Entretanto bajó la vista y contempló el casquete glaciar que se derretía, los bosques inundados, el mar embravecido, y se sintió desolada.
Pero no se detuvo para visitar su tierra, ni para consolar o alentar a sus hermanas. Y siguió volando hacia el norte, hacia la niebla y los ventarrones que rodeaban a Svalbard, el reino de lorek Byrnison, el oso acorazado.
Serafina apenas reconoció la isla principal. Las montañas se mostraban negras y desnudas, y sólo unos pocos valles ocultos en los que no brillaba el sol conservaban un poco de nieve en sus recoletos rincones. Pero ¿qué hacía allí el sol en esa época del año? Toda la naturaleza estaba trastornada.
Serafina tardó casi todo el día hallar al oso-rey. Lo vio entre las rocas frente al extremo septentrional de la isla, nadando a toda velocidad tras una morsa. A los osos les resultaba más difícil matar a su presa en el agua. Cuando la tierra estaba cubierta de hielo y los grandes mamíferos marinos subían a la superficie para respirar, los osos se aprovechaban de su camuflaje y de que su presa se hallaba fuera de su elemento. Así debía ser.
Pero lorek Byrnison estaba hambriento, y ni los afilados colmillos de la poderosa morsa eran capaces de detenerlo. Serafina contempló los animales mientras luchaban y teñían de rojo la blanca espuma del mar. Vio a lorek sacar los restos de la morsa de entre las olas y arrojarlos sobre una roca, observado a una distancia prudencial por tres zorros de raído pelaje que esperaban su turno para participar en el festín.
Cuando el oso-rey hubo terminado de comer, Serafina aterrizó a su lado para hablar con él. Había llegado el momento de enfrentarse a sus remordimientos. – ¿Me permites hablar contigo, rey lorek Byrmson? – preguntó Serafina-. Depongo mis armas.
Tras estas palabras depositó su arco y sus flechas sobre una mojada roca que había entre ellos. lorek observó las armas brevemente, y Serafina dedujo que si su cara fuera capaz de reflejar alguna emoción, sería sin duda de asombro.
–Habla, Serafina Pekkala -gruñó el oso-. Nunca hemos luchado entre nosotros, ¿no es cierto?
–Rey lorek, le he fallado a tu camarada, Lee Scoresby.
Los ojillos negros y el morro manchado de sangre del oso no hicieron el menor movimiento.
Serafina observó cómo el viento atusaba las puntas color crema del lomo de lorek. Éste guardó silencio.
–El señor Scoresby ha muerto -prosiguió Serafina-. Antes de separarme de él le entregué una flor con la que podía llamarme en caso de necesidad. Oí su llamada y volé hacia él, pero llegué demasiado tarde. Murió luchando contra un contingente de moscovitas, pero no sé qué les llevó hasta allí, ni por qué el señor Scoresby decidió enfrentarse a ellos en lugar de huir. Los remordimientos no me dejan vivir, rey lorek. – ¿Donde ocurrió eso? – preguntó lorek Byrnison.
–En otro mundo. Me llevará un buen rato contártelo.
–Pues ya puedes empezar.
Serafina le explicó lo que Lee Scoresby se había propuesto hacer: encontrar al hombre conocido como Stanislaus Grumman. Le explicó cómo lord Asriel había destruido la barrera entre los mundos, y algunas de las consecuencias de esa acción, como por ejemplo el deshielo de los glaciares. Le habló de la persecución de la bruja Ruta Skadi tras los ángeles, y trató de describir al oso-rey a esos seres voladores tal como Ruta se los había descrito a ella: la luz que brillaba a través de sus cuerpos, la cristalina claridad de su aspecto, la riqueza de su sabiduría.
Luego le refirió lo que había encontrado ella cuando respondió a la llamada de Lee.
–Realicé un encantamiento para evitar que su cuerpo se corrompiera -le explicó-. El encantamiento durará hasta que tú lo veas, si es que deseas verlo. Pero esto me inquieta, rey lorek. Todo me inquieta, pero sobre todo esto. – ¿Dónde está la niña?
–La dejé con mis hermanas, porque tuve que responder a la llamada de Lee. – ¿En ese mismo mundo?
–Sí. – ¿Cómo puedo llegar a él desde aquí?
Serafina se lo explicó. lorek la escuchó sin inmutarse y luego dijo:
–Iré a ver a Lee Scoresby. Luego debo partir hacia el sur. – ¿Hacia el sur?
–El hielo ha desaparecido de esas tierras. He estado pensando en ello, Serafina Pekkala. He fletado un barco.
Los tres zorros aguardaban con paciencia. Dos de ellos yacían en el suelo, con la cabeza apoyada sobre las patas, observando, mientras el otro permanecía sentado, escuchando la conversación entre Serafina y el rey-oso. Los zorros del Ártico, que eran unos animales carroñeros, comprendían algo de la lengua, pero su cerebro sólo era capaz de asimilar frases dichas en tiempo presente. La mayor parte de lo que decían lorek y Serafina les resultaba incomprensible. Además, cuando hablaban, prácticamente todo lo que decían era mentira, de modo que daba lo mismo aunque repitieran lo que habían oído. Nadie podía adivinar qué cosas eran ciertas, aunque los crédulos fantasmas de acantilado solían tragárselo casi todo, pese a las muchas decepciones que se habían llevado. Los osos y las brujas estaban acostumbrados a que los carroñeros se apoderaran de sus conversaciones, como hacían con los restos de carne que dejaban. – ¿Y tú qué piensas hacer, Serafina Pekkala? – inquirió lorek.
–Iré en busca de los giptanos -respondió ella-. Creo que vamos a necesitarlos.
–Ah, sí, lord Faa… -dijo el oso-. Son unos buenos luchadores. Ve en paz. lorek dio media vuelta, se zambulló en el agua sin hacer el menor ruido y comenzó a nadar en su constante e infatigable travesía hacia el nuevo mundo.
Al cabo de un rato, lorek Byrnison atravesó los ennegrecidos matorrales y las piedras agrietadas por el ardiente calor en los límites de un bosque abrasado por el fuego. El sol brillaba a través de la humeante bruma, pero el oso hizo caso omiso del sofocante calor, de la carbonilla que tiznaba su blanco pelaje y de los mosquitos que trataban en vano de hallar un trocito de piel que morder.
Había recorrido un largo trecho, y en un momento dado, durante su viaje, comprobó que nadaba hacia ese otro mundo. Notó cierto cambio en el sabor del agua y la temperatura del aire, pero éste seguía siendo respirable y el agua mantenía su cuerpo a flote, de modo que siguió nadando. Había dejado el mar a sus espaldas y se aproximaba al lugar que Serafina Pekkala le había descrito. lorek miró alrededor, escrutando con sus ojillos negros las rocas que resplandecían bajo el sol y los acantilados de piedra caliza que se alzaban frente a él.
Entre el límite del bosque abrasado y las montañas había una vertiente rocosa cubierta de pesados cantos rodados y guijarros, sembrada de fragmentos de metal retorcidos: unas vigas y unos puntales pertenecientes a una complicada máquina. lorek Byrnison los examinó con ojos de herrero y de guerrero, pero aquellos fragmentos no le servían para nada. Trazó con su poderosa garra una raya sobre un puntal menos dañado que los otros, y al percatarse de la mala calidad del metal dio media vuelta y siguió escrutando la montaña.
Entonces vio lo que andaba buscando: un angosto desfiladero que discurría entre los escarpados muros de un acantilado; y a la entrada, una roca ancha y baja. lorek trepó hacia ella. En el silencio percibió el crujido de unos huesos bajo sus gigantescas patas, porque muchos hombres habían muerto en aquel lugar para que los coyotes, los buitres y otros animales inferiores devoraron sus restos; pero el imponente oso hizo caso omiso y continuó trepando con cautela hacia la roca. El terreno era resbaladizo y él muy pesado; en más de una ocasión los cantos rodados se desprendían y le arrastraban ladera abajo en un amasijo de polvo y guijarros. Pero tan pronto como resbalaba comenzaba a ascender de nuevo, implacable y sistemáticamente, hasta alcanzar la roca, donde pisó un terreno más firme.
La roca estaba cubierta de impactos de bala. Todo cuanto la bruja le había dicho era cierto. Y para confirmarlo, una florecilla del Ártico, una sorprendente saxífraga purpúrea, crecía en una grieta de la roca, donde la bruja la había plantado a modo de señal. lorek Byrnison se dirigió hacia la parte superior de la roca. Era un buen lugar-donde refugiarse del enemigo de abajo, pero no lo suficientemente bueno pues entre la lluvia de balas que habían arrancado unos fragmentos de la roca algunas habían alcanzado su objetivo, alojándose en el cuerpo de un hombre que yacía yerto en la sombra.
Seguía siendo un cuerpo, no un esqueleto, porque la bruja lo había hechizado para impedir que se pudriera. lorek contempló el rostro de su viejo camarada, contraído en un rictus de dolor a causa de las heridas sufridas, y los orificios en su ropa por los que habían penetrado las balas.
El hechizo de la bruja no se extendía a la sangre que había manado de las heridas, pues los insectos y el viento la habían descompuesto por completo. Lee Scoresby no parecía dormido ni en paz sino como si hubiera muerto en combate, aunque sabiendo que su lucha había sido provechosa.
Y puesto que el aeronauta tejano era uno de los pocos humanos a quien lorek estimaba, aceptó complacido su último regalo. Con unos hábiles movimientos de sus zarpas, desgarró las ropas del muerto, abrió su cuerpo con un solo corte y comenzó a devorar la carne y la sangre de su viejo amigo.
Era la primera comida que probaba desde hacía días, y estaba famélico.
Pero una compleja red de pensamientos comenzó a tejerse en la mente del oso-rey, formada por más hilos que simplemente el hambre y la satisfacción.
Entre ellos estaba el recuerdo de la niña, Lyra, a la que lorek había puesto el nombre de Lenguadeplata y a quien había visto por última vez atravesando el frágil puente de nieve tendido sobre un precipicio en Svalbard, la isla donde él habitaba. Luego estaba la agitación entre las brujas, los rumores de pactos, alianzas y guerras; y el hecho de este nuevo mundo, por lo demás increíblemente extraño, y la insistencia de la bruja en que había muchos otros mundos semejantes a éste, y que la suerte de todos ellos dependía de alguna forma de la suerte que corriera la niña.
Por último estaba el asunto de la desaparición del hielo. lorek y su pueblo vivían sobre el hielo; el hielo era su hogar, su ciudadela. A partir de los gigantescos disturbios registrados en el Ártico, el hielo había empezado a fundirse, y lorek sabía que tenía que hallar una morada de hielo para su pueblo si no quería que todos perecieran. Lee le había informado de que en el sur había unas montañas tan altas que ni siquiera su globo podía volar sobre ellas, y que estaban coronadas de hielo durante todo el año.
Así pues, la próxima misión de lorek consistiría en explorar esas montañas.
Pero de momento algo más simple se había adueñado de su corazón, algo brillante, duro e inquebrantable: el afán de venganza. Lee Scoresby, que había rescatado a lorek del peligro en su globo y había luchado junto a él en el Ártico de su mundo, había muerto. lorek le vengaría. La carne y los huesos de aquel buen hombre le alimentarían y animarían a seguir adelante hasta haber derramado la suficiente sangre para aplacar su sed de venganza.
Cuando lorek terminó su festín, el sol comenzaba a declinar y el aire era más fresco.
Después de formar una pila con los restos, el oso se llevó la flor a los labios y la dejó caer sobre la pila, como hacían los humanos. El hechizo de la bruja se había roto; el resto del cuerpo de Lee estaba a disposición de quienquiera que se acercara. Pronto alimentaría a una docena de diferentes clases de animales.
A continuación lorek echó a andar colina abajo hacia el mar, en dirección al sur.
Los espectros de acantilado eran muy aficionados a la carne de zorro, cuando lograban hacerse con ella. Eran unos animalejos taimados y difíciles de atrapar, pero su carne era tierna y sabrosa.
Antes de matar al zorro que acababa de apresar, el espectro de acantilado lo dejó hablar, riéndose de su estúpida chachara. – ¡El oso ir al sur! ¡Juro! ¡Bruja preocupada! ¡Verdad! ¡Juro! ¡Prometo! – ¡Los osos no van al sur, zorro asqueroso! – ¡Juro que es verdad! ¡El rey debe ir al sur! Te mostraré una morsa gorda y suculenta… -¿El rey-oso se dirige al sur? – ¡Y los seres voladores tienen el tesoro! ¡Los seres voladores, los ángeles, tienen el tesoro de cristal! – ¿Unos seres voladores… como los espectros de acantilado? ¿Un tesoro?
–Como la luz, no como espectros de acantilado. ¡Ricos! ¡Cristal! Y la bruja estar preocupada…, arrepentida…, Scoresby estar muerto… -¿Muerto? ¿El hombre del globo está muerto? – Las carcajadas del espectro de acantilado resonaron a través de los secos riscos.
–Matarlo la bruja… Scoresby estar muerto, rey-oso ir al sur… -¡Conque Scoresby está muerto! ¡Ja, ja, ja, Scoresby está muerto!
El espectro de acantilado arrancó de un bocado la cabeza del zorro y se disputó con sus hermanos las entrañas. vendrán, en serio.
–Pero ¿dónde estás, Lyra?
Ella no podía responder aquella pregunta.
–Creo que estoy soñando, Roger -fue cuanto atinó a decir.
Ella vio detrás del niño más fantasmas, docenas, centenas de fantasmas, que los observaban sin perderse ni una palabra. – ¿ Y esa mujer? – preguntó Roger-. Espero que no haya muerto. Espero que se mantenga con vida durante tanto tiempo como sea posible. Porque si aparece por aquí, no habrá lugar donde ocultarnos, se apoderará de nosotros para siempre. Es lo único bueno que tiene el hecho de estar muerto: que ella no lo está. Aunque ya sé que un día morirá…
Lyra lo miró alarmada.
–Creo que estoy soñando, y no sé dónde está esa mujer -dijo Lyra-. Está cerca, y no puedo Ama y los murciélagos Ama, la hija del pastor, había guardado la imagen de la niña dormida en su recuerdo: no podía dejar de pensar en ella. No ponía en entredicho la verdad de lo que le había contado la señora Coulter.
Los brujos existían, sin duda alguna, y era más que probable que utilizaran hechizos y que una madre protegiera a su hija con aquella pasión y ternura. Ama sentía una admiración rayana en la veneración por la hermosa mujer de la cueva y su hija encantada.
Siempre que le era posible acudía al pequeño valle para hacerle algún recado, charlar con ella o simplemente escucharla, pues la mujer poseía un amplio repertorio de maravillosos cuentos. En cada ocasión abrigaba la esperanza de ver a la niña dormida, siquiera un instante, pero eso sólo había ocurrido una vez, y Ama se había resignado a que esto no volviera a suceder.
Y durante el tiempo que pasaba ordeñando a las ovejas, cardando e hilando la lana o moliendo cebada para el pan, Ama pensaba sin cesar en el hechizo que le habrían hecho a la niña y en el motivo. Como la señora Coulter nunca se lo había explicado, Ama daba rienda suelta a su imaginación.
Un día tomó un pan endulzado con miel y recorrió el trayecto de tres horas a pie hasta Cho-LungSe, donde había un monasterio. A base de zalamerías, de paciencia y de sobornar al portero con un pedazo del pan que llevaba, Ama consiguió una audiencia con el gran curandero Pagdzin tulku, quien había atajado un brote de fiebre blanca hacía un año y era inmensamente sabio.
Ama entró en la celda del venerable personaje y tras hacer una profunda reverencia le ofreció con toda la humildad de que fue capaz el pan de miel que le quedaba. El daimonion murciélago del monje bajó en picado y revoleteó rápidamente en torno a ella, asustando a Kulang, el daimonion de Ama, que se ocultó en su cabello, pero la niña procuró permanecer inmóvil y callada hasta que Pagdzín tulku tomó la palabra.
–Habla, niña, rápido, rápido -le exigió, agitando su larga barba gris con cada palabra.
En la penumbra, la barba y sus brillantes ojos era casi lo único que ella alcanzaba a ver. Cuando el daimonion del monje, más sosegado, se colgó de una viga del techo, Ama dijo:
–Por favor, Pagdzín tulku, deseo adquirir sabiduría. Me gustaría aprender a realizar hechizos y encantamientos. ¿Podéis enseñarme?
–No -contestó el monje.
Era la respuesta que Ama había previsto. – ¿Podríais entonces darme un remedio? – preguntó con humildad.
–Quizá. Pero no te explicaré en qué consiste. Puedo darte la medicina, pero no revelarte el secreto.
–De acuerdo, gracias, para mí es una bendición -respondió la niña, inclinándose repetidas veces. – ¿De qué enfermedad se trata y quién la padece? – inquirió el anciano.
–Es la enfermedad de sueño -respondió Ama-. La ha contraído el hijo del primo de mi padre.
Ama procedió con gran precaución e inteligencia al modificar el sexo del paciente, por si el curandero había oído hablar de la mujer de la cueva. – ¿Y cuántos años tiene ese niño?
–Dos años más que yo, Pagdzin tulku, doce años -respondió Ama, aunque no estaba segura de haber acertado-. Se pasa todo el rato dormido, no puede despertarse. – ¿Por qué no han venido a verme sus padres? ¿Por qué te han enviado a ti?
–Porque viven muy lejos, en el otro extremo de mi aldea, y son muy pobres, Pagdzin tulku. Yo me enteré ayer de la enfermedad de mi pariente, y decidí venir inmediatamente a pediros consejo.
–Debo ver al paciente y someterlo a un minucioso examen, además de consultar las posiciones que ocupaban los planetas en el momento en que se quedó dormido. Estas cosas no pueden hacerse de forma precipitada. – ¿No podéis darme alguna medicina que lo cure?
El daimonion murciélago se desprendió de la viga y revoloteó unos instantes con sus alas negras antes de aterrizar en el suelo, surcando como un relámpago la habitación una y otra vez a tal velocidad que Ama no pudo seguir su trayectoria. El curandero lo observó atentamente con sus relucientes ojos, y cuando el daimonion volvió a colgarse de la viga y plegó sus oscuras alas, el anciano se levantó y fue de un estante a otro, de un tarro a otro y de una caja a otra, tomando una cucharada de polvo aquí, agregando una pizca de hierbas allá, en el mismo orden en que el daimonion se había posado sobre ellos.
El monje vertió todos los ingredientes en un mortero y los machacó, al tiempo que murmuraba un encantamiento. Después dio un golpecito con la mano en el borde del mortero para desprender los últimos granos, y con un pincel mojado en tinta escribió unos caracteres en una hoja de papel.
Cuando la tinta se hubo secado, el monje vertió todo el polvo sobre la inscripción y dobló el papel, formando un paquetito cuadrado.
–Diles que apliquen un poco de este polvo con un pincel en las fosas nasales del niño dormido, para que lo inspire -dijo a Ama-, y se despertará. Hay que hacerlo con mucho cuidado, pues si le aplican demasiado de golpe, el niño podría ahogarse. Es preciso utilizar un pincel finísimo.
–Gracias, Pagdzin tuluk -dijo Ama tomando el pequeño paquete y guardándolo en el bolsillo de su camisa interior-. Ojalá tuviera otro pan de miel que ofreceros.
–Con uno me basta -dijo el curandero-. Ahora márchate, y la próxima vez que vengas, dime toda la verdad, no sólo una parte.
La niña hizo una profunda reverencia para ocultar su azoramiento, confiando en no haber dejado entrever demasiada información.
La tarde siguiente Ama se dirigió al valle tan pronto pudo, llevando un poco de arroz dulce envuelto en una hoja de llantén. Ardía en deseos de contarle a la mujer lo que había hecho, darle la medicina y recibir a cambio su gratitud y sus elogios; pero lo que más ansiaba era que la niña encantada despertara y le hablase. ¡Podrían ser amigas!
Al doblar el recodo del sendero y mirar hacia arriba no vio a ningún mono dorado ni a ninguna mujer sentada pacientemente a la entrada de la cueva. El lugar estaba desierto. Ama recorrió a la carrera los últimos metros, temerosa de que se hubieran marchado para siempre…, pero allí estaba la silla en la que se sentaba la mujer, los utensilios de cocina y todo lo demás.
Ama escrutó la oscuridad del interior de la cueva, con el corazón acelerado. La niña aún no había despertado. Ama distinguió en la penumbra la silueta del saco de dormir, la mancha de color más claro que correspondía al pelo de la niña y la curva blanca de su daimonion, que también estaba dormido.
Ama se acercó un poco más. No había duda: habían dejado sola a la niña.
De golpe se le ocurrió una idea tan alegre como una nota musical: ¿y si la despertaba antes de que regresara la mujer?
Apenas tuvo tiempo de experimentar la emoción de semejante perspectiva cuando percibió unos ruidos fuera. Sintió un escalofrío de culpabilidad y corrió a esconderse seguida por su daimonion detrás de un saliente en la roca, en un lado de la cueva. No debería estar allí, se dijo. Estaba espiando. Lo que hacía estaba mal.
El mono dorado se hallaba acuclillado en la entrada de la cueva, olfateando el aire y volviendo la cabeza de un lado a otro. Ama advirtió que enseñaba los dientes y que su daimonion se había refugiado tembloroso entre su ropa, transformado en ratón. – ¿Qué ocurre? – oyó que la mujer le preguntaba al mono. Al entrar, la cueva se oscureció-. ¿Ha venido la niña? Sí, ahí está la comida que ha dejado. Aunque no debería entrar aquí. Dispondremos un lugar en el sendero para que deje allí la comida.
Sin dirigir siquiera una mirada a la niña dormida, la mujer se agachó para atizar el fuego y puso un cazo de agua a calentar mientras su daimonion permanecía agazapado cerca de ella, vigilando el sendero. De vez en cuando el daimonion se levantaba y paseaba la vista por la cueva, y Ama, con los músculos agarrotados debido a la incómoda postura, lamentaba no haber esperado fuera. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer atrapada en el escondrijo?
La mujer echó unas hierbas y unos polvos en el agua que había puesto a calentar. Ama percibió el penetrante aroma del vapor de la tisana. Al cabo de un rato Ama oyó un ruido en el fondo de la cueva: la niña se revolvía y murmuraba algo. Al volver la cabeza, Ama vio que la pequeña no cesaba de moverse de un lado a otro al tiempo que se tapaba los ojos con el brazo. ¡Estaba despertando! ¡Y la mujer no se había dado cuenta!
Sin duda había oído moverse a la pequeña, porque levantó la vista durante unos segundos, pero enseguida volvió a concentrar su atención en las hierbas y el agua que hervía. Por fin vertió la decocción en un cubilete y la dejó reposar. Después se volvió hacia la niña.
Aunque no comprendía ni una palabra de lo que decía, las escuchó con creciente extrañeza y recelo.
–Tranquilízate, tesoro -dijo la mujer-. No te inquietes. Estás a salvo.
–Roger… -musitó la niña, semidespierta-. ¡Serafina! ¿Dónde ha ido Roger…? ¿Dónde está?
–Aquí no hay nadie salvo nosotras -respondió su madre con tono arrullador-. Incorpórate y deja que mamá te lave. Anda, cariño…
Ama observó que la niña intentaba apartar a su madre, pero la mujer mojó una esponja en un cuenco de agua y le lavó la cara y el cuerpo antes de secarla con delicadeza.
Para entonces la niña estaba casi despierta, y la mujer tuvo que actuar con rapidez. – ¿Dónde está Serafina? ¿Y Will? ¡Ayudadme, ayudadme! No quiero dormir… ¡No, no! ¡No quiero! ¡No!
La mujer sostuvo firmemente el cubilete con una mano mientras con la otra trataba de alzar la cabeza de Lyra.
–No te inquietes, tesoro. Tranquilízate… Anda, bébete la tisana.
Pero la niña hizo un movimiento brusco y a punto estuvo de derramar el brebaje. – ¡Déjame en paz! – gritó-. ¡Quiero irme de aquí! ¡Deja que me vaya! ¡Ayúdame, Will, te lo suplico…!
La mujer sujetó a la niña del pelo, obligándola a inclinar la cabeza hacia atrás, y le acercó el cubilete a la boca. – ¡No quiero! ¡Si te atreves a tocarme, lorek te arrancará la cabeza! ¿Dónde estás, lorek? ¡No me lo beberé!
De pronto, a una orden de la mujer, el mono dorado saltó sobre el daimonion de Lyra, aferrándolo con sus negros dedos. El daimonion fue cambiando de aspecto a una velocidad increíble: gatoserpienterata-zorro-pájaro-lobo-guepardo-lagarto-turón…
Pero el mono no cedió, hasta que Pantalaimon se transformó en un puerco espín.
Entonces el mono lanzó un chillido y soltó al daimonion. Tres largas púas se le quedaron clavadas en la pata. La señora Coulter soltó un gruñido y con la mano libre propinó una bofetada a Lyra, un revés que la derribó al suelo; y antes de que Lyra se hubiera recobrado, la mujer le puso el cubilete en la boca, obligándola a beber.
Ama sintió deseos de taparse los oídos: los tragos a la fuerza, los lloros, las toses, los hipidos, las súplicas y las bascas le resultaban insoportables. Sin embargo poco a poco fueron cesando. Sólo se oía algún que otro sollozo entrecortado pues la niña volvía a sumirse en el sueño… ¿Un sueño inducido por un encantamiento… o por envenenamiento? ¡Un sueño engañoso producido por una droga! Ama vio que en el cuello de la niña se materializaba una franja blanca cuando su daimonion se transformó, no sin esfuerzo, en un largo y sinuoso animal de piel blanquísima, ojos negros relucientes, y con una mancha negra en la punta de la cola, que se instaló junto a su cuello.
La mujer se puso a entonar en voz baja canciones de cuna al tiempo que apartaba el cabello de la frente de la niña, le enjugaba el rostro empapado en sudor y canturreaba unas tonadas. Ama se dio cuenta de que la mujer no sabía la letra pues lo único que pronunciaba con voz melosa era una absurda retahila de sílabas como la-la-la, ba-ba-bu-bu.
Por fin la mujer calló e hizo algo de lo más curioso: recortó el pelo de la niña con unas tijeras, moviéndole la cabeza de un lado a otro para observar el efecto, sin que la pequeña despertara.
Luego tomó un rizo rubio oscuro y lo guardó en un pequeño guardapelo de oro que llevaba colgado del cuello. Ama adivinó el motivo: iba a utilizarlo para realizar otro truco mágico. Pero entonces la mujer se lo acercó a los labios. ¡Qué extraño!
El mono dorado acabó de quitarse las púas de puerco espín y dijo algo a la mujer, que alargó la mano para atrapar a uno de los murciélagos que dormían colgados del techo de la cueva. El animalito negro agitó las alas y se quejó con una vocecilla aguda que taladró los oídos de Ama.
Luego la mujer entregó el murciélago al daimonion, y éste tiró de una de las alas negras hasta que se partió y quedó suspendida de un tendón blanco, mientras el murciélago moribundo y sus compañeros batían las alas tan angustiados como desconcertados. Acto seguido se oyeron algunos crujidos y chasquidos mientras el mono dorado despedazaba al animalito y la mujer se recostaba con aire malhumorado sobre su saco de dormir junto al fuego y se ponía a comer con parsimonia una chocolatina.
Pasó bastante rato. La luz se fue disipando y apareció la luna, y la mujer y su daimonion se quedaron dormidos.
Ama, con el cuerpo rígido y dolorido, salió sigilosamente de su escondite, pasó de puntillas junto a ellos y procuró no hacer el menor ruido hasta haber recorrido un buen trecho.
Aterrorizada, bajó corriendo por el estrecho sendero acompañada por su daimonion, que volaba junto a ella transformado en lechuza. El aire límpido y fresco, el constante movimiento de las copas de los árboles, el resplandor de la luna que se reflejaba en las nubes y el millón de estrellas la calmaron un poco.
La niña se detuvo al divisar las casitas de madera de la aldea. Su daimonion se posó en su puño. – ¡Esa mujer ha mentido! – exclamó Ama-. ¡Nos ha mentido! ¿Qué podemos hacer, Kulang? ¿Decírselo a papá? ¿Qué hacemos?
–No se lo digas -respondió el daimonion-. Sólo acarrearía más problemas. Tenemos la medicina.
Podemos despertarla. Iremos a la cueva cuando la mujer se haya ausentado, despertaremos a la niña y nos la llevaremos.
La idea los atemorizó. Pero había sido expresada, el paquetito de papel estaba a buen recaudo en el bolsillo de Ama y sabían como utilizarlo. – despertarme, no la veo… Creo que está cerca…, me ha hecho daño… -¡No temas, Lyra! Si tú también tienes miedo, me volveré loco…
Ambos intentaron abrazarse con fuerza, pero sus brazos sólo estrecharon el aire. Lyra trató de expresar lo que pretendía decir:
–Lo único que deseo es despertarme… Tengo miedo de quedarme dormida para siempre y morirme. ¡Quiero despertar! ¡Quiero estar viva y despierta aunque sólo sea una hora! No sé si esto es real o no, ni siquiera… Pero yo te ayudaré, Roger. ¡Te lo juro!
–Pero si estás soñando, Lyra, cuando despiertes quizá no lo creas. Eso es lo que me ocurriría a mí, creería que se trataba de un sueño. – ¡No! – protestó Lyra furiosa, y aunque estaba dormida.
–Tú no crees que yo haría eso, Roger, así que no lo digas. Conseguiré despertarme, y no lo olvidaré, te lo aseguro.
Lyra miró alrededor, pero sólo vio unos ojos desmesuradamente abiertos y unos rostros angustiados, pálidos, morenos, viejos, jóvenes, todos los muertos que se agolpaban allí, en silencio y consternados.
El rostro de Roger mostraba una expresión distinta, confiada. – ¿Por qué tienes esa cara? – preguntó Lyra-. ¿Por qué no estás angustiado como ellos? ¿Por qué no has perdido la esperanza?
–Porque tú eres Lyra.
De pronto la niña recordó lo que significaba. Se sintió mareada, incluso en sueños; tenía la sensación de llevar un pesado fardo sobre sus hombros. Y para acabar de complicar las cosas, notó que volvía a sumirse en un profundo sueño y que el rostro de Roger se desvanecía en la sombra.
–Bueno, yo… sé que hay mucha gente de nuestro lado, como la doctora Malone… Roger, ¿sabías que existe otro Oxford como el nuestro? Yo… la encontré en… Ella nos habría ayudado… Pero en realidad sólo existe unapersona que…
Le resultaba casi imposible ver al niño, y sus pensamientos divagaban y se alejaban como ovejas por un prado.
–Pero podemos fiarnos de él, Roger-añadió Lyra, con un último esfuerzo-, porque es Will.
La torre inexpugnable Un lago de azufre ardiendo se extendía a lo largo de un inmenso cañón, exhalando sus mefíticos vapores en violentas rachas y eructos, interceptando el paso a la solitaria figura alada que se había detenido en la orilla.
Si remontaba el vuelo, los espías del enemigo, que le habían perdido la pista después de localizarlo, darían de nuevo con él; pero si permanecía en tierra, le llevaría tanto tiempo salvar aquel hediondo pozo que el mensaje que portaba llegaría con retraso.
No le quedaba más remedio que arriesgarse. La figura esperó hasta que una nube de pestífero humo brotó de la superficie amarilla y se elevó en el aire.
Cuatro pares de ojos situados en distintos puntos del cielo observaron el breve movimiento, y al instante cuatro pares de alas comenzaron a batir con fuerza contra el aire contaminado por el pestilente humo, propulsando a los observadores hacia la nube.
Acto seguido se inició una persecución en la que los perseguidores no alcanzaban a ver a su presa, y la presa no veía nada en absoluto. El primero en salir de la nube en el extremo opuesto del lago tendría ventaja, lo cual equivalía a salvarse, o en todo caso a acabar con el enemigo.
El volador solitario, para su desgracia, alcanzó el aire limpio unos segundos después que uno de sus perseguidores. Ambos se enzarzaron de inmediato en una lucha, arrastrando tras ellos unas nubes de vapor y de humo pestilente que les produjo mareos. Al principio la presa ganó terreno, pero de pronto otro cazador consiguió librarse de la nube, y en una breve y feroz pelea los tres contendientes, retorciéndose en el aire como llamas, se elevaron y descendieron, una y otra vez hasta que por fin cayeron entre las rocas del lado opuesto del lago. Los otros dos cazadores no lograron salir de la nube.
En el extremo occidental de una cordillera de montañas aserradas, en una cima desde la que se contemplaba un impresionante panorama de la planicie y del valle situado detrás, se elevaba una fortaleza de basalto que parecía brotar de la misma montaña, como escupida por un volcán.
En unas gigantescas cavernas situadas debajo de las escarpadas murallas guardaban y clasificaban toda clase de provisiones; en los arsenales y almacenes calibraban, montaban y ponían a prueba distintos artilugios de guerra; en las herrerías instaladas al pie de la montaña, los fuegos volcánicos alimentaban unas colosales fraguas donde fundían fósforo y titanio, combinados en unas aleaciones desconocidas y jamás utilizadas hasta la fecha.
En el flanco más expuesto de la fortaleza, en un punto situado a la sombra de un contrafuerte, donde los muros de basalto se elevaban en vertical como residuos de antiguas cascadas de lava, había una pequeña puerta, una barbacana donde un centinela vigilaba día y noche e impedía la entrada a todo forastero.
Mientras se efectuaba el cambio de guardia en los baluartes, el centinela pateó el suelo un par de veces y se golpeó con las manos enguantadas los antebrazos para entrar en calor, pues era la hora más fría de la noche y la pequeña lámpara de queroseno que había a su lado no calentaba nada. Su relevo tardaría diez minutos en llegar, y el hombre aguardaba con impaciencia la taza de chocolate, el cigarrillo y la cama.
Lo que menos esperaba era oír unos golpecitos en la puerta.
Pero el centinela estaba alerta y se apresuró a mirar por la mirilla, al tiempo que abría la espita que permitió un resplandor de queroseno más allá de la luz piloto en el exterior del contrafuerte.
Entonces pudo ver a tres figuras encapuchadas que portaban a una cuarta, cuya forma no permitía adivinar si se trataba de un hombre o de una mujer, y que parecía enferma o herida.
La figura que precedía a las otras se quitó la capucha. Aunque el centinela conocía aquel rostro, dio el santo y seña y dijo:
–Lo hallamos junto al lago de azufre. Dice que se llama Baruch. Trae un mensaje urgente para lord Asriel.
El centinela abrió la puerta. Su daimonion terrier se estremeció cuando las tres figuras introdujeron a la cuarta, no sin dificultad, a través de la angosta entrada.
Luego el daimonion lanzó un quedo e involuntario aullido, que se apresuró a reprimir cuando vio que la cuarta figura era un ángel herido: un ángel de rango inferior y escaso poder, pero un ángel al fin y al cabo.
–Instaladlo en el cuarto de la guardia -dijo el centinela, e hizo girar la manivela de la campana teléfono y comunicó la novedad al oficial de guardia.
En la muralla más alta había una torre inexpugnable. Constaba tan sólo de una escalera que conducía a unas habitaciones con ventanas que daban al norte, sur, este y oeste. La más espaciosa estaba amueblada con una mesa, unas sillas y un arcón que contenía mapas; la segunda con un camastro, y la tercera consistía en un cuarto de baño.
Lord Asriel estaba sentado en la torre, ante el capitán de sus espías, con un montón desordenado de papeles de por medio. Una lámpara de queroseno pendía sobre la mesa, y un brasero que contenía unos carbones encendidos ahuyentaba el frío de la noche. Junto a la puerta había un halcón azul encaramado en una percha.
El capitán de espías se llamaba lord Roke. Tenía un aspecto chocante: su estatura no superaba el palmo de la mano de lord Asriel y era delgado como una libélula. Sin embargo, los demás capitanes de lord Asriel lo trataban con gran respeto, pues estaba provisto de aguijones venenosos en los espolones de los talones.
Tenía por costumbre sentarse en la mesa y rechazar con una lengua altanera y malévola todo gesto que no encerrara una extremada cortesía. Tanto él como los de su especie, los gallivespianos, poseían pocas de las cualidades inherentes a los buenos espías, con la salvedad de su excepcional tamaño: eran tan arrogantes y quisquillosos que de haber tenido la misma talla que lord Asriel jamás habrían pasado inadvertidos.
–Sí -dijo con voz clara y aguda, y unos ojos relucientes como dos gotas de tinta-, he podido averiguar algo sobre su hija, mi señor Asriel. Evidentemente, sé más que usted.
Lord Asriel clavó sus ojos en él, y el hombrecillo comprendió en el acto que había abusado de la cortesía de su superior. La fuerza de la mirada de lord Asriel lo golpeó como un dedo, de forma que perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en la copa de vino de lord Asriel para no caer. Lord Asriel adoptó de nuevo una expresión afable y virtuosa, como solía mostrar su hija, y a partir de aquel momento lord Roke procedió con más cautela.
–Sin duda -dijo lord Asriel-. Pero por motivos que no comprendo, la niña acapara la atención de la iglesia y deseo saber por qué. ¿Qué dicen de ella?
–En el Magisterium se barajan todo tipo de conjeturas; unos aseguran una cosa, otras indagan por otro lado, y todos tratan de impedir que sus hallazgos lleguen a oídos de los demás. Las ramas más importantes son el Tribunal Consistorial de Disciplina y la Sociedad de la Obra del Espíritu Santo.
Y yo -agregó lord Roke- tengo espías en ambas. – ¿Se ha convertido usted en miembro de la Sociedad? – dijo lord Asriel-. Le felicito. Normalmente es impenetrable.
–El espía que tengo en la Sociedad es lady Salmakia -explicó lord Roke-, una agente muy astuta.
Consiguió acercarse al daimonion de un sacerdote, un ratón, mientras éste dormía, y le sugirió que ejecutara un rito prohibido que había leído en un libro de sortilegios, destinado a invocar la presencia de la Sabiduría. En el momento álgido, lady Salmakia apareció ante el sacerdote. El hombre está convencido de que puede comunicarse con la Sabiduría siempre que quiera, y que ésta posee la forma de una gallivespiana y vive en su biblioteca. – ¿Y qué ha averiguado su espía? – preguntó lord Asriel con una sonrisa.
–En la Sociedad creen que su hija es la niña más importante que jamás ha existido. Están convencidos de que dentro de poco va a producirse una grave perturbación, y que el destino de todo depende de cómo se comporte ella en ese momento. En cuanto al Tribunal Consistorial de Disciplina, actualmente está llevando a cabo unas indagaciones y dispone de testigos de Bolvangar y otros lugares. Mi espía en el tribunal, el caballero Tialys, permanece en contacto conmigo todos los días por medio del resonador de magnetita, y me informa puntualmente de cuanto averigua. En resumen, creo que la Sociedad de la Obra del Espíritu Santo no tardará en descubrir dónde se encuentra la niña, pero no hará nada al respecto. El Tribunal Consistorial tardará algo más en averiguarlo, pero cuando lo haga actuará con presteza y eficacia.
–Deseo que me informe en cuanto sepa algo más. Tras hacer una reverencia, lord Roke chascó los dedos. El pequeño halcón azul posado en la percha contigua a la puerta desplegó las alas y voló hasta la mesa. El ave iba provista de brida, silla y estribos.
Lord Roke montó rápidamente y ambos salieron volando a través de la ventana que lord Asriel les acababa de abrir.
Lord Asriel la dejó abierta unos instantes, pese al gélido aire que soplaba, y se apoyó en el alféizar, acariciando las orejas de su daimonion -Ella vino a verme a Svalbard y no le hice caso -dijo-. ¿Recuerdas qué impresión me llevé? Yo necesitaba un sacrificio, y la primera niña que se presentó era mi propia hija… Pero cuando vi que iba acompañada de un niño, lo cual significaba que estaba a salvo, me tranquilicé. ¿Cometí un error fatal? No volví a pensar en ella después de ese episodio, pero por lo visto es importante, Stelmaria.
–Tratemos de pensar con claridad -respondió el daimonion-. ¿Qué puede hacer ella?
–Lo que se dice hacer… no mucho. ¿Pero crees que sabe algo?
–Sabe leer el aletiómetro, tiene acceso a muchos datos.
–Eso no tiene nada de particular. Otros también saben hacerlo. ¿Dónde demonios se habrá metido?
De pronto se oyeron unos golpes en la puerta, y lord Asriel se volvió rápidamente.
–Milord -dijo el oficial-, acaba de presentarse un ángel, herido, en la puerta oeste. Insiste en hablar con usted.
Unos instantes después, Baruch fue trasladado en el camastro a la habitación principal. Habían llamado a un ordenanza médico, aunque saltaba a la vista que había pocas esperanzas: el ángel estaba herido de gravedad, tenía las alas desgarradas y los ojos vidriosos.
Lord Asriel se sentó junto a él y arrojó un puñado de hierbas sobre los carbones del brasero. Tal como había constatado Will al contemplar el humo de su fogata, aquello tenía el efecto de definir el cuerpo del ángel y permitía verlo con mayor nitidez.
–Bien, señor -dijo lord Asriel-, ¿qué tiene que decirme?
–Tres cosas. Le ruego que me permita exponerlas antes de hablar. Me llamo Baruch. Mi compañero Balthamos y yo pertenecemos al bando rebelde, y nos sentimos atraídos por su bandera en cuanto usted la izó. Pero queríamos traerle algo valioso, porque nuestro poder es escaso, y hace poco logramos penetrar en el corazón de la Montaña Nublada, la ciudadela que ocupa la Autoridad en el remo. Averiguamos…
El ángel se detuvo un momento para aspirar el humo de las hierbas, que parecía darle fuerzas.
Luego prosiguió:
–Averiguamos la verdad sobre la Autoridad. Averiguamos que se ha retirado a una cámara de cristal situada en las entrañas de la Montaña Nublada, y que ya no se ocupa de los asuntos cotidianos del Reino, sino que se dedica a meditar sobre misterios más profundos. En su lugar gobierna un ángel llamado Metatron. Tengo motivos para conocer a ese ángel, aunque cuando lo conocí…
Baruch se detuvo. Lord Asriel lo fulminó con la mirada, pero contuvo su ira y esperó a que continuara.
–Metatron es orgulloso -prosiguió Baruch cuando hubo recuperado un poco las fuerzas-, y su ambición ilimitada. La Autoridad lo eligió hace cuatro mil años para ser su Regente, y ambos trazaron unos planes. Ahora han ideado un nuevo plan, que mi compañero y yo logramos descubrir.
La Autoridad considera que los seres conscientes de cada especie se han vuelto peligrosamente independientes, de modo que Metatron va a intervenir de forma más activa en los asuntos relativos a los humanos. Se ha propuesto alejar en secreto a la Autoridad de la Montaña Nublada a una ciudadela permanente situada en otro lugar, y convertir la montaña en una máquina de guerra. En opinión de Metatron, las iglesias de todos los mundos son corruptas y débiles, muy dispuestas a contemporizar… Metatron quiere instaurar una inquisición permanente en cada mundo, dirigida directamente desde el Reino. Y su primera campaña consistirá en destruir la república de usted…
El ángel y el hombre temblaban, pero uno debido a su estado de postración y el otro a la agitación que había hecho presa en él.
Baruch hizo acopio de las fuerzas que le quedaban, y prosiguió.
–La segunda cosa es la siguiente: existe una daga capaz de practicar unas aberturas entre los distintos mundos y lo que éstos contengan. Posee un poder ilimitado, pero sólo en manos de alguien que sepa utilizarla. Y esa persona es un niño…
El ángel se detuvo una vez más para recuperar el resuello. Estaba asustado; se sentía desfallecer.
Lord Asriel advirtió los esfuerzos que hacía para conservar la compostura y esperó angustiado, aferrando con fuerza los brazos del sillón, hasta que Baruch recobró las suficientes energías para proseguir.
–Mi compañero está ahora con ese niño. Queremos traérselo, pero el niño se ha negado porque…
Ésta es la tercera cosa que debo decirle: el niño y su hija se han hecho amigos. Y el niño se niega a venir a verle a usted hasta que haya dado con ella. Ella está… -¿Quién es ese niño?
–El hijo del chamán, Stanislaus Grumman.
Lord Asriel se llevó tal sorpresa que se puso en pie como impulsado por un resorte, levantando una oleada de humo en torno al ángel. – ¿Grumman tenía un hijo? – preguntó.
–Grumman no nació en el mundo de usted. Y su verdadero nombre no era Grumman. Mi compañero y yo llegamos hasta él debido al deseo de Grumman de hallar la daga. Le seguimos, sabiendo que acabaría conduciéndonos hasta ella y su portador, con intención de traérsela a usted.
Pero el niño se negó a…
Baruch tuvo que interrumpir de nuevo su relato. Lord Asriel volvió a sentarse, maldiciendo su impaciencia, y arrojó otro puñado de hierbas al fuego. Su daimonion yacía junto a él, moviendo lentamente la cola sobre el suelo de roble, sin apartar sus ojos dorados del ángel, desencajado por el dolor. Baruch respiró hondo varias veces, lentamente. Lord Asriel guardó silencio. Sólo se oía el ruido de la cuerda en el asta de la bandera.
–Tómese el tiempo que necesite – dijo lord Asriel amablemente -. ¿Sabe usted dónde se encuentra mi hija?
–En el Himalaya… en su propio mundo – murmuró Baruch -. Unas montañas gigantescas. Una cueva próxima a un valle surcado por el arco iris…
–Una gran distancia desde aquí en ambos mundos. Ha volado muy deprisa.
–Es el único don que poseo – dijo Baruch -, salvo el amor de Balthamos, a quien no volveré a ver.
–Si usted la encontró con tanta facilidad…
–Cualquier ángel puede hacerlo.
Lord Asriel sacó un enorme atlas del arcón de los mapas y después de abrirlo buscó las páginas en que aparecía el Himalaya. – ¿Puede ser más preciso? – preguntó a Baruch -. ¿Puede mostrarme con exactitud el lugar?
–Con la daga… – dijo el ángel balbuceando, y lord Asriel se percató de que comenzaba a perder la lucidez -. Con la daga puede entrar y salir de cualquier mundo cuando lo desee… El chico se llama Will. Pero él y Balthamos corren un grave peligro… Metatron sabe que poseemos su secreto. Nos persiguieron… Me capturaron a mí solo en los límites del mundo de usted… Yo era su hermano…
Así es como dimos con él en el corazón de la Montaña Nublada. Antiguamente Metatron era Enoch, hijo de Jared, hijo a su vez de Mahalalel… Enoch tenía muchas esposas. Le gustaban los placeres carnales… Mi hermano Enoch me repudió porque… Ay, querido Balthamos… -¿Dónde está la niña?
–Sí, sí. Una cueva… Su madre… Un valle inundado por el viento y el arco iris… unas banderas sobre el templo, desgarradas…
El ángel se incorporó para mirar el atlas.
En ese momento el daimonion onza se levantó de un salto y se dirigió rápidamente hacia la puerta, pero fue demasiado tarde: el ordenanza que acababa de llamar abrió sin esperar a que le invitaran a entrar. Así era como hacían las cosas; nadie tenía la culpa; pero al observar la expresión del soldado, lord Asriel se volvió y vio a Baruch temblando debido al esfuerzo que le suponía mantener el control de su maltrecho cuerpo. De pronto una ráfaga de aire penetró por la puerta abierta y se abatió sobre el camastro, y las partículas de la forma del ángel, desprendidas por su intenso debilitamiento, se elevaron en un caótico remolino y desaparecieron. – ¡Balthamos! – susurró una voz en el aire.
Lord Asriel apoyó la mano en el cuello de su daimonion. Al notar sus temblores, la onza lo calmó.
Luego lord Asriel se volvió hacia el ordenanza.
–Milord, le suplico…
–Usted no ha tenido la culpa. Transmita mis saludos al rey Ogunwe. Me complacería que se personara aquí en el acto. También me gustaría que estuviera presente el señor Basilides, con el aletiómetro. Por último, quiero que el escuadrón n.° 2 de girópteros, armado y provisto de combustible, se disponga a partir de inmediato hacia el suroeste. Le enviaré más órdenes en cuanto haya despegado.
El ordenanza saludó, y tras dirigir una breve e inquieta mirada al camastro vacío, salió de la habitación y cerró la puerta tras él.
Lord Asriel asestó un golpe seco en la mesa con un compás de metal y se acercó a la ventana orientada hacia el sur. A sus pies, los eternos fuegos teñían con su resplandor y su humo la atmósfera que comenzaba a oscurecer; incluso a aquella gran altura se percibía el ruido de los martillos que transportaba el viento.
–Bien, hemos aprendido mucho, Stelmaria -dijo lord Asriel con voz queda.
–Pero no lo suficiente.
En ese momento se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció el aletiometrista. Era un hombre delgado y pálido, de mediana edad. Se llamaba Teukros Basilides, y su daimonion era un ruiseñor.
–Buenas tardes, señor Basilides – -le saludó lord Asriel-. Tenemos un problema, y quiero que deje lo que esté haciendo para dedicarle toda su atención.
Acto seguido lord Asriel explicó al hombre lo que Baruch le había contado y le mostró el atlas.
–Localice la cueva -le ordenó-. Consígame las coordenadas con la máxima precisión. Se trata de una tarea de suma importancia. Empiece ahora mismo, por favor. descargó una patada en el suelo con tal violencia que el pie le dolió.
Absolución preventiva Y ahora, fray Pavel -dijo el inquisidor del Tribunal Consistorial de Disciplina-, quiero que reproduzca exactamente, a ser posible, las palabras que oyó decir a la bruja.
Los doce miembros del tribunal observaron a la tenue luz de la sala al clérigo que ocupaba el estrado, el último de los testigos. Tenía el aspecto de un hombre instruido y su daimonion presentaba la forma de una rana. El tribunal llevaba ya ocho días escuchando las pruebas del caso, en el antiguo colegio de altas torres de San Jerónimo.
–No puedo repetir las palabras exactas de la bruja -respondió fray Pavel con tono cansino-. Tal como dije ayer ante este tribunal, nunca había visto torturar a nadie, así que me mareé y tuve náuseas. Por tanto no puedo repetir exactamente lo que dijo la bruja, pero recuerdo su sentido. Dijo que los clanes del norte habían identificado a la niña Lyra como la protagonista de una profecía que conocían desde hace mucho tiempo. En sus manos tenía el poder para tomar una decisión capital, de la que dependía el futuro de todos los mundos.
Además, dijo, había un nombre que evocaba un caso paralelo, que haría que la iglesia la odiara y temiera. – ¿Reveló la bruja ese nombre?
–No. Antes de que lo pronunciara, otra bruja, que había asistido al interrogatorio bajo un hechizo que la hacía invisible, consiguió matarla y escapar.
–Es decir que en aquella ocasión la señora Coulter no pudo haber oído el nombre. – Así es. – ¿Y poco después la señora Coulter se marchó?
–En efecto. – ¿Qué descubrió usted más tarde?
–Averigüé que la niña se había trasladado a ese otro mundo que había abierto lord Asriel y que allí había conseguido la ayuda de un niño que posee, o sabe utilizar, una daga de extraordinarios poderes – dijo fray Pavel, y carraspeó nervioso antes de proseguir -: ¿Puedo hablar con entera libertad ante este tribunal?
–Con absoluta libertad, fray Pavel – respondió el presidente con voz áspera y enérgica -. No recibirá castigo alguno por decirnos lo que haya oído de labios de otros. Continúe, por favor.
–La daga que tiene en su poder ese niño – prosiguió el clérigo, ya más tranquilo – es capaz de practicar aberturas entre los mundos. Además posee un poder más portentoso aún… Discúlpenme, pero lo que digo me causa temor… Es capaz de matar a los ángeles de rangos superiores y a los entes que están por encima de ellos. No hay nada que esa daga no pueda destruir.
El clérigo sudaba y temblaba hasta tal punto que su daimonion rana se cayó por el borde de la barandilla de los testigos. Con una exclamación de dolor, fray Pavel se apresuró a recogerla y dejó que bebiera un sorbo del agua del vaso que había frente a él. – ¿Y siguió indagando sobre la niña? – preguntó el inquisidor -. ¿Descubrió el nombre al que se había referido la bruja?
–Sí. De nuevo solicito la autorización del tribunal para…
–La tiene – respondió al instante el presidente -. No tema. Usted no es un hereje. Informe de lo que ha averiguado y no pierda más tiempo.
–Les ruego que me disculpen. La niña se encuentra en la situación de Eva, la esposa de Adán, la madre de todos nosotros, y la causa de todos los pecados.
Las taquígrafas que tomaban nota de cuanto se decía eran monjas de la orden de san Filomel, que habían hecho voto de silencio. Pero al oír las palabras de fray Pavel una de ellas lanzó una breve exclamación, y todas se apresuraron a santiguarse. Fray Pavel hizo un gesto de disgusto y prosiguió:
–Tengan presente que el aletiómetro no realiza augurios. Dice que en caso de que la niña sea tentada, como lo fue Eva, es probable que sucumba. Todo depende de las consecuencias. Y si esa tentación se produce, y la niña cede ante ella, triunfarán el Polvo y el pecado.
En la sala se hizo un profundo silencio. El pálido sol que penetraba por las grandes vidrieras contenía en sus rayos oblicuos un millón de motas doradas, pero se trataba de polvo, no del Polvo, aunque más de uno de los miembros del tribunal había visto en ellas una imagen de aquel otro Polvo invisible que llegaba de todas partes y se posaba sobre todo ser humano, por muy escrupulosamente que éste respetara las leyes.
–Para terminar, fray Pavel -dijo el inquisidor-, díganos lo que sepa sobre el paradero actual de la niña.
–La niña está en manos de la señora Coulter -respondió el clérigo-. Se encuentran en el Himalaya.
Muy lejos, es cuanto puedo decirles. Ahora mismo iré a pedir una localización más precisa, y en cuanto la consiga se la comunicaré al tribunal, pero…
Fray Pavel se detuvo, encogido de miedo, y se llevó el vaso a los labios con mano trémula. – ¿Sí, fray Pavel? – dijo el padre MacPhail-. No debe ocultarnos nada.
–Creo, padre presidente, que la Sociedad de la Obra del Espíritu Santo sabe más sobre el asunto que yo.
Fray Pavel hablaba en voz tan baja que resultaba casi inaudible. – ¿De veras? – preguntó el presidente con feroz mirada.
El daimonion de fray Pavel lanzó un breve gemido de rana. El clérigo estaba al tanto de la rivalidad que existía entre las distintas ramas del Magisterium, y no ignoraba el peligro de verse atrapado en el fuego cruzado, aunque más peligroso aún era ocultar lo que sabía.
–Creo -continuó sin cesar de temblar- que tardarán mucho menos en averiguar el lugar exacto donde se encuentra la niña. Poseen unas fuentes de información que a mí me están vedadas.
–Es cierto -dijo el inquisidor-. ¿Le ha hablado de esto el aletiómetro?
–Sí.
–Muy bien. Fray Pavel, conviene que continúe con esta línea de indagación. Cualquier cosa que necesite en materia de asistencia clerical o secretarial, no tiene más que pedirla. Puede abandonar el estrado.
Fray Pavel hizo una reverencia, recogió sus notas y abandonó la sala con su daimonion rana posado en el hombro.
El padre MacPhail golpeó con un lápiz el banco de roble que tenía delante.
–Hermana Agnés, hermana Mónica, pueden marcharse. Tengan la bondad de hacer llegar las transcripciones a mi escritorio al final del día.
Las dos monjas hicieron una inclinación de cabeza y se fueron. – Caballeros -dijo el presidente, utilizando la forma de tratamiento propia del Tribunal Consistorial-, se levanta la sesión.
Los dos miembros del tribunal, desde el más viejo (el padre Makepwe, renqueante y con los ojos acuosos) al más joven (el padre Gómez, pálido y tembloroso debido a su ferviente fanatismo), recogieron sus papeles y siguieron al presidente hasta la sala del consejo, donde podían instalarse unos frente a otros en torno a una mesa y hablar con total reserva.
El presidente del Tribunal Consistorial era un escocés llamado Hugh MacPhail. Lo habían elegido joven. El cargo de presidente era vitalicio, y puesto que el padre MacPhail tenía poco más de cuarenta años, era de prever que sería quien configurara el destino del Tribunal Consistorial y con ello el de la totalidad de la iglesia, durante muchos años. Era un hombre de aspecto sombrío, alto e imponente, con una espesa mata de pelo gris, y habría sido obeso de no ser por la brutal disciplina que imponía a su cuerpo: sólo bebía agua y comía únicamente pan y fruta, y todos los días realizaba una hora de ejercicios bajo la supervisión de un entrenador de campeones de atletismo. A consecuencia de todo ello estaba demacrado, arrugado y nervioso. Su daimonion era un lagarto.
–Ésta es pues la situación -dijo el padre MacPhail cuando todos se hubieron sentado-. Hay distintas cuestiones a considerar. »En primer lugar, lord Asriel. Una bruja simpatizante de la iglesia informa de que el lord está reuniendo un gran ejército, en el que figuran fuerzas que podrían ser angélicas. Por lo que sabe la bruja, lord Asriel alberga malévolas intenciones con respecto a la iglesia y a la propia Autoridad. »En segundo lugar, el Comité de Oblación. Su forma de actuar; instituyen el programa de investigación en Bolvangar y, financiando las actividades de la señora Coulter, inducen a pensar que abrigan esperanzas de sustituir al Tribunal Consistorial de Disciplina en su condición de brazo más poderoso y efectivo de la Santa Iglesia. Nos han dejado de lado, caballeros. Han obrado con habilidad y sin miramientos. Merecemos un castigo por nuestra negligencia al permitir que esto ocurra. Más adelante volveré sobre este punto, para analizar lo que puede hacerse sin dilación. »En tercer lugar, el niño que ha citado fray Pavel en su declaración, el que tiene esa daga capaz de hacer cosas excepcionales. No hay duda de que debemos localizarlo y hacernos con ella lo antes posible. »En cuarto lugar está el asunto del Polvo. He tomado medidas para averiguar qué ha descubierto el Comité de Oblación al respecto. Uno de los teólogos que trabajaba en Bolvangar ha accedido a explicárnoslo con todo detalle. Esta tarde hablaré con él abajo.
Dos de los sacerdotes se rebulleron incómodos en sus asientos, pues «abajo» significaba los sótanos: unas habitaciones de azulejos blancos con tomas de corriente ambárica, aisladas acústicamente y dotadas de un buen sistema de drenaje.
–Averigüemos lo que averigüemos sobre el Polvo -continuó el presidente-, debemos mantener nuestro propósito con firmeza. El Comité de Oblación trataba de comprender los efectos del Polvo: nosotros debemos destruirlo. Éste es ni más ni menos nuestro objetivo, y si para destruir el Polvo debemos destruir también el Comité de Oblación, el Sínodo de Obispos y todos los estamentos mediante los cuales la Santa Iglesia lleva a cabo la obra de la Autoridad… sea. Es posible, caballeros, que la misma Santa Iglesia cobrara vida con el fin de ejecutar esta tarea y perecer con ello. No obstante, es preferible un mundo sin iglesia y sin Polvo que un mundo donde todos los días tengamos que luchar bajo la pesada carga del pecado. Es preferible un mundo purificado de todo ello.
El padre Gómez asintió con gesto vehemente y los ojos ardientes como brasas.
–Finalmente -prosiguió el padre MacPhail- está la niña. Todavía es una criatura, según creo. Esta Eva, que va a ser tentada y que, si los precedentes sirven de guía, sucumbirá a la tentación y precipitará la ruina de todos con su caída. Caballeros, de todas las formas posibles de afrontar el problema que plantea esa niña, voy a proponer la más radical, y confío en que contará con vuestro beneplácito.
«Propongo enviar a un hombre en su busca para que la mate antes de que puedan tentarla.
–Padre presidente -intervino el padre Gómez-, he hecho una penitencia preventiva todos los días de mi vida adulta. He estudiado, me he formado…
El presidente alzó la mano para que guardara silencio. La penitencia y la absolución preventivas eran unas doctrinas que había investigado y desarrollado el Tribunal Consistorial, pero que resultaban desconocidas para el resto de los estamentos de la iglesia. Implicaban realizar penitencia por un pecado aún no cometido, una penitencia intensa y ferviente acompañada por castigos corporales y flagelación que tenía por objeto acumular una especie de cuenta de crédito. Cuando la penitencia había alcanzado el nivel adecuado en relación con un determinado pecado, al penitente se le concedía la absolución por adelantado, aunque tal vez nunca cometiera tal pecado. A veces era preciso matar a alguien, por poner un ejemplo, y esa acción resultaba mucho menos ingrata para el asesino si lo ejecutaba en estado de gracia.
–Precisamente había pensado en usted -dijo afablemente el padre MacPhail-. ¿Cuento con la aprobación del Tribunal? De acuerdo. Cuando el padre Gómez se marche, con nuestra bendición, estará completamente solo y no podremos ponernos en contacto con él. Ocurra lo que ocurra en otros frentes, él seguirá imperturbable su camino como la flecha de Dios, directo hasta la niña, y la abatirá. Será invisible; llegará de noche, como el ángel que destruyó a los asirios; se moverá en silencio. ¡A todos nos habría ido mucho mejor de haber dispuesto de un padre Gómez en el Jardín del Edén! En ese caso no habría tenido que abandonar el paraíso.
A punto estuvo el joven sacerdote de echarse a llorar de orgullo. El Tribunal le otorgó su bendición.
A todo eso, en el rincón más oscuro del techo, oculto entre las vigas de roble, un hombre que no llegaba a un palmo, con los talones armados de espolones, había estado escuchando todo lo que habían dicho.
En los sótanos, el investigador de Bolvangar, vestido tan sólo con unos holgados pantalones sin cinturón y una sucia camisa blanca, permaneció de pie bajo la cruda luz de la bombilla, sujetando los pantalones con una mano y su conejo daimonion con la otra, ante el presidente del Tribunal Consistorial de Disciplina, que estaba sentado en una silla.
–Siéntese, doctor Cooper -dijo el presidente.
El único mobiliario lo componían una silla, un camastro de madera y un cubo. La voz del presidente reverberaba con un desagradable eco en los azulejos blancos que cubrían las paredes y el techo.
El doctor Cooper se sentó en el camastro, sin apartar la vista del demacrado y canoso presidente del tribunal, y se lamió los labios resecos, a la espera de la nueva penalidad que se le venía encima.
–De modo que casi lograron separar a la niña de su daimonion -dijo el padre MacPhail.
–Entendimos que de nada servía aguardar -aclaró con voz entrecortada el doctor Cooper-, dado que de todas formas se iba a llevar a cabo el experimento, así que instalamos a la niña en la sala experimental, aunque nos impidieron completar el proceso. La señora Coulter intervino y se llevó a la niña a sus habitaciones.
El daimonion conejo abrió sus redondos ojos para mirar unos instantes al presidente, volvió a cerrarlos y ocultó la cara.
–Debió de ser una gran contrariedad -comentó el padre MacPhail.
–Todo el programa estuvo plagado de dificultades -abundó el doctor Cooper.
–Me asombra que no recabaran la ayuda del Tribunal Consistorial, habida cuenta que aquí tenemos los nervios bien templados.
–Nosotros… yo… todos teníamos entendido que el programa había sido autorizado por… Aunque el asunto competía al Comité de Oblación, nos aseguraron que contaba con la aprobación del Tribunal Consistorial de Disciplina. De lo contrario nunca habríamos participado en él. ¡Nunca!
–No, por supuesto. Pasemos a otra cuestión. ¿Tenía usted alguna idea -inquirió el padre MacPhail, abordando el tema que había motivado su visita a los sótanos- del objeto de las indagaciones de lord Asriel, de cuál pudo ser el origen de la colosal energía que utilizó en Svalbard?
El doctor Cooper tragó saliva. En el intenso silencio que se produjo, ambos hombres percibieron cómo caía una gota de sudor de su barbilla al suelo de cemento.
–Bueno… -respondió el doctor-. Un miembro de nuestro equipo observó que durante el proceso de separar a la niña de su daimonion se produjo una liberación de energía. Para controlarlo sería preciso utilizar unas fuerzas inmensas, pero al igual que una explosión atómica es detonada mediante unos explosivos convencionales, eso podía hacerse utilizando una potente corriente ambárica… No obstante, ninguno lo tomamos en serio. Yo no presté atención a sus ideas -añadió-, porque sabía que sin la debida confirmación podían ser heréticas.
–Muy prudente por su parte. ¿Y en estos momentos dónde se encuentra ese colega suyo?
–Fue uno de los que murió en el ataque.
El presidente sonrió. Su expresión era tan afable que el daimonion del doctor Cooper se desvaneció sobre su pecho.
–Ánimo, doctor Cooper -dijo el padre MacPhail-. ¡Necesitamos que sea fuerte y valeroso! Debemos realizar una importante tarea, librar una gran batalla. Debe granjearse usted el perdón de la Autoridad cooperando plenamente con nosotros, compartiendo todo cuanto ha averiguado, sin omitir nada, ni las más desaforadas suposiciones y conjeturas, ni siquiera habladurías. Ahora quiero que haga un esfuerzo por recordar lo que dijo su colega. ¿Realizó algún experimento? ¿Dejó algunas notas? ¿Confió sus hallazgos a otra persona? ¿Qué instrumento utilizó? Trate de recordarlo todo, doctor Cooper. Dispondrá de papel y pluma y del tiempo necesario. »Esta habitación no es muy cómoda. Haré que le trasladen a un lugar más adecuado. ¿Necesita algún mueble en concreto? ¿Quiere escribir en una mesa o en un escritorio? ¿Desea utilizar una máquina de escribir o prefiere dictar sus palabras a una dactilógrafa?
«Hágaselo saber a los guardias y le facilitaremos lo que desee. Pero quiero que piense en todo momento en su colega y en su teoría, doctor Cooper. Su gran labor consiste en recordar, y si fuera necesario redescubrir, lo que éste sabía. En cuanto sepa qué instrumentos va a necesitar, también dispondrá de ellos. ¡Se trata de una gran misión, doctor Cooper! ¡Puede sentirse agradecido de que la Autoridad se la haya confiado! ¡Dé gracias a la Autoridad! – ¡Así lo hago, padre presidente!
Sujetándose la amplia pretina del pantalón, el filósofo se levantó y casi sin darse cuenta efectuó una reverencia tras otra, mientras el presidente del Tribunal Consistorial de Disciplina abandonaba la celda.
Esa tarde el caballero Tialys, el espía gallivespiano, se dirigió a través de las calles y callejuelas de Ginebra para reunirse con su colega, lady Salmakia. Era un recorrido peligroso para cualquiera que les desafiara, pero a la vez lleno de peligros para los diminutos gallivespianos. Más de un gato que había pretendido cazarlos había hallado la muerte en sus espolones, pero no hacía ni una semana el caballero había estado a punto de perder un brazo a consecuencia de la dentellada de un perro sarnoso, y sólo la rápida intervención de lady Salmakia lo había salvado.
Se reunieron en el séptimo de los lugares de encuentro convenidos, entre las raíces de un plátano de una sucia plazoleta, para intercambiar noticias. El contacto de lady Salmakia en la Sociedad le había comunicado que esa tarde habían recibido una amable invitación del presidente del Tribunal Consistorial para que acudieran a tratar un asunto que interesaba a ambas partes.
–No pierde el tiempo -observó el caballero-. Apuesto cien contra uno a que no les habla de su asesino.
A continuación el caballero Tialys relató a su colega el plan para matar a Lyra. Lady Salmakia no se sorprendió en absoluto.
–Es la solución más lógica -comentó-. Son personas muy lógicas, Tialys. ¿ Crees que algún día veremos a la niña?
–No lo sé, pero me gustaría. Que te vaya bien, Salmakia. Nos veremos mañana en la fuente.
En aquel breve diálogo había surgido de forma implícita la única cuestión de la que jamás hablaban: la brevedad de sus vidas en cornparación con las de los humanos. Los gallivespianos vivían nueve o diez años, rara vez más, y Tialys y Salmakia habían cumplido siete. No temían la vejez, pues los miembros de su especie morían con todo el vigor de la madurez, de repente, y su infancia era corta; pero en comparación con ellos, la vida de una niña como Lyra se prolongaba en el futuro, del mismo modo que la duración de las vidas de las brujas superaba con mucho la de Lyra.
El caballero regresó al Colegio de San Jerónimo y comenzó a redactar el mensaje que iba a enviar a lord Roke a través del resonador de magnetita.
Pero mientras él acudía a la cita con Salmakia, el presidente mandó llamar al padre Gómez. Ambos rezaron durante una hora en su despacho, tras lo cual el padre MacPhail concedió al joven sacerdote la absolución preventiva que neutralizaría su culpabilidad en el asesinato de Lyra. El padre Gómez estaba como transfigurado; la certidumbre que corría, por sus venas daba un brillo incandescente a sus ojos.
Después de tratar asuntos prácticos, como el dinero, el presidente dijo:
–En cuanto se haya marchado de aquí, padre Gómez, quedará desconectado para siempre de cualquier ayuda que pudiéramos prestarle. No podrá regresar jamás; no volverá a tener noticias nuestras. No puedo ofrecerle mejor consejo que éste: no busque a la niña. Eso le delatará. En vez de eso, busque a la tentadora. Siga a la tentadora y ésta le conducirá hasta a la niña. – ¿La tentadora? – inquirió perplejo el padre Gómez.
–Sí, es un ente femenino – respondió el padre MacPhail -. Nos lo ha confirmado el aletiómetro. El mundo del que proviene la tentadora es muy extraño. Verá muchas cosas que lo llenarán de asombro, padre Gómez. No deje que su singularidad le impida llevar a cabo su sagrada misión. Yo confío -añadió con tono afable- en el poder de su fe. Esa mujer es conducida por las fuerzas del mal hacia un lugar donde quizás encuentre a la niña a tiempo para tentarla. Siempre y cuando, claro está, nosotros no consigamos sacar a la niña de ese lugar. Ese sigue siendo nuestro principal objetivo. Padre Gómez, usted es nuestra garantía de que si éste fracasa, los poderes infernales no se alcen con la victoria.
El padre Gómez asintió. Su daimonion, un voluminoso e iridiscente escarabajo con el lomo de color verde, agitó el caparazón y las alas.
El presidente abrió un cajón y entregó al joven sacerdote un paquete de papeles doblados.
–Aquí está todo cuanto sabemos sobre esa mujer, sobre el mundo del que procede -dijo-, y el último lugar donde fue vista. Léalo con detenimiento, mi querido Luis, y vaya con mi bendición.
Era la primera vez que el padre MacPhail utilizaba el nombre de pila del joven sacerdote, a quien se le llenaron los ojos de lágrimas al despedirse con un beso del presidente.
Y el caballero Tialys no sabía una palabra de aquello.
Mary, sola Casi simultáneamente, la tentadora a quien el padre Gómez iba a seguir estaba siendo tentada.
–Gracias, no, no, con esto tengo suficiente. Basta, gracias -dijo la doctora Mary Malone a la pareja de ancianos en el olivar, mientras éstos trataban de proporcionarle más comida de la que ella podía llevar.
Vivían allí aislados y sin hijos, asustados por los espantos que habían visto entre los plateados árboles; pero cuando Mary Malone apareció en la carretera con su mochila, los espantos habían huido despavoridos. Los ancianos habían acogido a Mary en su pequeña alquería situada a la sombra de las parras, le habían ofrecido vino, queso, pan y olivas, y ahora no querían dejar que se fuera.
–Debo irme -repitió Mary-. Gracias, han sido muy amables… No puedo llevarme… Bueno, otro queso pequeño… gracias…
Era evidente que los ancianos la consideraban un talismán contra los espantos. ¡Ojalá lo fuera!, pensó Mary. Durante la semana que llevaba en el mundo de Cittágazze, había visto suficiente destrucción, adultos devorados por espantos y niños buscando desesperadamente un bocado de comida, como para concebir un profundo horror hacia aquellos etéreos vampiros. Lo único que sabía era que éstos desaparecían cuando ella se acercaba; pero no podía quedarse con toda la gente que quisiera retenerla, pues debía seguir su camino.
Mary hizo sitio para el último queso de cabra envuelto en una hoja de parra, sonrió, se inclinó de nuevo y bebió un último trago de agua de la fuente que manaba a través de la roca grisácea junto a la casa. Después juntó las manos tal como hacían los ancianos, dio media vuelta y se alejó con paso ligero.
Parecía más decidida de lo que estaba en realidad. La última comunicación que había mantenido con las entidades que ella llamaba partículas de sombra y Lyra denominaba Polvo, había tenido lugar en la pantalla de su ordenador, y la había destruido siguiendo sus instrucciones. En estos momentos se sentía desorientada. Le habían indicado que pasara por la abertura del Oxford en el que vivía, el Oxford del mundo de Will, y así lo había hecho, para salir mareada y temblando de asombro a aquel extraordinario mundo que había al otro lado. Aparte de eso, su cometido consistía en localizar al niño y a la niña y representar el papel de la serpiente, significara eso lo que significara.
De modo que Mary había caminado, explorado e indagado, sin encontrar nada. En adelante, pensó mientras se alejaba del olivar por el estrecho sendero, tendría que pedir que la orientaran.
Cuando se hubo alejado de la alquería, y segura de que nadie la molestaría, Mary se quitó la mochila, se sentó en una roca debajo de los pinos y la abrió. En el fondo, envuelto en un pañuelo de seda, había un libro que conservaba desde hacía veinte años: un comentario sobre el sistema chino de adivinación, el I Chmg.
Lo llevaba consigo por dos razones. Una era de carácter sentimental: se lo había regalado su abuelo, y ella lo había utilizado mucho de niña. La otra era que la primera vez que Lyra había entrado en su laboratorio, había preguntado: «¿Qué es eso?», refiriéndose al póster de la puerta que mostraba los símbolos del I Ching; y poco después, en su espectacular lectura del ordenador, Lyra había averiguado (según afirmó) que aquel Polvo tenía muchas otras formas de hablarles a los humanos, y que una de ellas consistía en el sistema chino que empleaba esos símbolos.
Así pues, mientras preparaba apresuradamente el equipaje antes de abandonar su mundo para ir en busca de Lyra y de Will, Mary Malone había incluido el llamado Libro de los Cambios, así como los pequeños tallos de milenrama que necesitaba para leerlo. Ahora había llegado el momento propicio de utilizarlos.
Tras extender la seda en el suelo, Mary comenzó la operación de dividir y contar, dividir, contar y separar, la cual había realizado a menudo de adolescente, picada por la curiosidad, y que después apenas había repetido. Casi había olvidado cómo hacerlo, pero de golpe recordó el ritual y alcanzó el estado de sosiego y profunda concentración, que cumplía una función importantísima a la hora de hablar con las Sombras.
Por fin obtuvo los números que indicaban el hexagrama propuesto, el grupo de seis líneas seguidas o interrumpidas, tras lo cual debía consultar el significado en el libro. Ésta era la parte más complicada, porque el texto resultaba muy enigmático:
Volver hacia la cumbre para provisiones de comida, trae buena fortuna.
Escrutar atentamente en derredor como un tigre con insaciable voracidad.
Parecía alentador. Mary continuó la lectura del libro, siguiendo los complejos vericuetos por los que la conducía el comentario, hasta llegar a un pasaje que decía así: Inmóvil se mantiene la montaña; es una vereda; significa piedras pequeñas, puertas y aberturas.
Mary trató de adivinar el significado. Lo de «aberturas» le recordó la misteriosa ventana en el aire por la que había penetrado en ese mundo; y las primeras palabras parecían indicar que debía seguir ascendiendo.
Perpleja y animada, Mary guardó el libro y los tallos de milenrama en la mochila y echó a andar por el empinado sendero.
Al cabo de cuatro horas se sintió desfallecer de cansancio y calor. El sol rozaba el horizonte. El sendero que seguía dio paso a un accidentado terreno sembrado de cantos rodados y pequeños guijarros, a través del cual Mary se abrió paso con dificultad. A su izquierda la ladera desembocaba en un paisaje de olivos y limoneros, viñas descuidadas y molinos de viento abandonados, con un aspecto borroso por la calima de la tarde. A la derecha había una ladera cubierta de piedras y guijarros que describía una escarpada pendiente hasta convertirse en un resbaladizo risco de piedra caliza.
Con gesto cansado, Mary volvió a colgarse la mochila a la espalda y puso el pie sobre la siguiente piedra lisa, pero antes de apoyar todo su peso sobre ella se paró en seco. La luz proyectaba un curioso reflejo. Mary se protegió los ojos con la mano para evitar el resol y trató de localizarlo.
Allí estaba: casi a la manera en que surgen esas formas en tres dimensiones de las caprichosas manchas de colores que a primera vista no parecen tener sentido, al pie de la ladera, con el risco como telón de fondo, destacaba un color diferente. Mary recordó al instante las palabras del I Ching: una vereda, piedras pequeñas, puertas y aberturas.
Era una ventana como la que había visto en Sunderland Avenue. Mary pudo verla gracias a la luz: si el sol hubiera estado en lo alto probablemente no se habría percatado.
Se acercó al pequeño retazo de aire con profunda curiosidad, pues la otra vez había tenido que alejarse a toda prisa y no había tenido tiempo de examinar la otra abertura. Pero en esta ocasión observó la ventana con detenimiento, tocando el borde, desplazándose a su alrededor para comprobar que desde el otro lado resultaba invisible, percatándose de la enorme diferencia que había entre ésta y la otra. Estaba tan excitada ante el descubrimiento que estallaba de gozo.
El portador de la daga que la había creado, en tiempos de la Revolución Francesa, no había tenido la precaución de cerrarlas, pero al menos había cortado en un lugar muy parecido al mundo de este lado, junto a una roca. No obstante, la roca en el otro lado era distinta, no de piedra caliza sino de granito, y cuando Mary penetró en este nuevo mundo se encontró no al pie de un gigantesco risco sino casi en la cima de una pequeña loma que se alzaba sobre una inmensa llanura.
También allí se había puesto el sol. Mary se sentó a respirar el aire, a descansar las piernas y a saborear sin prisa aquella maravilla.
A sus pies se extendía una gigantesca pradera o sabana bañada en una luz dorada, muy distinta de todo cuanto Mary había visto en su mundo. En primer lugar, aunque buena parte de la misma estaba cubierta por una hierba con una infinita gama de matices castaños, verdes, ocres y amarillos, que se agitaba suavemente destacando la alargada luz del atardecer, la pradera parecía surcada de un extremo a otro por unos ríos de piedra con una superficie de color gris pálido.
En segundo lugar, la llanura estaba salpicada por unos bosquecillos de árboles, los más altos que Mary había visto jamás. Con ocasión de una conferencia sobre energía a la que había asistido en California, había tenido oportunidad de contemplar las grandes secoyas, que la habían maravillado, pero esos otros árboles superaban con creces el tamaño de las secoyas. Tenían un follaje denso, de color verde oscuro, y sus inmensos troncos presentaban un tono rojizo dorado bajo la luz crepuscular.
Finalmente vio rebaños de animales que pastaban en la hierba, demasiado alejados para distinguirlos con claridad. Sus movimientos denotaban algo extraño que Mary no pudo descifrar.
Estaba agotada, tenía hambre y sed. Cerca de allí le pareció oír el grato sonido de un manantial, y a los pocos minutos dio con él: un pequeño chorro de agua cristalina que manaba de una grieta cubierta de musgo, y un arroyuelo que discurría por la ladera. Después de beber en abundancia y de llenar las cantimploras, Mary se dispuso a instalarse allí para pasar la noche.
Con la espalda apoyada en la roca, abrigada con su saco de dormir, Mary comió un poco del pan casero y de queso de cabra, tras lo cual se sumió en un sueño profundo.
A la mañana siguiente se despertó con el sol en la cara. El aire era fresco y el rocío se había depositado formando unas diminutas perlas en el pelo de Mary y en su saco de dormir. Permaneció unos minutos tumbada, gozando de la límpida atmósfera, con la sensación de que era el primer ser humano que había existido jamás.
Luego se incorporó, bostezando y estremeciéndose, y se lavó en el helado manantial antes de comer un par de higos secos y examinar el lugar.
Detrás de la loma sobre la que había ido a parar, el terreno descendía describiendo una suave pendiente para luego volver a subir, aunque sin alcanzar gran altura. Delante se divisaba un panorama de toda la inmensa pradera. Las alargadas sombras de los árboles se proyectaban hacia ella, y Mary vio unas bandadas de pájaros que revoloteaban sobre las grandes copas, tan pequeños en comparación con el verde dosel forestal que parecían motas de polvo.
Después de cargar de nuevo con la mochila, bajó la cuesta hasta llegar a la áspera y frondosa hierba de la pradera, y desde allí se dirigió hacia el bosque más cercano, a unos seis kilómetros de distancia.
Entre la hierba, que le llegaba a las rodillas, crecían unas matas achaparradas que no llegaban al palmo de altura, parecidas al enebro; había también flores -como amapolas, botones de oro y acianos-, que prestaban distintos colores al paisaje; vio también una enorme abeja, del tamaño de una falange del pulgar, posada en una flor azul, que se doblegaba bajo su peso. Pero al abandonar los pétalos y remontar de nuevo el vuelo, Mary observó que no era un insecto pues un instante después voló hacia su mano y se posó en su dedo, clavando con suma delicadeza su largo y afilado pico en su piel, pero como no halló ningún néctar del que alimentarse, reemprendió el vuelo. Se trataba de un minúsculo colibrí, que movía sus alas de color de bronce con tal velocidad que Mary no logró distinguirlas. ¡Cómo la envidiarían todos los biólogos de la Tierra si vieran lo que ella veía!
A medida que avanzaba se aproximó a un rebaño de aquellos animales que había visto paciendo la víspera, cuyos movimientos la habían desconcertado sin saber muy bien por qué. Tenían el tamaño de los ciervos o antílopes y un color parecido, pero lo que le hizo detenerse y frotarse los ojos asombrada fueron sus patas, dispuestas en forma de rombo: dos en el centro, una delante y otra debajo de la cola, de suerte que las criaturas se movían con un curioso balanceo. A Mary le habría gustado examinar un esqueleto para comprobar cómo funcionaba su estructura.
Los animales siguieron pastando tranquilamente, observándola con mirada indolente, sin mostrar el menor temor. Mary sintió deseos de aproximarse para examinarlos más de cerca, pero hacía calor y la sombra de los altos árboles era muy tentadora. Ya tendría tiempo de observarlos más adelante.
Al poco rato dejó atrás la hierba y echó a andar sobre uno de aquellos ríos de piedra que había visto desde la loma, otra cosa que también le maravilló.
Seguramente en otro tiempo había sido un río de lava. Tenía un color oscuro, casi negro, pero la superficie era más pálida, quizá debido al desgaste natural o a los miles de seres que habían caminado por ella. Era tan lisa como una cuidada carretera del mundo de Mary, y en todo caso resultaba más cómodo andar por ella que por la hierba.
Mary siguió aquella senda, que se alejaba trazando una ancha curva en dirección a los árboles.
Cuanto más se aproximaba, más le asombraba el gigantesco tamaño de las copas, tan anchas como la casa en la que habitaba, calculó, y tan altas como… No se le ocurrió ninguna comparación.
Cuando llegó al primer tronco apoyó las manos en él, notando la rugosa corteza de un dorado rojizo. El suelo estaba cubierto por una mullida alfombra de hojas largas como su mano, que despedían un agradable aroma. Enseguida se vio rodeada por una nube de seres voladores minúsculos, una pequeña bandada de colibríes, una mariposa amarilla cuyas alas desplegadas eran tan anchas como la palma de la mano y un montón de bichejos que reptaban por el suelo. El aire estaba impregnado de murmullos, zumbidos y ruidos extraños.
Mary avanzó por el bosque. Casi le parecía hallarse en una catedral: reinaba el mismo silencio, las estructuras presentaban la misma verticalidad, y ella estaba dominada por una sensación de respeto y admiración.
Le llevó más tiempo del previsto llegar allí. Faltaba poco para mediodía; los haces de luz que se filtraban por el ramaje casi caían a plomo. Invadida por una sensación de somnolencia, le pareció extraño que aquellos herbívoros no se hubieran trasladado a la sombra de los árboles durante las horas más calurosas del día.
No tardó en averiguar la razón.
Demasiado acalorada para continuar adelante, se tumbó a descansar entre las raíces de un árbol gigantesco, con la cabeza apoyada en la mochila, y se quedó dormida.
Tuvo los ojos cerrados durante unos veinte minutos, pero de repente, cuando aún no estaba del todo dormida, oyó cerca de ella un estrepitoso ruido que hizo temblar el suelo.
Poco después se produjo otro estruendo. Se incorporó alarmada, y cuando se hubo recuperado percibió un movimiento que se concretó en un objeto redondo, de un metro aproximado de diámetro, que rodaba por el suelo. Se detuvo al instante y cayó de costado.
Al poco rato cayó otro, un poco más lejos. Vio cómo descendía un voluminoso objeto que aterrizó violentamente entre las gruesas raíces de un árbol y comenzó a rodar por el suelo.
La perspectiva de que otro de aquellos contundentes objetos le cayera, encima bastó para que recogiera la mochila y saliera corriendo del bosquecillo. Pero ¿qué eran? ¿Cápsulas de semillas?
Tras mirar con cuidado hacia arriba, Mary penetró de nuevo en el bosquecillo para examinar el objeto que había caído más cerca de donde se encontraba. Lo puso de pie, lo sacó del bosquecillo y lo depositó sobre la hierba para examinarlo más de cerca.
Era un objeto circular, ancho como la palma de su mano. En el centro tenía una depresión, que podía ser el punto por donde permanecía prendido al árbol. No parecía pesado pero era muy duro, y estaba cubierto de unos pelos fibrosos que seguían la circunferencia, de forma que Mary podía pasar la mano fácilmente por él en un sentido pero no en el otro. Sin duda el objeto era lo bastante duro para resistir una caída desde tan alto. Mary trató de clavar su cuchillo en la superficie, pero no lo consiguió.
Al palparse las manos notó que tenía los dedos más suaves, y los olisqueó. Bajo el olor a polvo emanaban un ligero aroma. Mary volvió a examinar la cápsula de semillas. En el centro percibió un tenue brillo, y al tocarla de nuevo notó que sus dedos resbalaban sobre ella. Exudaba una especie de aceite.
Mary depositó el objeto en el suelo y reflexionó sobre la forma en que aquel mundo había evolucionado.
Si sus conjeturas sobre aquellos universos eran acertadas, y se trataba de los múltiples mundos previstos por la teoría cuántica, algunos de ellos debían de haberse desgajado de su propio mundo mucho antes que otros. Y era evidente que en el mundo que se hallaba en estos momentos la evolución había propiciado gigantescos árboles y unas grandes criaturas con el esqueleto en forma de rombo.
Comenzaba a tener conciencia de la estrechez de sus horizontes científicos. No poseía conocimientos de botánica, geología, ni biología… Era tan ignorante como un niño pequeño.
De pronto oyó un rumor grave que no logró localizar hasta que vio una nube de polvo que avanzaba a lo largo de una de las carreteras… en dirección al bosquecillo, y a ella. Aunque estaba a unos dos kilómetros de distancia se desplazaba con rapidez, y a Mary le invadió de repente el miedo.
Se metió corriendo en el bosquecillo, localizó un estrecho hueco entre dos descomunales raíces y se introdujo en él, observando sobre el muro que formaba una de las raíces la nube de polvo que se aproximaba.
Sintió vértigos al ver aquello. Al principio tuvo la impresión de que era una pandilla de motoristas.
Después pensó que se trataba de una manada de animales con ruedas. Pero era imposible. No existían animales con ruedas. No podía ver eso. Pero lo veía.
Había aproximadamente una docena. Tenían más o menos el mismo tamaño que los animales que Mary había visto pastando, pero eran más delgados y de color gris, con cuernos y unas trompas cortas y parecidas a las de los elefantes. Presentaban la misma estructura en forma de rombo que aquellos herbívoros, pero habían evolucionado hasta adoptar una rueda, en sus patas delanteras y en la única trasera.
Sin embargo su mente insistía en que no existían ruedas en la naturaleza; era imposible; se necesitaba un soporte para el eje que estuviera completamente separado de la parte rotatoria; era imposible…
Entonces, cuando se detuvieron a unos cincuenta metros y el polvo se asentó, Mary lo comprendió de pronto y prorrumpió en grandes carcajadas de gozo.
Las ruedas eran cápsulas de semillas. Perfectamente redondas, enormemente duras y ligeras. No podría haber inventado otras mejores. Las criaturas enganchaban una garra en el centro con sus patas delanteras y trasera y empleaban las dos laterales para impulsarse sobre el suelo y avanzar. Mary quedó maravillada pero al mismo tiempo sintió una ligera inquietud pues poseían unos cuernos imponentes y afilados, e incluso a aquella distancia, percibió la agudeza y curiosidad de su mirada.
Y la estaban buscando.
Uno de ellos había reparado en la cápsula que ella había sacado del bosquecillo y salió de la carretera para acercarse. Cuando llegó a ella la alzó sobre el arcén con su trompa y la echó a rodar hacia sus compañeros.
Las criaturas se agolparon en torno a la cápsula y la tocaron con delicadeza con sus vigorosas y flexibles trompas, emitiendo unos suaves chirridos, chasquidos y gritos que Mary interpretó como expresiones de censura. Alguien había estado toqueteando aquello, y no estaba bien.
Entones pensó: «Has venido aquí con un propósito, aunque aún no lo comprendas. Actúa con decisión. Toma la iniciativa.»
Así que se levantó y dijo de forma enérgica y deliberada:
–Por aquí. Estoy aquí. Examinaba la cápsula de semillas. Lo siento. No me hagáis daño, por favor.
Todos volvieron al instante la cabeza para mirarla, con las trompas en alto, y sus relucientes ojos dirigidos al frente. También tenían las orejas enhiestas.
Mary abandonó el amparo de las raíces para ponerse delante de ellos. Extendió las manos, consciente de que aquel gesto podía no significar nada para unas criaturas que no poseían manos.
No obstante era lo único que podía hacer. Tras recoger la mochila, Mary echó a andar a través de la hierba y se situó en la carretera, frente a ellos.
A aquella distancia de menos de cinco metros podía apreciar mejor su aspecto, pero lo que le llamó la atención fue la vivacidad e inteligencia de sus miradas. Aquellas criaturas eran tan distintas de los animales que había visto pastando como un ser humano de una vaca.
–Mary -dijo señalándose a sí misma.
La criatura más próxima alargó la trompa. Ella se acercó más y la criatura la tocó en el pecho, en el lugar al que había apuntado Mary.
–Merry -oyó decir ésta como un eco de su propia voz salida de la garganta de la criatura. – ¿Qué sois? – preguntó. – ¿Kesóis? – respondió la criatura.
–Soy una humana -fue lo único que se le ocurrió contestar.
–Soiumana -repitió la criatura. Luego ocurrió algo aún más extraordinario: todas se echaron a reír.
Arrugaron los ojos, agitaron la trompa, sacudieron la cabeza, y de sus gargantas brotó un inconfundible sonido, una expresión de regocijo. Sin poder evitarlo, Mary también se echó a reír.
Se le acercó otra criatura y le tocó la mano con la trompa. Mary dejó que la tanteara y luego le ofreció la otra mano para que la inspeccionara con su extremidad erizada de suaves cerdas.
–Ah, hueles el aceite de la cápsula de las semillas… -dijo Mary.
–Cápsuladesemiyas -repitió la criatura.
–Si sois capaces de reproducir los sonidos de mi lenguaje, quizá podamos comunicarnos algún día, aunque sabe Dios cómo. Mary -repitió, volviendo a señalarse a sí misma.
Nada. Las criaturas la observaron sin inmutarse.
–Mary -probó otra vez.
La criatura más próxima se tocó el pecho con la trompa y dijo algo. ¿Había pronunciado tres sílabas o dos? La criatura habló de nuevo, y esta vez Mary se esforzó en reproducir los mismos sonidos.
–Mulefa -dijo tanteando.
Los otros repitieron «Mulefa» con la voz de Mary, riendo, como si le tomaran el pelo a la criatura que había hablado. – ¡Mulefa! – repitieron, como si se tratara de un chiste muy gracioso.
–Bueno, si sois capaces de reír, no creo que vayáis a comerme -dijo Mary.
A partir de aquel momento se estableció entre ellos una afabilidad natural, que disipó por completo el nerviosismo inicial de Mary.
El grupo también se relajó; tenían quehaceres pendientes, no se paseaban porque sí. Mary vio que uno de ellos portaba una silla o un fardo en el lomo, sobre el que otros dos cargaron la cápsula de semillas, asegurándola con unas cuerdas con movimientos rápidos y diestros de sus trompas.
Cuando permanecían inmóviles, mantenían el equilibrio con sus patas laterales, mientras que cuando se movían, hacían girar las patas delanteras y la trasera al mismo tiempo para propulsarse.
Los movimientos que realizaban estaban llenos de gracia y energía.
Uno de ellos se situó al borde de la carretera y alzó la trompa para lanzar un sonoro toque que al resonar a través de la llanura hizo que todo el rebaño de herbívoros levantaran la cabeza simultáneamente y se pusieran a trotar hacia ellos. Cuando llegaron se detuvieron pacientes en el borde de la carretera y dejaron que las criaturas con ruedas se pasearan lentamente entre ellos, mirando, tocando y contando.
Entonces Mary vio que uno se ponía a ordeñar a un herbívoro con la trompa, tras lo cual se dirigió hacia ella y le acercó la trompa con delicadeza a la boca.
Mary dio un respingo, pero al percibir la expectación que contenía la mirada de la criatura, volvió a adelantar la cabeza y abrió los labios. La criatura exprimió en su boca un poco de leche dulce y ligera, y después de comprobar que la había engullido le dio un poco más.
Fue un gesto tan hábil y amable que Mary rodeó instintivamente la cabeza de la criatura con los brazos y la besó, sintiendo el olor de su piel polvorienta, la dureza de sus huesos y el poder de la musculatura de su trompa.
Unos instantes después el jefe del rebaño lanzó un suave bramido y los herbívoros se alejaron. Entonces Mary vio que los mulefa se disponían a marcharse. Estaba contenta de que la hubieron acogido con afecto, y a la vez triste de que se fueran; pero aún le deparaban una sorpresa.
Una de las criaturas se arrodilló en la carretera, moviendo la trompa, y las otras hicieron unas señas a Mary de que se acercara… No cabía duda: le estaban ofreciendo que montara, para llevarla con ellas.
Otra criatura tomó su mochila y la aseguró a la silla de una tercera. Mary se montó torpemente sobre el lomo de la que estaba arrodillada, sin saber dónde poner las piernas: ¿delante de la criatura, o detrás? ¿Y dónde debía agarrarse?
Pero antes de que lograra averiguarlo, la criatura se levantó, y el grupo comenzó a avanzar por la carretera con Mary cabalgando en medio.
Vodka Balthamos sintió la muerte de Baruch en cuanto se produjo. Con gritos y sollozos, se elevó en el aire nocturno sobre la tundra, agitando las alas, y dio rienda suelta entre las nubes a su angustia. Al cabo de un rato consiguió tranquilizarse y regresó junto a Will, que permanecía despierto con la daga en la mano, escrutando la húmeda y gélida oscuridad. – ¿Qué ocurre? – preguntó cuando el ángel apareció temblando a su lado-. ¿Has captado algún peligro? Ponte detrás de mí… -¡Baruch ha muerto! – exclamó Balthamos-. Mi amado Baruch ha muerto. – ¿Cuándo? ¿Dónde?
Balthamos no pudo responder; sólo sabía que la mitad de su corazón se había apagado. No podía permanecer quieto. Volvió a alzar el vuelo, llamando a Baruch, sollozando, llamándole de nuevo.
Después le asaltaban los remordimientos porque debía proteger a Will y bajaba apresuradamente, tratando de convencerle de que se escondiera y no hiciera ruido, y prometiendo cuidar de él sin descanso. Luego la intensidad de su congoja le abatía contra el suelo y el ángel se ponía a rememorar todas las muestras de bondad y valor de que Baruch había hecho gala, que eran miles y que Balthamos no había olvidado. A continuación se lamentaba de que una naturaleza tan afable pudiera extinguirse y remontaba de nuevo el vuelo impetuosamente, mirando en una y otra dirección, enloquecido, destrozado por el dolor, maldiciendo el aire, las nubes y las estrellas.
–Ven aquí, Balthamos -dijo Will.
El ángel acudió a la llamada del niño, incapaz de resistirse. En la gélida oscuridad de la tundra, el niño se estremeció bajo su capa.
–Procura estarte quieto. Sabes que allá fuera hay unos seres que atacarán en cuanto perciban un ruido. Yo puedo protegerte con la daga si estás cerca, pero si te atacan mientras vuelas de un lado a otro no podré ayudarte. Y si tú mueres, yo también estaré acabado. Te necesito vivo, Balthamos, para que me ayudes a encontrar a Lyra. Tenlo presente, por favor. Baruch era fuerte… tú también debes serlo. Por mí.
Balthamos guardó silencio unos instantes.
–De acuerdo -respondió por fin-. Sí, por supuesto que sí. Ahora duerme, Will, que yo montaré guardia. No te fallaré.
A Will no le quedaba más alternativa que fiarse de él. Al poco volvió a quedarse dormido.
Cuando se despertó, empapado de rocío y helado hasta los huesos, vio al ángel de pie a su lado. El sol comenzaba a salir, cubriendo de oro los juncos y las plantas acuáticas.
–He decidido qué debo hacer-declaró Balthamos antes de que Will realizara movimiento alguno-.
Permaneceré a tu lado día y noche, y si es necesario fingiré que soy tu daimonion. Lo haré de buen grado, con alegría, por Baruch. Te guiaré hasta Lyra, si puedo, y después os conduciré a los dos hasta lord Asriel. He vivido miles de años, y a menos que me maten viviré muchos miles más; pero nunca he conocido a un ser como Baruch que despertara en mí un deseo tan ardiente de hacer el bien y de ser bondadoso. En muchas ocasiones no estuve a la altura, pero siempre podía contar con su generosidad para redimirme. Quizá fracase a veces, porque ahora sólo tengo su recuerdo, pero no obstante lo intentaré.
–Baruch estará orgulloso de ti -dijo Will, tintando. – ¿Quieres que me adelante volando para averiguar dónde estamos?
–Sí -contestó Will-, vuela alto y dime cómo es el terreno que se extiende más allá de donde nos encontramos. Caminando por estas tierras pantanosas no llegaremos nunca.
Balthamos alzó el vuelo. No había dicho a Will todo lo que le inquietaba, porque no quería preocuparle; pero sabía que el ángel Metatron, el Regente, de quien habían escapado por los pelos, tenía el rostro de Will grabado en su mente. Y no sólo su rostro, sino algunos detalles que los ángeles eran capaces de percibir y de los que ni el mismo Will era consciente, como el aspecto de su naturaleza, que Lyra habría denominado su daimonion. Will corría un gran peligro de caer en manos de Metatron. Balthamos sabía que tarde o temprano tendría que decírselo, pero aún no. Era demasiado complicado.
Considerando que entraría más rápidamente en calor caminando que recogiendo leña y esperando a que el fuego comenzara a arder, Will se colgó la mochila a la espalda, se arrebujó en su capa y echó a andar hacia el sur. Había un sendero, fangoso y lleno de hoyos y baches, que indicaba que en la zona vivían algunas personas; pero el horizonte estaba tan distante en aquel inhóspito paraje que Will tenía la impresión de no avanzar.
Al cabo de un rato, cuando comenzó a clarear, Will oyó la voz de Balthamos junto a él.
–Aproximadamente a media jornada de camino hay un río muy ancho y una población, con un muelle donde amarran los barcos de vapor que navegan por el río. He volado muy alto y he visto que el río se prolonga durante largo trecho por el norte y el sur. Si pudieras ir en barco, viajarías más deprisa.
–Ojalá -repuso Will con vehemencia-. ¿Has comprobado si este sendero conduce a la población?
–Atraviesa una aldea, con iglesia, caserío y huertos. Después continúa hasta la población.
–Me pregunto qué idioma hablarán. Espero que no me encierren por no saber su lengua.
–Yo fingiré que soy tu daimonion y te traduciré lo que dicen -replicó Balthamos-. Conozco muchas lenguas humanas; seguro que entenderé la que hablan en este país.
Will siguió caminando. Era un esfuerzo duro pero al menos se movía, y cada paso que daba le llevaba más cerca de Lyra.
La aldea era un amasijo de viviendas de madera provistas de rediles para renos y perros que ladraban a su paso. De las chimeneas de hojalata brotaba un humo que permanecía suspendido sobre los tejados de pizarra. El suelo era arcilloso y parecía que recientemente se hubiera producido una inundación: los muros estaban manchados de barro hasta la mitad de las puertas, y Will vio unas vigas rotas y unas planchas de hierro ondulado que pendían por todas partes y que habían pertenecido a cobertizos, verandas y casetas que se había llevado el agua.
Pero ése no era el rasgo más curioso del lugar. Al principio Will temió perder el equilibrio y tropezó en un par de ocasiones, pues los edificios no estaban verticales. Todos se inclinaban en la misma dirección, con una desviación de dos o tres grados. La cúpula de la pequeña iglesia se había resquebrajado. ¿Acaso se había producido también un terremoto?
Los perros ladraban con una furia histérica, pero no se atrevían a acercarse. Balthamos, en su papel de daimonion, había asumido la forma de un enorme perro de ojos negros, espesa pelambrera y cola enhiesta, y gruñía con tanta ferocidad que los perros de la aldea se mantenían a una distancia prudencial. Estaban flacos y sarnosos, y los pocos renos que vio Will estaban cubiertos de roña y ofrecían un aspecto lastimoso.
Will se detuvo en el centro de la aldea y miró alrededor, sin saber adonde ir. Aparecieron entonces dos o tres hombres que se plantaron ante él y lo observaron con cara de pocos amigos. Eran las primeras personas que Will veía en el mundo de Lyra. Llevaban gruesos abrigos de paño, botas manchadas de barro y gorros de piel, y tenían un aspecto nada amistoso.
El perro blanco se transformó en un gorrión, que se posó en el hombro de Will. Ninguno de los hombres dio muestras de extrañeza; cada uno tenía su propio daimonion, según advirtió Will, en su mayoría perros. Así era como funcionaban las cosas en ese mundo.
–Sigue adelante – murmuró Balthamos -. No les mires a los ojos y manten la cabeza gacha. Aquí lo consideran una muestra de respeto.
Will siguió caminando. Era capaz de pasar por donde fuera sin llamar la atención; ésa era su mayor habilidad. Cuando llegó a la altura de los hombres, éstos habían dejado de observarle con curiosidad. Pero entonces se abrió una puerta en la casa más grande junto al camino y alguien lo llamó con un potente vozarrón.
–El sacerdote – comentó Balthamos en voz baja -. Sé educado con él. Vuélvete e inclina la cabeza.
Will obedeció. El sacerdote era un fornido hombretón de barba canosa que lucía una sotana negra.
Sobre su hombro reposaba un cuervo, que era su daimonion. El clérigo examinó a Will de pies a cabeza, sin perder detalle. Luego le invitó de nuevo a que se acercara.
Will se dirigió hacia él y le dedicó otra reverencia.
El sacerdote dijo algo.
–Pregunta de dónde eres – murmuró Balthamos -. Di lo que quieras.
–Hablo inglés – respondió Will con voz clara y pausada -. Es la única lengua que conozco. – ¡Ah, inglés! – exclamó alborozado el sacerdote en el mismo idioma-. ¡Mi querido jovencito! ¡Bienvenido a nuestro pueblo, nuestro Kholodnoye, que ha perdido su perpendicularidad! ¿Cómo te llamas y adonde te diriges?
–Me llamo Will; me dirijo al sur. Trato de encontrar a mi familia. – Entonces pasa a tomar una colación -dijo el sacerdote, rodeando los hombros de Will con un brazo y atrayéndole hacia el interior de la vivienda.
El daimonion cuervo del sacerdote mostraba un vivo interés en Balthamos, pero el ángel supo estar a la altura de las circunstancias: se transformó en un ratón y se ocultó bajo la camisa de Will, como si estuviera atemorizado.
El sacerdote condujo a Will a un salón saturado de humo de tabaco, donde el agua hervía apaciblemente en un samovar de hierro forjado situado en una mesa auxiliar. – ¿Cómo te llamas? – preguntó el sacerdote-. Repíteme tu nombre.
–Will Parry. Pero no sé cómo llamarlo a usted. – Otiets Semion -respondió el sacerdote, acariciando el brazo de Will mientras le conducía a una silla-. Otiets significa padre. Soy un sacerdote de la Santa Iglesia. Mi nombre de pila es Semion, y el de mi padre Boris, por eso me llamo Semion Borísovitch. ¿Cómo se llama tu padre?
–John Parry.
–John significa Iván. De modo que tú eres Will Ivánovitch y yo soy el padre Semion Borísovitch. ¿De dónde vienes, Will Ivánovitch, y adonde vas?
–Me he extraviado -contestó Will-. Viajaba con mi familia hacia el sur. Mi padre era soldado, pero estaba de exploración en el Ártico y ocurrió algo y nos perdimos. Por eso voy al sur, porque sé que nos dirigíamos hacia allí. – ¿Un soldado? – preguntó el sacerdote, extendiendo las manos-. ¿Un explorador inglés? Nadie ha transitado desde hace siglos por los embarrados caminos de Kholodnoye, pero en estos tiempos tan conflictivos, ¿quién sabe si no aparecerá mañana? En todo caso me alegro de que hayas venido, Will Ivánovitch. Quédate esta noche en mi casa. Comeremos juntos y charlaremos. ¡Lidia Alexándrovna!
Al cabo de un momento entró en silencio una anciana. El sacerdote le habló en inglés y la mujer asintió y llenó un vaso con té calíente en el samovar. Luego ofreció el vaso a Will, junto con un platito de compota y una cucharita de plata.
–Gracias -dijo Will.
–La compota es para endulzar el té -le explicó el sacerdote-. Lidia Alexándrovna la ha preparado con arándanos.
El té tenía un sabor repugnante además de amargo, pero Will se lo bebió. El sacerdote se inclinó hacia delante y lo observó fijamente al tiempo que le palpaba las manos para comprobar si estaban frías y le acariciaba la rodilla. Para distraerlo, Will le preguntó por qué los edificios de la aldea estaban inclinados.
–Se produjo una gran convulsión en la Tierra-contestó el sacerdote-. Todo está pronosticado en el Apocalipsis de San Juan. Los ríos fluirán al revés… El gran rio que discurre a escasa distancia de aquí fluía hacia el norte para desembocar en el océano Ártico. Durante miles de años discurrió desde las montañas de Asia Central hacia el norte, desde que la Autoridad de Dios Todopoderoso creó la Tierra. Pero cuando tembló la Tierra y llegaron las nieblas y las inundaciones todo cambió, y el gran río fluyó hacia el sur durante más de una semana antes de dirigir de nuevo sus aguas hacia el norte. El mundo está trastocado. ¿Dónde estabas tú cuando se produjo la gran convulsión?
–Muy lejos de aquí -respondió Will-. No sabía qué ocurría. Cuando se despejó la niebla comprobé que había perdido a mi familia. Todavía no sé dónde me encuentro. Usted me ha dicho el nombre de este lugar, pero ¿dónde está? ¿Dónde estamos?
–Acércame ese libro grande que hay en el estante inferior -dijo Semion Borísovitch-. Te lo mostraré.
El sacerdote aproximó la silla a la mesa y se humedeció los dedos con saliva antes de empezar a pasar las páginas del enorme atlas.
–Aquí -dijo señalando con una sucia uña un punto en Siberia central, a gran distancia al este de los Urales. Junto a él fluía un río, tal como había afirmado el sacerdote, desde las vertientes septentrionales de las montañas en el Tíbet hasta el Ártico. Will examinó la región del Himalaya, pero no se parecía en nada al mapa que había trazado Baruch.
Semion Borísovitch no paraba de hablar, asediando a Will con preguntas sobre su vida, su familia y su hogar, a las que Will, con sus dotes de disimulo, fue respondiendo cumplidamente. Al cabo de un rato el ama de llaves les sirvió una sopa de remolacha y pan negro, que comieron después de que el sacerdote pronunciara una larga oración para bendecir los alimentos. – ¿Cómo quieres que pasemos el día, Will Ivánovitch? – inquirió el clérigo-. ¿Prefieres jugar a los naipes o conversar?
Luego sirvió a Will otro vaso de té, que éste aceptó sin muchas ganas.
–No sé jugar a los naipes -contestó Will-, y estoy impaciente por reanudar mi viaje. Si me dirigiera al río, por ejemplo, ¿cree que hallaría pasaje en un barco de vapor que hiciera la travesía al sur?
El sacerdote, con el orondo semblante ensombrecido, se santiguó con un delicado y rápido ademán.
–En la ciudad hay disturbios -respondió-. Lidia Alexándrovna tiene una hermana que vino aquí para decirle que había visto un barco con osos que navegaba río arriba. Unos osos acorazados. Vienen del Ártico. ¿No viste unos osos acorazados cuando estuviste en el norte?
El sacerdote observó a Will con recelo. – Cuidado -le susurró Balthamos.
Will comprendió de inmediato lo que debía decir. El pulso se le había acelerado cuando Semion mencionó a los osos, debido a lo que Lyra le había contado sobre su relación con ellos. Tenía que disimular sus sentimientos.
–Nos hallábamos muy lejos de Svalbard -replicó Will-, y los osos estaban ocupados con sus asuntos.
–Sí, eso tengo entendido -dijo el sacerdote, para alivio de Will-. Pero han dejado su tierra y se dirigen hacia el sur. Tienen un barco, y la gente de la población no les permite repostar combustible.
Les dan miedo los osos. Y llevan razón, porque los osos son hijos del diablo. Todo lo que procede del norte es diabólico. ¡Como las brujas, que son hijas del mal! La iglesia debió acabar con ellas hace mucho tiempo. Procura no tener tratos con las brujas, Will Ivánovitch, ¿me oyes? ¿Sabes lo que harán cuando cumplas la edad apropiada? Tratarán de seducirte. Utilizarán sus dulces y falsas artimañas, su carne, su piel suave, su dulce voz, y te arrebatarán tu simiente… Ya sabes a qué me refiero… Te dejarán seco y vacío. Te arrebatarán tu futuro, tus posibles hijos, y te dejarán sin nada.
Deberían matarlas a todas.
El sacerdote alargó la mano hacia un estante contiguo a su silla y tomó una botella y dos vasitos.
–Voy a ofrecerte una bebida, Will Ivánovitch -anunció-. Como eres joven, no te conviene beber muchos vasos. Pero estás creciendo y tienes que empezar a conocer ciertas cosas, como el sabor del vodka. Lidia Alexándrovna recolectó las bayas el año pasado y yo destilé el licor. El resultado está en esta botella, el único lugar donde yacen juntos Otiets Semion Borísovitch y Lidia Alexándrovna.
El sacerdote destapó la botella con una carcajada y llenó los vasitos hasta el borde. Will se sentía tremendamente incómodo. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a rechazar la bebida sin mostrarse descortés?
–Otiets Semion – dijo poniéndose en pie -, ha sido muy amable y lamento no poder quedarme para probar su vodka y escuchar sus relatos, que sin duda serán muy interesantes. Pero comprenderá que estoy inquieto por mi familia e impaciente por dar con ellos, así que me tengo que poner en marcha aunque me gustaría quedarme.
El sacerdote frunció los labios que asomaban entre su espesa barba y arrugó el entrecejo, pero al fin se encogió de hombros.
Tras apurar el vaso en un santiamén, el clérigo se irguió en toda su corpulencia para situarse junto a Will. El vaso que sostenía entre sus dedos sucios y grasicntos parecía minúsculo, pero rebosaba de un licor transparente. Al percibir su penetrante aroma junto con el olor rancio del sudor y de las manchas de comida en la sotana del sacerdote, Will se sintió mareado antes de beber siquiera un sorbo. – ¡Bebe, Will Ivánovitch! – gritó el hombre con una vehemencia que atemorizó al chico.
Will levantó el vaso e ingirió sin pestañear el potente líquido, reprimiendo las náuseas.
Pero aún debía superar otra prueba. Semion Borísovitch se inclinó desde su gran estatura y lo agarró por los hombros.
–Hijo mío – declaró.
Acto seguido cerró los ojos y se puso a entonar una oración o un salmo. El clérigo emanaba un fuerte hedor a tabaco, alcohol y sudor, y al moverse rozaba la cara de Will con su espesa barba. Will contuvo la respiración.
Semion Borísovitch enlazó las manos detrás de los hombros de Will, le abrazó con fuerza y le besó en las mejillas, derecha, izquierda y de nuevo en la derecha. Will notó que Balthamos le clavaba las patitas en sus hombros y permaneció inmóvil. La cabeza le daba vueltas y tenía el estómago revuelto, pero no movió ni un músculo.
Por fin el sacerdote retrocedió y se separó de él, propinándole un empellón.
–Vete, pues – dijo -, vete al sur, Will Ivánovitch. Anda, vete. Will tomó la capa y la mochila y trató de caminar derecho mientras abandonaba la casa y enfilaba el sendero que le conduciría fuera de la aldea.
Durante las dos horas que Will estuvo andando, las náuseas fueron remitiendo lentamente para dar paso a un martilleo en las sienes. En cierto momento Balthamos le pidió que se detuviera y posó sus frescas manos en su cuello y en su frente, consiguiendo aliviar un poco su dolor. De todos modos, Will se prometió no volver a beber vodka en su vida.
A media tarde se ensanchó el sendero y dejó atrás los juncos. Will vio frente a él una población y tras ella una extensión de agua tan grande que parecía un mar.
Incluso a aquella distancia, Will se percató de que había problemas. De los tejados brotaban unas bocanadas de humo seguidas unos segundos después por ruidos de disparos de rifles.
–Balthamos, tendrás que hacerte pasar de nuevo por mi daimonion -dijo-. Mantente a mi lado y vigila por si hay peligro.
Will se adentró en la mugrienta población, cuyos edificios se inclinaban en un ángulo aún más precario que los de la aldea. Las manchas de barro a causa de la inundación alcanzaban una altura superior a la de Will. Las inmediaciones de la población estaban desiertas, pero a medida que Will se fue aproximando al río, el ruido de voces, gritos y disparos de rifle se intensificaron.
Por fin vio gente: algunas personas miraban desde las ventanas del piso superior de sus casas, otras asomaban la cabeza por las esquinas de los edificios para observar el malecón, donde los dedos metálicos de las grúas y los mástiles de los grandes barcos se erguían sobre los tejados.
De pronto se produjo una explosión que hizo temblar los muros y reventó los cristales de las ventanas. La gente retrocedió espantada, pero enseguida volvieron a asomarse mientras el humo enturbiaba el aire y sonaban gritos por doquier.
Will llegó a la esquina de la calle y observó el malecón. Cuando el polvo y el humo se despejaron un poco, vio un barco herrumbroso detenido frente a la ribera y que se mantenía firme contra la corriente del río. En el muelle distinguió una muchedumbre armada con rifles y pistolas en torno a un enorme cañón, que instantes después volvió a disparar un proyectil. Se produjo un fogonazo, un brusco retroceso y una gran salpicadura en el agua, junto al barco.
Will se protegió los ojos del resplandor del sol. En el barco había unas figuras, pero… Se frotó los ojos, aunque ya sabía que no eran humanas. Eran unos colosales seres de metal, o que iban cubiertos con pesadas armaduras. En la cubierta del barco apareció de improviso una llama, como una flor abriendo sus pétalos, que provocó gritos de alarma entre la multitud. La llama surcó el aire, elevándose cada vez más, derramando chispas y humo, y cayó con gran estrépito cerca del cañón. Los hombres se dispersaron dando gritos; algunos se lanzaron al agua, pues se había prendido fuego en sus ropas, y desaparecieron arrastrados por la corriente.
Will vio a un hombre junto a él con pinta de maestro. – ¿Habla inglés? – le preguntó.
–Sí, sí, en efecto… -¿Qué ocurre?
–Los osos nos atacan y nosotros tratamos de repelerles, pero es difícil porque sólo disponemos de un cañón.
Desde el barco lanzaron otra bola de brea ardiente, que en esta ocasión aterrizó aún más cerca del cañón. Las tres violentas explosiones que se produjeron de inmediato indicaban que la brea había alcanzado la munición. Los artilleros se apartaron de un salto, dejando que el cañón se inclinara hacia abajo.
–Ah -se lamentó el hombre-, es inútil, no pueden disparar.
El comandante del barco giró la cabeza y se dirigió hacia la orilla. Mucha gente comenzó a gritar despavorida, sobre todo cuando otra gran bola de fuego apareció en cubierta. Algunos de los que empuñaban rifles dispararon un par de veces antes de echar a correr. Sin embargo en aquella ocasión los osos no lanzaron el fuego, y al cabo de unos instantes el barco avanzó hacia el muelle con los motores a pleno rendimiento para contrarrestar la corriente del río.
Dos marineros (humanos, no osos) saltaron a tierra para amarrar los cabos en los norays al tiempo que la multitud lanzaba gritos de protesta porque unos humanos ayudaban a los osos. Impertérritos, los marineros se apresuraron a colocar una pasarela.
Luego, cuando se volvieron para regresar a bordo, alguien situado cerca de Will disparó un arma y uno de los marineros fue abatido. Su daimonion, una gaviota, desapareció con la rapidez con que se extingue la llama de una vela.
Los osos reaccionaron con auténtica furia. De inmediato encararon el barco hacia la orilla y su artillería lanzó cientos de bolas de fuego que se derramaron sobre los tejados. En la pasarela apareció entonces un oso más grande que los otros, una representación de aquel férreo poderío. Las balas que llovieron sobre él rebotaron con un débil chasquido y cayeron al suelo, incapaces de causar mella alguna en su imponente armadura.-¿Por qué atacan la población? – preguntó Will al hombre que estaba a su lado.
–Quieren combustible. Pero nosotros no queremos trato alguno con los osos. Han abandonado su reino y viajan río arriba. ¿Quién sabe lo que se proponen? Nosotros lucharemos contra ellos. Son piratas… ladrones…
El gigantesco oso bajó por la pasarela. Tras él se agolpaban otros osos, tan pesados que hicieron que el barco se ladeara. Will vio que los artilleros que estaban en el muelle casi habían logrado hacer girar el cañón y cargaban un proyectil.
Entonces se le ocurrió una idea y se dirigió a la carrera hacia el río para situarse en el espacio que mediaba entre los artilleros y el oso. – ¡Alto! – gritó-. ¡Basta de pelear! ¡Dejadme que hable con el oso!
De improviso todos guardaron silencio, atónitos ante el descabellado comportamiento de aquel niño. Hasta el oso, que había hecho acopio de todas sus fuerzas para cargar contra los artilleros, se quedó allí plantado, inmóvil, temblando de furia. No cesaba de arañar el suelo con sus grandes garras, y sus ojos negros relampagueaban de rabia bajo el yelmo de hierro. – ¿Qué eres? ¿Quién eres? – tronó en inglés, puesto que Will se había expresado en esa lengua.
La gente se miraba desconcertada, y los que entendían inglés tradujeron a los otros lo que habían dicho Will y el oso.
–Me enfrentaré a ti en un combate cuerpo a cuerpo -replicó Will-, y si tú te retiras cesará la pelea.
El oso no reaccionó. Cuando los espectadores comprendieron lo que Will había propuesto, comenzaron a gritar y a mofarse de él. Pero Will se volvió hacia ellos y los miró con frialdad, sin perder la cornpostura, inmóvil, hasta que dejaron de reír. Notó que el cuervo Balthamos temblaba, posado en su hombro.
–Si logro que el oso se retire -dijo Will cuando la multitud hubo enmudecido- deberéis acceder a venderles combustible. Entonces se irán río arriba y os dejarán tranquilos. Deberéis acceder. En caso contrario, os destruirán a todos.
Will sabía que el descomunal oso estaba a sus espaldas, a pocos pasos, pero rio se volvió; observó cómo la gente se consultaba, gesticulando y discutiendo. – ¡Chico! ¡Haz que el oso acepte!
Will se volvió. Tragó saliva, respiró hondo y dijo:
–Debes aceptar, oso. Si te retiras, cesará la lucha y podréis cornprar combustible y continuar pacíficamente río arriba. – ¡Imposible! – rugió el oso-. Sería deshonroso pelear contigo. Eres tan débil como una ostra sin su caparazón. No puedo combatir contigo.
–Estoy de acuerdo contigo -reconoció Will-. No sería un combate justo. Tú dispones de esa imponente armadura y yo no tengo nada. Podrías arrancarme la cabeza de un zarpazo. Te propongo que me des una pieza de tu armadura para equilibrar la situación. Tu yelmo, por ejemplo. De ese modo estaremos en condiciones parecidas y no te resultará deshonroso luchar conmigo.
Con un gruñido de odio, rabia y desprecio, el oso alzó su gigantesca zarpa y desprendió la cadena que sujetaba su yelmo.
En el malecón se hizo un silencio absoluto. Nadie dijo una palabra, nadie se movió. Todos intuían que estaba ocurriendo algo que jamás habían presenciado, aunque no sabían precisar qué era. Sólo se oía el chapoteo del río contra los pilotes de madera, el rumor del motor del barco y los incesantes graznidos de las gaviotas en el cielo. De pronto el yelmo aterrizó a los pies de Will con un fuerte estruendo.
Will depositó la mochila en el suelo y se colocó el yelmo. Apenas podía levantarlo. Constaba de una sola lámina de hierro, oscura y mellada, provista de unos orificios para ver a través de ella, y de una maciza cadena que pendía de la parte inferior. Era larga como el antebrazo de Will y gruesa como su pulgar.
–De modo que ésta es tu armadura -observó-. Pues a mí no me parece muy resistente. No sé si fiarme de ella. Veamos.
Will sacó la daga de la mochila, apoyó la punta en la parte delantera del yelmo y rebanó un pedazo como si se tratara de mantequilla.
–Lo que había imaginado -dijo, y comenzó a cortar un pedazo tras otro hasta reducir el yelmo a un montón de fragmentos en menos de un minuto. Luego se incorporó y sostuvo en alto un puñado de trocitos de metal.
–Esta era tu armadura -dijo, dejando caer los pedazos al suelo-, y ésta es mi daga. Puesto que tu yelmo no me sirve, tendré que pelear sin él. ¿Estás listo, oso? Creo que ahora estamos en igualdad de condiciones. Podría rebanarte la cabeza con mi daga.
El silencio era total. Los ojos negros del oso relucían como el azabache. Will sintió una gota de sudor que le corría por la espalda.
Entonces el oso meneó la cabeza y retrocedió un paso. ,ec¿is -Es un arma demasiado poderosa -dijo-. No puedo luchar contra ella. Has ganado tú, chico.
Intuyendo que la multitud estaba a punto de lanzarse a dar alaridos, a vitorear y a aplaudirle, antes de que el oso hubiera terminado de pronunciar la palabra «ganado» se volvió apresuradamente y alzó la mano para imponer silencio.
–Tenéis que cumplir el trato. Atended a los heridos y comenzad a reparar los edificios. Después dejad que el barco atraque en el muelle y que reposte combustible.
Sabía que llevaría un minuto traducir sus palabras, así que esperó a que éstas se propagaran entre los lugareños. Sabía además que esa demora impediría que la gente diera rienda suelta a su satisfacción y su rabia, al igual que una barrera de sacos de arena detiene y desbarata la corriente de un río. El oso le observó, consciente de lo que hacía y por qué, sabiendo mejor que Will lo que éste había conseguido.
Después de guardar la daga en la mochila, el niño y el oso cambiaron una mirada, pero esta vez era distinta. Se acercaron el uno al otro, mientras a sus espaldas los osos comenzaban a desmantelar la catapulta de fuego y los otros dos barcos iniciaban la maniobra de aproximación al muelle.
Algunas personas comenzaron a desperdigarse en la orilla, pero muchas otras se arremolinaron en torno a Will, curiosas por ver a aquel niño que tenía el poder de dominar al oso. Había llegado el momento de pasar nuevamente inadvertido, de modo que Will recurrió a la magia que había utilizado su madre para desviar la atención de ella y su familia, manteniéndoles a salvo durante muchos años. No se trataba de magia, por supuesto, sino de una forma de comportarse. Adoptó una actitud taciturna y una mirada apagada, y la gente pronto dejó de mostrar interés por aquel niño hosco y aburrido y se olvidaron de él.
Pero el oso observó atentamente lo que Will hacía y al notar la reacción de la gente comprendió que el niño poseía otra habilidad extraordinaria. Se acercó a él y le habló con voz queda aunque profunda y resonante, como los motores del barco. – ¿Cómo te llamas? – preguntó.
–Will Parry. ¿Puedes fabricar otro yelmo?
–Sí. ¿Qué te propones?
–Quiero navegar con vosotros río arriba. Me dirijo a las montañas, y ésa es la ruta más rápida. ¿Me llevaréis?
–Sí. Quiero ver esa daga.
–Sólo se la enseñaré a un oso del que pueda fiarme. He oído decir que hay uno digno de confianza.
Es el rey de los osos, un buen amigo de la niña a la que voy a buscar en las montañas. Se llama Lyra Lenguadeplata, y el oso lorek Byrnison.
–Yo soy lorek Byrnison -declaró el oso.
–Lo sabía -repuso Will.
El barco repostaba combustible. Los osos habían remolcado las vagonetas y las inclinaban para verter el carbón por los conductos de la bodega, lo que levantaba una espesa nube de polvo negro.
Sin que los lugareños se percataran de ello, ocupados como estaban en barrer cristales y regatear sobre el precio del combustible, Will siguió al rey de los osos por la pasarela y subió al barco.
Río arriba Déjame ver la daga -dijo lorek Byrmson Entiendo de metal. Nada que esté hecho de hierro o acero es un misterio para un oso. Pero nunca he visto una daga como la tuya, y me gustaría examinarla detenidamente.
Will y el rey oso se encontraban en la cubierta del vapor, envueltos por los cálidos rayos del sol poniente, mientras remontaban a buen ritmo la corriente. A bordo había combustible en abundancia, y comida que Will podía consumir. El y lorek Byrnison estaban tanteándose de nuevo. Ya lo habían hecho en otra ocasión. Will tendió la daga a lorek, con la empuñadura dirigida hacia él, y el oso la tomó con delicadeza. Tenía una garra a modo de pulgar frente a las otras cuatro, lo cual le permitía manipular objetos con la destreza de un ser humano. lorek examinó la daga por uno y otro lado, haciendo que la luz se reflejara en ella, probando el filo de acero sobre un pedazo de hierro.
–Este filo es el que has empleado para cortar mi armadura -afirmó-. El otro es muy extraño. No sé bien qué es, para qué sirve ni cómo está hecho. Pero quiero saberlo. ¿Cómo llegó a tu poder?
Will le refirió buena parte de lo sucedido, omitiendo los detalles que sólo le concernían a él: su madre, el hombre al que había matado, su padre. – ¿Peleaste por esto y perdiste dos dedos? – preguntó el oso-. Enséñame la herida.
Will alargó la mano. Gracias al ungüento de su padre, las lesiones cicatrizaban bien, pero todavía le dolían un poco. El oso las olisqueó.
–Musgo de la sangre -observó-. Y otra cosa que no logro identificar. ¿Quién te dio eso?
–Un nombre que me dijo lo que debía hacer con la daga. Después murió. Me curó la herida con un ungüento que llevaba en una caja de cuerno. Las brujas lo intentaron, pero su hechizo no dio resultado. – ¿Y qué te dijo ese hombre que debías hacer con la daga? – inquirió lorek Byrnison al tiempo que se la devolvía.
–Utilizarla en una guerra en el bando de lord Asriel -contestó Will-. Pero primero debo rescatar a Lyra Lenguadeplata.
–Entonces te ayudaremos -dijo el oso.
A Will le dio un brinco de alegría el corazón.
Durante los días siguientes, Will averiguó por qué los osos habían emprendido aquel viaje al Asia Central, alejándose tanto de su tierra natal.
Desde la catástrofe que había hecho que reventaran y se abrieran los mundos, todo el hielo ártico había comenzado a fundirse y en el agua habían aparecido nuevas y extrañas corrientes. Como los osos dependían del hielo y de los animales que vivían en el gélido mar, temían morir de hambre si permanecían allí. Y puesto que eran unos seres racionales, decidieron cómo resolver ese problema. Emigrarían a un lugar donde hubiera abundante nieve y hielo: se dirigirían a las montañas más altas, a la cordillera que rozaba el cielo, situada a medio mundo de distancia pero inconmovible, eterna, cubierta por un espeso manto de nieve. De osos de mar pasarían a ser osos de montaña, durante el tiempo que el mundo tardara en recuperar la normalidad. – ¿Así que no peleáis en ninguna guerra? – preguntó Will.
–Nuestros antiguos enemigos desaparecieron junto con las focas y las morsas. Si encontramos otros, sabemos cómo combatirlos.
–Yo creía que estaba a punto de estallar una guerra en la que se vería implicado todo el mundo. En caso de producirse, ¿en qué bando lucharías tú?
–En el bando que nos reportara algún beneficio a los osos, lógicamente. No obstante, siento cierta admiración por algunos humanos. Uno era un hombre que volaba en un globo. Está muerto. El otro es la bruja Serafina Pekkala. El tercero es la niña Lyra Lenguadeplata. Primero haría lo que fuera más conveniente para los osos.
Después lo que resultara más conveniente para la niña, o la bruja, o para vengar a mi camarada muerto, Lee Scoresby. Por eso te ayudaré a rescatar a Lyra Lenguadeplata de esa abominable mujer, la Coulter.
El oso refirió a Will cómo él y algunos de sus subditos habían ido a nado hasta la embocadura del río y habían pagado el alquiler del barco con oro, habían contratado a la tripulación y habían aprovechado el descenso de las aguas del Ártico dejando que el río les condujera tierra adentro, y puesto que el origen del mismo se hallaba en las estribaciones septentrionales de las montañas a las que se dirigían, y dado que Lyra estaba presa allí, hasta el momento todo había salido a pedir de boca.
El tiempo transcurrió apaciblemente.
Durante el día, Will dormitaba en cubierta, descansando y recuperando las fuerzas, porque estaba completamente agotado. Observaba los cambios que se producían en el paisaje, cómo las ondulantes estepas cedían paso a unas suaves colinas cubiertas de pastizales y luego a un terreno más elevado, surcado de vez en cuando por un desfiladero o una catarata, mientras el vapor proseguía su travesía hacia el sur.
Hablaba con el capitán y la tripulación por cortesía, pero como no poseía la facilidad de trato que tenía Lyra con los desconocidos, le costaba encontrar un tema de charla. Aquello sólo era un trabajo, y cuando lo terminara se marcharía sin mirar atrás ni una vez, y por otra parte los osos no le caían bien, pese a estar cargados de oro. Will era un forastero, y mientras pagara la comida que consumía les tenía sin cuidado lo que hiciera. Además tenía ese extraño daimonion que se parecía al de una bruja: a veces estaba allí y a veces parecía haberse esfumado. Los osos, que eran supersticiosos como la mayoría de los marineros, preferían no tener muchos tratos con él.
Balthamos, por su parte, tampoco hablaba mucho. En ocasiones, cuando se sentía abrumado por su dolor, abandonaba el barco y volaba entre las nubes en busca de un retazo de luz o una ráfaga de aire, una estrella errante o una turbulencia que le recordara las experiencias que había compartido con Baruch. Cuando por las noches hablaba en la oscuridad del pequeño camarote en el que dormía Will, lo hacía sólo para informarle del trecho recorrido y de lo que faltaba para llegar a la cueva y al valle. Tal vez creyera que Will le ofrecía escaso consuelo, pero lo habría hallado en abundancia si lo hubiera pedido. El ángel se había vuelto más lacónico y reservado, aunque evitaba todo sarcasmo.
Al menos en eso mantuvo su promesa.
En cuanto a lorek, examinaba la daga con obsesiva atención du1 rante horas, palpando sus dos filos, comprobando su elasticidad, acercándola a la luz, tocándola con la lengua, husmeándola y escuchando el sonido que producía el aire al deslizarse sobre su superficie. Will no temía que el arma sufriera algún daño, porque era evidente que lorek era un hábil artesano, ni tampoco temía por lorek debido a la delicadeza de los movimientos de sus poderosas zarpas. Por fin un día lorek se acercó a Will y le dijo:
–Ese otro filo hace algo que no me has explicado. ¿Qué es, cómo funciona?
–Aquí no puedo mostrártelo – replicó Will – porque el barco se mueve. Te lo enseñaré cuando nos detengamos.
–Se me ocurre qué puede ser – dijo el oso -, pero no lo comprendo. Es lo más raro que he visto en mi vida.
Le devolvió la daga a Will, dirigiéndole una mirada larga, inescrutable, desconcertante, con sus ojos negros y profundos.
El río había mudado al alcanzar los restos de los primeros torrentes que se habían precipitado desde el Ártico. Las convulsiones habían afectado a la Tierra de forma distinta según el lugar, tal como observó Will. Vio innumerables aldeas anegadas de agua hasta los tejados y a centenares de personas sin hogar que se afanaban en recuperar lo que podían utilizando barcas y canoas. La Tierra debía de haberse hundido un poco allí, porque el río se ensanchaba, remansado, y el capitán tenía problemas para localizar su cauce entre los turbios y amplios ramales. Hacía más calor y el sol caía a plomo, lo cual resultaba agobiante para los osos; algunos avanzaban a nado junto al barco, saboreando de paso el gusto de las aguas de su mar de origen en aquel país extranjero.
Por fin el río volvió a estrecharse y hacerse más profundo, y poco después se alzaron ante ellos las montañas de la gran altiplanicie de Asia Central. Un día Will divisó una franja blanca en el horizonte y observó cómo iba creciendo, concretándose en distintos picos, crestas y desfiladeros, tan elevados que parecían hallarse a pocos kilómetros de distancia, cuando en realidad aún se hallaban muy lejos. Esto se debía a que eran unas montañas descomunales, y a medida que se aproximaban a ellas, hora tras hora, mostraban una altura increíble.
La mayoría de los osos, que nunca habían visto más montañas que los acantilados de su isla de Svalbard, contemplaron en silencio las gigantescas murallas que se alzaban en la lejanía. – ¿Qué cazaremos ahí, lorek Byrnison? – preguntó uno -. ¿Hay focas en las montañas? ¿Cómo viviremos?
–Hay nieve y hielo -respondió el rey-. Estaremos en nuestro elemento. Ahí habitan un sinnúmero de animales salvajes. Durante un tiempo llevaremos una vida distinta, pero lograremos subsistir. Y cuando la situación se normalice y el Ártico se hiele de nuevo, regresaremos para recuperar nuestro hogar. Si nos hubiéramos quedado allí, habríamos muerto de hambre. Osos míos, preparaos para adaptaros a un entorno extraño y a nuevas costumbres.
Al cabo de un rato el vapor no pudo seguir avanzando, porque el cauce del río se había estrechado y las aguas no eran lo suficiente profundas. El capitán detuvo el barco en un valle que en circunstancias normales habría estado cubierto por una alfombra de hierba y flores de montaña, donde el río se disgregaba sobre un lecho de grava. El valle se había convertido en un lago, y el capitán no se atrevía a ir más allá por temor a que la quilla chocara contra el lecho, pese al inmenso torrente de agua que se había precipitado desde el norte.
De modo que atracaron en el borde del valle, en una especie de malecón formado por un saliente rocoso, y desembarcaron. – ¿Dónde estamos? – preguntó Will al capitán, que se expresaba en un inglés rudimentario.
El capitán tomó un viejo mapa y señaló un punto con su pipa.
–Este valle, ahora aquí. Toma, toma.
–Muchas gracias -dijo Will, sin saber si debía ofrecerle dinero a cambio del mapa, pero el capitán se volvió para supervisar el desembarco.
Poco después la treintena de osos se encontraba en la estrecha orilla junto con sus armaduras.
El capitán dio una orden a voz en cuello y el barco comenzó a girar lentamente contra corriente, maniobrando hacia el centro del cauce y alejándose con un toque de sirena cuyo eco sonó durante un buen rato a través del valle.
Will se sentó en una piedra para examinar el mapa. Si no estaba equivocado, el valle donde Lyra se hallaba cautiva quedaba a cierta distancia hacia el sudeste, y el mejor medio de llegar allí era a través de un desfiladero llamado Sungchen.
–Osos, retened todos los detalles de este lugar -dijo lorek Byrnison a sus subditos-. Cuando llegue el momento de regresar al Ártico, nos reuniremos aquí. Ahora dispersaos, cazad, comed y vivid. No os peleéis. No hemos venido aquí para entablar ninguna guerra. Si se produjera una amenaza de guerra, os llamaría.
Por lo general los osos eran unas criaturas solitarias que sólo se reunían en tiempos de guerra o por una emergencia. Ahora que se hallaban en los límites de una tierra cubierta de nieve, estaban impacientes por explorarla, cada uno por su lado.
–Vamos, Will -dijo lorek Byrnison-. Encontraremos a Lyra.
Will tomó la mochila y se pusieron en marcha.
La primera parte del trayecto fue una agradable caminata. El sol calentaba, pero los pinos y los rododendros evitaban que sus potentes rayos les abrasaran los hombros, y el aire era fresco y límpido. Las piedras del suelo estaban cubiertas de musgo y agujas de pino, y las laderas por las que subían no eran escarpadas. Will disfrutó con el ejercicio. Los días que había pasado a bordo del barco, en obligado reposo, le habían permitido recuperar las fuerzas. Cuando se había topado con lorek estaba a punto de caer rendido. Will no era consciente de ello, pero el oso sí se había dado cuenta.
Tan pronto como se quedaron solos, Will mostró a lorek cómo funcionaba el otro filo de la daga.
Abrió un mundo donde una selva tropical exhalaba una húmeda atmósfera cargada de intensos aromas que impregnaban el límpido aire de la montaña. Tras observar atentamente y tocar el borde de la ventana con la zarpa, lorek se adentró en el cálido ambiente selvático y lo contempló en silencio. Los chillidos de los monos, los cantos de los pájaros, los zumbidos de los insectos, el croar de las ranas y el incesante goteo de humedad condensada casi retumbaban en los oídos de Will, que aguardaba fuera.
Luego lorek regresó junto a Will y observó cómo cerraba la ventana. Entonces le pidió de nuevo la daga y comenzó a escrutar el plateado filo tan de cerca que Will temió que se hiriera en un ojo. Tras examinarla durante un buen rato, el oso se la devolvió.
–Yo estaba en lo cierto -dijo-. No podría haber peleado contra eso.
Siguieron adelante sin apenas despegar los labios. lorek Byrnison capturó una gacela, que devoró casi entera, dejando la carne más tierna para que la asara Will. Al cabo de un rato llegaron a una aldea.
Mientras lorek aguardaba en el bosque, Will trocó una de sus monedas de oro por unas hogazas de pan y unos frutos secos, unas botas de piel de yak y una zamarra de piel de cordero, pues empezaba a refrescar por las noches.
Will indagó también sobre el valle surcado por el arco iris. Balthamos le ayudó asumiendo la forma de un cuervo, como el daimonion del hombre con el que habló Will. Eso facilitó las cosas entre ambos, lo que permitió a Will obtener unas señas claras y concisas.
Quedaban otras tres jornadas de marcha. Ya les faltaba poco para llegar.
Al igual que a los otros.
El contingente de lord Asriel, compuesto por el escuadrón de girópteros y el zepelín cisterna, había llegado a la abertura entre los mundos: una brecha en el cielo situada sobre Svalbard. Todavía les quedaba mucho trecho por recorrer, pero volaban sin realizar más pausas que las imprescindibles, y el comandante, el rey africano Ogunwe, mantenía comunicación con la fortaleza de basalto dos veces al día. Tenía un operador de magnetita galhvespiano a bordo de su giróptero, a través del cual se enteraba tan rápidamente como el propio lord Asriel de lo que ocurría en distintos puntos.
Las noticias eran desconcertantes. La pequeña espía, lady Salmakia, había presenciado amparada por la sombra cómo los dos brazos más poderosos de la iglesia, el Tribunal Consistorial de Disciplina y la Sociedad de la Obra del Espíritu Santo, habían aceptado dejar de lado sus diferencias e intercambiar información. La Sociedad disponía de un aletiometrista más veloz y hábil que fray Pavel, y gracias a él, el Tribunal Consistorial sabía con exactitud dónde se encontraba Lyra. Y eso no era todo: sabían que lord Asriel había enviado una fuerza para rescatarla. Sin perder tiempo, el Tribunal había reclutado una escuadrilla de zepelines, y ese mismo día un batallón de la Guardia Suiza había comenzado a embarcar a bordo de los zepelines que aguardaban en la plácida atmósfera junto al lago de Ginebra, Ambos bandos estaban por tanto al corriente de que el otro se dirigía hacia la cueva de las montañas. Ambos eran conscientes además de que el primero en llegar sacaría ventaja al otro, aunque por el momento las cosas estaban igualadas: los girópteros de lord Asriel eran más rápidos que los zepelines del Tribunal Consistorial, pero debían recorrer una mayor distancia y estaban limitados por la velocidad de su zepelín cisterna. Había otro elemento a tener en cuenta: el primero que diera con Lyra tendría que luchar contra la fuerza contraria. Al Tribunal Consistorial le resultaría más fácil, porque no tenía que preocuparse por llevarse a Lyra sin que sufriera percance.
Volaban hacia allá para matarla.
El zepelín en el que viajaba el presidente del Tribunal Consistorial transportaba también a otros pasajeros, aunque nadie lo sabía. El caballero Tialys había recibido un mensaje a través de su resonador de magnetita en el que se le ordenaba que él y lady Salmakia se colaran a bordo. Cuando los zepelines llegaran al valle, él y lady Salmakia debían adelantarse y llegar por su cuenta a la cueva donde se encontraba Lyra para protegerla lo mejor que pudieran hasta que llegara la fuerza del rey Ogunwe para rescatarla.
Subir a bordo del zepelín no fue tarea fácil para los dos espías, entre otras cosas por el equipo que llevaban. Aparte del resonador de magnetita, los elementos más importantes consistían en un par de larvas de insectos y la comida que necesitaban. Cuando los insectos adultos eclosionaran, parecerían más bien unas libélulas, aunque distintas a las que conocían los humanos del mundo de Will y de Lyra. En primer lugar eran mucho más grandes. Los gallivespianos criaban aquellas criaturas con gran esmero, y las libélulas de cada clan eran diferentes de las otras. El clan del caballero Tialys Criaba unas libélulas vigorosas, a rayas rojas y amarillas y con un apetito feroz, en tanto que la que criaba lady Salmakia sería una criatura esbelta, veloz, con el cuerpo de color azul eléctrico capaz de brillar en la oscuridad.
Todos los espías disponían de varias larvas, que mediante una determinada cantidad de alimento a base de aceite y miel podían permanecer en estado aletargado o alcanzar rápidamente la fase adulta.
Tialys y Salmakia disponían de treinta y seis horas, según la potencia del viento, para llevar a cabo la transformación de aquellas larvas, pues ése era el tiempo aproximado de duración del vuelo, y era preciso que los insectos eclosionaran antes de que los zepelines tomaran tierra.
El caballero y su colega se ocultaron detrás de un tabique mientras los otros cargaban y llenaban los depósitos de la nave. Poco después los motores comenzaron a rugir, sacudiendo la liviana estructura de un extremo a otro al tiempo que la tripulación de tierra dirigía la maniobra de despegue y los ocho zepelines se elevaban en el cielo nocturno.
Aunque cualquier miembro de su especie habría considerado la comparación como un insulto imperdonable, los gallivespianos demostraron tanta habilidad como las ratas a la hora de ocultarse.
Desde su escondrijo oían muchas conversaciones y cada hora establecían comunicación con lord Roke, que viajaba a bordo del giróptero del rey Ogunwe.
No obstante había una cuestión sobre la que no lograron averiguar más detalles a bordo del zepelín, porque el presidente se guardó de mencionarla: el asunto del asesino, el padre Gómez, que había sido ya absuelto del pecado que se disponía a cometer si el Tribunal Consistorial fracasaba en su misión. El padre Gómez se encontraba en otro lugar, y nadie le seguía los pasos.
Ruedas -Sí-afirmó la niña pelirroja en los jardines del desierto Casino-. Paolo y yo la vimos. Pasó por aquí hace unos días. – ¿Y recordáis su aspecto? – preguntó el padre Gómez.
–Parecía acalorada -respondió el niño-. Tenía la cara empapada en sudor. – ¿Qué edad le echaríais?
–Unos… -contestó la niña, dubitativa-. Yo diría que unos cuarenta o cincuenta. No la vimos de cerca.
Puede que tuviera unos treinta. Pero estaba acalorada, como ha dicho Paolo, y llevaba una mochila enorme, más grande que la que lleva usted. ¡Así de grande!
Paolo le susurró algo al oído mientras achicaba los ojos para observar al sacerdote, porque el sol le daba en la cara.
–Sí-replicó la niña con impaciencia-, ya lo sé. No temía a los espantos -le explicó al padre Gómez-.