ROBERT GRANT (1779-1838) De Hymns Ancient and Moderns
Oh estrellas, ¿no
brota de vosotras el deseo del amante de contemplar el rostro de su
amada? ¿No proviene de las puras constelaciones la íntima
percepción de los rasgos puros de su amada?
RAINER MARÍA RILKE De Duineser Elegien
Unos sutiles vahos
escapan de lo que hicieren los vivos.
La noche es fría, delicada y llena de ángeles que golpean a
los vivos. Las fábricas están iluminadas, el carrillón suena en lo
alto.
Por fin estamos juntos, aunque lejos uno de
otro.
JOHN ASHBERY De The Ecclesiast
En un valle situado a la sombra de unos rododendros, cerca del límite de la nieve, por el que discurría un arroyo de espumosa agua de deshielo y por el que revoloteaban las palomas y los pardillos entre los inmensos pinos, había una cueva, semioculta por un risco que se alzaba sobre ella y las abundantes hojas que se arracimaban abajo.
En el bosque se oía multitud de sonidos: el arroyo que saltaba entre las rocas, el viento que se abría paso entre las agujas de pino, el zumbido de los insectos y los gritos de los pequeños mamíferos arbóreos, además de los trinos de los pájaros; y de vez en cuando, una fuerte ráfaga de viento producía un roce en las ramas de un cedro o un abeto, que emitían un gemido como el de un violonchelo.
Era un lugar dominado por una brillante luz solar, nunca ensombrecida; los rayos de un tono dorado claro se filtraban hasta el suelo del bosque entre franjas y motas de sombra verde pardusca. La luz nunca permanecía inmóvil, nunca era la misma, porque sobre las copas de los árboles solía flotar una neblina que filtraba la luz del sol, transformándola en un resplandor perlado que barnizaba todas las pinas con una humedad reluciente cuando se levantaba la niebla. En ocasiones el agua de las nubes se condensaba en diminutas gotas, medio bruma y medio lluvia, que más que caer descendían flotando y producían un suave repiqueteo entre los millones de agujas de pino. Junto al arroyo, un estrecho sendero conducía a una aldea -apenas un puñado de viviendas de pastoressituada al pie del valle, con un santuario medio derruido, próximo al glaciar que lo coronaba, un lugar donde ondeaban unas descoloridas banderas de seda agitadas por los vientos perpetuos de las altas montañas y donde los piadosos aldeanos depositaban unas ofrendas de tortas de cebada y té seco. Debido a un curioso efecto producido por la luz, el hielo y la bruma, la cabecera del valle aparecía adornada por un perenne arco iris.
La cueva quedaba un poco más arriba del sendero. Muchos años atrás había vivido allí un hombre santo, entregado al ayuno, la meditación y la oración. Los aldeanos la veneraban en memoria suya.
La cueva medía unos diez metros de profundidad y tenía el suelo seco: una guarida ideal para un lobo o un oso, aunque los pájaros y murciélagos eran los únicos animales que la habían habitado durante años.
Pero la criatura que se hallaba agazapada junto a la entrada, con sus negros ojos vigilantes y las puntiagudas orejas enhiestas, no era un pájaro ni un murciélago. La luz del sol iluminaba su lustroso pelaje dorado mientras el extraño ser hacía girar con sus manos simiescas una pina en un sentido y en otro, arrancando con sus fuertes dedos las escamas y los dulces piñones.
Tras él, justo más allá de la línea donde alcanzaba el sol, la señora Coulter calentaba agua en un cazo sobre un fogón de queroseno. En éstas su daimonion murmuró una advertencia, y la señora Coulter alzó la vista.
Una niña aldeana se acercaba por el sendero. La señora Coulter la conocía. Era Ama, que desde hacía unos días le llevaba comida. La señora Coulter se había apresurado a informar a la pequeña que ella era una mujer santa entregada a la meditación y la oración, y que había jurado no hablar jamás con un ser humano. Ama era la única persona cuyas visitas aceptaba.
Pero esta vez la niña no estaba sola. La acompañaba su padre. Mientras Ama trepaba hacia la cueva, el hombre aguardó a una distancia prudencial.
Al entrar en la cueva, Ama se inclinó y dijo:
–Me envía mi padre y le ruega que nos dispense su buena voluntad.
–Bienvenida – respondió la señora Coulter.
La niña llevaba un hatillo de tela de algodón desteñida, que depositó a los pies de la señora Coulter.
Luego le ofreció un ramillete de flores silvestres, una docena de anémonas atadas con un cordel también de algodón, y se puso a hablar rápidamente, con voz nerviosa. La señora Coulter comprendía algo de la lengua de aquellas gentes de la montaña, pero no quería que supieran hasta qué punto. De modo que indicó sonriente a la muchacha que cerrara la boca y observara a los dos daimonions. El mono dorado tendió su manita negra y el daimonion mariposa de Ama se fue aproximando a él hasta posarse en su calloso dedo.
El mono lo acercó lentamente a su oreja, y la señora Coulter notó que en su mente penetraba un flujo de entendimiento que clarificó las palabras de la niña. Los aldeanos se alegraban de que una mujer santa como ella se hubiera refugiado en la cueva, pero corrían rumores de que tenía una compañera tan peligrosa como poderosa.
Eso era lo que había infundido miedo a los aldeanos. ¿Era aquel otro ser el ama o la sirvienta de la señora Coulter? ¿Albergaba malas intenciones? ¿Para qué había ido allí? ¿Pensaban quedarse mucho tiempo? Ama, muy azorada, transmitió esas preguntas a la señora Coulter.
Mientras la comprensión del daimonion penetraba en ella, a la señora Coulter se le ocurrió una idea novedosa. Podía decir la verdad. No toda, por supuesto, pero sí una parte. La ocurrencia le produjo un pequeño estremecimiento de hilaridad, pero reprimió la risa al responder.
–Sí, una persona vive conmigo, pero no hay nada que temer. Es mi hija, que está bajo los efectos de un hechizo que la tiene dormida. Hemos venido aquí para ocultarnos del mago que la hechizó, mientras yo trato de curarla y procuro que no sufra ningún daño. Puedes entrar a verla si quieres.
La suave voz de la señora Coulter produjo una mezcla de sosiego y temor a Ama, impresionada al oír hablar de hechizos y magos. Pero el mono dorado sostenía a su daimonion con suma delicadeza y ella sentía curiosidad, por lo que siguió a la señora Coulter al interior de la cueva.
El padre de Ama, que la esperaba en el sendero, avanzó un paso. Su daimonion cuervo desplegó las alas un par de veces, pero permaneció donde estaba.
La señora Coulter encendió una vela, porque la luz menguaba con rapidez, y condujo a Ama hacia la parte posterior de la cueva. Los ojos de la niña, abiertos como platos, resplandecían en la oscuridad al tiempo que juntaba el índice y el pulgar en un gesto repetitivo destinado a confundir a los espíritus malévolos y ahuyentar cualquier peligro. – ¿Lo ves? – dijo la señora Coulter-. No puede causar ningún daño. No hay nada que temer.
Ama se arrodilló junto a la figura acostada en el saco de dormir. Era una niña de unos tres o cuatro años más que ella, con el pelo de un color que Ama jamás había visto, un rubio castaño como la melena de un león. Tenía los labios apretados y estaba profundamente dormida, de eso no cabía duda, pues su daimonion yacía enrollado e inconsciente sobre su cuello. Parecía una mangosta pero era de color dorado rojizo y más pequeño. El mono dorado alisó con ternura el pelo de la frente del daimonion dormido, el cual se agitó exhalando un breve y ronco maullido. El daimonion de Ama, semejante a un ratón, se pegó al cuello de ésta y se asomó temeroso por entre sus cabellos.
–Puedes contarle a tu padre lo que has visto – prosiguió la señora Coulter -. No hay ningún espíritu malévolo. Sólo mi hija, dormida a causa de un hechizo, la cual está a mi cuidado. Pero pídele a tu padre, por favor, que me guardéis este secreto. Sólo vosotros debéis saber dónde se encuentra Lyra.
Si el hechicero llega a enterarse de que está aquí, vendrá para destruirla a ella, a mí y a todo lo que pille. De modo que debéis ser discretos. Cuéntaselo a tu padre, pero a nadie más.
La señora Coulter se arrodilló junto a su hija Lyra y le apartó el pelo húmedo de la cara antes de inclinarse para besarla en la mejilla. Luego alzó los ojos llenos de tristeza y amor y sonrió a Ama con una expresión tan valerosa, sabia y compasiva, que a la niña se le inundaron los ojos de lágrimas.
La señora Coulter tomó a la pequeña de la mano para regresar a la entrada de la cueva, donde vio al padre que las observaba ansioso desde el sendero. Entonces juntó las manos e hizo una reverencia, a la que el hombre respondió con un suspiro de alivio mientras su hija, tras despedirse de la mujer y de la niña encantada con otra reverencia, daba media vuelta y bajaba corriendo la cuesta iluminada por la luz crepuscular. Padre e hija inclinaron de nuevo la cabeza en dirección a la cueva y desaparecieron entre las sombras de los frondosos rododendros.
La señora Coulter observó el líquido que había comenzado a hervir sobre el fogón.
La mujer se agachó para echar unas ramas secas en el cazo, dos pellizcos de una bolsa, otro de otra, y añadió tres gotas de un aceite dorado pálido. Removió el líquido con brío y contó mentalmente hasta que hubieron transcurrido cinco minutos. Luego retiró el cazo del fuego y se sentó para esperar a que se enfriara.
A su alrededor había parte del material procedente del campamento situado junto al lago azul, donde había muerto sir Charles Latrom: un saco de dormir, una mochila con unas mudas y artículos de aseo y otros objetos de uso personal. Había también una bolsa de lona con un armazón de madera, forrada de miraguano, que contenía diversos instrumentos, y una pistola en su funda.
La decocción se enfrió con rapidez, y en cuanto alcanzó la tibieza de la sangre la mujer la vertió con cuidado en un cubilete de metal y la llevó al fondo de la cueva. El daimonion mono dejó caer la piña y corrió a su lado.
Tras depositar el cubilete sobre una piedra, se arrodilló junto a Lyra, que seguía profundamente dormida. El mono dorado se agachó al otro lado de la muchacha, dispuesto a atrapar a Pantalaimon en cuanto se despertara.
Lyra tenía el cabello húmedo y movió los ojos bajo los párpados cerrados. Empezaba a volver en sí.
La señora Coulter había notado al besarla el leve movimiento de sus párpados, y dedujo que Lyra no tardaría en despertar.
La señora Coulter deslizó una mano bajo la cabeza de la niña y con la otra le apartó los húmedos mechones de la frente. Lyra entreabrió los labios y exhaló un suave gemido; Pantalaimon se instaló más cerca de su pecho. El mono dorado, que no quitaba ojo al daimonion de Lyra, crispó sus deditos negros que reposaban junto al saco de dormir.
Bastó una mirada de la señora Coulter para que el mono apartara un poco la mano. La mujer levantó con delicadeza a su hija por los hombros y ésta, con la cabeza inclinada hacia atrás, suspiró y entreabrió los ojos despacio, pestañeando repetidamente.
–Roger… -musitó la niña-. ¿Dónde estás, Roger…? No te veo… -Chsss -le susurró su madre-. Bébete esto, cariño. La señora Coulter acercó el cubilete a la boca de Lyra, inclinándolo para dejar que una gota le humedeciera los labios. Cuando Lyra la hubo lamido, la señora Coulter le vertió un chorrito del líquido en la boca, con mucho cuidado, esperando a que la niña ingiriera cada sorbo antes de darle otro.
La operación duró varios minutos, pero al final el cubilete quedó vacío y la señora Coulter acostó de nuevo a su hija. Tan pronto como ésta apoyó la cabeza en el suelo, Pantalaimon volvió a enroscarse sobre su cuello. Su pelo dorado rojizo estaba tan húmedo como el cabello de la niña. Al poco ambos volvieron a quedar profundamente dormidos.
El mono dorado se dirigió con paso vivo hasta la boca de la cueva, donde se instaló para vigilar el sendero. La señora Coulter sumergió un trapo en una palangana de agua fría y lo aplicó al rostro de Lyra. Acto seguido abrió el saco de dormir y le lavó los brazos, el cuello y los hombros, pues hacía calor. Por último le desenredó con delicadeza el cabello y se lo peinó hacia atrás, trazando una nítida raya en medio.
Tras dejar el saco abierto para que la niña se refrescara, abrió el hatillo que le había entregado Ama, en el que había unas hogazas de pan, un taco de té comprimido y un pegajoso pastel de arroz envuelto en una enorme hoja. Había llegado el momento de encender fuego. El aire de la montaña era helado. De forma metódica, la señora Coulter partió unas ramas secas y encendió una cerilla.
Otra cosa que tener en cuenta: escaseaban las cerillas y apenas quedaba queroseno para el fogón. A partir de ahora tendría que mantener el fuego encendido día y noche.
Su daimonion estaba descontento. No le gustaba lo que ella hacía, y cuando intentó expresar su descontento, ella le apartó a un lado. Él dio media vuelta, demostrando su desdén con cada línea de su cuerpo mientras arrancaba las escamas de su pina y las arrojaba en la oscuridad. La señora Coulter no le hizo caso y siguió trabajando con maña para encender el fuego y luego puso el cazo para calentar agua y preparar el té.
No obstante la afectó el escepticismo de su daimonion, como era lógico. La señora Coulter se preguntó qué diablos estaba haciendo y si se había vuelto loca, y qué ocurriría cuando se enteraran en la iglesia. El mono dorado tenía razón. Ella no sólo ocultaba a Lyra, sino que se estaba engañando a sí misma.
El niño salió de la oscuridad, esperanzado y temeroso al mismo tiempo, murmurando sin cesar:
–Lyra… Lyra… Lyra A su espalda había otras figuras, aún más imprecisas y silenciosas que él. Parecían formar parte del mismo grupo y de la misma raza, pero sus rostros no eran visibles ni se oían sus voces. La voz del niño era un mero murmullo, y su rostro estaba en sombras y borroso, como un recuerdo casi olvidado.
–Lyra… Lyra… ¿Dónde se encontraban?
En una inmensa planicie donde no brillaba luz alguna proveniente del cielo gris plomizo, y donde una espesa bruma ocultaba el horizonte por todos los costados. El suelo era de tierra, aplastada por la presión de millones de pies, aunque esos pies pesaran menos que plumas. De modo que debía de ser el tiempo el que había comprimido la tierra, pero el tiempo permanecía inmóvil en ese lugar. Asieran las cosas. Ese era el fin de todos los lugares y el último de todos los mundos.
–Lyra…
Balthamos y Baruch ¿Por qué se encontraban allí?
Estaban apresados. Alguien había cometido un crimen, aunque nadie sabía qué era, quién lo había cometido ni qué autoridad había juzgado a los culpables. ¿Por qué pronunciaba el niño continuamente el nombre de Lyra?
Porque no había perdido la esperanza. ¿Quiénes eran?
Fantasmas.
Y Lyra no podía tocarlos, por más que lo intentara. Sus manos se agitaban desordenada, incesantemente, mientras el niño seguía invocando su nombre.
–Roger-dijo Lyra, pero su voz apenas era un murmullo-. Oh, Roger, ¿dónde estás? ¿Qué lugar es éste?
–Es el mundo de los muertos -respondió él-. No sé qué hacer, no sé si voy a quedarme aquí para siempre, no sé si he cometido una mala acción o qué, porque he tratado de ser bueno, pero lo odio, tengo miedo, lo odio…
Y Lyra dijo:
–Yo…
ANTE MI ROSTRO
Y MI PIEL SE
ERIZÓ.
Hacía poco que se habían llevado a Lyra, que Will había descendido de la cima de la montaña y que la bruja había matado a su padre. Will encendió la pequeña linterna de hojalata que había sacado de la mochila de su padre, utilizando las cerillas secas que había hallado en su interior, y se acurrucó al abrigo de la roca para abrir la mochila de Lyra.
Con la mano sana fue palpando el interior hasta localizar el pesado aletiómetro envuelto en terciopelo. Alumbrado con el resplandor de la linterna, lo mostró a las dos formas que permanecían a su lado, las formas que se autodenominaban ángeles. – ¿Sabéis leer esto? – les preguntó.
–No – contestó una voz -. Ven con nosotros. Acompáñanos hasta donde se encuentra lord Asriel. – ¿Quién os hizo seguir a mi padre? Dijisteis que él no sabía que lo seguíais. Pero lo sabía – afirmó Will con vehemencia -. Me dijo que os esperase. Sabía más de lo que vosotros creíais. ¿Quién os envió?
–Nadie nos envió. Tan sólo nosotros – respondió la voz -. Deseamos servir a lord Asriel. ¿Qué quería hacer el muerto con la daga?
Will titubeó unos instantes.
–Me dijo que se la llevara a lord Asriel.
–Entonces ven con nosotros.
–No. Antes debo encontrar a Lyra.
Will envolvió de nuevo el aletiómero con el terciopelo y lo guardó en la mochila. Después se puso la pesada capa de su padre para resguardarse de la lluvia y, todavía en cuclillas, observó fijamente a las dos sombras. – ¿Decís la verdad? – preguntó.
–Sí. – ¿Entonces sois más fuertes o más débiles que los seres humanos?
–Más débiles. Vosotros sois de carne y hueso, nosotros no. De todas formas, tienes que acompañarnos.
–No. Si yo soy más fuerte, debéis obedecerme. Además, yo tengo la daga. De modo que os lo ordeno: ayudadme a encontrar a Lyra. No importa cuánto tiempo nos lleve. Cuando la halle, os acompañaré a donde está lord Asriel.
Las dos figuras guardaron silencio unos instantes. Luego se apartaron flotando para parlamentar, aunque Will no alcanzaba a oír nada de lo que decían.
Por fin se acercaron.
–De acuerdo -dijeron-. Cometes un error, pero no nos dejas elección. Te ayudaremos a buscar a esa niña.
Will entornó los ojos para discernirlos con más claridad en la oscuridad, pero la lluvia le nublaba la vista.
–Acercaos más para que pueda veros -pidió.
Los dos ángeles se aproximaron, pero aún parecían más borrosos. – ¿Os veré mejor a la luz del día?
–No, peor. No pertenecemos a un orden elevado entre los ángeles.
–Bueno, si yo no os veo, tampoco os verá nadie más, de modo que pasaréis inadvertidos. Id a averiguar dónde se encuentra Lyra. No debe de andar muy lejos. Había una mujer… estará con ella…
La mujer se la llevó. Id a buscarla y volved para decirme lo que hayáis averiguado.
Los ángeles se elevaron en el aire preñado de tormenta y desaparecieron. Will se sintió invadido por un intenso cansancio. Le habían quedado pocas fuerzas antes del forcejeo con su padre, y en ese momento estaba rendido. Lo único que deseaba era dormir. Los párpados le pesaban y los ojos le escocían debido al llanto.
Se cubrió la cabeza, con la capa, apretó la mochila contra su pecho y se quedó dormido al instante.
–En ningún sitio – dijo una voz.
Will la oyó desde las profundidades del sueño y trató de despertarse. Por fin logró abrir los ojos (tardó más de un minuto pues estaba profundamente dormido) y contempló la luminosa mañana que se abría ante él. – ¿Dónde estáis? – preguntó.
–A tu lado -respondió el ángel-. Aquí.
El sol acababa de salir, y las rocas, los liquenes y musgos que crecían entre ellas aparecían tersos y resplandecientes, pero Will no vio a nadie.
–Ya te advertí que de día te costaría más vernos -prosiguió la voz-. Nos verás mejor en la penumbra, al amanecer o al atardecer, y al cabo de un tiempo mejor aún en la oscuridad. De día te resultará más difícil. Mi compañero y yo hemos registrado las laderas, pero no hemos dado ni con la mujer ni con la niña. Sin embargo, hay un lago de aguas azules junto al que han debido de acampar. Hay un hombre muerto allí, y una bruja devorada por un Espectro. – ¿Un hombre muerto? ¿Qué aspecto tiene?
–Debía de tener más de sesenta años. Más bien gordo, con la piel lisa y el pelo plateado. Viste ropa cara y exhala un intenso perfume.
–Sir Charles -dijo Will-. Era él. La señora Coulter debió de asesinarlo. Bueno, al menos ésa no es una mala noticia.
–La mujer dejó unas huellas. Mi compañero las ha seguido y regresará en cuanto haya averiguado dónde está. Yo me quedaré contigo.
Will se puso en pie y miró alrededor. La tormenta había limpiado el aire y la mañana era fresca y diáfana, lo cual acentuaba el horror del panorama circundante. No lejos de allí yacían los cadáveres de varias de las brujas que lo habían acompañado a él y a Lyra al encuentro con su padre. Un cuervo carroñero con un pico feroz había comenzado a desgarrar la cara de una de ellas, y Will vio un ave de gran tamaño que trazaba unos círculos en lo alto, como si estuviera seleccionando el bocado más suculento.
Will examinó uno por uno los cadáveres, pero ninguno correspondía a Serafina Pekkala, la reina del clan de las brujas y amiga de Lyra. Entonces se acordó. ¿No se había ido de pronto a ocuparse de otro asunto, poco antes del anochecer?
Quizás estuviera viva. Animado por la idea, Will escrutó el horizonte en busca de alguna señal de ella, pero no vio más que el aire azul y las afiladas rocas. – ¿Dónde estás? – preguntó al ángel.
–A tu lado -respondió la voz-, como siempre.
Will miró a su izquierda, donde sonaba la voz, en vano.
–De modo que nadie te ve. ¿Puede oírte alguien, aparte de mí?
–No si hablo en susurros -contestó el ángel con aspereza. – ¿Cómo te llamas? ¿Tenéis nombres?
–Sí. Yo me llamo Balthamos, y mi compañero, Baruch.
Will se planteó qué le convenía hacer. Cuando uno elige una opción entre varias, todas las vías que no toma se apagan como velas, como si nunca hubieran existido. De momento todas las alternativas que se le ofrecían existían a la vez, pero mantenerlas así suponía renunciar a la acción. No tenía más remedio que elegir.
–Descenderemos de nuevo la montaña-declaró-. Iremos a ese lago. Quizás allí encuentre algo que me sirva. De todas formas tengo sed. Tomaré el camino que me parezca el indicado. Si me equivoco, guíame tú.
Cuando llevaba varios minutos caminando por la rocosa ladera, en la que no había ningún sendero señalizado, Will cayó en la cuenta de que ya no le dolía la mano. De hecho, desde que se había despertado no había vuelto a acordarse de la herida.
Se detuvo para mirar la tosca tela con que su padre se la había vendado después de la pelea. Estaba grasienta debido al ungüento que le había aplicado, pero no advirtió ni rastro de sangre. Después de la hemorragia que había sufrido tras perder los dedos, aquello resultaba tan fantástico que el corazón le daba brincos de alegría.
Movió todos los dedos para comprobar si estaban agarrotados. Las heridas aún le dolían un poco, pero era un dolor distinto, más atenuado que el insoportable dolor que había experimentado la víspera. Daba la sensación de que sus heridas sanaban, cosa que debía a su padre. El hechizo de las brujas había fallado, pero su padre le había curado.
Will siguió bajando por la ladera, más animado, sin importarle lo que pudiera pensar el ángel.
Tardó tres horas, con algunos consejos orientativos por parte del ángel, en llegar al pequeño lago azul. Cuando lo alcanzó, Will estaba muerto de sed. Hacía un calor sofocante y la capa le molestaba, pero al quitársela echó de menos su protección, pues el ardiente sol le abrasaba los brazos y el cuello. Cuando faltaban pocos metros para alcanzar el lago, Will dejó la capa y la mochila en el suelo y echó a correr hacia él. Al llegar a la orilla se arrojó de bruces y bebió con avidez. El agua estaba tan fría que le dolieron los dientes y el cráneo, pero tenía tanta sed que no le importó.
Cuando hubo saciado la sed, se incorporó y miró alrededor. El día anterior no había estado en condiciones de fijarse en nada, pero en aquellos momentos advirtió con más nitidez el intenso color del agua y los estridentes sonidos de los insectos que pululaban por allí. – ¿Balthamos?
–Sigo aquí. – ¿Dónde está el muerto?
–Más allá de esa elevada roca, a la derecha. – ¿Hay algún Espectro por aquí?
–No.
Will recogió la mochila y la capa y echó a andar junto al borde del lago hacia la roca que le había indicado Balthamos.
Al otro lado vio un pequeño campamento de cinco o seis tiendas y los restos de fuegos para cocinar.
Will prosiguió con cautela por si todavía quedaba alguien con vida acechando.
El silencio era profundo, sólo interrumpido levemente por el sonido de los insectos. En torno a las tiendas reinaba la quietud, y las plácidas aguas del lago sólo mostraban las ondas que él había producido. Un pequeño movimiento, un breve destello verde junto a su pie sobresaltó a Will, pero sólo se trataba de un diminuto lagarto.
Las tiendas, de material de camuflaje, resaltaban entre el monótono colorido rojo de las rocas. Will miró en la primera y comprobó que estaba vacía, al igual que la segunda, pero en la tercera encontró dos cosas muy útiles: una lata de potaje y una caja de cerillas. También vio una barra de una sustancia oscura, larga y gruesa como su antebrazo. Al principio creyó que era cuero, pero a la luz del sol descubrió que se trataba de carne seca.
Bueno, al menos tenía un cuchillo. Will cortó una loncha fina de carne, que le pareció un tanto correosa y salada, pero estaba rica. Luego guardó la carne, las cerillas y la lata en la mochila y miró en las otras tiendas, pero estaban vacías.
Sólo le quedaba revisar la más grande. – ¿Es allí dónde está el muerto? – preguntó al aire.
–Sí -respondió Balthamos-. Lo han envenenado.
Will se encaminó con precaución hacia la entrada, que daba al lago. Junto a una silla de lona volcada yacía el cadáver del hombre conocido como sir Charles Latrom en el mundo de Will, y como lord Boreal en el de Lyra, el individuo que había robado a ésta el aletiómetro, lo cual había conducido a Will hasta la daga. Sir Charles había sido un tipo astuto, influyente y poderoso, y ahora estaba muerto. A Will le repelía contemplar su rostro desfigurado, pero al comprobar a simple vista que había muchas cosas que robar dentro de la tienda, sorteó el cadáver para inspeccionarla más detenidamente.
Su padre, el soldado, el explorador, habría sabido con exactitud qué llevarse. Will no lo tenía tan claro. Al fin se decidió por una pequeña lupa metida en un estuche de acero, porque le serviría para encender fuego y ahorrar cerillas; un carrete de cordel; una cantimplora metálica para el agua, más ligera que el pellejo de cabra que había llevado, y una tacita de latón; unos pequeños prismáticos; un cartucho de monedas de oro del tamaño del pulgar de un hombre, envueltas en papel; un botiquín de primeros auxilios; unas pastillas para esterilizar el agua; un paquete de café; tres paquetes de fruta seca comprimida; una bolsa de galletas de avena; seis barritas de cereales; un paquete de anzuelos y seda de nailon; y, por último, un bloc, un par de lápices y una pequeña linterna eléctrica.
Will lo guardó todo en la mochila, cortó otra loncha de carne, llenó el buche y la cantimplora con agua del lago y preguntó a Balthamos: -¿Crees que necesito algo más?
–No te vendría mal un poco de sentido común -respondió el ángel-. La facultad de reconocer, respetar y obedecer la voz de la sabiduría. – ¿Te consideras sabio?
–Bastante más que tú.
–Vaya, pues no lo diría. ¿Eres un hombre? Te expresas como un hombre.
–Baruch era un hombre. Yo no. Ahora es un ser angelical.
–Así que… -Will dejó lo que estaba haciendo, concretamente distribuir los objetos en su mochila según el peso de los mismos, y se esforzó en vano por ver al ángel-. Así que Baruch fue un hombre… -continuó-, y después… ¿Las personas se convierten en ángeles cuando mueren? ¿Es eso lo que ocurre?
–No siempre. En la inmensa mayoría de los casos no… Sucede muy pocas veces. – ¿Cuándo vivió Baruch?
–Hace cuatro mil años, más o menos. Yo soy mayor que él. – ¿Vivió en mi mundo, en el de Lyra o en éste?
–En el tuyo. Pero existen infinidad de mundos, ya lo sabes. – ¿Y cómo se convierten las personas en ángeles? – ¿A qué vienen estas cabalas metafísicas?
–Quisiera saberlo.
–Más vale que te centres en tu tarea. Ahora que has despojado a ese hombre de todas sus pertenencias y tienes todos los juguetes que necesitas para seguir con vida, ¿podemos seguir nuestro camino?
–Cuando sepa qué camino elegir.
–Cualquiera que escojamos, Baruch dará con nosotros.
–En ese caso también nos encontrará si nos quedamos aquí. Aún tengo que hacer un par de cosas.
Will se sentó en un lugar desde el que no tuviera que ver el cadáver de sir Charles y se comió tres barritas de cereales. A medida que la comida empezaba a hacerle provecho, notó que recuperaba las fuerzas. Luego contempló de nuevo el aletiómetro. Las treinta y seis pequeñas imágenes pintadas en el marfil eran muy nítidas: una correspondía sin duda a un niño, otra a una marioneta, otra a una hogaza de pan, y así sucesivamente. Lo que no estaba tan claro era su significado. – ¿Cómo aprendió Lyra a interpretarlas? – preguntó Will a Balthamos.
–Seguramente se inventó su significado. Los que utilizan estos instrumentos llevan muchos años estudiándolos, y sólo son capaces de interpretarlos con ayuda de unos libros de consulta.
–Lyra no se inventó el significado de estas imágenes. Sabía interpretarlas. Me dijo cosas que no podía saberlas de otro modo.
–Pues para mí representa un misterio tan impenetrable como para ti, te lo aseguro -afirmó el ángel.
Al contemplar el aletiómetro, Will recordó algo que le había dicho Lyra acerca de la forma de interpretarlo, sobre el estado de ánimo en que uno debía estar para que funcionara, lo cual le había ayudado a él a percibir la sutileza de la hoja de plata de la daga.
Empujado por la curiosidad, Will sacó la daga y practicó un corte en forma de ventanita delante de él. A través del recuadro no vio nada salvo el aire azul, pero abajo, mucho más abajo, contempló un paisaje de árboles y campos: su propio mundo, sin duda.
De modo que las montañas de ese mundo no se correspondían con las del suyo. Will cerró la ventana, utilizando la mano izquierda por primera vez desde que se había herido. ¡Qué maravilla poder usarla de nuevo!
De pronto se le ocurrió una idea tan repentina que le produjo una especie de sacudida eléctrica.
Si había infinidad de mundos, ¿por qué la daga sólo abría ventanas entre ese mundo y el suyo?
Tenía que ser posible acceder a cualquiera de ellos.
Will alzó de nuevo la daga, dejando que su mente fluyera hasta la punta de la hoja, tal como le había enseñado Giacomo Paradisi, hasta que su conciencia se alojó entre los mismos átomos y él sintió cada pequeño obstáculo y onda en el aire.
En lugar de traspasarlo en cuanto notó el primer tropiezo, como solía hacer, Will dejó que la daga siguiera avanzando hasta topar con otros obstáculos. Era como seguir el recorrido de una serie de puntadas ejerciendo una presión tan leve que ninguna resultaba dañada. – ¿Qué haces? – inquirió la voz en el aire, interrumpiendo sus reflexiones.
–Explorar -respondió Will-. Silencio, no me molestes. Si te acercas a la daga te cortarás, y como no te veo no podré esquivarte.
Balthamos emitió un sonido de callado descontento. Will volvió a empuñar la daga para tantear los leves impedimentos y resistencias que notaba en el aire. Había más de los previstos. Mientras los tanteaba sin traspasar ninguno de inmediato, advirtió que todos poseían una característica distinta: éste era duro y contundente, aquél vaporoso, el tercero resbaladizo, el cuarto quebradizo y frágil…
Will se concentró de nuevo en la punta de la daga. Algunos de los pequeños obstáculos que percibía en el aire se detectaban con mayor facilidad que otros y, conociendo de antemano la respuesta, hundió la hoja en uno para cerciorarse: de nuevo apareció su mundo.
Tras cerrar la ventana, Will tanteó con la punta de la hoja hasta hallar un obstáculo distinto. Por fin encontró uno elástico y resistente y lo atravesó con la daga. ¡Sí! El mundo que contempló a través de aquella ventana no era el suyo: el suelo estaba más cerca y el paisaje no se componía de verdes campos y setos sino de un desierto de dunas.
Will cerró la ventana y abrió otra: percibió el aire cargado de humo de una ciudad industrial, con una fila de obreros que se dirigían con aire sombrío a una fábrica.
Will cerró también esa ventana y regresó al punto de partida. Sentía un poco de vértigo. Tras haberse formado una idea del auténtico poder de la daga, la depositó cuidadosamente en la roca frente a él. – ¿Piensas quedarte aquí todo el día? – preguntó Balthamos.
–Estoy pensando. Sólo podemos trasladarnos con facilidad de un mundo a otro cuando el suelo está al mismo nivel. Puede que en algunos sitios ocurra eso y se produzcan muchos tránsitos… Quizá sea preciso tantear tu mundo con la punta de la daga para hacerte una idea del tacto que tiene y poder regresar. De otro modo corres el riesgo de quedarte perdido para siempre.
–Es verdad. Pero quizá nosotros…
–Y habría que saber qué mundo tiene el suelo al mismo nivel, porque de lo contrario no podrías esconderte en él -dijo Will, más para sí que para informar al ángel-. Así que no es tan sencillo como creía. Es posible que lo de Oxford y Cittágazze sólo fuera una cuestión de suerte. Veamos si…
Will tomó de nuevo la daga. Se le había ocurrido una nueva idea. Aparte de la evidente y clara sensación que notaba al tocar una punta que franqueaba la entrada a su propio mundo, había otra sensación que había percibido más de una vez: una cualidad de resonancia, como cuando uno golpea un pesado tambor de madera, salvo que se producía, como todos los demás obstáculos, en forma de un minúsculo movimiento a través del aire.
Allí estaba. Will se apartó y tentó el aire en otro lugar: allí estaba de nuevo.
Will hundió la daga en aquel punto y comprobó que su suposición era acertada. La resonancia significaba que el suelo del mundo que había abierto estaba a la misma altura que el mundo en el que él se encontraba. Contempló un altiplano cubierto de frondosa hierba sobre el que se cernía un cielo encapotado, en el que aparecía un rebaño de animales que pacían tranquilamente, unos animales que él jamás había visto, del tamaño de un bisonte, con grandes cuernos, un espeso pelaje azul y una crin de pelos tiesos en el lomo.
Will se adentró en aquel mundo. El animal más próximo lo observó sin inmutarse y siguió paciendo. Sin cerrar la ventana, Will tanteó con el cuchillo, desde el prado del otro mundo, en busca de los acostumbrados obstáculos.
Sí, podía abrir su mundo desde éste, y seguía situado sobre las granjas y los setos; y sí, podía localizar sin mayores problemas la sólida resonancia que representaba el mundo de Cittágazze que acababa de abandonar.
Con una profunda sensación de alivio, Will regresó al campamento junto al lago y cerró todas las ventanas. Ahora podría hallar el camino de regreso a su hogar sin temor a perderse; podría ocultarse en caso necesario y moverse a sus anchas, sin correr ningún peligro.
A medida que se percataba de todas esas cosas, sintió que recuperaba las fuerzas. Envainó la daga en el cinturón y se echó la mochila al hombro. – ¿Estás listo? – preguntó la voz con tono sarcástico.
–Sí. Te lo explico si quieres, pero no pareces muy interesado.
–Todo lo que haces me resulta fascinante. Pero no te preocupes por mí. ¿Qué vas a decirle a toda esa gente que se acerca?
Will miró sobresaltado en derredor. En el sendero divisó a lo lejos unos viajeros con mulos de carga que se dirigían hacia el lago. Ellos aún no lo habían visto, pero si se quedaba allí como un pasmarote no tardarían en advertir su presencia.
Will tomó la capa de su padre, que había puesto a secar sobre una roca. Pesaba mucho menos que antes. Acto seguido echó un vistazo alrededor: no podía llevarse nada más.
–Sigamos adelante -dijo.
Le hubiera gustado colocarse de nuevo la venda, pero decidió hacerlo más tarde. Echó a andar por la orilla del lago, en dirección opuesta a los viajeros, y el ángel lo siguió, invisible en la límpida atmósfera.
Al cabo de varias horas llegaron a una estribación en la pelada montaña, cubierta tan sólo de hierba y rododendros enanos. Ansioso por descansar, Will decidió hacer pronto un alto en el camino.
Apenas había oído al ángel. De vez en cuando Balthamos le advertía: «Por aquí no», o «Hay un sendero más practicable a la izquierda», y Will aceptaba sus consejos. En realidad se movía simplemente por moverse y alejarse de aquellos viajeros, porque hasta que regresara el otro ángel con más noticias, nada le impedía quedarse allí.
Cuando se puso el sol, Will creyó ver a su extraño compañero. Observó la silueta de un hombre que temblaba al trasluz, en cuyo interior el aire era más denso. – ¿Balthamos? Busco un arroyo. ¿Hay alguno cerca? – preguntó.
–Hay un manantial a mitad de la cuesta -respondió el ángel-, sobre aquellos árboles.
–Gracias -dijo Will.
No tardó en dar con el manantial. Bebió con avidez y llenó la cantimplora. Cuando se disponía a emprender el descenso hacia el bosquecillo oyó una exclamación. Al volverse vio la silueta de Balthamos que se desplazaba rauda por la ladera hacia… ¿Qué ocurría? El ángel sólo era visible como un atisbo de movimiento, y Will lo percibía con más nitidez cuando no lo miraba directamente. El ángel parecía haberse detenido a escuchar, y luego se propulsó a través del aire para regresar a toda velocidad junto a Will. – ¡Aquí! – exclamó con una voz exenta por primera vez de sarcasmo y censura-. ¡Baruch ha pasado por aquí! Y hay una de tus ventanas, casi invisible. Acércate…
Ven enseguida.
Will lo siguió impaciente, olvidándose por completo de su cansancio. La ventana, según comprobó al acercarse, daba a un desolado paisaje parecido a la tundra, más llano que las montañas del mundo de Cittágazze y también más frío, cubierto por un cielo nublado. Will lo atravesó, y Balthamos se apresuró a seguirle. – ¿Qué mundo es éste? – preguntó Will.
–El de la niña. Pasaron por aquí. Baruch se ha adelantado para seguirlos. Se dirigen hacia el sur y están muy lejos. – ¿Cómo lo sabes? ¿Acaso adivinas su pensamiento?
–Desde luego. Dondequiera que vaya Baruch, mi corazón va con él; aunque somos dos seres, es como si fuéramos uno solo.
Will miró alrededor. No había ni rastro de seres humanos, y el frío aumentaba a medida que menguaba la luz.
–No me apetece dormir aquí-declaró Will-. Pasaremos la noche en Cittágazze y volveremos por la mañana. Al menos allí tenemos leña con que encender el fuego. Ahora que sé qué tacto tiene el mundo de Lyra, puedo hallarlo con la daga… Eh, Balthamos, ¿puedes adoptar otra forma? – ¿Y para qué habría de hacerlo?
–En este mundo los seres humanos tienen daimonions, y si me paseo por ahí sin uno despertaré sospechas. Al principio Lyra me temía debido a eso. De modo que si vamos a través de su mundo, debes fingir que eres mi daimonion y asumir la forma de un animal. Un ave, por ejemplo. Así podrás volar. – ¡Menudo aburrimiento! – ¿Puedes hacerlo?
–Podría…
–Pues hazlo. Anda, quiero verlo.
La forma del ángel se condensó en un pequeño torbellino del que surgió un mirlo, que se posó en la hierba a los pies de Will.
–Colócate sobre mi hombro -le indicó éste.
El pájaro obedeció, tras lo cual habló con el tono áspero que solía emplear el ángel.
–Sólo haré esto cuando sea estrictamente necesario. Es de lo más humillante.
–Lo siento por ti -replicó Will-. Cada vez que nos topemos con una persona, en este mundo, transfórmate en un pájaro. No te molestes en discutir ni protestar. Lo haces y punto.
El mirlo remontó el vuelo en la penumbra y se esfumó en el aire. Al cabo de unos segundos apareció de nuevo el ángel, con una expresión de disgusto. Antes de volver a trasponer la ventana, Will observó el paisaje y olfateó el aire para formarse una idea del mundo en el que Lyra estaba cautiva. – ¿Dónde se encuentra ahora tu compañero? – preguntó.
–Siguiendo a la mujer hacia el sur.
–Por la mañana también nosotros marcharemos en esa dirección.
Al día siguiente, Will anduvo durante varias horas sin tropezarse con un alma. El paisaje consistía en general en unas pequeñas colinas cubiertas de hierba corta y seca. Cada vez que llegaba a un punto elevado miraba alrededor en busca de alguna señal de presencia humana, pero no halló ninguna. La única variación en aquella polvorienta soledad de color verde pardusco era una lejana mancha de un verde más intenso, hacia la cual se dirigió porque Balthamos le informó de que era un bosque en el que había un río que discurría hacia el sur.
–Vamos muy despacio – se quejó Balthamos.
–No puedo evitarlo – replicó Will -. Si no eres capaz de decir algo útil, será mejor que te calles.
Al llegar al límite del bosque el sol rozaba el horizonte y el aire estaba cargado de polen; estornudó varias veces, asustando a un pájaro que remontó el vuelo con un sonoro graznido.
–Es el primer ser vivo que he visto hoy – comentó Will -. El primero que veo en este mundo. – ¿Dónde piensas acampar? – preguntó Balthamos.
El ángel aparecía de vez en cuando entre las alargadas sombras de los árboles. Will reparó en su expresión petulante.
–Tendré que parar por aquí – dijo Will -. Podrías ayudarme a encontrar un lugar apropiado. Oigo el murmullo de un arroyo… Ve a ver si lo localizas.
El ángel desapareció. Will siguió avanzando a través de las matas de brezo y mirto, deseoso de hallar un sendero que pudiera seguir, mientras observaba la luz con aprensión; tenía que elegir un sitio donde detenerse, pues de lo contrario la oscuridad le obligaría a hacerlo sin posibilidad de elección.
–A la izquierda – le informó Balthamos, que se hallaba a unos pasos de distancia -. Un arroyo y un árbol seco para encender fuego. Por aquí…
Will siguió la voz del ángel y no tardó en localizar el paraje que éste había descrito. Un caudaloso arroyo fluía entre las rocas cubiertas de musgo y desaparecía sobre un saliente para sumergirse en una estrecha sima cubierta por las copas de los árboles. La herbosa ribera se extendía junto al arroyo hasta los matorrales y el sotobosque.
Antes de concederse un merecido descanso, Will fue a recoger leña y vio un círculo de piedras chamuscadas entre la hierba, donde alguien había encendido recientemente una fogata. Tras reunir una pila de ramas de distintos tamaños, Will las cortó con la daga a una medida adecuada antes de encender el fuego. Como no sabía hacerlo, tuvo que utilizar varias cerillas antes de conseguirlo.
El ángel lo observó con una expresión entre enojada y paciente.
Una vez que hubo encendido el fuego, Will comió dos galletas de avena, unas lonchas de carne seca y una barrita de cereales, acompañadas por un trago de agua fresca. Balthamos se hallaba sentado junto a él, en silencio. – ¿Es que vas a estar todo el rato vigilándome? – dijo finalmente Will-. No pienso ir a ninguna parte.
–Espero a Baruch, que no tardará en volver. Si lo prefieres, no te prestaré la menor atención. – ¿Te apetece comer algo? – Balthamos se movió un poco, picado por la tentación-. No sé si sueles comer -prosiguió Will-, pero si te apetece algo, sírvete. – ¿Qué es eso? – preguntó el ángel, receloso, señalando una barrita de cereales.
–Más azúcar que otra cosa, me parece, y cereales. Toma.
Will partió un pedazo y se lo ofreció. Balthamos inclinó la cabeza para olisquearlo. Luego lo tomó, y Will notó el frío tacto de sus dedos en la palma de la mano.
–Creo que esto me alimentará -comentó el ángel-. Con un trocito tengo suficiente, gracias.
Mientras Balthamos mordisqueaba la barrita, Will observó que si miraba el fuego cuando el ángel estaba situado en su campo visual, veía a éste con mayor nitidez. – ¿Dónde está Baruch? – preguntó.
–Presiento que cerca. No tardará en aparecer. Cuando regrese, hablaremos. Es mejor hablar.
Efectivamente, apenas había transcurrido un minuto cuando percibieron el suave batir de unas alas.
Balthamos se levantó de un salto. Unos instantes después los dos ángeles se abrazaron. Sin apartar la vista del fuego, Will observó el afecto que se profesaban. Era más que afecto: se querían con pasión.
Baruch tomó asiento junto a su compañero. Will atizó el fuego, levantando una nube de humo que se alejó flotando tras ellos. La nube realzó la silueta de los dos ángeles, y Will consiguió verlos por primera vez con claridad. Balthamos era delgado, con una expresión en la que se aunaban un altivo desdén y una tierna y ardiente simpatía, como si estuviera predispuesto a amar todas las cosas siempre y cuando su naturaleza le permitiera olvidar sus defectos. Will no percibió en Baruch defecto alguno. Parecía más joven, como había afirmado Balthamos, y era de complexión recia, con unas alas inmensas y blancas como la nieve. Tenía un carácter más ingenuo. Miraba a Balthamos como si éste fuera la fuente de todo conocimiento y amor. Will se sintió intrigado y conmovido por el amor que ambos se profesaban. – ¿Has averiguado dónde se encuentra Lyra? – inquirió, impaciente por conocer las novedades.
–Sí – respondió Baruch -. Hay un valle semejante al Himalaya, muy alto, cercano a un glaciar donde el hielo transforma la luz en un arco iris. Te dibujaré un mapa en el suelo, para que no te extravíes. La niña está cautiva en una cueva entre los árboles, con una mujer que la mantiene dormida. – ¿Dormida? ¿Y la mujer está sola? ¿No hay soldados con ella?
–Sola, sí. Escondida. – ¿Y Lyra está bien?
–Sí. Sólo está dormida, y sueña. Te mostraré dónde se halla. Con un pálido dedo, Baruch trazó un mapa en la tierra junto a la hoguera, que Will copió con exactitud en su bloc. El centro era un glaciar que presentaba una curiosa forma y serpenteaba entre tres picos casi idénticos.
–Mira – dijo el ángel -, nos estamos acercando. El valle donde se encuentra la cueva arranca por la parte izquierda del glaciar, surcado por un río de agua de deshielo. La cabecera está aquí.
El ángel dibujó otro mapa, que Will copió también, y luego otro, acotando cada vez más la zona.
Will calculó que no le resultaría difícil dar con aquel lugar…, después de haber recorrido los seis o siete mil kilómetros que mediaban entre la tundra y las montañas. La daga constituía un atajo para trasladarse de un mundo a otro, pero no para eliminar la distancia entre ellos.
–Cerca del glaciar hay un santuario – continuó Baruch -, con unas banderas de seda rojas medio desgarradas por el viento. Una muchacha lleva comida a la cueva. Todos creen que la mujer es una santa que les prodigará toda suerte de bendiciones si atienden sus necesidades. – ¿De veras? – preguntó Will maravillado-. Pero esa mujer permanece escondida… No lo entiendo. ¿Acaso se oculta de la iglesia?
–Eso parece.
Will plegó y guardó con cuidado los mapas. Vertió un poco de café en polvo en la taza de hojalata en la que había puesto a calentar agua sobre las piedras junto al fuego, lo removió con un palito y se envolvió la mano con un pañuelo antes de tomar la taza.
Una rama cayó en la hoguera; se oyó el graznido de un ave nocturna.
–Apaga el fuego -murmuró Balthamos.
Will agarró un puñado de tierra con su mano sana y la arrojó sobre las llamas. Sintió que el frío le calaba los huesos y comenzó a tiritar.
De pronto se fijó en algo que le llamó la atención: sobre las nubes resplandecía una forma, y no era la luna. – ¿La Carroza? ¿Cómo es posible? – murmuró Baruch. – ¿Qué? – preguntó Will en voz baja.
–Saben que estamos aquí -susurró Baruch, inclinándose hacia Will-. Han dado con nuestro paradero.
Toma tu daga, Will, y…
Antes de que terminara la frase, una forma cayó del cielo sobre Balthamos. Baruch se abalanzó al instante sobre ella, mientras Balthamos se retorcía para liberarse de su agresor. Los tres seres pelearon en la penumbra, como gigantescas avispas atrapadas en la tela de una descomunal araña, sin hacer el menor ruido. Lo único que Will percibió fue el ruido de las ramas al partirse y el murmullo de las hojas al rozar unas con otras.
Will no podía utilizar la daga, pues sus compañeros se movían con tal rapidez que temía lastimarlos.
Entonces sacó la linterna de la mochila y la enfocó hacia los contendientes.
Nadie se esperaba aquello. El agresor alzó sus alas y Balthamos se tapóTos ojos con el brazo. Sólo Baruch tuvo la presencia de ánimo para no moverse. No obstante, Will logró ver a aquel enemigo: otro ángel, mucho más voluminoso y fuerte que ellos. Baruch le tapaba la boca con la mano. – ¡Will! – exclamó Balthamos-. ¡Agarra la daga y corta con ella una vía de escape!
En aquel preciso momento el agresor consiguió liberarse y gritó: -¡Los he atrapado, señor Regente!
Su voz resonó en la cabeza de Will; jamás había oído a nadie gritar de aquel modo. Cuando el ángel se disponía a remontar el vuelo, Will soltó la linterna y se arrojó sobre él. Había matado a un espectro del acantilado, pero esgrimir la daga contra un ser que tenía una forma tan parecida a la suya no era tan fácil. No obstante, Will aferró al ser alado y comenzó a descargar puñaladas sobre él hasta que el aire se inundó de plumas blancas, como si estuviera nevando. Entonces, en aquel torbellino de sensaciones, recordó las palabras de Balthamos: «Vosotros sois de carne y hueso, nosotros no.» Cierto. Los seres humanos eran más fuertes que los ángeles, y Will consiguió derribar al ángel al suelo.
El agresor siguió chillando como un descosido. – ¡Socorro, señor Regente, a mí!
Will alzó los ojos y vio las nubes girando y deslizándose por el cielo, y aquel inmenso resplandor que se hacía cada vez más potente, como si las nubes estuvieran cargadas de una energía como plasma y adquirieran una intensa luminosidad.
–Apártate, Will, y corta antes de que él…
Pero el ángel se debatía con ímpetu y por fin consiguió liberar una de sus alas. Acto seguido se levantó del suelo y Will lo sujetó con fuerza para que no se soltara. Baruch se apresuró a ayudarle, empujando la cabeza del agresor hacia atrás. – ¡No! – gritó Balthamos-. ¡No! ¡No!
Se arrojó sobre Will, agarrándole del brazo, del hombro, de las manos. A todo esto, el agresor intentó lanzar otro estridente grito, pero Baruch le tapó la boca con la mano. De pronto se produjo en lo alto un intenso temblor, como una potente dínamo, casi inaudible de tan grave, pero sacudió los átomos del aire y provocó un soberano sobresalto a Will.
–Está a punto de aparecer -dijo Balthamos casi sollozando. Will captó el temor que encerraba su voz-. Te lo ruego, Will…
Will alzó la vista.
Las nubes se separaron, y a través del sombrío espacio apareció una figura que descendió a toda velocidad hacia ellos. Al principio era una forma menuda, pero a medida que fue aproximándose se hizo cada vez más grande e imponente. Se dirigía hacia ellos, con inconfundible saña. A Will incluso le pareció ver sus ojos.
–Debes hacerlo, Will -le instó Baruch.
Will se levantó y abrió la boca para decir «mantenedlo bien sujeto», pero antes de que pudiera pronunciar estas palabras el ángel se desplomó en el suelo, disolviéndose y dispersándose como la niebla, hasta desaparecer. Will miró en torno suyo, sintiéndose mareado y estúpido. – ¿Lo he matado? – preguntó temblando.
–No te quedó más remedio -contestó Baruch-. Pero ahora…
–Odio esto -dijo Will con vehemencia-, de verdad, odio esta matanza. ¿Es que nunca va a terminar?
–Debemos irnos -dijo Balthamos suavemente-. Apresúrate, Will, te lo ruego…
Ambos sentían un miedo mortal.
Will tentó el aire con la punta de la daga, dispuesto a adentrarse en cualquier mundo con tal de salir de aquél. Cortó con rapidez y alzó la vista: el otro ángel que había caído del cielo se hallaba a unos segundos de distancia, observándolos con una expresión aterradora. Incluso a aquella distancia, en aquella fracción de segundo, Will notó que un intelecto inmenso, brutal e implacable le examinaba y analizaba minuciosamente.
Y lo más grave era que empuñaba una lanza, que alzó para arrojarla…
En el momento que tardó el ángel en disponer el arma y estirar el brazo hacia atrás para lanzarla, Will siguió a Baruch y a Balthamos a través de la ventana y la cerró tras de sí. Mientras sus dedos terminaban de cerrarla, Will sintió una violenta ráfaga de aire… pero enseguida se desvaneció.
Estaba a salvo. La ráfaga la había producido la lanza, que de haber permanecido Will en el otro mundo le hubiera traspasado con toda seguridad.
Se hallaban en una playa arenosa, bajo una refulgente luna. Hacia el interior crecían unos gigantescos heléchos; unas suaves dunas se extendían por la orilla a lo largo de kilómetros. Hacía calor y humedad. – ¿Quién era ése? – preguntó Will a los ángeles, sin cesar de temblar.
–Metatron -respondió Balthamos-. Debiste de… -¿Metatron? ¿Quién es? ¿Por qué nos atacó? No me mintáis.
–Debemos decírselo -dijo Baruch a su compañero-. Debiste haberle informado.
–Sí, de acuerdo -reconoció Balthamos-, pero estaba enojado con él y preocupado por ti.
–Decídmelo ahora mismo -insistió Will-. Y tened presente que de nada sirve decirme que debería hacer esto, lo otro o lo de más allá. A mí todo eso me tiene sin cuidado. Lo único que cuenta es Lyra y mi madre. Ahí radican precisamente todas esas cabalas metafísicas, como tú las has llamado -añadió dirigiéndose a Balthamos.
–Pienso que debemos informarte de lo que hemos averiguado -dijo Baruch-. Por eso te buscábamos, Will, y por eso debemos conducirte ante lord Asriel. Hemos descubierto un secreto del Reino, del mundo de la Autoridad, y debemos comunicárselo. – De pronto miró alrededor y preguntó-: ¿Estamos a salvo en este lugar? ¿Nuestros enemigos no pueden penetrar aquí?
–Éste es un mundo distinto. Otro universo.
La arena que pisaban era suave y mullida y la ladera de una duna cercana invitaba a reposar en ella.
A la luz de la luna veían a muchos kilómetros de distancia; estaban completamente solos.
–Habladme de Metatron y de ese secreto que habéis descubierto -dijo Will-. ¿Por qué lo llamó Regente ese ángel? ¿Y ese ser a quien llamáis Autoridad es Dios?
Will se sentó, y los dos ángeles, cuya forma veía con toda claridad a la luz de la luna, se sentaron junto a él.
–La Autoridad, Dios, el Señor, Yahvé, El, Adonai, el Rey, el Padre, el Todopoderoso -dijo Balthamos suavemente-, son unos nombres que él mismo se impuso. No fue el creador. Era un ángel como nosotros, el primero, cierto, el más poderoso, pero estaba formado a partir del Polvo, al igual que nosotros, y Polvo es el único nombre aplicable a lo que ocurre cuando la materia comienza a entenderse a sí misma. A la materia le encanta la materia. Desea conocer más sobre sí misma, y se forma el Polvo. Los primeros ángeles se condensaron a partir del Polvo, y la Autoridad fue la primera de todos ellos. Explicó a los que le siguieron que él los había creado, pero era mentira. Uno de los que le siguieron, una entidad femenina, era más sabia que él y averiguó la verdad, y entonces él la desterró. Nosotros aún la servimos. La Autoridad sigue reinando en el Reino; y Metatron es su Regente. Pero con respecto a lo que descubrimos en la Montaña Nublada, no podemos revelarte la esencia de ello. Nos juramos uno a otro que el primero en ser informado sería el propio lord Asriel.
–Entonces contadme lo que podáis. Me tenéis sobre ascuas.
–Hallamos la Montaña Nublada -respondió Baruch, y se apresuró a añadir-: Lo siento, utilizamos estos términos con demasiada facilidad. En ocasiones la llaman la Carroza. No está fija, ¿comprendes?, sino que se desplaza de un lugar a otro. Vaya donde vaya, se convierte en el centro del Reino, en su ciudadela, su palacio. Cuando la Autoridad era joven, no estaba rodeada de nubes, pero con el transcurso del tiempo ella las reunió alrededor de sí hasta quedar envuelta por una densa capa de nubes. Nadie ha visto la cima desde hace muchos años. Por eso su ciudadela es conocida como la Montaña Nublada. – ¿Qué encontrasteis allí?
–La Autoridad habita en una cámara situada en el corazón de la montaña. La vimos, aunque no pudimos aproximarnos. Su poder…
–Ha delegado gran parte de su poder en Metatron -terció Balthamos-, como te he dicho. Ya has visto qué aspecto tiene. Antes escapamos de él, pero nos ha visto de nuevo, y también te ha visto a ti, y la daga, de modo que…
–No te burles de Will, Balthamos -le reprendió Baruch suavemente-. Necesitamos su ayuda. No puedes censurarle por no saber por qué tardamos tanto en averiguar esas cosas.
Balthamos apartó la vista. – ¿Así que no vais a revelarme vuestro secreto? – dijo Will-. De acuerdo, pero al menos decidme qué ocurre cuando nos morimos.
Balthamos lo miró sorprendido.
–Bueno, existe el mundo de los muertos -respondió Baruch-. Nadie sabe dónde se encuentra ni qué ocurre allí. Mi fantasma, gracias a Balthamos, no acabó allí; yo soy lo que antes era el fantasma de Baruch. El mundo de los muertos es demasiado tenebroso para nosotros.
–Es un campo de prisioneros -terció Balthamos-. La Autoridad lo estableció en los primeros tiempos de la historia. ¿Por qué te interesa tanto? Ya lo verás cuando llegue tu hora.
–Mi padre acaba de ir allí, por eso me interesa. De no haber sido asesinado, él me habría contado todo lo que sabía. Decís que es un mundo…, ¿pero un mundo como éste, otro universo?
Balthamos miró a Baruch, que se encogió de hombros. ¿Y qué ocurre en el mundo de los muertos? – siguió preguntando Will.
–Es imposible saberlo -contestó Baruch-. Todo lo referente a ese mundo es secreto. Ni siquiera las iglesias lo saben; aseguran a sus creyentes que vivirán en el cielo, pero es mentira. Si la gente supiera realmente…
–El fantasma de mi padre ha ido allí.
Sin duda, como los millones y millones de seres que murieron antes que él.
Will empezó a imaginar mil y una conjeturas. – ¿Por qué no acudisteis directamente a lord Asriel para contarle ese gran secreto en lugar de buscarme a mí? – inquirió Will.
–Temíamos que no nos creyera -respondió Balthamos-, a menos que le mostráramos una prueba de nuestra buena fe. Con el poder que tiene, ¿por qué iba a tomarse en serio lo que le dijeran dos ángeles de rango inferior? Pero si le llevábamos la daga y a su portador, quizá nos creería. La daga es un arma muy potente, y a lord Asriel le complacería tenerte de su lado.
–Lo siento -dijo Will-, pero ese argumento no me convence. Si estuvierais seguros de vuestro secreto, no necesitaríais ninguna excusa para ir a ver a lord Asriel.
–Hay otra razón -intervino Baruch-. Sabíamos que Metatron nos perseguiría, y queríamos impedir que la daga cayera en sus manos. Si lográbamos convencerte de que fueras a ver a lord Asriel, al menos…
–Quitaos eso de la cabeza -replicó Will-. En lugar de ayudarme a encontrar a Lyra, me lo estáis poniendo más difícil. Lyra es lo más importante, y vosotros parece que os habéis olvidado de ella.
Pero yo no. ¿Por qué no vais a ver a lord Asriel y me dejáis tranquilo de una vez? Seguro que conseguiréis que os escuche. Tardaréis mucho menos en llegar hasta él volando de lo que tardaría yo a pie. Primero quiero encontrar a Lyra, cueste lo que cueste. Id a ver a lord Asriel y dejadme en paz.
–Pero tú nos necesitas -dijo Balthamos con aspereza-, porque yo puedo fingir que soy tu daimonion, y si no tienes uno en el mundo de Lyra llamarías la atención.
Will estaba tan enojado que no dijo palabra. Se levantó y caminó unos veinte pasos sobre la suave y mullida arena. Luego se detuvo, agobiado por el calor y la humedad.
Al volverse vio a los dos ángeles cuchicheando. Unos instantes después se dirigieron hacia él con expresión humilde y contrita, pero a la vez orgullosa.
–Lamentamos haberte enojado -dijo Baruch-. Yo iré solo a ver a lord Asriel para informarle de lo que hemos averiguado y pedirle que te envíe ayuda para que encuentres a su hija. Si utilizo una buena velocidad de crucero, me llevará dos días de vuelo.
–Y yo me quedaré contigo, Will -apostilló Balthamos.
–Gracias -dijo Will.
Los dos ángeles se abrazaron. Luego Baruch abrazó a Will y le besó en las mejillas. Fueron unos besos leves y frescos, como las manos de Balthamos.
–Si nosotros avanzamos hacia donde se encuentra Lyra, ¿podrás dar con nuestro paradero? – preguntó Will.
–Soy incapaz de perder a Balthamos -contestó Baruch.
Tras retroceder un paso, se elevó rápidamente por los aires y desapareció~entre las estrellas diseminadas por el cielo. Balthamos lo observó con profunda tristeza. – ¿Quieres quedarte a dormir aquí o seguimos adelante? – preguntó por fin el ángel a Will.
–Dormiremos aquí-respondió éste.
–Entonces duerme mientras yo vigilo para que no nos sorprenda ningún peligro. Reconozco que he estado un tanto brusco contigo, Will, y lo lamento. Te ha tocado una difícil papeleta, y yo debería ayudarte en lugar de burlarme de ti. De ahora en adelante procuraré ser más amable.
Will se tumbó en la cálida arena, sabiendo que el ángel montaba guardia junto a él, aunque eso no le sirvió de gran consuelo.
–Conseguiré sacarte de aquí, Roger, te lo prometo. Willno tardará en venir, estoy segura.
Él no lo comprendía. Extendió sus pálidas manos y meneó la cabeza.
–No entiendo nada, pero sé que él no vendrá -replicó-, y aunque viniera no me reconocería.
–Vendrá a rescatarme -insistió ella-. Willyyo… ¡No sé cómo, Roger, pero te juro que te ayudaremos!
No olvides que hay otros seres de nuestra parte. Contamos con Serafina y lorek, y te aseguro que…
Carroñeros
POLVO, Y SU FIEL
LOS SANTOS.