50 La rebelión de Cornelia
Roma, febrero de 190 a.C.
En el atrio de la domas de los Escipiones, en el centro de Roma, había tres personas: Publio Cornelio Escipión, su mujer Emilia, a su derecha, ambos sentados, Publio sobre un sólido solium, su esposa sobre una sella más pequeña y sin respaldo. Frente a ellos, su joven hija Cornelia, de catorce años, les encaraba desafiante. La muchacha sólo con ver el semblante serio, irritado de su padre y la cara tensa, preocupada de su madre sabía por qué la habían llamado. Además, su padre tenía en la mano una tablilla que apretaba con fuerza.
Publio blandió entonces la tablilla como quien esgrime una espada y se dirigió a su hija con furia controlada.
- ¿Sabes lo que es esto, niña?
Cornelia mantuvo la compostura y respondió con voz firme. -Una carta.
- Una carta no, niña, esto es traición a la familia -apostilló Publio aún sin gritar, pero haciendo grandes esfuerzos para mantener el control sobre sus sentimientos y sobre sus actos. Cornelia vio que su madre permanecía en silencio tragando saliva. La muchacha había temido la reacción de su padre si descubría la carta que había enviado a Graco, pero el rostro descompuesto del pater familias la impresionaba y atemorizaba incluso si había previsto que algo así podría ocurrir.
- Yo no he traicionado ni traicionaré nunca a mi familia -empezó a defenderse la joven; su padre abrió la boca, pero la muchacha aún añadió una frase más-. En esa carta no hay nada de lo que me avergüence.
Publio Cornelio Escipión estaba acostumbrado a tratar con la indisciplina; había sido capaz de meter en cintura a tropas amotinadas o a legiones rebeldes, pero para solucionar aquellos problemas bastaba la mano dura, blandir una espada, castigar a unos centenares o ejecutar a tantos hombres como fuera necesario hasta que el orden se restableciera. Luego había que predicar con el ejemplo y ser uno mismo el más disciplinado de todos, pero ¿cómo conseguir que aquella niña dejara de rebelarse una y otra vez? Era su hija, por todos los dioses, no podía matarla y su madre ya predicaba con el perfecto ejemplo de una magnífica matrona romana, igual que su hermana mayor. ¿Por qué la pequeña Cornelia tenía que ser tan difícil en todo, siempre?
- Debería mandar azotarte -dijo Publio al fin con severidad. Emilia le lanzó entonces una mirada en la que la muchacha vio tanta fuerza como en los ojos iracundos de su padre; Publio debió sentir esa mirada de su esposa incluso sin girar un ápice su cuello-. Sí, debería mandar azotarte aunque tu madre se oponga; quizá el dolor y la sangre te hicieran comprender lo que ni las palabras ni el ejemplo consiguen, -Y se levantó lanzando contra la pared la tablilla que se hizo añicos-. Escribir a uno de los mayores enemigos de la familia y en secreto es traición, niña. Para sorpresa de Publio, y también de Emilia, que levantó la mano para detener a su hija, la pequeña Cornelia no se arredró y respondió a la arenga de su padre con un torrente de palabras que dejó estupefactos ambos progenitores.
- Escribo en secreto porque no se me permite comunicar con ese hombre de otra forma; escribí porque ese hombre que tanto odias, y no digo que sin razón, en un momento concreto ha prestado un servicio a esta familia salvándome la vida quizá, y no hay ni una sola línea de esa carta donde no deje de decir cuánto admiro a mi padre, cuánto le respeto y cuánto pienso siempre seguir admirándole y respetándole incluso si se muestra injusto e intolerante y tan obcecado que es incapaz de distinguir cuando alguien ha hecho algo bueno para nosotros, más allá de que ese alguien sea la misma persona que en el pasado y en el presente y quizá en el futuro siga actuando contra nosotros. Yo sólo actúo siguiendo el ejemplo de mi padre, el mismo padre que en el pasado negoció con enemigos de toda clase y condición para conseguir pactos positivos para Roma, incluso si entre esos enemigos estaban hombres que quizá hubieran participado en la muerte de mi abuelo y de mi tío abuelo.
Publio quedó perplejo. La alusión a sus negociaciones en Hispania con iberos que con toda seguridad participarían en la muerte en el pasado de su padre y su tío le pilló
por sorpresa. Se quedó mudo y se sentó. Pero tanto Cornelia como Emilia sintieron aún más miedo de aquel silencio. Fue Emilia la que decidió intervenir en busca de una solución.
- Cornelia, aunque Sempronio Graco te haya defendido en el foro Boario no puedes escribirle ni contactar con él. Eres una Escipión, una scipio, y ya sabes lo que eso significa entre nosotros, los más jóvenes sois el sápio, el bastón sobre el que los mayores nos apoyamos. Si ese bastón se quiebra o trata con enemigos a espaldas de los mayores toda la familia se pone en peligro. Es esencial la sinceridad absoluta entre los miembros de la familia, pero lo importante ahora es que un esclavo nos ha entregado esa carta antes de que salga de aquí y no se ha hecho mal alguno a la familia, pero tienes que jurar por todos los dioses que no volverás a actuar de esta manera. Publio permanecía callado. Cornelia le miraba y respondió a su madre sin dejar de mirar fijamente a su padre.
- Entiendo perfectamente lo que me dices, madre, y como tan importante es la sinceridad voy a ser sincera: si sólo tenéis una carta, eso es que la otra carta que envié sí le ha llegado, pues ya imaginé que alguien me traicionaría, pero me alegro de que al final haya llegado una de las dos cartas a su destino porque es de justicia reconocer el servicio prestado, pero también lamento que haya llegado porque os sentís heridos sin causa ni motivo. Y ahora me voy a mi cuarto, de donde supongo que mi padre no me dejará salir en semanas o meses o años, donde esperaré a que me azoten o que me dejen morir de hambre o lo que a bien tenga disponer eXpater familias de los Escipiones. Y se dio la vuelta y se marchó. Emilia se levantó para detenerla, pero su esposo la detuvo cogiéndola de la muñeca. Emilia se sentó y miró a su esposo, que tenía los ojos hundidos en el suelo.
- Nació del revés. Eso fue un mal presagio -dijo Publio al fin. Emilia no estaba dispuesta a admitir esa interpretación. No estaba dispuesta a admitir nunca nada contra sus hijos, incluso de su propio padre.
- Eso no es justo, Publio. Hasta tu madre rechazó las insinuaciones que sobre ese asunto hizo la matrona que me asistió en el parto. ¿Acaso sabes más que tu madre sobre partos?
Publio calló unos instantes y negó despacio con la cabeza. -De acuerdo con eso, pero es una lástima que tanta fuerza se pierda en el cuerpo de una mujer. -Publio hablaba como si hablara para sí mismo, como si estuviera solo-. Ojalá su hermano tuviera la mitad de vitalidad y determinación que esa niña. ¡Qué lástima que Cornelia sea una mujer! Ella debería haber sido Publio, ella debería haber sido un niño. Emilia sintió las palabras de su marido. Le dolía que menospreciara tanto a Cornelia sólo por el hecho de ser rebelde y ser mujer, algo que le habría perdonado si la muchacha fuera un varón, pero, por otra parte, se quedó más sosegada de que Publio, pese a saber que la carta finalmente había llegado a su destino, no pasara a mayores y dejara correr aquel espinoso asunto sin mencionar más castigos que ella no estaba dispuesta a aceptar; pero también le dolía que despreciara a Publio hijo por el hecho de que éste no se mostrara tan osado como su hermana pequeña. Emilia percibió entonces una sombra tras ellos, y vio como la cortina del tablinium se movía. La intuición de madre hizo que dejara aquel detalle en secreto.
Publio hijo se separó de la cortina del tablinium, pero una esquina de la toga parecía haberse enganchado y tuvo que tirar de ella para poder zafarse de la tela que separaba la estancia en la que se encontraba del atrio. Una vez libre, se escabulló por la puerta trasera y desapareció. Consigo se llevó el desprecio de su padre.
La joven Cornelia lloró desconsoladamente durante horas en la soledad de su habitación. Nadie fue a verla ni a llevarle comida en el resto de la tarde o de la noche. Al día siguiente entró su madre con una bandeja con fruta. Ella no tenía hambre.
- Tu padre y tu tío y tu hermano van a salir para Asia esta misma tarde. ¿Quieres hablar con alguno de ellos? -le preguntó su madre con dulzura. Cornelia negó con la cabeza.
Emilia suspiró.
- Lo que has hecho está mal -continuó ella ante el silencio de su hija-, pero tu padre al final ha decidido no castigarte más allá de recluirte unos días en la habitación. Luego quedas bajo mi tutela. Por favor, no me des motivos para castigarte más -dijo, y se levantó, pero cuando iba a salir se detuvo un instante y se volvió hacia Cornelia, que permanecía inmóvil, sentada en el borde de su cama, sin tocar la bandeja de comida-. De todas formas no creo que puedas volver a repetir tu rebelión, al menos en bastante tiempo, pues el Senado ha aprobado que Tiberio Sempronio Graco, junto con otros senadores, se incorpore a la campaña de Asia como tribuno de una legión. No sabía si decírtelo o no, pero creo que será mejor así. De esa forma no andarás intentando ver cómo comunicar con él. No estará aquí en mucho tiempo. Quizá le olvides y vuelva todo a su curso normal, Cornelia. Ahora, por favor, come algo. -Y se retiró cerrando la puerta despacio. La joven Cornelia se quedó aún más quieta de lo que estaba antes. Graco iba a Asia bajo el mando de las legiones que comandaban su tío y su padre. Parpadeó varias veces mientras su mente pensaba a toda velocidad. Dio un salto y se sentó frente a la pequeña mesa que había en su cuarto. Le habían quitado todas las tablillas para escribir, pero tenía otras opciones. Abrió un joyero pequeño que poseía hacía tiempo, extrajo todas las joyas, descubrió entonces el doble fondo y sacó de él unas schedae. Mientras hacía todo eso su mente cambió de opinión. Había pensado volver a escribir a Graco para advertirle que la ira de su padre contra él aún sería más grande de lo que imaginaba después del episodio de la carta, pero por eso mismo lo pensó mejor y se dio cuenta que aquello, si volvía a descubrirse, tampoco ayudaría nada a Graco, así que, rápidamente, cambió el destinatario de su mensaje.
Querido padre:
No he querido nunca ofenderte y sólo deseo que los dioses te protejan a ti, a mi tío y a mi hermano en la campaña que emprendes hoy mismo, y rogaré a los dioses Lares y Penates cada día por vosotros. Imploraré a la diosa Fortuna que os sea propicia a ti y a mi querido tío Lucio y rezaré a Marte para que os dé fuerzas en esta guerra. Prometo comportarme con discreción y no dar motivo para que puedas volver a sentirte decepcionado por mis acciones. Sólo te transmito un ruego que pienso que es justo: no añadas más odio hacia Tiberio Sempronio Graco del que ya tienes. No sería justo que porque yo haya hecho algo que te parece impropio de una hija tuya, castigues con más desprecio y más odio a quien ya detestas. Ruego a los dioses para que volváis todos y ruego por que tras la guerra encontremos la forma de no odiarnos tanto entre los romanos.
Tu hija que te quiere y te adora siempre,
Cornelia menor
Nada más terminó de escribir la carta, la dobló y la depositó con cuidado sobre la mesa. A continuación, Cornelia menor se asomó por la puerta y llamó a una esclava. Ésta se acercó y la joven le susurró unas palabras para, de inmediato, volver a encerrarse en su cuarto. A los pocos minutos su hermano entró en la habitación.
- Una esclava ha dicho que querías verme.
- Sí, hermano, sí-dijo ella levantándose y acercándose para hablar en voz baja-. Lo primero es desearte que los dioses te protejan y rogarte que, por lo que más quieras, no hagas ninguna tontería, hermano.
Publio hijo sonrió. Le conmovió la preocupación de su hermana. Aunque su padre la apreciara más, no sentía envidia contra ella. Era difícil siendo hombre sentir algo malo contra Cornelia menor. En eso su padre estaba completamente solo.
- No te preocupes; sabré cuidarme y volveré para volver a ver a la hermana más guapa del mundo. Emilia sonrió a su vez y miró al suelo, pero pronto recordó que había algo más.
- Y, por favor, te lo ruego, entrega esta carta a padre y, por favor, asegúrate de que la lee.
El joven Publio tomó la carta con cuidado. -No te preocupes. La leerá. Cornelia sonrió agradecida, se acercó y le dio un beso suave en la mejilla. Su hermano la miró con afecto y desapareció por la puerta seguro de que, muy probablemente, ésa sería la última vez que viera a su hermana. Su padre estaba convencido de que era un cobarde, pero él estaba dispuesto a demostrar en la campaña de Asia que eso no era así. Y no le importaba perder la vida en aquel intento. No, no le importaba.
51 Una entrevista con Filipo
Palacio real de Pella, Macedonia. Finales de marzo de 190 a.C.
El rey Filipo V de Macedonia había envejecido con el paso del tiempo. Accedió
joven al trono y durante años luchó por restablecer el antiguo poder de su reino, cuna del gran Alejandro Magno, pero todos sus esfuerzos habían culminado en una larga serie de fracasos: derrotado en numerosas ocasiones por las diferentes alianzas de ciudades griegas a las que se esforzaba infructuosamente en someter, vencido por los romanos en su pugna por recuperar Apolonia y su control sobre la costa adriática y, finalmente, no habiendo sido capaz de aprovecharse de la debilidad de Egipto para recuperar posiciones en el Egeo. Primero los griegos, luego los romanos y finalmente estos últimos de nuevo junto con la traición del rey Antíoco de Siria que se había comprometido a ayudarle contra Roma, habían puesto fin a todos sus sueños. Ahora, recluido en Pella, la capital de su denostado reino, arropado por el grueso de sus ho-plitas macedónicos, combatía sólo por defender su territorio de los ataques tracios del norte y de las ambiciones expansionistas de Roma y Siria. En medio de todo ese desastre, los romanos, eternos enemigos ya, solicitaban su ayuda. ¿Qué debía hacer él? Permitir a las legiones atravesar su territorio en dirección a Asia para enfrentarse contra Antíoco o imposibilitar tal trayecto y poner así en dificultades a Roma. ¿A quién odiaba más? ¿A Roma? ¿A Antíoco? Ahora ante él, un joven tribuno romano pedía permiso para atravesar Macedonia.
¿Qué debía decirle?
Filipo estaba cansado. No se sentaba en el trono, sino que se recostaba de lado; recibía a los embajadores entre aturdido y aburrido. No tenía ya grandes pretensiones ni aspiraciones que cumplir, por eso la arrogancia de los nuevos poderes emergentes en el mundo le resultaba tan molesta. Hacía veinticinco años, por las mismas puertas de bronce que acababa de cruzar el enviado de Roma, entraron los embajadores de un entonces poderoso Aníbal que le ofrecía un reparto del mundo entre Cartago y Macedonia a cambio de destruir Roma. Ahora Aníbal trabajaba para Siria y Roma sólo había hecho que crecer y crecer. Y aquel tribuno hablaba y hablaba.
Brindisium, sur de Italia. Principios de marzo del 190 a.C. Unas semanas antes de la entrevista con Filipo.
Estaban acampados a las afueras de Brindisium, al sur, en el final de la Via Appia. No se habían levantado fortificaciones porque aquél era territorio seguro y una ciudad amiga, el puerto desde el que embarcar hacia Apolonia, en la costa ilírica al otro lado del Adriático, desde donde continuar por tierra la ruta hacia el Helesponto, atravesando Grecia y la conflictiva Macedonia de Filipo. Publio aún no había decidido a quién se podría enviar a negociar con el rey de Macedonia. Era una misión muy arriesgada. Estaba meditándolo en el sosiego de su tienda, a la luz de dos lámparas de aceite cuyas llamas temblaban por la pequeña brisa que entraba desde el exterior, cuando su hijo apareció en la puerta. Publio padre le hizo un gesto para que entrara. Su joven hijo pasó al interior y esperó en pie delante de su padre a que este último hablara. Apenas se habían cruzado un tímido saludo desde que salieran las legiones de Roma. Su padre parecía saber lo que pensaba.
- No te he hablado mucho durante el trayecto desde Roma, hijo, porque no quiero que piensen tus compañeros de armas que tengo preferencias por ti. He de tratarte como uno más, ¿lo entiendes?
- Sí, padre.
- Bien, por Castor y Pólux, eso está bien. Esta noche tomaremos una copa juntos. Mañana cruzaremos a Grecia y la campaña empezará de verdad, incluso puede que tengamos que combatir allí mismo si Filipo se obceca en no dejarnos pasar o enfrentarse a nosotros, ¿entiendes, hijo?
- Sí, padre -respondió de nuevo mientras tomaba una copa con vino que le acercaba un esclavo.
Publio padre se levantó y alzó su copa. -Por una campaña exitosa, hijo. -Por una campaña exitosa, padre. Los dos bebieron hasta vaciar sus vasos y los dejaron sobre la bandeja que sostenía el esclavo que estaba junto a ellos y que, una vez depositadas las copas sobre la bandeja, salió con rapidez para dejar solos a los dos amos. Publio hijo no sabía muy bien qué comentar, es decir, no sabía bien qué consideraría oportuno su padre que él dijera. Se acordó entonces de la carta de Cornelia y la extrajo de debajo de su uniforme.
- Toma, padre -dijo el joven estirando el brazo con la carta de su hermana-. Es de Cornelia, para ti. Me la dio en Roma, pero no había tenido oportunidad de entregártela hasta ahora.
Su padre miró la carta con recelo, pero le pareció demasiado violento despreciársela a su hijo, así que la cogió y la dejó en la mesa de los mapas, en el centro de la tienda. Publio hijo recordó las palabras de Cornelia: «Asegúrate de que la lee.» El muchacho apreciaba a su hermana con afecto sincero. Sabía que había mucha tensión entre ella y su padre. Quiso interceder.
- ¿No vas a leerla, padre?
- Luego -le respondió su padre con parquedad-. Ahora quiero hablar contigo.
- Te escucho, padre.
- Bien. Mejor así. Sé que tu madre piensa que soy demasiado estricto contigo, pero vas a heredar mi nombre, vas a ser el nuevo pater familias de los Escipiones, la familia más poderosa de Roma, lo que te hace ser uno de los hombres más poderosos del mundo, si no el más. Eso será en poco tiempo. Aquí ya no importa si fuiste mejor o peor en el adiestramiento con Lelio. Aquí sólo importa el valor, el honor y la dignidad en el campo de batalla. No cometas locuras, pero no me avergüences. Sólo te pido eso. No has de ser un héroe, pero no me deshonres en combate. ¿Lo has entendido? Esto es lo más importante de todo.
- Lo he entendido, padre. Haré todo lo necesario para que estés orgulloso de mí.
- Bien, bien, entonces. Es hora de que descanses. Mañana será una larga jornada para todos. Hay fuertes vientos y Neptuno puede que quiera entretenerse con nosotros mañana zarandeando nuestras quinquerremes. Ve ahora a tu tienda y descansa.
- Sí, padre. -Y Publio hijo se dio media vuelta y, al hacerlo, vio la carta de su hermana olvidada sobre la mesa de los mapas. Pensó en decir algo, pero a su padre no le gustaría que insistiese. Era mejor dejar las cosas así. Con toda seguridad su padre volvería sobre los mapas a lo largo de la noche y vería la carta y, aunque sólo fuera por curiosidad, la leería.
Publio padre se quedó a solas. El chisporroteo suave de las lámparas de aceite era el único sonido que perduraba en el silencio de la noche. Los legionarios dormían. El general de generales se acercó a los mapas. Había trazado sobre Grecia la ruta más corta para llegar al Helesponto y Macedonia se interponía en su camino. Paseando su vista observó un papel que ocultaba parte de Asia. Era la carta de su hija. Publio la cogió, se separó de la mesa de los mapas y se sentó en la pequeña sella que tenía en un extremo de la tienda. Recordó entonces que había ordenado que le quitaran a su hija todo lo necesario para escribir cartas, y, sin embargo, una nueva misiva. Más allá de la rebeldía valoraba la inteligencia de su hija. Estaba enfadado, pero orgulloso al mismo tiempo. Abrió la carta y empezó a leer. Su rostro estaba serio mientras avanzaba atento por las líneas que había escrito su hija. Todo iba bien hasta que sus ojos chocaron con el nombre de Tiberio Sempronio Graco escrito por las pequeñas manos de Cornelia. Publio dejó
entonces de leer y, sin acabar la carta, se levantó despacio pero decidido y se acercó a una de las lámparas de aceite aproximando un extremo de la carta a la parte superior de la llama. Las schedae prendieron con facilidad y Publio padre sostuvo la cana incendiada en la mano hasta que las llamas se acercaron peligrosamente a lamer las yemas de sus dedos. Sólo entonces la dejó caer sobre el plato de la lámpara y la miró mientras terminaba de consumirse lentamente hasta no quedar nada, hasta quedar muda para siempre. El cónsul de Roma, su hermano Lucio, entró entonces en la tienda.
- He visto luz -dijo Lucio-, ¿no vas a acostarte?
Publio ignoró la pregunta.
- Ya sé a quién vamos a enviar a negociar con Filipo -dijo Publio con seguridad. Al oír el nombre del elegido, a Lucio le pareció bien y sonrió.
Pella, Macedonia. Finales de marzo de 190 a.C.
Graco supo, en cuanto vio el rostro de rabia controlada que Publio Cornelio Escipión puso cuando el Senado aprobó su incorporación como tribuno a la campaña de Asia, que no lo tendría fácil, pero aceptó la misión porque Catón, en este punto, tenía razón: era conveniente vigilar a los Escipiones de cerca y era cierto que su nombre, su familia, los Sempronios, concitaban el suficiente consenso como para ser enviado por el Senado a Asia junto a los Escipiones, eso sí, bajo el mando de estos últimos. Sea como fuera, ya no había marcha atrás. Roma quedaba ya lejos, a muchas millas de distancia, a muchos días de viaje. Ahora el presente de su vida lo marcaba Macedonia.
Graco entró en Pella, la gran capital de aquel legendario reino que vio nacer a Alejandro Magno, la que acogió a Aristóteles, la ciudad en la que Eurípides estrenaba sus obras. Tiberio Sempronio Graco admiró las grandes murallas de ladrillo, el perfecto trazado de las calles, la ausencia de suciedad gracias a un elaborado sistema de alcantarillado que ya desearía Roma para sí misma, y, al final del trayecto, justo en el centro, una enorme agora donde los macedonios se reunían en el pasado para decidir sobre el gobierno de un imperio que se extendía desde allí hasta la India. Ahora el agora estaba transformada en un gran mercado de alfarería, cerámica, vidrio, ganado y verduras. Se detectaba la decadencia creciente en algunos edificios maltrechos que rodeaban el agora y que se erigían junto al gran palacio que el rey Arquéalo hiciera levantar hacía dos siglos. Él fue quien decidió trasladar la capital de Macedonia de la antigua Egas a Pella. Y Pella vivió su gloria igual que ahora vivía su declive, pero Graco sabía que no debía dejarse engañar: Macedonia, derrotada por etolios, romanos y sirios había perdido gran parte de su poder, pero era un gigante malherido capaz aún de dar zarpazos mortales con sus disciplinadas falanges de guerreros indómitos. No, no había que confiarse y debía mostrarse cauteloso, especialmente ante un rey de quien se conocía su mal carácter, un rey que no dudó en el pasado en pactar con Aníbal y que debía decidir ahora si seguir aliado con los enemigos de Roma o si, por fin, actuar de forma que ayudara a los intereses de la república del Tíber. Los soldados macedonios que escoltaban a Graco le hicieron esperar en una gran sala repleta de mosaicos hermosos que cantaban las antiguas gestas de una ya casi olvidada todopoderosa Macedonia. Eran trabajos exuberantes en tamaño y nítidos en el detalle, elaborados sobre fondos oscuros y terminados con tonos claros mediante millares de teselas de entre las que se veían brillar algunas en aquellos mosaicos más recientes. Graco se acercó y observó con admiración que los artesanos macedonios estaban sustituyendo la técnica de las teselas antiguas por nuevas teselas de vidrio. La evolución no se había detenido en Macedonia del todo, al menos no en su arte.
- El rey te verá ahora, romano -dijo un soldado sobresaltando a un absorto Graco. El tribuno se volvió y siguió a aquel guerrero hoplita hacia el interior del salón del trono. Al instante, ante él, sentado en un gran sillón real, el rey Filipo V de Macedonia le miraba reclinado, con el mentón apoyado sobre su mano derecha y en silencio. Al principio, Graco dudó, pero ante la perseverancia en el silencio, el tribuno al final se decidió y en un griego correcto se dirigió al gran rey.
- Te saludo, Filipo V de Macedonia. Mi nombre es Tiberio Sempronio Graco, tribuno. Vengo enviado por Lucio Cornelio Escipión, cónsul romano al mando de las legiones que se dirigen a Asia a combatir contra un enemigo común, el rey Antíoco de Siria… -Graco iba a continuar, pero el rey le interrumpió incorporándose un poco y apoyando su espalda en el respaldo del trono.
- Soy yo, romano, quien decide quiénes son mis amigos o mis enemigos, no un enviado de cualquier cónsul a quien no reconozco poder sobre mí o mi pueblo para decidir nada.
Graco comprendió que había empezado con mal pie, aunque estaba convencido de que hubiera dicho lo que hubiera dicho, habría sentado mal a aquel rey amargado y envejecido por el tiempo y la guerra.
- Solicitamos permiso del gran Filipo V para cruzar Macedonia en dirección a Asia resumió así con rapidez Graco la esencia de su embajada.
- ¿Y por qué, si puede saberse, debo de facilitar algo a Roma después de tantos años en guerra, después de que Roma haya ayudado a las ciudades griegas rebeldes y después de que Roma mantenga invadida la costa del Adriático que me pertenece?
No iba a ser fácil. Tiberio Sempronio Graco meditó un segundo antes de responder, pero al poco reinició su discurso con serenidad. Tenía poco margen de maniobra. Sólo podía intentar satisfacer el orgullo herido de un rey que siente cómo su poder se desvanece.
- Es posible que mantengas justas querellas con Roma y no soy yo quien pueda valorar las mismas; sólo soy un enviado con un mensaje en que se solicita permiso para cruzar Macedonia sin entrar en combate.
- ¿Y si no concedo el permiso? ¿Por Heracles, qué hará entonces tu querido cónsul Lucio Cornelio Escipión?
Graco sabía que las alternativas que tenía el ejército romano expedicionario en Grecia eran fletar una flota para cruzar el Egeo, algo siempre arriesgado pues quedarían a merced del mar y sus tormentas, frecuentes aún en aquella época del año, o entrar en guerra abierta con Macedonia para abrirse camino hasta los estrechos del Helesponto. Lo segundo, por supuesto, conllevaría enormes pérdidas y debilitaría el ejército que finalmente cruzaría a Asia aumentando la ventaja de Antíoco sobre ellos. Graco decidió no responder a la pregunta del rey y razonar de forma diferente.
- Antíoco no ha cumplido sus promesas con Macedonia en el pasado, ¿por qué tendrías ahora que ayudarle dificultando nuestro avance? ¿Por qué vas a premiar la desidia de Antíoco para con vosotros poniéndote ahora a su lado? Es positivo para la propia Macedonia que nuestras legiones lleguen a Asia rápido y sin tener que combatir antes. Los intereses de Macedonia y Roma en este punto son coincidentes. -Graco no estaba seguro de que su griego fuera lo suficientemente preciso para transmitir con claridad a Filipo la idea que estaba presentando; la faz seria, distante, poco confiada del rey confirmaba que no le estaba convenciendo. Iba a continuar, pero Filipo V de Macedonia se levantó de su trono y le interrumpió una vez más.
- Hablas y hablas, tribuno, pero yo estoy cansado de escuchar a Roma. Estoy cansado de recibir a embajadores con promesas que nunca se cumplen. Primero fue Aníbal, luego Roma, luego Antíoco. Nadie ha cumplido su parte con Macedonia y todos están en deuda conmigo. Mi reino está acosado por todos y todos me piden luego ayuda. Estoy harto de todos, romano. Y estoy mayor. No tengo ganas de más debates absurdos. Lo único que me sosegaría el ánimo es matar a tantos romanos, cartagineses y sirios como pudiera, y creo que eso es lo que voy a hacer, empezando contigo, romano. Los guardias macedonios hablaban el dialecto local del griego, pero entendían la variante que su rey estaba usando lo suficiente como para desenvainar sus espadas y acercarse al joven tribuno de Roma. Tiberio Sempronio Graco, en un acto reflejo, se llevó la mano a la cintura, pero había sido convenientemente desarmado por los guardias antes de entrar a palacio. Se quedó entonces quieto, en medio del salón del trono, aguardando su ejecución, pensando en alguna forma de eludir la muerte, pero no había ventanas en aquella sala y la única puerta de acceso estaba flanqueada por los guardias macedonios que se aproximaban tan lenta como inexorablemente, hasta que, de pronto, el rey Filipo se sentó de nuevo y levantó su mano derecha. Los soldados envainaron sus espadas y retrocedieron tomando sus posiciones junto a las paredes laterales y junto a la puerta de entrada al salón. Graco exhaló un largo suspiro de aire y miedo contenidos.
- Tienes suerte, romano, de que no me guste actuar sin ponderar mis acciones. Pasarás esta noche en palacio. Y te servirán de comer y de beber. Incluso te mandaré una esclava. -Y se levantó mientras seguía hablando y descendía del trono para pasar por delante de él escoltado por una docena de guardias-. Y yo de ti comería y bebería y disfrutaría de la esclava, porque igual es tu última cena y la última vez que compartas el lecho con una mujer, pues, a lo mejor, al amanecer confirmo mi decisión de empezar mi venganza sobre todos mis enemigos cortándote la cabeza. -Y se alejó en dirección a la puer-ta, sin mirarle, riendo a carcajadas que reverberaron entre las sombras de aquel terrible salón repleto de historia, traiciones y muerte.
52 El Consejo de Escopas
Amfisa, Etolia, sur de Grecia. Principios de abril de 190 a.C.
Cruzado el Adriático, las legiones de Lucio y Publio Cornelio Escipión avanzaron hacia el sur para intimidar a los etolios. El objetivo era continuar con el asedio que Acilio Glabrión había iniciado de Amfisa, la capital etolia. Los etolios se habían aliado con Antíoco III de Siria, pero el repliegue de éste tras la derrota en las Termopilas les había dejado solos frente a la ira de Roma. Pese a todo, las murallas de la acrópolis de su capital habían resistido el asedio de las tropas romanas de Glabrión y Publio, aunque consciente de que no se podía proseguir el avance por Grecia sin resolver el problema de los etolios en su retaguardia, era remiso a continuar con un asedio que les podría retener durante meses en Grecia sin llegar nunca a alcanzar Asia antes de que el mandato consular de su hermano y de Lelio expirasen. Había que resolver la rebelión de los etolios con rapidez mientras Graco negociaba en el norte el paso de las legiones por Macedonia. Se consiguió, al fin, que embajadores atenienses intercedieran entre las legiones y los etolios de Amfisa y se alcanzó una paz entre Roma y la liga etolia que permitía que las tropas de Lucio y Publio pudieran proseguir con una retaguardia más controlada su avance hacia Asia, el objetivo principal de aquella campaña.
Una vez pactada la tregua con los etolios, Lucio, al igual que el resto de tribunos y oficiales, esperaba que Publio ordenara que las legiones detuvieran su avance hacia el sur para montar un campamento allí mismo y así no tener luego que desandar todo lo andado si al final Graco conseguía que Filipo accediera al paso del ejército de Roma por su territorio en dirección a Asia. Sin embargo, Publio permanecía en silencio en medio del improvisado praetorium de campaña. El cónsul lanzó una mirada rápida al resto de los que allí se habían congregado y, veloces, Silano, Domicio Ahenobarbo y el resto de oficiales salieron del recinto. Ambos hermanos quedaron a solas. Lucio no preguntó. Respetaba los meditabundos silencios de Publio.
Escopas se movía con cierta dificultad. Sus sesenta años pesaban como una losa sobre sus maltratados huesos y sus heridas, especialmente la recibida en la batalla de Panion. Se sentó en un banco de piedra frente a su austera casa levantada en la ladera de la acrópolis de la ciudad. La casa estaba semiderruida fruto de los proyectiles que romanos y etolios habían intercambiado durante el asedio de Acilio Glabrión, pero, pese a su terrible estado, seguía siendo su casa y él era hombre habituado a paisajes de guerra. Al final, después de tantos años en el exterior como mercenario, la guerra había llegado hasta su casa, a la mismísima Amfisa. Sus conciudadanos aún estaban nerviosos, y es que los romanos no habían detenido el avance de sus tropas y eso que los etolios habían aceptado la tregua propuesta por los intermediarios atenienses. A casa del veterano strategos llegaron los nuevos oficiales de la liga etolia para consultarle cómo establecer una defensa. El viejo general les dio una respuesta que no ayudó demasiado a tranquilizarles.
- Los generales romanos han pactado una tregua con los etolios. Lo normal es que cumplan lo pactado.
- Pero siguen avanzando hacia el sur; ¿y si no cumplen lo que han dicho? -inquirió
casi con despecho uno de los jóvenes nuevos oficiales del ejército etolio. El resto le miró con sorpresa. Aquélla no era forma de dirigirse al mayor general que los etolios habían tenido en muchos años. Escopas era una leyenda viva, un strategos que había combatido contra Filipo de Macedonia y contra el mismísimo Antíoco de Siria cuando actuaba como general en jefe del ejército Egipcio en Asia. Incluso los lógicos nervios provocados por la progresión de las legiones romanas hacia su ciudad no eran justificación suficiente para interpelar así a Escopas.
El veterano strategos miró de reojo al joven oficial. Respondió lacónicamente, ignorando el tono de la pregunta.
- Si los romanos no cumplen lo pactado nos masacrarán. Sin el apoyo del rey Antíoco poco podremos resistir. Si ésas son las circunstancias, mi consejo es huir -todos callaban-, pero es raro que tengan interés en perder tiempo con nosotros y nuestra pequeña ciudad cuando su objetivo real, a quien buscan en realidad y con quien querrán enfrentarse antes de que regrese el invierno es el rey Antíoco; la cuestión es ¿por qué tras pactar una tregua con nosotros, por todos los dioses, por qué siguen hacia el sur? Eso no tiene sentido y los romanos nunca hacen nada sin sentido. Algún motivo les impulsa hacia el sur. En ese momento llegó un jinete etolio que venía del norte. Desmontó y se situó frente a Escopas.
- Los romanos… se han detenido… -hablaba entrecortadamente-a un día de marcha… y envían emisarios. El alto mando de la liga etolia permaneció en espera de la llegada de esos emisarios romanos en Amfisa. Escopas, por su parte, se quedó a dormir en su semiderruida casa, al abrigo de un lar reconstruido en el que prendió una hoguera que le calentó durante el frío de la noche. Al amanecer llegó a la ciudad una turma de caballeros romanos. Fueron recibidos por los oficiales etolios en el agora de la ciudad. Escopas, fuera de la acrópolis, acurrucado junto a su nueva chimenea, se sentía ya más ajeno a las diputas del mundo de los vivos, recluido en el silencio de su casa. Si querían su consejo ya le buscarían. Él ahora pensaba más en cómo ir recomponiendo algunas paredes y el techo antes de que una tormenta de primavera se llevara por delante lo poco que quedaba aprovechable de la estructura de la vivienda, pero, al poco tiempo de concluir la entrevista entre los romanos y los oficiales etolios, estos últimos enviaron un mensajero a ver a Escopas. El strategos griego le recibió mientras bebía algo de leche y comía bajo una higuera sin hojas un poco de queso que le servía una hermosa joven esclava que había adquirido con el poco dinero que había podido salvar de sus campañas militares del pasado, de sus años de lucha como mercenario de reyes extranjeros en tierras lejanas y bárbaras.
- Ya sabemos por qué han seguido avanzando hacia el sur -dijo el mensajero sin tan siquiera presentarse; Escopas veía cómo ya no se respetaba nada.
- ¿Y bien? -se vio obligado a preguntar ante el impertinente silencio del recién llegado. Parecía que al joven mensajero le costara hablar, como si tuviera miedo o como si estuviera confuso o quizá ambas cosas a un tiempo.
- Han seguido avanzando hacia el sur porque… porque el general romano, el que llaman Africanas, dicen que quiere entrevistarse con el strategos Escopas. -El aludido dejó
de masticar el queso que estaba comiendo y detuvo el movimiento de su mano que acercaba a la boca un cuenco con leche. Así se quedó un instante; luego, en lugar de beber, dejó el cuenco intacto sobre la mesa, con lentitud. Un general de Roma había desplazado dos legiones hacia el sur durante días porque quería entrevistarse con él. Su vanidad estaba plenamente satisfecha. Aquella mañana ya no necesitaba más alimento.
Escopas llegó al praetorium del campamento romano levantado en el corazón de Grecia escoltado por una treintena de caballeros romanos. Había aceptado la invitación del cónsul Lucio Cornelio Escipión de acudir a una entrevista, aunque sabía, tal y como le habían comunicado los mensajeros romanos, que era el propio Africanus, el hermano del cónsul, el general que había derrotado a Aníbal y doblegado a varios ejércitos cartagineses y númidas, el que deseaba hablar con él. Los centinelas apostados a la puerta del praetorium se hicieron a un lado mientras dos de ellos descorrían las telas que daban acceso al interior. Escopas se encontró en el centro de la tienda frente a un solo hombre que, sentado en una amplia butaca, le observaba en silencio.
- Mi nombre es Publio Cornelio Escipión -dijo en un perfecto griego el romano que le contemplaba sentado desde una pequeña sella; a Escopas le gustó la austeridad de aquel asiento y del resto de la tienda; estaba ante otro guerrero-, aunque muchos me conocen con el sobrenombre de…
- Africanus -interrumpió Escopas mientras miraba a su alrededor buscando un sitio donde sentarse. El romano no pareció sentirse molesto por su altanería, sino que sonrió
y señaló a su derecha. Escopas se acercó donde se le indicaba y tomó otra pequeña sella, la situó frente al general romano al tiempo que retomaba la palabra-. Deberás disculpar a un pobre y viejo guerrero, pero mis huesos están demasiado ancianos para sostenerme en pie mucho tiempo sin que mi cuerpo se resienta. -Escipión asintió en señal de aceptación y Escopas se sentó exhalando un profundo suspiro. El veterano strategos no vestía ya como un militar, sino que se limitaba a llevar una túnica gris, no muy larga y de mangas cortas que permitían que tanto brazos como piernas respiraran libres en medio de los calores propios de aquella región en una recién inaugurada primavera, lo que permitía que Escipión pudiera ver todas y cada una de las múltiples cicatrices que cruzaban el cuerpo algo ya encogido del strategos etolio. Escopas se dio cuenta de lo que observaba la intensa mirada del general romano y apuntó una explicación-: Son muchas las batallas que han dejado huella en mi piel.
- Muchas, sin duda. Yo, sin embargo, sólo tengo una cicatriz. -Y se llevó la mano a la pierna donde la espada de Aníbal se hundió en su ser durante la batalla de Zama.
- Una sola, pero para mí suficiente. Una cosa es ser un cobarde que nunca entra en combate y otra muy distinta arriesgarse sin sentido. Yo he pecado a menudo del segundo vicio, especialmente en mi juventud. Escipión agradeció el comentario con una sonrisa. Todos hacían siempre referencia a que aquella herida de la pierna era provocada por Aníbal y siempre terminaban colmándole de halagos innecesarios. Escopas no era un adulador. Era un guerrero. Eso le gustó
a Publio, pues con un guerrero era con quien quería hablar.
- ¿Deseas beber algo, comer algo? Puedo ofrecerte excelente vino y muy buen queso. Poco más. En campaña los placeres son escasos.
Escopas negó con la cabeza.
- Estoy bien. Soy hombre ya de poco comer y prefiero beber por la noche. -Entonces pensó que quizá estuviera resultando innecesariamente hostil y añadió-: Pero si Africanus desea beber vino yo le acompañaré a gusto.
- No; si no sueles beber a esta hora, podemos dejarlo. Como imaginarás no he desplazado las legiones dos días de marcha hacia al sur para tomar una copa.
- Lo imagino, sí, pero no veo qué más pueda tener yo que tanto pueda interesar al gran general de Roma.
Publio no tenía ganas de andarse por las ramas. Había forzado un avance hacia el sur aun cuando ya se había pactado la tregua con los etolios. Para muchos de los oficiales aquel movimiento era una exhibición de fuerza innecesaria cuando el enemigo a batir, Antíoco, el rey de Siria, se fortalecía en Asia. Todos habían esperado que las órdenes, tras pactar con los etolios, fueran las de partir raudos hacia el norte para atravesar Macedonia y cruzar el Helesponto en busca del enerrugo. Era cierto que había que negociar con Filipo para conseguir el paso libre por Macedonia, misión a la que se había enviado a Tiberio Sempronio Graco, de quien aún no se tenían noticias, pero nadie veía por qué
ir hacia el sur para andar un camino que luego debería desandarse en cuanto se lograra un acuerdo con el rey macedonio. Escopas lanzó una pregunta cargada de dudas y amor propio entremezclados.
- ¿Has desplazado veinte mil hombres hacia el sur sólo para hablar conmigo? Mi vanidad se empeña en que crea que así es, pero a mí me parece militarmente un error y en lo que conozco sobre Africanus no hay errores de este tipo.
Publio Cornelio Escipión puso una mano sobre otra a la altura del pecho, sus dedos se entrelazaron, alguno resonó en un chasquido seco; luego los dedos de la mano derecha rascaron con las uñas el dorso de la mano izquierda. Dejó de nuevo las manos caídas, relajadas sobre sus muslos firmes, apoyados de forma sólida sobre la tierra de Grecia.
- Tu vanidad no te confunde. He hecho realizar dos jornadas de marcha a las legiones para hablar contigo. Pensé en desplazarme con un pequeño grupo de jinetes, pero Grecia es aún una tierra llena de enemigos de Roma y, como bien dices, no es más inteligente el general que se arriesga de forma absurda. Considero esta entrevista necesaria y considero que mi seguridad también lo es, ambas cosas son buenas para el bien de Roma. Si por ello he de desplazar veinte mil hombres, veinte mil hombres se ponen en marcha. En ese momento entró en el praetorium Lucio. Escopas se volvió para ver quién era, y al ver el imponente uniforme del cónsul de Roma al mando de aquellas tropas, recubierto con el paludamentum púrpura, el strategos griego se levantó casi sin querer. Nunca había visto a un cónsul de Roma.
- Ya estamos todos -dijo Publio alzándose en señal de respeto a su hermano, de la misma forma que había hecho Escopas, un gesto del etolio que Publio agradeció. Tras Lucio entró e\ proximus lictor con la sella curulis plegada y que abrió al lado de la sella de Publio, en el fondo de la tienda. Acto seguido el soldado desapareció dejando solos a los tres hombres. Todos tomaron asiento. Lucio en su sella curulis, tal y como le correspondía en orden a su cargo, y Publio y Escopas en sus respectivas sellae.
- ¿Hay noticias? -preguntó Publio a su hermano en latín. Lucio sabía que preguntaba sobre Graco y su misión de negociación con el rey Filipo.
- Aún no.
- Sea. Tenemos entonces unos minutos para dedicarle a nuestro invitado, hermano. Éste es Escopas, el hombre del que te hablé.
Lucio asintió mientras miraba al guerrero etolio. No vio nada en él que le hiciera entender la importancia de avanzar dos días hacia el sur para entrevistarse con aquel hombre, fornido, sí, pero no muy alto y claramente envejecido. Puede que aquel guerrero hubiera luchado contra muchos ejércitos, pero no le parecía que su experiencia fuera tal como para justificar aquel rodeo por territorio griego. En todo caso, había seguido el consejo de su hermano y había ordenado el desplazamiento de tropas. Al menos, hasta sus oídos había llegado el miedo que aquel avance había despertado en los etolios, más aún por lo inesperado tras haber pactado una tregua. No estaba de más imponer un poco de miedo. Más allá de eso, todo aquello no tenía mucho sentido para Lucio.
- Mi hermano -reinició así Publio su parlamento en griego-. También es de los que cree que me he excedido con mi insistencia de querer ver al veterano Escopas. -Lucio le miró negando con la cabeza, pero Publio levantó la mano para que no le interrumpiera-. En cualquier caso, no me suele gustar estar mucho tiempo quieto en un mismo sitio. Es mejor que el enemigo no sepa dónde estás, ¿no crees? -dijo Publio inclinando su cuerpo hacia delante.
- Es una estrategia, útil en ocasiones -concedió el griego.
Publio no dejó más espacio a los preámbulos.
- Panion, Escopas, ¿qué pasó en Panion? He venido hasta aquí porque quiero saber lo que pasó en esa batalla. El ejército egipcio estaba bien pertrechado y era numeroso y luego estabas tú con tu ejército de etolios experimentados. ¿Qué pasó? ¿Por qué una derrota tan…? -Y aquí Publio se echó hacia atrás sin poner el calificativo. Estaba claro que no quería herir el orgullo de su invitado.
- Tan… ¿abrumadora, desastrosa, completa? -concluyó Escopas en su lugar. Publio asintió. Escopas inspiró aire. Aquel general romano había venido allí para saber más, a través de él, del enemigo al que debía enfrentarse. El romano quería saber más de Antíoco. Aquello era inteligente por su parte, pero…
- ¿Y por qué debo darte información, Africanus} ¿Qué gano yo con ello?
Publio suspiró y asintió. Había esperado aquella pregunta. Tenía preparada la respuesta.
- La tregua entre Roma y los etolios es endeble. El reciente levantamiento de los etolios contra Roma para apoyar el avance de Antíoco sobre Grecia es una herida profunda en las relaciones entre Roma y los etolios. Tu colaboración es una forma de fortalecer esta tregua y de transmitir a Roma el deseo de los etolios de no combatir más contra Roma. -No era una gran respuesta, pero era lo mejor que tenía. Escopas rumió en silencio aquellas palabras.
- ¿Se retirarán las legiones hacia el norte?
- En cuanto terminemos esta conversación partiremos hacia el norte y respetaremos la tregua y… y habrás fortalecido nuestra voluntad de defender ante el Senado de Roma que los etolios, aunque fuera al final, colaboraron en la campaña de Roma contra Antíoco. No era gran cosa. Se trataba sólo de palabras, pero eran las palabras del mayor general de Roma, del princeps senatus, el más veterano senador, las palabras de una de las mayores autoridades de aquel inmenso poder que emanaba de Roma. Tampoco era algo desdeñable. Escopas se pasó las yemas de los dedos de su mano izquierda por los labios. Al fin, asintió despacio y empezó a hablar, yendo directamente al asunto sobre el que se le había preguntado.
- Nuestra falange central resistía bien, y eso que los argiráspides de los seléucidas y, en general, toda su falange, dirigida por Antípatro, estaban bien armados y bien entrenados. Las tropas de Antíoco estaban curtidas en las batallas de oriente. Eran buenos, pero mis etolios luchaban con bravura y los egipcios, sobre todo los nativos, aunque poco profesionales, combatían por su tierra y vendían muy caro cada paso que se veían obligados a ceder ante el empuje de un enemigo mejor y más poderoso. -Escopas se percató
de cómo los dos generales romanos se inclinaban ligeramente hacia delante en sus asientos; pocas veces había tenido un público más atento-. El problema grave fue la caballería. Nuestros jinetes resistieron las primeras acometidas de los dabas y otras unidades seléucidas, pero entonces llegó el desastre. -Escopas magnificó el impacto de sus palabras con un retórico silencio que alargó el suspense-. Antíoco ordenó intervenir a los catafractos. Centenares, miles de jinetes blindados de pies a cabeza, con caballos protegidos de igual forma, se abalanzaron sobre las alas de mi ejército. Yo mismo acudí en so-corro de uno de los extremos de la formación y lo pude ver con mis propios ojos. Los catafractos son lentos, eso es cierto, pero son indestructibles, son completamente invencibles. En poco tiempo mis dos alas de caballería estaban desarboladas, destrozadas, mis jinetes abatidos o en franca huida, los caballos etolios y egipcios heridos, muertos o sin guerreros que los gobernaran. Y los catafractos no se detenían y giraron hacia el centro en busca de la falange que, a duras penas, resistía contra los argiráspides sirios. Es un milagro que consiguiera replegarme hacia Sidón y salvar unos miles de soldados con los que hacerme fuerte en aquella ciudad hasta negociar mi salida y retorno a Grecia. Nos masacraron sin casi esforzarse y sin ni siquiera hacer entrar en combate a las decenas de elefantes que traían consigo; sólo los hizo entrar en batalla para masacrarnos mientras nos retirábamos; apisonaron a los egipcios como si fueran hormigas. -Hizo otra breve pausa en la que encontró el atrevimiento suficiente para lanzar una pregunta directa a Publio-: ¿Lleváis elefantes, romano?
Publio permaneció en silencio. Tenían apenas docena y media de elefantes, pero insuficientemente adiestrados y, además, las legiones no estaban acostumbradas a combatir con ellos. Era como prácticamente no tener. Escopas respondió al silencio de Publio con un resumen final de Panion y otra pregunta.
- Nada ni nadie puede detener a los catafractos de Antíoco. Primero el rey sirio te lanza su infantería, sus carros escitas, sus elefantes si le parece, sus unidades de élite y si, pese a todo pronóstico, consigues mantener la posición, lanza por las alas a su caballería blindada. Los catafractos lo arrasan todo a su paso, te desbordan por las alas y luego se vuelven contra tu retaguardia. Es siempre la misma estrategia, pero no hay nada que pueda detenerlos. Nada ni nadie. En las Termopilas Antíoco no utilizó el grueso de su caballería acorazada, pero ahora ya no menospreciará el poder de las legiones y acudirá al campo de batalla con todo lo que tiene. ¿Tenéis acaso caballería blindada?
No tenían. Publio y su hermano callaban. Publio observó que Lucio se movía de forma incómoda en su sella curulis.
- Somos nosotros, strategos, los que hemos venido a hacer preguntas -dijo al fin Publio. Escopas asintió despacio y se inclinó hacia atrás. Le gustaría dejar caer su espalda cansada de tantas batallas sobre algo blando o duro, pero aquel asiento carecía de respaldo. Echaba de menos el banco frente a su casa, a la sombra de la higuera, el transcurrir lento de los días sin sangre, sin mandar a miles de hombres a una lucha incierta, días en paz. Escopas decidió no hacer más preguntas, tal y como se le acababa de indicar, pero no se privó de emitir su sentencia sobre el futuro de aquellas legiones.
- Camináis hacia vuestra destrucción -pronunció el strategos con la calma de quien evalúa algo que no le concierne personalmente, pero, a su vez, con la frialdad que da la distancia-. Sin caballería blindada que oponer a los catafractos éstos pasarán por encima de vuestros jinetes y de vuestras legiones para que luego los elefantes se distraigan pisoteando los cadáveres. Igual que en Panion. Tanto detalle en la evaluación del strategos era innecesario, pero era una pequeña victoria moral que el veterano etolio se permitía ante quien acababa de forzar una tregua que suponía una derrota para su pueblo. Los etolios, como el resto de Grecia, ya no eran libres, sino que estaban a merced de los romanos. No podían evitar en el fondo de su alma, alegrarse de que hubiera un enemigo, Antíoco, al que los romanos temían de verdad. Publio Cornelio Escipión respondió sin elevar el tono de voz, sin mostrar ni un ápice de nerviosismo o de irritación ante las palabras de Escopas.
- Te olvidas de un pequeño detalle, strategos. Escopas admitió para sí mismo que el romano había captado su atención.
- ¿Un detalle? ¿Qué detalle? Escipión sonrió.
- Soy Publio Cornelio Escipión, al que llaman Africanus, y estoy invicto en el campo de batalla. Nadie nunca me ha derrotado. -Y con cierta petulancia, quizá algo forzada, añadió-: Y nadie, strategos, nadie nunca lo hará.
Escopas pensó en decir que siempre había una primera vez para todo, pero no tenía ganas de forzar más su suerte y, pese a su orgullosa respuesta, el general romano estaba preocupado por el relato de la batalla de Panion que acababa de escuchar. El strategos etolio sabía leer en los ojos de los hombres y preocupación era lo que rezumaba en la mirada de Publio Cornelio Escipión. Eso, sin embargo, le concedía una posibilidad: el romano parecía no menospreciar al enemigo. Ésa era una base, no suficientemente sólida sin caballería blindada que oponer a los catafractos, pero era una pequeña base sobre la que podría trabajar aquel general.
- Creo que mi presencia ya no puede reportar más a Roma -dijo Escopas, y se levantó
con lentitud.
- Has sido muy amable por venir a esta entrevista, strategos -respondió Publio-. Una turma de nuestros jinetes te acompañará de regreso a tu ciudad. Que tus dioses te protejan. Escopas inclinó la cabeza ante Publio, luego ante Lucio, dio media vuelta y desapareció por la puerta del praetorium. Los dos hermanos y generales romanos quedaron a solas.
- No hemos sacado mucho de esta conversación -dijo Lucio.
- Bueno… hemos confirmado algo que tenía en mente desde hace tiempo. Lucio miró a su hermano a la espera de que éste precisase más. Publio se explicó.
- Los catafractos son invencibles.
Lucio suspiró. Aquel comentario no era precisamente muy motivador.
- Pero tenemos buenas tropas, buenas legiones, bien adiestradas, y unos buenos cuerpos de caballería y Pérgamo acudirá con refuerzos si cruzamos a Asia.
- Así es, hermano, pero contra los catafractos no podemos salir victoriosos con nuestra caballería. Éste es un enemigo nuevo para nosotros. Un instante de silencio y Lucio dio un respingo en su asiento. -¿Y si creáramos una unidad similar?
- Lo he pensado, Lucio, lo he pensado. Es una buena idea, pero nos falta tiempo. Copiamos las naves cartaginesas, pero para ello nuestros antepasados se hicieron con embarcaciones púnicas abandonadas tras un naufragio. Adoptamos las espadas iberas para nuestras tropas, pero tras años de luchar contra ellos y de recopilar cientos de armas enemigas. No podemos inventarnos una fuerza de catafractos sin luchar antes contra ellos, sin ver cómo son exactamente sus protecciones, sin ver cómo maniobran. No tenemos ni el tiempo ni los caballos adecuados, ni los jinetes sabrían cómo conducirlos. Sería una locura forzar a nuestra caballería a intentar copiar una forma de luchar que desconocen. Seguramente en el futuro Roma tendrá que crear caballerías similares a las de Oriente, pero no será en esta campaña, hermano. Aún estamos intentando aprender a luchar con elefantes y no sabemos hacerlo bien y dudo de que alguna vez sepamos hacerlo con habilidad. No. Definitivamente nuestra victoria tiene que forjarse en la maniobrabilidad de nuestras legiones, en la fortaleza de nuestra infantería, en conseguir los refuerzos necesarios de Pérgamo. La caballería debe tener su papel, Lucio, pero aún no sé
cuál será. Aún no lo sé.
- ¿Qué hacemos ahora? Aún no ha regresado Graco de Pella y no sabemos nada sobre Filipo. Si empezamos a avanzar hacia el norte sin tener confirmado el permiso de Filipo, seguro que el rey macedonio lo interpretará como un acto hostil y podríamos poner a Graco en una difícil situación si aún está negociando con ese canalla de Filipo. Publio le miró con sorpresa. No había pensado en eso, tan concentrado como estaba con el tema de la caballería acorazada siria. No, no había considerado que un avance de las legiones hacia el norte podría poner en un aprieto, si es que no lo estaba ya, al impertinente Graco.
- No tenemos tiempo que perder, hermano. Avancemos hacia Macedonia y que Graco se las componga como pueda. Tenemos que llegar al Helesponto lo antes posible. Si es con la aquiescencia de Filipo mejor, y si es sobre su cadáver, pues sobre su cadáver. Quizá se me ocurra algo sobre cómo luchar contra los catafractos mientras nos aproximamos hacia Asia.
- ¿Quizá? Por Hércules, Publio, entre tú y ese general etolio habéis conseguido ponerme nervioso. -Y se levantó entre furioso e irritado. Publio se alzó también y sonriendo le puso la mano en la espalda.
- Quita el «quizá», hermano. Pensaré en algo. Cruzaremos a Asia y regresaremos victoriosos, como hicimos en Hispania y en África. Lucio se serenó y tras estrechar la mano de su hermano partió para organizar la puesta en marcha de las legiones con dirección a Macedonia. Tan preocupado estaba por el tema de los catafractos que el cómo pudiera afectar ese movimiento de tropas al joven tribuno de la familia Sempronia enviado a negociar con Filipo era ya un asunto muy menor en su mente.
Publio se quedó en la tienda. Su hermano se había tranquilizado, pero él no. Los catafractos estaban en Asia, pertrechados, armados y bien adiestrados esperándoles en alguna llanura de Oriente. El rey Antíoco estaría al mando y Aníbal como consejero. Pudiera ser que al final de aquella campaña se cumplieran las maldiciones de los reyes de Numidia. Publio inhaló el aire con parsimonia y lo dejó salir mientras volvía a tomar asiento en su sella. Siempre había llevado las campañas militares al límite máximo de sus fuerzas y de las fuerzas de todos los legionarios. La campaña de Asia parecía que llevaba el mismo camino pues todo dependía de cómo detener a los catafractos y, por el momento, no veía modo alguno.
Publio Cornelio Escipión se quedó varias horas en el silencio del praetorium. De cuando en cuando se pasaba una mano por la barbilla o cambiaba ligeramente de posición en su asiento. En el exterior se escuchaba la algarabía que las legiones generaban mientras se desmontaban tiendas y se recogían todos los pertrechos necesarios para avanzar hacia el norte. En su mente no había sitio ya para Graco. Lo daba por muerto o, si la Fortuna le sonreía, por un embajador con suerte. En cualquier caso, incluso si sobrevivía a la negociación con Filipo, la campaña de Asia sería dura. Muy dura. *****Graco. Los catafractos. La guerra.
Tiberio Sempronio Graco no probó bocado de la cena y tampoco probó el vino. A la esclava la despidió nada más llegar. Seguía desarmado y la estancia en la que se le había alojado no tenía ventanas. Se parecía más a una celda que a una habitación que se usara para invitados. Eso sí, el lecho era confortable, había mantas limpias, la comida era abundante y el vino había sido decantado con generosidad en una gran jarra. El agua estaba fresca y sólo saberse al borde de la muerte podía hacer que todo aquello fuera poco deseable. Al cabo de varias horas insomne, agotado de pasear de una esquina a otra de la habitación, se recostó en el lecho y cerró los ojos. Empezó a dormirse, pero la puerta se abrió de golpe de par en par chocando contra el muro. Alguien le había dado un puntapié. Graco dio un respingo y al instante estuvo en pie, en guardia, sin armas, pero listo para luchar aunque fuera con sus manos. Habían entrado tres soldados en la habitación y tras ellos, para sorpresa del tribuno, entró Filipo V de Macedonia. Graco, en aquella ha-bitación sin ventanas, había perdido la noción del tiempo, pero aún debía ser de noche y debía faltar bastante para el nuevo día. Aquello no podía presagiar nada bueno.
- Buenas noches, romano. Veo que ni te gusta la comida de Macedonia, ni la bebida y, por lo que me cuentan mis guardias, tampoco te gustan las esclavas de palacio. Como negociador, tribuno, eres más bien poco hábil. Cualquiera en tus circunstancias sabría que aceptar la hospitalidad del anfitrión es el principio de una buena negociación. Pero siéntate, romano, siéntate. -Y Graco, aunque sin mayor interés por sentarse, cumplió
aquella orden confuso, asustado, sin saber qué estaba pasando-. No entiendes nada,
¿verdad? Es lógico. Por eso yo soy rey y tú sólo eres un embajador al que se la han jugado los suyos. -Aquí el rey se congratuló al ver cómo el tribuno fruncía el ceño; estaba claro que no sabía nada-. ¿No sabes acaso que las legiones romanas se han puesto en marcha hacia Macedonia sin tan siquiera esperar a que tú regreses con mi respuesta?
No, ya veo que no sabías nada de todo esto. Tu faz es suficientemente reveladora. Tengo jinetes desplazados por toda la frontera y más allá, hacia el sur, y me mantengo informado de lo que ocurre alrededor de mi reino. Las legiones avanzan, romano, avanzan hacia aquí. Parece que a tus generales no les importa ni tu vida ni mi opinión. Ya ves, joven romano, tus generales nos desprecian a los dos. Eso me ha hecho pensar. -Había una silla en una esquina de la habitación y el rey tomó asiento-. Verás, mi primer impulso al recibir los informes de mi caballería era venir aquí y, como te anuncié en el salón del trono, cortarte la cabeza. Luego me pondría al frente de mis tropas y me encaminaría a la frontera con mis hoplitas. Habría sido una gran batalla. Quizá la última que luchara. Me consta de la enorme fuerza de ataque que Roma ha desplazado para luchar con Antíoco. Luego pensé en tus palabras y por supuesto que llevas razón: Antíoco no merece que combata por él. Así que ya ves, te he escuchado y lo he sopesado todo. Quiero fastidiaros a todos: a Aníbal, a Antíoco, a tus generales y a ti mismo y ya he decidido cómo conseguiré todo eso. -Aquí el rey se detuvo en una prolongada y estudiada pausa en la que saboreó cada gota de sudor que resbalaba por la nerviosa faz de su interlocutor romano; al cabo de unos segundos se sintió satisfecho por la tensión creada y presentó su decisión con gran capacidad de síntesis-. Ya sé que nadie piensa en mí para el futuro, pero eso ya se verá. No pienso suicidarme en esta batalla que buscan tus generales. No, no voy a hacerlo. Y tampoco voy a matarte. Te dejaré marchar igual que has venido y puedes decir a tus queridos generales, esos mismos que te han traicionado, que has conseguido el permiso del rey Filipo V de Macedonia, descendiente del gran Alejandro Magno, para cruzar mis territorios sin ser molestados, y no sólo eso, sino que facilitaré
grano y provisiones a vuestro ejército para que crucéis a Asia en las mejores condiciones posibles. Sí, aprovisionar a quienes van a luchar contra Antíoco y Aníbal me ilusiona, igual que me divertirá ver pasar a unas legiones que caminan hacia una muerte segura: Asia no es ni África ni Hispania ni tan siquiera Grecia. Tus generales son unos inconscientes. Antíoco tiene el mejor ejército de todo el mundo. El ejército sirio no es un conjunto de tribus iberas desordenadas ni mercenarios agotados tras años de guerra. En las Termopilas, Antíoco sólo había desplazado una pequeña parte de ese descomunal ejército. En Asia tus generales se las tendrán que ver con todas sus tropas, incluidos los catafractos. Sí, he decidido dejar que os matéis los unos a los otros. Ya veremos en qué
queda vuestra proyectada victoria sobre Antíoco y sólo entonces decidiré con quién aliarme si es que queda alguien con quien hablar. Y en cuanto a ti, eres un asunto muy menor, pero si tus generales han movido las tropas sin esperar tu regreso es que, sin duda, te desean muerto. Estoy seguro de que les irritará sobremanera que regreses vivo y con tu misión cumplida. -Aquí el rey Filipo sonrió con soltura, satisfecho consigo mismo-. Ahora que mi ejército está en inferioridad de condiciones, éstas son las pequeñas victorias que puedo permitirme. No son gran cosa, no lo parecen, pero por Heracles, veremos qué pasa en Asia. -Y se levantó y desapareció por la puerta arropado por sus soldados repitiendo sus últimas palabras-. Veremos qué pasa en Asia.
Un soldado macedonio permaneció en la habitación y le alargó el brazo con el gladio. Graco tomó el arma y la envainó mientras digería todo lo que acababa de escuchar y mientras el soldado macedonio le daba las últimas instrucciones de parte del rey Filipo.
- Un caballo te espera a la puerta del palacio y una patrulla de jinetes te acompañará
hasta la frontera. A partir de allí, el resto es cosa tuya.
Tiberio Sempronio Graco salió del palacio real de Pella con vida. Cabalgando al trote sobre un nuevo caballo, mientras avanzaba por las calles de la capital macedonia, sintió
hambre y lamentó no haber probado la cena que se le había ofrecido, pero mejor era tener hambre que estar muerto.
53 Lelio contra Catón
Roma, finales de agosto de 190 a.C.
Nunca pensó Lelio que fuera a tener tanto trabajo. Ya se lo habían advertido Publio y Lucio.
- Tenemos el frente de Asia, pero aquí en Roma, querido Lelio, se habrán de librar grandes batallas -había insistido Publio al despedirse.
Y así había sido. Catón estaba decidido a mantenerle muy ocupado durante su estancia en Roma. En cuanto los Escipiones salieron por las puertas de la ciudad, Marco Porcio Catón empezó a instigar con furia contra cualquier senador próximo a Publio y Lucio Cornelio Escipión. La primera víctima fue Minucio Termo, aliado de los Escipiones en varias votaciones del pasado reciente, al que Catón acusó de excesiva crueldad en su campaña al norte contra los ligures y, peor que eso, de no haber conseguido pacificar la región.
- Tanta muerte y tanta desolación en Liguria que sólo nos traerá más rencor en una región demasiado próxima a Roma donde deberíamos desterrar esos sentimientos de odio hacia nosotros. -Catón declamaba su discurso con la seguridad de quien ha contado varias veces los senadores presentes y se sabe ganador en la próxima votación, y es que un pequeño número de senadores proclives a la causa de los Escipiones y sus amigos, como era el caso de Minucio, estaban desplazados fuera de Roma en Asia junto a su gran líder; no demasiados, pero sí suficientes para inclinar a su favor un Senado que estaba dividido y nervioso a la espera del gran enfrentamiento contra Antíoco; así, Catón seguía hablando desde el centro de la sala-. Liguria está resentida y en cualquier momento se volverá a levantar en armas contra nosotros, y ¿hemos de conceder un triunfo a quien ha sembrado esa cizaña? Yo creo que ya nos ha hecho bastante daño el senador Minucio. Mostremos nuestra generosidad no castigándole, pero no seamos tan necios de premiarle. Y se sentó entre los aplausos de Lucio Valerio, Spurino, Quinto Petilio y otros muchos que parecían disfrutar con la saña con la que Catón lanzaba aquellos dardos verbales contra sus enemigos políticos. Cayo Lelio argumentó que esa crueldad de la que se acusaba a Minucio era la misma que había usado el propio Catón en Hispania, pero su intervención sólo recibió una gran andanada de insultos desde los bancos de enfrente y só-lo una muy breve ovación de unos pocos senadores fieles a la causa de los Escipiones. La votación fue ganada por Catón dos a uno. Esto envalentonó más aún al senador plebeyo de Tusculum, que se volvió a levantar y pidió de nuevo la palabra al presidente de la sesión que, sin dudarlo, se la concedió. Arremetió entonces Catón contra Acilio Glabrión por malversación de fondos en la campaña que culminó con la batalla de las Termopilas, una gran victoria militar que había expulsado a Antíoco de regreso a Asia y en la que, como todos sabían, el propio Catón había luchado con gran valor. La victoria militar era indiscutible, y criticarla sería criticarse a sí mismo pues él mismo participó
en las Termopilas con gran éxito, por eso Catón mordió en la gestión económica de la misma, algo que condujo Glabrión por sí mismo. No había pruebas claras contra Acilio Glabrión. El reparto del botín era algo siempre confuso y sujeto a diversas interpretaciones. Catón pidió una investigación y lo único que pudo conseguir Lelio es que el asunto se debatiera en otra sesión. Catón aceptó, ya que en el fondo le convenía prolongar en el tiempo el ataque a Glabrión, pues sabía que éste era el candidato que los Escipiones iban a presentar para censor al año siguiente y era el propio Catón quien quería la censura para sí mismo. Sabía que no podía ganar un juicio público por malversación contra Acilio Glabrión, pero había aprendido de los Escipiones que se podía deteriorar la imagen de un candidato lo suficiente con una causa de esas características como para superarle a continuación en una elección. Y ése era su objetivo fundamental. Lelio suspiró aliviado cuando Catón aceptó el aplazamiento sobre la causa contra Glabrión pensando que por fin terminaba aquella tortura, pero el incisivo acusador de Roma, el austero, cínico y agudo Catón se situó una vez más en el centro de la sala y lanzó un nuevo ataque. Esta vez contra el mismísimo Emilio Régilo, que acababa de derrotar en el Egeo a la flota siria en una gran batalla naval, una flota enemiga comandada, según decían, por el propio Aníbal, una batalla que facilitaba el paso de las legiones a Asia al debilitar el control del mar por parte de Siria.
- ¿Cuántos muertos ha habido en esa batalla? ¿Cuánto oro y plata reportará esa victoria a las arcas de Roma? ¿Cuántos esclavos llegarán a nuestros mercados? -preguntaba Catón de forma agresiva-. ¿Es que ahora hemos de conceder un triunfo cada vez que un senador amigo de los Escipiones sale de pesca? -Y decenas de senadores se echaron a reír-. Nos congratulamos de que la pesca le haya ido bien al amigo de los Escipiones y nos alegramos de que haya hundido algunos barcos enemigos, ahora bien, quedaría saber cuántos de esos navios enemigos han sido realmente abatidos por nuestra flota o si gran parte del mérito de esa victoria se debe a la inestimable ayuda de la gran flota rodia, famosa en el mundo entero por su destreza en las batallas navales. Por todos los dioses, de acuerdo en que Régilo ha presenciado una victoria interesante para Roma, pero de ahí a conceder un triunfo hay muchos días de navegación para el bueno de Emilio Régilo.
Y Catón se despidió del centro de la sala una vez más envuelto en un mar de aclamaciones y vítores por su ocurrente forma de acusar y de apuntar las debilidades de las propuestas del bando contrario. Cayo Lelio, cónsul de Roma, al fin, se levantó despacio. Aquí tenía que hacerse valer, no ya por el triunfo sino porque había recibido una carta de Publio hacía solo una semana.
Querido Lelio, cónsul de Roma:
Avanzamos hacia Asia. Graco, no me preguntes cómo, ha conseguido que Filipo V
ceda y hemos cruzado Macedonia sin peligro. Las legiones están embarcando y cruzando hacia Abydos. Allí seguramente pasaremos un tiempo, pero el mensaje habrá llegado claro y nítido a Antíoco: vamos a por él y no nos importa que se esconda en Asia. Sé
que hemos de provocarle para que luche en una gran batalla campal antes de que termine el año de tu consulado y el de Lucio. Aún no sé cómo nos enfrentaremos a sus temibles catafractos. Es algo que me desalienta, pero que no comparto con nadie. Ni tan siquiera con Lucio. Me gustaría tanto que estuvieras aquí…, pero en Roma haces falta. Más tarde o más temprano lo verás claro. Catón nos atacará por todos los frentes e irá contra todos. Lo importante ahora es un asunto que me preocupa sobremanera. Necesitamos el control del mar. Livio Salinator está al mando de toda la flota romana y no es el mejor para ese puesto. Lelio, necesito el mar bajo nuestro control. Emilio Régilo es un amigo y además ha demostrado su capacidad con su victoria de hace unos días. Has de conseguir que Régilo reemplace a Salinator al mando de la flota romana. Con Régilo en el mar sé que sólo deberé preocuparme por los elefantes y los catafractos de Antíoco, y bueno, por el pequeño detalle de que nos doblarán en número, pero a eso ya nos acostumbramos en Hispania y en África. ¿Recuerdas nuestra batalla nocturna?
Saluda a Emilia y a mis hijas. Les he escrito también, pero ya sabes que nunca se puede estar seguro del correo y menos en estos días. Tu amigo,
Publio Cornelio Escipión
Lelio, mientras se levantaba, llevaba la pequeña tablilla en la mano derecha. La había traído para que le aportara vehemencia suplementaria. Sabía que la necesitaría. La sesión se había saldado con varias victorias para Catón. En cierta forma, Lelio se había reservado fuerzas para esta misión y tampoco había luchado hasta el límite en las votaciones anteriores. Sabía que Catón y los suyos estaban crecidos y muy seguros de su fuerza. El Senado se dividía entre los incondicionales de Catón y los leales a Escipión, un tercio para cada bando y luego el tercio cuyo voto siempre oscilaba dependiendo de la propuesta que se votara. Sin Publio allí, el gran princeps senatus, que parecía intimidar a todos con su sola presencia, ese tercio más independiente de senadores, solía decantarse una y otra vez a favor de las propuestas de Catón. Lelio sabía que era a esos hombres a los que debía ganar para su causa. Había pensado hablar ensalzando la gran victoria naval de Régilo, que tanto había menospreciado Catón, pero estaba persuadido de que eso no seria suficiente. No, debía reavivar, una vez más, los viejos miedos de los senadores. Tendría que vencer a Catón con sus propias armas.
- Es cierto que los rodios nos ayudan en el mar y es algo que debemos agradecer, pero, pregunto yo -empezó Lelio con sosiego-, si tan buenos son, si tan capaces son, ¿para qué nos llamaron? Si ellos solos se bastan para derrotar a la flota siria, ¿para qué enviaron una y otra vez embajadas a Roma que prácticamente se arrodillaban suplicando nuestra ayuda? Todos vosotros lo habéis presenciado, habéis sido testigos de esas largas sesiones donde los mensajeros de Rodas no hacían más que explicar una y otra vez que ni su flota ni su ejército eran suficientes para detener a las fuerzas de Antíoco. Digo yo que algo habrá hecho Emilio Régilo. Algo habrán hecho nuestras tropas. ¿O es que nuestro querido Marco Porcio Catón ha recibido algún mensaje de Rodas en el sentido de que nos llevemos la flota porque ya no nos necesitan? Si es así, por favor, que el senador comparta con el resto ese mensaje. -Y se detuvo un instante mirando al aludido Catón, que le miraba a su vez fijamente con los ojos inyectados de odio; no, no era una mirada agradable de sostener, pero Lelio lo hizo y se guardó en lo más profundo de su ser la mirada de quien ya estaba casi seguro había ordenado que lo asesinaran en el pasado, una confusa noche, justo antes de retornar a Hispania, hacía bastantes años, pero no suficientes para que Lelio olvidara; así Cayo Lelio iba a seguir hablando, pero no se trataba ya de política o de guerra, ni tan siquiera se trataba de hacer un favor o seguir una or-den de Publio; no, lo que quedaba de sesión era algo personal-. Entonces se ve que no hay mensaje de Rodas -apostilló al fin el cónsul-, entonces parece que nuestra flota sigue siendo necesaria; a lo mejor ocurre que, a fin de cuentas, Emilio Régilo igual sí que ha conseguido algo importante que no es otra cosa sino que contribuir a recuperar el control del mar cuando nuestras legiones están justo al otro lado del Helesponto. A lo mejor resulta que hundir la flota enemiga es bastante importante para el curso de la guerra; a lo mejor resulta que Emilio Régilo es un gran líder que ha conseguido una gran victoria y, por si eso fuera poco para concederle un triunfo, tenemos un factor adicional que nuestro querido Marco Porcio Catón ha omitido hábilmente en su discurso: el comandante de la flota siria no era otro sino que nuestro odiado y temido general púnico Aníbal, el mismo general cuyo nombre, nada más ser mencionado, aún hace sentir escalofríos a muchos de los que hablamos aquí, bajo la protección de los muros de la Curia Hostilia. Y yo pregunto, queridos senadores de Roma, paires conscripti, ¿cuántos aquí
pueden levantarse de su asiento y decir que han derrotado a Aníbal en una batalla? -Y
elevó el tono de voz-. ¿Cuántos, cuántos, cuántos? -Calló un instante para de nuevo romper el silencio con la tormenta de sus palabras-. Nadie, porque nadie excepto Publio Cornelio Escipión había derrotado a Aníbal en una batalla hasta ahora, hasta que Emilio Régilo cercó y hundió a gran parte de la flota siria bajo el mando del eterno enemigo de Roma y ahora resulta que eso ¿no merece un triunfo} Yo os diré lo que eso merece, maldita sea, y os lo dice el cónsul de Roma: eso merece un gran triunfo y que el Senado tenga la clarividencia no sólo de conceder ese reconocimiento a Régilo sino además que el Senado hoy mismo vote que sea el propio Régilo el que esté al mando de toda la flota romana en el Egeo en lugar de Livio Salinator mientras duren las operaciones en tierras de Asia; así que mi propuesta no es ya sólo que se le otorgue el triunfo sino que a la vez se vote a favor de su ascenso a almirante en la zona. Alguien que ha derrotado a Aníbal merece de nuestra parte por lo menos eso. Ahora sí estoy seguro de que ganaremos a Antíoco, porque tanto en tierra como en mar tendremos sendos generales que han derrotado a Aníbal, el peor de todos nuestros enemigos. Sólo falta que el Senado no sea ciego como para no ver esto o demasiado débil como para dejarse poner vendas de quienes no cuentan todo lo que ha ocurrido tal y como ha ocurrido.
Y Lelio retornó a su asiento entre aplausos y gritos de ánimo de muchos senadores amigos, mientras Catón guardaba silencio y apretaba los labios con fuerza y ninguno de sus fieles se atrevía ni tan siquiera a darle ánimos tocando su espalda con la mano. Los que le conocían bien sabían cuándo era mejor dejarle a solas con su rabia. El miedo a Aníbal, una vez más, inclinó el sentido de la votación. Por una vez, por una sola vez, Cayo Lelio había derrotado a Marco Porcio Catón en el Senado y el veterano general saboreó el extraño regusto de satisfacción que proporcionaba una gran victoria construida sólo a base de palabras. Y sabía bien. Sabía muy bien.
54 El último consejo de Epífanes
Antioquía, Siria. Principios de septiembre de 190 a.C.
No era uno de los días más felices en el palacio real de Antioquía. El rey estaba enfurecido. Su flota había sufrido una derrota brutal. El protegido de Epífanes, aquel maldito extranjero de Cartago, no había sido capaz de derrotar a la flota romana y rodia. Ahora las legiones de los Escipiones cruzaban el Helesponto y se adentraban en Asia Menor.
- ¡Por Apolo y por todos los dioses! -se lamentaba el rey-. ¡Están cruzando a Asia, pero será por poco tiempo! ¡Los aplastaré con mis elefantes y mis catafractosl ¡Los aplastaré a todos! -gritaba, pero no miraba a nadie, sólo al suelo hasta que levantó la vista y se encaró con Epífanes ignorando a Aníbal que estaba en pie, a su lado-. Tu maldito protegido ha resultado ser un fiasco completo. A partir de ahora, Polinides se hará cargo de la flota y da gracias que no os mato a los dos ahora mismo, a ti y tu maldito general extranjero.
Aníbal fue a hablar, estuvo a punto de explicar lo que había ocurrido, cómo no se le habían proporcionado todos los medios que pidió y cómo rodios y romanos juntos habían constituido una flota poderosísima a la que, no tenía pruebas pero estaba seguro de ello, se habían añadido buques desde Pérgamo. Antíoco se había empeñado en luchar contra demasiados enemigos a la vez y no le había hecho caso en traslaclar la guerra a Italia; ahora era Roma la que llevaba la guerra a Asia. Estaban jugando al juego de Roma, pero Aníbal no dijo nada porque Epífanes le agarró por el brazo al tiempo que se inclinaba en señal de respeto al rey y le hacía indicaciones a Aníbal negando con la cabeza.
- No es el momento, no es el momento -le musitó en voz baja, y Aníbal se contuvo y salió tras Epífanes dejando al rey con el que sería nuevo almirante de la flota siria, Polisinides, uno de los hombres de Seleuco. Salieron del salón del trono y no dejaron de andar hasta llegar a los aposentos de Epífanes en el otro extremo de palacio. Se trataba de una humilde sala que hacía las veces de comedor, de estudio o de dormitorio según las necesidades. Epífanes se sentó frente a la mesa donde había extendido un mapa de Asia Menor. Aníbal le imitó y se sentó frente a él.
- ¿Qué crees que harán ahora los romanos? -preguntó Epífanes.
- Avanzarán hacia el sur para reunirse con las tropas de Pérgamo, eso sin duda. Reunidos los dos ejércitos avanzarán hacia Antioquía hasta que se encuentren con alguna oposición.
- ¿Montañas o llanura, para detener a los romanos? -inquirió directo Epífanes. Aníbal meditó unos instantes.
- Una llanura mejor. Es mejor también para las legiones, pero es la caballería la que manda y los elefantes. En una llanura, los catafractos destrozarán las alas de la formación romana y, girando sobre la retaguardia aniquilarán al enemigo como en Panion mientras que por el frente pueden atacar los elefantes. Si no controlamos el mar eso permitirá
a los romanos replegarse y regresar con los supervivientes, lo cual es una lástima, pero una victoria en tierra es segura. En eso tiene razón Antíoco, pero ha de ser en una llanura. Epífanes miró el mapa con tiento. Estaba seguro de que el rey no querría que los romanos se acercaran a Antioquía, pero por otro lado no sería fácil evitar la unión de las legiones con el ejército de Pérgamo.
- Está Magnesia, en las llanuras de Lidia, al sur de Pérgamo, en la ruta hacia Antioquía -dijo al fin Epífanes, y señaló en el mapa un punto próximo a Pérgamo. Aníbal asintió despacio mientras respondía.
- Tendría que ver el emplazamiento, pero parece un buen lugar. Un esclavo, algo nervioso, trajo cuencos con leche y algo de queso. Puso un cuenco junto a Epífanes y otro frente a Aníbal y dejó el plato con queso en un extremo de la mesa para evitar tapar el mapa. Aníbal tomó un trozo de queso y empezó a comer. Epífanes tenía sed. Cogió el cuenco de leche y comenzó a beber, un sorbo pequeño primero y luego un par de gran-des tragos. Una vez saciada su necesidad de líquido se reclinó en el respaldo de la butaca en la que estaba sentado. Estaba meditando sobre cómo recuperar el favor del rey antes de la gran batalla campal que debería tener lugar en Magnesia. Era fundamental conseguir que el rey hiciera caso de la experiencia de Aníbal. Si lo hacían estaba convencido de que la victoria sería de Siria. De pronto sintió un pinchazo en el estómago que, en lugar de desaparecer al poco tiempo, como cuando tenía gases, permanecía hasta transformarse en un profundo dolor que le invadía por dentro. Epífanes miró entonces hacia su cuenco casi vacío y observó cómo Aníbal se llevaba su propio cuenco a la boca.
- No bebas… -acertó a decir Epífanes al tiempo que se caía de la silla retorcido de dolor. Aníbal aún no había probado la leche de cabra y posó de nuevo el cuenco, muy lentamente, sobre la mesa. Se agachó entonces junto a Epífanes.
- Llamaré a un médico -dijo el cartaginés.
- No… déjalo… es inútil… es tarde para eso… -mascullaba entre dientes Epífanes con los brazos cruzados sobre el estómago-; me lo he bebido casi todo… escúchame…
general… escúchame… -y Epífanes inspiró aire con dificultad; sabía que sólo disponía de unos instantes, quizá, ni eso-, esto es cosa de Seleuco. El rey está rabioso, pero cuando quiere ejecutar a alguien lo hace cara a cara… está algo loco pero no es así de traicionero… esto es Seleuco… aprovecha que sabe que ahora el rey no lamentará nuestra muerte, pero ha fallado… al menos, en parte… -y Epífanes se permitió la última sonrisa de su vida-, mi sed ha hecho que sólo pueda acabar con el más débil de los dos -has de permanecer en la corte, pero siempre atento… el rey volverá a ti… tarde o temprano volverá a ti… sabe que ni Seleuco ni el resto de sus generales son suficientemente buenos… cuando las legiones avancen hacia Lidia te preguntará… ésa será tu oportunidad… hasta entonces… ten cuidado con lo que comes…
Y Epífanes dejó de respirar entre los brazos del general cartaginés. Se quedó con la boca abierta y los ojos mirando a un cielo azul que asomaba por la gran ventana de la estancia. Aníbal se levantó y se sentó de nuevo junto a la mesa. Pensó en el queso que acababa de comer, pero él se sentía bien. Se preguntó si los dos cuencos de leche estarían envenenados y concluyó que muy probablemente así fuera. Tenía que salir de allí y advertir a Maharbal y al resto. Salió a la puerta y llamó al esclavo que había traído la leche. Éste entró aún más nervioso que antes. Tenía la culpabilidad por todo su rostro. A Aníbal no le estaba permitido portar armas en el palacio real, pero no las necesitaba. Cogió al esclavo por el cuello y lo levantó hasta que quedó con los pies en el aire, con la cara enrojeciéndose por la asfixia y agitando los brazos como un pavo antes de decapitarlo para ser cocinado.
- ¿Quién? -preguntó Aníbal, y lo dijo con la decisión firme de mantener la asfixia de aquel esclavo hasta la muerte si antes no decía nada, y el esclavo lo entendió perfectamente pero no podía hablar por la presión de la mano de Aníbal en su garganta, de modo que empezó a pegar con sus pies en la pared y soltar lágrimas por los ojos en su más absoluta y total desesperación. Aníbal aflojó por un instante y dejó que el esclavo recuperara el apoyo sobre el suelo. El esclavo sabía que era su única oportunidad.
- Seleuco… -dijo entre una funesta tos en su ansia por recuperar el aliento.
- ¿Y mis hombres?
- Sólo… teníamos órdenes de… aquí… -y seguía tosiendo mientras intentaba explicarse-, tus hombres… están bien.
- Perfecto -dijo Aníbal, tomó entonces al esclavo de la túnica y, asiendo con la fuerza de una rapaz el tejido de lana, levantó al pobre sirviente con tal furia que lo elevó por encima del suelo hasta arrojarlo certeramente hacia el espacio vacío de la ventana. El cuerpo del esclavo voló por los aires hasta reventar estallando contra el suelo de la ave-nida que rodeaba el palacio real. Aníbal se asomó por la ventana. Había más altura de la que había pensado. Quizá cuarenta codos o algo más.
- Éste ya no envenenará a nadie más. -Y emergió de la habitación andando con estudiada tranquilidad en dirección a la salida del palacio.
t55 El salio
Abydos, norte de Asia Menor.
Octubre de 190 a.C.
Las legiones habían cruzado el Helesponto y el cónsul, de acuerdo con su hermano, había ordenado levantar un gran campamento general en las proximidades de Abydos, al norte de Asia Menor. Abydos, tras el reparto del imperio de Alejandro Magno entre sus generales, había quedado bajo la jurisdicción de Lisímaco de Tracia, pero Seleuco I Nicátor, no conforme con poseer Siria y las vastas regiones de oriente hasta el río Indo, atacó Asia Menor y se hizo con el control de todas las ciudades de la península de Anatolia I. Seleuco I fue asesinado al poco tiempo de sus grandes victorias, pero el Imperio seléucida retuvo Abydos y otras ciudades de Asia Menor hasta que Filipo V de Macedonia recuperó Abydos en 200 a.C. tras una feroz guerra. Al poco tiempo, Roma, tras derrotar a Filipo V en la primera guerra macedónica, declaró Abydos y otras ciudades de Asia Menor como ciudades libres. Desde entonces, Abydos quedaba bajo la influencia romana y sus ciudadanos se mostraron felices de recibir al imponente ejército de una Roma que los había liberado del yugo de Filipo V y que ahora acudía para evitar que cayeran en manos del nuevo rey de Siria y todo el Imperio seléucida, Antíoco III, al que veían como un nuevo y terrible tirano que se cernía sobre ellos y sobre su recién recuperada libertad. Para Publio, las cosas marchaban bien en general: la flota romana, comandada ya por Emilio Régilo, gracias a la intervención de Cayo Lelio en el Senado, había infligido una segunda derrota aún más completa a la ya desmoralizada flota siria que Antíoco había dejado al mando de Polisinides en substitución de Aníbal. Una decisión equivocada de Antíoco. Los romanos tenían ahora, con el apoyo de Rodas y Pérgamo, el control casi completo del mar Egeo. Hasta ahí todo bien, pero, por otro lado, estaba el inconveniente del factor tiempo: estaban ya a finales del verano y era esencial no perder más días, pues habían consumido casi tres cuartas partes del consulado de Lucio tan sólo en llegar a Asia: Grecia, Macedonia y el control del mar se habían llevado todos esos meses por delante. Pero, lamentablemente de forma excepcional, la presencia de Africanus en la expedición romana en Asia implicaba una única desventaja, pero que no podía eludirse de forma alguna.
- ¿No habría sido mejor haber esperado en Grecia? -preguntó Lucio; su hermano guardaba silencio. Durante semanas había estado ponderando la posibilidad de saltarse los rituales religiosos que estaba obligado a cumplir por pertenecer a la orden escogida de los salios.
- He pensado en no detener el avance, hermano -respondió Publio algo meditabundo, distante-, pero los legionarios son temerosos de los dioses, y hacen bien; si no cumplo con los ritos de forma escrupulosa, al más mínimo contratiempo en la campaña, considerarán que los dioses nos han abandonado y pudieran estar en lo cierto. A decir verdad, yo también siento necesidad de cumplir con los ritos, hermano. Necesitamos a los dioses, a Marte, a Jano, a todos ellos, necesitamos su fuerza, más que nunca. Sobre lo de esperar en Grecia, sí, quizá en Grecia hubiéramos estado más seguros, pero al haber entrado en Asia, Antíoco nos tomará en serio, reagrupará todo su ejército y todo se dirimirá
en una gran batalla. Eso es lo que más nos interesa, hermano, de lo contrario la guerra de Asia se alargará y serán otros, seguramente Catón, los que quieran llevarse la gloria del triunfo.
- Eso siempre que venzamos -replicó Lucio mientras se servía una copa de vino de la mesa que habían situado los esclavos en el centro del gran praetorium-. ¿He de concluir que ya has diseñado la forma de derrotar a los catafractos}
Publio imitó a su hermano y se sirvió vino que rebajó, al igual que Lucio, con algo de agua.
- No -respondió, y negaba con la cabeza a la vez-, pero estos treinta días de paro forzoso para que ejerza de sacerdote salió me darán tiempo para pensar. Quizá los dioses me iluminen. -Y levantó su copa al cielo.
Lucio asintió.
- Te dejo para que te vistas -añadió mientras vaciaba su copa-. Las legiones querrán verte danzar y cantar y hacer todos los sacrificios necesarios. -Y salió del praetorium. Publio sabía que Lucio estaba preocupado no ya por los catafractos, sino por el hecho de que a él, al gran Africanus, seguía sin ocurrírsele la forma de derrotar a esos cuerpos de caballería acorazada. A él mismo también le preocupaba. Elevaría sus oraciones ajano pensando en los catafractos. Estaba seguro de que los dioses que tanto le habían ayudado en el pasado no se olvidarían ahora de él. Al instante entraron dos esclavos con todas las prendas que el gran sacerdote salió debía ponerse para la ocasión. Publio dejó de beber, dejó su copa en el suelo y alzó los brazos para facilitar a los esclavos que le quitaran la coraza militar y le pusieran la túnica bordada que le correspondía vestir, la trabea y, por fin, el apex, una especie de gorro cónico, propio de los flamines en general y, de forma especial, de los sacerdotes salios, rematado en una larga punta de madera de olivo. Los esclavos ajustaron el gorro con dos largas cintas, como si de un casco se tratara. Finalmente le ciñeron un pesado cinturón de bronce a la cintura que ajustaron con fuerza. No podía exhibir una de los míticos doce escudos conocidos como ancilia porque éstos se custodiaban en el Templo de Marte erigido en la colina del Palatino, y sólo se sacaban en la gran procesión anual de marzo. En su lugar tomó su gran escudo de combate y una larga daga. Así, ataviado como un salió, emergió del praetorium y ante la muchedumbre de legionarios de las dos legiones desplazadas a Asia, Publio Cornelio Escipión empezó a danzar sin parar a la vez que murmuraba un cántico guerrero assa voce, sin acompañamiento de ningún instrumento, en honor al gran dios Jano y de los dioses Marte y Quirino.
Cozeui oborieso. Omnia vero ad Patulcium commissei.
Ianeus iam es, duonus Cerus es, duonus Ianus.
Venies potissimum melios eum recum
Divum empa cante, divum deo supplicate*
[Se trata de una transcripción de los versos de los sacerdotes salios recogida por Marco Terencio Varrón en su obra Lengua Latina, 7,3, 2. Es latín arcaico y hay diferentes traducciones posibles. Se ofrece una de estas alternativas que capta la esencia de la plegaria original.]
[Levántate Cosivo. Todo lo he confiado a Patulcio. Ya hagas las veces de Jano, ya seas el buen Creador, ya seas el buen Jano. Vendrás especialmente como el mejor de aquellos dioses; cantad con el ímpetu de los dioses, cantad al dios de los dioses.]
Había instantes en los que se detenía y golpeaba su escudo con la gran daga que portaba en la mano derecha. Los legionarios le imitaban entonces y un estruendo ensordecedor lo inundaba todo como si la mayor de las tormentas fuera a descargar sobre Asia. En tiempos inmemoriales, los romanos estaban convencidos de que el mismísimo Júpiter había entregado un gran escudo imposible de quebrar al rey Numa, el segundo rey de Roma tras Rómulo. El antiguo monarca ordenó entonces que su mejor herrero, Mamurius Veturius, forjara otros once escudos a imagen y semejanza del gran escudo divino, que era ovalado pero con dos grandes entradas a la mitad del mismo, como si le hubieran pegado dos grandes bocados en cada lado. Estos escudos tenían poderes especiales que pasaban a los patricios que eran elegidos para ser sus custodios. Publio Cornelio Escipión era uno de esos doce elegidos, un honor poco común que otorgaba un prestigio enorme, especialmente entre las tropas. Había otros sacerdotes salios, como los doce que se nombraban desde el reinado de Tulio Hostilio, el tercer rey de Roma, tras una de las guerras contra los sabinos, pero los salios de Numa, los que guardaban y exhibían cada año los Ancilia divinos, por ello eran los más apreciados por todos. Las hazañas del pasado sumadas a su condición de salió de Numa hacían de Africanus, a los ojos de los miles de legionarios que le veían danzar y cantar sin freno, un auténtico semidiós entre los hombres, un nuevo invencible Aquiles. Nada ni nadie podría detenerles más que la obligación religiosa de adorar a Marte, a Jano y a Quirino durante treinta días en los que el gran salió, tal como prescribía la sagrada tradición de Roma, no podía cambiar su residencia. Y si Africanus no se movía de Abydos, tampoco lo harían las legiones. Como siempre, legionarios y general unidos hasta el final.
- ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! -aullaban las legiones sin descanso arropando con sus gritos los cánticos de su general bendecido por los dioses. Lucio observaba toda la escena y presidía, en calidad de cónsul al mando de la expedición, los sacrificios de decenas de animales que se inmolaban en honor a Marte, Jano y el resto de dioses, y no podía sino confirmar en su corazón que, sin lugar a dudas, la mejor arma de aquellas legiones no era otra sino ese valor extraño e inexplicable que su hermano Publio sabía transmitir a cada soldado. Lucio tenía grandes dudas sobre el desenlace final de aquella campaña y había tenido sueños tumultuosos que achacaba a sus nervios. Presentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir y sólo podía pensar que se trataba de una derrota. En su preocupación por el desarrollo de aquella guerra, no pensaba que había cosas aún mucho más terribles que una derrota en campo abierto.
56 La caza de un Escipión
Sur de Abydos, región de Misia al norte de Asia Menor. Octubre de 190 a.C.
Publio hijo cabalgaba con la ilusión del que se siente explorador en territorio desconocido. Ningún ejército de Roma había llegado tan lejos en dirección a oriente. Acababan de cruzar el Helesponto con todas las legiones. Era un momento vibrante de la historia de Roma y se sentía orgulloso de formar parte de aquella aventura que engrandecía el poder de su patria. Cabalgaba erguido, acompañado por una decena de jinetes que componían uno de los diversos grupos de reconocimiento que su propio padre, de acuerdo con el cónsul, su tío Lucio, había decidido enviar a modo de avanzadilla hacia el sur y hacia el interior para evitar caer en una emboscada de las tropas sirias. Pero al joven Publio, con sólo veinte años de edad y sin apenas experiencia militar, pese a lo intenso de aquella campaña en Grecia y ahora Asia, todo le resultaba tan excitante que el peligro quedaba reducido a algo lejano, distante, minimizado por el asombro que producía surcar mares tan lejanos como el Helesponto o cabalgar ahora por la mismísima Asia. Por ello y porque estaba ansioso por disponer pronto de una oportunidad para mostrar a su padre, y a todos, que él estaba dispuesto a servir a Roma con valor, se postuló como voluntario para una de esas misiones de reconocimiento, pero sin el permiso de su padre, pues estaba seguro de que, como su padre en el fondo pensaba que no era realmente valiente o capaz, éste le negaría toda posibilidad de participar en semejantes misiones. De hecho, ante la negativa de varios decuriones a admitirle en su patrulla sin una orden expresa del legendario Africanus, el joven Publio había recurrido a la indirecta pero siempre eficaz estrategia de sobornar a un veterano oficial: Cayo Afranio, un decurión que por edad y años de campaña debía haber alcanzado ya el grado de primus pilus de alguna de las legiones de Roma, pero al que su incontrolable afición por el licor de Baco le había hecho impopular entre sus superiores. En las legiones de Roma se era tolerante con el vino y las mujeres y cualquier otro vicio como el juego o la gula, siempre que eso no limitara la capacidad de combate de los soldados, pero Cayo Afranio había permanecido dormido, totalmente borracho, más de un alba, cuando los tubicines habían hecho sonar sus trompas indicando la orden de alzarse y ponerse en marcha. De ahí al calabozo tras largas series de latigazos. Luego, sobrio, en el campo de batalla, Afranio recuperó cierto prestigio por el número de enemigos abatidos y se le concedió el grado de decurión una vez más, pero desde hacía tiempo se le encomendaban, a sabiendas de todos los oficiales, las misiones más peligrosas, las que entrañaban más riesgo, a la espera que la guerra terminara de una vez con su vida ahorrando así a Roma la desagradable tarea de ejecutar a uno de los suyos por su interminable serie de torpezas y desatinos. De todo eso, el joven Publio sólo sabía la mitad. Lo único que le importó fue que Cayo Afranio fue quien aceptó el soborno de las monedas de oro.
- ¿Es bueno? -había preguntado el viejo decurión mientras mordía una de las monedas. El joven Publio le miró atónito. No era frecuente que nadie dudara de él, al menos de su oro. En cualquier caso, ya fuera porque su mirada lo decía todo o porque el mordisco le satisfizo, Cayo Afranio aceptó.
- Sea, joven patricio. Vendrás con nosotros, pero de esto ni una palabra a nadie. Del resto de hombres ya me ocupo yo. Al que hable… -Y no terminó la frase, sino que se llevó la palma de la mano al cuello y como si fuera un cuchillo la pasó veloz sobre su garganta. Después se dio la vuelta y se alejó riendo con una carcajada convulsa. Publio no tenía claro que aquel hombre fuera de fiar, pero le podía más el ánimo de aventura y el deseo de escapar de la eterna protección de su padre y así demostrar su auténtica valía que lo que le dictaba su intuición de guerrero en ciernes. Su padre siempre le había dicho una y otra vez que el secreto para sobrevivir en la guerra era rodearte de los mejores. Afranio no parecía para nada un nuevo Lelio. El simple hecho de que aceptara un soborno debería haber sido suficiente aviso, pero la juventud, con frecuencia, es impulsiva. Luego, sin embargo, cabalgando entre las montañas del norte de Misia, acompañados tan sólo por el silencio, el aire fresco del amanecer y las imágenes de los árboles repartidos por las laderas de aquel valle, la dudosa honorabilidad de Cayo Afranio parecía ser un asunto menor. Pero, de pronto, un silbido reventó aquella idílica paz. Un silbido al que siguieron varios más. Publio miraba a un lado y otro sin comprender bien lo que ocurría. Uno de los jinetes romanos lanzó un grito ahogado y cayó de su caballo estampándose de bruces contra el suelo. Tenía tres flechas clavadas en la espalda. Los silbidos se multiplicaban.
- ¡Maldita sea! -dijo Cayo Afranio, pero sin añadir ninguna instrucción al resto de jinetes. En la distancia, al fondo del valle, emergió un grupo cada vez mayor de jinetes enemigos. Cabalgaban al galope y, sin detenerse, continuaban disparando flechas. El joven Publio había oído hablar de los temibles dabas del ejército de Siria, pero siempre pensó que su legendaria fama de ser jinetes capaces de abatir enemigos con los dardos de sus arcos sin refrenar un ápice el galope de sus caballos era más fruto de la exageración que de un prestigio ganado a pulso en mil batallas. Dos soldados más del pequeño escuadrón romano de reconocimiento cayeron abatidos antes de que Cayo Afranio reaccionara de una vez.
- ¡Hacia las montañas! ¡En campo abierto somos como conejos! ¡Nos abatirán a todos sin ni siquiera darnos la oportunidad de combatir cuerpo a cuerpo!
Todos obedecieron sin rechistar y azuzaron sus monturas para que se perdieran entre los árboles de las laderas y quedar así a salvo de la lluvia de flechas, pero los silbidos no se detenían y Publio veía como caían decenas de dardos a su alrededor. Dos saetas se clavaron al fin en el costado de su montura. El animal se sobrecogió, lanzó un relincho brutal y se dejó caer de costado arrastrando consigo al hijo de Africanus. El joven era ágil y buen jinete y acertó a despegarse de la bestia en la caída de forma que evitó que el animal le aplastara con su peso. Publio gateó entonces por el suelo hasta alcanzar unas rocas grandes tras las que se guareció para protegerse de las incesantes andanadas de flechas. A sus espaldas vio como la mayoría de los jinetes de la pequeña turma romana eran acribillados sin piedad. Todos menos dos que consiguieron acceder al bosque y perderse entre la espesura de los árboles. Por su parte, Cayo Afranio, que por su cuenta y riesgo, y sin decir nada a nadie, había tomado la decisión de desmontar y, al igual que el joven Publio, refugiarse tras otro montón de rocas, también había sobrevivido. De momento.
La inclemente lluvia de saetas mortales se detuvo. Publio podía escuchar su propia respiración entrecortada y sentía los latidos de su corazón en las sienes, mientras intentaba escrutar, sin atreverse a asomarse por encima de las rocas, los movimientos del enemigo. Había pasado de sentirse en una idílica aventura de descubrimiento a encontrarse con la brutalidad inmisericorde de la guerra en un instante. Se escuchaban los cascos de varias decenas de caballos acercándose. Sabía que la muerte estaba cerca y comprendía lo tremendamente estúpido que había sido. Había querido demostrar a su padre que tenía ese valor que él tanto anhelaba y lo único que iba a conseguir es que le ejecutaran en unos segundos. Pensó en sus hermanas, en Cornelia la mayor, en el agradable sentido común de sus palabras, en la pequeña Cornelia, con su eterna vitalidad, con ese fulgor en los ojos, esa osadía que sin saberlo él había querido emular porque sabía que era el carácter de su hermana pequeña el que su padre habría querido que hubiera heredado él, su único hijo varón. Las pisadas de los caballos se detuvieron. Los guerreros dabas hablaron entre ellos en una lengua incomprensible para Publio hijo. El joven patricio contuvo la respiración sin saberlo. Estaban desmontando. Se oyó el ruido del metal al resbalar por las vainas. Los guerreros sirios acababan de desenfundar las espadas. El sudor frío recorría las palpitantes sienes de Publio. Se acurrucó como lo que era: un perro asustado. Sintió asco y vergüenza de sí mismo. El hijo del gran Africanus acorralado y encogido, atenazado por el miedo. Rezó a los dioses para que le mataran y que su sangre borrara el oprobio de una muerte en la que ni siquiera se había atrevido a plantar cara al enemigo. El sol que despuntaba le había estado calentando el cogote desde que se escondiera tras las rocas pero, de pronto, como si una nube se hubiera interpuesto, la sensación del sol sobre su cuello desapareció. Entonces sonó una atronadora carcajada. Publio abrió los ojos y vio una pléyade de guerreros dahas riendo a su alrededor, ocultando el sol con sus feroces rostros.
- ¡Hemos cazado un romano cobarde! -dijo uno de los soldados sirios en un griego bastante comprensible mientras sus compañeros no dejaban de reír. Estaba claro que los sirios querían que sus insultos y menosprecio resultara comprensible a los oídos de su aterrorizada presa.
57 La venganza de Aníbal
Norte de Lidia, centro de Asia Menor.
Octubre de 190 a.C.
Aníbal llegó con sus hombres a Lidia. Sabía que unos guerreros dahas habían apresado a dos romanos de una de las turmae de reconocimiento de las legiones y quería hablar con los prisioneros en persona. No confiaba ni en los interrogatorios sirios ni en que luego, si se conseguía averiguar algo de interés, se le pasara la información relevante que estos prisioneros pudieran aportar. La campaña de Asia era la última oportunidad para doblegar a Roma y Aníbal lo sabía, por eso anhelaba poseer todos los datos posibles sobre el enemigo para saber bien qué decisiones tomar a la hora de atacar. Todo indicaba que los romanos buscaban avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo del rey Eumenes, como había comentado con Epífanes antes de su muerte, pero una confirmación en ese sentido era clave. Desde las derrotas navales, Antíoco no confiaba demasiado en Aníbal, pero tras el envenenamiento de Epífanes, el rey sirio había decidido mantener al general cartaginés entre sus consejeros como contrapeso a la ambición desmedida de su hijo Seleuco y del resto de generales. De ese modo, Aníbal disfrutaba de libertad de movimientos por Asia Menor y era temido y respetado por los oficiales sirios en cualquier punto de la región.
El general púnico llegó hasta el campamento de los dahas. A éstos no les hacía gracia la visita de Aníbal, pero sólo los oficiales de los catafractos o los argiráspides, las unidades de élite del ejército de Antíoco, parecían tener el coraje suficiente para oponerse a los movimientos de Aníbal y sus ciento cincuenta veteranos púnicos.
- ¿Dónde están los romanos? -preguntó Aníbal al tiempo que desmontaba de su caballo al igual que hacía Maharbal. El oficial de los dahas de Misia y Lidia le miró de soslayo y eludió responder. Aníbal ignoró, a su vez, al oficial y avanzó seguido por una treintena de sus hombres que habían dejado sus caballos para proteger a su general en jefe. En el centro del campamento se veía una tienda con varios centinelas en la puerta. Era la única que tenía guardianes. Hacia allí encaminó sus pasos Aníbal seguido de cerca por su lugarteniente. El oficial daba, escoltado por un nutrido grupo de guerreros, empezó a perseguir a Aníbal. Una veintena de flechas cayeron entre la escolta de Aníbal y los dabas. El oficial del ejército de Siria se detuvo en seco. Aníbal, que había escuchado los inconfundibles silbidos de los dardos lanzados por sus propios hombres se volvió con una amplia sonrisa en la boca. Tras los dabas podía ver a un centenar de sus hombres con arcos cargados y dispuestos.
- Mis soldados no tienen la puntería de los dabas -comentó Aníbal sin dejar de sonreír-. Por eso yo no tentaría a la suerte. Quizá quieran sólo avisaros y se equivoquen y os acribillen.
El pequeño campamento daba era una avanzadilla del ejército sirio compuesto por tan sólo cien guerreros. Los africanos eran ciento cincuenta y tenían los arcos cargados y, además, la leyenda les acompañaba: eran soldados que habían luchado en infinidad de batallas y, además, estaban muy, muy próximos. Tras un par de andanadas de flechas el combate sería cuerpo a cuerpo y en ese terreno los dabas sabían que no tenían nada que hacer contra los veteranos de Aníbal. El oficial sirio decidió usar otras armas.
- Esos prisioneros son presos del rey Antíoco. Si os los lleváis informaremos al rey.
- Entiendo -respondió Aníbal sin dejar de sonreír-; pero yo sólo quiero interrogar a los prisioneros. Nada más.
El guerrero daba se sintió más seguro al ver que había conseguido frenar el avance de Aníbal hacia la tienda.
- Yo ya he interrogado a los romanos.
- ¿Y?
- No han contado nada de valor. Son sólo miembros de una patrulla de reconocimiento.
- Quizá no hayas sido suficientemente persuasivo al hacer las preguntas -respondió
Aníbal difuminando la sonrisa y levantando las cejas.
- El rey quiere prisioneros vivos. Los conduciré hasta él. Ésas son mis órdenes. Aníbal bajó entonces la mirada. Pasaron unos segundos de silencio. Negó entonces con la cabeza, giró ciento ochenta grados y reemprendió su marcha hacia la tienda de los prisioneros acompañado por Maharbal dejando unas palabras en el aire.
- La guerra no puede esperar. Hay que saber lo que saben esos romanos y hay que saberlo ya.
El oficial reemprendió la marcha pero cayeron nuevas flechas justo a sus pies. Se quedó petrificado viendo cómo los hombres de Aníbal empujaban a los centinelas de la tienda a un lado y cómo el gran general púnico entraba en el interior de la improvisada cárcel.
Cayo Afranio y el joven Publio llevaban medio día sentados en el polvoriento suelo de Lidia cubiertos de cadenas en pies, manos y cuello. Los habían subido a un carro y así los habían trasportado por toda Misia y parte de Lidia. Varios días de viaje agotador, poca agua y poca comida. Los dabas les habían hecho preguntas y propinado alguna patada, pero nada más. Estaba claro que tenían instrucciones de preservarlos con vida, al menos por el momento, pero ambos sabían que más tarde o más temprano llegaría el interrogatorio final donde sus silencios no bastarían para detener los golpes. Cayo Afranio y Publio no habían hablado mucho entre ellos durante sus penosos días de cautiverio. El primero estaba concentrado en discernir un plan para poder salir con vida de aquel desastre sin acertar a vislumbrar aún una solución posible; el segundo estaba atormentado por el remordimiento y por las consecuencias que su apresamiento podía tener en aquella guerra si se descubría su identidad. Por contra, Afranio había decidido que tal vez dando suficiente información al enemigo y brindando su colaboración absoluta quizá
pudiera salvar la vida: podía informar sobre el número de las fuerzas romanas y sobre el plan de unirse al ejército de Pérgamo, entre otras cosas… y se quedó mirando de reojo a su compañero de prisión.
Por su parte, el joven Publio hundía la cabeza entre las piernas. Sabía que pasara lo que pasara lo más importante era no desvelar nada sobre el ejército de Roma y, por en-cima de todo, ocultar quién era él realmente. Eso era lo más importante. Si los sirios llegaban a saber quién era en realidad podrían utilizarle contra su padre y su tío. Súbitamente, la tela de la puerta de la tienda se abrió y un hombre alto y fuerte dibujó
su silueta contra la luz de un potente sol que cegó a los dos prisioneros romanos. La sombra, seguida por otras similares, avanzó hasta situarse en el centro mismo de la tienda. Se detuvo a un paso de los prisioneros. Giró su cabeza y dos de la media docena de guerreros que le acompañaban tomaron a los romanos encadenados y los pusieron en pie. La puerta de la tienda se cerró y la penumbra a la que estaban habituados los ojos del joven Publio retornó a la estancia;
entonces pudo ver mejor el rostro del que acababa de entrar. Tenía las facciones marcadas por el paso del tiempo, arrugas en la frente, una poblada barba, el pelo algo largo y ligeramente desaliñado, pero no sucio, pero, lo que más llamaba la atención, era el parche que exhibía sobre su ojo izquierdo. Publio contuvo la respiración. Su padre le había descrito innumerables veces la faz de Aníbal y, aunque más ajada por los años, aquella descripción era la que tenía en aquel momento ante él.
- No tengo tiempo para perder, romanos, así que responded a mis preguntas y quizá
así salvéis la vida -espetó Aníbal con brusquedad en un griego algo tosco pero claro. Se separó entonces de los romanos y dos de sus guerreros propinaron sendos puñetazos en el bajo vientre de cada prisionero. Se escucharon los gritos ahogados de los presos y el golpe seco de cada uno al caer doblados sobre el polvo del suelo de Lidia. Aníbal se puso en cuclillas.
- ¿Quién de vosotros está dispuesto a contarme algo que merezca la pena? -preguntó
el general púnico; Afranio iba a decir algo, pero fue demasiado lento para Aníbal y éste ya se había levantado y retrocedido de nuevo. Una lluvia de puntapiés cayó sobre ambos presos mientras Aníbal bebía agua fresca de un cuenco que le pasaba Maharbal. El joven Publio se protegió la cabeza con las manos mientras sentía las patadas de los guerreros africanos en el vientre y en las piernas. De pronto, los puntapiés cesaron. Encogido como un feto se dobló hasta quedar acurrucado en el suelo boca abajo. Aquello sólo había hecho que empezar. Intentó recuperar el resuello mientras se mantenía en perfecto silencio.
- ¡Yo, yo tengo cosas que contar! -Era Afranio el que hablaba. El joven Publio alzó
entonces el rostro del polvo del suelo y le miró con odio.
- ¡Cállate, miserable, cállate! -le espetó, pero un nuevo puntapié en la boca propinado por uno de los guerreros africanos le hizo callar. El muchacho se quedó en silencio, boca abajo, tiñendo con la sangre de su labio partido el suelo de la tienda. Aníbal pidió una silla. Maharbal miró a uno de los soldados y éste salió y volvió a entrar en cuestión de segundos. Traía sólo un pequeño taburete y miró a Maharbal con cierto aire de duda.
- Suficiente -les tranquilizó su general, y Aníbal se sentó sobre el mismo-. Bien, romano. Te escucho. Afranio se había sentado en el suelo y se apoyaba en el palo central de la tienda que sostenía el techo de lona.
- Somos parte de una patrulla de reconocimiento…
- Eso ya lo sé, estúpido -le interrumpió Aníbal con impaciencia-. Quiero saber cuántos son en el ejército romano, quién está al mando y hacia dónde se dirigen. Cayo Afranio comprendió que no tenía margen para dar rodeos o los golpes se reiniciarían. Aquel oficial no parecía sirio. No tenía claro su origen pero no era sirio. Seguramente un mercenario al servicio del rey Antíoco, alguien que quería información para quedar bien ante el rey de Oriente. Si se la daba igual respetarían su vida.
- Dos legiones, un ejército consular completo, con las tropas latinas aliadas, unos veinte mil, quizá veinticinco mil legionarios contando la caballería; la idea es avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo, pero no sé si por el interior o la costa; nuestras patrullas tenían que ayudar a decidir ese punto. El cónsul Lucio Cornelio Escipión es el que está al mando, pero todos sabemos que el que realmente dirige todo es Publio Cornelio, su hermano. Aníbal se levantó del pequeño asiento.
- ¿Publio Cornelio Escipión está aquí, en Asia, con ese ejército? -Aníbal había oído rumores pero nada definitivo hasta la fecha. Si Publio Cornelio Escipión estaba allí por fin tendría la oportunidad de la tan anhelada revancha tras la derrota de Zama. Aquel hecho, que el más inteligente general de Roma estuviera al mando del enemigo, lo que para cualquier otro habría sido motivo de preocupación y desánimo, por el contrario, introdujo un poderoso ramalazo de vitalidad en la voz del general púnico, así que tomó a Cayo Afranio del pelo y tirando con fuerza repitió su pregunta-: ¿Publio Cornelio Escipión comanda esas tropas?
- ¡Sí, sí, sí…! -aulló Afranio dolorido y aterrado.
Aníbal soltó a su presa, que se derrumbó sobre el suelo.
- Publio Cornelio Escipión está aquí… -se repetía para sí mismo dando la espalda a los prisioneros. Tras unos segundos de incertidumbre retomó la palabra-. Ya sabemos todo cuanto teníamos que saber. Estos hombres no nos pueden decir nada más importante… -Las palabras de Aníbal quedaron en suspenso; sus hombres desenvainaron las espadas. Cayo Afranio abrió los ojos de par en par, el joven Publio sacudía la cabeza mirándole con recelo de que aún fuera capaz de escupir más traición por su boca…
- ¡Oficial, sé más, sé más! -gritó Cayo Afranio mientras los filos de las espadas se acercaban a su cuello. Aníbal iba a ordenar a sus hombres que se detuvieran en cualquier caso, pues ya tenía la información que buscaba y no tema sentido cometer un acto que le indispusiera con el rey Antíoco, que quería, de momento, a aquellos presos con vida, pero de todo eso nada sabía el horrorizado Afranio, de la misma forma que ignoraba que Aníbal deseaba llevarse bien con Antíoco, ahora más que nunca, ahora mucho más que nunca, pues Antíoco disponía de un grandioso ejército, la herramienta perfecta para devolver a Escipión la derrota infligida en Zama. Antíoco había sido un completo estúpido al no haberle hecho caso y haber enviado parte del ejército a Italia en lugar de ese absurdo desembarco en Grecia que luego terminó en derrota. Pero eso ya era agua pasada y no, no había que matar a esos prisioneros romanos por nada del mundo, pero antes de que sus palabras pudieran brotar de su boca, por un solo segundo, uno de esos breves instantes que cambian el curso de la historia, por un minúsculo instante, Cayo Afranio, atemorizado al pensar que su vida se acababa, se adelantó y vociferó la más pérfida de las delaciones.
- ¡Sé más, sé más…! ¡El que me acompaña es el hijo de Escipión, es el hijo de Escipión! ¡El hijo de Africanusl Aníbal no tuvo que decir nada a sus hombres, pues éstos, al oír las palabras de Afranio, se detuvieron en seco, casi helados, perplejos. Aníbal frunce el ceño y se gira sobre sus talones. Mira a Afranio. Éste reitera sus palabras una y otra vez, en voz baja, entre sollozos, siente que con esa confesión ha retenido por fin el avance de su muerte.
- Es el hijo de Escipión… el hijo de Publio Cornelio Escipión… su hijo-Aníbal se adelanta y, esta vez, se agacha junto al romano más joven. Intenta verle el rostro pero el joven Publio no levanta su faz del suelo. Aníbal se alza entonces y se dirige al prisionero joven con la autoridad del general veterano, indiscutible, inapelable.
- Levántate, soldado, levántate y deja que te mire.
Levantarse no era traicionar a Roma. Era la primera cosa que se le pedía desde que los africanos habían entrado en aquella maldita tienda que podía hacer sin traicionar a Roma. Así que Publio Cornelio Escipión hijo se alzó en silencio y se puso firme ante el más poderoso de todos los enemigos que nunca jamás había encontrado Roma. Era la suya una triste imagen, con marcas rojizas de los grilletes asomando por debajo de los hierros en tobillos, muñecas y cuello; tenía magulladuras y cortes en las piernas, donde había sido golpeado, y en su joven rostro, el labio partido e hinchado no dejaba de sangrar, haciendo que las gotas de sus heridas salpicaran su uniforme polvoriento y sucio. Aníbal se acercó y le miró fijamente a los ojos con su único ojo sano.
- ¿Eres realmente el hijo de Publio Cornelio Escipión? El joven Publio tragó saliva y calló.
Aníbal no estaba acostumbrado a repetir sus preguntas, pero aquélla era, sin duda, una ocasión singular.
- ¿Eres el hijo de Publio Cornelio Escipión? -Pero nuevamente su pregunta se topó
con el pesado muro del silencio del joven romano. Aníbal se pasó una mano por la barba mientras escrutaba hasta el mínimo detalle el contorno de las facciones de su silencioso interlocutor. Aníbal había parlamentado en dos ocasiones, largo y tendido, con el supuesto padre de aquel prisionero y sentía que podría reconocer un hijo de Escipión si realmente lo tuviera delante.
Afranio había estado a punto de intervenir para ratificarse en su confesión, pero de algún modo percibió que en aquel momento, entre aquel oficial extranjero y el hijo de Escipión había un extraño vínculo de pasiones y misterio que no podía ser interrumpido. Aníbal empezó a cabecear débilmente de forma repetida.
- No hace falta que hables, joven romano. Sé que te debates entre tu deber ante Roma y tu honor. No quieres confesar quién eres porque piensas que si lo haces traicionas a Roma, porque puedes ser usado como rehén en esta campaña contra los intereses de tu patria, pero tu honor de patricio y de fidelidad a tu familia te hace difícil negar tu condición, ¿es así, verdad, romano? ¿Es así?
Pero el joven Publio, empapado en sangre, permanecía obstinadamente mudo.
- No importa -continuó Aníbal-. Es cierto que si este cobarde que te acompaña no hubiera hablado no te habría reconocido, pero ahora, ahora que tengo esa idea en la cabeza, ahora que te miro de cerca y que oigo tu respiración agitada y que casi siento el palpito de tu corazón, ahora que huelo el aliento de tu boca y, sobre todo, ahora que veo tu mirada, siento que sí eres el hijo de Escipión, porque sólo un hijo suyo puede mirarme a la cara como estás haciendo tú, sabiendo que yo soy Aníbal, y no bajar la vista durante tanto tiempo. No hay ningún otro romano que fuera capaz de algo así. Tu silencio es suficiente respuesta a mis preguntas. Cayo Afranio se quedó con la boca abierta. Sabía que estaba traicionando a su compañero de prisión, a un patricio, al hijo del implaca
ble Escipión, pero no podía imaginar que se lo estaba confesando al mismísimo Aníbal, al guerrero de todo el mundo que más odio y rencor debía tener acumulado precisamente contra Publio Cornelio Escipión. Cayo Afranio sabía que su servicio había sido inestimable, intuía una buena recompensa igual que intuía que la muerte del joven Escipión estaba a punto de llegar. Aníbal desenvainó la espada despacio sin dejar de mirar al joven Publio a los ojos. Maharbal, sorprendido por la reacción de su general, le miró, pero sin atreverse a intervenir, confuso, indeciso.
- Tu padre -prosiguió Aníbal-siempre se ha creído invulnerable, por encima de todo y de todos, incluso creo que se ha creído por encima de mí, pero yo siempre supe que llegaría el momento en el que sería vulnerable, en que podría deleitarme en el placer de la venganza y ese momento ha llegado, joven romano.
Cayo Afranio, junto al joven Escipión, escuchaba con horror las duras palabras de Aníbal. Él no había deseado que para salvar su vida tuviera que morir el hijo de Escipión, pero se repetía para sí, una y otra vez, como todo cobarde que se justifica, que no había habido otro camino. Estaba en pie, al lado del joven Escipión, ambos encadenados, sudando, heridos e impotentes, y frente a ambos estaba Aníbal con la espada en ristre en su poderosa mano. Afranio veía el ojo de Aníbal clavado en la faz del joven Escipión de la misma forma que Publio hijo veía la pupila de Aníbal inyectada en odio irrefrenable clavada en sus propias pupilas. Publio pensaba que Aníbal se equivocaba en una sola cosa: él, el hijo del gran Escipión, no era tan valiente como creía el general púnico, pues el joven Publio, al fin, cerró los ojos y apretó los dientes a la espera de recibir el golpe mortal que terminara con aquella tortura de remordimiento, deshonor y traición. Aníbal hundió su espada hasta que su puño chocó contra la piel de su enemigo y extrajo el arma con la parsimonia del ejecutor experimentado. Tras el filo emergió a borbotones sangre romana, perpleja, estupefacta al verse libre, envuelta de polvo y sorpresa, regando las tierras de Asia.
58 El árbol caído
Abydos, Misia, norte de Asia Menor.
Octubre de 190 a.C.
- ¡Nooooooo! -gritó Publio Cornelio Escipión-. ¡No, no, no! -Y bajaba el tono de su voz mientras volcaba la mesa con los planos de Misia, Lidia y el resto de Asia Menor-.
¡No, no, no! -Frente a la mesa volcada se encontraba el cónsul, su hermano Lucio, quien le acababa de informar del apresamiento de su hijo por el ejército Sirio. Publio seguía enajenado; se dejó caer sobre el suelo, abatido, quedando al fin sentado sobre las pieles de oveja esparcidas por el suelo de la tienda. El cónsul miró a un lado y a otro. No quería que los oficiales vieran así a su hermano, al general de generales, al gran Africanus, al vencedor de Zama. Los lictores y los tribunos y el resto de centuriones, praefecti sociorum y decuriones presentes entendieron sin necesidad de más y salieron todos de la estancia. Aquélla era una escena privada, demasiado dura, demasiado humillante. Todos se habían quedado sin habla al ver al general más valeroso, al hombre más admirado de toda Roma, derrumbado, desolado, casi sollozando. Todos sabían el gran aprecio que el gran Africanus sentía por su hijo, pero nadie hasta entonces había comprendido la envergadura de aquel desastre, no hasta haber sido testigos de la descontrolada reacción de Escipión.
Lucio, ya a solas los dos, le miraba en pie, respirando despacio. Su hermano había bajado el rostro. Lucio escuchó entonces lo que pensó que nunca jamás volvería a oír. Su hermano estaba llorando, llorando desconsoladamente, llorando a lágrima viva por la pérdida de su hijo. Lucio buscaba palabras de consuelo. Había olvidado ya también que él era el cónsul, que su hermano era un oficial a su mando, que aquella muestra de debilidad cuya noticia, sin duda, correría por todas partes hasta alcanzar en pocos minutos los últimos rincones del campamento era un grave error, una exhibición de dolor y aba-timiento que no se podían permitir, pero el llanto de su hermano lo había borrado todo. Lucio sólo pensaba en su hermano y su sobrino. Se agachó junto a Publio.
- Quizá lo retengan preso. Publio es inteligente. Si hace saber quién es, es posible que respeten su vida y quieran negociar un rescate.
Publio padre seguía llorando. No lo había hecho desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, el momento más amargo de toda su vida hasta ese día. La pérdida de su madre fue también profundamente dolorosa, pero Pomponia falleció por enfermedad rodeada por el cariño de toda la familia en Roma. No era comparable, no era comparable… y los padres, las madres mueren… los hijos… nunca debemos ver la muerte de nuestros hijos.
- Le prometí… le prometí… -Publio empezó a hablar entrecortadamente-. Le prometí, le prometí… a Emilia que cuidaría de él; en Hispania, Lucio, cuando nació, me cogió
del brazo, Emilia, me tomó del brazo justo cuando tenía al pequeño en mis manos y me hizo jurar que siempre lo protegería, me hizo jurar que Aníbal nunca le alcanzaría y ahora, Lucio, ahora… ¿no lo entiendes, no lo entiendes? -Su hermano se levantó y en su rostro se dibujaba el horror-. Tuvo una premonición, Emilia tuvo una premonición que ligaba el destino de nuestro hijo a Aníbal, pero yo le prometí a Emilia que acabaría con aquella maldita guerra antes de que el pequeño pudiera combatir y lo hice, Lucio, lo hicimos, juntos, pero ahora, una nueva guerra, en el otro extremo del mundo, y mi hijo cae preso del ejército enemigo donde está Aníbal, ¿no lo entiendes, Lucio? ¡Por todos los dioses! ¿No lo entiendes? Se está cumpliendo la premonición de Emilia y la maldición de Sífax; aún recuerdo su grito maldiciéndome al caer arrojado desde lo alto de la roca Tarpeya; nada ni nadie puede detener ya el destino. La maldición del rey de Numidia nos ha alcanzado, Lucio, nos ha alcanzado, aquí en Asia, donde ya ni tú ni yo ni nadie nos acordábamos de él. Aníbal sabe todo lo que ocurre en el ejército sirio, es uno de los consejeros principales del rey, se enterará antes que nadie y acudirá allí donde tengan al muchacho. Acudirá allí, Lucio. Aníbal irá a por él. Sífax debe estar riendo a carcajadas en las entrañas de la tierra.
Lucio se paseaba por la tienda de un lado a otro, como una fiera enjaulada. Se pasaba las palmas de ambas manos por el cogote. No podía ser, no podía ser.
- ¿Crees que Aníbal mataría a tu hijo? -preguntó Lucio con terror de escuchar la respuesta. Su hermano era la persona de Roma que más había hablado con Aníbal, el que mejor podía interpretar sus deseos, sus intenciones, sus odios.
- No lo sé… no lo sé… -respondió Publio desde el suelo. Había dejado de llorar. Su mente se había puesto a pensar a toda velocidad. Buscaba una salida, una esperanza-. Mi corazón quiere pensar que no.
Yo nunca he creído que Aníbal me odie, que nos odie tanto. Sabe que no tuvimos nada que ver con lo que pasó con Asdrúbal tras la batalla de Metauro, sabe que eso fue cosa de Nerón y Fabio Máximo, sobre todo de Máximo, y se lo hizo pagar, sabes cómo se lo hizo pagar…
Lucio asentía. Las lágrimas volvían a los ojos de su hermano: Aníbal parecía estar detrás del levantamiento de los guerreros galos del norte de Italia en donde falleció el hijo de Máximo. Aquellos pensamientos no eran halagüeños.
- Pero tú mismo lo has dicho: Aníbal sabe que no tuviste nada que ver en aquello. Seguro que no siente el mismo odio hacia ti, hacia nosotros, que el que pudiera sentir contra Máximo y los suyos.
- Es posible, es posible. Incluso la última vez que le vi en Éfeso, me dio la sensación de que… de que podríamos entendernos. Y, sin embargo… están los rumores que llegaron a Roma… y Heráclito.
- ¿El asunto de su supuesto juramento de niño de odio eterno a los romanos? -preguntó Lucio con rapidez, sin haber entendido bien la última palabra de su hermano.
- Sí, eso mismo.
- Pero no sabemos si eso es cierto o si es una mentira o si se lo inventó el propio Aníbal para congraciarse con Antíoco.
- No, no sabemos nada -confirmó Publio abatido. Se apoyó en la mesa volcada y se alzó hasta sentarse en un solium-. Y me preocupa otra cosa.
Lucio preguntó intrigado:
- ¿Qué más te preocupa?
Publio levantó los ojos del suelo y miró fijamente a su hermano.
- Heráclito -repitió Publio-. Heráclito, hermano, no importa -añadió al ver la cara de confusión de Lucio y se explicó con rapidez-, todo cambia, todos cambiamos, Aníbal, hermano, le vi cambiado, diferente en Éfeso. Aníbal es el más frío, el más gélido enemigo con el que nunca hemos luchado. Sabe que al contrincante hay que debilitarle mediante cualquier medio al alcance. En Italia fue cortando todas nuestras líneas de abastecimiento, sitiando las ciudades amigas hasta que se pasaban a su bando o hasta que perecían por el hambre; nos llevó hasta casi la aniquilación de forma lenta y metódica; sin embargo, mantenía la dignidad en lo personal, respetaba los cadáveres de los cónsules abatidos, me devolvió el anillo en Zama, pero ¿y si Aníbal ahora ya no respetara ni eso?
Para Aníbal yo soy su enemigo a batir y sabe que si mata a mi hijo me debilitará, pues el dolor, el sufrimiento entorpece, nubla el pensamiento y mis acciones no estarán libres de rencor fatuo, inútil, pero inevitable; he de aconsejarte en cómo acometer la campaña, he de aportar sugerencias en el campo de batalla sobre la disposición de las tropas, pero Aníbal sabe que si mata a mi hijo entorpecerá mi habilidad para tomar las decisiones adecuadas en favor de una ciega búsqueda de venganza por mi parte. -¿Cómo puede saber Aníbal todo eso?
- Porque Aníbal lee en los ojos de cada enemigo, interpreta el carácter de cada oponente en función de cada reacción y a mí me conoce a la perfección después de tantas batallas: Tesino, Trebia, Cannae, Zama y nuestras conversaciones en África y Asia. Publio sonrió entonces lacónicamente-. Cegado por mi orgullo de guerrero creía que en cada conversación estábamos intercambiando opiniones sinceras de guerrero a guerrero y ahora pienso que en cada ocasión Aníbal no debió hacer otra cosa que analizarme, que estudiarme, meditando, ponderando cuál era mi punto débil. Ya no sé lo que es cierto y lo es producto de mi imaginación. Ahora ha encontrado mi talón de Aquiles. En la conversación de Efeso dejé traslucir que la familia era lo más importante para mí, llegué a decir que el sufrimiento de un hijo o una hija era lo único que me parecía tan terrible como estar rodeado por un enemigo superior en número o algo así dije, no puedo recordar las palabras exactas, pero sé que me escuchaba, me escuchaba. ¿Lo ves ahora, Lucio?
¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¿Entiendes ahora la debacle? Incluso si Aníbal no me odia, incluso entonces acabará matando a mi hijo de todas formas: no ya por venganza, sino como una parte más de esta nueva guerra. Lo verá como una necesidad. Incluso si llegara a parecer innoble, no dudará en matarle. Ya se sirvió de renegados de las legiones en Italia a los que hacía pasar como soldados nuestros para que más de una ciudad le abriera las puertas a su ejército. Hubo un momento en que tenía una opinión bien formada de Aníbal y creía en su nobleza de guerrero, pero ahora, hoy, sólo viene a mi mente que Aníbal hace todo aquello que tiene en sus manos para debilitar a sus enemigos. Es despiadado porque la guerra es cruel. Lucio, el muchacho está totalmente perdido. Sólo queda la esperanza de que los hombres de Antíoco lo preserven de la helada inteligencia militar de Aníbal.
- Podemos enviar mensajeros a Antioquía, donde creo que está Antíoco. Podríamos llegar a un acuerdo si… -Pero Lucio no tuvo las agallas de acabar la frase.
- Si el muchacho sigue vivo, quieres decir, ¿no? -apostilló Publio mirando el suelo. Sí. Un breve silencio.
- Sea -añadió Publio sin levantar el rostro-. Envía mensajeros a Antíoco. Prométele lo que quieras. Sólo tráeme a Publio de vuelta.
Lucio asintió un par de veces. Se dio la vuelta, y el cónsul de Roma en Asia Menor salió de aquella tienda, dejando a solas al más grande de los generales de su ejército, hundido, derrotado, perdido.
59 El mensaje de los dabas
Antioquía, Siria. Octubre de 190 a.C.
Los guerreros dabas se postraron ante su señor. El rey Antíoco les ordenó alzarse. Los soldados, rodeados por las imponentes paredes del salón real de Antioquía y después de haber visto por primera vez en su vida las gigantescas murallas de la ciudad que empezara a construir Seleuco I en el pasado y que terminara el propio Antíoco III en el presente, después de admirar el impactante teatro y los majestuosos puentes sobre el río Orontes, tras cabalgar por las magníficas avenidas y cruzar la grandiosa plaza del Nymphaeum, se sentían aún más abrumados y aún más pequeños. Sólo el hecho de saber que eran portadores de importantes noticias para el rey les hacía mantener el ánimo en medio de aquella exuberante exhibición de riqueza y poder. Ellos eran guerreros, estaban acostumbrados al campo abierto, a dormir al raso, a comer bajo las estrellas, a luchar en el campo de batalla: Antioquía era para ellos otro mundo, otro universo, el hogar de su amo.
- Heráclidas dice que traéis importantes noticias -dijo el rey desde su trono recubierto en oro y gemas y mirando al enjuto y delgado consejero que había sustituido a Epífanes. Heráclidas era favorable siempre a las ideas de Seleuco y el rey sabía que era como una extensión de su hijo y, quizá, de Antípatro, pero llevaba también muchos años de leal servicio y Antíoco aceptó que tomara el puesto de Epífanes, eso sí, manteniendo a Aníbal como contrapeso. El tiempo pondría a cada uno en su sitio. El tiempo y la guerra. Ante el silencio de los dahas, que el rey correctamente interpretó como señal de duda y respeto hacia su persona, Antíoco repitió su invitación a hablar.
- Habéis cabalgado desde lejos y estáis ante vuestro rey. Decid qué noticias traéis del norte.
Arrodillado, mirando al suelo, uno de los dos guerreros empezó a hablar.
- Venimos de Lidia, mi señor. Allí, en una de nuestras incursiones hacia Misia, atrapamos a unos romanos de una patrulla de reconocimiento de las legiones bárbaras. Parece ser que uno de los prisioneros podría ser el hijo de uno de los generales romanos. El rey de Siria frunció el ceño y miró de reojo a Heráclidas, que se mantenía en pie, callado y serio a su lado.
- ¿De qué general? ¿Del cónsul de Roma, Lucio Cornelio Escipión? -indagó el rey, que empezaba a ver el interés auténtico de aquella audiencia.
- No, mi señor. Creemos que se ha apresado al hijo del hermano del cónsul, al hijo del general romano Publio Cornelio Escipión, ése al que llaman Africanus.
- ¡Por Apolo, tenemos al hijo del general romano que derrotó a Aníbal en Zama! exclamó Antíoco alzándose de su trono imperial. Volvió a mirar a Heráclidas. Se sorprendió, pues esperaba ver una gran sonrisa en su nuevo consejero, pues aquélla sin duda era una maravillosa noticia, pero Heráclidas mantenía la faz seria, impenetrable. El guerrero daha, sin dejar de mirar al suelo, volvió a hablar y sus palabras dieron sentido al rostro preocupado de Heráclidas.
- Pero hay un problema, mi señor.
- ¿Un problema? -El rey volvió a tomar asiento en su trono. No entendía cómo tener de rehén al hijo del mejor general de Roma podía convertirse en un problema.
- Veréis, mi señor… -Al guerrero daha de pronto le faltaba la saliva-. Aníbal… Aníbal… Aníbal… -Pero era incapaz de terminar la frase.
60 La hetera de Abydos
Abydos, Misia, norte de Asia Menor.
Noviembre de 190 a.C.
Atilio, veterano médico de las legiones de Roma, o de las legiones de los Escipiones, como a él le gustaba decir, pues siempre había estado al servicio de las tropas comandadas primero por Publio Cornelio Escipión y luego por su hermano Lucio Cornelio Escipión, había decidido tomarse unos momentos de descanso. La campaña de Grecia había transcurrido esencialmente en el mar durante los últimos meses. Pero las batallas navales de agosto y septiembre de ese año habían sido muy cruentas. Primero la flota romana había derrotado a la flota siria y fenicia comandada por Aníbal. Los fenicios eran grandes comerciantes, pero como militares dejaban bastante que desear. Y luego había venido la batalla naval entre la flota siria de Antíoco, que había zarpado desde Éfeso bajo el mando de Polisínides y la flota romana al mando de Emilio Régilo, que partió desde Samos. Los romanos recibieron la ayuda de los rodios comandados por Eudamos. Las dos escuadras se encontraron en el mar, junto al cabo Mioneso y, una vez más, los romanos vencieron. Pero sea en el mar o sea en tierra, las batallas producen centenares de heridos y, pese a las victorias, la flota romana precisó de ayuda para tratar a sus heridos. Régilo pidió ayuda a las legiones de los Escipiones que avanzaban por Grecia y muchos de los marineros heridos por flecha o contusionados por los proyectiles o los impactos entre diferentes buques fueron trasladados a tierra, al campamento de las legiones. Atilio se vio desbordado durante semanas. Y tenía que dar gracias a los dioses de que Antíoco ordenara que las tropas sirias se retiraran de Lisimaquia sin entrar en combate. Atilio, como el resto de hombres que acompañaban a las legiones romanas, sabía que se trataba de una retirada estratégica. El monarca sirio sabía que no podía defender una posición al otro lado del Egeo con una flota destrozada, así que reagrupaba sus fuerzas en Asia. Esa retirada dio un respiro a Atilio, por ello, tras haber cruzado el Helesponto con cierto sosiego, instalados ahora en la primera ciudad de Asia amiga de Roma que habían encontrado, Abydos, el veterano médico de las legiones de Escipión decidió
visitar una de las casas de heteras más prominentes de aquella ciudad. Tal y como le había explicado un centurión mientras le atendía de un corte durante una sesión de adiestramiento, junto al puerto de la ciudad, cerca de los muelles, justo donde terminaban los almacenes, se alzaba un viejo edificio donde se podían encontrar las mejores heteras de las ciudad. Atilio había oído muchas veces hablar de las famosas heteras griegas, una mezcla de prostituta y mujer de compañía. Se prostituían, eso era cierto, pero eran refinadas además de hermosas, cultas y un hombre podía hablar con ellas de literatura o filosofía o historia, muchas sabían danzar con auténtica sensualidad y todas sabían hacer lo que a fin de cuentas Atilio tenía en mente. Una velada agasajado por una hetera bien seleccionada era una apuesta segura para deleitarse en los placeres más mundanos y más exquisitos a un tiempo. Era, no obstante, un entretenimiento caro, al alcance de muy pocos. Para los bolsillos peor dotados Abydos proporcionaba las simples porné o prostitutas de calle, pero Atilio sabía que había algún tipo de relación entre ciertos males de locura y aquellas mujeres, o prostitutas similares que había visto en todos los puertos del mundo, así que, aprovechando que disponía de un buen capital fruto de la generosidad con la que los Escipiones premiaban sus servicios, decidió dilapidar parte del mismo en compañía de las mejores heteras de Abydos.
Le abrió la puerta una mujer mayor, cubierta con túnica, adusta en su faz, pero que al comprobar el buen porte y la excelente presencia del médico romano de origen tarentino, iluminó su rostro con una graciosa sonrisa que hizo ver a Atilio que aquella mujer, pese a que le faltaban varios dientes, en el pasado debió de ser muy hermosa.
- Un romano… -dijo la vieja hetera-. Aquí son bienvenidos los romanos. Conquistadores de lejanas tierras que han llegado ya hasta nuestras costas. Atilio sonrió levemente en respuesta y decidió no entrar en una disquisición con aquella señora sobre su origen más griego que romano, pues comprendía que la mujer hablaba interpretando su origen en función de las túnicas legionarias que llevaba. La mujer consideró que el silencio del recién llegado implicaba que era hombre que no andaba en rodeos.
- Os presentaré a las heteras que tengo disponibles esta tarde, pero antes he de saber si estáis dispuestos a pagar el precio.
Atilio sacó una pequeña bolsa de piel que abrió y de la que, al volcaria con la mano derecha, precipitó varias monedas de oro sobre la palma de la mano izquierda. La anciana miró el metal dorado con satisfacción y no dijo nada más. Atilio volvió a introducir las monedas en la bolsa. Al cabo de un par de minutos, la anciana regresó acompañada de una muy hermosa joven.
- Un hombre de tus cualidades se merece lo mejor -dijo la vieja hetera-. Areté es la más hermosa y la más delicada de todas las mujeres que he tenido nunca en esta casa. Estoy segura de que te sentirás complacido.
Atilio observó a la joven muchacha. Debía de tener unos dieciocho o diecinueve años. Cubierta por una túnica roja, su rostro de facciones suaves resplandecía pese a la penumbra que les rodeaba. Sus brazos desnudos mostraban una piel suave, blanqueada con un polvo blanco, casi transparente,[ Carbonato de plomo, también conocido como cerusita o albayalde, según lo denominaron los árabes. Las regiones de Siberia siguen siendo la mayor fuente de este mineral.] que traían de Oriente, mezclado con miel, para así ocultar el tono algo más oscuro de una dermis bañada por el sol del Mediterráneo. Las mejillas, sin embargo, estaban enrojecidas con maquillaje de algas. El pelo, recogido, era, no obstante, muy largo, lo que denotaba que Atilio estaba ante una hetera del más alto nivel, y muy negro, peinado meticulosamente con peines de hueso y marfil. Las cejas eran igual de negras, repasadas con un tinte hecho con humo. Olía a limpia y es que la joven se había lavado con arcilla y una sal blanca y traslúcida [Carbonato de sodio.] y se había depilado con una cuchilla y una pasta especial. Llevaba varios braza-letes en las muñecas, en uno de los brazos y en ambos tobillos. La muchacha, al contrario de lo que pudiera uno esperar, no miraba al suelo, sino que miraba directamente al hombre que la estaba estudiando. Pero no era una mirada desafiante o nerviosa, sino cálida. La vieja, con sus palabras, quiso poner sentido a aquel enigma que el ceño fruncido de Atilio marcaba en su frente.
- Sólo entrego Areté a aquellos hombres que intuyo que sabrán tratarla con el respeto que merece. Si buscas una cualquiera puedo presentarte otras.
- No -dijo por fin Atilio-. Esta mujer me satisface.
- Vaya, gracias a los dioses -respondió a su vez la anciana-. Empezaba a pensar que trataba con un mudo.
- Soy hombre de pocas palabras. Creo que son las acciones lo que importa. -Y entregó cinco monedas de oro a la anciana, pero la vieja permaneció en pie, con la palma abierta, interponiéndose entre Areté y Atilio. El médico volcó el sacó sobre la palma de la anciana y cayeron siete u ocho monedas más. Ésta cerró entonces su ajada mano atrapando las mismas con un puño anquilosado por los años y arrugado por una vida azarosa y extraña. No pudo evitar echar una mirada de reojo a la bolsa que Atilio se guardaba bajo su túnica, la codicia no tiene fin, pero el visitante había sido más que generoso. No tenía sentido pedir más. Un precio ajustado a lo que se ofrece suele hacer que el cliente regrese. Así, sin decir más, la anciana se dio la vuelta y desapareció. Atilio y la joven hetera quedaron a solas. El veterano médico de las legiones de Roma no sabía muy bien qué correspondía hacer en aquel momento.
- Debes de estar cansado -empezó la muchacha con cordialidad, emitiendo sus palabras en una voz dulce y un más que perfecto griego-. El viaje de las legiones romanas ha debido de ser muy largo hasta llegar aquí. Quizá un baño sería de tu agrado. -Y como quiera que la joven percibió las reticencias de Atilio, añadió unas palabras más envueltas en una dulce sonrisa y tomando con su mano suave la ruda mano del médico de las legiones-. Un baño, con agua tibia, con sales, conmigo.
Atilio comprendió entonces que estaba a punto de pasar la mejor velada de toda su existencia.
61 Los emisarios de Antíoco
Abydos, Misia, norte de Asia Menor.
Noviembre de 190 a.C.
Llovía incesantemente sobre el campamento romano de las legiones de Asia levantado a las afueras de Abydos. Los bailes que el sacerdocio salio exigía ya habían terminado, pero ahora seguían allí, retenidos en la costa norte de Asia porque no tenían noticias de Publio hijo. Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, algo nervioso por aquel obligado retraso en las operaciones de guerra, estaba revisando los suministros de los que disponían con el quaestor de las legiones cuando el proximus lictor irrumpió en la tienda y quedó en pie, junto a la entrada, a la espera de que el cónsul le permitiera hablar. Lucio le miró y eso fue suficiente.
- Ha llegado una embajada siria. Dicen que quieren hablar con el cónsul, que es importante.
- Traed a esos embajadores aquí en media hora. Mientras, que les den de comer y beber en una tienda, a resguardo de la lluvia, y ve personalmente a llamar a mi hermano. El proximus lictor asintió, se llevó la mano al pecho, dio media vuelta y desapareció
tras la tela de entrada a la tienda. Lucio despachó también al quaestor y se quedó a solas, esperando la llegada de su hermano. Publio se encontraba algo indispuesto. La preocupación por la suerte de su hijo perdido en la turma de reconocimiento parecía haber hecho prender de nuevo la llama de las fiebres de Hispania. Lucio se sentó en la sella curulis dispuesta en el centro de la tienda. Esta embajada debería de traer noticias sobre el destino de su sobrino. Lucio Cornelio Escipión apretó los labios. La situación en Asia se había complicado demasiado y sólo acababan de cruzar el Helesponto. Publio entró como si el viento de la tormenta le hubiera empujado hasta allí. Venía vestido con coraza, grebas, espada envainada, dispuesto a entrar en combate. La lluvia le había empapado de pies a cabeza, pero aquello no parecía importarle. El sudor de las fiebres se mezclaba con el agua que los dioses estaban desparramando sobre la tierra.
- ¿Se sabe algo ya? -preguntó Publio sin ocultar un ápice su inquietud.
- No. He decidido esperar a que estuvieras conmigo antes de recibirlos. Publio asintió varias veces. Su hermano era el cónsul, pero constantemente daba muestras de respeto hacia él.
- Estoy empapado -dijo Publio al fin, sentándose en un solium dispuesto próximo a la sella curulis, en el lado derecho.
Lucio llamó a un esclavo y pidió paños limpios para que su hermano se secara.
- Tienen que decirnos algo del muchacho -comentó Publio mientras se pasaba una toalla por la coraza de guerra-. Por Hércules, que hablen o yo mismo les sacaré las palabras a golpes. Lucio le miró sin decir nada. Quizá habría sido mejor recibir a la embajada a solas y luego departir con su hermano, pero había querido que estuviera presente Publio porque era conocida por todos su sagacidad en las negociaciones con embajadas extranjeras en Hispania, en Sicilia, en África, aunque el Senado, manipulado por Catón, nunca reconociera esa virtud en Publio. Sin embargo, quizás ahora estuviera demasiado ofuscado con la pérdida de su hijo. Dos lictores entraron en la tienda y con ellos los pensamientos de Lucio se difuminaron. Tras los lictores entraron dos hombres, ataviado el más joven, un hombre maduro, como oficial del ejército de Siria, con una coraza anatómica y un faldón de cuero imitando el viejo estilo de los veteranos de Alejandro Magno, y el otro, un hombre muy mayor, un anciano, cubierto por una larga túnica gris. Ambos quedaron de pie, frente a los dos Escipiones, rodeados por el resto de los lictores del cónsul. El oficial sirio había sido convenientemente desarmado. Al anciano se le había permitido quedarse con una larga estaca que usaba a modo de bastón. El guerrero sirio miraba a ambos generales romanos sin tener muy claro a quién dirigirse.
- Has pedido entrevistarte con el cónsul de Roma, oficial sirio. Yo soy Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma y general en jefe de las legiones que han cruzado el mar. Es a mí a quien debes dirigirte. El que me acompaña es Publio Cornelio Escipión, al que muchos conocen como Africanus. Es mi hermano y mi consejero.
El oficial sirio miró a Lucio y se inclinó levemente. Luego miró a Publio y repitió el gesto. ¿Así que aquél era el general romano que había derrotado a Aníbal? Aquello le impresionó.
- Mi nombre es Antípatro, general del ejército sirio, y vengo, en nombre de Antíoco, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, rey de Siria y de todos los territorios desde el Indo hasta el Helesponto, para recordar a los romanos que deben partir de Asia inmediatamente o sus tropas serán barridas por nuestro ejército como le ha sucedido a todos los enemigos del gran rey.
- Antípatro -replicó Lucio con firmeza-, Roma reconoce el dominio de tu rey sobre los territorios de Oriente, pero tu rey ha atacado primero a Egipto, aliado de Roma, arrebatándole la Celesiria, luego cruzó el Helesponto y asedió ciudades griegas amigas de Roma y ahora somos nosotros los que hemos cruzado el mar porque tu rey está amenazando al reino de Pérgamo y al reino de Rodas, ambos aliados de Roma. El rey Antíoco debe retroceder a sus antiguos dominios abandonando Asia Menor.
Antípatro miró de reojo a su anciano compañero. Fue éste el que tomó entonces la palabra.
- Soy Heráclidas, consejero del rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todos los territorios del antiguo imperio de Alejandro Magno. Cónsul de Roma, no os interpongáis entre el rey Antíoco III y su destino. No es aconsejable para vuestros intereses. -Heráclidas vio con el rabillo del ojo cómo el otro general romano separaba su espalda del respaldo de su solium. Por fin había captado su interés-. No es aconsejable. Será para vuestro beneficio que dejéis de oponeros a las justas reclamaciones que el rey Antíoco tiene sobre Pérgamo, Rodas y el resto de territorios de Asia, pues aquí reinaron sus antepasados y aquí deberá reinar él, devolviendo todo a su correcto orden. Los dioses así lo desean y hasta los judíos mismos tienen una profecía que así lo pronostica.
¿Cómo hombres tan sabios como vosotros podéis estar ciegos a lo que debe ser? Pero el gran rey Antíoco es un monarca generoso más allá de lo conocido y desea haceros más sencillo tomar el camino de regreso a Grecia y a Roma con vuestras tropas. El rey está
dispuesto a pagar en oro los gastos de vuestro viaje, el gasto completo de toda la campaña y, como muestra de buena voluntad, está dispuesto a entregaros al hijo de Publio Cornelio Escipión vivo una vez que os hayáis retirado de Asia.
Lucio abrió la boca pero no dijo nada. No sabía bien cómo responder. La vida de su sobrino, si es que era cierto que seguía vivo, estaba en juego. A su derecha, Publio se levantó despacio y se puso a su lado mirando fijamente al anciano consejero del rey Antíoco. Al contrario de lo que pensaba Lucio, su hermano empezó a hablar con un tono suave, casi como quien habla a un viejo amigo.
- Heráclidas, consejero del gran rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todo lo que quieras, te diré lo que has de contarle a tu monarca cuando regreses a Antioquía: Heráclidas, dile a tu rey que si deseaba la paz y deseaba que no entráramos en Asia, debería haberse detenido en Lisimaquia. Su retirada de allí nos dejó el camino expedito para cruzar el Helesponto. Con esa retirada tu rey aceptaba nuestra entrada. Quien ha permitido que el oponente entre en su propia casa no puede pretender que ahora salga a cambio de un poco de oro sin aceptar un cambio en la situación. Asia ya no es sólo de Antíoco, no hasta la cordillera del Tauro. Desde el mar hasta el Tauro son territorios independientes de Antíoco y reinos amigos de Roma. Tu rey se retirará. ¿Dinero?
¿Oro? ¿Cree realmente tu rey que se puede comprar a un cónsul de Roma, a mi hermano, o a un senador de Roma, como yo, al mismísimo princeps senatus de Roma? ¿Crees tú realmente que el senador más veterano de Roma está en venta? -El tono de Publio seguía siendo conciliador, pero el contenido de su discurso y las preguntas directas hicieron que el anciano Heráclidas fuera el que en ese momento abriera la boca, pero no pudo pronunciar palabra alguna, pues el propio Publio continuaba con su intervención, pero ahora elevando el tono de voz poco a poco-. Te he hecho una pregunta, consejero de Antíoco, ¿crees que el princeps senatus está en venta? -Y gritando a pleno pulmón-:
¿Crees que estoy en venta?
Heráclidas y el general Antípatro dieron un paso atrás. Publio dejó de gritar, pero las palabras salían ahora de su boca desbocadas como un torrente en medio de la más atronadora de las tormentas. Los truenos de su rabia se mezclaban con los truenos de la lluvia que fustigaba furiosa las telas de las paredes del praetorium.
- ¡Nunca aceptaremos para nosotros nada en público de tu rey! ¿Que el rey Antíoco quiere pagar con oro el coste de nuestra retirada? Por supuesto: pagará en oro el coste de toda la campaña como dice, pero antes deberá retirarse más allá de las montañas del Tauro y deberá hacerlo ya. ¿Que el rey desea entregarme a mi hijo? Sea, por Júpiter, ésa es una acción que aceptaré a título privado, pero sin contrapartidas públicas; lo único que puedo prometerle a cambio de mi hijo es que la vida del rey será respetada si entramos en combate pues, como no puede ser de otra forma, su ejército será aniquilado por nuestras legiones. He conquistado Hispania y África, consejero, y si he de conquistar toda Asia para recuperar a mi hijo lo haré, sólo que cuando tenga de nuevo a mi hijo conmigo, tras destruir vuestro ejército no tendré misericordia con ninguno de vosotros, ni contigo, consejero real, ni contigo, general de su ejército -mirando a Antípatro y de nuevo hacia Heráclidas-, ni con el propio rey. -Y elevando de nuevo la voz-: ¡Quiero a mi hijo aquí y lo quiero ya! ¡A un senador de Roma y a un cónsul no se les compra! ¡Dile a tu rey que acepte las condiciones que le proponemos si quiere la paz y, por encima de todo, si quieres seguir vivo! -Y de nuevo bajó el volumen de voz-. Mi generosidad por la devolución de mi hijo a título privado puede ser inmensa, pero nada tengo que ofrecer o negociar con tu rey sobre las cuestiones públicas que no sea la completa aceptación de las condiciones que acabo de mencionar. Dile, por fin, que mi ira, la ira de Publio Cornelio Escipión, es una fuerza que te aseguro, consejero Heráclidas, te aseguro que tu rey no quiere conocer.
Y calló. Dio unos pasos hacia atrás y se sentó de nuevo en su solium. Estaba agotado. Sentía como la fiebre se apoderaba de nuevo de su cuerpo. Un sudor frío empezaba a rezumar por su frente y los latidos de su corazón retumbaban en sus sienes.
- Todo está dicho -apostilló Lucio mirando a los embajadores sirios.
- Transmitiré a mi rey vuestra respuesta -fue la seca réplica de Heráclidas que no dejaba de mirar las gotas de sudor frío que resbalaban por la frente y las sienes del hermano del cónsul. Ambos embajadores dieron media vuelta y desaparecieron tras la tela de acceso a la tienda. Tras ellos salieron todos los lictores.
Los dos hermanos permanecieron en silencio unos minutos.
- Parece que tienen al muchacho con vida -se atrevió a decir Lucio al fin.
- Eso dicen -musitó Publio entre dientes-; pero no tenemos ninguna prueba de ello. La lluvia arreciaba sobre las lonas de la tienda. Se vio un enorme resplandor que atravesaba la cubierta de la estancia y se escuchó un trueno casi al tiempo.
- Has estado bien, hermano -dijo Lucio.
Publio asentía despacio mientras respondía.
- No podemos ceder al chantaje de Antíoco; no podemos vendernos. No podemos hacerlo ni siquiera por mi hijo… -Y tras un frío instante, un fugaz destello y otro tremendo trueno, concluyó con auténtica tristeza-: Emilia no me lo perdonará jamás. Jamás.
Heráclidas y Antípatro aceptaron el refugio de una pequeña tienda junto a la empalizada del campamento. Dos calones trajeron algo de vino, un poco de pan, queso y fruta y les dejaron a solas. Antípatro sacó la cabeza por la abertura de la tienda.
- Han puesto varios centinelas alrededor. Están empapándose, pero ahí están -explicó
Antípatro sacudiéndose el agua que le resbalaba por la frente. Su interlocutor permanecía en silencio. Heráclidas se había sentado en una de las pequeñas sellae que habían dejado los esclavos al traer la comida.
- Lo mejor que podemos hacer es comer algo -continuó Antípatro-. Por lo demás la embajada no ha servido de nada.
Heráclidas, para confusión de Antípatro, sonrió.
- Yo no diría que no hemos conseguido nada.
El oficial sirio miró al viejo consejero del rey con el ceño fruncido mientras masticaba un poco de pan y queso.
- ¿Qué hemos conseguido? -inquirió Antípatro sin dejar de masticar con la boca abierta. Heráclidas suspiró y miró hacia otro lado.
- Hemos averiguado algo muy importante para nuestro rey, y más importante aún para Seleuco, a quien también servimos. Antípatro se sentó en otra de las sellae.
- Por Apolo, ¿qué es eso tan importante que hemos averiguado?
Heráclidas sonrió aún más. Qué torpes podían llegar a ser los militares. Caminaban hacia una victoria total y aquel general no tenía ni idea. Seleuco comandaría parte del ejército victorioso. El rey estaría contento. Seleuco sería premiado y éste, a su vez, le premiaría a él, a Heráclidas, garantizándole una vejez plagada de lujos y comodidades.
- Ahora sabemos que Publio Cornelio Escipión, ese al que llaman Africanus -explicó
Heráclidas como quien explica algo a un niño-, el general que realmente comanda las legiones, el que derrotó a los cartagineses, el que doblegó a Aníbal… ahora sabemos, Antípatro, que ese general está enfermo. Muy enfermo.
- ¿Estará realmente vivo? -preguntó Publio entre los truenos de la tormenta. Su hermano Lucio, el cónsul de Roma, miraba al suelo. -No tiene sentido que quieran mentirnos.
- A no ser que ya esté muerto y busquen ganar tiempo. ¡Por Júpiter, es horrible esta tensión, Lucio!
La lluvia golpeaba a ráfagas contra las paredes de la tienda empujada por el viento. Publio estaba helado. Las fiebres se apoderaban, una vez más, de su cuerpo y le nublaban el sentido. Era el peor de los momentos para caer enfermo. Tenía que encontrar fuerzas de donde fuera, al menos hasta que se aclarara la situación de su hijo.
- La embajada era importante -comentó Lucio.
Publio, cubriéndose con un amplio manto similar al paludamentum de su hermano, pero de color gris, no teñido de púrpura como el de un cónsul, respondió confirmando la opinión de su hermano:
- Sí. Antípatro estuvo comandando la falange central en la batalla de Panion, según nos dijo Escopas, cuando Antíoco destrozó el ejército egipcio. Y Heráclidas parece hablar con la seguridad de quien está muy próximo al rey.
- Podríamos retenerlos y solicitar un canje por el muchacho -comentó Lucio con cierta ilusión, con el aire de quien vislumbra una solución a un enigma irresoluble.
- Es una idea -respondió Publio-, pero dudo que Antíoco aceptara el canje. Es seguro que tiene otros muchos consejeros y oficiales a su alrededor, y todos deseosos por ver cómo desaparecen los que ha enviado aquí. Mucho me temo, hermano, que con retenerlos sólo conseguiríamos irritar aún más el orgullo herido de Antíoco. Desde que aquel proyectil en las Termopilas le partiera los dientes, se ha tomado la guerra contra nosotros como algo personal. Lucio asintió. Pensó que las amenazas que su hermano había proferido en la parte final de la entrevista con los sirios también podrían surtir el mismo efecto, pero habían sido fruto de la rabia que sentía su hermano y no tenía sentido sumar un nuevo error a otro ya cometido. Publio volvió a lanzar la pregunta que le atormentaba mientras se tapaba aún más con su capa militar.
- ¿Estará aún vivo?
62 La propuesta de Atilio
Abydos, Misia, norte de Asia Menor.
Noviembre de 190 a.C.
Atilio flotaba en agua alimentada con aceites cuya esencia parecía ampliar la capacidad de sus pulmones. Areté, la joven hetera, le masajeaba la espalda arrodillada fuera de la pequeña piscina. Las manos suaves de la mujer y la dulzura de su voz relajaron a Atilio como no lo había estado en tiempo demasiado largo como para recordar. Lo que la muchacha contaba, su vida, no era tan dulce, pero la joven no transmitía ni rencor ni odio en sus palabras. A la pregunta de Atilio sobre quién era y de dónde venía, Areté
respondió con sosiego y contaba su historia sin pasión fingida. Era una historia que había contado ya en numerosas ocasiones. Tantas que Areté a veces dudaba de si ésa había sido realmente su vida. Rodeada del lujo de la casa de las heteras de Abydos, las penurias del pasado parecían casi recuerdos imaginados. Era cierto que tenía que yacer con diferentes hombres, pero la anciana, al menos de momento, le seleccionaba los mejores, los más ricos y, normalmente, los que mejor se comportaban.
- Nací en Sidón y allí estuve hasta que el asedio de los sirios acabó con toda mi familia por el hambre. -Ella prefería contarlo así y omitir el momento en que su padre, aún vivo, la entregó al viejo médico-. Sobreviví porque primero mi madre y después mi padre guardaban para mí lo poco que podían conseguir para comer. Cuando Escopas, el strategos griego, consiguió negociar el fin del asedio, escapé con un hombre al que mis padres me habían confiado. Viví con él bien y hasta me enseñó su oficio, pero pronto falleció cuando era niña y antes de morir me entregó a esta casa de heteras en donde dijo que no me faltaría de nada. Dijo que había vidas peores y estoy segura de que llevaba razón. La dueña me aceptó porque me consideró hermosa. Aquí he vivido desde entonces y no tengo queja. Me han enseñado música y a bailar y a leer, aunque a leer ya me había enseñado mi padre adoptivo. Pero aquí he podido leer más. «Una buena hetera debe saber de todo para así poder entretener a los hombres más importantes de la ciudad», dice siempre la anciana. Luego, claro, está esto.
Y la muchacha interrumpió su relato para besar el cuello áspero de Atilio. Se retiró
luego y Areté tomó el jarro de vino que estaba junto a la piscina. Atilio estiró su brazo con una copa vacía en la mano. Areté llenó la copa y Atilio bebió un buen trago sin dejar de mirar la faz de facciones suaves y labios carnosos de su joven compañera de baño. Areté estaba desnuda y sus senos descubiertos culminaban en pezones pequeños, erectos, que Atilio anhelaba. El veterano médico de las legiones de Roma había estado ya suficiente tiempo en el agua y había escuchado ya bastante las historias de la muchacha, primero sobre Abydos, luego sobre el ir y venir de ejércitos de uno y otro bando y, por fin, sobre la propia vida de la joven. Atilio deseaba ahora otras cosas. Se levantó del agua y Areté, rápida en interpretar los deseos de los clientes de la casa, se alzó también con una toalla que ofreció al viejo médico. Atilio la tomó, se secó un poco el pecho y los brazos y puso un pie en el borde de la piscina, pero el vino ingerido ya había sido mucho y el veterano erró en el cálculo, trastabilló y cayó de bruces sobre la piscina golpeándose en una sien. Aturdido, casi sin sentido, se hundía en el agua y pronto se dio cuenta, sin poder evitarlo, de que no podía respirar, hasta que de súbito alguien tiró de él y el agua que lo envolvía todo desapareció y el aire de nuevo insufló vida en su ser. La consciencia regresó y Atilio se rehízo y, ayudado por la joven, consiguió, al fin, salir de la piscina.
La muchacha tumbó al médico en el suelo.
- Ahora en seguida vengo -dijo, y desapareció. Atilio sentía un dolor punzante en la sien. Se llevó la mano a la parte izquierda de su rostro y palpó la sangre caliente. En ese momento regresaba ya la joven con agua en una bacinilla de bronce y toallas limpias. Atilio se quedó sorprendido. Eso era lo que estaba a punto de pedir.
- Esto igual duele un poco, pero es mejor -decía la joven mientras le limpiaba la herida con cuidado pero frotando con firmeza. Atilio se sentía como uno de sus heridos tras una batalla campal, aunque pronto una sonrisa se abrió camino en su rostro. Ya les gustaría a los legionarios de Roma que su médico se pareciera tan sólo un poco a aquella hermosa joven.
- ¿Sonríes? -preguntó Areté-. Creía que te haría daño.
- Y lo hace. Son cosas mías. -Y Atilio frunció el ceño-. Parece que entiendes de heridas. La muchacha asentía mientras reemplazaba un paño empapado de sangre por otro nuevo y limpio.
- El oficio que me enseñaron era el de médico, pero una mujer no puede ser médico, así que aquí estoy.
Atilio asintió sin dejar traslucir su admiración.
Pasaron varias horas más juntos. Atilio intentó animarse lo suficiente como para poder hacer suya a aquella bella y misteriosa hetera, pero la edad, el golpe en la cabeza y el vino eran demasiados enemigos contra los que luchar y Atilio permaneció junto a aquella joven sin poder consumar aquello que había venido a buscar en esa casa y por lo que tanto dinero había pagado.
Al amanecer, Areté le cambiaba el vendaje de la herida en la cabeza cuando Atilio, sorprendiéndose a sí mismo, decidió hacer una oferta a la joven.
- Puedes venir conmigo… al campamento romano… y ayudarme. Siempre hacen falta manos que sepan limpiar una herida, vendar… Nunca tengo bastantes asistentes. Ante el silencio de la chica, Atilio se sintió obligado a explicarse-: Los romanos, como cualquier otro ejército, se interesan más por matar que por mantener la vida, y eso que Escipión, Africanas, es de los generales que más he visto preocuparse por los heridos, pero ni aun así tengo suficiente gente tras una batalla… Podrías ayudarme-Areté había terminado el vendaje. Iba cubierta con una túnica blanca de lana fina de Tarento; Atilo acariciaba la manga de aquella túnica; sabía reconocer el tacto de la lana de la ciudad de sus padres. Era un tacto que le recordaba su niñez.
- No creo que sea una buena idea… -empezó Areté, pero Atilio la interrumpió sin dejar de acariciarle el brazo.
- No tendrías que acostarte conmigo. No tendrías que acostarte con los legionarios. No tendrías que acostarte con nadie. Serías una esclava que he comprado. Nadie te tocaría. Areté rumió su respuesta con tiento. Ella no era una esclava ni quería serlo, pero tenía la intuición de que las cosas no podrían marchar bien siempre para ella en aquel rincón del mundo, como hetera en una casa en Abydos. Su belleza pronto empezaría a menguar. Ya no sería seleccionada para los clientes más refinados, como aquel médico. Sus días y, más aún, sus noches se embrutecerían con la saliva de miserables que harían con ella lo que quisieran. No la llamaban esclava, pero ¿qué era sino eso?
- Tendrás que pagar mucho dinero a la anciana -respondió al fin la muchacha. Atilio asintió contento. Tenía dinero.
Areté lo meditó unos minutos más mientras el médico seguía acariciándole el brazo hasta que por fin la muchacha asintió. Areté dejó de ser hetera aquella misma mañana. Estaba convencida de que era mejor ser esclava de un romano de las legiones que acababan de cruzar el Helesponto que permanecer allí sometida a los deseos de los visitantes de aquella casa de Abydos. Para su sorpresa, la joven vio que la anciana aceptaba venderla gustosamente por el contenido completo de la bolsa de oro de Atilio. Aquello terminó de convencerla de que había tomado la decisión adecuada. Sólo una espina permanecía punzante en su mente: acababa de ligar su destino al de los romanos. ¿Y si las legiones eran derrotadas por el rey de Siria? Su vida ya había sufrido por la guerra eterna que mantenía Antíoco en Asia. ¿Volvería a ocurrir lo mismo?
- ¿Es bueno ese general vuestro? -preguntó Areté.
Atilio abrió bien los ojos algo confuso, con su mirada fija en las calles por las que conducía el carro, pero no respondió absorto como estaba en mirar hacia delante. No quería arremeter contra ningún transeúnte y tener un problema. Había dormido poco y estaba cansado. Debía haber aceptado la guardia de protección que le ofrecían con regularidad cuando iba a abastecerse a las ciudades por las que pasaban, pero había querido que su visita a la casa de las heteras fuera discreta.
- ¿Es mejor que Escopas, el strategos de Etolia? -repitió así su pregunta y precisó
Areté.
- Africanus es el mejor general del mundo.
Las palabras de Atilio eran concluyentes, pero ella, siendo niña, había oído a muchos etolios y egipcios decir lo mismo de Escopas, y luego Escopas fue barrido por las tropas sirias como las hojas secas por el viento de otoño. Areté cerró los ojos y, como en tantas ocasiones en el pasado, rezó a Eshmún y confió en que su dios la protegiera.
63 La decisión de Aníbal
En las proximidades de Magnesia. Lidia, centro de Asia Menor. Noviembre de 190
a.C.
Publio hijo estaba sentado en un amplio asiento que le habían traído sus nuevos guardianes. Ahora estaba custodiado por soldados cartagineses, veteranos de las campañas de Hispania, Italia y África que habían seguido a su gran general por todos los confines del mundo. Publio hijo había detectado en las miradas de aquellos guerreros la lealtad plena con la que seguían a Aníbal. Miradas. Eso le devolvió a la memoria el rostro de Afranio, con aquellos ojos henchidos de asombro al verse herido de muerte por la espada de Aníbal. Aquella última mirada de Afranio, repleta de perplejidad al no entender cómo después de desvelar la identidad del hijo de Escipión se le pagaba con la muerte, persistía en la mente del joven Publio con una viveza casi infernal, pues era el recordatorio de lo próxima que había sentido la muerte. Además, no era sólo cuestión de haber estado a punto de morir, sino el hecho de no haber sido capaz de mirar de frente a su oponente en el momento culminante. Sí, ante el avance de Aníbal, él, Publio Cornelio Escipión, hijo del gran Africanus, había cerrado los ojos. Sólo un instante después, al escuchar el grito ahogado de Afranio y al no sentir dolor alguno, los volvió a abrir, para ser testigo de cómo Aníbal extraía con una lentitud estudiada su espada de entre las entrañas partidas del decurión romano que le acababa de traicionar.
- Nunca me han gustado los traidores ni los desertores -había dicho Aníbal mientras limpiaba la sangre de Afranio del arma restregando la espada contra el costado del propio decurión abatido cuando éste aún se retorcía de dolor en medio de su agonía-. No, por Baal que nunca me han gustado los traidores. -Y continuó hablando dando la espalda al estupefacto hijo de Publio para dirigirse a Maharbal-. Los hemos utilizado, eso es cierto, sobre todo en Italia, ¿recuerdas aquel romano, Maharbal, Décimo creo que se llamaba, el que quería abrirnos las puertas de…, es curioso, ahora no recuerdo la ciudad, tras la muerte de Marcelo?
Maharbal asintió pero con el rostro serio. No tenía claro aún adonde quería llegar su general ni cuál era la determinación que había tomado sobre el hijo de su gran enemigo.
- Lo recuerdo, sí. Murió como corresponde a un traidor -respondió el veterano oficial púnico.
- Sí, solo y con sufrimiento. Y, por encima de todo, sin ver cumplidas sus expectativas de recompensa. Los traidores nunca las merecen. El joven Publio recordaba cómo había asistido a aquel debate entre Aníbal y su oficial de confianza mientras Afranio languidecía en el suelo sobre un creciente charco de sangre, gimoteando como un carnero que agoniza durante su sacrifico ante el altar de un templo. Aníbal no dijo más, sino que salió de la tienda sin ni siquiera mirar atrás. Dos guerreros púnicos entraron y se llevaron, arrastrándolo por los pies, el cuerpo de Afranio que con temblores en las manos aún daba muestras de no haber muerto del todo. Dejaron a Publio hijo a solas unos minutos, a solas con su sorpresa y su confusión, a solas con la tremenda losa de no saber qué iba a ser de él ahora, a solas a la espera de seguir el camino de Afranio o de, aún algo peor, de transformarse en moneda para chantajear a su tío, el cónsul, y, así, avergonzar a su padre. Fue entonces cuando pensó por primera vez en quitarse la vida. Y lo hizo a conciencia. Examinó la tienda con minuciosidad, pero no había lugar donde colgarse, ni cuerda con la que hacerlo. Le habían arrebatado sus armas y no tenía nada con que poder cortarse las venas. Tenía claro que aquél era el único camino honorable que le quedaba después de haber cometido la infinita estupidez de, primero, ponerse en peligro, y luego dejarse atrapar como un jabalí en medio de una caza.
Pasaron los días, tediosos, largos, cargados de desesperanza y culpa, y las noches en vela, incapaz de dormir más de dos horas seguidas, reconcomido por la angustia y la frustración. Se le traía comida con regularidad y el joven Publio la tomaba con la esperanza de que estuviera envenenada, pero su deseo nunca se veía satisfecho, hasta que un día las pieles que cubrían la entrada a la tienda se abrieron de par en par y la figura ya conocida por él del mayor enemigo de Roma se recortó de nuevo en el umbral, proyectándose la larga sombra de Aníbal hasta el corazón mismo aquella improvisada prisión. El general cartaginés entró al interior de la tienda al tiempo que el joven Publio se levantaba del suelo. Ambos quedaron así a escasos dos pasos el uno del otro. Tras Aníbal entraron Maharbal y media docena de fieles guerreros púnicos que los escoltaban, aunque Publio hijo no tenía muy claro que ninguno de aquellos dos veteranos líderes púnicos necesitara de escolta alguna para cuidarse.
- Tengo órdenes del rey Antíoco de devolverte sano y salvo de regreso con las legiones de Roma -dijo Aníbal sin dar rodeos. El rostro del joven Publio, no obstante, no transmitió alivio sino que su frente arrugada y su boca cerrada con fuerza trasladaban al que le observaba que aquel joven había sentido preocupación al escuchar aquellas palabras en lugar de alivio. Aníbal supo interpretar con acierto los pensamientos de su prisionero-. Si lo que hunde tu ánimo es que tu padre haya cedido o prometido algo a cam-bio de tu vida, ése no parece ser el caso. Parece que aquí todos tienen un miedo exagerado a tu padre. El joven Publio relajó entonces las facciones de su rostro. Aníbal, no obstante, no parecía dispuesto a dejar que las cosas fueran tan simples.
- Te preocupas por lo que pueda haber hecho o no hecho tu padre, joven oficial romano, cuando lo que realmente debería preocuparte ni siquiera parece pasar por tu mente. Publio hijo retrocedió instintivamente un paso. Sus talones tropezaron con el poste de la tienda. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero supo mantenerse en pie.
- Lo que debiera preocuparte, hijo de Publio Cornelio Escipión -continuó Aníbal con cierta satisfacción al ver cómo retrocedía el vastago de su gran oponente en el campo de batalla-, lo que debería preocuparte es si yo voy a obedecer las órdenes del rey Antíoco o no.
Publio hijo comprendió entonces la nueva situación. Aníbal tenía instrucciones, pero Aníbal no era hombre que se dejara mandar con facilidad. Si no estaba convencido de hacer algo no lo haría sin importarle quién hubiera ordenado lo contrario o las consecuencias de su negativa a obedecer. El joven se apoyó en el poste y habló mirando al suelo, pero no humillado. Estaba pensando con intensidad.
- ¿Y qué ha decidido Aníbal sobre mí? Si ha decidido matarme, ésa me parece una muerte digna. Mi tío abuelo ya murió a manos de tu hermano en Hispania. Al menos en la muerte, ya que no en vida, podré superar a mis antepasados. Y si, por el contrario, has decidido dejarme libre, no porque obedezcas a Antíoco sino porque así lo has decidido tú mismo, será que Aníbal tiene esa nobleza que he intuido siempre que mi padre me hablaba de ti.
Fue en ese momento cuando el general cartaginés se relajó también. Por fin estaban hablando el uno con el otro sin que el rey Antíoco importara. Ahí era donde quería llegar él. El que tenía delante de él era el hijo de Publio Cornelio Escipión, el único general que había sido capaz de derrotarle con claridad en una batalla. Quería saber más de él, de su padre, de su familia. Lástima que no hubiera tiempo. Nunca había tiempo para las cosas importantes.
- Eres bueno con las palabras, hijo de Escipión. No sé si serás bueno en el campo de batalla, pero eres listo eligiendo las palabras. Quizá en eso seas más hábil que tu padre; quizá ésa sea tu arma y no la espada. Pero en todo caso, no seré yo quien te niegue la posibilidad de luchar en la futura batalla. -Y aquí calló por unos instantes en los que rodeó al muchacho, observándole desde todos los ángulos, hasta détenerse de nuevo frente a él-. Los romanos sois gente extraña. Por Tanit, cualquiera hubiera pensado que te enfurecerías contra tu padre al saber que éste no había aceptado negociar para salvar tu vida. Sin embargo, te lo comento y eso te hace feliz. Me resulta complicado entenderos, a ti, a tu padre, a Roma. Sois los primeros que veo que no negocian cuando el enemigo tiene como rehén a uno de sus más próximos. En Iberia, tener rehenes siempre era un salvoconducto para obtener cesiones de los celtas y los iberos de la región. Con vosotros, sin embargo, ni siquiera esto parece funcionar. Me pregunto qué pasaría si te matase aquí y ahora. -El muchacho iba a responder, pero Aníbal continuó hablando y el joven Publio consideró, con acierto, que era mejor no interrumpir al cartaginés-. Sé que si lo hiciera no conseguiría nada. Lo útil sería retenerte; sé que con eso debilitaría realmente la posición de tu padre, pero no tengo fuerzas suficientes con las que mantenerte en custodia frente a las tropas de Antíoco. ¿Matarte ofuscaría la mente de tu padre? No lo sé. No lo tengo claro, pero, en cualquier caso, sería rebajarse. Esta misma mañana te escoltará una patrulla que te conducirá hacia el norte, hacia el mar, cerca de las posiciones que los romanos mantienen en Abydos. Allí te liberarán. -Aníbal se agachó entonces para hablar en voz baja, casi al oído de Publio hijo-. Dile a tu padre que le espero pronto en el campo de batalla. Dile que yo no necesito, que no quiero rehenes para saber quién es mejor en el combate. Dile que le espero en el campo de batalla y dile que no falte a la cita. Dile que aún tiene anillos que recuperar.
Y se irguió de nuevo, dio media vuelta y desapareció de la tienda dejando al joven Publio de nuevo a solas, esta vez con una sensación extraña de no saber si estaba en la antesala de su liberación o acercándose a ser testigo de la próxima derrota de su padre en el campo de batalla o, quizá, de ambos acontecimientos a la vez. La seguridad de aquel general cartaginés era embriagadora y, sin duda, hechizaba a los que le seguían y, con toda seguridad, despertaba una oscura sensación de derrota en los que sabían que debían combatirle. Era cierto que su padre le había derrotado una vez, en Zama, pero de eso hacía años y el joven Publio no estaba convencido de que su padre retuviera en su ser las suficientes energías como para repetir la hazaña. Aníbal tenía más edad que su padre, pero el cartaginés parecía retener en su cuerpo una vitalidad sólo propia de un dios. Aníbal y Maharbal caminaban por el campamento sirio establecido en las proximidades de Magnesia.
- Es cierto que es extraño que Escipión no aceptara negociar cuando la vida de su hijo estaba en juego -dijo Maharbal interesado por saber más de lo que Aníbal pensaba sobre ese asunto.
- Cierto -reafirmó Aníbal-. Es muy peculiar. Como le dije al hijo de Escipión, los romanos son gente extraña. Si yo hubiera estado en la situación de Escipión y el enemigo retuviera a mi hijo, no habría dudado en ceder todo lo que hubiera sido preciso para recuperar a mi hijo con vida. Maharbal sabía la profunda decepción que Aníbal sentía por no haber podido ser padre, por eso calló y no hizo comentarios a las palabras de Aníbal. De cualquier forma, el general parecía tener un enorme cariño a su esposa y nunca hablaba del tema de los hijos. Ése era un asunto privado en el que Maharbal no entraba. Imilce había quedado en Antioquía, a salvo del frente de guerra en espera del desenlace de aquella campaña militar. Aníbal había dejado media docena de veteranos cartagineses como custodios de su mujer, con las instrucciones precisas de que sólo debían comer productos de la huerta que ellos mismos cultivaban junto a la casa que tenían cedida a las afueras de la ciudad, carne de animales que ellos mismos hubieran sacrificado y todo cocinado por la propia Imilce. Maharbal consideró siempre como muy acertadas todas aquellas precauciones e Imilce, por la forma en la que aceptó las órdenes, también. Después del envenenamiento de Epífanes toda cautela parecía poca. Pero Aníbal volvió a hablar haciendo que la mente de Maharbal retornara a la campaña militar y al asunto de qué habría hecho él si el enemigo hubiera retenido a un hijo suyo como rehén.
- Sí, habría cedido en todo por recuperarlo, claro que, por Baal, Tanit y Melqart, luego habría regresado con todas mis tropas para aniquilar a aquellos que habían perpetrado semejante osadía, secuestrar un hijo. -Maharbal sonrió sin decir nada; Aníbal, tras un breve silencio, seguía hablando, como si Maharbal ya no estuviera allí, como si pensara en voz alta, a solas consigo mismo-. Y, sin embargo, Publio Cornelio Escipión no negoció. O no quiere a su hijo o está loco. -Y, de pronto, mirando a su leal lugarteniente, añadió una consideración final-; Marhabal, un pueblo cuyos generales no retroceden ni siquiera cuando el enemigo ha apresado a un hijo suyo, es, sin duda, un pueblo temible. Temible más allá de lo conocido. -Otro breve silencio-. Antíoco es otro loco. Éste será
un duelo interesante.
64 El regreso de entre los muertos
Campamento general romano en Abydos.
Norte de Asia Menor. Finales de noviembre de 190 a.C.
Publio Cornelio Escipión, Africanus, recibió a su hijo en la tienda en la que estaba confinado desde hacía días. El joven Publio, acompañado por su tío Lucio, entró en lo que se había convertido en morada de su padre durante el lento avance de la enfermedad.
- Aquí lo tienes, hermano. Y por Hércules, nos lo han devuelto de una pieza -dijo con potencia y agrado el cónsul de Roma.
Publio padre, recostado en un lecho repleto de mantas, miraba a su hijo. La fiebre no le daba tregua, pero ante la llegada del muchacho se deshizo de las cubiertas de lana que le envolvían y se levantó. Avanzó tres pasos grandes y decididos hacia su hijo, abrió los brazos y lo apretó contra sí como no había hecho nunca antes. Por primera vez en mucho tiempo, a Publio padre le fallaron las palabras. Su hijo, por su parte, se dejó abrazar y correspondió de la misma forma rodeando con sus propios brazos a su padre. Lucio se mantuvo a una distancia prudencial. Estaba bien que él fuera el único testigo de aquel reencuentro. Últimamente, entre la enfermedad y el abatimiento por el secuestro del joven Publio, su hermano no estaba en condiciones de mostrarse ante las legiones sin que su porte transmitiera desánimo, fracaso, derrota. Muy distante quedaba la impactante y poderosa imagen de Publio vestido de sacerdote salió danzando en honor de Jano. Lucio, no obstante, albergaba ahora la esperanza de que el reencuentro entre padre e hijo ayudara primero al restablecimiento de la salud de Publio padre y luego a la recuperación de su ánimo. Le necesitaba él, pero sobre todo le necesitaban las legiones completamente restablecido, con toda la energía posible para acometer la fase final de aquella campaña. Habían llegado informes de varias patrullas que indicaban que Antíoco estaba, por fin, reagrupando todas sus fuerzas en las proximidades de Magnesia, en el interior. Lucio sabía que debían partir enseguida hacia el sur para reunirse en Elea con Eumenes, el rey de Pérgamo, para incorporar a la caballería romana y a las legiones los jinetes y las tropas de ese reino. Sin la unión de ambas fuerzas sería imposible enfrentarse con Antíoco. La enfermedad de Publio y el secuestro de su hijo les había dejado paralizados durante días. Era el momento de retornar a la acción.
- ¿Te han tratado bien? -preguntó Publio padre cuando se separó de su hijo para recuperar su asiento en el lecho mirando fijamente las moraduras que su hijo lucía en brazos, piernas y rostro.
- Sí, padre. Me han tratado bien en cuanto supieron que era tu hijo. Antes no tanto, pero estamos en guerra.
- ¿Y cómo averiguaron que eras mi hijo? ¿Por boca de quién? -Lucio temía la pregunta que acababa de formular, pero en calidad de cónsul era su obligación saber qué había ocurrido con exactitud. Vio que su hermano asentía, consintiendo en que Lucio prosiguiera-. ¿Quién o cómo se desveló tu identidad, Publio?
- Cayo Afranio, el decurión de mi turma, me traicionó creyendo que así respetarían su vida.
Publio padre suspiró. Lucio también. Ambos habían temido que el propio muchacho, movido por miedo, hubiera buscado refugio en su nombre y en su origen para salvarse. Podía estar mintiendo, pero el tono era sincero y su tío y su padre le creyeron.
- ¿Y no fue así? ¿Dónde está ahora ese miserable? -continuó preguntando Lucio.
- Está muerto.
- ¿Muerto? -repitió Lucio con extrañeza.
- Aníbal le mató nada más desvelar mi nombre.
Publio padre alzó la mirada hacia su hijo.
- ¿Has estado con Aníbal?
- Sí, padre.
- Y él… ¿él te ha tratado bien también? -Sí, padre. Y me dio un mensaje para ti. -¿Un mensaje de Aníbal para mí?
- Sí. Dice -y aquí el joven Publio se esforzó por repetir al pie de la letra las palabras de Aníbal-, dice que te espera en el campo de batalla, dice que él no necesita de rehenes, que espera verte pronto en el campo de batalla… que todavía tienes anillos que quieres recuperar, eso dijo, padre.
Publio padre y Lucio se miraron entre sí.
- Se refiere, sin duda, a los anillos consulares de Marcelo y los otros cónsules-dijo Lucio y dirigiéndose a Publio hijo-: ¿Los sigue exhibiendo en su mano?
- Sí.
Se hizo un breve silencio. El joven Publio y su tío esperaban que Publio padre tomara una determinación.
- ¿Qué sabemos de las tropas de Antíoco? -inquirió Publio Cornelio Escipión tapándose de nuevo un poco con una de las mantas. La fiebre persistía, pero, sin duda, el reencuentro con su hijo le había insuflado energía.
- Están reagrupándose cerca de Magnesia, en Lidia -respondió Lucio.
- ¿Y Eumenes?
- De camino a Elea, en la costa, hacia el sur -continuó respondiendo el cónsul a su hermano.
- Sea, por Júpiter y todos los dioses -afirmó Publio padre con firmeza-. Hacia allí debemos ir, y rápido. No me veo capaz de andar, pero a caballo podré resistir la marcha. Debemos partir inmediatamente. Aníbal perdió un ojo por no detener el avance de su ejército en los pantanos del norte de Italia. No seré yo quien ahora impida el avance de las legiones.
Lucio se sintió doblemente feliz: primero por ver confirmados sus propios planes por la propuesta de su hermano y, segundo, por empezar a entrever que Publio estaba, al menos, intentando recuperarse para el combate final.
- Lo organizaré todo en unas horas y partiremos con las legiones hacia el sur -confirmó Lucio, y con una sonrisa en los labios añadió una frase dirigida a su hermano-: Parece que Sífax, después de todo, aún no nos ha alcanzado.
- Bien, bien -replicó Publio padre, y asintió a la vez que, mirando a su hijo, concluyó
con seriedad-. No podemos faltar a esa cita en el campo de batalla. Si Aníbal me espera, Aníbal me encontrará. -Y se quedó callado pensando en que la maldición de Sífax aún podía alcanzarles a todos: quedaban los catafractos de Antíoco.
El hijo de Publio asintió también intentando subrayar con su gesto que estaba con su padre hasta las últimas consecuencias, había que combatir, pero al verle tan débil, tan consumido por el dolor que había sufrido unido a las fiebres que parecían morderle por dentro, el joven Publio no pudo evitar comparar la frágil figura de su padre con la vitalidad y fortaleza inagotable de Aníbal. Publio hijo no dijo nada, pero sus presentimientos no eran nada optimistas. Magnesia podía ser la tumba de todos ellos, pero nada podía hacerse para detener el destino.
65 Noticias de Asia
Roma.
Diciembre de 190 a.C.
Catón salía del Senado y cruzaba el Comitium cuando un mensajero militar se le aproximó, le saludó y alargó la mano con una tablilla. Los dos veteranos de su campaña en Hispania, con los que recientemente se hacía acompañar Catón en sus paseos por el foro, se interpusieron, pero el senador los conminó a apartarse a un lado y tomó la tablilla. Hacía tiempo que no llegaban noticias frescas del frente de Asia y había reconocido la letra de Graco en la parte exterior de una de las tablillas. Las tomó y las abrió allí mismo. El sol tibio del mediodía invernal descargaba sobre ellos con potencia suficiente como para que sus rayos hicieran resplandecer con nitidez las palabras talladas en la cera. Era un mensaje corto.
Estimado Marco Porcio Catón:
Estamos en Elea, en la costa occidental de Asia. Pronto deben llegar los refuerzos de Pérgamo para unirse a las legiones para el combate decisivo. Sabemos que el enemigo está reagrupando sus fuerzas en Magnesia, a pocas jornadas de aquí. Te escribo porque durante nuestra espera el hijo de Escipión cayó preso de los sirios y, sin saber muy bien por qué o cómo, ha sido devuelto sano y salvo. No sé si ha habido negociaciones, pero se ha visto entrar y salir del campamento embajadores sirios. Todo es muy extraño y se rumorea que haya habido algún pacto secreto, pero nadie se atreve a decirlo en voz alta. Lucio Cornelio Escipión, el cónsul, ha silenciado el asunto y no se puede preguntar. En unos días partiremos hacia Magnesia. Dicen que el enemigo es muy superior en número y que han traído elefantes y la caballería acorazada, sus famosos catafractos. Escipión, además, está enfermo. Creo que caminamos hacia una derrota segura, pero inexplicablemente la moral de las tropas sigue siendo alta. Todos esperan que Publio Cornelio Escipión se reponga y comande él mismo las tropas, pues el mayor miedo entre los oficiales sigue siendo no ya el gran número de enemigos, sino el hecho de que Aníbal está entre los generales de Antíoco. Si no regresara con vida, por Júpiter y todos los dioses, te ruego que cuides de mi familia. Tu amigo,
Tiberio Sempronio Graco
La noticia de la misteriosa liberación del hijo de Escipión permanecía en la mente de Catón mientras éste cerraba, despacio, las tablillas. Los soldados que le escoltaban habían retrocedido para dejar que el senador pudiera leer con tranquilidad. El mensajero aguardaba por si debía transmitir una respuesta. Catón echó a andar hacia el foro sin mirar atrás y sin atender al mensajero. Estaba demasiado absorto en sus pensamientos.
¿Respuesta para Graco? No había nada que decirle. Ya era mayor para cuidarse. Estaba en una campaña militar. Si sobrevivía habría servido al Estado grandemente con aquella información y si no, como pedía él mismo, Marco Porcio Catón procuraría que el Senado llorara públicamente su pérdida. Eso reconfortaría a la familia Sempronia. Catón se alejaba del Comitium en dirección al foro hablando en voz baja, mascullando su venganza, saboreándola con el deleite del que se sabe cada día más cerca de la victoria final sobre un muy escurridizo y resistente enemigo.
- Te tengo, Publio Cornelio Escipión, por fin te tengo. Si Aníbal y Antíoco no terminan contigo, lo cual es muy posible, si no terminan ellos contigo, ahora tengo lo que buscaba. Si no acaban ellos contigo, lo haré yo aquí en Roma. Publio Cornelio Escipión, estás muerto, doblemente muerto y no lo sabes. Si contra todo pronóstico aún regresases vivo de Asia, me ocuparé personalmente de que de ti no quede en Roma ni la memoria.