09. EL ROBO

Decidieron regresar al café para descansar y cambiarse de ropa, ya que Will no podía ir por la calle cubierto de sangre. Como ya no sentía remordimientos por coger productos de los comercios, se apropió de una muda completa, pantalones, camisa y zapatos, que Lyra, muy servicial, cargó hasta el local sin dejar de mirar alrededor por si aparecían los otros niños.

Lyra puso agua a hervir mientras Will subía al cuarto de baño para asearse. Si bien el dolor persistía, monótono e implacable, los cortes eran al menos limpios, y habiendo visto de qué era capaz la daga, estaba seguro de que no había cortes más limpios que aquéllos. Sin embargo, no cesaba de manar sangre por los muñones. Al observarlos sintió náuseas y se le aceleraron los latidos del corazón, lo que contribuyó a aumentar aún más la hemorragia. Sentado en el borde de la bañera, cerró los ojos y respiró hondo varias veces.

Ya más calmado, se lavó y se secó con unas toallas, que enseguida quedaron manchadas de sangre. A continuación se vistió, procurando que no ocurriera lo mismo con la ropa.

—Tendrás que volver a ponerme una venda —pidió a Lyra—. Aprieta tanto como puedas, a ver si deja de sangrar.

La niña desgarró una sábana y rodeó varias veces la herida con la tela, presionándola cuanto le fue posible. Will apretaba las mandíbulas, tratando de tolerar el dolor, pero no pudo evitar que le cayeran unas lágrimas. Se las enjugó sin pronunciar palabra, y Lyra no hizo ningún comentario.

—Gracias —dijo él cuando la niña hubo terminado—. Quiero pedirte un favor. Me gustaría que me guardases en la mochila unas cartas, por si no pudiéramos volver aquí. Puedes leerlas si te apetece.

Sacó el estuche de cuero verde y le entregó las hojas de papel de correo aéreo.

—No las leeré a menos que…

—No me importa. De lo contrario, no te lo hubiera dicho.

Lyra dobló las cartas, y Will se tendió en la cama, apartó al gato y quedó dormido.

Mucho más tarde, esa noche, Will y Lyra se hallaban agazapados en el sendero que discurría entre los arbustos del jardín de sir Charles. En el lado de Cittàgazze, se encontraban en un cuidado parque presidido por una villa de estilo neoclásico cuyas blancas paredes relucían bajo la luz de la luna. Habían tardado mucho en llegar a la casa de sir Charles, ya que habían tenido que desviarse del camino en varias ocasiones, en Cittàgazze sobre todo, y detenerse a menudo para cotejar su posición con respecto al mundo de Will por medio de ventanas que luego había que cerrar.

A corta distancia detrás de ellos se encontraba el gato atigrado. Había dormido desde que lo rescataron de la lapidación y ahora que estaba despierto se negaba a separarse de ellos, como si creyera que a su lado no correría peligro. Will, que distaba mucho de compartir tal opinión, ya tenía bastantes preocupaciones, de modo que se desentendió del animal. Cada vez se sentía más familiarizado con la daga, más seguro en su manejo; pero el dolor que le provocaba la herida se había intensificado, y la venda limpia que le había puesto Lyra después de dormir estaba ya empapada.

En las proximidades de la blanca villa abrió con la hoja una ventana en el aire, por la que salieron al silencioso sendero de Headington con intención de decidir la mejor manera de acceder al estudio donde sir Charles había guardado el aletiómetro. Dos focos iluminaban el jardín, hacia el que proyectaban también su luz las ventanas de la fachada principal, aunque no las del estudio, que permanecían oscuras, y sólo la luna alumbraba ese lado de la casa.

El sendero, flanqueado por abundantes árboles, desembocaba en una carretera en el extremo opuesto y carecía de farolas. Cualquier ladrón podría introducirse entre los arbustos sin ser visto y pasar al jardín. El único obstáculo era la recia verja de barrotes de hierro, que doblaban la altura de Will y acababan en puntiagudos remates. Con todo, no representaba ningún escollo para la daga sutil.

—Aguanta este barrote mientras lo corto —susurró Will—. Sostenlo para que no caiga.

Ayudado de este modo por Lyra, segó cuatro barras, que ella depositó sobre el césped, y por ese espacio penetraron en el jardín.

—Voy a abrir una puerta a Ci’gazze aquí —anunció Will tras observar detenidamente la pared lateral de la casa recubierta por una enredadera y la ventana del estudio, al otro lado de la primorosa franja de césped—. La dejaré abierta y en Ci’gazze me desplazaré hasta donde calcule que queda el estudio y desde allí pasaré por otra entrada a este mundo. Después cogeré el aletiómetro de esa especie de vitrina, cerraré esa puerta y volveré a ésta. Tú quédate en este mundo y vigila. En cuanto me oigas llamarte, vuelve a Ci’gazze por esta ventana, y luego yo la cerraré. ¿De acuerdo?

—Sí —convino en un susurro Lyra—. Pan y yo vigilaremos.

El daimonion, convertido en una pequeña ave rapaz leonada, casi invisible en la oscuridad, permanecía atento, con sus enormes y pálidos ojos, al menor movimiento.

Empuñando la daga, Will tanteó el aire con delicados toques durante aproximadamente un minuto, hasta encontrar un punto idóneo. Entonces abrió una ventana de comunicación con el parque bañado por la luz de la luna de Ci’gazze y luego calibró cuántos pasos debía dar en ese mundo para llegar al estudio y en qué dirección.

Acto seguido, sin añadir palabra, avanzó un paso y desapareció.

Lyra se agachó, mientras Pantalaimon, posado en una rama, volvía la cabeza a uno y otro lado, en silencio. A sus oídos llegaban el ruido del tráfico de Headington, las pisadas amortiguadas de alguien que caminaba por la carretera en la que desembocaba el sendero, e incluso el deambular de los más livianos insectos entre las ramitas y las hojas del suelo.

Transcurrió un par de minutos. ¿Dónde estaría Will? Lyra se esforzó por ver algo más allá de la ventana del estudio, pero sólo percibió un oscuro cuadrado dividido por un parteluz y rodeado por la enredadera. Esa misma mañana, sir Charles se había sentado junto a ella, había cruzado las piernas y se había arreglado la raya del pantalón. ¿Dónde estaba la vitrina en relación a la ventana? ¿Conseguiría Will entrar sin alertar a nadie de la casa?

De pronto Pantalaimon emitió un quedo sonido y en ese mismo instante oyó otro ruido procedente de su izquierda, cerca de la entrada principal. Si bien no veía la fachada desde su posición, reparó en una luz que barría los árboles y un áspero crujido. Lo producían unos neumáticos que se deslizaban sobre la gravilla. No había percibido el ruido del motor.

Miró hacia Pantalaimon, que ya se había adelantado con sigilo. Enseguida regresó y se posó en su puño.

—Sir Charles está de vuelta —musitó—. Y viene con alguien.

De nuevo alzó el vuelo y esa vez Lyra lo siguió, caminando de puntillas sobre la blanda tierra. Avanzó agachada detrás de los arbustos y después se detuvo para mirar por fin entre las hojas de un laurel.

El Rolls Royce había estacionado delante de la mansión, y el chófer lo rodeó para abrir la puerta del acompañante. Sir Charles, desde fuera, ofrecía sonriente el brazo a la mujer que se apeaba. Cuando ésta hubo bajado, a Lyra le dio un vuelco el corazón; la invitada de sir Charles era su madre, la señora Coulter.

Will andaba por el césped de Cittàgazze, contando los pasos. Procuraba tener presente la situación del estudio respecto a la villa, que se alzaba cerca, blanquísima, rodeada de columnas y un jardín con estatuas y una fuente. Will no dejaba de pensar que constituía una presa fácil frente a un posible ataque en aquel terreno despejado, bañado por la luz de la luna.

Cuando consideró que se encontraba en la zona idónea, se detuvo y con la daga volvió a palpar el aire. Aquellas diminutas e invisibles brechas podían hallarse en cualquier lugar, pero no seguidas, pues de lo contrario con cualquier movimiento de la hoja se habría creado una ventana.

Primero efectuó una pequeña abertura, del tamaño de su mano, para mirar. En el otro lado no había más que oscuridad. Como no veía nada, cerró aquel boquete, dio un giro de noventa grados y practicó otro. En aquella ocasión topó con una tela… el grueso terciopelo verde de las cortinas del estudio. Pero ¿dónde estaban éstas con respecto a la vitrina? Cerró el nuevo orificio, modificó la posición y volvió a probar. El tiempo pasaba.

A la tercera tentativa obtuvo mejor resultado: logró ver la totalidad del estudio gracias a la apagada luz que penetraba desde el vestíbulo por la puerta abierta. Vislumbró el escritorio, el sofá, ¡y la vitrina! Del costado de un microscopio de latón brotaba un tenue destello. No había nadie en la habitación, y en la casa reinaba el silencio. Las condiciones no podían ser más favorables.

Tras calcular la distancia, cerró esa ventana y, después de avanzar dos pasos, levantó de nuevo la daga. Si sus estimaciones eran acertadas, abriría un boquete en el sitio más adecuado para romper el vidrio del mueble y apoderarse del aletiómetro tendiendo sólo la mano.

Dispuso la ventana a la altura correcta. El vidrio de la vitrina se hallaba a unos centímetros. Aproximó la cara y examinó aquel estante, de arriba abajo.

El aletiómetro no estaba allí.

Al principio pensó que se había equivocado de armario, pues había cuatro en la estancia —los había contado esa mañana y había memorizado su situación—, altos, transparentes, con armazón de madera oscura y estantes forrados de terciopelo, destinados a exhibir valiosos objetos de porcelana, oro o marfil. ¿Se habría equivocado de posición al abrir la ventana? No obstante, en el anaquel superior se encontraba el voluminoso instrumento con círculos de latón en que se había fijado, y en el del medio, donde sir Charles había colocado el aletiómetro, había un espacio vacío. Ésa era la vitrina, no cabía duda, pero el aletiómetro no se encontraba donde debía estar.

Will dio un paso y respiró hondo.

Tendría que entrar en el estudio para investigar, ya que si no reunía más pistas corría el peligro de pasarse toda la noche abriendo ventanas sin resultado alguno. Cerró la que había creado delante de la vitrina, practicó un boquete para inspeccionar el resto de la habitación y, cuando la hubo observado con detenimiento, lo selló y efectuó otro mayor detrás del sofá, por donde podría escabullirse con rapidez en caso necesario.

Como consecuencia de los movimientos de la mano la venda se le había aflojado. Tras enrollarla y remeter la punta lo mejor que pudo, se adentró en el estudio de sir Charles y permaneció unos minutos agazapado detrás del sofá, con el oído aguzado, empuñando la daga con la mano derecha.

Al no percibir ningún sonido, se levantó despacio y miró en derredor. La puerta del vestíbulo, entornada, le proporcionaba luz suficiente. Las vitrinas, las estanterías de libros, los cuadros… todo se hallaba en su sitio, tal como lo había visto por la mañana.

Comenzó a caminar sobre la mullida moqueta y examinó una por una las vitrinas. No encontró el aletiómetro en su interior, y tampoco entre los libros y papeles apilados en el escritorio, ni en la repisa donde reposaban las tarjetas de invitación a estrenos y recepciones, ni en el alféizar de la ventana, ni en la mesa octogonal situada detrás de la puerta.

Volvió sobre sus pasos hasta el escritorio, con la intención de registrar los cajones, aun cuando estaba convencido de que resultaría inútil. Se disponía a hacerlo cuando oyó el ruido de unos neumáticos sobre la gravilla del sendero. El silencio era tan absoluto que casi sospechó que era fruto de su imaginación; de todos modos se mantuvo inmóvil como una piedra, con el oído aguzado. El crujido había cesado.

Después percibió el sonido de la puerta principal al abrirse.

Retornó de inmediato al sofá y se agachó detrás, junto a la ventana que comunicaba con el césped de Cittàgazze. Casi al instante detectó unas pisadas en ese otro mundo, que avanzaban deprisa sobre la hierba: era Lyra, que corría hacia a él. Se apresuró a reclamarle silencio cruzándose con un dedo los labios, con lo que la niña aflojó el paso, consciente de que se había enterado del regreso de sir Charles.

—No lo tengo —le informó con un susurro cuando ella se situó a su lado—. No estaba allí. Seguramente lo lleva encima. Nos quedaremos aquí para averiguar si vuelve a guardarlo en la vitrina.

—¡No! ¡Es peor! —murmuró Lyra, presa del pánico—. Ella está con él… la señora Coulter… mi madre… No sé cómo ha llegado aquí, pero si me ve, estoy perdida, Will, puedo considerarme muerta… ¡Y me he acordado de quién es él! ¡Recuerdo dónde lo vi! ¡Se llama lord Boreal, Will! ¡Lo vi en aquella fiesta en casa de la señora Coulter, cuando me escapé! Seguro que él sabía quién era yo desde el primer momento…

—Chist. No te quedes aquí si piensas armar alboroto.

Lyra consiguió dominarse y, después de tragar saliva, negó con la cabeza.

—Perdona. Quiero quedarme contigo para oír qué dicen.

—Silencio ahora…

Había oído voces procedentes del vestíbulo. Los dos niños se hallaban tan cerca que podían tocarse, él en su mundo y ella en el de Cittàgazze. Al ver que le colgaba la venda, Lyra le indicó por señas que le tendiera la mano para apretársela, y él obedeció, mientras permanecía agachado, con la cabeza ladeada para escuchar mejor.

Se encendió una luz en la habitación. Luego oyó que sir Charles hablaba con un criado y le ordenaba que se retirase antes de entrar en el estudio y cerrar la puerta tras de sí.

—¿Te apetece una copa de tokay? —inquirió.

—Qué amable ofrecimiento, Carlo —contestó una voz femenina, dulce y grave—. Hace años que no lo pruebo.

—Siéntate en esa butaca, junto a la chimenea.

Sonó un tenue gorgoteo del vino al ser escanciado, seguido de un tintineo al chocar la botella con el borde de la copa y un «gracias». Sir Charles tomó asiento en el sofá, tras el cual se ocultaba Will.

—A tu salud, Marisa —brindó antes de beber—. Y ahora, dime qué quieres.

—Quiero saber de dónde sacaste el aletiómetro.

—¿Por qué?

—Porque Lyra lo tenía, y quiero encontrarla.

—Pues no lo comprendo. Es una repelente mocosa.

—Te recuerdo que es mi hija.

—Entonces es aún más repelente, porque debió de resistirse a tu encantador influjo con todo conocimiento. Nadie conseguiría hacerlo sin proponérselo de manera consciente.

—¿Dónde está?

—Te prometo que te lo diré, si antes me explicas tú algo.

—Si puedo —puntualizó ella con un tono que a Will se le antojó de posible amenaza. Tenía una voz embriagadora: balsámica, dulce, musical y también juvenil. Deseó verla, pues Lyra nunca la había descrito, y el rostro de la persona que poseía aquella voz tenía que ser extraordinario—. ¿Qué te interesa saber?

—¿Qué se trae entre manos Asriel?

Se produjo un momento de silencio, como si la mujer meditara su respuesta. Will se volvió hacia Lyra, que, con el rostro desencajado por el miedo, se mordía el labio para no hablar, tan atenta como él a la conversación.

—De acuerdo, te lo contaré —aceptó por fin la señora Coulter—. Lord Asriel está reuniendo un ejército con el fin de reemprender la guerra que se libró en el cielo hace tantísimos siglos.

—Un propósito muy medieval. De todas formas, parece que dispone de algunas técnicas muy modernas. ¿Qué le ha hecho al polo magnético?

—Encontró la manera de abrir una brecha en la barrera que separa nuestro mundo de otros, lo que causó profundas alteraciones en el campo magnético de la tierra, que seguramente tienen repercusiones en este mundo también… Pero ¿cómo te has enterado tú de eso? Creo que te ha llegado el turno de responder a algunas preguntas. ¿Qué es este mundo? ¿Y cómo me has traído aquí?

—Es uno más de los millones de mundos que existen. Hay aberturas entre ellos, aunque no resulta fácil localizarlas. Conozco unas doce, pero han variado de posición, lo que sin duda obedece a la acción de Asriel. Por lo visto ahora es posible pasar directamente de este mundo al nuestro, y con toda probabilidad a otros muchos. Antes uno de ellos cumplía la función de encrucijada, puesto que todas las puertas daban a él. Así pues, ya supondrás qué grata sorpresa me he llevado al verte hoy después de cruzar allá y cuánto me alegro de haber podido traerte aquí sin el riesgo de atravesar Cittàgazze.

—¿Cittàgazze? ¿Qué es?

—La encrucijada; un mundo que me interesa sobremanera, mi querida Marisa, pero que por el momento entraña demasiado peligro para que tú y yo lo visitemos.

—¿Por qué resulta peligroso?

—Lo es para los adultos, pero no para los niños.

—¿Cómo? Debes informarme bien de eso, Carlo —ordenó la mujer con una vehemente impaciencia que Will no dejó de notar—. ¡Ahí radica el meollo de todo, en esta diferencia entre niños y adultos! ¡En ella reside todo el misterio del Polvo! Por eso debo encontrar a la niña. Y las brujas le han puesto un nombre especial… Estuve a punto de sonsacárselo a una, pero murió demasiado pronto. He de localizar a la niña, ya que de algún modo posee la respuesta y necesito averiguarla como sea.

—Y así será. Este instrumento la traerá hasta mí, pierde cuidado. En cuanto me haya entregado lo que quiero, podrás quedártela. Cambiando de tema, Marisa, háblame de ese cuerpo de guardia tan curioso que tienes. Nunca había visto soldados como ésos. ¿Quiénes son?

—Hombres, sencillamente, pero… les han practicado la intercisión. Al carecer de daimonions, no tienen miedo ni imaginación ni voluntad propia, de manera que luchan hasta que los despedazan.

—Sin daimonions… Qué interesante. Se me ocurre que podríamos llevar a cabo un experimento, si no te importa prescindir de alguno. Me gustaría comprobar si los atacan los espantos. Si resultan inmunes a ellos, podríamos viajar a Cittàgazze después de todo.

—¿Espantos? ¿Qué es eso?

—Te lo explicaré más tarde, querida. Te adelantaré que son ellos los que impiden que los adultos vayan a ese mundo. Polvo, niños, espantos, daimonions, intercisiones… Sí, es muy posible que funcione. Toma un poco más de vino.

—Quiero saberlo absolutamente todo —exigió ella mientras sonaba otro gorgoteo de vino—, no lo olvides. Y ahora dime: ¿qué haces en este mundo? ¿Es aquí adonde vienes cuando nosotros te creemos en el Brasil o en las Indias?

—Hace mucho encontré la manera de llegar aquí. Era un secreto demasiado fabuloso para revelarlo a nadie, ni aun a ti, Marisa. Me he instalado muy bien aquí, como habrás observado. Siendo miembro del Consejo de Estado allá, me costó poco detectar dónde se concentraba el poder aquí.

»De hecho trabajé de espía, aunque nunca conté a mis superiores todo cuanto sabía. Los servicios secretos de este mundo estuvieron inquietos durante años por la Unión Soviética, lo que nosotros llamamos Moscovia. Si bien esa amenaza ha disminuido, aún existen puestos de espionaje y máquinas que se usan en ese sentido, y yo mantengo contacto con quienes controlan a los agentes.

»Últimamente he oído hablar de una profunda alteración en el campo magnético de la tierra, que ha alarmado sobremanera a los servicios de seguridad. Todas las naciones que realizan investigaciones en el campo de la física fundamental —lo que nosotros llamamos teología experimental— instan a sus científicos a averiguar qué está ocurriendo, porque saben que algo está ocurriendo, y sospechan que guarda relación con otros mundos.

»En realidad disponen de pocos indicios al respecto. Hay algunas investigaciones en curso centradas en el Polvo. Sí, aquí también lo conocen. En esta misma ciudad un equipo trabaja en el tema. Y eso no es todo; un hombre desapareció unos diez o doce años atrás, en el norte, y los servicios de seguridad creen que poseía cierta información que necesitan con urgencia, concretamente, la ubicación de una puerta de comunicación entre los mundos, como la que tú has utilizado antes. La que él encontró es la única de que tienen conocimiento, porque ya supondrás que no he revelado nada de lo que sé. Cuando se iniciaron estas alteraciones, emprendieron la búsqueda de ese hombre.

»Como es lógico, Marisa, siento una curiosidad personal, unas ganas enormes de ampliar mis conocimientos.

Will permanecía paralizado; el corazón le latía con tal fuerza que temió que lo oyeran. ¡Sir Charles se refería a su padre! ¡Por fin se enteraba de quiénes eran esos hombres y qué perseguían!

Aparte de a las voces de sir Charles y la mujer, Will se mantenía atento a algo más; una sombra que se movía por el suelo, o cuando menos por la parte que él divisaba, entre el extremo del sofá y las patas de la pequeña mesa octogonal. No pertenecía ni a sir Charles ni a la mujer, que permanecían quietos, mientras la sombra se desplazaba con una rapidez que causaba gran inquietud a Will. La lámpara de pie contigua a la chimenea, la única fuente de luz en el estudio, proyectaba una sombra clara y definida, que nunca se detenía el tiempo suficiente para que Will distinguiera de qué se trataba.

Entonces sucedieron dos hechos de interés; el primero, que sir Charles mencionó el aletiómetro.

—Por ejemplo —continuó el anciano—, este instrumento me produce curiosidad. ¿Por qué no me explicas cómo funciona?

Acto seguido lo colocó sobre la mesa octogonal situada en la punta del sofá. Will lo veía perfectamente, ya que casi se hallaba al alcance de su mano.

El otro suceso destacable fue que la sombra se detuvo por fin. La criatura que la originaba debía de haberse posado en el respaldo de la butaca de la señora Coulter, porque la luz que incidía sobre ella proyectaba claramente su silueta en la pared. En el mismo instante en que se paró, Will cayó en la cuenta de que era el daimonion de la mujer: un mono que movía sin cesar la cabeza con afán escrutador.

Will advirtió que a Lyra se le cortaba la respiración a su espalda al ver el aletiómetro.

—Regresa a la otra ventana —le indicó en un susurro, volviendo la cabeza— y entra en el jardín. Recoge algunas piedras y arrójalas al estudio para distraerles un momento, mientras yo me apodero del aletiómetro. Después ve corriendo a la otra ventana y espérame.

Lyra asintió en silencio y se alejó a toda prisa por el césped. Will se centró de nuevo en la conversación.

—… el rector del Jordan College es un necio —declaraba la mujer—. No entiendo cómo se le ocurrió dárselo, cuando se necesitan varios años de exhaustivo estudio para comenzar a interpretarlo. Y ahora te toca a ti facilitarme cierta información, Carlo. ¿Cómo lo encontraste? ¿Dónde está la niña?

—La vi usar el instrumento en un museo de la ciudad. La reconocí al instante, claro está, porque había coincidido con ella en esa fiesta que ofreciste hace tiempo, y deduje que había encontrado una puerta de comunicación. Después comprendí que podía aprovecharlo en mi propio beneficio, de modo que cuando volví a toparme con ella se lo robé.

—Hablas con suma franqueza.

—No hay necesidad de andarse con rodeos; los dos somos mayores.

—¿Y dónde está la niña ahora? ¿Cómo reaccionó al enterarse de que se lo habías quitado?

—Vino a verme. Se precisa valor para hacer eso, supongo.

—De valor anda sobrada. ¿Y qué piensas hacer con el aletiómetro? ¿Qué beneficio te reportará?

—Le dije que se lo devolvería, con la condición de que me trajera algo… algo de lo que me resulta imposible apoderarme personalmente.

—¿De qué se trata?

—No sé si…

En ese momento la primera piedra impactó en la ventana del estudio y penetró en él con un agradable ruido de vidrios rotos. Al instante la sombra del mono abandonó el respaldo de la silla mientras los dos adultos proferían una exclamación de asombro. Luego sonó otro golpe, y otro más, tras el cual Will notó que el sofá se movía al ponerse en pie sir Charles.

Will se adelantó, tomó el aletiómetro de la mesa y, tras guardárselo en el bolsillo, atravesó como una exhalación la ventana. Tan pronto como sus pies hollaron el césped de Cittàgazze, buscó en el aire aquellos esquivos bordes y trató de calmarse con pausadas aspiraciones, sin dejar de pensar que a tan sólo unos centímetros de distancia acechaba un terrible peligro.

Entonces sonó un chillido, ni humano ni animal, y no le cupo duda de que había salido de la garganta de aquel repulsivo mono. Si bien para entonces ya había cerrado buena parte de la ventana, aún quedaba una reducida brecha a la altura de su pecho… De repente se echó hacia atrás de un salto, porque por ella asomó una pequeña mano cubierta de amarillenta pelambre, rematada con negras uñas, seguida de una cara: una cara espantosa. El mono dorado enseñaba los dientes y miraba con fiereza, irradiando tal maldad que Will la acusó casi como si lo atravesara a la manera de una lanza.

Enseguida el animal se coló por el boquete, y el final de Will habría llegado si éste, que aún empuñaba la daga, no la hubiera blandido a diestro y siniestro ante la cara del mono… o más bien donde habría estado ésta de no haberse retirado a tiempo el animal. De ese modo Will ganó el tiempo necesario para tomar los bordes de la ventana y juntarlos.

Su mundo había desaparecido. Se encontraba solo en el parque de Cittàgazze, jadeando, tembloroso y asustado.

Ahora debía rescatar a Lyra. Se desplazó a toda prisa a la primera ventana, la que daba al conjunto de arbustos, y se asomó. Las oscuras hojas de los laureles y el acebo le impedían ver, de manera que las apartó con las manos para divisar la casa, donde las aristas del cristal roto de la ventana del estudio se destacaban bajo la luz de la luna.

Mientras observaba, vio que el mono daba saltos por la esquina de la mansión, luego corría por el césped con la velocidad de un gato, y enseguida distinguió a sir Charles y la mujer, que seguían al animal a corta distancia. El primero empuñaba una pistola. Will quedó embelesado con la hermosura de la señora Coulter, el embrujo de sus grandes ojos oscuros, el donaire de su cuerpo liviano y delgado. Cuando ella chasqueó los dedos, su daimonion se detuvo en el acto y saltó a sus brazos, y Will comprendió que la mujer de dulce semblante y el malvado mono constituían un solo ser.

Pero ¿dónde estaba Lyra?

Los adultos inspeccionaban el jardín. La mujer dejó el mono en el suelo, y éste comenzó a inclinarse ora hacia un lado, ora hacia otro, como si olisqueara en busca de un rastro. Reinaba un silencio absoluto. Si Lyra se encontraba entre los arbustos, no tendría forma de moverse sin provocar un ruido que la delataría de inmediato.

Sir Charles manipuló la pistola, lo que produjo un chasquido apagado; había retirado el seguro. Luego se asomó entre el follaje y por un instante Will tuvo la impresión de que lo miraba, pero por fortuna no pareció reparar en su presencia.

Después tanto sir Charles como la mujer se volvieron hacia la izquierda, pues el mono había oído algo. En un abrir y cerrar de ojos el daimonion se precipitó hacia donde debía de hallarse Lyra; no tardaría en descubrirla…

Y en ese momento el gato atigrado surgió de entre los arbustos, lanzando bufidos.

El mono, al oírlo, se volvió en medio de un brinco de estupefacción; con todo su asombro no era tan grande como el de Will. El daimonion aterrizó en el suelo, de cara al gato, que lo esperaba con el lomo arqueado, la cola erecta, retándolo con furiosos bufidos, y el mono se abalanzó sobre él. El felino se irguió al tiempo que le propinaba unos veloces zarpazos. En ese instante Lyra apareció al lado de Will y cruzó tambaleándose la ventana en compañía de Pantalaimon. El gato lanzó un maullido, al que siguió un alarido del mono cuando el felino le arañó en la cara; entonces aquél se batió en retirada y saltó a los brazos de la señora Coulter, mientras el gato desaparecía bajo los arbustos de su propio mundo.

Al otro lado de la ventana, Will volvió a tantear el aire hasta localizar sus casi intangibles bordes y se apresuró a unirlos. Por el menguante boquete penetraba aún el sonido de unos pasos que producían un crujir de ramas…

Al poco restaba sólo un agujero del tamaño de la mano de Will, que no tardó en sellar. El mundo quedó en silencio. El muchacho se hincó de rodillas en la húmeda hierba y sacó con movimientos torpes el aletiómetro.

—Toma —dijo a Lyra.

Una vez que se lo hubo entregado enfundó con manos trémulas la daga. Después se tumbó, presa de un temblor que agitaba todo su cuerpo, y notó que la luna lo bañaba con su luz plateada y que Lyra le retiraba la venda para volver a colocársela con delicadeza.

—Gracias, Will —oyó que decía—, por lo que acabas de hacer, por todo…

—Espero que no le pase nada al gato —murmuró él—. Es como mi Moxie. Seguro que ha regresado a su casa, a su mundo. Ahora estará a salvo.

—Por un segundo he pensado que era tu daimonion. En todo caso, se ha comportado como lo haría un buen daimonion. Nosotros lo salvamos y él nos ha devuelto el favor. Vamos, Will, no te quedes ahí tumbado, que la hierba está mojada y cogerás frío. Iremos a esa casa tan grande de ahí. Seguro que hay camas, comida y de todo. Vamos, te cambiaré la venda, prepararé café, cocinaré una tortilla o lo que te apetezca y luego dormiremos un rato… Ahora, con el aletiómetro, estaremos protegidos, ya lo verás. A partir de este momento me dedicaré sólo a ayudarte a buscar a tu padre, te lo prometo.

Lo ayudó a levantarse, y con paso lento, atravesaron el jardín en dirección a la gran mansión blanca que brillaba bajo la luz de la luna.