83

Falta de visión

Y encerraron a Táborlin bajo tierra —dijo Marten—. Lo dejaron allí sin nada más que la ropa que llevaba puesta y un cabo de vela que ardía con luz parpadeante para combatir la oscuridad.

»La intención del rey-hechicero era dejar a Táborlin encerrado hasta que el hambre y la sed debilitaran su fuerza de voluntad. Scyphus sabía que si Táborlin juraba ayudarlo, el mago cumpliría su promesa, porque Táborlin jamás faltaba a su palabra.

»Lo peor era que Scyphus le había quitado a Táborlin el bastón y la espada, y sin ellos su poder estaba muy mermado. Hasta le había quitado la capa de ningún color, pero Tábor… gggrrr. Pero… aaaj. Hespe, ¿puedes acercarme el odre?

Hespe le lanzó el odre de agua, y Marten dio un largo trago.

—Así está mucho mejor. —Carraspeó—. ¿Por dónde iba?

Llevábamos doce días en el Eld, y ya habíamos adoptado una rutina. Marten había modificado los términos de nuestra apuesta de acuerdo con nuestra creciente habilidad. Primero la subió a diez contra uno, y luego a quince contra uno, que era el mismo acuerdo a que había llegado con Dedan y Hespe.

Mi comprensión del lenguaje de signos adémico iba mejorando, y a raíz de eso Tempi se estaba convirtiendo en algo más que una hoja en blanco. A medida que yo aprendía a leer su lenguaje corporal, poco a poco su personalidad iba adquiriendo matices.

Era atento y considerado. Dedan le irritaba. Le encantaban las bromas, aunque muchas de las mías no le hacían ni pizca de gracia, y las que intentaba hacer él no tenían ningún sentido una vez traducidas.

Eso no significa que nuestra relación fuera perfecta. Yo seguía ofendiendo a Tempi de cuando en cuando con meteduras de pata e incorrecciones sociales que no entendía ni siquiera a posteriori. Todos los días imitaba su extraña danza, y todos los días él me ignoraba deliberadamente.

—Pues bien, Táborlin necesitaba escapar —continuó Marten—. Pero tras inspeccionar su cueva, vio que no había ninguna puerta. Ni ventanas. Alrededor solo había piedra dura y lisa.

»Pero Táborlin el Grande conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. Le dijo a la piedra: "¡Rómpete!", y la piedra se rompió. La pared se partió como una hoja de papel, y por esa brecha Táborlin vio el cielo y respiró el dulce aire primaveral.

»Táborlin salió de la cueva, entró en el castillo y llegó ante las puertas del salón real. Las puertas estaban cerradas, pero Táborlin dijo: "¡Arded!", y estallaron en llamas y pronto quedaron reducidas a finas cenizas grises.

»Táborlin entró en el salón y vio al rey Scyphus allí sentado con cincuenta guardias. El rey ordenó: "¡Apresadlo!", pero los guardias acababan de ver cómo las puertas quedaban reducidas a cenizas, así que avanzaron hacia él, pero ninguno de ellos se le acercó demasiado, no sé si me explico.

»El rey Scyphus gritó: "¡Cobardes! ¡Combatiré a Táborlin mediante brujería y lo venceré!". Él también le tenía miedo a Táborlin, pero lo disimulaba muy bien. Además, Scyphus tenía su bastón, y Táborlin, en cambio, no.

»Entonces Táborlin dijo: "Si tan valiente eres, devuélveme mi bastón antes de batirnos en duelo".

»"Por descontado", replicó Scyphus, aunque en realidad no pensaba devolvérselo. "Está ahí, en ese arcón."

Marten nos miró a todos con aire cómplice.

—Veréis, Scyphus sabía que el arcón estaba cerrado y que solo había una llave. Y esa llave la tenía él en el bolsillo. Táborlin fue hacia el arcón, pero lo encontró cerrado. Entonces Scyphus se echó a reír, y algunos de sus guardias lo imitaron.

»Eso enfureció a Táborlin. Y antes de que nadie pudiera hacer nada, golpeó la tapa del arcón con una mano y gritó: "¡Edro!". El arcón se abrió; Táborlin cogió su capa de ningún color y se envolvió con ella.

Marten volvió a carraspear.

—Perdonadme —dijo, e hizo una pausa para dar otro largo trago.

—¿De qué color crees que era la capa de Táborlin? —le preguntó Hespe a Dedan.

Dedan arrugó un poco la frente.

—¿Qué quieres decir? No era de ningún color, como cuenta la historia.

La boca de Hespe formó una fina línea.

—Eso ya lo sé —replicó—. Pero cuando te la imaginas, ¿cómo la ves? Debes de imaginártela de alguna manera, ¿no?

Dedan se quedó pensando un momento.

—Siempre me la he imaginado brillante —dijo—. Como los adoquines frente a un taller de sebo después de una fuerte lluvia.

—Yo siempre me la he imaginado de un gris sucio —repuso Hespe—. Como desteñida después de tanto tiempo en el camino.

—Sí, puede ser —dijo Dedan, y vi que el rostro de Hespe volvía a relajarse.

—Blanca —aportó Tempi—. Yo la pienso blanca. Ningún color.

—Yo siempre me la he imaginado de color azul cielo —admitió Marten encogiéndose de hombros—. Ya sé que no tiene sentido. Pero yo me la imagino así.

Todos me miraron.

—A veces me la imagino como una colcha de retales —dije—. Hecha de retazos de diferentes colores. Pero por lo general me la imagino oscura, como si en realidad fuera de algún color, pero demasiado oscuro para que distingamos cuál.

Cuando era pequeño, las historias de Táborlin me dejaban boquiabierto y maravillado. Ahora que ya sabía la verdad sobre la magia, las disfrutaba de otra manera, con una mezcla de nostalgia y diversión.

Pero para mí, la capa de ningún color de Táborlin tenía un significado especial. Su bastón contenía gran parte de su poder. Su espada era mortífera. Su llave, su moneda y su vela eran herramientas valiosas. Pero la capa significaba mucho para Táborlin. Era un disfraz cuando lo necesitaba, lo ayudaba a esconderse cuando estaba en apuros. Lo protegía de la lluvia, de las flechas, del fuego.

Podía esconder cosas en ella, y tenía muchos bolsillos llenos de objetos maravillosos. Un cuchillo. Un juguete para un niño. Una flor para una dama. Cualquier cosa que Táborlin necesitara la encontraba en su capa de ningún color. Esas historias fueron lo que hizo que le suplicara a mi madre que me hiciera mi primera capa cuando era pequeño… Me ceñí la capa. La capa fea, gastada y desteñida que me había cambiado el calderero. En una de nuestras excursiones a Crosson para comprar provisiones había comprado un poco de tela y le había cosido unos cuantos bolsillos en la parte interior. Sin embargo, seguía siendo una birria comparada con mi elegante capa granate, o con la preciosa capa verde y negra que me había regalado Fela.

Marten volvió a carraspear y reanudó su relato.

—Táborlin golpeó el arcón con una mano y gritó: «¡Edro!». La tapa del arcón se abrió, y Táborlin cogió su capa de ningún color y su bastón. Invocó unos violentos rayos y mató a veinte guardias. Entonces invocó una cortina de llamas y mató a otros veinte. Los que quedaban soltaron sus espadas y suplicaron clemencia.

»Entonces Táborlin sacó el resto de sus cosas del arcón. Cogió su llave y su moneda y se las guardó. Por último sacó su espada de cobre, Escarcin, y se la puso en el cin…

—Pero ¿qué dices? —lo interrumpió Dedan riendo—. ¡No seas pendejo! La espada de Táborlin no era de cobre.

—Cállate, Den —le espetó Marten, molesto por la interrupción—. Claro que era de cobre.

—Cállate tú —replicó Dedan—. ¿Dónde se ha visto una espada de cobre? El cobre no se puede afilar. Sería como intentar matar a alguien con un penique grande.

Eso le hizo gracia a Hespe.

—Debía de ser una espada de plata, ¿no te parece, Marten?

—Era una espada de cobre —insistió Marten.

—Quizá nos esté hablando de los inicios de su carrera —le dijo Dedan a Hespe en un susurro audible—. Cuando Táborlin solo podía permitirse una espada de cobre.

Marten les lanzó a ambos una mirada furiosa.

—Era de cobre, maldita sea. Si no os gusta, podéis imaginaros el final de la historia. —Se cruzó de brazos.

—Muy bien —dijo Dedan—. Kvothe puede contarnos el final. Es un cachorro, pero sabe contar una historia como Dios manda. Una espada de cobre, ¡venga ya!

—Pues a mí me gustaría oír el final de la historia de Marten —dije.

—No, no —dijo el rastreador con amargura—. Ahora ya no me apetece terminarla. Y prefiero escucharte a ti que oír rebuznar a ese asno.

El momento de contar historias por la noche había sido uno de los pocos en que podíamos sentarnos en grupo sin ponernos a discutir, pero últimamente, ni siquiera en esas ocasiones nos librábamos de cierta tensión. Es más, los otros empezaban a depender de mí para la diversión nocturna. Con la esperanza de corregir esa tendencia, me pensé muy bien qué historia iba a contarles esa noche.

—Érase una vez un niño que nació en una pequeña aldea. Era perfecto, o eso creía su madre. Pero el niño poseía una peculiaridad: tenía un tornillo de oro en el ombligo del que solo asomaba la cabeza.

»Su madre se alegró mucho de que el niño tuviera todos los dedos de las manos y los pies. Pero cuando creció, el niño se dio cuenta de que no todo el mundo tenía tornillos en el ombligo, y mucho menos de oro. Preguntó a su madre para qué servía, pero ella no lo sabía. Luego se lo preguntó a su padre, pero su padre no lo sabía. Se lo preguntó a sus abuelos, pero ellos tampoco lo sabían.

»El niño se resignó, pero al cabo de un tiempo volvió a inquietarle aquel misterio. Al final, cuando fue lo bastante mayor, preparó su hatillo y se marchó de la aldea, con la esperanza de encontrar a alguien que supiera darle una respuesta.

»Fue de un lugar a otro preguntando a todos los que aseguraran saber algo sobre cualquier cosa. Preguntó a comadronas y fisiólogos, pero no tenían ni idea. El chico preguntó a arcanistas, caldereros y ancianos ermitaños que vivían en el bosque, pero nadie había visto nunca nada parecido.

»Fue a preguntar a los mercaderes ceáldicos, pensando que nadie entendía de oro tanto como ellos. Pero los mercaderes ceáldicos no lo sabían. Fue a preguntar a los arcanistas de la Universidad, pensando que nadie entendía de tornillos y su funcionamiento tanto como ellos. Pero los arcanistas no lo sabían. El chico siguió por el camino hasta la sierra de Borrasca y fue a preguntar a las hechiceras del Tahl, pero ninguna supo darle una respuesta.

»Fue a ver al rey de Vint, el rey más rico del mundo. Pero el rey no lo sabía. Fue a ver al emperador de Atur, pero el emperador, pese a todo su poder, no lo sabía. Fue a cada uno de los Pequeños Reinos, uno por uno, pero nadie supo darle ninguna explicación.

»Por último el chico fue a ver al gran rey de Modeg, el más sabio de todos los reyes del mundo. El gran rey examinó minuciosamente la cabeza del tornillo de oro que asomaba del ombligo del chico. Entonces el gran rey hizo una seña y su senescal le llevó una almohada de seda dorada. Sobre esa almohada había una caja de oro. El gran rey cogió una llave de oro que llevaba colgada del cuello, abrió la caja y dentro había un destornillador de oro.

»El gran rey cogió el destornillador y pidió al chico que se acercara. Temblando de emoción, el chico obedeció. Entonces el gran rey cogió el destornillador de oro y se lo puso al chico en el ombligo.

Hice una pausa para beber un largo trago de agua. Notaba que tenía a mi pequeño público totalmente embelesado.

—Entonces el gran rey hizo girar con cuidado el tornillo de oro. Una vez: nada. Dos veces: nada. Cuando le dio la tercera vuelta, al chico se le cayó el trasero.

Todos se quedaron mirándome en silencio, atónitos.

—¿Qué? —preguntó Hespe, incrédula.

—Se le cayó el trasero —repetí con gesto imperturbable.

Hubo otro largo silencio. Todos me miraban. Se partió un tronco de la hoguera, y una brasa salió despedida hacia arriba.

—¿Y qué pasó? —preguntó por fin Hespe.

—Nada. Ya está. Acaba así.

—¿Qué? —volvió a decir, más alto—. ¿Qué clase de historia es esa?

Iba a contestar cuando Tempi rompió a reír. Y siguió riendo con unas sonoras y violentas carcajadas que lo dejaron sin aliento. Entonces yo también me eché a reír, en parte porque Tempi me contagiaba su risa, y en parte porque siempre la había considerado una historia extraña pero divertida.

Hespe adoptó una expresión peligrosa, como si temiera estar siendo el blanco de las bromas.

—No lo entiendo —dijo Dedan—. ¿Por qué…? —No terminó la frase.

—¿Volvieron a ponerle el trasero al chico? —preguntó Hespe.

—Eso no lo cuenta la historia —dije encogiendo los hombros.

Dedan gesticuló enérgicamente, con expresión de frustración.

—¿Qué sentido tiene?

—Yo creía que solo contábamos historias —dije con cara de inocente.

—¡Historias con un mínimo de coherencia! —dijo Dedan fulminándome con la mirada—. Historias con final. No historias en las que a un chico… —Sacudió la cabeza—. Esto es ridículo. Me voy a dormir. —Se fue a prepararse la cama. Hespe se levantó y se marchó también en otra dirección.

Sonreí, convencido de que ninguno de los dos volvería a insistir para que les contara más historias de las que yo quería contar.

Tempi también se levantó. Al pasar a mi lado, sonrió y me dio un abrazo. Un ciclo atrás, eso me habría sorprendido, pero ahora ya sabía que el contacto físico no era nada infrecuente entre los adem.

Sin embargo, sí me sorprendió que me abrazara delante de los demás. Le devolví el abrazo lo mejor que pude, y noté que la risa todavía lo estremecía.

—Se le cayó el trasero —dijo en voz baja, y fue a acostarse.

Marten siguió a Tempi con la mirada; luego me lanzó a mí otra, larga y reflexiva.

—¿Dónde oíste esa historia? —me preguntó.

—Me la contó mi padre cuando era pequeño —contesté. Era la verdad.

—Una historia rara para contarle a un niño.

—Es que yo era un niño raro —dije—. Cuando me hice mayor, mi padre me confesó que se inventaba las historias para que me estuviera callado. Yo lo acribillaba a preguntas. No le daba tregua. Mi padre decía que la única forma de hacerme callar era plantearme algún acertijo. Pero yo siempre encontraba la solución, y mi padre se quedó sin acertijos.

Me encogí de hombros y empecé a prepararme la cama.

—Así que mi padre se inventaba historias que parecían acertijos y me preguntaba si entendía lo que significaban. —Sonreí con nostalgia—. Recuerdo que me pasé días y días pensando en aquel chico con el tornillo en el ombligo, tratando de averiguar qué sentido tenía la historia.

—Hacerle eso a un niño es una crueldad —dijo Marten frunciendo el entrecejo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, sorprendido.

—Engañarte para conseguir un poco de paz y tranquilidad. Eso está feo.

Me quedé descolocado.

—Mi padre no lo hacía con mala intención. A mí me gustaba. Así tenía algo en que pensar.

—Pero era absurdo. Era imposible.

—Absurdo no —objeté—. Las preguntas que no podemos contestar son las que más nos enseñan. Nos enseñan a pensar. Si le das a alguien una respuesta, lo único que obtiene es cierta información. Pero si le das una pregunta, él buscará sus propias respuestas.

Extendí mi manta en el suelo y doblé la raída capa del calderero para envolverme en ella.

—Así, cuando encuentre las respuestas, las valorará más. Cuanto más difícil es la pregunta, más difícil la búsqueda. Cuanto más difícil es la búsqueda, más aprendemos. Una pregunta imposible…

Me interrumpí. De pronto lo había entendido. Elodin. Aquello era lo que había estado haciendo Elodin. Lo único que había hecho en su clase. Los juegos, las pistas, los acertijos crípticos. Todos eran, a su manera, preguntas.

Marten sacudió la cabeza y se marchó, pero yo estaba absorto en mis pensamientos y apenas me di cuenta. Yo quería respuestas, y pese a lo que creía, Elodin había estado intentando dármelas. Lo que yo había interpretado como un secretismo malicioso por su parte era, en realidad, una incitación persistente a la búsqueda de la verdad. Me quedé allí sentado, callado y anonadado ante la astucia de su método. Ante mi falta de comprensión. Mi falta de visión.

El temor de un hombre sabio
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