a los quaestores aquí, sub hasta, o en Roma, en el mercado que queráis; y sus mujeres serán vuestras esclavas o vuestras amantes o ambas cosas a la vez! ¡Todo para vosotros! ¡Podéis tenerlo todo, todo lo que soñasteis cuando os alistasteis en estas legiones y mucho más! Y, ¿sabéis una cosa, romanos?, ¿sabéis una cosa? -Catón veía como todos estiraban el cuello para atender aún mejor-. ¡Entre vuestras riquezas y vosotros sólo se interponen esos malditos iberos que están allí acampados! ¡Sacadlos a campo abierto y matadlos a todos y el mundo será vuestro! ¡No dejéis ni uno con vida y lo tendréis todo! ¡Yo os guiaré, pero vosotros seréis mis puños y mis manos! ¡Si me fallan los puños, no podré vencer, pero si mis puños son fuertes como el hierro os prometo la victoria y todas las riquezas que os he descrito! ¡Todo será vuestro y Roma se rendirá a vuestros pies por terminar de una vez con la maldita resistencia de unos bárbaros locos y desagradecidos, traidores y desleales a Roma! ¡No hay otro camino, legionarios! ¡Si os retiráis no hay lugar para cobijarse; si, por el contrario, lucháis hasta el final, conseguiremos vencer! ¡No, no hay otro camino, por Júpiter! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! -Y levantó las manos en alto mirando al cielo y repitiendo una vez más el grito de guerra de las legiones de Roma-.

¡Muerte o victoria!

Y veinte mil legionarios aullaron desde lo más profundo de su ser repitiendo aquel grito de combate enfervorizados y encendidos como no lo habían estado nunca, prestos a entrar en la más atroz de las vorágines: un batalla campal sin cuartel, sin rendición posible, sin descanso, hasta la última gota de su sangre o de la sangre del enemigo.

- ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!

37 El juramento de Aníbal

Apamea y Antioquía, Siria.

Marzo de 195 a.C.

Maharbal y Aníbal, junto con una docena de sus veteranos de guerra, esperaban en las escaleras que daban acceso al gran palacio imperial de Antioquía. La capital del imperio seléucida era la segunda escala de su periplo una vez que dejó las costas de África. Primero costearon la orilla fenicia del Mediterráneo y, sin desembarcar, comprobaron como todas las grandes ciudades que en el pasado dieron origen a decenas de colonias por todas las costas del mundo, entre otras a la propia Cartago, estaban bajo completo dominio de la flota siria del rey Antíoco III. Tiro, Sidón, Biblos, todos puertos antaño inde-pendientes, y luego en manos de Egipto, ahora estaban bajo el control del cada vez más poderoso rey de Oriente. Desde allí, navegando hacia el norte, llegaron a Apamea, donde Aníbal fue recibido por Epífanes, el consejero real más veterano de Antíoco y, según decían, el más astuto. Aníbal, mientras esperaba ser recibido por el propio rey, recordaba con nitidez las palabras que había intercambiado con Epífanes en una pequeña sala de un edificio levantado junto las gigantescas caballerizas imperiales de Apamea, una conversación interrumpida por los bramidos de las decenas de elefantes que el rey de Siria adiestraba para la guerra de Asia Menor y su próxima invasión a Grecia.

- Me alegro de que al fin el gran Aníbal haya aceptado venir hasta Asia -había comentado Epífanes en un tono conciliador. Aníbal agradeció el buen recibimiento. Llevaban casi un año vagando por las costas de la Cirenaica, Egipto y Fenicia y, después de verse traicionado por el Consejo de Ancianos de Cartago, cualquier saludo cordial era bienvenido por el veterano general y sus hombres.

- La verdad es que no pensé responder a la carta que me enviaste -respondió Aníbal con sinceridad al consejero real-, pero Roma y los traidores de Cartago han forzado que tu ofrecimiento sea mi mejor opción.

Epífanes se reclinó hacia atrás en su silla, suspiró despacio e invitó a Aníbal a sentarse al tiempo que volvía a hablar.

- Veo que el gran general cartaginés habla con honestidad. -Se calló entonces un segundo mientras contemplaba como el fornido general púnico se sentaba sin lanzar el más mínimo resoplido de aire al doblar sus piernas y, al fin, decidió ser también él, de modo excepcional con un extranjero, algo sincero-. Te aconsejo, Aníbal, que abandones pronto esa tendencia a la sinceridad absoluta si quieres supervivir por largo tiempo en la corte del rey Antíoco. Por supuesto, negaré siempre haber pronunciado semejantes palabras. Aníbal asintió despacio mientras digería la advertencia en todo su amplio sentido.

- Te agradezco el aviso -respondió entonces Aníbal-. Supongo que si me dices algo así es porque me valoras. Es agradable estar con alguien que se da cuenta de que mis servicios pueden reportar grandes beneficios a Siria.

Epífanes sonrió.

- No te equivoques, Aníbal, la ambición de Antíoco III no tiene límites y no ha habido aún un general que le satisfaga por completo y muchos han terminado muertos en el campo de batalla o ejecutados por, digamos, haberle decepcionado.

- Procuraré estar a la altura de los objetivos del rey.

- Bien, eso está bien, por Apolo, ojalá los dioses te ayuden, porque te hará falta. El rey ha iniciado la guerra contra las ciudades rebeldes de Asia Menor y pronto se lanzará

contra Macedonia. Macedonia, no obstante, fue un antiguo aliado tuyo. El rey Filipo V

de Macedonia fue aliado tuyo en el pasado en tu guerra contra Roma. Tendrás que demostrar al rey que estás dispuesto a combatir contra quien fue amigo tuyo en el pasado reciente.

- Aquel pacto no es tan reciente y, si no me equivoco -repuso Aníbal-, sois vosotros los que tenéis ahora un pacto de no agresión con Filipo V; los aliados ahora sois vosotros. Epífanes volvió a sonreír.

- La vida es complicada siempre, ¿no crees?

Aníbal se limitó a asentir.

- Bien -dijo entonces Epífanes-, no es ya conmigo con quien tienes que hablar, sino con el rey. Mañana al amanecer saldrás hacia Antioquía con tus hombres si lo deseas. Allí te recibirá el propio Antíoco III, Basileus Megas, señor de todos los territorios desde la India hasta el Egeo. Muéstrate humilde.

- Así haré. -Y Aníbal se levantó, se inclinó levemente ante el consejero real, que devolvió la reverencia con un saludo similar y, al ver que el general se daba media vuelta, decidió pronunciar una última advertencia.

- Sólo una cosa más, general.

Aníbal se detuvo y se volvió de nuevo para mirar a su interlocutor. -¿Sí? Te escucho. Epífanes lanzó un nuevo largo suspiro antes de hablar. -Aníbal, yo creo que nos eres necesario; yo sé que te necesitamos, pero el rey de Siria no piensa de igual forma. Eso es todo.

El general púnico no dijo nada. Se limitó a asentir una vez más, dar media vuelta y marcharse por donde había venido en busca de Maharbal y sus hombres. Había pasado apenas un día desde aquella conversación y Aníbal ponderaba en su mente la insistencia de Epífanes en advertirle de la gran desconfianza del rey hacia su persona. Estaba claro que su presencia allí se debía, sobre todo, a la influencia que Epífanes podía tener sobre el rey, pero Antíoco no se mostraría tan cordial. Se abrieron entonces, tras una larga espera de más de dos horas bajo el cálido sol de marzo, que gracias a Baal y al resto de dioses no se mostraba particularmente implacable en el inicio de la primavera, las puertas del palacio imperial de Antíoco III. Los guardianes sirios del palacio forzaron que todos se quedaran fuera ya que sólo Aníbal y su lugarteniente, Maharbal, habían sido formalmente invitados a pasar al interior del inmenso edificio, y eso sólo después de haber sido convenientemente registrados y desarmados por los centinelas reales. El paseo por el magno edificio fue largo. Cruzaron una serie de puertas que se abrían y se cerraban tras su paso, todas ellas custodiadas por más y más guardias fuertemente armados con largas sarissas y espadas y escudos que relucían como si estuviesen forjados con plata pura. Sedas de múltiples colores engalanaban las paredes por las que a través de grandes ventanas se filtraba la luz del exterior; las paredes de ambos lados de los pasillos estaban flanqueadas por una innumerable serie de estatuas de piedra y mármol de todos los dioses de Oriente y Siria, destacando especialmente por tamaño y esplendor las efigies dedicadas al gran dios Apolo. Al fin, se abrieron ante Aníbal y Maharbal las últimas puertas y ambos cartagineses entraron en la gran sala del trono imperial de Antíoco III, donde el lujo no sólo se veía por las decoraciones en tela y estatuas que lo inundaban todo, sino por la pléyade de esclavas semidesnudas que, alrededor del rey, se esmeraban en agasajarle con todo tipo de placeres: bebida, frutas, pan untado en extrañas salsas y trozos de carne troceada que hacían difícil identificar su procedencia, pero cuyo aroma despertaba el apetito voraz de los dos guerreros púnicos que, tras horas de espera sin comer ni beber, estaban ansiosos por compartir aquella comida y bebida. Alrededor del rey se veía a algunos hombres que, recostados entre almohadones, disfrutaban de aquellos placeres rodeados también de hermosas esclavas. Aníbal no sabía de quién se trataba exactamente, pero supuso que allí estaría Seleuco, el hijo del rey y algunos de sus generales de confianza como Antípatro, Minión o Filipo, entre otros. Nadie se presentó y nadie les presentó. Tanto el rey como sus altos oficiales y su hijo siguieron comiendo y bebiendo y, alguno de ellos, acariciando con lascivia evidente a alguna de las jóvenes esclavas. Pasaron así, en pie, en el centro de la sala, varios minutos, en los que tanto Aníbal como Maharbal guardaron un cauteloso e inteligente silencio. El rey hizo entonces como que, de pronto, se daba cuenta de su presencia y se dirigió

a ellos. La conversación con Antíoco, al igual que la de Epífanes la noche anterior, fue en griego.

- ¿Y vosotros sois…?

Aníbal pasó por alto la estupidez de la pregunta. Como si no le hubieran informado al rey de quién se trataba.

- Mi nombre es Aníbal Barca, general cartaginés, y éste es… -Pero no tuvo tiempo ni tan siquiera de presentar a Maharbal. El rey le interrumpió de inmediato

- Y si eres general, ¿dónde está tu ejército? -Y Antíoco prorrumpió en una sonora carcajada nada más lanzar aquel insulto. Seleuco, Antípatro y el resto de oficiales rieron la gracia del rey con aparente coincidencia en la apreciación que su rey acababa de hacer con relación a la valía de la persona que les visitaba. Aníbal no dijo nada. El rey insistió.

- Mis generales tienen un ejército que dirigir, por eso son generales. Quien no tiene ejército no puede denominarse a sí mismo general, ¿no crees?

Aníbal aceptó ser degradado con el pragmatismo que requería la situación.

- Llevas razón, gran rey, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, desde la India hasta el Egeo. Mi nombre es Aníbal Barca. Eso es todo cuanto soy.

- Eso está mejor -respondió serio Antíoco dejando en manos de una esclava la copa de vino que sostenía en la mano y dando una palmada que hizo que todas las esclavas, para disgusto de su hijo y sus oficiales, desaparecieran de la gran sala del trono real. Aníbal se alegró de que, al menos, el rey fuera a centrarse algo en su persona. Para bien o para mal, eso ya le daba igual, pero no podía evitar sentir una rabia furiosa por esa aparente indiferencia con la que se le estaba tratando. Y eso que sabía que era todo estrategia, pero su alma de guerrero no podía evitar sufrir y pugnaba por rebelarse.

- Señor de todos los reinos desde la India hasta el Egeo, de momento -precisó el rey-. Pronto añadiremos Asia Menor, cuando Pérgamo y Rodas caigan al fin en mis manos, y luego Macedonia y el resto de Grecia. ¿Qué tienes que decir a eso?

- Estoy seguro de que pronto será así -inició Aníbal para satisfacción del rey hasta que se atrevió a añadir algo más-, pero… -Y calló.

- ¿Pero qué? Maldito seas, un nuevo aguafiestas. Ya sabía yo que si Epífanes aconsejaba que te unieras a nosotros sería porque eras como él.

- Yo no soy consejero real, soy guerrero; puede que sin ejército, pero guerrero con experiencia y sé de guerra más que nadie en esta sala, porque he estado en más batallas que nadie, porque he combatido desde niño contra iberos y romanos y númidas y galos y hasta tribus desconocidas para todos, porque he luchado entre montañas de nieve y en desiertos, porque he combatido junto a ríos o lagos, de día y de noche, a la luz del sol cegador o entre las sombras de la luna, en días claros o entre la espesa niebla del amanecer y sé que vuestro plan tiene un fallo. Seleuco y varios de los generales se pusieron en pie y se llevaron la mano a la empuñadura de sus armas, pero el rey levantó el brazo derecho extendiéndolo y todos se contuvieron.

- Eso de que tienes más experiencia que yo podríamos discutirlo, y en cualquier caso yo sí que tengo y mantengo ejércitos y territorios y tú no tienes nada más que palabras; pero ya que te has atrevido a tanto, termina tu frase y di qué fallo tiene mi plan.

- Cuando ataques Asia Menor, Pérgamo y Rodas, aliadas de Roma, pedirán ayuda a Roma, si no lo han hecho ya, que es lo más probable, y aunque no les harán caso en un principio, de igual forma que Roma habrá desoído las peticiones de ayuda de Egipto, cuando cruces el Helesponto y te lances sobre Grecia y Macedonia, entonces sí, entonces serán los propios romanos los que se asustarán y reunirán sus legiones y se arrojarán con toda su fuerza contra tu ejército y eso es algo que podría evitarse.

- ¿Cómo? -preguntó el rey muy firme, muy serio, atento.

- Enviando ahora mismo parte de tu ejército a Italia. Ataca Roma allí mismo en su territorio con parte de tu ejército mientras que el resto se ocupa de invadir Asia Menor, Grecia y Macedonia. No necesitas todo tu ejército para derrotar a Pérgamo, Rodas o al debilitado Filipo V que apenas dispone de diez mil hombres como mucho. Además, las ciudades griegas están en decadencia y sin ejércitos que merezcan la pena excepto los etolios, que están dispuestos a pactar contigo, como lo hizo Escopas en Sidón. Puedes ir conquistando esa parte del mundo mientras yo hostigo con tus hombres a los romanos. Si tienen un frente en Italia no se atreverán a lanzarse contra ti. En el pasado necesitaron dieciséis años antes de atreverse a responder contra mi ataque en mi propio territorio, sólo que ahora tú tienes muchos más hombres. Cuando tengas bien dominada la situación en Grecia y Macedonia yo me retiraré de Roma, si es que no la he conquistado, y podrás pactar las fronteras que quieras con ellos, que tendrán toda Italia en llamas, arrasadas por las tropas que me des. Te habrás convertido en un nuevo Alejandro Magno y serás el mayor rey de la historia de Siria y del Imperio seléucida. Luego caerá Egipto y luego todo lo que quieras, pero si no haces lo que digo, si no atacas Roma directamente ahora, ahora que no lo esperan, les darás tiempo a rehacerse, a planear la guerra despacio, como a ellos les gusta, y tendrán tiempo entonces de enviar contra ti sus mejores generales y sus legiones y entonces sí que puede que te derroten y lo habrás perdido todo. Y créeme, sé de guerras.

- Estás pidiendo que divida mis fuerzas. Eso siempre es una decisión delicada. Yo también sé de guerras, cartaginés -rebatió el rey, y apostilló sus palabras con una pregunta-: ¿Y por qué habría de fiarme de ti?

Y antes de que pudiera responder Aníbal, Seleuco se levantó de nuevo y se dirigió al rey.

- No le hagas caso, padre. Sin duda es un agente del enemigo. Nuestro ejército es el más poderoso del mundo. Nada ni nadie podrá detenernos, pero si lo dividimos nadie sabe lo que puede ocurrir. No cambies el plan, padre. No lo cambies. Antíoco levantó la mano derecha una vez más y su hijo calló y se sentó. El rey volvió

a hablar.

- Mi hijo es impetuoso e inexperto aún, pero es sangre de mi sangre. Me fío de su advertencia y te repito la pregunta que te he hecho antes, cartaginés: ¿por qué he de fiarme de ti? ¿Porque lo dice Epífanes? Eso no es bastante para mí.

Aníbal evitó entrar a valorar la importancia del aprecio de Epífanes hacia su persona. Intuía que las opiniones del consejero real eran, cuando menos, controvertidas entre los generales allí presentes. Optó por una línea diferente de argumentación. Algo inesperado.

- Basileus Megas, crees que tus enemigos son Pérgamo o Rodas o Macedonia o las ciudades griegas, pero todos esos reinos son sólo subditos del otro gran poder del mundo: Roma. Roma es tu auténtico enemigo. Cuanto menos tiempo tardes en entenderlo, mejor para ti. Todos a cuantos atacas envían mensajeros a Roma y Roma calla y no mira aún hacia aquí, pero más tarde o temprano lo hará. Lo ideal para ti y para tus propósitos sería dar tú el primer golpe invadiendo Italia antes de que ni tan siquiera sospechen que algo así es posible, y si me envías a mí, mi nombre, aunque sólo sea allí, entre las calles de Roma, aún causa miedo. Sólo pensarán en luchar contra mí, en liberarse una vez más de mí. Entretanto tú, Basileus Megas, podrás conquistar el mundo.

Antíoco III de Siria inspiró aire con profundidad antes de volver a responder con tono grave.

- Sé que mi enemigo último es Roma y sé que deberé enfrentarme contra Roma, pero soy yo quien decido cómo, dónde y cuándo entrar en combate con mis enemigos. Ni mis consejeros, ni mis generales ni mucho menos un extranjero va a tomar esa decisión por mí. Por última vez, cartaginés: ¿por qué debo fiarme de ti? -Y se levantó de su trono al-zando a la vez el volumen de su voz-. ¡Dame una buena respuesta a esa pregunta o lárgate de aquí y no pares de correr hasta salir de mis dominios!

Aníbal recibió aquella muestra de ira como la vela que resiste el envite del viento en medio de la tormenta más terrible. Dio un pequeño paso atrás, como para mostrar que el ímpetu de la rabia del rey había llegado hasta él, pero, al instante, retomó la posición de antes y respondió con un breve pero muy intenso discurso que había preparado durante todas las horas de los dos largos días de viaje desde Apamea hasta Antioquía.

- Te puedes fiar de mí porque Roma es mi mayor enemigo y porque juré de niño acabar a sangre, fuego y hierro con la existencia de Roma. Cuando era niño rogué a mi padre, Amílcar Barca, que me dejara acompañarle a Iberia y él aceptó que le siguiera, pero antes me hizo arrodillarme ante las estatuas de Baal, Melqart y Tanit y me hizo jurar por todos los dioses de mi pueblo que siempre odiaría a Roma y que no me detendría nunca hasta acabar con el poder de esa ciudad. Se lo juré a la sangre que me dio la vida y es un juramento que pienso cumplir, con mi ejército cuando lo tenía, con el ejército del gran Basileus Megas si el gran rey de Oriente se lanza contra Roma, o con mis manos y mi espada sola si no tengo nada ni nadie más que me apoye. Lucharé contra Roma hasta el fin de mis días. Se lo juré a mi padre y cumpliré ese juramento. Tú mismo dices que te fías de tu hijo, pese a su inexperiencia, porque es tu propia sangre la que te habla. Fíate de mí porque le debo a mi propia sangre destrozar a Roma con mis propias manos: he de despedazar sus murallas y pasearme sobre sus calles ensangrentadas por los cadáveres de todos los romanos abatidos por mi rabia y mi odio. Fíate de mí porque no hay nadie en el mundo que desee tanto ver a los romanos derrotados como yo. Fíate de mí y conseguirás el mundo entero. Yo sólo quiero ver a Roma muerta.

Antíoco III de Siria escuchó con atención y durante unos segundos nadie dijo nada en la sala. El tiempo parecía detenido. Ninguno de los comensales invitados al banquete del rey se atrevía ni a comer ni a probar bocado alguno. Todos estaban expectantes ante la reacción del gran Antíoco. El rey se sentó despacio sobre su trono imperial. Era rey de Siria y emperador desde el Indo hasta el Egeo. Necesitaba derrotar a Roma. Aquel extranjero se brindaba como general y había conseguido grandes victorias contra las legiones. Las palabras del púnico le convencían de que realmente quería luchar a su lado contra los romanos, pero aún dudaba sobre el plan de dividir al ejército en dos. En cualquier caso, los consejos de aquel general extranjero bien podían escucharse. Luego sería él, él solo, Antíoco III, quien tomara las decisiones finales.

- Siéntate y come algo. Pareces hambriento, tú y tu guerrero. Hoy comeréis conmigo. Mañana decidiremos sobre la campaña de Asia Menor y sobre nuestro ataque contra Macedonia. -Y dio una nueva palmada y las esclavas retornaron desde detrás del trono y se repartieron por toda la sala retomando sus antiguas ubicaciones. Un par de esclavas se acercaron al propio Aníbal y a un sorprendido Maharbal y, tomándoles suavemente del brazo, los condujeron hacia un extremo de la sala donde, entre almohadones, recibieron vino, fruta y asado de buey. Aníbal se reclinó entre los cojines y aceptó con gusto la carne mientras no dejaba de mirar al rey de Siria. Maharbal no tenía ojos más que para las hermosas esclavas que se habían sentado a su alrededor. Antíoco III no miraba a nadie, sino que con los ojos clavados en el suelo bebía vino como quien no ha bebido en meses. A su derecha, Seleuco, su hijo, había dejado de comer y no tenía más ganas de admirar la belleza de las esclavas, sino que con su mirada fija en aquel extranjero que acababa de llenar la cabeza de su padre de ideas absurdas rumiaba la forma de expulsar al maldito cartaginés de la corte imperial antes de entrar en combate contra Roma. Seleuco no era hombre de escrúpulos, así que su pensamiento trabajaba desbocado sin importarle el método que pudiera ocurrírsele para devolver a Aníbal al mar.

Al salir del palacio real, Maharbal, a quien aún le rondaba por la mente la imagen de las preciosas esclavas del rey sirio, recordó que había otra cosa que le roía por dentro. Se volvió hacia Aníbal y le habló con seguridad de quien conoce muy bien a su interlocutor.

- Ese juramento a tu padre es falso.

Aníbal se volvió para mirarle un momento y sonrió al responder sin dejar de caminar.

- Cierto, pero Antíoco no lo sabe.

38 La batalla de Emporiae

Noreste de Hispania. Marzo de 195 a.C.

Retaguardia del ejército romano

Catón situó una legión justo detrás de la otra y ordenó que los velites y los hastati de la primera legión se lanzaran en tromba contra las fortificaciones del campamento ibero. Como no podía ser de otra forma, los hispanos repelieron con todo tipo de armas arrojadizas esta embestida de la infantería romana, pero el cónsul no se arredró y ordenó que los principes de la segunda línea de combate avanzaran para reforzar el primer ataque. Una vez más los iberos rechazaron la furia romana y decenas de legionarios cayeron abatidos por las flechas enemigas. Catón apretó los dientes. Sabía que no podía perder muchos hombres en esa maniobra.

- Ya les hemos dado bastante satisfacción -dijo para sí mismo, y luego elevó el tono de voz para que los cornetas le oyeran y pudieran transmitir sus nuevas órdenes con las trompas de la legión-. ¡Por todos los dioses, retirada general! ¡Retirada general!

Bucinatores y tubicines inundaron la planicie con sus poderosas señales sonoras y centenares de velites, bastati y principes, algunos de ellos heridos, ensangrentados y todos humillados, obedecieron e iniciaron un repliegue lo más organizado posible alejándose de las empalizadas del ejército ibero. Junto al cónsul de Roma, el hijo del rey Bilistage, custodiado por varios legionarios, observaba aquella maniobra con nerviosismo. El cónsul y su ejército no despertaban sus simpatías, y menos después de que asesinaran a su compatriota, del vejatorio trato al que había sido sometido y del engaño con el que había hurtado refuerzos a su padre, pero aun así, los romanos eran la única esperanza de ayuda para su pueblo y, al verlos retirarse de las empalizadas del campamento ibero, el joven príncipe no podía sino presagiar una terrible derrota y, en consecuencia, la ausencia permanente de refuerzos para su padre, aislado, más al sur y rodeado por millares de enemigos.

El cónsul de Roma miró hacia donde se encontraba el hijo del rey de los ilergetes y le vio asustado al ser testigo de aquella retirada. Catón no quiso hurtarse un pequeño placer y se acercó junto al joven ilergete.

- Sé que no te caigo bien, joven príncipe -empezó el cónsul entre divertido y lleno de desprecio-, y sé que, en el fondo de tu ser, sólo me deseas lo peor, pero hoy te conviene rogar a tus propios dioses por nuestra victoria, o, de lo contrario, tu padre nunca recibirá

asistencia alguna y eso sería una lástima, ¿verdad? -Y, sin dar tiempo al joven príncipe a responder, Catón se alejó retornando a su posición de privilegio desde la que podía go-bernar el desarrollo de aquella batalla de la que dependía el futuro del resto de la campaña en Hispania y, también, el resto de su carrera política en Roma.

Alto mando del ejército ibero

Desde la empalizada los jefes de las diferentes tribus iberas veían con satisfacción la retirada de las tropas romanas.

- Esto va a ser aún más fácil de lo que pensábamos. Les doblamos en número y encima son cobardes. Los demás asintieron. Al instante las puertas del campamento se abrían de par en par y por sus fauces emergían centenares, miles de guerreros iberos venidos de todas las regiones al norte del Ebro para acabar de una vez por todas con la presencia romana en sus tierras.

Retaguardia del ejército romano

- ¡Ahora! -ordenó el cónsul, y por los extremos de la formación romana aparecieron sendos regimientos de caballería de diez turmae cada uno.

Alas del ejército romano

La caballería romana, dividida en dos grupos de trescientos jinetes, se lanzó contra las alas de la desorganizada pero muy numerosa formación ibera. El impacto fue descomunal. Las bestias relinchaban mientras intentaban evitar pisar a las decenas de guerreros iberos que les rodeaban al tiempo que sus jinetes se afanaban en asestar el máximo número de golpes mortíferos con sus lanzas y gladios. Los romanos luchaban con la furia que desata la avaricia, pero los iberos se defendían con la energía que da el combatir por la tierra propia, por defender sus casas, sus familias. En el ala izquierda los romanos estaban consiguiendo que los iberos perdieran algunas posiciones y retrocedieran algo hacia su campamento, pero en el ala derecha los iberos imponían su fuerza y estaban desbaratando las líneas de infantería romana y conteniendo a la vez la embestida de la caballería.

Retaguardia del ejército romano

Catón desmontó de su caballo. Para pensar bien necesitaba sentir los pies en la tierra. Miró a un lado y otro de la batalla. Por un lado ganaba y por otro perdía. Un empate no le valía para nada. Sabía que había que arriesgarse y que ése era el momento clave. Se dirigió a los tribunos con firmeza.

- Uno de vosotros ha de tomar los manípulos centrales de triari de la primera legión y reemplazar la línea de combate de vanguardia. Y quiero que el otro tome los restantes triari y rodeando la batalla -y señaló hacia el horizonte henchido de polvo y gritos trazando la ruta con su dedo índice-debe alcanzar la retaguardia enemiga y atacar por allí. Tienen al resto de soldados en el campamento. No tienen a nadie que cubra la retaguardia. Si sacan el resto de hombres, entonces usaremos la segunda legión. ¡Ahora, adelante, por Roma!

- ¡Por Roma! -respondieron los dos tribunos, y salieron prestos a cumplir las órdenes recibidas.

Vanguardia ibera

Los iberos combatían con bravura y con la seguridad de que la victoria estaba cerca. Los romanos habían cedido varios centenares de pasos desde el encuentro inicial y el empuje de sus falcatas, afiladas y humeantes de sangre romana, parecía ser suficiente para abrirse camino entre las huestes enemigas a las que, además, sabían que superaban en número, pero, de pronto, los enemigos maniobraron y situaron una nueva primera línea de combate de guerreros más adustos, mayores, algo más lentos en el manejo de las armas, pero mucho más resistentes y letales en sus golpes. Los iberos sabían que aquellos eran los veteranos de las legiones, los que los romanos llamaban triari, y ante estos hombres el avance ibero se ralentizó hasta detenerse. Los triari, sí algo más lentos, pero siempre más certeros en cada mandoble, haciendo que los que se enfrentaban contra ellos reventaran de cansancio golpeando escudos en lugar de brazos o piernas y, al más mínimo descuido, decenas de iberos sentían el agudo dolor de los gladios romanos cercenando sus venas. La lucha se había igualado y permaneció así, en una larga línea de enfrentamiento donde los golpes y los alaridos se entremezclaban hasta que, desde la retaguardia ibera, los guerreros detectaron que se producía un gran desorden. Los iberos de vanguardia se vieron obligados a mirar hacia sus espaldas y, atónitos, descubrían que centenares de sus compañeros se las veían con nuevos enemigos que habían aparecido por la retaguardia. ¿De dónde venían esos nuevos legionarios? ¿Habían recibido los romanos refuerzos o es que, al fin y al cabo, los romanos tenían más tropas de las que pensaban? Fuera como fuera, el desorden se extendió de tal modo que la línea de vanguardia cedió ante el empuje constante y milimetrado de los triari y, en medio de la confusión total, la mayoría de los guerreros hispanos emprendió una desorganizada huida hacia lo que pensaban sería la inexpugnable seguridad del campamento.

Alto mando ibero

Los jefes iberos oteaban la escena del confuso repliegue de sus tropas atrapadas entre dos frentes y dudaban sobre la respuesta más adecuada. Alguno pensó que un repliegue a tiempo en el campamento podía dar lugar a rehacerse y volver a combatir contra los romanos al día siguiente, con más orden y, seguramente, con más cautela, pero los que pensaban así eran minoría y, confiados aún en ser un número mayor que los romanos que les habían desbordado por una de las alas, se impusieron los que ordenaron que salieran a combatir el resto de las tropas que aún permanecían en el campamento. Esos refuerzos, sin duda, volverían a inclinar la balanza a su favor.

Ejército romano

Los manípulos que atacaban a los iberos por la retaguardia se esmeraban en ralentizar la huida del enemigo. Esa era la misión que tenían encomendada: generar desorden y, si provocaban una huida, hacer todo lo posible por alargarla lo máximo posible. Catón lo observaba todo muy concentrado. Fue entonces cuando vio que emergían nuevas tropas de refresco del campamento ibero. Lo tuvo claro. Se montó sobre su caballo y, dando instrucciones con rapidez, ordenó a la segunda legión que permanecía con él, en retaguardia y de reserva, que entrara en combate siguiéndole de cerca. Se ajustó el casco una vez subido al caballo, azuzó al animal y, escoltado por los lictor es y el resto de jinetes de la segunda legión, al galope, alcanzó la retaguardia enemiga rodeando el centro de la batalla y se unió a los manípulos que luchaban allí para evitar que los iberos que combatían en la llanura pudieran reunirse con los que salían del campamento como refuerzo. Esa maniobra dio más tiempo para que la segunda legión, a marchas for-zadas, se situara junto al campamento ibero y, sin detenerse, oppugnatio repentina, se lanzaron como posesos contra los nuevos iberos que se incorporaban a la batalla.

Segundo contingente ibero. A las puertas del campamento hispano

Los nuevos guerreros iberos no esperaban encontrarse con enemigos justo a las puertas del campamento y se vieron sorprendidos por la llegada de la segunda legión. Además, no podían alcanzar al resto de su ejército, que combatía contra varios frentes en el centro de la llanura.

Los soldados hispanos hacían todo lo posible por plantear un combate firme, pero no habían tenido tiempo de formar adecuadamente una línea de combate sólida, pues se veían obligados a estrechar su formación para salir por la puerta del campamento y allí, millares de romanos les recibían para masacrarles. Los jefes iberos ordenaron entonces que varias unidades ascendieran a la empalizada para dar cobertura a los guerreros que salían, lanzando flechas y lanzas contra los legionarios, pero para cuando dieron esa orden, ya había varios centenares de legionarios que escalaban las paredes de defensa del campamento y cuando llegaron los arqueros iberos a lo alto de las empalizadas, se veían obligados a luchar contra enemigos que ya se encontraban allí en lugar de poder arrojar flechas y lanzas contra los romanos que se concentraban a las afueras del campamento. Los jefes iberos no entendían cómo podía estar pasando aquello. El ejército de la llanura seguía atascado en medio del valle, luchando contra dos frentes, mientras que sus tropas de refuerzo estaban siendo masacradas justo a las puertas del campamento a la vez que a cada momento había más y más enemigos en el interior de las empalizadas.

Alto mando romano. A las puertas del campamento enemigo

Catón había desmontado de su caballo y supervisaba personalmente el ataque contra la primera línea de combate enemiga. En cuanto ésta estuvo desbaratada por completo y, mientras sus hombres tomaban posiciones de control en las empalizadas del campamento enemigo, ordenó que toda la segunda legión arremetiera de golpe contra los iberos y así entrar a empellones, pisando al enemigo si hacía falta, como fuera, en el interior del campamento. De ese modo, en pocos instantes, el cónsul consiguió que la lucha se trasladara del exterior al interior de las fortificaciones iberas y, una vez dentro, iba a ordenar que incendiaran las tiendas de los enemigos y que se tomaran todas las empalizadas, pero lo pensó mejor y omitió la primera pane. Un incendio, las llamas, advertiría de que algo iba mal en el campamento y eso no era lo que él quería que pensaran los iberos de la llanura. Aún no.

Mientras ocurría todo eso en el interior, el cónsul regresó de nuevo afuera y comprobó que el enorme contingente de iberos de la llanura, pese a estar rodeados, aún resistía en el centro del valle, y sabía que sus propias tropas, los soldados de la primera legión, estarían exhaustos, al límite de sus fuerzas. Era el momento de una nueva maniobra o todo podría aún trastocarse y perderse.

- Que dejen a los iberos replegarse de una vez hacia su campamento -ordenó el cónsul. Al momento, los manípulos que habían bordeado al enemigo al principio de la batalla y que estaban completamente agotados, recibieron aquella orden con gran alivio y se hicieron a un lado dejando un gigantesco pasillo por el que el resto de guerreros hispanos, acosados por unos incansables triari, corrían despavoridos en busca del refugio de su campamento sin saber, incautos, que durante la batalla, el cónsul romano había tomado a la fuerza aquellas fortificaciones hacia las que ellos, esperanzados, se acercaban a la carrera.

Catón ordenó a todos los legionarios de la segunda legión que se ocultaran tras las empalizadas mientras era testigo de cómo los jinetes de su caballería perseguían con sus lanzas al grupo de jefes iberos que intentaban huir por la puerta trasera de la fortificación. Aquella imagen le causó cierta risa, pero se contuvo, porque la parte más delicada de toda la batalla aún tenía que ejecutarse con la precisión adecuada. Lo esencial de aquella visión era que ya no había nadie que diera órdenes al enemigo.

- ¡No lancéis ni una flecha, ni unpilum hasta que el cónsul lo ordene! -repetían sin parar los centuriones apiñados tras las empalizadas del interior del campamento ibero conquistado. Catón, justo detrás de la puerta, miraba a un lado y a otro. Tenía centinelas en lo alto de la empalizada y le hacían señas indicando la distancia a la que se encontraba el grueso del enemigo. Las puertas habían quedado abiertas de par en par y, de pronto, por ellas, empezaron a entrar, a la carrera, decenas, centenares, miles de iberos que buscaban refugio. A sabiendas de que tras ellos venían otros muchos, los iberos, sin percatarse de que el campamento ya no estaba gobernado por sus jefes ni custodiado por sus compatriotas, corrían hacia el fondo del mismo para hacer sitio y permitir que el resto de compañeros que debía entrar en el campamento tuviera sitio. Los romanos, ocultos tras las empalizadas y emboscados tras las tiendas e improvisados barracones, permanecían ocultos y sin moverse, sosteniendo centenares de antorchas prendidas a toda velocidad, a la espera de la orden del cónsul.

Cuando los centinelas indicaron que la mayor parte de los enemigos ya había entrado en el campamento y que la primera legión se reorganizaba en el valle para acudir de refuerzo, Marco Porcio Catón levantó su mano y la bajó con fuerza con un movimiento brusco que fue interpretado con claridad por el tribuno y el resto de oficiales de la segunda legión diseminada por las empalizadas y tiendas del campamento enemigo. Catón ni tan siquiera acompañó aquel gesto con una palabra. No, no necesitaba gritar para hacer entender a aquellos malditos rebeldes lo que ocurriría a cualquiera que osara rebelarse contra su autoridad en Hispania. Las antorchas prendieron entonces por fin todas las tiendas y barracones al tiempo que desde lo alto de todas las empalizadas caía un mar de lanzas y flechas sobre unos sorprendidos a la par que aterrorizados iberos quienes, agotados por el combate primero y luego por la larga carrera final de huida, se veían inmersos en un inmenso incendio del que emergían enemigos sin fin y dardos que los atravesaban por todas partes.

Catón iba de un lado a otro con rapidez. Buscaba iberos heridos entre los cuerpos tendidos en el suelo. Se movía con tal rapidez que a los lictores les costaba seguirle y debían hacerlo pues temían que algún hispano fingiera estar herido y que, de pronto, se revolviera del suelo para apuñalar al cónsul. Catón no se planteaba esas dudas. Caminaba rápido, con su gladio empapado de sangre hasta la empuñadura, sintiendo el líquido caliente y espeso de las entrañas de sus enemigos corriendo entre los dedos de su mano fría. En cuanto veía el más imperceptible movimiento en alguno de los guerreros iberos abatidos que le rodeaban, raudo, se plantaba encima del moribundo y hundía en él su espada hasta que sus dedos chocaban con las costillas. Al extraer el arma solía extraer al mismo tiempo alaridos de dolor y agonía que se elevaban sobre un cielo que se estaba poblando de centenares de buitres hambrientos que sobrevolaban por encima de los romanos y los cadáveres iberos, en círculos cada vez más bajos, a cada instante más próximos a la tierra henchida de sangre, muerte y carne. Había un pequeño grupo de supervivientes entre los iberos y Catón ordenó que no los mataran, sino que los retuviesen allí, en el centro del campamento, vivos, mientras él, junto con el resto de legionarios, remataba, uno a uno, a tantos heridos como encontraban entre los soldados enemigos caídos. Y cuando ya no se movía nadie, el cónsul, meticuloso, ordenó que los legionarios remataran a los que ya se daba por muertos, no fuera a ser que alguno fingiera y, con esa estratagema, quisiera escapar de aquel baño de sangre. Sangre. Por todas partes. Por los brazos del cónsul, por su coraza y por el paludamentum púrpura que ahora brillaba por el líquido resplandeciente que teñía su tejido bajo la luz cegadora del sol de Hispania. Ésa era la imagen que quería que quedara grabada de forma indeleble en la mente de los pocos supervivientes iberos de aquella masacre.

- ¡Y dejad que estos miserables se queden aquí mientras los buitres devoran a sus hermanos de armas! -ordenó el cónsul enfervorizado. Y así se hizo. Una vez que los legionarios dejaron los cuerpos de los enemigos muertos medio desnudos tras despojarles de las armas, escudos, anillos, joyas y todas aquellas ropas y calzado que pudieran serles útiles, apiñaron los miles de cadáveres en grandes montículos y, justo en medio de todas aquellas colinas de horror, situaron a los pocos supervivientes enemigos, custodiados por varios manípulos de legionarios, para que contemplaran el horrible espectáculo de los buitres descendiendo sobre aquellas montañas de brazos, piernas, cabezas y troncos medio descuartizados, para arrancar con sus duros e implacables picos primero los ojos y labios y otras partes blandas de todo aquel festín, para luego pasar a las partes más duras de aquellos cuerpos inertes, mudos, ciegos.

- Eso les enseñará contra quién están luchando. Eso les hará ver lo que ocurre si sigue esta rebelión -dijo el cónsul a las puertas de un improvisado praetorium levantado en el exterior de los tristes restos del campamento ibero. El cónsul no quería retirarse aún a su propio campamento. Tenía todavía varias cosas que hacer antes de que terminara el día y quería ser diligente. En primer lugar, ordenó que le trajeran al hijo del rey Bilistage. El joven, horrorizado por el espectáculo, llegó junto al cónsul.

- Ya hemos acabado con la rebelión del norte -le dijo el cónsul con una calma que helaba el corazón del joven príncipe, y es que, si bien aquéllos eran enemigos suyos, también eran tribus próximas y que no habían estado siempre en guerra; de hecho estaban en guerra entre ellos por culpa de los propios romanos; el cónsul supo leer en los impactados ojos de su interlocutor-. Quizá crees que mi dureza para con mis enemigos, tus enemigos también, es excesiva, pero te aseguro que sólo así se consigue terminar con una rebelión. Si quieres ser rey deberías ir aprendiendo estas cosas pronto. Pero no te he hecho llamar para debatir sobre mis métodos, sino para anunciarte la buena noticia de que ya podemos encaminarnos hacia el territorio de tu padre. En pocos días estaremos allí y podremos… asistirle.

El hijo del rey de los ilergetes ya no tenía claro que la ayuda de Catón fuera a ser la mejor, pero todavía pesaba en su ánimo que había dejado a su padre y a todos los suyos rodeados por muchas tribus enemigas. Quizá el cónsul tuviera razón y su crueldad fuera la única forma de terminar con aquella guerra. El muchacho fue de nuevo alejado del cónsul y se llevó consigo sus meditaciones.

Llegó entonces para Catón el momento de ocuparse del segundo asunto que le preocupaba: organizar su avance hacia el sur. Fue entonces cuando llamó a uno de los quaestores de la legión y le hizo tomar por escrito sus palabras en forma de carta para todos los jefes iberos:

A los jefes iberos de todas las regiones de Hispania: Yo, Marco Porcio Catón, cónsul de Roma, ordeno a todos los pueblos y fortalezas, desde los Pirineos hasta el río Betis *

[Río Guadalquivir] que destruyan sus murallas ipso facto tras recibir esta carta. Avanzo hacia el sur con mis legiones y cualquier población que encuentre fortificada será arrasada por mi ejército y todos sus ciudadanos asesinados o vendidos como esclavos. Sólo aquellas poblaciones que tengan inteligencia y obedezcan este mandato serán excluidas de la justicia implacable de Roma.

Luego se dirigió a uno de sus lictores.

- Llama a los iberos supervivientes, que la traduzcan y la hagan llegar a sus pueblos contando lo que ha pasado -pero enseguida se dio cuenta de que no habría forma de que aquellos guerreros iberos comprendieran su mensaje, así que modificó su orden mientras hablaba-; no, nunca os entenderéis con esos bárbaros, recurrid al hijo de Bilistage; él sabrá entenderse con ellos y así se ganará de una vez la comida que le damos cada día. De ese modo, nada más terminar de dictar la carta, el cónsul hizo llamar al príncipe de los ilergetes y le ordenó que ayudara a traducir aquel mensaje a los pocos supervivientes de las diferentes tribus que se habían congregado allí para combatir contra Roma. El príncipe, aunque con desgana, cumplió con el cometido, pues aún albergaba la esperanza de salir de allí con vida y reencontrarse con su padre y su pueblo. Una vez que el cónsul se sintió seguro de que aquellos guerreros, unos heridos, otros aún intactos pero cubiertos de sangre de sus compatriotas muertos, habían entendido bien el mensaje de aquella misiva que unos habían transcrito por escrito, los menos, mientras que otros, la gran mayoría, incapaces de ello, habían aprendido de memoria, los dejó libres.

- Marchad ahora, marchad -les espetó Catón desde su sella curulis con desgana-; marchad antes de que me arrepienta y cambie de opinión. Los guerreros iberos supervivientes a la masacre partieron de allí al galope sobre caballos que el cónsul ordenó que se les proporcionara. Quería que las noticias de lo que allí había ocurrido llegaran lo antes posible a todas las fortalezas de la región. Eso merecía sacrificar algunos caballos que, todo hay que decirlo, tampoco es que fueran los mejores.

39 Avance hacia el sur

Noreste de Hispania. Abril de 195 a.C.

Las legiones de Marco Porcio Catón avanzaron desde las proximidades de Emporiae, siempre en dirección sur, pero desviándose un poco hacia el interior para, al fin, acudir a socorrer a los ilergetes. El cónsul observaba el rictus serio y de preocupación en la faz del joven príncipe a medida que se acercaban. Y no era para menos: los campos que cruzaban estaban yermos, calcinados, incendiados por tropas enemigas que, sin lugar a dudas, no practicaban la clemencia con el vencido. No se veía animal alguno y las granjas que estaban diseminadas por aquel país estaban desiertas y, en su mayoría, demolidas por el fuego de la guerra. Era evidente que las tribus iberas vecinas no habían querido avanzar hacia el norte para encontrarse con las legiones romanas del cónsul sin antes asegurarse que los ilergetes ya no podrían atacarles por la retaguardia. Catón comprendía el gesto de nerviosismo creciente en el rostro de su rehén, pero el cónsul, al contrario que el joven príncipe, estaba feliz. A su victoria del norte, se unía ahora su victoria en el sur fruto de su estratagema de engañar a los ilergetes. Y es que a medida que cruzaban todo aquel territorio desolado era cada vez más evidente que éstos habían resisiti-do hasta la extenuación en espera de los refuerzos romanos y, seguramente, en esa resistencia cayeron también muchos enemigos de las otras tribus reduciendo así la cantidad de efectivos hispanos que llegaron al norte a luchar en la batalla de Emporiae. Catón sentía esa honda confianza que produce el comprobar que todo lo que uno había decidido con apenas un mínimo de información se había confirmado como elecciones sumamente acertadas. Otra cosa era los muertos que sus decisiones hubieran generado: millares, quizá decenas de miles, pero eran muertos iberos, de los ilergetes y de otros pueblos en rebeldía; no eran romanos; no contaban.

Llegaron al fin al poblado central, la capital de aquella tribu ibera, allí donde Bilistage, el padre del príncipe, había planteado su resistencia final. Era un valle muerto. Por el aire aún se veían buitres sobrevolando el cielo azul. En tierra les recibió el olor inconfundible de la putrefacción de una mar de cadáveres. El combate había debido de ser brutal.

- Parece que tu padre luchó con fuerza -le dijo el cónsul al joven príncipe que, con ojos desencajados, contemplaba como su peor premonición acababa de hacerse realidad. No lloraba, porque el hijo de un rey no llora, además era otro el sentimiento que se apoderaba de todo su ser: una rabia fría, helada, pero mordiente como el hielo, que emergía desde sus entrañas hasta dominar todo su espíritu; rabia hacia Roma, rabia hacia aquel maldito cónsul que no sólo les había negado la ayuda que les correspondía por los pactos acordados en el pasado, sino que aún peor, les había hecho creer a su padre y a los suyos que la ayuda estaba en camino cuando no era así.

Catón miraba con atención a aquel joven príncipe de… de ya poca cosa. Los ilergetes supervivientes se habían desperdigado, y empezó a ponderar el cónsul qué debía hacer. Lo leal sería que, en pago a los servicios prestados y en reconocimiento al servicio que el propio Bilistage, su padre, había hecho al luchar hasta la extenuación, se le concediera ahora a su joven hijo el gobierno de aquella región, que se le ayudara a reconstruir una ciudad allí mismo y que se permitiera a los ilergetes desperdigados reunirse bajo su reinado. Eso era lo justo. Eso debía hacerse, pero Catón no pasó por alto la mirada de odio máximo que surgía de los ojos de aquel aprendiz de rey. Él sabía bien de odios, pues el que odia con tenacidad sabe reconocer bien ese mismo sentimiento en otros y sabe apreciar cuándo una animadversión es ya definitiva e irreversible. Y ése era el caso del hijo del rey muerto de los ilergetes. Catón, además, recordó la forma con la que Fabio Máximo, su antiguo mentor, resolvía situaciones similares en el pasado, como lo que ocurrió tras el asedio de Tarento.

El príncipe se había adelantado al cónsul y sus lictores y, como Catón no decía nada, los legionarios que le custodiaban se limitaban a seguir al aún joven príncipe rehén mientras avanzaba por encima de aquella alfombra de cadáveres reconociendo a amigos y familiares muertos por todas partes. Marco Porcio Catón se detuvo y se dirigió en voz baja al proximus lictor.

- Este rehén ya no nos es útil -dijo, sin ordenar nada más. No era necesario. E\proximus lictor asintió despacio y se alejó del resto de la escolta del cónsul. Catón mantuvo su mirada fija en él. El lictor caminaba decidido en línea recta hacia la espalda de quien, fallecido ya Bilistage, era el rey de los ilergetes. Cuando estaba a cinco pasos desenfundó la espada y, en lo que para el cónsul fue un acto innecesario de nobleza, el proximus lictor, habló al rehén para que éste se volviera. De ese modo el entonces más joven rey de los ilergetes recibió de frente la estocada que le hacía reunirse con el resto de cadáveres de aquel valle maldito.

40 El corazón de Hispania

Turdetania, sur de Hispania. De mayo a septiembre de 195 a.C.

Catón se hizo con el control de todo el territorio al norte del Ebro, especialmente en la costa. Tuvo dificultades para someter a los begistanos a orillas del río Segre, algo más al interior, pero al fin también los sometió por completo. Las ciudades iberas obedecieron en su mayoría y derribaron sus murallas y fortificaciones por temor a ser arrasadas hasta las cenizas por las enfurecidas legiones del nuevo cónsul de Roma. Sólo Segéstica se resistió y fue convenientemente destrozada por las máquinas de guerra de las legiones de Catón. Asegurado así el norte, y por petición de los pretores de más allá del Ebro, que no dejaban de reclamarle ayuda, se lanzó Catón a reconquistar el sur de la península Ibérica y así partió desde Tarraco con dirección al corazón de Turdetania, en lo que los romanos denominaban Bética. Allí se concentraban las grandes minas de oro y plata que resultaban de interés estratégico para Roma. Desde el levantamiento general en Hispania, el fluido regular de minerales preciados desde esas minas hasta Roma se había reducido progresivamente hasta casi quedar en nada. Esto era un lujo que Roma, que preveía próximas guerras contra galos o contra diferentes ligas griegas o incluso contra Macedonia, no podía permitirse. La recuperación del control de este territorio era clave para el prestigio de Catón y a ello dedicó gran parte de sus esfuerzos durante la segunda parte de su campaña en Hispania. Pero ahora los resultados eran más confusos: los turdetanos recibían ayuda constante desde el interior de la Península de un pueblo belicoso y especialmente hostil a Roma: los celtíberos. Éstos llegaban en gran número de guerreros de infantería o en forma de temibles regimientos de caballería y apoyaban los ataques de los turdetanos impidiendo que las legiones pudieran imponerse. Catón intentó primero superar a turdetanos y celtíberos por la fuerza de las armas, pero no le fue posible: necesitaba refuerzos, pero se negaba a pedirlos a Roma, y es que después de acusar a los Escipiones de pedigüeños durante años, no podía ahora él hacer lo mismo que tanto había criticado en sus enemigos políticos. Así que, en segundo lugar, procuró dividir a turdetanos y celtíberos ofreciendo dinero a estos últimos para que dejaran de apoyar a los iberos de Turdetania. La negociación con el enemigo no era la estrategia que Catón se había autoimpuesto para recuperar el control de Hispania, pero el tiempo de su mandato como cónsul se le acababa y ya no veía otra forma de conseguir sus objetivos. Consiguió al fin la defección de algunas tribus a la sublevación general de la región y logró que el flujo de oro y plata se restableciera. Turdetania no estaba dominada ni apaciguada, pero al menos se podía extraer mineral y enviarlo a Roma. Sin embargo, el cónsul albergaba aún la esperanza de convertir esa débil victoria en una mucho más épica, de forma que, sin dudarlo, decidió que debía dirigir sus tropas hacia el norte y hacia el interior de la salvaje Hispania en busca de los temibles celtíberos.

- ¡Por todos los dioses! De todos los pueblos de Celtiberia, ¿quién es el más temible?

-preguntó Catón a los pretores que administraban los destinos de Turdetania. Uno de los más veteranos respondió con seguridad y precisión.

- Son muchas las ciudades que se venden como mercenarios a los turdetanos, pero los guerreros más peligrosos son, sin duda, los de una ciudad que los iberos llaman Numancia.

- Numancia -repitió en voz baja el cónsul, y se quedó meditabundo mirando hacia el norte desde la puerta del praetorium. Había visto indicaciones de la posición de esa ciudad en los mapas de los que disponía, pero nunca nadie de Roma había llegado tan al norte, tan al interior. Sólo otro extranjero en Hispania, que no era otro sino que el propio Aníbal, se había atrevido a tanto, pero el cartaginés fue más hacia el oeste, a Salmantica y otras ciudades más occidentales, nunca hacia Numancia-; Numancia -repitió el cónsul. Mañana, al amanecer, partiremos hacia esa ciudad. Si ése es el origen de todos nuestros males en Hispania, debemos cortarlos de raíz allí mismo, donde crece la mala hierba, en lugar de tener que entretenernos toda la vida cortando sus tallos aquí abajo, en el sur.

Y dio media vuelta, entró en el praetorium y dejó a todos sus oficiales, tribunos, centuriones y decuriones engullendo saliva. Todos habían oído hablar de aquella ciudad y a nadie le hacía gracia tener que acercarse a sus murallas. Nadie había regresado con vida de allí.

Celtiberia, centro de Hispania. De octubre a diciembre de 195 a.C.

Avance del ejército consular

El avance hacia el norte fue mucho más lento de lo que nunca imaginaron. Catón sabía, por los mapas de los que disponía, que había muchas montañas en su ruta hacia el interior en busca de la tierra de los celtíberos, pero, si hubiera consultado más a los turdetanos o si no hubiera sometido y humillado tanto a sus vencidos iberos con tanta saña y horror, quizá habría obtenido algunos guías más capaces que podrían haberles ahorrado alguno de los estrechos y agotadores pasos por los que se vio obligado a conducir las tropas. Además, el otoño estaba terminando y el invierno, aquel año, parecía querer adelantarse con la llegada de un viento gélido que se apoderó de aquella región de modo que todos pasaban un enorme frío durante las noches y aún más durante el día si la marcha debía realizarse bajo un cielo plomizo y con los dioses del viento campando a sus anchas con tremendas rachas de aire que cortaban la piel de los legionarios. Catón procuraba dar ejemplo y marchaba en primera posición, a pie, para mostrar que no obligaba a nadie a hacer algo que él mismo no pudiera llevar a cabo, claro que él, como oficial en jefe, no se veía obligado a transportar armas y parte de los pertrechos militares, algo que sí debían hacer el resto de legionarios ya que el cónsul, para acelerar el avance, había reducido el número de carros y acémilas de transporte que siempre terminaban por ralentizar la marcha del resto de la tropa. En una de las breves pausas que se permitían a lo largo del día, el cónsul miró a su alrededor. ¿Cómo se podía vivir allí? Eran tierras salvajes, inhóspitas, repletas de vegetación, con estepas extensas que terminaban siempre en grandes montañas casi infranqueables. Y a medida que se acercaban a su objetivo, se veían cada vez menos tierras de cultivo y menos granjas y más bosques densos y espesos que recordaban a los romanos las frecuentes emboscadas de los galos de Liguria. Ya le habían informado los pretores que los celtíberos de Numancia recurrían a otros pueblos para adquirir el grano que necesitaban.

- Son guerreros más que otra cosa -había explicado uno de los pretores. Catón no había prestado mucha atención a aquellas palabras en su momento, pero ahora, próximos ya a la ciudad enemiga, se daba cuenta de que así debía ser. Eran los vacceos, más al noroeste, los que les suministraban trigo a los celtíberos de Numancia, mientras que otras tribus les proporcionaban ganado. Los celtíberos, para los romanos, sólo existían para luchar, por eso eran tan aguerridos y tan temibles mercenarios. Catón sacudió la cabeza. Todo aquello eran leyendas engrandecidas por el temor a lo desconocido. Pronto estarían ante las murallas de Numancia y sólo entonces se formaría una opinión.

- Cónsul, al norte -dijo el proximus lictor quebrando el organizado orden de sus ideas. Catón le miró con enfado, pero al ver la cara de miedo reflejada en aquel lictor, se dio la vuelta y miró hacia donde señalaba el soldado de su escolta. Justo al norte de su posición, donde terminaba el largo valle por el que avanzaban, se veía la silueta recortada de miles de soldados enemigos a pie y a caballo sobre las colinas que se dibujaban en el horizonte. Catón levantó su brazo y las legiones detuvieron su avance. El cónsul se adelantó unos pasos más, acompañado tan sólo por su escolta y por los dos tribunos de las legiones.

- ¿Cuántos? -preguntó Catón. Los tribunos oteaban el final del valle medio cerrando los ojos en un esfuerzo por calcular bien el número de enemigos.

- Es difícil saberlo desde aquí -empezó uno de ellos al fin-, pero fácilmente unos 20.000 de infantería y de caballería… yo diría que muchos más que nosotros, varios miles, quizá cinco mil. Por todos los dioses, son muchos. Ese último comentario sobraba y el cónsul lo dejó claro con una mirada de profundo desprecio. Catón levantó de nuevo su brazo derecho y se adelantó completamente solo. Sintió el frío helado del viento del norte de aquel país agreste sobre su cara. Era como si aquellos celtíberos despidieran aire gélido. Eran bastantes, sí, pero en Emporiae fueron capaces de doblegar a un ejército el doble de numeroso, claro que, los iberos de la costa al norte del Ebro no eran como aquellos enemigos que les esperaban al final del valle. Catón no necesitaba verlos más de cerca para saberlo. Le bastaba ver que el rey de los numantinos no había esperado a que los romanos llegaran a su ciudad sino que de forma sabia había salido a su encuentro, porque, entre otras cosas, estaba claro que poseía una superioridad muy clara en las fuerzas de caballería, y la caballería debía usarse en campo abierto. «Son astutos», pensó el cónsul, y se pasó la palma de su mano derecha por sus bien afeitadas mejillas. De pronto, la caballería enemiga se puso en marcha, primero al trote y de súbito al galope. Cinco mil jinetes celtíberos cargando a toda velocidad contra las legiones, cruzando el valle que les envolvía y llenando cada recoveco con el estruendo de los cascos de sus veloces caballos.

- ¡Por todos los dioses! -espetó Catón, y se volvió hacia la seguridad de su escolta-.

¡Lanzad la caballería contra esos malditos y poned las legiones en posición de combate, en paralelo, que los velites avancen tras la caballería, y luego que bastad, principes y triari se sitúen detrás! ¡Maldita sea!

Los buccinatores resonaron como respuesta al estruendo de la carga de la caballería enemiga y los jinetes romanos pronto se situaron al frente de la infantería ligera para responder al ataque de los celtíberos. Eran muchos menos y por eso precisaban del apoyo de la infantería o de lo contrario serían barridos por la caballería enemiga, mucho más numerosa y, aparentemente, con muchas más ganas de guerrear.

El choque en medio del valle, al contrario de lo que podría uno haber esperado, no fue tan descomunal, sino que los celtíberos se frenaron antes de entrar en combate. Arrojaron centenares de lanzas contra los romanos y luego, en lugar de luchar, se replegaron sobre sus pasos, cabalgando de nuevo con velocidad para regresar a sus posiciones, junto con su infantería. Pero las miles de lanzas cayeron como una lluvia férrea mortífera y varias decenas de jinetes romanos y de velites cayeron atravesados por las mortales armas del enemigo, mientras que sus compañeros permanecían perplejos, sobre sus caballos sin tener a nadie con quien combatir porque el enemigo, igual de rápido que había atacado, se replegaba.

- ¡Malditos sean! -dijo Catón, y escupió en el suelo de Hispania. Los miserables habían causado casi un centenar de bajas en su ejército entre muertos y heridos y ellos ni tan siquiera habían tocado a ni uno solo de aquellos guerreros. Era un aviso. Por Júpiter, era un aviso, los miserables se permitían lanzarle un aviso. El cónsul buscaba en el horizonte el líder de aquellas tropas. Al fin le pareció ver adelantado a un jinete sobre un gran caballo negro que parecía llevar algo pequeño consigo, justo delante. Parecía como si llevara un enano. Catón sacudió la cabeza. No era momento para intentar entender demasiado a aquellos bárbaros, sino momento de decidir qué era lo más conveniente. Como los tribunos estaban justo detrás de él, nerviosos y esperando órdenes, se volvió rápido hacia ellos.

- ¡Acamparemos aquí mismo! Tenemos agua en el río y una amplia llanura alrededor.

-Miró el camino por donde habían venido y el bosque quedaba algo lejano, hacia el sur, y podía ser peligroso acercarse allí; podían estar rodeados sin saberlo-. Que caven fosos en torno al campamento. Eso dificultará que nos sorprendan con una carga de caballería en medio de la noche.

Los tribunos asintieron ante lo que recibieron como órdenes sensatas. Los legionarios se dispusieron al trabajo con fruición. Todos querían salvaguardarse de una nueva carga de aquella tremenda caballería celtíbera. Excavaron enormes zanjas, más grandes aún de las que hicieron en Emporiae, pues todos sentían que aquellos enemigos eran mucho más peligrosos y el miedo es un acicate aún mayor que la avaricia o la ambición. Trabajaron hasta bien entrada la noche, a la luz de las antorchas, prosiguiendo con aquella tarea hasta asegurarse que todo el perímetro de su improvisado campamento estaba protegido por un foso profundo. Fue una tarea agotadora que el cónsul premió con doble ración de comida en forma de más pan, queso y carne seca de cerdo. Los legionarios comieron con ansia y se acostaron tarde, cerrando los ojos rápido, en un intento de recuperar fuerzas ante lo que podía ser un largo día de combate con el nuevo amanecer. En el praeotorium, Catón reflexionaba sobre lo acontecido aquella tarde. Le habían mandado un aviso, como una amenaza, y si había algo que le indignaba profundamente era que le amenazaran y, sin embargo, había cierta gallardía en aquella acción que habían realizado los celtíberos. En el ánimo del cónsul pugnaban dos fuerzas opuestas: por un lado anhelaba con furia una venganza clara masacrando a aquellas gentes indómitas que se atrevían a desafiarle con aquel desparpajo, pero por otro lado estaba su razón, que le hacía ser más cauto y evaluar las posibilidades de éxito o fracaso con más cautela. Aquél era un enemigo poco habitual: estaban formados en la guerra y vivían para la guerra y además, iban a combatir por su propio territorio, lo que hacía anticipar una resistencia y una fortaleza aún mayor que cuando habían luchado en Turdetania como mercenarios. Eso no presagiaba nada bueno. Para colmo de males su mandato como cónsul expiraba en unas semanas y no disponía de licencia proconsular, avalada por el Senado, para prorrogar su poder militar en la región y todo el tiempo que permaneciera en combate contra los hispanos más allá del tiempo establecido sería empleado por sus enemigos políticos en Roma, por los Escipiones, para atacarle con virulencia, y todo aquello… ¿para qué? No había nada que extraer de aquella región. Había sometido a todos los pueblos al norte del Ebro y había conseguido recuperar el flujo de oro y plata de las minas de Turdetania. Eso era lo fundamental. Había destruido más de cuatrocientas ciudades y había masacrado a decenas de miles de enemigos. Traía abundante oro y plata para las arcas del Estado y tenía un buen botín que repartir entre sus tropas y numerosos esclavos que había enviado por la costa, desde el sur, hasta Tarraco y Emporiae. Todo ello le haría acreedor de un gran triunfo en Roma que los Escipiones se verían obligados a presenciar, y eso aumentaría su popularidad y reduciría un poco la de sus enemigos políticos. ¿Iba a poner en peligro todo aquello enfrentándose en un territorio hos-til y desconocido a un ejército bien entrenado y experimentado que podía llegar incluso a infligirles una penosa derrota que lo echara todo a perder? No, aquello no tenía sentido. Marco Porcio Catón se levantó de sus sella curulis y mandó llamar a los tribunos. Se tragó todo el orgullo que tenía, que era mucho, cuando les habló y les dio las nuevas órdenes.

- Al amanecer, si no hemos sido atacados, recogeremos el campamento y volveremos hacia el sur primero y luego hacia el este de vuelta a Tarraco y luego a Emporiae. Mi mandato como cónsul termina y no podemos emprender ahora una campaña contra estos celtíberos. Eso les salva de mi ira.

Con esa última frase el cónsul intentaba lavar su honor ante unos tribunos a quienes, no obstante, no les importaba lo más mínimo el honor del cónsul. Ellos sólo querían salir de allí pronto, rápido y, a ser posible, vivos, y más después de lo presenciado aquella tarde, de modo que dejaron el praetorium a toda prisa, prestos a disponerlo todo para organizar el regreso hacia Emporiae, el retorno hacia la tranquilidad y la seguridad de Roma, lejos de aquellas tierras, lejos de aquella maldita Numancia y sus locos guerreros.

Vanguardia celtíbera. Al amanecer, en el fondo del valle

- ¿Se han ido, padre? -preguntó el pequeño Megara desde lo alto de la yegua negra, asiendo las riendas con fuerza, tal y como le habían enseñado que debía hacerse. El rey de Numancia, que había desmontado dejando a su pequeño hijo de cinco años solo sobre la yegua, se agachó y tomó algo de la ceniza de una de las hogueras abandonadas por las legiones del cónsul y, mientras la frotaba entre las yemas de sus dedos, asintió en respuesta a la pregunta del niño.

Megara era demasiado pequeño para entender entonces de miedos. Su padre siempre vencía. Numancia siempre derrotaba a todos, a cualquier otra tribu ibera o celta y a los romanos también cuando se acercaban a sus tierras, como ahora, que se acababan de marchar asustados y muchas otras veces cuando se adentraban hacia el sur a petición de los turdetanos y otros pueblos demasiado débiles para resistir a aquellos invasores extranjeros. Su padre montó de nuevo sobre la poderosa yegua y el niño vio cómo pasaba la gruesa y gran palma de su mano izquierda por la larga crin negra azabache del poderoso animal. Megara recordaba aún con emoción cómo su padre le explicaba que aquella hermosa yegua había pertenecido a la esposa ibera de Aníbal, así se lo aseguraron unos turdetanos de confianza cuando se la vendieron, a quienes él creía porque llevaban la verdad escrita en los ojos. Desde hacía unos meses, su padre compartía con él todo cuanto pensaba o hacía y le llevaba consigo a cada combate. Lo estaba entrenando a conciencia y el pequeño estaba orgulloso y se esforzaba por merecer aquel honor desde tan niño. Nadie entendía por qué aquel extraño empeño del rey de Numancia en adiestrar desde tan pequeño a su hijo en el combate. Ante el largo silencio de su padre, aunque el rey hubiera asentido como respuesta, el niño repitió la pregunta:

- ¿Se han ido, padre? ¿Se han ido los romanos?

Fue entonces cuando el rey de Numancia suspiró profundamente aquella gélida mañana de diciembre y dijo algo para sí mismo, entre dientes, sin que ninguno de sus guerreros le oyera, lo musitó en voz muy baja, ni triste ni alegre, pero con el aplomo de quien presiente el destino. Masculló cuatro palabras.

- Pero volverán, hijo, volverán.

Y el pequeño Megara comprendió que aquél era un mensaje sólo para él.

41 El segundo consulado

Roma, 194 a.C.

Publio Cornelio Escipión acudió al teatro aquella tarde envuelto en una turbulenta maraña de pensamientos. Le acompañaban su esposa Emilia, su hijo Publio y sus dos hijas. Publio padre estaba disgustado consigo mismo y con Roma entera. Consigo mismo por su incapacidad para digerir mejor el imparable ascenso de Catón. Apenas hacía unas semanas que le había correspondido, como nuevo cónsul recién elegido para un segundo mandato, asistir al gran desfile del triunfo que el Senado había concedido a su antecesor en el cargo, al propio Marco Porcio Catón por su supuesta gran campaña en Hispania, cuando Catón no había conseguido más que masacrar a las tribus débiles del noreste y restaurar un intermitente flujo de oro y plata desde las minas del sur. Por lo demás la región seguía en armas, un lugar peligroso para cualquier general y, sobre todo, con una inexpugnable Celtiberia en el interior del país desde la que se alimentaba de forma perenne la rebelión contra Roma. Roma. En segundo lugar, estaba disgustado con Roma por su ceguera al no entender que la política de ocupación brutal de Catón alargaría indefinidamente la pacificación de Hispania; una Roma que no supo nombrarle cónsul el año anterior, a él, a Escipión, cuando se debía haber enviado a alguien a luchar o negociar con los iberos y que, sin embargo, le elegían ahora, un año en el que el Senado se negaba a mandar ningún ejército consular a Hispania, pues eso sería lo mismo que reconocer que Catón no había hecho bien su trabajo. El Senado, una y otra vez, manejado por Catón y sus seguidores, le castigaba con una derrota tras otra. Era cónsul, sí, porque su nombre, Publio Cornelio Escipión, aún era demasiado grande y demasiado popular entre el pueblo como para que el Senado le negara un segundo mandato, pero con aquella táctica de negar que Hispania estuviera revuelta vaciaban completamente de sentido aquella nueva magistratura consular para la que había sido elegido. Catón, por su parte, había rematado su estrategia de alianzas políticas casándose con Licinia, a propuesta de Lucio Valerio Flaco, con lo que conseguía una familia senatorial más proclive a su política. Estaba claro que debía acelerarse el asunto de los matrimonios de sus hijas. Ésa era un arma de la que Catón aún no disponía. Y debía utilizarse. Catón no había asistido al estreno de la nueva obra de Plauto, fiel a su costumbre de despreciar el teatro en general y las comedias en particular, pero Publio había visto a Graco, Spurino y otros por el recinto del teatro. Era difícil olvidarse de ellos teniéndolos tan cerca. Tal era el remolino de ideas que bullía por su mente que Publio padre se sentó en uno de los asientos especiales que se habían dispuesto para él y su familia en primera fila sin casi darse cuenta. Se trataba de una reserva especial de asientos totalmente novedosa y que se debía a una ley que él mismo había promulgado por la cual los magistrados consulares y otros magistrados en ejercicio tenían derecho a un lugar de privilegio para asistir a las representaciones de teatro. Después de tantos años de servicio a Roma, después de tantas batallas luchadas, después de tantas ciudades conquistadas y, sobre todo, después de derrotar a Aníbal, Publio pensó que se había ganado el derecho a poder disfrutar de una obra de teatro con tranquilidad si era cónsul, sin tener ya que competir con el resto del público por un lugar desde el que ver bien lo que ocurría en escena. Siempre que iba al teatro echaba de menos el ímpetu con el que su tío Cneo se abría paso a empellones entre el público. Ahora ya no haría falta que nadie empujara. Así podía ir con su familia entera sin necesidad de abrir medio a golpes un espacio para sus hijas. Roma le debía aquel mínimo privilegio. Se lo había ganado a pulso. Y, sin embargo, contradictoriamente, para una vez que disponía de ese espacio de privilegio, la tormenta desatada en su mente apenas le había dejado enterarse de todo cuanto se había representado en escena. Sabía que la obra se titulaba la Aulularia y, por lo poco que podía haber seguido del argumento, un viejo llamado Euclión había encontrado una olla llena de oro enterrada en su casa. A lo que se ve, tan ofuscado estaba el viejo Euclión en custodiar su recién encontrado tesoro que no se daba cuenta de lo que pasaba en el resto de su casa, pues su hija había sido violada y ni tan siquiera se había percatado de ello. Euclión sólo tenía ojos y oídos para vigilar su olla repleta de oro. Mientras, a su alrededor, tenía lugar una larga maraña de acciones que afectaban al futuro de su familia, pero Euclión no se percataba de nada que no tuviera que ver con encontrar un escondrijo seguro para su olla. Estaban ya en la escena novena del cuarto acto cuando Plauto, cubierto de una graciosa peluca y vestido a la forma griega con lo que representaba ser Euclión, miraba directamente al público desde el centro del escenario y lanzaba un largo discurso rogando que le ayudaran a encontrar su olla de oro que le acababan de robar.

- Perii interii occidi. quo curramf quo non curram? teñe, teñe, quemf Quis? nescio, nil video caecus eo atque equidem quo eam aut ubi sim aut qui sim. nequeo cuna animo certum investigare…

[… Estoy perdido, muerto, aniquilado. ¿Adonde he de correr? ¿Adonde no he de correr? ¡Detenedlo, detenedlo! Pero, ¿a quién?, y ¿quién lo va a detener? No lo sé, no veo nada, camino ciego y no soy capaz de saber con certeza ni adonde voy ni dónde estoy ni quién soy -y dirigiéndose al público-; os lo ruego, os lo pido, os lo suplico: ayudadme, indicadme quién me la robó. ¿Qué dices tú? A ti estoy dispuesto a creerte porque se te ve en la cara que eres una buena persona. ¿Qué pasa? ¿De qué os reís? Os conozco bien a todos. Sé que aquí hay muchos ladrones que se esconden bajo sus vestidos blanqueados con creta y están sentados como si fueran personas honradas. ¿Qué? ¿No la tiene ninguno de éstos? Me has matado. Entonces, dime, ¿quién la tiene?]* [* Esta sección y la que viene a continuación siguen la traducción de la edición de José Román Bravo.]

Publio se quedó blanco cuando escuchó aquella interpelación directa a él y al resto de pretores, magistrados y candidatos a magistrado, todos ellos vestidos con una inmaculada toga candida y sentados. Una vez más Plauto se saltaba todos los límites razonables para, desde el escenario, criticar a los gobernantes de Roma. Y los había llamado «ladrones». Publio quería pensar que la acusación no iba directamente dirigida a él, pero como él era quien había formulado la ley que permitía esos asientos de privilegio en primera fila se sentía directamente atacado por las palabras de Plauto. Plauto debió sentir la indignación en su rostro, porque en seguida se fue al otro extremo del escenario, lo más alejado posible de Publio Cornelio Escipión, e hizo que la representación prosiguiera con agilidad para que aquellas palabras quedaran diluidas en el mar de intervenciones del siguiente diálogo entre Euclión y el joven Licónides. Terminó así el acto IV y, recortando la intervención de los flautistas durante el descanso, de inmediato dio comienzo la primera escena del último acto en donde Licónides intentaba sonsacar a su esclavo Estróbilo si sabía algo del paradero del tesoro de su vecino Euclión.

- Repperi hodie, ere, dividas nimias… [Hoy he encontrado, amo, inmensas riquezas] dijo Estróbilo.

- ¿Dónde? -preguntaba el actor que hacía de Licónides.

- Una olla llena de oro: cuatro libras de oro, sí, cuatro libras.

- ¿ Qué es lo que estoy oyendo?

- Se la robé a Euclión, el viejo de esta casa.

- ¿Y dónde está ese oro?

- En un arca, en mi habitación. Ahora quiero que me des la libertad.

- ¿ Que te dé la libertad, grandísimo bellaco?

- Déjalo, amo; ya veo tus intenciones. Fue una bonita forma de probarte, por Hércules. Ya estabas dispuesto a quitármelo. ¿ Qué harías, si lo hubiese encontrado?

- No lograrás convencerme de que fue una broma. Vamos, entrégame el oro.

- ¿ Que te entregue el oro?

- Sí, entrégamelo, para que yo se lo devuelva a Euclión. -Pero, ¿qué oro?

- El que dijiste hace un momento que tenías en el arca.

- Es mi costumbre, por Hércules, gastar bromas. Te lo aseguro.

- ¿ Y no sabes tú que…?

- Por Hércules, aunque me mates, no conseguirás nada de mí.

Estaba acabando esta primera escena del V acto de la obra y el público seguía atento el desarrollo de la representación. Plauto, entre bastidores, viendo al público reír con ganas, se sentía a gusto. Escipión, rodeado por su familia, estaba disfrutando de nuevo, medio olvidada, al menos por unos instantes, la interpelación del acto anterior, cuando, de pronto, fue en ese instante cuando Tiberio Sempronio Graco, en pie en uno de los extremos de la sección del foro acotada para las representaciones de aquellas fiestas, miró

a un lado y a otro. Su mirada se cruzó con la de Spurino. Éste asintió y Graco alzó entonces sus brazos al aire. En ese momento, decenas de voces empezaron a clamar contra Publio Cornelio Escipión, el cónsul de Roma.

- ¡No tiene derecho a un lugar especial! -dijo Quinto Petilio.

- ¡Por Hércules, que se baje de esa tarima! -añadió Spurino, y así decenas de voces que iban sumando insultos e improperios.

- ¡Por Júpiter, es un escándalo!

- ¡Por Pólux, que descienda de ese pedestal!

- ¡Fuera, fuera, fuera!

Al principio, el resto del público no comprendía bien lo que pasaba. Muchos pensaron que se trataba del clásico ataque de una companía de teatro rival que intentaba hundir el final de la representación de sus competidores, pero pronto, gracias a los claros gestos de los que gritaban, que no dejaban de señalar una y otra vez al cónsul de Roma, todos entendieron que a quien se estaba insultando no era otro sino que al mismísimo Publio Cornelio Escipión.

- ¡Todos somos iguales! ¡Por Castor y Pólux, que baje a la tierra!

- ¡Hoy por encima de todos en el teatro, mañana por encima de todos en todo!

- ¡Fuera, fuera, fuera!

Publio Cornelio Escipión sintió la mano de Emilia que le apretaba con fuerza. Estaba sorprendido y se sentía defraudado. Después del insulto de Plauto, ahora esto. Miró, aún sin levantarse, hacia el lugar del que provenía el griterío. Eran un centenar de hombres. Podría ordenar a los triunviros que intervinieran y que los desalojaran del recinto del teatro, pero los triunviros tenían por costumbre no inmiscuirse en las peripecias que pudieran tener lugar dentro del teatro. Si se abucheaba a los actores eso era un asunto a dirimir entre los propios actores y el público. Siempre había sido así y no solían intervenir. Tampoco podrían hacerlo los esclavos y matones contratados que tendría Plauto repartidos por el recinto, pues aquéllos eran hombres preparados para intervenir contra otros esclavos y mercenarios a sueldo de alguna compañía competidora, pero no eran quiénes para enfrentarse a un grupo de senadores y simpatizantes, en su mayoría patricios, que estaban abucheando al cónsul de Roma. No, aquélla no era su guerra. Publio miró hacia la escena. Plauto había salido al escenario e intentaba que el resto de actores hiciera lo mismo para que continuara la representación, pero pronto se quedó

solo. Estaba claro que los actores percibían que allí se estaba generando un enfrentami-ento cuyas dimensiones desconocían y, con la natural prevención de quien ha recibido muchos golpes en la vida, se pusieron a buen recaudo tras la tramoya de la escena, a la espera de que la gente o bien apaciguase o bien decidiera abandonar el teatro. Plauto miró al cónsul y levantó las manos en señal de impotencia. Los gritos persistían y se tornaban en insultos.

- ¡No eres rey!

- ¡Por Hércules, no puedes estar por encima del resto! -¡Fuera, fuera, fuera!

Publio sentía la mano de Emilia cada vez con más fuerza asida a su brazo. A su derecha, su hijo permanecía callado, pero estaba claro que estaba preocupado, y a su lado, Cornelia mayor tenía el semblante pálido. Miró hacia Emilia. Estaba tensa, pero firme, y junto a ella, la pequeña Cornelia miraba hacia los que gritaban, como si buscara a alguien, de modo que Publio no pudo interpretar bien si su rostro reflejaba miedo o rabia. Escipión sonrió. Como siempre la pequeña miraba al enemigo a la cara. Qué pena, pensó, que no fuera un hombre. Pero los gritos no cesaban y la representación no se reanudaba, de modo que Publio Cornelio Escipión se levantó despacio de su asiento, ese maldito asiento especial al que sentía que tenía pleno derecho, y se volvió hacia los que gritaban. Por un instante los senadores rebeldes y acusadores y sus simpatizantes cesaron de gritar, pero fue un espejismo, porque al segundo volvían a hacerlo, si cabe con más ganas y con más saña.

- ¡No tienes derecho a estar por encima de los demás!

- ¡No eres rey!

- ¡Por Hércules, fuera, fuera, fuera!

Publio apretaba los dientes y miraba alrededor. El resto del público callaba. No se atrevían a unirse a los senadores que le insultaban y al resto de sus partidarios, pero tampoco reaccionaban contra ellos. Publio Cornelio Escipión, por primera vez desde la batalla de Zama, se sintió traicionado por Roma. La misma Roma a la que había salvado reiteradamente del mayor de sus enemigos le dejaba solo ante el ataque de sus opositores políticos. Entonces ocurrió algo inesperado, algo con lo que no contaba ni el propio Escipión ni Graco ni todos los agitadores que se habían congregado en el teatro para atacar al cónsul de Roma. Cornelia menor se levantó despacio de su asiento, zafándose de la mano de su madre que intentó, en vano, retenerla junto a ella, y se situó frente a su padre encarando a aquellos que seguían gritando. Publio Cornelio Escipión posó entonces su mano derecha sobre el pequeño hombro de la niña de nueve años y sintió en ella una fuerza y una firmeza tan poderosas que, en medio del abandono del pueblo de Roma, Escipión encontró en ella un nuevo scipio, el apoyo que necesitaba para resistir la acometida de los senadores que le lanzaban improperios sin fin.

Tiberio Sempronio Graco, que permanecía durante todo aquel tiempo de tremenda algarada y rencor con los brazos en alto en señal de que los insultos debían proseguir, observó como la pequeña hija del general al que estaban humillando se levantaba y se ponía justo delante de su padre. Graco tragó saliva y mantuvo los brazos en alto. Miró entonces a la pequeña y descubrió, como de forma intuitiva temía, que la niña le estaba mirando fijamente a los ojos. «No soy malo», le había dicho hacía años a aquella niña, y ahora la misma niña le miraba mientras dirigía un ataque contra su padre en público humillándole delante de toda Roma. Tiberio Sempronio Graco, lentamente, bajó los brazos y de igual modo que empezaron, de repente, todos los gritos cesaron. Spurino y Quinto Petilio, entre otros, se volvieron hacia Graco sorprendidos.

- Es suficiente -respondió Graco a Spurino, pues el veterano senador le miraba confundido-. Es suficiente -añadió-. Además, el resto del público permanece callado. La gente ha entendido nuestro mensaje, el cónsul también y la humillación trascenderá por toda Roma. Si seguimos… si seguimos corremos el riesgo de que la gente se ponga de parte del cónsul y entonces los que quedaremos mal, como perdedores, seremos nosotros. Spurino y el resto seguían mirándole pensativos, pero al final aceptaron con un leve asentimiento el razonamiento de Graco.

Recuperada la paz, el escenario volvió a poblarse de actores que, aunque algo asustados, continuaron con el desarrollo de la obra, pero sólo una parte del público seguía con atención lo que acontecía sobre la escena. Pequeños murmullos comentaban lo que acababa de ocurrir por todos los rincones del recinto del teatro, mientras que sobre la tarima, el cónsul y su familia permanecían tristemente sentados en un enigmático silencio. Emilia volvió a tomar a su marido del brazo. Éste aceptó el gesto con gratitud, pero no dijo nada. Le habían humillado, le habían insultado delante de todos y pronto, en toda Roma, no se hablaría de otra cosa. Esto era cosa de Catón. Estaba seguro. No estaba allí

pero allí estaban sus seguidores. La obra había dejado de tener interés para él. Tenía que hacer algo para contrarrestar la pérdida de prestigio que aquel inoportuno suceso traería consigo, pero no tenía claro bien qué hacer.

La pequeña Cornelia miraba al escenario como si no hubiera ocurrido nada, pero por sus mejillas corrían sendas lágrimas que brillaban a la luz del sol del atardecer. Tiberio Sempronio Graco vio aquellas lágrimas y le rasgaban por dentro sin saber bien por qué, pero tenía claro que lamentaba profundamente haberse dejado convencer por Catón.

- Para que impacte más en el pueblo esto tienes que hacerlo tú -le había dicho Catón-. Yo no voy al teatro por principio y, además, si lo dirijo yo nadie se sorprenderá tanto como si lo haces tú. Debes ser tú, Graco, el que impulse a Roma contra un Escipión que desea ser rey.

Pero Catón llevaba razón, se repetía una y otra vez el joven Graco con intensidad. Llevaba razón. No podían permitir que Escipión extendiera sus privilegios cada vez más. No podían. Cerró los ojos y se esforzó, en vano, por olvidar aquellas brillantes lágrimas.

Plauto consiguió acercarse al cónsul de Roma cuando éste salía entre el tumulto de gente.

- Yo no he tenido nada que ver con lo que ha ocurrido -dijo el escritor al cónsul. Publio se detuvo un instante y se volvió hacia Plauto.

- Pero sí has escrito los insultos del cuarto acto.

- Yo no estoy a favor de la ley que has promulgado sobre los asientos de privilegio, pero no deseaba que se te insultara por todo el público. Eso no ha sido cosa mía.

- Nos has llamado ladrones, Plauto -le espetó con cierta furia Escipión.

- A veces hay que gritar con palabras fuertes para que se escuche a un humilde escritor.

- Hoy ya he escuchado suficientes gritos. Tito Macio Plauto, mantente alejado de mi casa -sentenció Escipión, y se alejó del lugar]unto con su familia, indignado y rabioso.

- ¡Por Castor y Pólux! -se lamentó Plauto. Él no había querido esto. No tenía ni idea de lo que se tramaba por parte de Graco y los suyos. Ahora el cónsul pensaría que él estaba también aliado con sus enemigos-. ¡Por Hércules, menudo desastre! -Y se volvió de regreso hacia el escenario a recoger vestidos y pelucas y todo el decorado, fastidiado y sin saber cómo solucionar lo que acababa de ocurrir. Sentía que su relación con Publio Cornelio Escipión se había roto para siempre y aunque muchas veces estaba en desacuerdo con el cónsul, no podía sino lamentar profundamente ese distanciamiento con alguien que contrató en el pasado su primera obra.

Publio llegó a casa humillado y furioso. El abucheo de Graco y los suyos, la indiferencia del pueblo de Roma y la referencia de Plauto a los que estaban en primera fila durante la representación de la obra de Plauto le había trastornado. No podía entender que hubiera gente tan fácilmente manipulable. Se merecían que él hubiera sido el derrotado en Zama y que Aníbal se hubiera paseado sobre sus cadáveres por las calles destrozadas de Roma. La ira le mordía por dentro. Emilia intentaba tranquilizarle insistiendo en que se trataba tan sólo de una pequeña parte de los asistentes y que todo el suceso había sido meticulosamente planificado por Catón y ejecutado en el recinto por el mismísimo Graco.

- Han tenido que enviar a Graco -repetía una y otra vez Emilia-. Eso es que no tienen tan claro que la gente se ponga en tu contra con facilidad. Ha tenido que venir el propio Graco para imponer algo entre los suyos. No le des más importancia de la que tiene, aunque… -Pero Emilia dejó su última frase en suspenso.

- ¿Aunque qué? -preguntó Publio contrariado-. Por todos los dioses, Emilia, si tienes alguna sugerencia hazla o no digas nada.

Nada más entrar en el atrio, Cornelia mayor se fue hacia su habitación y la pequeña Cornelia fue corriendo a la cocina. Ninguna de las dos quería presenciar una discusión entre sus padres. Publio hijo, por su parte, ante la intempestiva entrada de sus padres, se refugió en el tablinium. Publio padre y Emilia quedaron a solas en el atrio, en pie, mirándose.

- Aunque ¿qué? -repitió Publio. Emilia, al fin, se decidió a responder.

- Aunque quizá sería inteligente abolir la ley que has aprobado con respecto a que los cónsules y otros magistrados tengan derecho a un lugar preeminente en las representaciones de teatro. Sé que no significa nada, pero ya ves que en manos de tus enemigos eso se convierte en un arma arrojadiza. Eso es todo cuanto pensaba. Pero tú eres el que hace política. Yo me voy a descansar. Estoy agotada y no quiero discutir. Emilia le dejó y desapareció por uno de los pasillos en dirección al dormitorio de ambos. Publio se quedó solo unos instantes, dio media vuelta y caminó hacia el tablinium. Corrió las cortinas para quedar a solas con sus pensamientos. Su hijo, al verle, le saludó

con un gesto y salió de la cámara para respetar la soledad que buscaba el pater familias. A Publio padre le dolían las palabras de Emilia, pero le dolían especialmente porque sabía que tenía razón. Había cometido una estupidez aprobando aquella ley que parecía algo insignificante, pero era cierto que Catón, Graco y el resto estaban dispuestos a morder al más mínimo descuido. No acudiría más al teatro durante aquellas fiestas y luego esperaría unas semanas, pero antes de que organizaran nuevas representaciones aboliría aquella ley. Era humillante, pero era la única forma de desarmar a sus enemigos, aunque puede que lo vivieran como una victoria y se envalentonaran aún más. Se llevó las yemas de los dedos de su mano derecha a la sien. Le dolía la cabeza. Suspiró mientras rogaba a los dioses que no enviaran de nuevo las fiebres de Hispania contra él. Cerró los ojos, los abrió de nuevo y fue entonces cuando vio la carta de papiro plegada sobre la mesa del tablinium. En el exterior figuraba su nombre. Alargó la mano intrigado. En ese momento apareció su hijo a través de la cortina. -Es para ti, padre.

- Ya veo que es para mí, eso está claro -respondió con cierto despecho Publio-. Si hay una carta para mí se me debería decir nada más entrar. -Y nada más pronunciar esas palabras, Publio padre las lamentó. Estaba pagando, una vez más, con su hijo el rencor que llevaba dentro para con toda Roma. No era justo, pero el muchacho agachó la cara, asintió y se fue sin decir nada más, sin dar posibilidad a retractarse. Si hubiera estado más rápido de reflejos se habría levantado en ese mismo momento y habría ido a hablar con su hijo, pero la fatiga por la tensión acumulada durante el triste episodio del teatro, uni-da a la curiosidad por saber de dónde venía aquella carta le retuvieron en el solium sobre el que estaba sentado. Tomó la carta en sus manos, quebró el fino cordel que había resistido indemne meses de largo viaje y la abrió. Estaba en griego.

Para Publio Cornelio Escipión, general de Roma

No creo que nunca llegue esta carta a su destino y aún creo menos en que si llega y es leída reciba respuesta alguna en forma de palabra o de acción, pues el remitente es demasiado humilde como para merecer la atención de alguien tan fuerte y poderoso, pero el general Escipión mostró en el pasado hacia mí generosidad y comprensión más allá

de lo que nadie pudiera haber imaginado, así que, alimentada mi mano por esa esperanza, se aventura a escribir este mensaje. Egipto ha caído bajo el yugo del rey Antíoco de Siria que todo lo puede y todo lo gobierna en el Oriente del mundo. Gran parte de mi familia ha perecido en la guerra que el faraón libró de forma impotente contra este cruel rey y, lo peor de todo, es que preveo nuevas guerras donde los pocos seres queridos que me quedan en este mundo serán nuevamente consumidos bajo los ejércitos de este rey. Sé que mis asuntos son de poca importancia para alguien que tiene preocupaciones mucho más importantes, y no reclamo nada porque nada puedo reclamar, pero anoche me di cuenta de que en el pasado sostuve un cuchillo cerca de la garganta del general Escipión y no lo clavé. El general interpretó que no pude porque mi nombre me ataba a mi destino, y es posible, pero ahora pienso que quizá no lo clavé porque en el fondo de mi ser presentía que más allá de lo que ocurría en Roma e Hispania en aquel tiempo, en un futuro el general Escipión podría ayudar a todo mi pueblo en una lucha que tenemos perdida. Quizá me equivoque. Mi mente está confusa, así que sólo describo los hechos que aquí acontecen y dejo que la mente más incisiva y clarividente del gran general de Roma decida lo que debe hacerse: en las mesas de la corte del faraón los embajadores sirios se ríen y se jactan de que tras Egipto caerán Asia Menor, Macedonia, Grecia y luego el mundo entero. Sé que son vanidosos y hablan enardecidos por el vino, pero sus miradas exhiben una ambición desmedida que al final hará daño a todos. Ésos son los hechos. El general de Roma sabrá si esta carta tiene algún sentido o si su único destino debe ser el fuego. Me despido y, una vez más, agradezco la generosidad y la comprensión del pasado por parte del gran Escipión. Una humilde sierva,

Netikerty

Publio Cornelio Escipión dobló de nuevo, despacio, el papiro y lo dejó en un lado de la mesa. Por casualidad su hijo había estado curioseando mapas y había un gran plano de todo el Mediterráneo abierto y extendido en el centro de la mesa. Publio no tenía nada decidido, pero arrugaba la frente pensativo. Había muchas fronteras de las que ocuparse, muchos pueblos que acechaban Roma; estaba el asunto pendiente de Cartago y Numidia, las rebeliones en Hispania que ni el propio Catón había conseguido someter por completo, no importaba que el Senado le hubiera concedido un triunfo, eso no significaba que el asunto de Hispania estuviera resuelto ni mucho menos, pero, moviendo su cabeza casi de un modo inconsciente, Publio Cornelio Escipión paseó sus ojos sobre el mapa abierto, con lentitud, de occidente hacia oriente, desde Hispania, pasando por Cartago, hasta llegar a Egipto y, sin saber aún bien por qué, detenerse sobre Siria. Habían llegado más mensajeros desde Pérgamo y Rodas pidiendo ayuda, pero también se habían recibido emisarios de Cartago. Los púnicos pedían ayuda porque el rey númida Ma-sinisa no dejaba de atacar granjas y poblados que, según ellos, estaban en territorio cartaginés. Publio acababa de aceptar formar parte de una embajada a África para intervenir en aquel conflicto y mediar entre unos y otros. Asia tendría que esperar.

42 Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanas (Libro III)