04. TREPANACIONES

En cuanto Lyra se hubo marchado para realizar sus gestiones, Will localizó una cabina de teléfono y marcó el número del despacho de abogados impreso en la carta que sostenía en la mano.

—Buenos días. Querría hablar con el señor Perkins.

—¿De parte de quién, por favor?

—Es sobre un asunto relacionado con el señor John Parry. Soy su hijo.

—Un momento, por favor…

Al cabo de un minuto se oyó una voz masculina por el auricular.

—Aquí Alan Perkins. ¿Con quién hablo?

—Con William Parry. Perdone por molestarle. Desearía preguntarle por mi padre, el señor John Parry. Usted ingresa cada tres meses dinero de mi padre en la cuenta de mi madre.

—Sí…

—Bueno, me gustaría saber dónde está mi padre. ¿Está vivo o muerto?

—¿Cuántos años tienes, William?

—Doce. Quiero saber algo más de él.

—Ya… ¿Tu madre te ha…? ¿Sabe ella que pensabas llamarme?

—No —reconoció Will tras una prudente reflexión—. El caso es que no está muy bien de salud. Ella no puede decirme gran cosa, y yo necesito saber más.

—Sí, comprendo. ¿Dónde estás ahora? ¿En casa?

—No, estoy… Estoy en Oxford.

—¿Tú solo?

—Sí.

—¿Y dices que tu madre no se encuentra bien?

—No.

—¿Está en el hospital o ingresada en algún sitio?

—Sí, algo así. Dígame, ¿puede informarme de algo o no?

—Bueno, de algo sí, pero es poco y preferiría no hablar de ello ahora, por teléfono. Dentro de cinco minutos debo recibir a un cliente. ¿Podrías venir a mi oficina alrededor de las dos y media?

—No —contestó Will. Resultaría demasiado arriesgado; tal vez el abogado se había enterado ya de que lo buscaba la policía. Caviló un instante antes de proseguir—: He de tomar un autobús para Nottingham y no querría perderlo. De todos modos usted podría decirme por teléfono lo que quiero saber, ¿no? Sólo deseo averiguar si mi padre está vivo, y si lo está, dónde puedo encontrarlo. Supongo que puede decirme eso, ¿verdad?

—No es tan sencillo. No puedo dar información de carácter personal sobre un cliente sin haberme asegurado antes de que éste lo aprobaría. Y además, necesito alguna prueba de tu identidad.

—Sí, lo comprendo, pero ¿no puede decirme sólo si está vivo o muerto?

—Eh… sí, claro, eso no sería confidencial. Por desgracia tampoco puedo decírtelo, porque lo ignoro.

—¿Cómo?

—El dinero proviene de un grupo de empresas familiares. Me ordenó que lo abonara hasta que me indicara lo contrario. Desde ese día no ha vuelto a dar señales de vida. De eso se deduce que está… Aunque también cabe la posibilidad de que haya desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Así, sin más?

—En realidad el asunto alcanzó una dimensión pública. Oye, ¿por qué no vienes a mi oficina y…?

—No puedo. Debo ir a Nottingham.

—Pues escríbeme o pide a tu madre que me escriba y te pondré al corriente de lo que sé. Debes entender que por teléfono me resulta imposible extenderme.

—Sí, claro. De acuerdo. ¿Puede decirme al menos dónde desapareció?

—Como he mencionado, el asunto trascendió a la opinión pública. Varios periódicos se ocuparon del tema en su momento. ¿Sabes que era explorador?

—Mi madre me contó algo, sí…

—Pues bien, dirigía una expedición cuando desapareció, hará unos diez años.

—¿Dónde?

—En la zona del Ártico. En Alaska, creo. Consúltalo en la biblioteca. ¿Por qué no…

En ese momento se acabó el dinero que había introducido Will; eran las últimas monedas que le quedaban. Escuchó un instante el pitido del auricular antes de colgarlo.

Ansiaba hablar con su madre. Reprimió el impulso de marcar el número de la señora Cooper, consciente de que si oía la voz de su madre le resultaría muy difícil contener el deseo de verla, y aquella visita entrañaría un grave peligro para ambos. En cambio sí podía mandarle una postal.

Escogió una vista de Oxford y escribió: «Querida mamá, estoy perfectamente, a salvo, y pronto me reuniré contigo. Confío en que todo vaya bien. Te quiere, Will». Tras anotar la dirección, compró un sello y apretó la postal contra su pecho antes de introducirla en el buzón.

Era media mañana. Se encontraba en la calle principal de la zona comercial, donde los autobuses se abrían paso entre multitudes de peatones. Comenzó a tomar conciencia de que se hallaba en una situación anómala: en un día cualquiera de la semana como aquél, los chicos de su edad estaban todos en el colegio. ¿Adónde podía ir?

No le costó mucho ocultarse. Will era capaz de esfumarse con facilidad, porque poseía una pericia especial para ello, de la que se enorgullecía. Su método se asemejaba al que había utilizado Serafina Pekkala para que nadie reparara en ella en el barco: adoptaba una apariencia absolutamente discreta, se convertía en parte del paisaje.

Buen conocedor del mundo en que vivía, en aquella ocasión optó por entrar en una papelería para comprar un bolígrafo y un bloc. Los colegios solían organizar grupos de alumnos para realizar encuestas sobre tendencias de consumo o cuestiones por el estilo, y si fingía que estaba efectuando esa clase de trabajo no despertaría sospechas.

Después echó a andar, simulando tomar notas, en busca de la biblioteca pública.

Mientras tanto, Lyra buscaba un lugar solitario donde consultar el aletiómetro. En su Oxford habría encontrado una docena de sitios adecuados en menos de cinco minutos, pero ese Oxford era tan desconcertante y distinto, con aspectos que la conmovían por resultarle familiares, junto a fenómenos completamente incomprensibles. ¿Por qué habían pintado esas franjas amarillas en la calzada? ¿Qué eran esos pequeños grumos blancos esparcidos por las aceras? (En su mundo no conocían el chicle). ¿Qué significaban aquellas luces rojas y verdes de las esquinas? Todo aquello era más difícil de desentrañar que la simbología del aletiómetro.

Allí estaban, no obstante, las puertas del St John’s College, por las que había trepado una vez con Roger para colocar cohetes pirotécnicos en los arriates de flores, y aquella gastada piedra de la esquina de la calle Catte, que ¡hasta conservaba las iniciales «SP», que había grabado Simon Parslow! ¡Ella lo había visto hacerlo! Alguna persona de este mundo con las mismas iniciales debía de haber estado por allí y se le habría ocurrido marcarlas.

Cabía incluso la posibilidad de que existiera un Simon Parslow en ese mundo, e incluso una Lyra.

Un escalofrío le recorrió la espalda y el ratón Pantalaimon se estremeció en su bolsillo. Decidió no seguir por aquella vía, pues ya había misterios suficientes a la vista para imaginar otros más.

Otro aspecto que diferenciaba ese Oxford del suyo era la multitud que pululaba por las aceras y entraba y salía de todos los edificios. La gente era de lo más variopinto: mujeres vestidas como hombres, africanos y hasta un grupo de tártaros apiñados obedientemente detrás de su líder, muy pulcros todos, con unas maletitas negras en la mano. Al principio los miraba con actitud amenazadora y temerosa, porque carecían de daimonions, y en su mundo los habrían considerado espectros o algo peor.

No obstante (y eso era lo más extraño) todos parecían vivos. Aquellas criaturas trajinaban por las calles con bastante buen ánimo, como si fueran humanos, por lo que Lyra hubo de reconocer que debían de serlo, y que con toda probabilidad poseían daimonions internos, como Will.

Tras andar sin rumbo fijo durante una hora, tomando el pulso a aquel decepcionante remedo de Oxford, sintió hambre y compró una chocolatina con el billete de veinte libras. El señor del comercio la miró de una forma rara, y ella pensó que como era de las Indias quizá no la entendía por su acento, pese a que había hablado muy claro. Con el cambio compró una manzana en el Covered Market, que se correspondía mucho más con el auténtico Oxford, y luego se encaminó hacia el parque. Allí se encontró con un espléndido edificio que no existía en el verdadero Oxford aunque no habría desentonado en absoluto en él. Se sentó en el césped a comer, mientras contemplaba con aprobación aquella mole.

Descubrió que era un museo. Cruzó las puertas abiertas y dentro encontró animales disecados, esqueletos fosilizados y urnas de minerales, como en el Real Museo Geológico de Londres, que había visitado con la señora Coulter. Al fondo del gran vestíbulo de vidrieras de hierro se abría la entrada a otra sección del museo, que decidió explorar al observar que se hallaba casi desierta, aun cuando el aletiómetro seguía constituyendo su máxima prioridad. En aquella segunda sala se exponían piezas que conocía bien: en las vitrinas se exhibían atuendos propios del Ártico, idénticos a sus propias pieles, trineos, figurillas de colmillos de morsa, arpones para cazar focas, y una nutrida mezcolanza de trofeos, reliquias, utensilios de magia, herramientas y armas procedentes no sólo del Ártico, según advirtió, sino de todas las latitudes de ese mundo.

Resultaba realmente muy extraño. Aquellas pieles de ciervo eran clavaditas a las suyas, pero las correas del trineo estaban enganchadas donde no debían. ¡Además había un fotograma de unos cazadores samoyedos, la viva imagen de los que la habían apresado y vendido a Bolvagar! No eran idénticos, ¡de hecho eran los mismos! E incluso habían vuelto a anudar esa cuerda exactamente en el mismo sitio raído; ella lo sabía muy bien, puesto que había pasado varias horas de martirio atada a ese mismo trineo… ¿Qué significaban aquellos misterios? ¿Había acaso un único mundo, que dedicaba su tiempo a soñar otros mundos?

De pronto se topó con algo que la hizo recordar el aletiómetro. Una antigua vitrina de vidrio con bastidores de madera pintada de negro albergaba diversos cráneos humanos, varios de los cuales presentaban un agujero; unos en la frente, otros en las sienes y algunos en la parte de la coronilla. El del centro tenía dos. Aquel procedimiento, según se explicaba en una tarjeta contigua, se conocía con el nombre de «trepanación». En el cartoncito también se indicaba que todos los orificios se habían practicado en vida de los individuos, ya que el hueso se había soldado y se habían alisado los bordes. Aquello no sucedía, en cambio, en uno de ellos: el agujero había sido provocado por una punta de lanza de bronce que permanecía incrustada en él, y tenía el perímetro picudo e irregular, de modo que la diferencia saltaba a la vista.

Aquélla era una práctica habitual de los tártaros del norte, Stanislaus Grumman se había hecho eso a sí mismo, según afirmaban los licenciados del Jordan que lo habían conocido. Lyra lanzó una rápida mirada en torno a sí y, al no ver a nadie, sacó el aletiómetro.

Concentrando toda la energía mental en el cráneo del centro, preguntó: «¿a qué clase de persona perteneció este cráneo, y por qué le practicaron estos agujeros?»

Absorta bajo el grueso haz de luz que descendía desde la elevada claraboya e iluminaba las motas de polvo, no reparó en que alguien la observaba.

En la galería de arriba, acodado en la barandilla de hierro con un sombrero panamá en la mano, un hombre de unos sesenta años y porte vigoroso, vestido con un traje de lino de elegante corte, la contemplaba. El cabello, pulcramente peinado hacia atrás, dejaba al descubierto una frente bronceada, apenas surcada de arrugas. Tenía los ojos grandes y oscuros, de largas pestañas y mirada intensa, y a cada minuto, por la comisura de la boca asomaba, oscura y afilada, la punta de la lengua, que con movimiento veloz recorría los labios para humedecerlos. El inmaculado pañuelo del bolsillo de la americana estaba perfumado con una colonia de aroma penetrante, semejante al de esas plantas de invernadero en el que se mezcla el olor putrefacto de las raíces.

Llevaba varios minutos pendiente de Lyra. Se había desplazado por la galería siguiendo el recorrido que ella efectuaba abajo y, cuando se detuvo junto a la vitrina de los cráneos, la observó con detenimiento, fijándose en todos los detalles: su pelo rebelde y desgreñado, el morado de la mejilla, la ropa nueva, el cuello arqueado sobre el aletiómetro, las piernas sin medias.

Extrajo el pañuelo perfumado del bolsillo para darse unos toques en la frente y luego se dirigió a la escalera.

Lyra, entretanto, continuaba concentrada, enterándose de cosas muy extrañas. Aquellos cráneos tenían una antigüedad inimaginable; en las cartulinas de la vitrina rezaba escuetamente «Edad de Bronce», pero el aletiómetro, que nunca mentía, aseguraba que el hombre a quien había pertenecido ese cráneo había vivido treinta y tres mil doscientos cincuenta y cuatro años antes de la fecha actual, que había sido brujo y que se había practicado el orificio para facilitar la entrada de los dioses en su cabeza. Y después, con la naturalidad con que a veces respondía a preguntas que Lyra no le había formulado, el aletiómetro añadió que había mucho más Polvo en torno a los cráneos trepanados que alrededor del que tenía la punta de flecha.

¿A cuento de qué venía aquello? Lyra se sustrajo al concentrado estado de calma que compartía con el aletiómetro y al tomar de nuevo conciencia del presente advirtió que no estaba sola. Frente a la vitrina contigua había un hombre mayor vestido con un traje claro, que desprendía un olor dulzón. Le recordaba a alguien, pero no acertaba a precisar a quién.

El desconocido se percató de que lo miraba y le dedicó una sonrisa.

—¿Estás mirando los cráneos trepanados? —inquirió—. Qué cosas más extrañas hace la gente, ¿eh?

—Mmm —murmuró ella impasible.

—¿Sabes que aún se practica la trepanación?

—Sí —respondió.

—Los hippies, ya sabes, gente de esa clase. Aunque tú eres demasiado pequeña para acordarte de los hippies. Aseguran que es más efectivo que tomar drogas.

Lyra, que había guardado el aletiómetro en la mochila, se preguntaba cómo podía escabullirse; todavía no le había planteado al aparato la pregunta principal, y ahora ese anciano se había empeñado en charlar con ella. Parecía agradable y había que reconocer que olía bien. Se había acercado más y, cuando se inclinó hacia la vitrina, le rozó la mano con los dedos.

—Es extraordinario, ¿verdad? Una operación sin anestesia, sin desinfectantes, efectuada seguramente con herramientas de piedra. Debieron de ser unos tipos fuertes, ¿no crees? Creo que no te había visto antes por aquí. Yo vengo a menudo. ¿Cómo te llamas?

—Lizzie —contestó con nerviosismo.

—Lizzie. Mucho gusto, Lizzie. Yo me llamo Charles. ¿Vas al colegio en Oxford?

—No —contestó tras vacilar un instante.

—¿De visita turística entonces? Pues has elegido un sitio fantástico. ¿Qué te interesa más del museo?

Aquel hombre la desconcertaba sobremanera. Por una parte se mostraba amable y educado, iba muy limpio y bien vestido; por otra, desde el interior del bolsillo Pantalaimon reclamaba su atención, rogándole que tuviera cuidado, porque también a él le invadía un atisbo de recuerdo. Además ella misma captaba no un olor, sino la idea de un olor, un hedor a excremento y podredumbre de origen impreciso que le evocaba el palacio de Iofur Raknison, donde el aire estaba perfumado sobre la gruesa capa de mugre del suelo.

—¿Qué me interesa? —repitió—. Oh, muchas cosas. Estos cráneos me han llamado la atención en cuanto los he visto. Resulta extraño que alguien se preste a que le hagan eso. Es horrible.

—Sí, a mí tampoco me gustaría, pero te garantizo que aún se practica. Si vienes conmigo, te presentaré a alguien que lo ha hecho —invitó el hombre con una actitud tan amable y servicial que Lyra se sintió tentada de aceptar.

Hasta que apareció, veloz como una serpiente, aquella afilada y oscura punta de la lengua para lamer los labios, y Lyra negó con la cabeza.

—Tengo que marcharme —afirmó—. Gracias de todas formas. He quedado con alguien… con un amigo —agregó—. Me alojo en su casa.

—Sí, claro —replicó con afabilidad el anciano—. Bueno, ha sido un placer hablar contigo. Adiós, Lizzie.

—Adiós.

—Ah… nunca se sabe… aquí tienes mi nombre y mi dirección —añadió, entregándole una tarjeta—, por si te interesa conocer más sobre esta clase de prácticas.

—Gracias —dijo educadamente Lyra.

Antes de alejarse la guardó en un bolsillo de la mochila. Mientras se encaminaba hacia la salida, notó que el hombre la seguía con la mirada.

Ya en el exterior se dirigió al parque, que ella conocía como un campo de críquet y otros deportes, y localizó un lugar tranquilo bajo unos árboles donde volvió a consultar el aletiómetro.

Esta vez preguntó dónde podía encontrar un licenciado experto en el Polvo. Obtuvo una respuesta muy simple: una sala concreta del alto edificio cuadrado que se alzaba a sus espaldas. La respuesta fue tan directa y rápida que Lyra tuvo la seguridad de que el aletiómetro añadiría algo más; comenzaba a advertir que tenía cambios de humor, como una persona, y a percibir cuándo quería proporcionarle más información.

No se equivocaba. El instrumento le indicó: «Debes dedicarte al chico. Tu misión consiste en ayudarlo a encontrar a su padre. Concéntrate en eso».

Lyra parpadeó asombrada. Will había aparecido como por ensalmo para ayudarla, no cabía duda. La idea de que ella había recorrido todo aquel camino para echarle una mano a él la dejó pasmada.

El aletiómetro aún no había terminado. La aguja volvió a agitarse y Lyra leyó: «No mientas al experto».

Envolvió el aletiómetro en el terciopelo y lo guardó en la mochila. Después se puso en pie, buscó con la mirada el edificio donde se hallaba el licenciado y, entre aprensiva y desafiante, se encaminó hacia él.

Will encontró sin problemas la biblioteca. El encargado, que en ningún momento sospechó que sus consultas no estuvieran destinadas a la realización de un trabajo de geografía, lo ayudó a buscar las copias encuadernadas del índice del Times del año de su nacimiento, el mismo en que había desaparecido su padre. Will se sentó para leerlo y halló, en efecto, varias referencias a John Parry, relacionadas con una expedición arqueológica.

Averiguó que cada mes estaba archivado en un microfilme distinto. Los colocó uno tras otro en el proyector y a medida que localizaba los diferentes artículos se detenía para leerlos con suma atención. El primero informaba de la partida de una expedición a las regiones más septentrionales de Alaska, patrocinada por el Instituto de Arqueología de la Universidad de Oxford, con el propósito de examinar un área donde confiaban en encontrar vestigios de primitivos asentamientos humanos. Acompañaba a los arqueólogos John Parry, antiguo miembro de la Marina Real y explorador profesional.

La segunda noticia, muy breve, estaba fechada seis semanas después y refería la llegada de la expedición a la base científica norteamericana de Noatak, Alaska.

La tercera anunciaba, dos meses más tarde, que no se había recibido respuesta a las señales enviadas desde la base, por lo que era muy probable que John Parry y sus acompañantes hubieran desaparecido.

Seguía una breve serie de artículos en que se describían los infructuosos intentos por localizarlos, los vuelos efectuados sobre el mar de Bering, la reacción del Instituto de Arqueología, entrevistas a los familiares…

El corazón comenzó a latirle deprisa cuando vio una foto de su madre con un bebé en brazos: él mismo. El periodista había redactado el típico artículo lacrimógeno sobre la angustiosa espera de la esposa, que decepcionó a Will por la escasa información que aportaba. Sólo en un breve párrafo se refería la brillante carrera de John Parry en la Marina Real, a que había renunciado para especializarse en la organización de expediciones geográficas y científicas.

En el índice no figuraban más referencias, de modo que Will abandonó frustrado el lector de microfilmes. Tenía que haber más datos en alguna otra parte, pero ¿dónde? Por otro lado, si se entretenía demasiado con esas indagaciones, le seguirían la pista…

—¿Conoce la dirección del Instituto de Arqueología, por favor? —preguntó al bibliotecario mientras le devolvía los microfilmes.

—Podría averiguarla… ¿En qué colegio estudias?

—En el St Peter’s —respondió.

—No es de Oxford, ¿verdad?

—No, es de Hampshire. El profesor ha encargado a mi clase realizar una especie de trabajo de campo de varios días. Se trata de desarrollar capacidades de investigación sobre el terreno…

—Ah, comprendo. ¿Qué me habías preguntado? Ah, sí, el Instituto de Arqueología… Aquí está.

Will anotó la dirección y el número de teléfono y, aprovechando que admitir que no conocía Oxford ya no despertaría sospechas, preguntó cómo se iba. No quedaba lejos. Después de dar las gracias al bibliotecario, se puso de nuevo en camino.

En el interior del edificio, al pie de las escaleras, Lyra encontró un amplio mostrador, tras el cual se hallaba apostado un bedel.

—¿Adónde vas? —preguntó éste.

Aquello le recordó a su mundo. Notó que Pan se revolvía de regocijo en el bolsillo.

—He de llevar un recado a una persona del segundo piso —respondió.

—¿A quién?

—Al doctor Lister —contestó.

—El doctor Lister está en la tercera planta. Puedes darme el mensaje a mí y yo se lo comunicaré.

—Ya, pero lo necesita ahora mismo. Acaba de pedirlo.

El hombre la observó con atención, pero carecía de la capacidad para desenmascarar la afabilidad y la docilidad que Lyra sabía fingir cuando le interesaba, de modo que al final asintió y volvió a enfrascarse en la lectura del periódico.

El aletiómetro no especificaba los nombres de las personas, como es natural. Había mencionado al doctor Lister porque había leído su nombre en el casillero que había detrás del bedel, consciente de que si uno se comporta como si conociera a alguien, es más probable que lo dejen entrar. En ciertos aspectos Lyra conocía el mundo de Will mejor que él mismo.

Ya en la segunda planta, se encontró en un pasillo con dos puertas, una que daba a una sala de conferencias vacía y otra a una sala más reducida donde dos licenciados discutían algo junto a una pizarra. Para Lyra, la desnudez y austeridad de aquellas dos salas y las paredes del corredor se relacionaban más con la pobreza que con el esplendor académico de Oxford. Sin embargo, las paredes de ladrillo estaban lisas y bien pintadas, las puertas eran de madera maciza y las barandillas de acero bruñido, todo lo cual exigía una buena cantidad de dinero. Aquél era otro de los aspectos que le causaban extrañeza de ese mundo.

No tardó en encontrar la puerta que le había indicado el aletiómetro. Un rótulo rezaba «Departamento de Investigación en Materia Oscura». Alguien había garabateado debajo «RIP» y otra persona había añadido a lápiz «Director: Lázaro».

Lyra no captó el significado de aquellas anotaciones. Llamó a la puerta y una voz femenina contestó:

—Adelante.

Era una habitación pequeña, abarrotada de inestables pilas de papeles y libros, con dos pizarras blancas en las paredes, cubiertas de números y ecuaciones. De la parte posterior de la puerta colgaba un dibujo que parecía chino. A través de otra puerta abierta Lyra vio otra estancia, donde había una especie de complicada maquinaria ambárica desconectada.

Lyra quedó un tanto sorprendida al descubrir que el experto que buscaba era una mujer. Con todo, el aletiómetro no había especificado que fuera un hombre, y a fin de cuentas aquél era un mundo extraño. La mujer estaba sentada frente a un artefacto con una pequeña pantalla de vidrio donde aparecían números y formas. Delante del monitor, en una bandeja de marfil sobresalían, cada una en un mugriento dado, todas las letras del alfabeto. La licenciada apretó uno de aquellos bloques y la pantalla quedó en blanco.

—¿Quién eres? —preguntó.

Lyra cerró la puerta. Recordando la advertencia del aletiómetro, se esforzó por no hacer lo que en otras circunstancias habría hecho, y respondió la verdad:

—Lyra Lenguadeplata. ¿Cómo se llama usted?

La mujer parpadeó. Tenía unos treinta y ocho años, calculó Lyra, alguno más que la señora Coulter quizás, el pelo negro, corto, y las mejillas sonrosadas. Llevaba una bata blanca sin abrochar, una camisa verde y aquellos pantalones de lona azul que usaba tanta gente en ese mundo.

La mujer se atusó el cabello antes de responder:

—Vaya, eres el segundo imprevisto que se me presenta hoy. Soy la doctora Mary Malone. ¿Qué quieres?

—Quiero que me hable del Polvo —contestó Lyra, después de mirar en torno a sí y cerciorarse de que estaban solas—. Sé que usted es una experta en el tema. Puedo demostrarlo, de modo que tendrá que hablar.

—¿El polvo? No sé a qué te refieres.

—Quizás usted lo llama de otra forma. Son partículas elementales. En mi mundo los eruditos las denominan «Partículas Rusakov», pero la palabra que más usan es Polvo. No resulta fácil detectarlas, pero se sabe que proceden del espacio y se prenden en las personas, aunque se fijan poco en los niños y más en los adultos. Hoy mismo he averiguado una cosa… En el museo de aquí al lado he visto unos cráneos antiguos con agujeros como los que hacen los tártaros. Pues bien, había mucho más polvo alrededor de ésos que de otro que tenía un orificio diferente. ¿Cuándo fue la Edad de Bronce?

—¿La Edad de Bronce? —repitió la mujer, que la miraba con los ojos como platos—. No estoy segura…, hará unos cinco mil años.

—Pues entonces los datos de esa cartulina están equivocados, porque ese cráneo con los dos agujeros tiene treinta y tres mil años de antigüedad.

Se interrumpió al advertir que la doctora Malone parecía a punto de desmayarse. Con el rostro demudado, se llevó una mano al pecho mientras con la otra se aferraba al brazo de la silla.

Lyra aguardó, desconcertada, a que se recuperara, negándose a desistir.

—¿Quién eres? —inquirió por fin la mujer.

—Lyra Lengua…

—No, ¿de dónde eres? ¿Qué eres? ¿Cómo sabes todo eso?

Lyra exhaló un suspiro de fastidio; había olvidado cuán tortuosos se mostraban en ocasiones los licenciados. Les costaba asimilar la verdad, mientras que con una mentira entendían la cuestión con mayor rapidez.

—Soy de otro mundo —explicó—, donde existe un Oxford como éste, aunque diferente, y…

—Espera, espera. ¿De dónde eres?

—De otro sitio —respondió Lyra con más cautela—. No soy de aquí.

—Ah, de otro sitio —repitió la mujer—. Comprendo. Bueno, ya me lo parece.

—Y necesito aprender cosas sobre el Polvo —continuó Lyra—, porque las gentes de la Iglesia de mi mundo tienen miedo del Polvo pues creen que es el pecado original. Por eso es muy importante. Y mi padre… No —exclamó con vehemencia, e incluso dio un taconazo en el suelo—; no quiero hablar de eso. Estoy exponiéndolo mal.

—Oh, cálmate, cariño —la tranquilizó la doctora Malone, reparando en la expresión de desesperación, los puños crispados y los morados de la mejilla y la pierna. Hizo una pausa y se frotó los ojos, enrojecidos de cansancio—. No sé por qué te escucho —prosiguió—. Debo de estar loca. El caso es que éste es el único lugar del mundo donde podrías obtener la respuesta que buscas, y resulta que están a punto de cerrar el departamento… Ese Polvo de que hablas parece muy similar a algo que llevamos cierto tiempo investigando, y al oír lo de los cráneos del museo me ha dado un vuelco el corazón, porque… Oh, no, esto es increíble. Estoy demasiado cansada. No se trata de que no quiera escucharte, créeme, pero ahora no es el momento. ¿Te he comentado que piensan suspender el proyecto? Dispongo de una semana para presentar una propuesta al comité de recursos, pero no tenemos ni la más remota posibilidad…

Interrumpió su explicación con un sonoro bostezo.

—¿Cuál ha sido el primer imprevisto que le ha surgido hoy? —preguntó Lyra.

—Ah, sí. Alguien en quien confiaba para respaldar nuestra solicitud de recursos ha retirado su apoyo. De todas formas, no debía de ser tan imprevisto como me ha parecido.

Volvió a bostezar.

—Voy a preparar café —anunció la doctora—, o de lo contrario me quedaré dormida. ¿Tomarás tú también?

Puso agua a calentar y mientras vertía el café instantáneo en dos tazas, Lyra se entretuvo mirando el dibujo chino de la puerta.

—¿Qué es eso? —inquirió.

—Es chino. Los símbolos del I Ching. ¿Sabes qué es? ¿Existe eso en tu mundo?

Lyra la miró con suspicacia, temiendo que la pregunta encerrase cierta ironía.

—Algunas cosas son iguales y otras diferentes, así de simple. Yo no conozco todo lo que hay en mi mundo. Tal vez también existe ese Ching allí.

—Perdona —se disculpó la doctora Malone—. Sí, quizá sí.

—¿Qué es la materia oscura? —preguntó Lyra—. Eso pone en el letrero, ¿no?

La doctora Malone volvió a sentarse y apartó con el pie una silla para Lyra.

—La materia oscura es lo que investiga mi equipo —explicó—. Nadie sabe qué es. En el universo hay muchas más cosas de las que somos capaces de percibir, ahí está la cuestión. Vemos las estrellas, las galaxias y los objetos brillantes, pero para que todo se mantenga en su sitio y no se disgregue es preciso que exista algo más… algo que haga funcionar la gravedad, ¿lo entiendes? Sin embargo, nadie ha conseguido detectarlo. Por eso se ponen en marcha muchos proyectos de investigación que tratan de averiguar qué es, y el nuestro es uno de ellos.

Lyra escuchaba con interés. Por fin la doctora comenzaba a hablar en serio.

—¿Y usted qué cree que es? —preguntó.

—Bueno, nosotros creemos… —Hizo una breve pausa para verter el agua hirviendo en las tazas y prosiguió—: Nosotros creemos que se trata de una especie de partícula elemental, algo muy distinto de cuanto se ha descubierto hasta ahora. No obstante son muy difíciles de detectar… ¿A qué colegio vas? ¿Estudias física?

Lyra notó que Pantalaimon le pellizcaba la mano en señal de advertencia. Estaba muy bien que el aletiómetro le hubiera aconsejado que dijera la verdad, pero ella sabía qué ocurriría si se mantenía fiel a la verdad. Así pues, debía andarse con tiento y evitar sólo decir mentiras directas.

—Sí —respondió—, sé algo de física. Pero nada de la materia oscura.

—Pues bien, nosotros intentamos localizar esos elementos casi indetectables entre el ruido que producen las otras partículas al colisionar en el ambiente. Normalmente se colocan detectores a cientos de metros de profundidad bajo el suelo, pero nosotros hemos decidido disponer un campo electromagnético en torno al detector, que intercepta lo que no nos conviene y deja pasar lo que nos interesa. Después amplificamos la señal y la canalizamos por medio de un ordenador.

Tendió una taza de café a Lyra. Si bien no había leche ni azúcar, en un cajón encontró un par de galletas de jengibre, y Lyra comió una con avidez.

—Hemos identificado una partícula que encaja —continuó la doctora Malone—, o al menos eso creemos. Pero es tan extraño… No sé por qué te cuento esto. No debería. Aún no está publicado, no hay atribución de autoría y ni siquiera se ha redactado nada. Estoy algo trastornada esta tarde.

»Bien… —Dejó escapar un bostezo tan prolongado que Lyra pensó que no acabaría nunca—. Nuestras partículas son extraños diablillos, ya lo creo. Nosotros las llamamos partículas de sombra, Sombras… ¿Sabes qué me dejó pasmada hace un momento? Que mencionaras los cráneos del museo. Resulta que un miembro de nuestros equipo es aficionado a la arqueología, y un día descubrió algo a lo que no dábamos crédito. Sin embargo, no podíamos dejar de tomarlo en consideración, puesto que cuadraba con nuestra observación más descabellada sobre las Sombras. ¿Y sabes cuál es? Pues que tienen conciencia. Las Sombras son partículas de conciencia. ¿Has oído un disparate mayor que ése? No me extraña que no nos renueven la beca.

Tomó un sorbo de café. Lyra se embebía de sus explicaciones como una planta de desierto en un aguacero.

—Sí —prosiguió la doctora Malone—, saben que estamos aquí, y nos responden. Y lo más descabellado de todo es que resulta imposible verlas a menos que uno espere hacerlo, o sea, a menos que sitúe la mente en un determinado estado. Hay que mantenerse confiado y relajado a la vez. Hay que ser capaz de… ¿Dónde está esa cita…?

Revolvió entre el desorden de papeles de su escritorio hasta encontrar uno con varias líneas escritas con bolígrafo verde, y empezó a leer:

—«… capaz de convivir con incertidumbres, misterios y dudas sin pretender asir con gesto irritable los hechos indiscutibles y la razón…» Hay que adoptar ese estado mental. La cita es del poeta Keats, por cierto. La encontré el otro día. Pues bien, una vez asumido el estado mental adecuado, cuando se mira la Cueva…

—¿La cueva? —inquirió Lyra.

—Ay, perdona. El ordenador. Lo llamamos la Cueva, por lo de las sombras en las paredes de la Cueva de Platón. Otra ocurrencia de nuestro arqueólogo, un intelectual muy industrioso. Por desgracia ha marchado a Ginebra para una entrevista de trabajo, y dudo de que regrese… ¿Por dónde iba? Ah, sí, la Cueva. Cuando uno está conectado a ella, si piensa algo, las Sombras le responden. No hay ninguna duda al respecto. Las Sombras acuden al pensamiento como una bandada de pájaros…

—¿Y lo de los cráneos?

—A eso iba. Un día Oliver Payne, el colega de quien te hablaba, mientras realizaba unas pruebas con la Cueva, observó algo rarísimo que para un físico carecía de sentido. Probó con un trozo de marfil, un minúsculo pedazo, y no encontró Sombras en él. No obtuvo reacción. Sí la consiguió en cambio con una pieza de ajedrez de marfil; tampoco la logró con una voluminosa astilla de un tablón, pero sí con una regla de madera. Y una figurilla de madera tenía más… Hablo de partículas elementales, fíjate bien, de unos fragmentos infinitesimales de algo que a duras penas existe, y resulta que sabían qué eran esos objetos. Todo cuanto guardaba relación con el trabajo y el pensamiento humano estaba rodeado de Sombras…

»Luego Oliver, el doctor Payne, consiguió gracias a un amigo suyo del museo unos cráneos fósiles que probó para determinar hasta dónde se remontaba el efecto en el pasado. Descubrió que el límite se situaba en unos treinta o cuarenta mil años de antigüedad. Antes de ese período, no había Sombras, y a partir de él éstas abundaban. Lo más extraordinario es que ésa es, al parecer, la época en que aparecieron los primeros especímenes de hombres modernos. Ya sabes a qué me refiero, a nuestros primitivos antepasados, iguales en rasgos generales a nosotros…

—Es el Polvo —afirmó con autoridad Lyra.

—Pero comprenderás que nadie incluiría esa clase de datos en una solicitud de recursos si quiere que le tomen en serio. No tiene ni pies ni cabeza. No puede existir. Es imposible, y si no imposible, es irrelevante, y si no, resulta turbador.

—Quiero ver la Cueva —pidió Lyra poniéndose en pie.

La doctora Malone se mesó el cabello y luchó contra el cansancio pestañeando repetidas veces.

—Bueno, no veo por qué no —aceptó—. A fin de cuentas, quizá mañana ya no tendremos la Cueva. sígueme.

Acompañó a Lyra a la otra habitación, más amplia y atestada de aparatos electrónicos.

—Aquí lo tienes. Allí —dijo, señalando una pantalla que despedía un uniforme resplandor gris— está el detector, detrás de todos esos cables. Para ver las Sombras hay que conectarse unos electrodos, como los que se usan para medir las ondas cerebrales.

—Quiero probarlo —declaró Lyra.

—No verás nada. Además yo estoy rendida, y es demasiado complicado.

—¡Por favor! ¡Sé lo que hago!

—¿Ah, sí? Ojalá pudiera decir yo lo mismo. Por el amor de Dios, no y no. Éste es un experimento científico caro y difícil. No puedes irrumpir aquí con la pretensión de manipularlo como si tal cosa, como si de una máquina del millón se tratara… Además, ¿de dónde has salido tú? ¿No deberías estar en el colegio? ¿Cómo has llegado aquí?

La mujer volvió a frotarse los ojos, como si acabara de despertar.

Lyra temblaba. Di la verdad, pensó.

—Me he orientado con esto —admitió al tiempo que sacaba el aletiómetro de la mochila.

—¿Qué demonios es esto? ¿Una brújula?

Lyra lo tendió a la doctora Malone, que abrió mucho los ojos al notar su peso.

—Válgame el cielo, si es de oro. ¿De dónde has…?

—Creo que funciona como su Cueva y quiero comprobarlo. Si consigo responder correctamente a una pregunta —propuso Lyra a la desesperada—, a algo que usted sepa y yo no, ¿podré probar la Cueva?

—¿Qué? ¿Vamos a jugar a las artes adivinatorias ahora? ¿Qué es esto?

—¡Por favor! ¡Hágame una pregunta!

—Bueno —concedió la doctora Malone encogiéndose de hombros—. Dime… Dime a qué me dedicaba yo antes de trabajar aquí.

Lyra tomó con impaciencia el aletiómetro. En su mente se precisaron los dibujos idóneos antes incluso de que las manecillas apuntaran hacia ellos, y observó cómo se movía la aguja larga, ansiosa por responder. Cuando comenzó a girar la siguió con la mirada, calculando, adentrándose en las largas cadenas de significados hasta llegar al nivel donde se encontraba la verdad.

A continuación parpadeó y salió con un suspiro de aquel momentáneo trance.

—Era monja —dictaminó—. No era fácil adivinarlo, porque por lo general las monjas se quedan para siempre en sus conventos. Sin embargo usted dejó de creer en las cosas de la iglesia y la dejaron marchar. En esto mi mundo no se parece en absoluto a éste.

La doctora Malone tomó asiento en la única silla disponible, con la mirada extraviada.

—Es verdad, ¿no? —añadió Lyra.

—Sí. Y lo has descubierto gracias a ese…

—Mi aletiómetro. Funciona con Polvo, me parece. He venido hasta aquí para averiguar más cosas sobre el Polvo, y el aletiómetro me indicó que me entrevistara con usted, por lo que deduje que su materia oscura ha de ser lo mismo. ¿Me permite probar ahora la Cueva?

La doctora Malone meneó la cabeza, no para negar, sino en señal de impotencia.

—Muy bien. Debo de estar soñando. Qué importa ya… que siga el sueño.

Acto seguido giró con la silla y accionó varios interruptores, que produjeron un ronroneo eléctrico que se mezclaba con el sonido de un ventilador de ordenador; Lyra ahogó un grito al oírlo. Era el mismo ruido que había oído en aquella espantosa y reluciente cámara de Bolvangar, donde la guillotina de plata había estado a punto de cercenarle a Pantalaimon. Notó que el daimonion se estremecía en el bolsillo y lo acarició para tranquilizarlo.

La doctora Malone no se percató de nada, ocupada como estaba ajustando los interruptores y pulsando las letras de otra bandeja de marfil. La pantalla cambió de color y en ella aparecieron unas pequeñas letras y números.

—Ahora siéntate —indicó, cediendo la silla a Lyra. Después abrió un pequeño tarro y añadió—: He de aplicarte un poco de gel en la piel para facilitar el contacto eléctrico. Se elimina sin problema con jabón. No te muevas.

La doctora Malone tomó seis cables acabados en unas almohadillas planas, que adhirió a diversos lugares de la cabeza de Lyra. Ésta permanecía muy quieta, aunque respiraba de forma entrecortada y el corazón le latía con fuerza.

—Bien, ya estás conectada —anunció la doctora Malone—. La habitación está llena de Sombras; el universo está lleno de Sombras, para ser más exactos, pero la única manera de verlas consiste en dejar la mente en blanco mientras se mira la pantalla. Adelante, es toda tuya.

Lyra centró la vista en el oscuro recuadro de cristal y sólo atisbó el tenue reflejo de su cara. A modo de prueba actuó como si leyera el aletiómetro e imaginó que inquiría: «¿Qué sabe esta mujer del Polvo? ¿Qué preguntas plantea ella?»

Mentalmente movió las manecillas del aletiómetro por el disco y de pronto se produjo un parpadeo en la pantalla. El asombro le hizo perder la concentración y el momentáneo resplandor se apagó. Lyra no advirtió el brinco de excitación que dio la doctora Malone, pues con concienzudo tesón comenzó a concentrarse de nuevo.

Esta vez la respuesta fue casi inmediata. En la pantalla aparecieron unos rosarios de luces danzantes, idénticas a las radiantes cortinas de la aurora boreal. Adoptaban formas que duraban unos minutos antes de desintegrarse y congregarse con diferentes contornos y colorido; oscilaban y serpenteaban, se separaban, estallaban en lluvias de fulgor que de repente viraban a uno u otro lado, como una bandada de aves que cambia de rumbo en el cielo. Mientras miraba, Lyra notó que se estremecía al aproximarse a la comprensión, la misma sensación que había experimentado cuando comenzaba a leer el aletiómetro.

Formuló otra pregunta: «¿Es esto el Polvo? Lo que forma estos dibujos ¿es lo mismo que lo que mueve la aguja del aletiómetro?»

La respuesta se presentó en forma de más ondulaciones y remolinos de luz. Lyra la interpretó como una afirmación. Entonces se le ocurrió algo y, al volverse hacia la doctora Malone para comentárselo, la vio boquiabierta, con las manos en la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Las luces se desvanecieron en la pantalla, y la doctora Malone parpadeó de nuevo.

—¿Qué pasa? —repitió Lyra.

—Ah… acabas de producir el mejor espectáculo que he visto jamás —explicó la doctora Malone—. ¿Qué has hecho? ¿Qué pensabas?

—Creía que a usted le respondía con más claridad —replicó Lyra.

—¿Con más claridad? ¡Nunca había aparecido nada tan claro como esta vez!

—¿Qué significa? ¿Sabe usted leerlo?

—Hombre, no se lee como un mensaje —contestó la doctora Malone—. No funciona así. Las Sombras reaccionan ante la atención que se les presta. Se trata de un descubrimiento revolucionario; nuestra conciencia provoca su reacción, ¿lo comprendes?

—No; no me refería a eso —precisó Lyra—. Lo que quiero decir es que, aparte de esos colores y esas formas, las Sombras podrían mostrar otros contornos, los que quisieran. Incluso podrían trazar dibujos. Mire.

Se volvió hacia el monitor y se concentró de nuevo, actuando como si la pantalla fuera el aletiómetro, con sus treinta y seis símbolos dispuestos en torno al borde. Los conocía tan bien que sus dedos se desplazaban de modo automático en su regazo, acompasados al movimiento imaginario que imprimía a las manecillas para encararlas a la vela (comprensión), el alfa y el omega (lenguaje) y la hormiga (diligencia), que juntos componían la pregunta: «¿qué debería hacer esta gente para entender el lenguaje de las Sombras?»

La pantalla respondió a la velocidad del pensamiento, y del amasijo de líneas y fogonazos surgieron con diáfana claridad una serie de dibujos: el compás, el alfa y el omega, el relámpago, el ángel. Cada uno de ellos cobró forma varias veces, de manera intermitente, y luego aparecieron otros tres: el camello, el jardín y la luna.

Lyra comprendió al instante su significado y desenfocó la mente para explicarlo. En aquella ocasión, al volverse, advirtió que la doctora Malone había palidecido y se aferraba con la mano al borde de la mesa, al tiempo que apoyaba la espalda contra el respaldo de la silla.

—Lo que dice… —habló Lyra—. Se expresa en mi lenguaje, ¿ve?, el lenguaje de los dibujos, como el aletiómetro. Pues dice que también podría utilizar la lengua normal, con palabras, si lo prepararan para ello, aunque se necesitarían meticulosos cálculos numéricos… eso da a entender el compás… y el relámpago significa que se precisa mayor potencia ambárica, eléctrica quiero decir. Y el ángel… simboliza mensajes; tiene cosas que decir. Sin embargo cuando entró en esa parte… Se refería a Asia, cerca del Extremo Oriente. No sé qué país podría ser… China, quizá… Pues bien, en ese país conocen una manera de hablar con el Polvo, digo con las Sombras, igual que la que usted tiene aquí y yo con el… con los dibujos, con la diferencia de que ellos usan palillos. Creo que aludía a ese dibujo de la puerta, pero no he acabado de entenderlo. La primera vez que lo vi me pareció que había algo importante en él, pero no sabía qué. La conclusión es que deben de existir muchas maneras de hablar con las Sombras.

—El I Ching —repuso con perplejidad, la doctora Malone—. Sí, es una forma china de adivinación, de decir la buenaventura, de hecho… Y sí, utilizan palillos. Ese cartel es meramente decorativo —señaló, como si pretendiera dar a entender a Lyra que en el fondo no creía en él—. ¿Insinúas que cuando la gente consulta el I Ching establece contacto con las partículas Sombras? ¿Con la materia oscura?

—Sí —corroboró Lyra—. Como he mencionado, existen diversas maneras. Yo no me había dado cuenta hasta ahora. Pensaba que sólo había una.

—Esos dibujos de la pantalla… —comenzó a decir la doctora Malone.

Lyra notó un esbozo de pensamiento y se volvió de nuevo hacia la pantalla. Apenas había empezado a formular una pregunta cuando aparecieron otros dibujos en sucesión tan vertiginosa que a la doctora Malone le costó seguirla; Lyra en cambio entendió muy bien su significado.

—Afirma que usted también es importante —comunicó a la investigadora—, que tiene una función importante que cumplir. Ignoro de qué se trata, pero no lo diría si no fuera cierto. Opino que debería prepararlo para que usara palabras, y así comprenderíamos qué dice.

Tras un breve silencio, la doctora Malone preguntó:

—¿De dónde has salido tú?

Lyra torció el gesto. Cayó en la cuenta de que la doctora Malone, que hasta entonces había actuado condicionada por el agotamiento y la desesperación, en otras circunstancias jamás habría enseñado su trabajo a una niña desconocida surgida de no se sabía dónde, y que comenzaba a arrepentirse. Ella, sin embargo, no debía faltar a la verdad.

—He venido de otro mundo —respondió—. Es cierto. Pasé del mío a éste. Estaba… Tenía que escapar, porque unas personas de mi mundo me perseguían para matarme. Y el aletiómetro proviene… del mismo sitio. Me lo entregó el rector del Jordan College, que existe en mi Oxford, pero aquí no. Lo he comprobado. Yo aprendí sola a interpretar el aletiómetro, a dejar la mente en blanco para entender sus mensajes. Es como eso que ha leído usted de las dudas y los misterios. Pues bien, cuando he mirado en la Cueva he procedido de la misma manera, y funciona igual, de modo que mi Polvo y sus Sombras son lo mismo. Así pues…

La doctora Malone estaba ya totalmente despejada. Lyra tomó el aletiómetro y, con gesto protector, lo envolvió en el terciopelo antes de guardarlo en la mochila.

—Así pues —prosiguió—, si usted quiere, podría modificar esa pantalla para que se comunicara con palabras. Entonces hablaría con las Sombras como yo con el aletiómetro. En todo caso, me propongo averiguar por qué la gente de mi mundo odia el Polvo, las Sombras, quiero decir, o la materia oscura. Quieren destruirla porque creen que es mala. En cambio yo opino que la maldad se manifiesta en sus actos. Yo los he visto actuar. Entonces ¿cómo son las Sombras? ¿Son buenas o malas?

La doctora Malone se frotó las mejillas, con lo que acentuó aún más su rubor.

—Todo esto resulta muy desconcertante —declaró—. ¿Sabes cuánto perturba la mera mención del bien y el mal en un laboratorio científico? ¿Tienes idea? Una de las razones que me impulsaron a escoger esta profesión era que no necesitaba plantearme esa clase de cuestiones.

—Pues debería pensar en ellas —replicó Lyra con severidad—. No puede investigar las Sombras, el Polvo, o lo que sea, sin considerar esas cuestiones, el bien y el mal y todo eso. Recuerde que además ha dicho que tenía que hacerlo. No puede negarse. ¿Cuándo piensan cerrar esta sección?

—El comité de recursos tomará una decisión a finales de la semana… ¿Por qué?

—Porque entonces dispone de esta noche para preparar esta máquina de forma que se exprese mediante palabras, en lugar de con los dibujos que me han salido a mí. No le costará mucho. Así podría enseñar lo que ha descubierto al comité y le concederán el dinero para continuar con su proyecto. También averiguaría todo acerca del Polvo, o de las Sombras, y me lo comunicaría. Es que —añadió con cierta altanería, como una duquesa que describiera a una criada que no acaba de satisfacerla— el aletiómetro no explica exactamente lo que yo necesito saber. En cambio usted podría descubrirlo y contármelo. O si no podría probar con eso del Ching, con los palillos, aunque resulta más fácil trabajar con los dibujos, o al menos eso creo yo. Ahora me quitaré esto —agregó antes de retirarse los electrodos de la cabeza.

La doctora Malone le tendió un pañuelo de papel para que se limpiara el gel y enrolló los cables.

—¿Te marchas? —preguntó—. Lo cierto es que he pasado contigo una hora muy extraña.

—¿La preparará para que se exprese con palabras? —insistió Lyra mientras cogía la mochila.

—Me temo que será tan útil como rellenar la solicitud de recursos —objetó la doctora Malone—. No, escucha. Me gustaría que volviera mañana. ¿Podrás venir, a la misma hora, más o menos? Desearía que realizaras una demostración a otra persona.

Lyra entornó los ojos con suspicacia. ¿Sería una trampa?

—De acuerdo —aceptó—. Pero no olvide que necesito averiguar ciertas cosas.

—Sí, claro. Entonces ¿vendrás?

—Sí —confirmó Lyra—. Si digo que vendré es que vendré. Creo que podré ayudarla.

Luego se marchó. Detrás del mostrador, el bedel levantó la mirada y enseguida volvió a enfrascarse en la lectura del periódico.

—Las excavaciones de Nuniatak —dijo el arqueólogo, volviéndose en su silla giratoria—. Eres la segunda persona que me pregunta por ellas en un mes.

—¿Quién fue la otra? —preguntó Will, en guardia de inmediato.

—Creo que era un periodista, no estoy seguro.

—¿Para qué quería la información? —inquirió.

—Tenía que ver con uno de los hombres que desaparecieron en ese viaje. Cuando se perdió el rastro de la expedición corrían los años álgidos de la guerra fría, concretamente de lo que se llamó la Guerra de las Galaxias. Tú eres demasiado joven para acordarte. Los estadounidenses y los rusos construían enormes instalaciones con radares en el Ártico… Y volviendo al presente, ¿en qué puedo ayudarte?

—Yo —respondió Will, tratando de conservar la calma— sólo quería enterarme de qué le sucedió a esa expedición. Mientras elaboraba un trabajo para el colegio sobre los pueblos prehistóricos, leí algo sobre esa expedición desaparecida, y me picó la curiosidad.

—Pues como ves no eres el único. Se armó un gran revuelo en su momento. Consulté los datos para ese periodista. Se trataba de una prospección preliminar, no una excavación en regla, ya que ésta no se inicia hasta saber si merece la pena invertir tanto tiempo en un lugar. Así pues, ese grupo debía examinar diversos emplazamientos para presentar un informe. Lo componían seis individuos en total. A veces en una expedición como ésa participan personas de varias disciplinas, ya sabes, geólogos u otros especialistas, para compartir gastos y cada cual investiga sobre su materia. En este caso había un físico en el equipo; creo que estudiaba partículas atmosféricas de alto nivel. La aurora boreal, ya sabes, esas luces del norte. Llevaba globos aerostáticos con radiotransmisores, según parece.

»También formaba parte del grupo un antiguo marine, una especie de explorador profesional, ya que se dirigían a un territorio prácticamente virgen, y los osos polares siempre suponen peligro en la zona del Ártico. Los arqueólogos entienden de ciertos temas, pero no están entrenados para disparar, y en general resulta muy útil disponer de alguien que además sabe navegar, organizar campamentos y actividades de que depende la supervivencia.

»Sin embargo, todos desaparecieron. Mantenían contacto por radio con una base científica local, pero un buen día la señal no llegó y no volvió a oírse más. Se había levantado una ventisca, pero eso no tiene nada de particular allí. La expedición de rescate localizó su último campamento, casi intacto, aunque los osos se habían comido las provisiones, pero no encontraron ni rastro de los expedicionarios.

»Eso es todo cuanto puedo explicarte; lo siento.

—Sí —dijo Will—. Gracias. Hum… ese periodista —añadió desde la puerta—, se interesaba por uno de ellos, según me ha comentado. ¿Cuál era?

—El explorador. Un hombre apellidado Parry.

—¿Qué aspecto tenía? El periodista, me refiero.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por… —A Will no se le ocurrió ningún motivo creíble—. Por nada. Simple curiosidad.

—Según recuerdo, era alto y rubio, con el pelo muy claro.

—Ah, gracias —dijo Will, volviéndose para marcharse.

El hombre lo observó alejarse con el entrecejo levemente fruncido. Will vio que descolgaba el teléfono del auricular y se apresuró a salir del edificio.

Advirtió que temblaba. El supuesto periodista era uno de los individuos que habían entrado en su casa; un hombre alto, tan rubio que no se le distinguían las cejas ni las pestañas. No era el que Will había hecho caer por las escaleras, sino el que había aparecido en la sala de estar mientras él sorteaba de un salto el cuerpo tendido de su compañero.

No era periodista, de eso no cabía duda.

Había un gran museo en las proximidades. Will entró en él y, asiendo el bloc como si estuviera trabajando, se sentó en una sala llena de cuadros. Sufría intensos temblores y náuseas, acuciado por la certidumbre de que había matado a un hombre, de que era un asesino. Hasta aquel momento había alejado de sí tal pensamiento, pero ya no podía seguir ignorándolo. Había arrebatado la vida a aquel hombre.

Permaneció sentado media hora, la peor de su vida tal vez. La gente iba y venía, mirando los cuadros, hablando en voz baja, sin prestarle atención; un empleado del museo estuvo apostado junto a la puerta varios minutos, con las manos en la espalda, y luego se alejó despacio. Entretanto Will forcejeaba con el horror de lo que había hecho, sin mover un músculo.

Poco a poco recobró la calma. Él trataba de defender a su madre, a quien habían atemorizado; en su estado, aquello equivalía a un acoso. Él tenía derecho a proteger su hogar. Sin duda su padre así lo habría deseado. Lo había hecho porque era lo más apropiado; para impedir que robaran el estuche de cuero verde, con la intención de encontrar a su padre; ¿acaso no tenía derecho a ello? A su memoria acudieron todos sus juegos infantiles, en que su padre y él se rescataban mutuamente de aludes o asaltos de piratas. Pues bien, ahora se trataba de algo real.

Te encontraré, prometió para sí. Ayúdame y te encontraré. Cuidaremos de mamá los dos y todo saldrá bien…

Después de todo, ahora disponía de un sitio donde esconderse, un lugar tan seguro que nadie lo descubriría jamás. Y los papeles del estuche, que aún no había tenido tiempo de leer, se hallaban a buen recaudo, debajo del colchón de Cittàgazze.

Finalmente reparó en que la gente avanzaba de forma más resuelta, en una misma dirección. Se dirigían hacia la salida, porque el vigilante avisaba de que las puertas del museo se cerrarían dentro de diez minutos. Más animado, Will se marchó. Se encaminó hacia High Street, donde se encontraba el despacho del abogado, y se detuvo delante dudando si subir a verlo, pese a lo que le había dicho por teléfono. De hecho aquel hombre le había causado buena impresión…

Cuando ya se disponía a cruzar la calle para visitarle, se paró en seco.

El tipo alto de cejas muy rubias se apeaba de un coche.

Will se volvió en el acto y miró el escaparate de la joyería que había al lado. Reflejado en el cristal vio al hombre, que, tras echar un vistazo alrededor y ajustarse el nudo de la corbata, entró en el despacho del abogado. En cuanto hubo desaparecido, Will se alejó mientras el corazón le palpitaba deprisa. Convencido de que no existía ningún lugar seguro, caminó hacia la biblioteca universitaria con la intención de esperar a Lyra.