VI
León regresó a pie y decidió parar en un bar antes de llegar a casa. La música estaba alta y era molesta. Pidió una cerveza y se sentó en la barra.
—La barra es para pedir —dijo el camarero.
Cogió su cerveza y se sentó en una mesa. Cerca, encontró un grupo de chicas que hablaban de sus cosas. Bebían cerveza con sirope y absorbían por una pajita. León se preguntó que qué forma era esa de beber una cerveza. Pero quién era él para juzgar a nadie. En el bar no había periódico para leer ni televisión. Se encontraba solo y un poco perdido. El bar era un lugar de paso como las estaciones de tren o de autobús. El bar como un hostal de mediodía, donde uno espera, piensa o busca compañía.
Miró a las chicas y continuó en sus cavilaciones. Cómo se había complicado tanto su vida en apenas un mes. Había experimentado algo que muy pocos hacían, y puede que por eso le resultara tan excitante: los labios de una adolescente, vivos, con ganas de lanzarse al vacío. Un corazón sin cicatrices, pidiendo a gritos una dosis de amor, heridas, un puño que lo apretara hasta ahogarlo.
León pensó que el mundo sería un lugar lleno de malnacidos si cualquier depravado se aprovechara de la pureza juvenil. Se encontró interrogándose a sí mismo, y continuó con discursos de amor por su pequeña Melibea de origen polaco, poniéndolo en un puente de mareas, de caminos inconexos, vigilia y paracetamol. Solitario y meditabundo a medida que la cerveza rebajaba la espuma, inundaba su garganta y se acercaba al culo del vaso.
De repente, alguien puso otras dos cervezas frescas y espumosas sobre la mesa. León giró su rostro, saliendo de la nebulosa.
—Supe que te encontraría en un bar.
León se incorporó, era Mateusz.
—¿Me estás siguiendo?
—Spokojnie… —dijo—. Solo busco compañía, he discutido en casa.
—No es buen día para nadie —dijo León.
—¿Qué haces ya borracho?
—No estoy borracho —dijo León con la lengua enroscada.
—Sí —contestó Mateusz con una sonrisa—. ¿Quién te quita el sueño?
León miró al frente y sus ojos se enturbiaron.
—¿Qué harías si supieras que no estás haciendo lo correcto?
—Dios… —dijo Mateusz—. He llegado en un mal momento, ¿verdad?
—Hablo desde el corazón, joder —reprochó León—. No sé qué estoy haciendo con mi vida.
—Es esa joven, ¿verdad? —Preguntó Mateusz.
—¿Quién?
—Zofia.
—¿Sabes su nombre?
—No eres su único profesor —justificó—. Déjate de mierdas, León. Son menores de edad.
—No he hecho nada malo —dijo León.
—Todavía —contestó Mateusz—. Estás buscando problemas innecesarios…
—¿De qué estás hablando ahora?
—¿Qué pasó con esa novia tuya?
—¿Paulina?
—Sí.
—No he vuelto a verla.
—Piensas en ella —preguntó el polaco—. ¿Verdad?
—¿Bromeas? —dijo León.
—¿Por qué lo dejasteis?
—Me dejó ella… No era lo suficiente hombre… —explicó. Mateusz rio—: ¿De qué te ríes, imbécil?
—Nunca me han dejado.
—¿Qué te hace gracia? —preguntó.
—Te diste por vencido muy rápido, idiota… —explicó—. Estoy seguro que esperaba que lo intentaras una vez más… Siempre, una vez más.
—Eso es una gilipollez —contestó León—. Tengo que aceptarlo, y punto.
—¿Y lo has hecho? —preguntó Mateusz y dio un trago de cerveza.
—¿Cómo sé qué responder a eso?
—Sencillo —dijo el polaco muy serio—. Mañana aparece tu chica en la puerta de tu apartamento… ¿Qué haces?
—Eso nunca pasará —dijo León borracho y adormilado—. Tendría que ocurrir un milagro.
—Todo es posible en este mundo.
El frío del otoño se aproximó a la ciudad, endureciendo más y más la hojarasca de los parques, obligando a los ciudadanos a sacar los abrigos del armario. Tras el encuentro con Mateusz, ninguno de los dos volvió a hablar del tema. Tan solo una muesca en sus caras mostraba públicamente la resaca que llevaron el día después. Las palabras de su compañero polaco le hicieron reflexionar. La distancia entre Zofia y León durante las clases, intentando pasar desapercibida, ayudó a que él se centrara en sus asuntos, como por ejemplo, la propuesta editorial. Había recibido la aprobación de su agente literario y se iban a reunir en Varsovia para firmar el primer contrato editorial. Al parecer, una casa editorial de renombre, se había interesado en la historia que León había escrito durante sus días en la capital polaca. Era una novela de aventuras que dejaba atrás los clichés de las guerras, el antisemitismo, buscando una imagen actual de la sociedad. No era más que una historia de amor ambientada en una Varsovia moderna, pero lo suficientemente fresca para hacer brecha entre los sombríos títulos que encabezaban las listas de más vendidos. León entendió que debía trabajar un poco más en el manuscrito antes de enviar la versión final.
Inesperadamente, un mensaje de Anna. La chica de gafas de pasta, la periodista cultural. La joven independiente. León abrió el SMS en su teléfono. Habían pasado varias semanas desde aquella noche recostada en el sofá, ajustándose el picardías mientras terminaba la copa. León recordó las palabras de Mateusz acerca de darse por vencido. En ese caso fue ella quien no se dio, y más que volver con los ojos encharcados, su retorno se formalizó amablemente con un evento social.
La joven polaca corrió una cortina de humo como si nada hubiese pasado. Lucía sonriente, sin lentes de contacto y parecía haber perdido algo de peso. León apareció con su americana azul marino, vistiendo el uniforme de siempre. La fiesta se celebraba en una galería de arte que había en el centro, junto a todos los edificios de las grandes firmas: bancos, automóviles, y por qué no, artistas. Blanco y más blanco. Parecía la vieja idea que León tenía del aclamado cielo santo o un decorado de ciencia ficción. Miró su reloj y no eran las ocho de la noche cuando la gente aún estaba llegando y las celebridades no habían hecho gala de su presencia.
—¡Ey, León! —Dijo Anna con una copa de Prossecco en la mano. Anna embutía sus pechos en un vestido de una pieza con lentejuelas plateadas. La ausencia de gafas, despejaba su rostro. León se fijó en sus ojos, azules como el agua de las piscinas de verano y en la melena recogida en un moño. Parecía más adulta, menos inocente y un tanto segura de sí misma—: Pensé que no vendrías. Me alegro de verte.
—Sí, yo también —dijo con una sonrisa avecinando una conversación minada de tensiones—. Vaya, muy interesante todo esto. ¿Es para un artículo?
—No, León, ya no escribo en el periódico… —confesó—. He dado un paso, ya sabes.
—¿Un paso?
—Sí, madurar. Subir un escalón, ya me entiendes. No iba a ser toda mi vida una periodista cultural.
—¿De qué estás hablando?
—Ahora soy galerista.
—¿En serio? Ni siquiera ha pasado un mes.
—Ven, te presentaré a alguien —dijo agarrando su mano. En efecto, Anna había dado un salto y fue de vida y de relación. En menos de un mes pasó de ser la chica independiente a una esnob aparentemente adinerada. Después de todo, había conseguido lo que buscaba, que era un hombre que la tratara decentemente y pagara sus caprichos. Su nombre era Karol Górecki, un adinerado joven, hijo de la clase política del país y dócil ante la tenacidad de mujeres como Anna. Él era el que estaba detrás de la galería.
León caminó con Anna hasta un grupo en el que se encontraba Karol y otros jóvenes más.
—Karol, este es León —dijo introduciéndose.
—Eres el español, ¿no? —Dijo con voz gangosa en un inglés con acento británico. Karol había estudiado en las mejores escuelas bilingües del país, pasando los veranos en Brighton y terminando los estudios universitarios en Londres.
—Uno de ellos.
—Anna me ha hablado de ti —dijo—. Me ha hablado muy bien. —León se preguntó qué le habría dicho ella para recibirlo de tal modo—: Tiene mucho talento.
—Sí —dijo León.
—Es genial todo, ¿verdad? —Dijo Anna sujetando el brazo de Karol. Alrededor, los otros dos acompañantes eran dos tipos con bigote y gafas de pasta y chaquetas de corte inglés. Aquel lugar apestaba a dinero. Para él, no eran más que veinteañeros jugando a ser adultos, cultos e interesados en el arte. Sin duda, la mayoría de los círculos en los que el arte nacía, eran así. La música, más de lo mismo, y sin mencionar a las letras. La mayoría de los jóvenes que vivían o fingían hacerlo, no eran más que hijos mantenidos cumpliendo su sueño. Como siempre, un negocio para burgueses.
Se sintió desubicado en la galería, donde no se despegaba del catering y la barra de bebidas. No había camarero, sino una larga mesa de botellas de vino y una nevera con cervezas y bebidas alcohólicas. León prefirió beber cerveza, porque lo mantenía fuera del rebaño de idiotas que pululaban a su alrededor.
Se quedó parado ante un cuadro.
Pensó en Anna y se alegró por ella.
Había obtenido lo que buscaba, aunque eso no le proporcionara la felicidad completa. La felicidad no era una fórmula matemática. Al verla reír, entendió que podría ser un concepto muy diferente para otras personas, algo pasajero, efímero o simplemente temporal como la duración de una canción y su recuerdo en nuestra cabeza.
—Es profundo —dijo una voz femenina—. Muy triste.
León presenció por el rabillo de su ojo.
Reconoció la voz al instante.
Era Zofia.
—Es un intento fallido. Una pose… —preguntó sin girarse—. ¿Qué haces aquí?
Los dos miraron al cuadro.
—Un amigo me ha invitado.
—No pierdes el tiempo…
Zofia suspiró.
León dio un trago a la cerveza y guardó silencio. Giró la cabeza y vio el cuerpo de Zofia, vestida con una camisa blanca y unos vaqueros agrietados.
Los labios de color carmín, y ella pálida como un fiambre.
Volvió a girarse frente al cuadro.
—Pensé que era buena idea venir a hablar contigo. Pero no, ha sido un error.
—Basta, de verdad —dijo León—. Otra vez, no. No tiene sentido. No quiero jugar a esto de nuevo.
—¿Cómo? —dijo ella volviéndose hacia él.
León se acercó a ella y la besó allí, frente al lienzo.
Zofia abrió los brazos.
El beso se prolongó.
León apretó sus manos sobre los pómulos de su estudiante.
—Me vas a matar, pero habrá valido la pena —dijo y prosiguió un segundo beso. Cuando se separaron, Zofia guardó una sonrisa desordenada. León agarró su brazo—: Esto es un coñazo. Vámonos de aquí —dijo agarrando el brazo de la joven.
—¿Qué pasa? —dijo Zofia cuando sintió el brazo tirante de León.
Una chica cruzó la puerta principal. Pelo oscuro y largo, recogido en una coleta y vistiendo un conjunto negro en el que se transparentaba el sujetador y la forma redonda de sus enormes y tersos pechos. La sombra de ojos y una peculiar forma de andar. Una patada de estrés en la boca del estómago. Obviamente, era Paulina, y tenía buen aspecto para él.
Paulina saludó con la mano y avistó como un cóndor a su ex novio.
Fría y depredadora, dio elegantemente varias zancadas hasta la pareja.
A su lado, Zofia no era más que una niña. Una mujercita que no podía hacer frente física o emocionalmente a la dureza de Paulina. Su presencia era hostil ante la adolescente, ya que seducción y altivez poco podían hacer en tal situación.
—Hola León, ¿cómo estás? —dijo con melancolía de sirena—. He pensado mucho en ti todo este tiempo.
Las palabras llegaron como cañones de galeras, desestabilizando todo lo que encontraba a su alcance. Él, por su parte, ni siquiera había aceptado que se podrían encontrar algún día.
—Estoy bien, ya me iba.
—¿No nos vas a presentar? —dijo Paulina señalando a Zofia—. Yo soy Paulina, supongo que habrás oído hablar de mí.
—No, no lo he hecho —dijo la joven—. Mi nombre es Zofia.
—Oh, vaya —contestó Paulina—. Entonces no sois…
—¿Qué? —dijo Zofia.
—Nos estamos conociendo —dijo León.
—¿En qué trabajas? —preguntó con intención de humillarla.
—Soy artista.
—¿Qué clase de artista?
—Escritora —contestó—, como León.
—Vaya… —dijo Paulina—. Es una pena que no me suene tu nombre.
—Lástima, sí —contestó Zofia.
Paulina miró fijamente a Zofia, entrecerrando sus ojos, clavando puñales cargados de odio. León palpó la tensión, que se acumulaba en su cuello mientras Zofia aguantaba su copa de vino blanco.
—Me alegro por ti —dijo León—. No esperaba encontrarte aquí.
—Llevo un rato pensando por qué tu cara me resulta tan familiar… —dijo Paulina ignorando las palabras del profesor.
—Quizá de alguna fiesta —dijo Zofia.
—No… —contestó Paulina y señaló con el dedo índice, cambiando su expresión—. Anda, qué casualidad… Tú eres la hija de…
Antes de que terminara la frase, Zofia echó la copa de vino sobre el rostro de Paulina, salpicándola entera, arruinando su peinado.
León sacó de allí a Zofia, corriendo a través de la gente. Corrieron y corrieron en la noche fría y oscura hasta llegar al parque que bordeaba el Palacio de Cultura. Escucharon la música de un bar y se acercaron.
—¿No estás… enfadado…? —preguntó la chica.
—¿Bromeas? —exclamó. Llegó un silencio, él se acercó a la joven en un impulso apasionado y la besó de nuevo. La pasión recorrió sus cuerpos sin separarlos de nuevo. Entraron en el pub, se mezclaron entre la muchedumbre. Un grupo de punks berreaba versiones de The Clash. Sumidos en una marea de alcohol, un taxi los llevó hasta el número 35 de la calle Świętokrzyska. Entre risas, despertaron al guardia de seguridad. León empujó la puerta, Zofia tiró su abrigo. El apartamento olía a colonia y ambientador, iluminado por el resplandor de la noche que jamás descansaba.
—¡Guau! —Dijo.
León la agarró por el trasero y la llevó hasta su cuarto, desnudándola, perdiéndose entre sus piernas, haciéndole el amor, quedándose sin fuerzas, solapándose con la luz del amanecer.