10. EL CHAMÁN

Lee Scoresby desembarcó en el puerto de la desembocadura del río Yeniséi y halló la población sumida en el caos. Los pescadores trataban de vender sus escasas capturas de especies desconocidas a las fábricas de conservas; los patronos de barcos estaban indignados con las tarifas portuarias, que las autoridades habían aumentado con el fin de compensar las pérdidas provocadas por las inundaciones, y los cazadores y tramperos acudían en masa a la ciudad, ya que el rápido deshielo que se producía en los bosques y el cambio de conducta de los animales les impedían trabajar.
Resultaría difícil desplazarse por tierra hacia el interior, no cabía duda. Si en condiciones normales la carretera era una simple pista de tierra congelada, después de que el casquete polar se fundiera se habría convertido en un lodazal.
Por este motivo Lee guardó su globo y sus pertenencias en un almacén y con su menguante capital en oro alquiló un barco con motor de gas y compró varios tanques de combustible, así como algunas provisiones, con el propósito de remontar el crecido cauce del río.
Al principio navegó con lentitud, pues además del obstáculo que representaba la fuerza de la corriente, las aguas estaban atestadas de toda suerte de detritos: troncos de árboles, maleza, animales ahogados y hasta el cadáver de un hombre. Debía pilotar con suma prudencia y mantener a toda revolución el pequeño motor para lograr algún avance.
Su destino era el pueblo de la tribu de Grumman. Si bien para orientarse contaba sólo con el recuerdo que le había quedado después de sobrevolar la zona unos años atrás, éste permanecía intacto y por ello le costó poco elegir el cauce indicado entre los diversos y caudalosos ramales, pese a que algunas riberas habían desaparecido engullidas por el agua fangosa de la crecida. La temperatura había causado una proliferación de insectos, y una nube de mosquitos impedía distinguir bien los contornos de las cosas. Lee consiguió defenderse de aquella plaga untándose la cara y las manos con ungüento de estramonio y fumando sin parar varios apestosos puros.
Hester, por su parte, permanecía taciturna en la proa, con las largas orejas pegadas al flaco lomo y los ojos entornados. Lee estaba acostumbrado a su silencio, y ella al de él. No hablaban si no tenían necesidad.
La mañana del tercer día, Lee se desvió hacia un pequeño arroyo que nacía en una cordillera de montañas bajas que, aunque deberían haber estado cubiertas por una gruesa capa de nieve, presentaban anchas franjas de color pardo mezcladas con el blanco. Al poco el riachuelo discurría entre pinos bajos y píceas, y unos kilómetros más adelante llegaron junto a una gran roca redondeada, alta como una casa, donde Lee amarró la barca.
—Había un embarcadero aquí —comentó a Hester—. ¿Te acuerdas de que el viejo cazador de focas de Nova Zembla nos habló de él? Pues ahora debe de estar unos dos metros bajo el agua.
—Confío en que tuvieran el buen juicio de construir el pueblo en un sitio elevado —declaró el daimonion al tiempo que saltaba a tierra.
Al cabo de media hora Lee dejó su mochila en el suelo, junto a la casa de madera del jefe del pueblo, y se volvió para saludar a la pequeña multitud que se había congregado. Tras realizar el gesto que indicaba amistad en el norte, depositó el fusil a sus pies.
Un viejo tártaro siberiano, cuyos ojos apenas si se distinguían entre un cerco de arrugas, dejó su arco junto al fusil. Después de que su daimonion, un glotón, moviera el hocico a modo de saludo dirigido a Hester, que respondió agitando una oreja, el jefe tomó la palabra.
Lee le contestó y así iniciaron un rápido intercambio de palabras en media docena de lenguas hasta que encontraron una que les permitía conversar.
—Presento mis respetos a usted y su tribu —dijo Lee—. He traído un poco de hierba de fumar, que, aun siendo poca cosa, me honraría poder ofrecerle.
El jefe movió la cabeza en señal de agradecimiento, y una de sus esposas acudió para recibir el paquete que Lee sacó de la mochila.
—Busco a un hombre llamado Grumman —explicó Lee—. He oído que era miembro adoptivo de su tribu. Quizás ahora tenga otro nombre, pero es un europeo.
—Ah —dijo el jefe—, estábamos esperándole.
El resto de los lugareños, reunidos en el fangoso espacio que se abría en medio de las casas, del que subían vaharadas de humedad que enturbiaban el aire iluminado por el sol, no comprendieron las palabras, pero advirtieron la satisfacción del jefe. La satisfacción y el alivio, según captó Lee que pensaba Hester.
El jefe asintió con la cabeza varias veces.
—Estábamos esperándole —repitió—. Ha venido para llevar al doctor Grumman al otro mundo.
Lee arqueó las cejas, el único gesto que delató su extrañeza.
—En efecto, señor. ¿Está aquí?
—Acompáñeme —le indicó el jefe.
Los allí presentes les franquearon el paso con actitud respetuosa. Al comprender el desagrado que producía a Hester tener que transitar por aquel sucio barro, Lee la tomó en brazos y, tras colgarse la mochila, siguió al jefe por un sendero flanqueado de alerces que conducía a una cabaña situada a cierta distancia del poblado, en un claro del bosque.
El jefe se detuvo ante la vivienda, construida con pieles sostenidas por una armazón de madera y decorada con colmillos de jabalíes, así como cornamentas de alce y reno, que no constituían meros trofeos de caza, puesto que estaban colgados junto con flores secas y ramas de pino cuidadosamente trenzadas, como si cumplieran alguna función ritual.
—Debe hablarle con respeto —le recomendó el jefe en voz baja—. Es un chamán, y tiene el corazón enfermo.
Lee notó un escalofrío en la columna, y Hester se puso rígida en sus brazos, al percatarse de que alguien los observaba desde hacía rato. Entre las flores secas y las ramas de pino se destacaba un refulgente ojo amarillo. Era de un daimonion que, mientras Lee miraba, tomó con delicadeza un haz de pino con su poderoso pico y lo corrió hacia un lado como si de una cortina se tratara.
El jefe llamó en su propio idioma al hombre, dirigiéndose a él con el nombre que había mencionado el viejo cazador de focas: Jopari. Un momento después se abrió la puerta.
En el umbral apareció un individuo demacrado, vestido con pieles, de brillantes ojos, cabello negro entreverado de canas y una prominente mandíbula. Llevaba posado en el puño su daimonion, un pigargo de intensa mirada.
Tras efectuar tres reverencias, el jefe se retiró, de modo que Lee quedó a solas con el chamán-académico que había ido a buscar.
—Doctor Grumman, me llamo Lee Scoresby. Soy de Tejas, y aeronauta de profesión. Si me permite sentarme y charlar un rato, le explicaré qué me ha traído aquí. Usted es el doctor Stanislaus Grumman, de la Academia de Berlín, ¿me equivoco?
—No —contestó el chamán—. Y usted es de Tejas, dice. Los vientos lo han alejado mucho de su tierra de origen, señor Scoresby.
—Actualmente soplan unos extraños vientos, señor.
—En efecto. El sol calienta bastante, creo. Hay un banco en la cabaña. Si me ayuda a traerlo, charlaremos sentados aquí fuera, con esta agradable luz. Tengo café, si le apetece.
—Es muy amable —agradeció Lee.
Acarreó el banco solo mientras Grumman servía en dos tazas de hojalata un humeante líquido que retiró del hornillo. Lee había advertido que no tenía acento alemán, sino británico, concretamente de Inglaterra. El director del observatorio estaba en lo cierto.
En cuanto tomaron asiento, Lee inició su relato, mientras Hester yacía impasible a su lado y el gran daimonion pigargo miraba al sol. Primero refirió su encuentro en Trollesund con John Faa, señor de los giptanos, y después expuso cómo habían reclutado a Iorek Byrnison, el oso, y rescatado a Lyra y los otros niños al culminar su viaje a Bolvangar, para acabar comentándole lo que Lyra y Serafina Pekkala le habían contado mientras volaban en el globo hacia Svalbard.
—Verá, doctor Grumman, tal como lo describió la niña, me dio la impresión de que lord Asriel se limitó a agitar esa cabeza cercenada que se conserva en hielo ante los licenciados, quienes se asustaron tanto que se negaron a observarla con mayor detenimiento. Eso me hizo sospechar que usted estaba vivo. Además, es evidente que posee usted un conocimiento muy amplio en este asunto. Por toda la zona costera del Ártico he oído hablar de usted. Unos cuentan que se hizo perforar el cráneo, otros que su objeto de estudio abarca tanto las excavaciones en el fondo del océano como la observación de las luces del norte, algunos aseguran que apareció de forma repentina, como salido de la nada, unos diez o doce años atrás. Si bien todas estas conjeturas despertaron mi interés, he acudido aquí guiado por algo más que la simple curiosidad, doctor Grumman. Me preocupa la niña. Opino que ella es importante, y las brujas también lo creen. Si usted sabe algo sobre ella y sobre lo que está ocurriendo, me gustaría que me lo explicara. Como ya he mencionado, estoy convencido de que usted posee ese conocimiento y por eso estoy aquí.
»Si no he entendido mal, el jefe del pueblo ha dicho que yo he venido aquí para llevarlo a usted a otro mundo. ¿Lo he oído bien? ¿Ha dicho eso? Y otra pregunta, si me permite: ¿qué es ese nombre con el que le ha llamado?, ¿una especie de nombre tribal o de título por su condición de mago?
—El que ha utilizado es mi verdadero nombre, John Parry —contestó Grumman con una breve sonrisa—. Y sí, ha venido para llevarme al otro mundo. En cuanto a lo que lo ha traído aquí, supongo que convendrá conmigo en que ha sido esto.
Entonces abrió la mano. En su palma había algo que Lee vio, pero cuya presencia allí no acertaba a comprender. Se trataba de un anillo de plata y turquesa, de factura propia de la tribu navaja. De inmediato lo reconoció; era la sortija de su madre. Conocía su peso, la lisura de la piedra, el pliegue adicional de metal que había añadido el orfebre en la esquina donde la gema estaba astillada, y sabía que esa esquina mellada había perdido con el tiempo toda aspereza, porque él la había acariciado numerosas veces hacía muchos, muchos años, en su infancia, entre las tierras pobladas de matas de salvia de su tierra natal.
Se puso en pie de manera inconsciente. Hester temblaba, erguida, con las orejas tiesas. El pigargo se había colocado sin que Lee lo advirtiera entre él y Grumman, para proteger a éste, por más que el aeronauta no tenía intención de atacar. Estaba confuso; se sentía de nuevo como un niño.
—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó con voz trémula, atenazada por la emoción.
—Quédeselo —le ofreció Grumman, o Parry—. Ya ha cumplido su función al atraerle hasta aquí. Yo no lo necesitaré más.
—Pero ¿cómo…? —Lee se interrumpió para tomar la amada joya de la mano de Grumman—. No entiendo cómo… ¿Cómo llegó a su poder? Yo llevaba cuarenta años sin verlo.
—Soy un chamán y puedo hacer cosas que escapan a su capacidad de comprensión. Siéntese, señor Scoresby, y cálmese. Le explicaré lo que necesita saber.
Lee volvió a tomar asiento, sin dejar de recorrer con los dedos el contorno del anillo.
—Estoy desconcertado —reconoció—. Creo que necesito oír todo cuanto pueda explicarme.
—Entonces empezaré —concedió Grumman—. Yo me apellido, como le he comentado, Parry, y no nací en este mundo. Lord Asriel no es la primera persona que viaja entre mundos distintos, aunque sí es el primero que ha abierto una vía de comunicación de forma tan espectacular. En mi mundo fui soldado y después explorador. Hace doce años acompañé una expedición a un lugar de mi mundo que se corresponde con la tierra de Bering de aquí. A mis compañeros les guiaban otros propósitos, pero a mí me interesaba encontrar algo cuya existencia sólo atestiguaban viejas leyendas: un desgarrón en la tela del mundo, un agujero que había aparecido entre nuestro universo y otro. Pues bien, algunos de mis colegas se perdieron. Mientras los buscábamos, yo y dos personas más atravesamos ese boquete, esa puerta, sin siquiera percatarnos, y salimos de nuestro mundo. Al principio no nos dimos cuenta de lo que había ocurrido. Seguimos caminando hasta llegar a una ciudad y entonces comprendimos que nos encontrábamos en un mundo distinto.
»El caso es que por más que lo intentamos, no conseguimos localizar esa primera puerta. La habíamos traspasado en medio de una ventisca, y usted, que es un viejo lobo del Ártico, ya sabe lo que eso significa.
»Así pues, no tuvimos más remedio que quedarnos en ese nuevo mundo. Pronto descubrimos que era un sitio peligroso, habitado por una extraña clase de fantasma o aparición, algo mortífero e implacable. Mis dos compañeros murieron pronto, víctimas de los espantos, que es como llaman a esas criaturas.
»Como consecuencia de ello, comencé a aborrecer ese mundo y estaba impaciente por abandonarlo. La vía de retorno al mío me estaba vedada para siempre, pero existían otras puertas de comunicación con otros mundos y tras buscar cierto tiempo encontré la que daba a éste.
»Me trasladé aquí. A raíz de ello descubrí una maravilla insólita para mí, señor Scoresby, pues los mundos presentan grandes diferencias, y en éste vi por primera vez a mi daimonion. Sí, no conocía la existencia de Sayan Kötör hasta que entré en su mundo. La gente de aquí no concibe que haya mundos donde los daimonions son una callada voz de la mente, nada más. Se figurará la sorpresa que me llevé al enterarme de que esa parte de mi naturaleza era un hermoso ser femenino con forma de ave.
»Así pues, con Sayan Kötör a mi lado, comencé a recorrer sin rumbo fijo las tierras del norte y los habitantes del Ártico me explicaron muchas cosas, al igual que mis buenos amigos de este pueblo. Lo que ellos me contaron de este mundo me sirvió para llenar algunas lagunas de los conocimientos que había adquirido en el mío, de tal forma que empecé a desentrañar muchos misterios.
»Me trasladé a Berlín con el nombre de Grumman y guardé en secreto mi verdadero origen. Presenté una tesis en la Academia, que defendí en un debate, de acuerdo con el método que allí se sigue. Como estaba mejor informado que los académicos, me admitieron como un miembro más sin ningún impedimento.
»Con esos nuevos méritos, comencé a trabajar en este mundo, donde me encontraba, por lo general, bastante a gusto. Añoraba algunas cosas de mi mundo, claro está. ¿Está usted casado, señor Scoresby? ¿No? Yo sí. Quería mucho a mi esposa, y a mi hijo, mi único hijo, que aún no había cumplido un año cuando salí de manera involuntaria de mi mundo. Les extrañaba muchísimo, pero aunque hubiera buscado mil años no habría dado con la manera de regresar. Estábamos separados para siempre.
»Me enfrasqué en mi trabajo. Indagué otras formas de conocimiento; me inicié en el culto que culmina en la trepanación y me convertí en chamán. He realizado algunos descubrimientos útiles; por ejemplo, he desarrollado un procedimiento para preparar un ungüento con musgo de la sangre, que conserva todas las virtudes de la planta recién recolectada.
»Ahora conozco muy bien este mundo, señor Scoresby. Sé, por ejemplo, bastantes cosas acerca del Polvo. Deduzco por su expresión que no es la primera vez que oye ese término. A sus teólogos les aterroriza esta cuestión, pero son ellos quienes me inspiran miedo a mí. Estoy al corriente de las acciones de lord Asriel y qué le mueve. Precisamente por esa razón lo he hecho venir aquí. Deseo ayudar a lord Asriel, porque la labor que ha emprendido es la más grandiosa de toda la historia de la humanidad, la más grandiosa en treinta y cinco mil años de historia, señor Scoresby.
»Es poco lo que yo puedo hacer. Padezco de una enfermedad de corazón que nadie en este mundo sabe curar. Quizás aún pueda realizar un gran esfuerzo, lo ignoro. En cualquier caso yo sé algo que lord Asriel desconoce, algo que debe saber para coronar con éxito su empresa.
»Verá, ese mundo atormentado por los espantos que se alimentaban de la conciencia humana me intrigó tanto que decidí indagar qué eran y cómo se habían generado. En mi condición de chamán, poseo la capacidad de averiguar cosas mediante el espíritu sin necesidad de desplazarme físicamente, de modo que pasé mucho tiempo en trance, explorando ese mundo. Descubrí que siglos atrás sus filósofos crearon una herramienta que acarrearía su propia perdición; un instrumento al que denominaron “la daga sutil”. Tenía muchos poderes, más de los que ellos sospecharon al darle forma, muchísimos más de los que se conocen aun hoy en día, y de algún modo, al emplearla, abrieron la vía de entrada de los espantos a su mundo.
»Pues bien, yo sé de qué es capaz la daga sutil. Conozco su paradero y la forma de reconocer a aquel que debe utilizarla, así como qué papel debe desempeñar esa persona en la causa de lord Asriel. Confío en que estará a la altura de su tarea. Por eso le he atraído hasta aquí, para que me lleve al norte y, desde allí, al mundo que ha abierto lord Asriel, donde espero encontrar al portador de la daga sutil.
»Se trata de un mundo peligroso, téngalo presente. Esos espantos son peores que cuanto haya visto en su mundo o en el mío. Tendremos que obrar con prudencia y valor. Yo no regresaré, y si usted quiere volver a ver su tierra natal, necesitará toda su valentía, su pericia y mucha suerte.
»Éste es su cometido, señor Scoresby. Para eso ha estado buscándome.
El chamán guardó silencio, con el semblante pálido, cubierto de una tenue película de sudor.
—Ésta es la idea más descabellada que he oído en toda mi vida —replicó Lee.
Se levantó presa de una profunda agitación y comenzó a pasear de arriba abajo, mientras Hester lo observaba sin pestañear desde el banco. Grumman lo miraba con los ojos entornados, y su daimonion, posado en su rodilla, vigilaba con recelo a Lee.
—¿Quiere dinero? —le preguntó Grumman al cabo de unos minutos—. Puedo entregarle cierta cantidad. No me resultará difícil conseguirlo.
—No he venido aquí en busca de oro, maldita sea —espetó con tono acalorado Lee—. He venido… He venido para averiguar si estaba vivo, tal como yo sospechaba. Pues bien, mi curiosidad ha quedado satisfecha en ese sentido.
—Me alegra oírlo.
—Además, el asunto puede enfocarse desde otro punto de vista —agregó Lee, que acto seguido refirió a Grumman lo ocurrido en el consejo que las brujas habían celebrado en el lago Enara y la resolución que habían adoptado—. Es esa niña, Lyra, ¿sabe? —dijo a modo de conclusión—. Por ella decidí colaborar con las brujas en un principio. Usted asegura que me atrajo aquí con ese anillo navajo. Quizá sea así. En cualquier caso, yo sólo sé que vine porque pensaba que así ayudaría a Lyra. Nunca he conocido a una niña que pueda comparársele. Si tuviera una hija, me conformaría con que fuese la mitad de fuerte, valiente y buena que ella. Había oído decir que usted conocía el paradero de un objeto que confiere protección a quien lo posee. Y por lo que ha explicado, deduzco que se trata de esa daga sutil.
»Así pues, exijo que me la entregue a cambio de trasladarlo al otro mundo, doctor Grumman: no quiero oro, sino la daga sutil, y no para mí, sino para Lyra. Tiene que jurarme que la pondrá bajo la protección de ese objeto, y luego lo llevaré a donde me pida.
—De acuerdo, señor Scoresby —aceptó el chamán, que lo había escuchado con suma atención—. ¿Se fía de mi juramento?
—¿Por qué va a jurar?
—Por lo que usted quiera.
—Jure —dijo Lee tras unos segundos de reflexión— por lo que le hizo rechazar el amor de la bruja. Supongo que es lo más importante para usted.
—Supone bien, señor Scoresby —confirmó Grumman, con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. Juraré con gusto por eso. Le doy mi palabra de que me aseguraré de que la pequeña Lyra Belacqua quede bajo la protección de la daga sutil. Sin embargo, debo hacerle una advertencia: el portador de esa daga tiene una misión que cumplir, y es posible que ésta entrañe un peligro aún mayor para la niña.
—Es posible —acordó Lee con suma seriedad—, pero quiero que la chiquilla disfrute de las escasas probabilidades de seguridad que existen.
—Tiene mi palabra. Y ahora debo trasladarme al nuevo mundo, y usted debe llevarme.
—¿Y el viento? No ha estado tan enfermo como para no darse cuenta de qué tiempo hace, ¿verdad?
—Deje que yo me ocupe del viento.
Lee asintió. Después, sentado de nuevo en el banco, acarició sin descanso el anillo de turquesa mientras Grumman introducía los pocos efectos que necesitaba en una bolsa de piel de ciervo. Cuando terminó, los dos enfilaron el sendero del bosque en dirección al pueblo.
El jefe pronunció una especie de discurso y acto seguido los lugareños se acercaron de uno en uno a Grumman para tocarle la mano, murmurar unas palabras y recibir a cambio lo que parecía una bendición. Lee entretanto observaba el cielo, despejado por el sur: una fresca y perfumada brisa agitaba las ramas más finas y las copas de los pinos. Hacia el norte la niebla seguía suspendida sobre el caudaloso río, pero por primera vez en muchos días se percibía un atisbo de que pudiera disiparse.
Encaramado a la roca al lado de la cual se levantaba antes el embarcadero, cargó la mochila de Grumman en la barca y llenó el pequeño motor, que puso en marcha de inmediato. Después de soltar amarras, con el chamán instalado en la proa, la embarcación comenzó a deslizarse con la corriente, dejando atrás los árboles hasta desembocar en el río principal. Rodeada de espuma, avanzaba a tal velocidad que Lee temió por la seguridad de Hester, que permanecía agazapada muy cerca de la borda. De todos modos, la liebre era una avezada viajera, y él lo sabía; ¿por qué diablos estaba tan nervioso?
En la localidad portuaria situada en la desembocadura se encontraron con que todos los hoteles, casas de huéspedes y habitaciones de viviendas particulares estaban ocupados por soldados. No se trataba de soldados cualesquiera, sino que pertenecían a la Guardia Imperial de Moscovia, el ejército entrenado con mayor ferocidad y mejor equipado del mundo, totalmente comprometido en la defensa del poder del Magisterio.
Lee tenía previsto pernoctar allí antes de partir con el globo, ya que Grumman necesitaba descansar, pero resultaba imposible hallar hospedaje.
—¿Qué pasa? —preguntó al barquero cuando le devolvió el bote alquilado.
—No lo sabemos. El regimiento llegó ayer y requisó todo el alojamiento, todas las provisiones y todas las embarcaciones de la ciudad. También se habrían quedado con esta barca si usted no se la hubiera llevado.
—¿Sabe adónde van?
—Al norte —respondió el barquero—. Estallará una gran guerra, eso es seguro, una guerra como no se ha visto otra igual.
—¿Al norte, a ese nuevo mundo?
—Exacto. Y hay más tropas en camino… Esto es sólo la avanzadilla. En cuestión de una semana no quedará una hogaza de pan ni una botella de licor aquí. Me hizo un favor al llevarse esta barca, porque ahora el precio se ha doblado…
No era conveniente detenerse a descansar, ni aunque encontraran donde hospedarse. Preocupado por su globo, Lee se dirigió sin tardanza al almacén donde lo había dejado. Grumman caminaba a su lado sin rezagarse. Pese a su aspecto enfermizo, demostraba resistencia.
El encargado del almacén, que contaba unas piezas de recambio de motor que estaba requisando el sargento de la Guardia, apenas levantó la vista del bloc.
—¿El globo? Lástima, lo requisaron ayer —informó—. Ya sabe cómo son estas cosas. No pude negarme.
Hester agitó las orejas, y Lee captó su mensaje.
—¿Ha entregado ya el globo? —preguntó.
—Vendrán a llevárselo esta tarde.
—No se lo llevarán —afirmó Lee—, porque yo tengo una autoridad que está por encima de la de la Guardia.
Acto seguido enseñó el anillo que había quitado del dedo al skraeling muerto en Nova Zembla. No bien vio el símbolo de la Iglesia, el sargento dejó lo que lo ocupaba junto al encargado para saludar, sin poder evitar que el asombro se trasluciera en su expresión.
—Va a entregarnos el globo ahora mismo —exigió Lee—, y ya puede ordenar a varios hombres que empiecen a llenarlo. No pienso esperar ni un minuto. Aparte del combustible, hay que equiparlo con comida, agua y lastre.
El encargado miró al sargento y, al ver que éste se encogía de hombros, se apresuró a cumplir lo que le pedían. Lee y Grumman salieron al muelle, donde se encontraban los depósitos de gas, para supervisar la operación y hablar a solas.
—¿De dónde ha sacado ese anillo? —preguntó Grumman.
—Del dedo de un muerto. Resulta arriesgado usarlo, pero no se me ocurría otra forma de recuperar el globo. ¿Cree que ese sargento ha sospechado algo?
—Desde luego. Pero como hombre disciplinado no pondrá en tela de juicio lo que atañe a la Iglesia. En el caso improbable de que informe del incidente, ya estaremos lejos cuando reaccionen. Bien, le he prometido que tendría viento, señor Scoresby; espero que le guste.
El cielo estaba azul y el sol lucía con fuerza. Hacia el norte, los bancos de niebla persistían como una cadena montañosa surgida del mar, pero la brisa los hacía retroceder deprisa, y Lee sintió impaciencia por volver a volar.
Mientras el globo se llenaba y comenzaba a hincharse superando la altura del techo del almacén, Lee observó la barquilla y dispuso con especial cuidado todo su equipo. ¿Quién sabía qué turbulencias podían encontrar en ese otro mundo? También colocó con gran esmero los instrumentos, incluso la brújula, cuya aguja realizaba inútiles oscilaciones en la esfera. Finalmente ató una veintena de sacos de arena que cumplirían la función de lastre.
Cuando la bolsa de gas estaba ya llena, inclinada hacia el norte por una potente brisa, y todo el aparato pugnaba por elevarse tensando las recias cuerdas que lo mantenían anclado al suelo, Lee pagó al encargado con el oro que aún le quedaba y ayudó a Grumman a subir a la barquilla. Después se volvió hacia los operarios que sujetaban las cuerdas para ordenar que las soltaran.
Antes de que pudieran obedecer, del callejón contiguo al almacén llegó un contundente retumbar de pasos a la carrera y una autoritaria exclamación:
—¡Alto!
Los hombres que manipulaban las cuerdas se detuvieron, unos mirando hacia el callejón, y otros hacia Lee.
—¡Soltadlas! —repitió éste con aspereza.
Dos de ellos obedecieron, y el globo se elevó con una sacudida, pero los otros dos estaban pendientes de los recién llegados, una tropa de soldados que en ese instante doblaba a paso ligero la esquina del edificio. Los dos hombres todavía mantenían las cuerdas enroscadas en torno a los postes, lo que provocaba unos peligrosos zangoloteos en el globo. Lee se agarró a la barandilla, a la que se habían asido ya Grumman y su daimonion.
—¡Soltadlas de una vez, estúpidos, que comienza a subir! —vociferó.
La fuerza de flotación de la bolsa de gas era, en efecto, excesiva para aquellos dos individuos, que no habrían podido retener el globo ni aun halando el cabo. Uno dejó su cuerda, que se desenroscó por sí sola del poste; el otro, al sentir que se le escapaba la suya, se aferró instintivamente a ella en lugar de soltarla. A Lee, que había presenciado una escena como aquélla en cierta ocasión, le producía espanto tener que ver otra. El daimonion del pobre hombre, un recio perro esquimal, lanzó un aullido de miedo y dolor cuando el globo se alejó con un impulso hacia el cielo. Al cabo de cinco inacabables segundos todo había terminado; falto ya de fuerzas, el operario cayó, moribundo, al agua.
Los soldados los apuntaban ya con sus fusiles. Una ráfaga de balas pasó silbando junto a la barquilla y una impactó en la barandilla. Lee notó la sacudida, pero el proyectil no causó ningún desperfecto. Cuando descargaron la segunda andanada, el globo estaba casi fuera de tiro, ascendiendo a toda velocidad por el azul del cielo, cada vez más alejado de la costa. Lee sintió que se le aligeraba el corazón. En una ocasión había comentado a Serafina Pekkala que no le procuraba placer volar, que se trataba sólo de un trabajo, pero mentía. Subir como una centella, con un viento favorable a la espalda y un nuevo mundo por delante, ¿qué podía haber mejor que aquello en esta vida?
Cuando soltó la barandilla vio que Hester estaba agazapada en su rincón habitual, con los ojos entornados. Desde tierra, a gran distancia ya, dispararon otra fútil andanada de balas. La ciudad se empequeñecía a toda prisa y la amplia curva de la desembocadura del río refulgía bajo los rayos del sol.
—Bien, doctor Grumman —comentó—, no sé usted, pero yo me siento mejor en el aire. Lástima que ese pobre hombre no haya soltado la cuerda. Tan poco que cuesta, y si no se hace en el acto uno está perdido sin remedio.
—Gracias, señor Scoresby —dijo el chamán—. Ha sabido salir airoso de la situación. Ahora podemos volar tranquilamente, sin más. Me vendrán bien esas pieles; aún se nota frío el aire.