I
La máquina de café no funcionaba. León introdujo otra moneda. Pulsó el botón, pero la máquina no le devolvió el dinero. Dio varios golpes con la mano.
—¿Otra vez? ¡Mierda! —dijo y desistió.
La sala de profesores estaba vacía. Faltaba más de una hora para que empezaran las clases. A León le gustaba llegar antes y trabajar en su ordenador la novela que estaba escribiendo. Era profesor de Lengua y Literatura española en una escuela femenina privada. El Liceum Corpenicus era uno de los centros polacos más exclusivos de Europa. Los altos cargos llevaban a sus hijas siempre bajo la discreción, privacidad y silencio que la institución daba a los familiares.
León estaba contento con la trayectoria que labraba. Le proporcionaba estabilidad económica, prestigio profesional y libertad para desarrollar los asuntos propios que en otras escuelas no tenía. En pocos años, había logrado convertirse en alguien. La carencia de ser ese alguien fue una de las razones por las que Paulina lo dejó. Para entonces, el verano había terminado y se encontraba recién instalado en un piso de soltero, volviendo a la vida que nunca echó en falta, a las noches de caza y enfrentar el miedo a la soledad con varias copas de más. Una vieja cama de IKEA, dos maletas y algunas cajas con trastos. Era todo lo que había acumulado durante dos años en Varsovia. El apartamento 166 del número 36 de la Calle Świętokrzyska. Un pequeño piso con una habitación y un salón situado en el corazón de la capital en una torre de viviendas. La propia génesis de una capital, donde miles de rostros cruzaban a diario sin gloria alguna. Le fascinaba el anonimato como forma de vida, siempre sin elección. No importaba cuánto ruido hiciera. Nadie le reconocería. Personas y vidas ajenas que cada día entraban y salían del ascensor, saludándose por primera vez.
León era joven, de pelo oscuro, y se acercaba con remordimientos a los treinta. Clásico en su forma de vestir, completaba su armario con una americana azul marino, varias camisas de corte inglés y zapatos marrones. Estilo atemporal que jugaba a su favor cuando ejercía como profesor. Las alumnas encontraban cierto morbo a la imagen de un chico de mirada oscura con cierta autoridad, acento exótico y jerséis de punto.
A pesar del rebaño de hormonas que cada día se dejaba ver por los pasillos del edificio, para él terminaba todo ahí, en puro erotismo imaginario. Las adolescentes se habían convertido en seres intocables y peligrosos, en ocasiones, con muy malas intenciones.
Pensó que era mejor mantenerse alejado de los problemas gratuitos.
No tenía muchos amigos, por no decir ninguno. Las personas que conocía no eran más que conocidos o relativos a su ex pareja. Los mismos que una vez terminada la relación no dudaron en ignorar sus llamadas. El resto de docentes eran polacos y cada uno tenía su vida, no menos complicada. De todos, destacaba Mateusz Kowalski, profesor de Física y el único con el que había compartido alguna cerveza. Kowalski estaba casado y tenía una hija que estudiaba en la Universidad de Varsovia. Tenía curiosidad por saber qué razones le mantenían aún allí, en la escuela. Preguntaba sobre el idioma, chapurreaba algunas frases en español y tenía interés en el comportamiento de los mediterráneos. Era fervientemente católico.
—Buenos días —dijo Katarzyna, la profesora de Matemáticas. Un físico envidiable para tener casi cincuenta. Su piel aún estaba tersa, los pechos mantenían la gravedad y la forma sin parecer dos lechugas colgantes y presumía de unas piernas largas que frecuentemente ocultaba bajo la falda. Estaba encantada con la presencia de León. Ambos sentían una tensión sexual difícil de resolver. Katarzyna fantaseaba con la idea de tener al joven a su alrededor, pero era lo suficientemente reprimida y clasista como para acercarse a él.
—Buenos días, Kasia —dijo León—. ¿Cómo estás hoy?
—¿De verdad me lo preguntas? —dijo ella en inglés.
—Sí, claro —dijo León.
—Me alegra que te preocupes por mí, León.
—Trabajamos juntos.
—No funciona la máquina de café —dijo León.
—Eres el único que bebe café aquí —contestó ella.
León dio un vistazo a la prensa del día. Los partidos políticos preparaban nuevas elecciones. La crisis europea, el Euro, formar parte de él o no, el aborto, la inmigración o las cuestiones religiosas. Amarillismo y titulares sobre estrellas de cine. Puso el ojo en un hombre de pelo blanco, alto y corpulento. Tendría unos cincuenta años, pensó. Era el secretario general de uno de los partidos opositores, la parte más conservadora del país.
«Ugh» se dijo a sí mismo y dejó el diario.
La puerta se abrió. Entró un señor calvo y corpulento.
Vestía chaqueta de tweed y zapatos negros y tenía la cara alargada y plana como una tabla de planchar. El señor Chlebek era director del centro y era habitual reconocer su voz de ultratumba afónica por los cigarrillos y salivada como un perro enfadado.
—Señor Sánchez, ¿puede venir a mi oficina un momento?
—Buenos días señor Chlebek —dijo Gosia.
—¿Llevará mucho tiempo?
—Solo un momento, señor Sánchez —dijo sujetando la puerta. León acompañó al viejo Chlebek hasta el otro edificio.
Una habitación amplia de techo alto y un ventanal a la izquierda alargado por el que podía observar los jardines y a las estudiantes que esperaban en el patio el momento de entrar a clase. Tras un escritorio de roble, el señor Chlebek se sentó y abrió un ordenador portátil.
—Verá, señor Sánchez, me gustaría hablarle de algo relacionado con su trabajo.
—Usted dirá.
León estaba desconcertado. No había recibido ninguna amonestación por parte de alumnos, familiares u otros docentes. Las encuestas siempre habían sido positivas. Se apoyó sobre la barbilla y sopesó mientras escuchaba atentamente.
—Tras los resultados obtenidos en los cursos anteriores, la directiva ha creído conveniente promocionarlo. Nos encantaría darle otra subida de sueldo. Sin embargo, el centro no se puede permitir tal cosa, así que hemos decidido ofrecerle un traslado como docente en la Universidad de Varsovia.
León no esperaba tal oferta y cuando el señor Chlebek terminó de hablar, solo pudo escuchar el latir de su corazón golpear contra las paredes de su cuerpo.
—Gracias por su consideración. No lo esperaba —dijo aturdido—. No sé qué decirle, la verdad.
—No diga nada —dijo—. Piénselo detenidamente y si accede, haremos los trámites necesarios para el próximo semestre.
—Valoro mucho su apoyo.
—Pero espere… —dijo el señor Chlebek—. Aún no he terminado.
—¿Hay más? —contestó León sonrojado.
—Mi intención, hoy… era otra.
—¿Cómo dice?
—No me malinterprete, señor Sánchez —dijo el director, respiró profundamente y se arrancó con un tono de voz sórdido—. Este año tiene un objetivo primordial. El grupo del último año, ya sabe… tiene las pruebas universitarias.
—Como todos los años, señor.
—Así es. Sin embargo… este año… este año es importante también —explicó el anciano dando vueltas—. Digamos que se trata de un grupo especial, por tanto necesitarán un apoyo extra.
La historia no era nueva para León. Cada año le tocaba a un profesor diferente. Cuando los alumnos de otro centro destacaban por encima de las alumnas del Copernicus, a comienzo de curso, el señor Chlebek se reunía con el docente pertinente para darle un ultimátum. Un modo clásico y burocrático de exigir al trabajador una motivación extra que, en muchas ocasiones, se encontraba fuera de su alcance y culminaba con un despido y una renovación de plantilla. El Liceum Copernicus destacaba por no tener a ninguna leyenda viviente bajo las aulas. Todos los trabajadores eran excelentes en su materia pero parecía que ninguno iba a explotar la gallina de los huevos de oro. Las alumnas concebían al profesorado como un enigma sin historial y muchos de los profesores que eran despedidos recibían altas indemnizaciones a cambio de su silencio. Para León no era de extrañar que eso ocurriera. Muchas de las chicas que estudiaban allí eran hijas de celebridades de la televisión, políticos, banqueros y familias con fortunas. La relación entre padres y profesorado era nula y solo aquellos que lo deseaban, podían ser contactados a través de una solicitud por parte del profesor. Pese a la poca transparencia que había, León nunca tuvo problema con las normas del centro ya que las chicas a las que daba clase, no dejaban de ser adolescentes con hormonas agitadas. Durante las clases, la relación entre ellas era impecable y el trato con los profesores cordial. A León, lo que las chicas hicieran fuera de las aulas, no le incumbía.
—No se preocupe señor Chlebek —dijo el señor Chlebek—. Puede confiar en mí.
—No sabe cuánto se lo agradezco… —dijo y se acercó a León riendo—. La presión también está sobre mí, no se imagina cómo.
—Mejor que no nos caiga encima, señor Chlebek —murmuró León.
El silencio se hizo en el despacho.
El director se incorporó y León se levantó sin decir nada.
—Que el Señor te proteja, León —dijo el señor Chlebek.
—Que tenga un buen día… señor Chlebek —contestó León y desapareció del despacho. Era la primera vez que el señor Chlebek le tuteaba. León pensó que trataba de decirle algo, una frase entre líneas, pero no supo el qué. Quizá el lugar tuviera micrófonos ocultos, pensó. Él era un profesor de escuela, vulgar y común con los problemas corrientes y existencias de un futuro treintañero tras una ruptura emocional. Un joven formando de nuevo su camino tras el deterioro del pasado. Dio un vistazo a los cuadros del pabellón. ¿Quién formaría el grupo de estudiantes al que tanto miedo le tenía el señor Chlebek?
León cruzó la puerta del aula con la seguridad de un héroe de guerra y los nervios de alguien que asiste por primera vez a un juicio. La sensación de hablar en público frente a un grupo de gente siempre era la misma. Sudor de manos y axilas. A León le gustaba el riesgo, saltar al vacío, aunque fuera de un modo seguro.
Escribió su nombre en la pizarra y se dirigió en español al grupo de doce chicas que, vestidas con falda y jersey verde, miraban sentadas en los pupitres.
—Buenos días a todas —dijo—. Mi nombre es León. Seré vuestro profesor de lengua española.
Las chicas murmuraron. Estaban acostumbradas al trato formal.
Era atípico escuchar a un profesor dirigiéndose así a sus alumnas.
León cogió la lista y leyó los nombres uno a uno, mirándolas fijamente. Le gustaba fantasear con ellas. Las alumnas habían desarrollado sus cuerpos. Mostraban la actitud necesaria para entrar a los clubes nocturnos. Parecían mayores de lo que realmente decían sus documentos de identidad. Exceso de maquillaje, envejecimiento adelantado. En una situación diferente, todas esas chicas podían causar estragos bajo sus vestidos de noche, los perfumes caros y las medias de colores. Sonreían con el rostro de alguien que ya había probado lo amargo de la vida antes de tiempo, aglutinando todas las experiencias de su adolescencia en un verano en Las Azores. No obstante, allí se encontraban sentadas, mirando a León que daba pequeños pasos mientras leía los nombres de las muchachas y levantaba la vista.
—Zofia Komarnicka —dijo.
—Soy yo —contestó una joven con el brazo en alto. León la miró dos veces. Ella le sonrió. Mantuvo la mirada. Se generó un silencio en la clase. Vio una inocencia falsa y maldita. Lo había visto otras veces en su época de estudiante, en las películas americanas, en los libros de ficción. Lo había escuchado en las canciones protesta, en las canciones de amor y desidia. Reconoció el ingrediente ácido que generaría el caos en ella y en todos los que se acercaran a su persona. La joven polaca tenía aspecto anodino, dulce e inofensivo.
Era bella. Bonita por fuera como si nadie la hubiese herido. El cabello liso y dorado caía a conciencia como un ejercicio ensayado, haciendo una semi circunferencia sobre sus pechos, pronunciados bajo el jersey de lana verde.
Se escucharon risas.
La chica enrojeció apartando la mirada.
León prosiguió con su tarea hasta que fue interrumpido nuevamente.
—¿Qué tipo de nombre es León? ¿Es ruso? —preguntó Zofia.
—Es de mala educación interrumpir —reprochó—. Creo que ya sois mayores para saber eso.
—Lo siento —dijo fingiendo un tono de voz triste—. Es un nombre bonito.
El profesor no supo qué decir.
La joven había sido amable con él. León pensó que quizá el director del centro tenía aquel temor como muchos otros temores que se tienen cuando uno es mayor y pierde la fuerza, el coraje y la determinación, convirtiéndose en un hombre experimentado pero al que nadie quiere escuchar, un ser que teme, atrapado por el poco ego que le queda. Alguien que no tiene nada excepto la fe. Lo más común hubiese sido que un grupo de padres accionistas apretaran los tornillos del viejo de Chlebek con el fin de dar un azote moral a sus hijas.
Caminó veinte minutos por la plataforma, gesticulando con las manos mientras las envolvía pausadamente en un discurso hipnótico y motivador, aprovechando la belleza de las palabras y la precisión de sus efectos, perforando sus mentes obtusas, llenas de prejuicios; penetrando en ellas con un líquido dorado de sintaxis, deleitándolas con un acrílico literario que las llevó a otro mundo. Al terminar su ritual, las jóvenes apoyaban sus brazos sobre la mesa. León las había seducido sin recordar nada de lo que había dicho ante la sala. Lo había hecho en tantas ocasiones que distorsionaba sus propios recuerdos, cambiando nombres de personas por otras que no existían. El efecto era siempre el mismo.
—Y entonces uno sabe que hay otras formas, que las leyes no están escritas y que una lengua es algo más que un código para comunicarnos —fulminó con las manos en los bolsillos, mirándose los zapatos—: ¿Preguntas?
La campana sonó como en las películas. Las chicas se levantaron de un salto, murmurando, recogiendo sus carpetas. En el centro de la clase, una chica continuó sentada mirando a León fijamente.
Era Zofia Komarnicka.
La chica aplaudió.
—Bravo —dijo—. ¿Cuántas veces ha hecho esto ya, señor Sánchez?
—He perdido la cuenta.
Zofia colocó una diadema de color verde en su pelo. Llevaba la falda subida varios centímetros de más, lo que permitió al docente contemplar la longitud de sus delgadas piernas. Caminó hasta la primera fila y se dirigió al profesor:
—Me ha encantado —dijo en español con acento polaco.
—Hasta la próxima, Komarnicka —contestó León.
Después la chica salió de clase.
«Umm» murmuró León en sus adentros.
Siguió con la mirada cómo la falda de la chica se hacía más pequeña con la distancia, juntándose con el resto de alumnas vestidas bajo el mismo patrón.
El Pabellón 2 era un habitáculo gigante de cuatro plantas con una superficie cuadrada de la longitud de una pista de baloncesto. Un ventanal hexagonal en la cúpula traspasado por la claridad del día y dos vidrieras coloridas y de tamaño descomunal que representaban el nacimiento de Cristo. Los pisos estaban conectados por peldaños alargados de mármol. El Pabellón 2 era el edificio donde las estudiantes comenzaban y terminaban sus estudios secundarios. Todas las estudiantes que se encontraban allí dentro habían firmado una cláusula exclusiva de privacidad bajo la aprobación y la fuerza impuesta por sus progenitores. Siete páginas A4 con formato simple y Times New Roman 9. Él también firmó uno, puede que más ligero, aunque nunca lo sabría. Una de las condiciones era mantener la privacidad y el silencio sobre las tareas administrativas del centro. Cualquier tipo de información que relevase si quiera un simple dato, una coma, una cifra, rompería una de las cláusulas y la persona que lo hiciera, pagaría sus consecuencias. No obstante, a pesar de todo, las chicas hablaban sobre otros chicos de otros colegios, reían, escuchaban música y enviaban mensajes de texto a escondidas. Era como si toda la cortina de humo negro que enturbiaba aquel centro desapareciera cada mañana. Una ilusión, una broma de mal gusto y sin validez que todo el mundo firmaba para sentir la responsabilidad sobre sus hombros.
León nunca se sintió cómodo, pero aprendió a acostumbrarse.
Mateusz, apareció por la puerta del aula apretando el estómago con su chaqueta.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó el profesor polaco.
—¿Crees que son libres? —dijo León con la mirada sobre un grupo numeroso de chicas que se aglutinaba en la entrada principal—. Dudo que sean conscientes de algo.
—Por supuesto —dijo Mateusz—. Son adolescentes, no terroristas… ¿Vas a casa? He venido en coche.
—¿Una cerveza?
—No puedo —dijo—. He prometido a mi mujer que llegaría pronto.
—En ese caso, vámonos.
Subieron en un Opel Corsa rojo, abandonaron la calle Czerniakowska dejando a un lado el río Vistula y se adentraron en un corazón de la ciudad con las arterias colapsadas por el tráfico de los coches, el transporte público y los repartidores. León encontró discos de música en los laterales de la puerta y una parte trasera destartalada.
Quince minutos después, los dos se encontraban en el coche. El hombre del tiempo predecía lluvia y poco sol. Estaban atascados de nuevo en Marszałkowska, una de las calles más largas de la ciudad.
—Odio conducir por el centro —dijo Mateusz—. Lo odio.
—Cálmate. Ha sido tu idea —contestó León jactándose de la situación. Giró el rostro hacia la ventana. Un autobús amarillo ocupó su campo de visión, limitado a las alturas de un hotel y edificios de oficinas. Curioso, observó a la gente del autobús. Sintió familiariadad con una doncella. La chica cobijaba su cuerpo con un abrigo cruzado de paño negro.
La miró fijamente.
No estaba seguro.
La mente de León era un artefacto maravilloso a la par que vil y cruel. En el pasado, había visto cosas que jamás existieron; había creído encontrar a la persona equivocada. Las similitudes se encuentran siempre que uno lo desea, y en aquel momento, él buscaba la suya.
Ella levantó la vista. Sintió sus ojos. León enderezó su cuerpo.
La chica sonrió. Dejó el libro abierto sobre sus muslos. Mantuvo la mirada. Ella también lo reconoció y disfrutó con ello. En apenas unos segundos, el encuentro fortuito se volvió incómodo, frío y tenso. El pecho de León se infló y su pecho esputó con fuerza, golpeando con violencia. El autobús aceleró. Mateusz cruzó el círculo de automóviles y continuó en otra dirección.
—Déjame ahí —dijo León señalando una parada de taxi, antes de que Mateusz se desviara.
—¿Por qué ahí? —contestó confundido.
—Te lo cuento mañana —dijo y Mateusz asintió a regañadientes.
—Gracias.
León abandonó el coche y corrió escaleras abajo adentrándose en el subterráneo céntrico, sorteando parejas agarradas de la mano, pisando los escalones pares, chocando con las personas que caminaban en sendas direcciones y dando algún que otro empujón. Corrió en línea recta y tomó las primeras escaleras que encontró. Llegó a la parada de autobús que había en uno de los laterales de la rotonda. A paso ligero pero exhausto, dio varias zancadas y no encontró a nadie. Miró en el banco donde estaban los horarios aunque tampoco reconoció a ninguna persona.
«Demonios» pensó, «¿Qué estoy haciendo?»
Vio a un joven y corrió tras ella.
Después vio su rostro. Se había equivocado de nuevo.
«Demonios, demonios, León» pensó.
Unas mujeres murmuraron a su espalda.
Dio media vuelta y se metió en el parque de árboles que había junto al Palacio de Cultura. Era la primera vez que sentía una fuerte dosis de adrenalina en los músculos. Quizá fuese la sonrisa malvada de la chica o la mirada perdida pidiendo ayuda a gritos. Pasajes desconocidos para él. León siguió su intuición de un modo irracional, completamente animal. Y le gustó.
Se prometió a sí mismo que no lo volvería a hacer.
No volvería a correr detrás de una joven.
No volvería a pensar nunca más en Zofia Komarnicka.