Introducción
Corría el año 1997, en un laboratorio en el sótano del King’s College de Londres. En el momento de entrar, estaba lloviendo y, siendo Londres, probablemente seguiría lloviendo en aquel momento. También habría oscurecido. Pero no había ventanas, así que no podía ver el exterior, y no había hablado con nadie desde mi llegada, salvo con el profesor Alan Rogers, supervisor de mi tesis. Llevaba trabajando sin hacer una pausa desde el momento en que había dejado mis cosas en la taquilla y cerrado la puerta del laboratorio. Estaba trabajando en un experimento relacionado con mi tesis, mediciones de alta resolución usando técnicas fotónicas. Parte de mi trabajo consistía en manipular lentes y láseres pero, sobre todo, implicaba estar sentado frente al terminal del ordenador jugando con algoritmos para contar fotones que volaban por ahí para poder señalar cambios de temperatura muy precisos que nos permitieran detectar tumores en fases muy tempranas.
Pero cada vez le encontraba menos encanto al trabajo de física y fotónica. En lugar de usar mi ordenador para procesar números, empecé a hacer pruebas con él, simplemente para ver cómo funcionaba y experimentar. Este ordenador había cambiado radicalmente mi modo de trabajar. Cuando estudiaba en España usábamos un antiguo lenguaje de programación llamado Fortran. Los datos se almacenaban en discos flexibles del aspecto de posavasos en los que sólo cabían migajas de ellos en comparación con lo que acumula hoy en día un reloj digital. Muchas veces los dejábamos trabajando toda la noche para que completaran los cálculos, y volvíamos al día siguiente como niños esperando los regalos del tió (El tió es una peculiar tradición catalana consistente en un tronco que es «alimentado» con golosinas por los niños durante el adviento. ¡En Navidad le dan golpes con palos mientras cantan una canción y el tronco «caga» regalos!).
En términos tecnológicos, los ordenadores que usé en España durante la carrera universitaria eran tan avanzados como troncos de madera en comparación con el ordenador con el que estaba jugando ahora en Londres. Y cada año los ordenadores se volvían más pequeños, más baratos, más potentes y más rápidos.
Yo también había ido cambiando a un ritmo similar. Hasta aquel momento me contentaba con trabajar solo en mis experimentos, dejando volar la imaginación a través de los algoritmos, y trasteando entre lentes y láseres con los dedos. Durante mi juventud en mi Asturias natal me sentía un bicho raro, un introvertido en tierra de extrovertidos. Los españoles, y los asturianos en particular, suelen ser tipos gregarios, que buscan el ruido y la compañía. Si entráis en cualquier bar de Oviedo os encontraréis gente charlando, haciendo esfuerzos por hacerse oír con el ruido del televisor de la esquina y la radio a todo volumen.
No es que fuera tímido. Es que me encantaba mi trabajo. Siempre me ha gustado disfrutar del placer de descubrir cosas nuevas. Pero el tipo de trabajo que estaba haciendo en Londres, pasando horas y horas solo haciendo cálculos matemáticos y experimentos, ya no me provocaba ninguna emoción. Había otra cosa que me llamaba más la atención: el ordenador e internet. Esa poderosa herramienta que podía hacer tantos cálculos, permitiéndome dejar volar la imaginación, en lugar de empantanarme en cálculos que ahora una máquina podía hacer por mí. Aquello suponía experimentar los efectos de tener una inteligencia artificial y aumentada a mi disposición.
Con el descubrimiento de los ordenadores y de internet cambió algo más. Descubrí gente muy interesantes. Extraño, ¿no? Normalmente tenemos esa imagen de los ingenieros informáticos trabajando solos por la noche, con el pálido rostro iluminado por el brillo de la pantalla. En aquella época, la de los albores de internet, no era así en absoluto. Era una comunidad de personas, en su mayoría científicos e ingenieros como yo (que ahora se llaman científicos informáticos), todos trabajando en una cosa completamente nueva, algo cuyo significado quizá sólo unos pocos de ellos entendían realmente. El objeto de su estudio era internet y la web, una red de comunicaciones, un almacén de conocimiento que acabaría volviéndose omnipresente en el mundo en una década.
Aquello creció tan rápidamente que, igual que un joven que de pronto crece quince centímetros, el estirón empezó a provocarle dolores. Estábamos estirando internet y llevándola al límite, y eso es en lo que yo trabajaba: en hacer que internet fuera más rápida y más eficiente para la cantidad de registros que transportaba, que aumentaba exponencialmente (desde complejas páginas web hasta vídeos en directo, o parches antivirus para evitar ciberataques).
Trabajé en algunos de los lugares más innovadores y pioneros de la investigación de internet, en Microsoft, en los Bell Laboratories y en el Instituto Federal Suizo de Tecnología. Descubrí y acabé formando parte de una comunidad de investigadores, científicos e ingenieros de datos y algoritmos que iban prácticamente improvisando, diseñando, construyendo y manteniendo algo nunca visto. Una comunidad que formaba parte de la historia de internet, que la transformó de un servicio lento y experimental a una maravilla a la velocidad de la luz. Fue una época emocionante; una época de muchísimo trabajo, de horarios infinitos, de grandes amistades y de innovaciones vertiginosas.
A los pocos años, ya hacía tiempo que había dejado el trabajo solitario del laboratorio londinense en el King’s College, trabajando sobre oscuros problemas de la física teórica. Estaba creando y construyendo nuevos negocios. Creábamos y vendíamos compañías tecnológicas en Silicon Valley. Era profesor asociado en grandes universidades estadounidenses. Y aún no había cumplido los cuarenta años. Pero se acercaba otra transformación (y sin duda habrá más en el futuro). Y esa transformación es el objeto de este libro. Fue entonces cuando volví a España (¡y al sol!) y (re)conecté con una comunidad, una comunidad globalizada de líderes en campos variados como la medicina, el liderazgo, la creatividad o la expendeduría.
Siempre he querido resolver problemas. Primero fueron teóricos; luego fueron tecnológicos. Ahora, con todo lo que he aprendido y con un extraordinario equipo, me dedico a problemas que pueden tener un tremendo impacto en la sociedad y que requieren grandes avances tecnológicos. ¿Qué pueden aportar los ingenieros informáticos como yo a problemas como la depresión? ¿O la pandemia de crisis global? ¿O la delincuencia? ¿O el liderazgo? ¿O el turismo?
He pasado gran parte de mi vida profesional estudiando y diseñando soluciones para enormes redes de telecomunicaciones. Redes que se extienden por continentes enteros y que sólo en los últimos cinco años han transportado más datos que todos los generados por la humanidad desde el inicio de la historia. Pero me he dado cuenta, a través de conversaciones, reuniones casuales y a veces por simples ideas que se me han ocurrido, que hoy en día el conocimiento y la experiencia que han ganado los ingenieros informáticos durante los vertiginosos años de aparición de internet y con los recientes avances en big data e inteligencia artificial (IA) pueden aplicarse a otras disciplinas y al nivel personal, con resultados extraordinarios. Es como enrolar a un constructor de barcos en un proyecto de diseño de una catedral (algo que en realidad ya se está haciendo, en los trabajos de construcción de la Sagrada Familia de Barcelona). No solo supone la incorporación de otro punto de vista, sino también de herramientas específicas y procesos desarrollados para un campo pero adaptables a otro.
Y esta influencia de diferentes tecnologías, los datos y la inteligencia artificial en la sociedad están creando grandes cambios. La mayoría del dinero que has gastado en los últimos veinticinco años en libros, ocio, educación, información salud y transporte se está desmaterializando gracias a la tecnología, los ordenadores e internet, que hacen que tu dinero llegue más lejos para que puedas usarlo con otros fines. La tecnología está haciendo posible que todas estas necesidades cuesten mucho menos, probablemente lo que cuesta una conexión a internet. Muy pronto contarás con los mejores laboratorios de análisis médicos en el teléfono, a través de sensores que detectarán y analizarán tus signos vitales o te analizarán el ADN; no será necesario trasladarse tanto para acceder a los mejores médicos y especialistas; ya tienes todas las enciclopedias posibles en la punta de los dedos, acceso a las noticias, información y ocio, y los sistemas de computación más potentes a tu alcance. Recuperarás tiempo libre para hacer mejor lo que más te guste y lo que mejor se te dé, ganando así tiempo para hacer más actividades cada vez y mejorar exponencialmente.
Internet ha hecho que dispongamos de datos en abundancia, que estén por todas partes y que sean mucho más valiosos. Tanto si sales a correr como si ves la tele o simplemente estás sentado en el coche en un atasco, prácticamente cada actividad que desarrollas crea un rastro digital, más materia prima para las destilerías de registros. Ahora que dispositivos tan diversos como relojes o coches conectan con internet, el volumen va en aumento: hay quien calcula que un coche que se conduzca solo generará 100 gigabytes por segundo.
Por su parte, las técnicas de inteligencia artificial sacan un valor añadido a estas informaciones. Los algoritmos pueden predecir cuándo un cliente está listo para comprar, cuándo hay que revisar un motor a reacción o cuándo una persona corre peligro de desarrollar una enfermedad. Hoy en día, gigantes industriales como General Electric o Siemens se venden como empresas de datos.
Y esto es importante porque tus datos personales contienen tu alma. Éstos son un espejo de ti mismo, de tus emociones. La mayoría piensa que los datos son fríos, impersonales, pero pueden revelar tu lado emocional, pueden ayudarte a crecer. Los datos y la inteligencia artificial se están convirtiendo en el nuevo psicólogo, en el nuevo coach; ellos nos ayudan a prevenir nuestras enfermedades, a reaccionar durante desastres naturales y a resolver los problemas sociales más acuciantes.
Este libro cuenta la historia de las personas que he conocido y de las colaboraciones en que he participado para resolver problemas de muy diversos campos, utilizando registros y la inteligencia artificial. Una nueva innovación que crea impacto a nivel global y es sostenible y se preocupa de la conciencia humana. Ahora aquel sótano de Londres queda muy lejos. Visito hospitales, organizaciones internacionales de salud, grandes equipos de liderazgo y creatividad, viajo a las profundidades de los centros de datos y al centro de la red y voy aprendiendo sobre salud, alimentación, energía, sobre economía mundial o sobre lo que hace feliz a la gente. Aplico todo lo que he aprendido, y sigo aprendiendo, para ayudar a resolver los problemas de médicos y enfermos, ingenieros de redes, activistas en defensa de los derechos humanos, organizaciones humanitarias, entrenadores de fútbol, artistas y chefs de cocina, empresas sociales, organizaciones sin ánimo de lucro, o tus propios problemas, para hacer del mundo un lugar mejor. Y todo ello está sucediendo con la revolución del «alma de tus datos», y de la inteligencia artificial.
DOCTOR PABLO RODRÍGUEZ