III
Las clases comenzaron en el Liceum Copernicus. La vida en la ciudad volvió a la normalidad. León tomaba un autobús todas las mañanas que lo dejaba a escasos metros de la escuela. Las primeras semanas transcurrieron sin ningún tipo de incomodidad para el profesor. Sabía cómo separar la vida profesional de los sentimientos personales. Zofia actuaba con normalidad ante el resto de sus compañeras, hacía los ejercicios que León mandaba para casa y procuraba no sobresalir.
Su obsesión no cesó en ningún momento. Que la joven lo ignorara mientras hablaba con otras compañeras, le molestaba aún más.
La mirada de Chlebek tras el cristal de la puerta, servía como analgésico para olvidar durante unas horas, las mariposas que volaban sobre su cabeza.
No fue hasta la llegada del otoño cuando León bajó la guardia.
Un día León recibió un mensaje de Anna en el teléfono. La joven apareció en su apartamento, fingiendo haber olvidado algo de su bolso que nunca lograron encontrar. Tuvieron sexo, y el encuentro esporádico derivó en numerosos encuentros casuales sin explicaciones.
Una o dos veces por semana, ella aparecía y fornicaban como animales en todos los rincones de la habitación. León se sentía mejor. Le ayudaba a eliminar de sus pensamientos a Zofia.
Acostarse con Anna le producía placer. No le interesaba la joven y temía que tarde o temprano acabara sintiendo algo por él. Siempre ocurría. Siempre es uno de los dos el que miente, hasta que no puede seguir, y entonces el corazón se resquebraja, sangrando lentamente por los golpes de la otra persona. Una tarde, tras acostarse, Anna abrió una lata de cerveza y encendió un cigarro. León aún se encontraba en la ventana con los botones de la camisa desabrochados.
—Hemos terminado, ¿verdad? —dijo ella dando un trago.
—Sabías que podía ocurrir.
—No tienes por qué darme explicaciones —dijo y dio una bocanada de humo—. Fue divertido.
—Sí… —contestó—. Me alegra que te lo tomes tan bien.
—¿Cómo? —preguntó. León la miró a los ojos con una sonrisa—: No pienses que me he enamorado de ti, no seas tan engreído.
—Será mejor que te vayas, Anna.
—¿De verdad que estamos teniendo esta conversación, León?
—¿Qué esperabas? Los dos sabíamos que esto terminaría. Te dije que no tuvieras sentimientos hacia mí, que te mantuvieras al margen… Tú ya no disfrutas, ahora sufres. Lo noto en tus manos, en la forma en que me miras, y para mí no es fácil, no es nada fácil acostarme contigo sabiendo que te estás enamorando. Así que pienso que es lo mejor.
Anna tenía los ojos vidriosos, el corazón en un puño y en el otro una cerveza con un cigarrillo.
—¿Quién es? —Preguntó haciendo un esfuerzo por no derramar una lágrima frente a León. Dio varias caladas al cigarro—: Porque es obvio que hay otra.
—¿Qué te hace pensar eso? —Preguntó.
—Porque eres un cretino. Eso es todo. ¿Acaso crees que eres el único que se da cuenta de las cosas? Sé que nos acostamos porque no quieres estar solo, porque necesitas tirar toda la mierda que llevas dentro. He conocido a varios como tú, y siempre es la misma historia. Vosotros no queréis una relación ni conocer a nadie. Solo os podéis querer a vosotros mismos. Sois vuestro único examen y la única persona a la que queréis escuchar. Necesitáis follar y tratar a alguien como si fuera un filete, tener algún gesto caballeroso para no sentiros miserables. A algunos se os va la cabeza a otro lado, otros sabéis cómo mantener la compostura. Aún no he tenido tiempo para saber qué tipo de psicópata eres, pero tengo claro que no eres una excepción. Desde la primera vez que nos acostamos, supe que mi vida sería un drama si seguía contigo, pero decidí continuar, darte una oportunidad, convencerme de que serías distinto aunque la intuición no me fallara, intentando creer que tras ese rostro hay una persona con sentimientos aunque no sepas lo que es sentir, porque yo también soy una persona y tengo mis necesidades, porque yo tampoco quiero estar sola y prefiero dormir caliente en la cama aunque sea con un imbécil que solo piensa en sí mismo. He intentado convencerme de que tú podías ser esa persona, estando dispuesta a quererte y aceptarte como eres, pensando que algún día podrías ser otro. Lo he intentado tanto que he acabado sintiendo algo por ti.
León se giró y la miró a los ojos. Anna estaba sentada en el sofá, ajustándose las medias. Él dio varios pasos y cogió una cerveza. La abrió, dio un trago y volvió a mirar a Anna.
—Das pena. Eres patética —dijo—. Lárgate.
Quizá Anna no conocía demasiado a León. Odiaba la crítica y mucho más si era él quien estaba siendo juzgado. En lo más profundo de su persona, reconoció que Anna tenía algo de razón. León no la quería y no la podía querer, igual que le pasó con Paulina, pero nunca se desmotivó por equivocarse de mujer. No obstante, entendió que Anna hablara desde el rencor, el odio y el dolor de un corazón que se había llevado dos decepciones en muy poco tiempo.
Anna, asustada, cogió sus pertenencias y salió del apartamento prometiéndose no volver jamás. Él no hizo nada para detenerla.
Aquella misma noche, León decidió salir a dar una vuelta. Quería divertirse, ver a personas desconocidas. Tan solo quería tomar una copa rodeado de gente. Caminó por Marszałkowska dejando a un lado el Palacio de Cultura, oculto bajo la noche, guardando un halo de misterio entre sus pasos, sonriendo a las chicas que se dirigían a los bares de fiesta fumando cigarrillos finos. Se adentró en el corazón del centro hasta llegar a Nowy Świat, la calle que no dormía, donde siempre había un bar abierto. Todo lo que León necesitaba estaba allí. Hizo varias llamadas a números que tenía en su teléfono y a los que no ponía rostro. Eran amigos de Paulina.
Eran amigos de su ex novia.
Él no era nadie para ellos.
Entonces contestó alguien, era Konrad, un viejo amigo de Paulina.
—¿Qué hay? —dijo.
León sabía que Konrad era una de esas personas a las que nunca podía pedir un favor porque jamás se acordaría de él. Konrad tuvo varios pequeños éxitos en Youtube, aparecía en televisión, en anuncios de telefonía, en bebidas energéticas. Konrad era famoso, pero ninguna chica quería ser la mujer de un payaso de internet. Por eso, odiaba su vida. Había hecho de su vida un desastre y bailaba en una espiral que intentaba comprar con dinero a todo el que estuviese a su alrededor. León supo que se alegraría de verlo, aunque fuese por unos segundos.
No tenía opción.
—Club Powiększenie —dijo.
León preguntó por la dirección, se introdujo en un laberinto de callejones y llegó hasta una vieja casa de varias plantas. Era allí. Observó la cola que había en la puerta.
«Toma una copa y te largas. Te vendrá bien».
Pagó la entrada y cruzó el salón principal. Unas escaleras llevaban a una planta inferior. En el salón principal había mesas con gente que bebían cerveza, en general jóvenes borrachos y parejas besándose, cruzando lenguas. Al final del salón, tras las escaleras, un pinchadiscos ponía clásicos del rock. León dio una vuelta de reconocimiento, pero ninguna chico se interesó por él.
Pidió una cerveza, cuando alguien lo alcanzó por detrás.
—Hola —dijo una voz femenina.
«Ha sido fácil».
León se giró.
Zofia estaba frente a él.
Algunos centímetros más alta, con un vestido ceñido a rayas de una sola pieza que llamaba a la vista.
—¿Qué haces aquí? —Preguntó León confundido bajo el ruido ensordecedor de la música.
Zofia sonrió bajo las luces de colores de los focos. Su profesor no podía decirle nada. No tenía ningún tipo de autoridad sobre ella.
Parecía más adulta. Quizá fuese el exceso de maquillaje o los tacones. León comenzó a sentirse tentado.
—Señor Sánchez, ¿está solo? —Preguntó ella omitiendo las palabras de su profesor.
—Esta noche puedes tutearme —dijo él nervioso. Ella sonrió—: Supongo que no servirá de nada.
—No mucho… ¿Nunca tuvo mi edad?
—Sí.
—¿Por qué se asusta, entonces?
—Por las cosas que hice.
—¿Qué hizo?
—Eso no importa —dijo—. ¿Por qué no vas a bailar?
—Sorpréndame —dijo Zofia. La joven flirteaba con él. Sentada sobre un taburete junto a la barra, León podía ver dos largas piernas que gritaban su nombre. Zofia jugaba con sus brazos para acercarse más al profesor. Sabía cómo comportarse—: ¿Me puedo tomar una copa con usted?
—No —dijo—. No puedes.
—No debe estar solo.
—Tus amigos te están esperando, Zofia —dijo—. ¿No crees que es demasiado peligroso hablar con un adulto?
—¿Por qué? —preguntó—. Somos dos adultos, hablando en un bar. No va a pasar nada.
León rio. Tensó la espalda. El calor subió por su cuello, la sangre hervía y el corazón latía con rapidez. Zofia jugaba a ser seducida y León no podía negarse, pero algo lo detenía.
—No, Zofia, no te voy a hacer nada —confesó—. Será mejor que te vayas.
Su cuerpo parecía un satélite espacial enviando señales. La estudiante de pelo rubio y piernas largas, tocó el brazo de su profesor y se acercó lentamente antes de marcharse.
—Estaré abajo, profesor. Si cambia de opinión, sabe dónde encontrarme.
—Buenas noches, Zofia —dijo él sin mirarla a los ojos.
Zofia abandonó la sala y bajó las escaleras observada por los buitres que caminaban a su alrededor.
León estaba borracho. Tenía dos opciones y una de ellas era ir allí abajo. Pidió otra cerveza y mantuvo la mirada en las escaleras esperando que la chica saliera para evitar la masacre.
«No seas imbécil. No lo hagas».
Desafortunadamente, estaba demasiado borracho para pensar con claridad. Se adentró en el pasadizo que lo llevó al nivel inferior, una sala con música electrónica y gente apelotonada. Dos tarimas laterales donde grupos de chicas bailaban con chicos y otra barra. León dio un barrio buscando a la chica de rayas. Allí la encontró. Se adentró entre la gente, deshaciéndose de los que le impidieron el paso a base de empujones. Se introdujo en un círculo vacío donde se quedaron los dos.
Zofia bailaba sola, ambientada por el humo que salía de las lámparas y las luces de colores. León se acercó unos centímetros a ella. La joven se contorneaba más y más, con posturas imposibles, moviendo las nalgas como si se tratara de una danza previa al coito. León tomó ventaja de su altura. Acercó su rostro al de ella. Zofia puso una mano en el hombro del profesor y acercó su cuerpo a él. León se dejó llevar por la música mientras los dos bailaban entre una multitud desconocida, embriagados por el colorido espectáculo y la musicalidad de la noche. Los rostros de ambos se juntaron. Sus labios se rozaron. Primer intento. Él sintió el perfume de la joven. Con el tacto de su labio superior, pudo comprobar que estaba en lo cierto, que su piel era perfecta, suave y dulce para ser lamida. Zofia cerró los ojos. Las bocas se juntaron y se dieron un pequeño beso. De repente, León los separó de un golpe seco, agarró su brazo y salieron hasta un pasillo que llevaba a la parte exterior.
—¿Qué coño haces, Zofia? —preguntó, con las manos en la cabeza—. ¡Soy tu profesor!
—No sé, lo siento, ¿vale? Pensé que…
—¿Qué pensaste? Prefiero no saberlo —dijo León y se sentó en la escalera.
Zofia sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió.
—Pensé que tú también… —dijo la chica—. Mierda, estoy haciendo el ridículo, delante del profesor de lengua. —León rio y se relajó al comprobar que ella estaba más nerviosa que él—: ¿De qué te ríes? No es gracioso. Lo estoy pasando muy mal en estos momentos. Me siento como una niña.
—Es lo que eres, Zofia —dijo León—. Ha sido mi culpa. Podría ser tu hermano mayor. No tendría que haber bajado, menuda cabeza. No sé en qué estaría pensando…
—En mí —dijo ella. León arqueó las cejas. Zofia se sentó junto a él. Las piernas le temblaban de frío—: Estabas pensando en mí, ¿verdad?
Y se hizo una pausa. León tomó consciencia del momento. No esperó que llegase tan pronto. Tiritando, con un cigarrillo medio apagado en la mano y las uñas negras del esmalte, Zofia lo miraba a los ojos esperando una respuesta. Un billete de avión directo a la incertidumbre. Perdería a la chica para siempre. Ponderó todas las posibilidades. La intuición le comunicó que no lo hiciera. Zofia era un foco absurdo de problemas del que no se aburriría porque tampoco le dejaría dormir.
León levantó la barbilla y acarició el rostro con los dedos.
—He pensado en ti desde que saliste de mi clase.
Zofia se sonrojó. León se dejó llevar por sus palabras. Regresaron al club, cogieron sus abrigos y salieron de allí. Eran las tres de la madrugada y la gente había desaparecido. Taxis recorrían las calles arriba y abajo en busca de una carrera nocturna. León y Zofia anduvieron por las estrechas callejuelas de suelo empedrado hasta llegar de nuevo a la Avenida Jerozolimskie. Las pisadas de los zapatos, el ruido de los coches y el silencio de la noche.
—¿A dónde vas ahora? —preguntó Zofia.
—A mi casa. ¿Dónde si no? —dijo León.
—¿Vives lejos?
—No —dijo él con tono jocoso—. ¿Dónde vives tú, Zofia?
—Konstancin.
—Lo suponía.
—También piensas tus alumnas somos niñas consentidas con una duda existencial eterna, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso.
—Bueno, algunas lo son más que otras —explicó—. Odio que me clasifiquen. Ni siquiera elegí la familia que tengo…
—Por supuesto. Siempre la puedes cambiar —dijo León.
—¿También puedes cambiar a tu familia?
—No sé —contestó cuando llegaron a las escaleras que se adentraban en el subterráneo circular—. Será mejor que cojas un taxi.
—Mi tren sale en una hora —dijo—. Iré caminando hasta la estación.
León se sintió responsable. Por la noche uno se exponía a cualquier situación, sobre todo alrededor de la estación de tren central.
—Puedo acompañarte —dijo él.
—No quiero ser una carga… —dijo la joven.
—No creo que esto pueda empeorar más.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella.
Caminaron hasta la estación. Durante el paseo, la conversación no trascendió de temas triviales. Una transición fría sin ausencia de silencio. León se planteó varias veces qué hacía allí y cómo había llegado a tal situación. A veces desconocemos el impacto de las acciones más insignificantes.
—Lo siento —dijo él—. Todo esto me supera. Eres una estudiante, yo soy tu profesor. Y lo peor, eres una menor. ¿Qué pasaría si alguien nos viera?
La joven se rio delante de él.
—Relájate, León. A estas horas tus alumnas están en la cama y creo que tus colegas, también —explicó—. No tienes que preocuparte. Ya no soy una menor.
—¿No?
—No. —Contestó Zofia.
Él suspiró profundamente. Se quitó un cadáver emocional de encima.
—No sabes cómo.
Zofia aún tenía tiempo. La estación central estaba conectada por un laberinto subterráneo de pasillos con tiendas y kioscos y por los que deambulaban borrachos y vagabundos a altas horas de la mañana.
—Por aquí… —dijo ella.
León miró a su reloj de pulsera y resopló.
—De verdad, Zofia —dijo—. Tengo que irme.
—Venga, hazme compañía, por favor —dijo—. No me siento segura.
Bajo el tejado de la estación central de trenes de Varsovia, Zofia tenía la mirada iluminada como el cielo raso de la noche momentos antes del amanecer. Levantó la barbilla e inclinó los pies, sugiriendo fortuitamente un momento íntimo.
León la miró.
—Prométeme una cosa —dijo él con seriedad.
—Lo que quieras.
—Prométeme que cuando me despida esta noche, no hablaremos de esto jamás —dijo—. Mis palabras nunca habrán sido pronunciadas. Esto nunca habrá ocurrido y tú y yo solo tendremos una relación escolar. No coquetearás conmigo. Tienes que prometerlo o de lo contrario no subiré contigo esas escaleras.
—Está bien —dijo Zofia.
—¿Ya?
—No —explicó—. Tú me tienes que prometer algo también.
—¿Qué?
—Prométeme que antes de que todo termine, me besarás si realmente sientes algo por mí, porque así lo podré recordar para siempre, te podré llevar conmigo, y esperaré a corresponderte hasta el día en que me vaya para siempre. Tan solo eso. Dime que lo harás. Si no lo haces, me convenceré de que no fui más que un capricho adulto y te olvidaré.
León no supo qué decir. Era lo más adulto y bello que había escuchado en mucho tiempo. Paulina le pidió que dejara de fumar y así lo hizo. Fin. Esa era toda promesa a la que León aspiró en su vida. Sin embargo, las palabras de Zofia tenían una tesitura diferente.
—No te puedo prometer eso.
—Entonces, no vengas.
—Zofia.
—Adiós, León.
La chica se alejó lentamente. León dio un paso y la cogió del antebrazo. La chica se giró y sonrió estirando los labios.
Subieron a la cafetería que había abierta en la estación. En una de las mesas junto a la cristalera, desde lo alto, iluminados por un colorido juego de luces de la calle, hablaron de películas, de gustos generales, de anécdotas y pasiones. León habló más que Zofia, que lo escuchaba con la cara apoyada en las manos como hacía durante sus clases. Tuvieron una conversación trivial como en toda primera cita sin dejar a un lado el coqueteo. Por un momento, la diferencia de edad quedó en un segundo plano y ambos se comportaban como dos personas que estaban teniendo un buen rato. Nadie los observaba excepto los empleados que rondaban por allí recogiendo basura. La relación profesor y alumna era cosa del pasado pero ambos sabían que el final del encuentro estaba cerca.
—Esto es una locura —dijo León—. Sin embargo, aquí estoy.
—¿Nervioso?
—En absoluto.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo ella dudosa.
—Adelante.
—¿Me habrías besado si hubiese sido otra?
León se rio.
—No lo sé —contestó él—. Supongo que sí, si no hubieses sido una alumna.
En el rostro de Zofia se dibujó una sonrisa.
—No está todo perdido, ¿verdad?
—¿Sabes cuántas historias como esta han acabado mal?
—¿Y las que han acabado bien? Todo es posible —contestó ella.
—Poco probable —dijo él—. Mejor dejarlo así, como algo que pudo ser y no sucedió. Siempre tendremos algo sobre lo que hablar.
Zofia alargó su brazo entre las dos bandejas de plástico rojo y tocó los dedos de León. La joven, en sus trece, no se iba a dar por vencido.
—Vas a perder el tren.
—Sí.
Caminaron en silencio hasta el andén. León sintió la mirada de algunos viejos que se preguntaban qué hacía con ella. El tren llegó poco después, frenando lentamente. La gente se amontonó en las puertas.
Se miraron en silencio. Besarla o no, se preguntó el españolito. Hacerlo allí, delante de todos, regresar a la secundaria, a las primeras experiencias. Zofia agachó la mirada desilusionada y entristecida. Lo había intentado todo.
—Adiós, señor Sánchez —dijo y dio media vuelta, despegándose de las manos de su profesor.
El corazón de León se revolucionó. Agarró del brazo a la joven y la acercó de un tirón hasta sus labios, besándola, sujetándole las nalgas, sintiendo los tersos pechos sobre su camisa. El beso pasó del romanticismo a la excitación. Zofia lo miró aturdida.
—¡Corre! —dijo León y se desprendió de ella, dando media vuelta y abandonando la estación de tren.