Atravesó toda la ciudad sin preocuparse de ellos. Nunca he visto a una persona mayor hacer eso.

Daba la sensación de que ni siquiera sabía que los espantos existen. Lo mismo que usted -agregó, mirándole con expresión de desafío.

–Hay muchas cosas que no sé -confesó con afabilidad el padre Gómez.

Paolo tiró de la manga de la niña y volvió a susurrarle algo. – Paolo cree que usted se propone recuperar la daga -informó la niña al sacerdote.

El padre Gómez sintió que se le erizaba el vello. Recordó la declaración de fray Pavel durante el proceso del Tribunal Consistorial: ésa debía de ser la daga a la que se referían los niños.

–Lo haré si puedo -respondió-. La daga estaba antes aquí, ¿no es cierto?

–En la Torre degli Angelí -le informó la niña señalando la torre de piedra cuadrada que asomaba sobre los tejados rojizos, resplandeciente bajo el sol del mediodía-. El niño que la robó mató a nuestro hermano, Tullio. Los espantos lo pillaron. Si quiere usted matar a ese niño, a nosotros nos parece bien. Y la niña… era una mentirosa, tan mala como él. – ¿Había una niña? – inquirió el sacerdote tratando de disimular su interés, convencido de que aquella niña era Lyra.

–Una maldita embustera -espetó la chiquilla pelirroja-. Casi los matamos a los dos, pero aparecieron unas mujeres que volaban…

–Unas brujas -apostilló Paolo.

–Eso, unas brujas, y no pudimos luchar contra ellas. Se llevaron al niño y a la niña. No sabemos adonde fueron. La mujer se presentó después. Pensamos que quizá tuvieran una especie de daga, para ahuyentar a los espantos, ¿sabe? Y a lo mejor usted también tiene una -añadió la niña, alzando el mentón y mirando al sacerdote con descaro.

–No tengo ninguna daga -afirmó el padre Gómez-. Pero tengo una misión sagrada. Puede que sea eso lo que me protege de… los espantos.

–Puede -repuso la niña-. De todas formas, si quiere encontrar a la mujer, se fue hacia el sur, hacia las montañas. Nadie sabe exactamente dónde, pero si le pregunta a cualquiera le dirán si ha pasado por allí, porque en Ci'gazze no hay nadie como ella ni la ha habido nunca. No le costará encontrarla.

–Gracias, Angélica-dijo el sacerdote-. La Autoridad os bendice, hijos míos.

A continuación se echó la mochila a la espalda, salió del jardín y echó a andar satisfecho a través de las silenciosas y calurosas calles.

Al cabo de tres días en compañía de aquellas criaturas con ruedas, Mary Malone sabía mucho sobre ellas, y éstas sobre Mary.

Aquella primera mañana la condujeron aproximadamente durante una hora por la carretera de basalto hasta un poblado situado junto a un río. Fue un trayecto un tanto incómodo para Mary, pues no tenía dónde agarrarse y el lomo de la criatura era duro. Avanzaban rápidamente a una velocidad que la asustó, pero el estruendo de sus ruedas y sus pisadas sobre la dura superficie de la carretera la distrajo lo suficiente para no acusar la incomodidad.

Durante el viaje pudo reparar mejor en la fisiología de aquellas criaturas. Al igual que los herbívoros, tenían un esqueleto en forma de rombo, con una extremidad en cada vértice. En un determinado momento del pasado remoto, un ancestro suyo debió de haber desarrollado aquella estructura y constatado su funcionalidad, del mismo modo que hace tiempo en el mundo de Mary los seres reptantes habían desarrollado la columna vertebral.

La carretera de basalto discurría en pendiente, y cuando un rato después ésta se acentuó, las criaturas pudieron circular a toda marcha. Encogían las patas laterales y se propulsaban inclinándose hacia un lado o el otro, avanzando a una velocidad que a Mary le pareció espeluznante, aunque tuvo que reconocer que en ningún momento la criatura sobre la que iba montada le transmitió una sensación de peligro. De haber tenido algo a lo que agarrarse, Mary habría disfrutado del paseo.

Al pie de la cuesta, aproximadamente de un kilómetro de largo, había un bosquecillo formado por aquellos descomunales árboles que había visto con anterioridad, junto al cual fluía un manso río a través de un terreno cubierto de hierba. Mary advirtió no muy lejos un reflejo que parecía proceder de una masa mayor de agua, pero no tuvo tiempo de contemplarlo detenidamente porque las criaturas se dirigieron aun poblado situado a orillas del río, que ella ardía en deseos de ver.

Había unas veinte o treinta cabañas distribuidas en un círculo irregular, construidas con unos troncos de madera (Mary tuvo que protegerse los ojos del sol para verlo). Los muros estaban recubiertos con una especie de pasta de zarzo, y los tejados con paja. Había otras criaturas con ruedas trabajando afanosamente: unas reparaban tejados, otras sacaban las redes del río y otras reunían leña para encender fuego.

De modo que tenían un lenguaje, disponían de fuego y estaban organizadas en una sociedad. En aquellos momentos Mary realizó un ajuste mental, sustituyendo la palabra «criaturas» por personas.

Aquellos seres no eran humanos pero eran personas, nuestros semejantes, se dijo.

Al aproximarse a ellos, algunos lugareños alzaron la vista y llamaron a los otros para que acudieran.

La comitiva que avanzaba por la carretera se detuvo. Mary se apeó con cuidado, sabiendo que más tarde le dolería todo el cuerpo.

–Gracias -dijo a su… ¿su qué?

Buscó la palabra adecuada: ¿montura?, ¿velocípedo? Ambas eran absurdas para describir a aquel ser afable de ojos brillantes que tenía al lado, de modo que se decidió por el término «amigo».

Este levantó la trompa e imitó sus palabras:

–Razias -dijo. Y ambos se echaron a reír alegremente.

Mary tomó su mochila, que había transportado otra criatura (¡razias, razias!) y abandonó con ellas la carretera de basalto para echar a andar por la tierra apisonada de la aldea.

A partir de aquel momento Mary comenzó a asimilar a fondo cuanto la rodeaba.

A lo largo de días sucesivos aprendió tantas cosas que volvió a sentirse como una niña, desconcertada por las enseñanzas de la escuela. Por otra parte, aquellos seres con ruedas parecían igual de maravillados con Mary. Lo que más les llamaba la atención era sus manos. No paraban de acariciar con sus trompas las articulaciones, examinando sus pulgares, nudillos y uñas, flexionándolos con suavidad. También observaban con asombro cómo manipulaba Mary su mochila, se llevaba la comida a la boca, se desperezaba, se peinaba y se lavaba.

A cambio dejaron que Mary tocara sus trompas. Eran muy flexibles, largas como su brazo, más gruesas en el punto donde se unían a la cabeza, y lo bastante recias como para aplastarle la cabeza, pensó ella. Las dos excrecencias en el extremo, semejantes a unos dedos, eran capaces de ejercer una presión tremenda y al mismo tiempo acariciar con extrema suavidad. Las criaturas podían modificar la textura de su piel en la parte interna, en sus órganos equivalentes a las yemas de los dedos, pasando de un tacto aterciopelado a una solidez semejante a la madera. Por consiguiente podían realizar tareas delicadas, como ordeñar a los herbívoros, y otras más duras, como partir ramas y pelarlas.

Poco a poco se percató de que sus trompas desempeñaban también un importante papel a la hora de comunicarse. Un movimiento de la trompa podía alterar el significado de un sonido, de forma que la palabra que sonaba como «cha» significaba agua cuando iba acompañada de un movimiento de la trompa de izquierda a derecha, «lluvia» cuando la trompa se curvaba hacia arriba, «tristeza» cuando se curvaba hacia dentro y «briznas de hierba tierna» cuando hacía un rápido movimiento hacia la izquierda. Cuando Mary se dio cuenta de ello empezó a imitar ese lenguaje, tratando de mover los brazos del mismo modo, y cuando las criaturas comprendieron que Mary les hablaba, reaccionaron con alborozo.

En cuanto comenzaron a hablar (por lo general en el lenguaje de las criaturas, aunque Mary consiguió enseñarles algunas palabras en inglés: sabían decir «razias», «hierba», «árbol», «cielo» y «río», y pronunciar el nombre de ella, aunque con ciertas dificultades) avanzaron más rápidamente.

Las criaturas se denominaban a sí mismas mulefa, en tanto que pueblo, pero un individuo era un zahf. Mary creyó advertir una diferencia entre los sonidos que designaban a un zalif varón y a una zalif hembra, pero era tan sutil que no estaba segura. En cualquier caso empezó a anotar esas palabras y a compilar un diccionario.

Sin embargo, antes de aplicarse con total dedicación a esa tarea, sacó su viejo libro y sus tallos de milenrama y preguntó al I Chmg: «¿Debo estar aquí haciendo esto, o debo marcharme y proseguir mi búsqueda?»

La respuesta no se hizo esperar: «Permanecer inmóvil, para que la intranquilidad se disuelva; después, más allá del tumulto, uno percibe las grandes leyes.»

Y seguía diciendo: «Al igual que una montaña permanece quieta dentro de sí misma, un hombre sabio no permite que su voluntad le lleve más lejos de la situación en que se halla.»

El mensaje no podía estar más claro. Mary guardó los tallos y cerró el libro. Luego comprobó que había atraído a unas criaturas que la observaban formando un círculo en torno a ella.

Una dijo: -¿Pregunta? ¿Permiso? Curiosa.

Mary respondió:

–Por favor, mirad.

Las criaturas movieron sus trompas con suma delicadeza, como si contaran los tallos de milenrama, imitando a Mary, o como si volvieran las páginas del libro. Un detalle que les asombró fue que ella pudiera sostener el libro y volver las páginas al mismo tiempo. Les encantaba ver cómo Mary entrelazaba los dedos o utilizaba las manos para jugar a un juego infantil llamado «la torre de la iglesia», o realizaba aquel movimiento de unir el pulgar y el índice de la mano contraria repetidas veces, que era el que Ama empleaba en aquel mismo momento en el mundo de Lyra, como sortilegio para ahuyentar a los espíritus malignos.

Cuando hubieron examinado los tallos de milenrama y el libro, doblaron con cuidado la tela alrededor de los primeros y los guardaron junto con el libro en la mochila. Mary se sentía contenta y satisfecha del mensaje de la antigua China, porque significaba que lo que deseaba hacer era, en aquel preciso momento, exactamente lo que debía hacer.

Así pues, alegre y animada, se dispuso a aprender más cosas sobre los mulefa.

Averiguó que había dos sexos y que vivían en parejas monogámicas. Sus hijos tenían una larga infancia que duraba al menos diez años, y crecían muy despacio, según dedujo por las explicaciones de las criaturas. En aquel poblado había cinco jóvenes, uno casi adulto y los otros de edades escalonadas, que al ser de menor estatura que los mayores no sabían maniobrar las ruedas de cápsulas de semillas. Los niños tenían que desplazarse como los herbívoros, apoyando las cuatro patas en el suelo, pero a pesar de su enorme energía y espíritu aventurero (se acercaban a Mary brincando y luego se alejaban a la carrera, trataban de encaramarse a los árboles, se adentraban en aguas poco profundas y cometían otras travesuras por el estilo), se movían con torpeza, como si no estuvieran en su elemento. En comparación con ellos, la velocidad, la fuerza y la gracia de los adultos resultaba extraordinaria. Mary imaginaba lo que debían de anhelar los menores que llegara el día en que tuvieron la talla idónea para poder manejar las ruedas. Un día observó cómo el mayor de ellos penetraba furtivamente en el almacén donde guardaban varias cápsulas de semillas e intentaba encajar una y otra vez la garra delantera en el orificio central, pero cuando trató de levantarse se cayó y quedó atrapado. El ruido atrajo a un adulto. El pequeño pugnaba por liberarse, lanzando unos angustiosos chillidos, y Mary no pudo por menos de reírse ante el espectáculo del padre indignado y el hijo culpable, que logró zafarse en el último momento y se escabulló a toda velocidad.

Las ruedas de cápsulas constituían claramente un elemento de gran importancia, y Mary no tardó en comprobar lo valiosas que eran.

Para empezar, los mulefa dedicaban buena parte de su tiempo al mantenimiento de sus ruedas.

Levantando y haciendo girar con destreza la garra podían extraerla del orificio. Luego, valiéndose de sus trompas para examinar las ruedas desde todos los ángulos, podían limpiar la llanta y comprobar si tenía fisuras. La garra era tremendamente fuerte: un espolón de cuerno o de hueso surgía en ángulo recto de la pata para curvarse ligeramente, de forma que la parte superior, en el centro, soportaba el peso al descansar en el interior de la rueda. Mary observó un día cómo un zalif revisaba el agujero de su rueda trasera y vio que la tocaba aquí y allá, alzando y bajando la trompa, como si calibrara el olor.

Mary recordó el aceite que había quedado pegado a sus dedos cuando examinó por primera vez una cápsula de semillas. Con el permiso del zalif, Mary examinó su garra y comprobó que la superficie era lo más liso y resbaladizo que había tocado nunca, hasta el extremo de que sus dedos se deslizaban inevitablemente sobre ella. Toda la garra parecía estar impregnada de aquel aceite levemente perfumado, y después de ver a algunos aldeanos revisar y comprobar el estado de sus ruedas y sus garras, Mary empezó a preguntarse qué había aparecido primero, si la rueda o la garra, el jinete o el árbol.

Había que tener en cuenta no obstante un tercer elemento, la geología. Las criaturas sólo podían utilizar las ruedas en un mundo que les proporcionara carreteras naturales. El contenido mineral de aquellos ríos de lava debía de poseer una característica especial que hacía que discurrieran en líneas semejantes a cintas sobre la vasta sabana y fuera tan resistente al desgaste y a la intemperie. Poco a poco Mary se percató de que todo estaba ligado entre sí, y de que los mulefa se ocupaban de todo sin excepción. Conocían el emplazamiento de cada rebaño de herbívoros, cada bosquecillo de árboles de ruedas, todos los parajes de dulce hierba, y conocían a cada uno de los individuos que componían el rebaño, a todos y cada uno de los árboles, y hablaban sobre su bienestar y su futuro.

En cierta ocasión vio cómo seleccionaban entre una manada de herbívoros a algunos ejemplares, que apartaron del resto y sacrificaron partiéndoles el cuello con un movimiento de sus potentes trompas. No desperdiciaban nada. Los mulefa, que habían tomado con sus trompas unas láminas de piedra afiladas como cuchillos, despellejaron y destriparon en poco minutos a los animales que habían sacrificado. Después, con una habilidad digna de unos consumados carniceros, separaron los despojos de la carne tierna y las articulaciones, desechando la grasa y cortando los cuernos y los cascos, con una eficacia que impresionó a Mary, quien los observó con el deleite que experimentaba siempre al presenciar una tarea bien realizada.

A continuación colgaron unas tiras de carne a secar al sol y pusieron otras a salar, envueltas en hojas. También salaron los pellejos, después de rasparlos para eliminar todo residuo de grasa, que reservaron para un uso posterior. Luego los pusieron a remojo para curtirlos en unos cuencos llenos de agua con corteza de roble. El hijo mayor se entretuvo jugando con unos cuernos, fingiendo ser un herbívoro y provocando las carcajadas de los más pequeños. Aquella noche comieron carne fresca y Mary disfrutó de un opíparo festín.

Los mulefa también sabían dónde hallar los mejores peces y cuándo y dónde tender sus redes. En su afán de ser útil, Mary se ofreció para ayudar a los que preparaban las redes. Cuando vio cómo trabajaban, en parejas, juntando sus trompas para atar los nudos, cornprendió el asombro que les causaba sus manos, que le permitían atar los nudos sola. Al principio Mary supuso que eso le daba ventaja, que era autosuficiente y no necesitaba a nadie más, pero no tardó en cornprender que aquello la aislaba de otros seres. Quizás eso le ocurría a todos los seres humanos. A partir de entonces, Mary utilizó una sola mano para anudar las fibras, compartiendo la tarea con una zalif hembra de la que se hizo muy amiga, moviendo al unísono los dedos y las trompas, De todos los seres vivos de que se ocupaban aquellas criaturas con ruedas, los árboles provistos de cápsulas de semillas eran los que recibían más atención y cuidados.

Había en la zona media docena de bosquecillos de los que se ocupaba aquel grupo. Más lejos había otros, pero estaban bajo la responsabilidad de otros grupos. Una partida iba cada día a comprobar el estado de los majestuosos árboles y recoger las cápsulas de semillas que hubieran caído. Era evidente lo que ganaban los mulefa, ¿pero qué beneficios obtenían los árboles de esa relación con aquéllos? Mary no tardó en descubrirlo. Un día en que viajaba con el grupo, se oyó de improviso un sonoro estallido. Todos se detuvieron y rodearon a un individuo al que se le había partido la rueda.

Como quiera que siempre llevaban una rueda o dos de repuesto, éste no tardó en montar sobre otra.

Lo curioso del caso fue que envolvieron cuidadosamente la rueda averiada en un lienzo y la llevaron al poblado.

Una vez allí la abrieron y extrajeron las semillas, unos óvalos lisos y pálidos del tamaño del meñique de Mary, y las examinaron una por una. Le explicaron que las cápsulas precisaban el constante traqueteo que recibían al rodar por las duras carreteras a fin de partirse, y que era difícil que las semillas germinaran. Sin los cuidados de los mulefa, los árboles morirían. Cada especie dependía de la otra, y era el aceite lo que facilitaba aquella interrelación. A Mary le costó comprenderlo, pero dedujo que el aceite constituía el foco del pensamiento y los sentimientos de aquellas criaturas; que los jóvenes no poseían la sabiduría de sus mayores porque no podían utilizar las ruedas, y por tanto no absorbían el aceite a través de sus garras.

En aquel preciso instante Mary comenzó a percibir la relación que había entre los mulefa y la cuestión a la que había consagrado los últimos años.

Pero antes de darle tiempo a analizarla más detenidamente (las conversaciones con los mulefa eran largas y complejas porque les encantaba exponer, precisar e ilustrar sus argumentos con docenas de ejemplos, como si no hubieran olvidado nada y tuvieran siempre presentes todos los conocimientos que habían adquirido), el poblado fue objeto de un ataque.

Mary fue la primera en ver llegar a los agresores, aunque no pudo distinguir qué eran.

Ocurrió a media tarde, cuando estaba ayudando a reparar el tejado de una cabaña. Los mulefa construían viviendas de una sola planta, porque no tenían habilidad para trepar. En cambio Mary disfrutaba subiéndose a un tejado para colocar los juncos y atarlos con sus dos manos, cosa que realizaba más deprisa que ellos una vez que hubo aprendido la técnica.

Así pues, Mary estaba encaramada en el tejado de una vivienda, recogiendo los haces de juncos que le arrojaban, gozando de la fresca brisa del río que mitigaba el calor del sol, cuando se fijó en un destello blanco.

Provenía de aquel lejano resplandor que había supuesto que era el mar. Mary se escudó los ojos con la mano y vio… una, dos, más… una flota de elevadas y blancas velas que surgían entre la calima, a cierta distancia, deslizándose con silenciosa elegancia hacia la embocadura del río. – ¡Mary! – gritó el zalif desde abajo-. ¿Qué ves?

Mary no sabía cómo se decía vela, ni barco, de modo que dijo:

–Altas, blancas, muchas.

De inmediato el zalif dio un grito de alarma y todos los que se hallaban en las inmediaciones dejaron su labor y se apresuraron a concentrarse en el centro del poblado y llamar a los más jóvenes. Al cabo de un minuto todos los mulefa estaban dispuestos para huir. – ¡Mary! ¡Mary! ¡Ven! ¡Tualapi! ¡Tualapi! – gritó Atal, la amiga de Mary.

Sucedió tan rápidamente que Mary apenas se movió. Para entonces las velas blancas se habían adentrado en el río impulsadas por la fuerte brisa y remontaban rápidamente la corriente. A Mary le impresionó la disciplina de los marineros: viraban a una velocidad asombrosa y se movían a la vez como una bandada de estorninos, cambiando de dirección a un tiempo como si mantuvieran una comunicación telepática. Y qué hermosas eran aquellas blancas y esbeltas velas, que se inclinaban e hinchaban…

Había cuarenta como mínimo, que se aproximaban por el río a una velocidad mucho mayor de lo que había previsto Mary. Pero no vio ninguna tripulación, y entonces comprendió que no se trataba de barcos sino de pájaros gigantescos, y que las velas eran sus alas, una en popa y otra en proa, que se mantenían enhiestas, flexionadas y equilibradas mediante la potencia de sus músculos.

No había tiempo para pararse a estudiarlos pues ya habían alcanzado la orilla y se encaramaban a la ribera. Mary observó que tenían unos cuellos como los cisnes, aunque más cortos y gruesos, y unos picos tan largos como su antebrazo. Las alas desplegadas eran el doble de altas que ella, y al mirar atrás, aterrorizada, mientras huía, cornprobó que poseían unas patas increíblemente poderosas. ¡No era de extrañar que hubieran avanzado tan rápidamente en el agua!

Mary echó a correr tras los mulefa, que la llamaban por su nombre al tiempo que abandonaban a toda prisa el poblado y se dirigían hacia la carretera. Mary los alcanzó justo a tiempo. Su amiga Atal la estaba esperando, y en cuanto Mary montó en su lomo, Atal pateó el suelo para tomar impulso y subió la cuesta a gran velocidad en pos de sus compañeros.

Las aves, que no podían moverse con tanta rapidez en tierra, renunciaron a seguirlos y regresaron al poblado.

Abrieron los almacenes de comida, gruñendo y alzando sus grandes y crueles picos mientras engullían la carne seca, la fruta en conserva y las semillas. Todo lo comestible desapareció en menos de un minuto.

Entonces los tualapi encontraron el almacén de las ruedas y trataron de abrir las grandes cápsulas de semillas, pero no lo consiguieron. Mary notó que sus amigos estaban tensos y alarmados mientras observaban desde lo alto de la loma cómo los tualapi arrojaban una tras otra las cápsulas de semillas al suelo para patearlas y arañarlas con las garras de sus poderosas patas, pero sin lograr causarles el menor daño. Lo que preocupó a los mulefa fue contemplar cómo empujaban y echaban a rodar numerosas cápsulas hacia el agua, donde se alejaron flotando hacia el mar.

A continuación los tualapi se entregaron a una orgía de destrucción. Las grandes criaturas blancas como la nieve derribaron cuanto hallaron a su alcance con feroces patadas, golpes, punzadas, sacudidas y picotazos. Los mulefa, agolpados en torno a Mary, murmuraban y casi canturreaban de pena.

–Yo ayudo -dijo Mary-. Lo construiremos otra vez.

Pero los repugnantes pájaros no habían terminado; con sus hermosas alas enhiestas, se pusieron de cuclillas entre la devastación y soltaron sus excrementos. El olor llegó a lo alto de la cuesta transportado por la brisa; entre la paja y las vigas desperdigadas por el suelo había unos montones y charcos de estiércol verde negruzco-blancoamarronado. Luego, con el torpe balanceo con que se movían por tierra, las aves regresaron a la orilla y se alejaron navegando río abajo hacia el mar.

Sólo cuando hubo desaparecido la última ala blanca en la neblina del atardecer, los mulefa comenzaron a descender por la carretera. Estaban llenos de dolor y de ira, pero sobre todo les inquietaba la provisión de cápsulas de semillas.

De las quince cápsulas que había en el almacén sólo quedaban dos. El resto lo habían arrojado al agua y se había perdido. Pero en el siguiente recodo del río había un banco de arena, y Mary creyó divisar una rueda que había quedado allí varada. Entonces, con gran asombro y alarma por parte de los mulefa, Mary se quitó la ropa, se ató una cuerda a la cintura y fue nadando hasta el banco de arena. Allí encontró no una sino tres de las preciadas ruedas, y tras pasar la cuerda a través de sus blandos centros se las llevó a rastras.

Los mulefa le expresaron jubilosos su gratitud. Ellos nunca se metían en el agua y sólo pescaban desde la orilla, procurando que no se les mojaran nunca los pies ni las ruedas. Satisfecha por haber hecho algo útil por ellos, Mary les ayudó a limpiar el poblado.

Aquella noche, tras una parca cena, compuesta por raíces de remolacha, los mulefa explicaron a Mary el motivo por el que estaban preocupados por las ruedas. Antiguamente, cuando el mundo era rico y estaba lleno de vida, abundaban las cápsulas de semillas y los mulefa vivían en un perpetuo estado de alegría con sus árboles. Pero muchos años atrás había ocurrido una catástrofe; alguna virtud debía de haberse esfumado del mundo, pues pese a todos los esfuerzos, desvelos, amor y atención que los mulefa les dispensaban, los árboles de las cápsulas de semillas se estaban muriendo.

Las libélulas Ama subió por el sendero de la cueva, cargada con una mochila con pan y leche, y un profundo desconcierto en su corazón. ¿Cómo conseguiría llegar hasta la niña dormida?

Ama llegó a la roca donde la mujer le había indicado que dejara la comida. La depositó allí pero no regresó directamente a casa, sino que subió un poco más por entre los frondosos rododendros, más arriba de la cueva, hasta un lugar donde los árboles empezaban a escasear y comenzaba el arco iris.

En aquel lugar ella y su daimonion jugaban a un juego: trepaban por los salientes de roca, rodeando las pequeñas cascadas de un verde blanco, pasaban frente a los remolinos y a través de la espuma teñida con los colores del espectro, hasta que el cabello y los párpados de Ama y la piel de ardilla de su daimonion quedaban recubiertos por un millón de diminutas perlas de humedad. El juego consistía en llegar a la cima sin enjugarse los ojos, pese a la tentación de hacerlo. El sol lucía y se fragmentaba en un color rojo, amarillo, verde y azul y todos los tonos intermedios, pero Ama se abstenía de pasarse la mano por la cara para ver mejor, hasta llegar a la cumbre, porque de otro modo perdía el juego.

Kulang, su daimonion, se posó de un salto sobre la roca más alta situada al borde de la pequeña cascada superior. Ama sabía que Kulang se volvería apresuradamente para cerciorarse de que ella no se quitaba las gotas de las pestañas… pero no lo hizo sino que se quedó quieto, mirando al frente.

Ama se enjugó los ojos, pues la sorpresa que experimentaba su daimonion había puesto fin al juego.

Cuando Ama se asomó para mirar por el borde, lanzó una exclamación de asombro y se quedó helada pues jamás había visto un animal como aquél: un oso terrorífico, cuatro veces más grande que los osos pardos del bosque, de un color blanco marfileño, el morro y los ojos negros y unas garras largas como puñales. Estaba a pocos palmos de distancia, tan cerca que Ama distinguió cada pelo de su cabeza. – ¿Quién anda ahí? – preguntó una voz de niño.

Aunque Ama no comprendió las palabras, captó el significado.

Al cabo de un momento apareció el niño junto al oso: presentaba un aspecto agresivo, el entrecejo fruncido y la mandíbula prominente. ¿Era un daimonion aquel pájaro que tenía a su lado? Ama supuso que sí, aunque no se parecía a ninguno de los daimonions que había visto hasta entonces. El pájaro voló hasta Kulang y le habló con un breve gorjeo:

–Amigos. No os haremos daño.

El gigantesco oso blanco no se había movido lo más mínimo.

–Acércate -dijo el niño. Ama comprendió de nuevo el significado de lo que decía gracias a su daimonion.

Sin dejar de observar al oso con supersticioso temor, Ama trepó hasta lo alto de la pequeña cascada y se detuvo tímidamente sobre las rocas. Kulang, transformado en mariposa, se posó unos instantes sobre su mejilla, antes de revolotear en torno al otro daimonion, que permanecía inmóvil sobre la mano del niño.

–Will -dijo el niño, señalándose con la mano.

–Ama -respondió ella.

Ahora que lo veía con claridad, el niño le infundía casi tanto miedo como el oso. Tenía una herida horrible: le faltaban dos dedos. Al verla, Ama se sintió mareada.

El oso dio media vuelta, se alejó trotando junto al lechoso torrente y se tumbó en el agua para refrescarse. El daimonion del niño alzó el vuelo y revoloteó con Kulang entre el arco iris. Poco a poco ambos comenzaron a entenderse. ¿Y qué iban a estar buscando el niño y su daimonion sino una cueva en la que estaba dormida una niña?

La respuesta brotó automáticamente de labios de Ama: -¡Yo sé dónde está! La tiene dormida una mujer que dice ser su madre, pero ninguna madre sería tan cruel, ¿verdad? La obliga a beber una pócima que la mantiene dormida, pero yo tengo unas hierbas que la harár despertar. El problema es que no puedo llegar hasta ella.

Will meneó la cabeza y esperó a que Balthamos le tradujera las palabras de Ama, lo cual llevó más de un minuto. – lorek -dijo Will, y el oso se acercó torpemente por el cauce del torrente, relamiéndose el morro, pues acababa de engullir un pez-. lorek -repitió Will-, esta niña dice que sabe dónde se encuentra Lyra. Yo iré con ella a comprobarlo, mientras tú te quedas vigilando aquí. lorek Byrnison, plantado en medio del torrente, asintió en silencio. Will escondió su mochila y se sujetó la daga en la cintura antes de emprender el descenso con Ama a través del arco iris. Tuvo que enjugarse los ojos con frecuencia y achicarlos para ver, a través del resplandor, dónde apoyaba los pies. La neblina que impregnaba el aire estaba helada.

Cuando llegaron al pie de la cascada, Ama indicó a Will que no hiciera ruido. El niño echó a andar ladera abajo detrás de ella, entre unas rocas cubiertas de musgo y unos grandes pinos retorcidos, donde la luz danzaba formando unas motas de un verde intenso y millones de diminutos insectos cantaban y chirriaban. Los niños continuaron descendiendo hacia el fondo del valle, seguidos por los rayos del sol, mientras las ramas de los árboles se agitaban sin cesar bajo un cielo luminoso.

De pronto Ama se paró en seco. Will se colocó detrás del recio tronco de un cedro y miró hacia donde ella señalaba.

–La señora Coulter -susurró Will, con el corazón latiéndole aceleradamente.

La mujer apareció por detrás de la roca, agitando una rama cargada de hojas antes de tirarla al suelo y restregarse las manos. ¿Había estado barriendo el suelo con ella? Iba arremangada y llevaba el pelo recogido con un pañuelo. Will no había imaginado que tuviera un aspecto tan hogareño.

De pronto advirtió un destello dorado y apareció el malvado mono, que se instaló de un salto sobre el hombro de la mujer. Ambos escrutaron a su alrededor, como si sospecharan algo. De repente la señora Coulter perdió su aspecto hogareño.

Ama susurró algo a Will: le daba miedo el dorado daimonion, que se divertía arrancándoles las alas a los murciélagos mientras aún estaban vivos. – ¿Hay alguien con ella? – preguntó Will-. ¿Hay soldados o gente por el estilo?

Ama no lo sabía. Ella nunca había visto soldados, pero todos hablaban de unos hombres extraños y terroríficos, o quizá fueran fantasmas, que aparecían por las noches en las laderas de las montañas…

Claro que siempre había habido fantasmas en las montañas, todo el mundo lo sabía. Así que quizá no tuvieran nada que ver con la mujer.

«Bueno -pensó Will-, si Lyra está en esa cueva y la señora Coulter no la abandona, tendré que entrar a hacerles una visita.» -¿Qué es esa medicina que tienes? – preguntó a Ama-. ¿Qué hay que hacer con ella para despertarla?

Ama se lo explicó. – ¿Y dónde ésta?

–En su casa -respondió Ama-. Escondida.

–De acuerdo. Espera aquí y no te acerques. Cuando veas a la mujer, no le digas que me conoces. No me has visto nunca, ni al oso. ¿Cuándo volverás a traerle comida?

–Media hora antes del atardecer -respondió el daimonion de Ama.

–Trae la medicina -dijo Will-. Nos veremos aquí.

Ama lo observó inquieta mientras se alejaba por el sendero. Sin duda no había creído lo que ella le había contado sobre el daimonion mono, pues de lo contrario no se dirigiría tan resuelto hacia la cueva.

Pero lo cierto es que Will estaba muy nervioso. Tenía todos los sentidos aguzados, hasta el extremo de percibir el aleteo de los insectos más minúsculos que flotaban en los haces de sol, el rumor de cada hoja y el movimiento de las nubes en lo alto, aunque no apartaba los ojos de la entrada de la cueva.

–Balthamos -murmuró. El daimonion ángel voló hasta su hombro transformado en un pequeño pájaro de alas rojas y ojillos relucientes-. No te alejes de mí y vigila a ese mono.

–Entonces mira a tu derecha -replicó Balthamos secamente.

Will vio una mancha de luz dorada en la entrada de la cueva, con una cara y unos ojos que le observaban fijamente. Se hallaban a menos de veinte pasos de distancia. Will se detuvo en seco. El mono dorado volvió la cabeza hacia el interior de la cueva, dijo algo y lo miró de nuevo.

Will palpó la empuñadura de la daga y siguió avanzando.

Cuando alcanzó la cueva, la mujer lo estaba esperando.

Se hallaba sentada en la silla de lona, con un libro en el regazo, y lo observaba tranquilamente.

Vestía prendas de viaje color caqui, pero estaban tan bien cortadas y su figura era tan airosa que parecía un modelo de última moda; el ramito de flores rojas que se había prendido en la pechera de la camisa lucía como la más elegante de las joyas. Su pelo resplandecía, sus ojos brillaban, y sus piernas desnudas mostraban un reflejo dorado bajo el sol.

La mujer sonrió. Will estuvo a punto de corresponder con una sonrisa, porque no estaba acostumbrado a la dulzura que puede emanar la sonrisa de una mujer, y a punto estuvo de perder el aplomo.

–Tú eres Will -dijo la mujer con voz grave y embriagadora. – ¿Cómo conoce mi nombre? – replicó él con extrañeza.

–Lyra lo pronuncia en sueños. – ¿Dónde está?

–A salvo.

–Quiero verla.

–Ven -dijo la mujer, levantándose y dejando el libro sobre la silla.

Por primera vez desde que se hallaba en presencia de la mujer, Will miró a su daimonion mono.

Tenía el pelaje largo y lustroso; cada pelo parecía de oro puro, mucho más fino que el de los humanos, y su carita y sus manos eran negras. Will recordaba bien aquel rostro, desde la tarde en que él y Lyra robaron el aletiómetro de sir Charles Latron en la casa de Oxford. El mono había tratado de morderle hasta que Will blandió la daga, obligándolo a retroceder para poder cerrar la ventana y refugiarse en otro mundo. Will pensó que nada podría obligarle ahora a volverle la espalda al mono.

Balthamos, transformado en pájaro, vigilaba de cerca. Will avanzó con cautela a través de la cueva, siguiendo a la señora Coulter hasta la pequeña figura que yacía inmóvil en las sombras.

Allí estaba su querida amiga, dormida. ¡Qué menuda parecía! Le asombró que la fuerza y el fuego que poseía Lyra despierta parecieran tan apagados y suaves cuando dormía. Pantalaimon yacía enroscado sobre su cuello, convertido en turón, con su reluciente pelaje. Lyra tenía unos mechones húmedos pegados a la frente.

Will se arrodilló a su lado y le apartó el pelo del rostro, que estaba caliente. Por el rabillo del ojo Will vio al mono agazapado, como si se dispusiera a saltar, y se llevó la mano a la daga; pero la señora Coulter meneó la cabeza suavemente y el mono se relajó.

Will memorizó la disposición exacta de la cueva: la forma y el tamaño de cada roca, la inclinación del suelo, la altura del techo sobre la niña dormida. Más tarde tendría que ir allí a oscuras, y aquélla era la única oportunidad de que dispondría para examinarla.

–Como ves, está a salvo -comentó la señora Coulter. – ¿Por qué la retiene aquí? ¿Por qué no deja que despierte?

–Ven a sentarte.

La señora Coulter no se instaló en su silla, sino que se sentó junto a Will en las rocas cubiertas de musgo a la entrada de la cueva. Hablaba con voz tan dulce y sus ojos mostraban una sabiduría y una tristeza tan profundas, que Will sintió más desconfianza aún. Intuía que cada palabra que pronunciaba aquella mujer era mentira, que cada gesto ocultaba una amenaza y cada sonrisa enmascaraba una intención engañosa. Bueno, pues él también la engañaría, le haría creer que era totalmente inofensivo. Will había logrado engañar a todos sus maestros, a todos los agentes de policía, a todos los asistentes sociales y a todos los vecinos que habían mostrado interés en él y en su hogar; se diría que había estado preparándose toda su vida para este momento.

«A mí no me la das con queso», se dijo. – ¿Te apetece beber algo? – preguntó la mujer-. Yo tomaré también un poco… No hay peligro. Mira.

La mujer partió una fruta arrugada de color pardo y exprimió el turbio jugo verde en dos cubiletes.

Tras beber un sorbo de uno de ellos ofreció el otro a Will, que también tomó un sorbo de aquel líquido fresco y dulce. – ¿Cómo has llegado hasta aquí? – preguntó la señora Coulter.

–No fue difícil seguirla.

–Claro. ¿Tienes el aletiómetro de Lyra?

–Sí -respondió Will, dejando que la mujer dedujera por sí sola si sabía leerlo o no.

–Y tengo entendido que posees una daga.

–Se lo dijo sir Charles, ¿no es así? – ¿Sir Charles? Ah, sí, Cario… desde luego. Debe de ser fascinante. ¿Me la dejas ver?

–No, por supuesto que no -replicó Will-. ¿Por qué retiene a Lyra en esta cueva?

–Porque la quiero -contestó la mujer-. Soy su madre. Corre un gran peligro y no dejaré que le ocurra nada malo. – ¿Peligro de qué? – preguntó Will.

–Bien… -dijo la mujer, depositando su cubilete en el suelo e inclinándose hacia delante de forma que el cabello le cayó a ambos lados de la cara. Al incorporarse lo remetió detrás de las orejas con las manos. Al captar el aroma del perfume, mezclado con el fresco olor de su cuerpo, Will se sintió turbado.

La señora Coulter no dio muestras de notar su reacción.

–Mira, Will -prosiguió-, ignoro cómo conociste a mi hija, ignoro lo que sabes e ignoro si puedo confiar en ti. Pero estoy cansada de mentir. De modo que te contaré la verdad. »Me enteré de que mi hija está amenazada por las mismas personas con quienes yo tenía estrecho contacto, personas de la iglesia. Sinceramente, creo que pretenden matarla. De manera que estoy en un dilema: obedecer a la iglesia o salvar a mi hija. Yo era una leal sirviente de la iglesia. La servía con absoluta entrega y pasión, le consagré mi vida. »Pero tenía esta hija… »Sé que no cuidé debidamente de ella cuando era pequeña. Me la arrebataron para que se criara con unos desconocidos. Tal vez por eso le cuesta confiar en mí. Pero a medida que crecía advertí que corría un grave peligro. He tratado de salvarla en tres ocasiones. He tenido que convertirme en una renegada y ocultarme en este remoto lugar, donde creí que estábamos a salvo. Pero al comprobar lo fácilmente que tú has dado con nuestro paradero, estoy preocupada, como comprenderás. La iglesia no debe de andar lejos. Y quieren matarla, Will. – ¿Pero por qué? ¿Por qué la odian tanto?

–Por lo que creen que va a hacer. No sé de qué se trata. Ojalá lo supiera, porque entonces podría protegerla mejor. Sólo sé que la odian y que no tienen un ápice de piedad. – La señora Coulter se inclinó hacia delante y continuó con tono ansioso y confidencial-: No sé por qué te cuento esto.

Creo que no me queda más remedio que fiarme de ti. No puedo seguir huyendo. No tengo a dónde ir, y si eres amigo de Lyra, también podrías ser mi amigo. Necesito un amigo. Todo está en mi contra. La iglesia me destruirá también, al igual que a Lyra, si dan con nosotras. Estoy sola, Will, sola en una cueva con mi hija, mientras todas las fuerzas de todos los mundos tratan de encontrar nuestro paradero. Y tú estás aquí, demostrando lo fácil que resulta localizarnos. ¿Qué vas a hacer, Will? ¿Qué te propones? – ¿Por qué la mantiene dormida? – insistió Will, eludiendo sus preguntas. – ¿Qué crees que ocurriría si dejara que se despertara? Pues que se escaparía en el acto. Y no duraría viva ni una semana. – ¿Pero por qué no se lo explica y deja que ella decida lo que desea hacer? – ¿Crees que me escucharía? Y suponiendo que me escuchara, ¿me creería? No confía en mí. Me odia, Will. Tú ya debes de saberlo. Me desprecia. Yo… no sé cómo expresarlo… la quiero tanto que he renunciado a todo cuanto tenía, una carrera, una vida feliz, una posición, riqueza, todo…, por venir a esta cueva en las montañas y subsistir a base de pan seco y frutas amargas, con tal de mantener a mi hija con vida. Y si para ello tengo que mantenerla dormida, no dudaré en hacerlo. Lo importante es que siga viva. ¿Acaso tu madre no haría lo mismo por ti?

A Will le dio rabia que la señora Coulter se atreviera a citar a su madre para reforzar sus argumentos. Pasada la conmoción inicial, los sentimientos de Will se complicaron al recordar que su madre no le había protegido, que había sido él quien la había protegido a ella. ¿Acaso la señora Coulter quería a su hija más de lo que Elaine Parry quería a su hijo? Era injusto pensar en ello: su madre no estaba bien.

O bien la señora Coulter ignoraba el cúmulo de emociones que sus palabras habían provocado o era monstruosamente astuta. Miró a Will con sus hermosos ojos llenos de tristeza y observó que el niño se sonrojaba y rebullía nervioso. Durante unos instantes la señora Coulter mostró un gran parecido con su hija. – ¿Qué piensas hacer? – volvió a preguntarle.

–Bueno, ya he visto a Lyra -contestó Will-. Está viva, de eso no hay duda, y supongo que se encuentra a salvo. Eso es lo que quería saber. Y puesto que ya lo he averiguado iré a ayudar a lord Asriel, como es mi obligación.

Aquello sorprendió un poco a la señora Coulter, pero enseguida se recuperó.

–No querrás decir que… Supuse que nos ayudarías -dijo con calma, con un tono más inquisitivo que implorante-. Con la daga. Vi lo que hiciste en casa de sir Charles. Podrías salvarnos, ¿verdad? ¿Podrías ayudarnos a huir?

–Ahora debo irme -repuso Will, levantándose.

La señora Coulter le tendió la mano. Esbozó una sonrisa triste, se encogió de hombros y asintió como reconociendo su derrota ante un adversario más diestro que ella ante el tablero de ajedrez: eso fue lo que expresó su cuerpo. A Will empezaba a caerle bien aquella mujer, porque era valiente y parecía más compleja, inteligente y profunda que Lyra. No podía por menos de experimentar cierta estima hacia ella.

Will le estrechó la mano, sintiendo la firmeza, frescura y suavidad de su tacto. Acto seguido ella se volvió hacia el mono dorado, que había permanecido todo el rato sentado a sus espaldas, y cruzaron una mirada que Will no pudo interpretar.

Luego la señora Coulter se volvió hacia él y sonrió.

–Adiós -dijo Will.

–Adiós, Will -respondió ella en voz baja.

Will abandonó la cueva, consciente de que ella le estaba observando, sin volverse una sola vez. Al salir no vio a Ama por ningún lado, de modo que regresó por donde había venido, siguiendo el sendero hasta que percibió el sonido de una cascada.

–Esa mujer miente -informó Will a lorek Byrmson media hora más tarde-. Estoy convencido.

Mentiría aunque supiera que ello le perjudica, porque le encanta mentir. – ¿Y qué piensas hacer? – preguntó el oso, que tomaba el sol tumbado boca abajo en un espacio entre las rocas cubierto de nieve. Will comenzó a pasearse arriba y abajo, planteándose si emplear el truco que tan buen resultado le había dado en Headmgton: utilizar la daga para trasladarse a otro mundo, pasar luego a un lugar situado justo al lado de donde se encontraba Lyra, volver a ese mundo, llevársela para dejarla a buen recaudo y cerrar la ventana que comunicaba con ese otro mundo. Sin duda era lo mejor que podía hacer. ¿Por qué dudaba entonces?

Balthamos lo sabía.

–Cometiste una imprudencia al ir a esa cueva -declaró, mostrando su forma habitual de ángel, resplandeciente como la calima bajo el sol-. Ahora sólo deseas volver a verla. lorek soltó un ronco gruñido. Al principio Will creyó que advertía a Balthamos de algún peligro, pero luego se dio cuenta, avergonzado, que el oso mostraba su asentimiento. Hasta ese momento ninguno de los dos había manifestado un gran interés hacia el otro, pues tenían una forma de ser muy distinta, pero por lo visto en ese tema estaban de acuerdo.

Will torció el gesto, pero era innegable que la señora Coulter lo había cautivado. Todos sus pensamientos giraban en torno a ella: cuando pensaba en Lyra, era para preguntarse qué parecido guardaría con su madre de mayor; cuando pensaba en la iglesia, era para preguntarse cuántos sacerdotes y cardenales habrían caído bajo su hechizo; cuando pensaba en su padre muerto, era para preguntarse si la habría admirado o detestado; y cuando pensaba en su madre…

Sintió que su corazón se encogía de repugnancia. Se alejó del oso y se encaramó en una roca desde la que divisaba todo el valle. En aquella atmósfera fresca y límpida oyó los lejanos hachazos de un leñador, el apagado repicar de la esquila de un cordero, el murmullo de las copas de los árboles. Sus ojos percibieron con toda nitidez las más diminutas grietas de las montañas en el horizonte, y los buitres que revoloteaban sobre un animal que agonizaba a muchos kilómetros de allí!

No cabía la menor duda: Balthamos estaba en lo cierto. La mujer lo había hechizado. De todas formas, era agradable y tentador pensar en aquellos hermosos ojos y en la dulzura de su voz, y evocar la forma en que levantaba los brazos para apartarse aquella lustrosa mata de pelo…

Tras no pocos esfuerzos, Will consiguió regresar a la realidad y percibió otro sonido distinto de los anteriores: un zumbido lejano.

Se volvió hacia uno y otro lado y comprobó que procedía del norte, la dirección por la que habían venido lorek y él.

–Zepelines -dijo el oso.

Will se sobresaltó, pues no le había oído acercarse. lorek se detuvo a su lado, mirando hacia el mismo punto. Luego alzó las patas delanteras, adquiriendo una estatura que doblaba la de Will, y escrutó el horizonte. – ¿Cuántos?

–Ocho -respondió lorek casi al instante.

Entonces Will los vio también: unas pequeñas motas dispuestas en hilera. – ¿Cuánto crees tú que tardarán en llegar aquí? – inquirió Will.

–Llegarán poco después del anochecer.

–Entonces no dispondremos de mucho rato de oscuridad. Es una lástima -comentó Will. – ¿Qué plan tienes?

–Abrir una ventana y llevar a Lyra a otro mundo, y volver a cerrarla antes de que nos siga su madre.

La niña tiene una medicina para despertar a Lyra, pero no supo explicarme bien cómo utilizarla, de modo que tendrá que entrar con nosotros en la cueva. Pero no quiero que corra peligro. Quizá tú podrías distraer a la señora Coulter mientras nosotros tratamos de despertar a Lyra.

El oso soltó un gruñido y cerró los ojos. Will miró a su alrededor en busca del ángel y vio su silueta resaltada por multitud de gotitas de agua que resplandecían bajo la luz crepuscular.

–Balthamos -le informó Will-, voy a regresar al bosque para localizar un lugar seguro donde practicar la primera abertura. Quiero que montes guardia y me avises en cuanto se acerque la niña… o su daimonion.

Balthamos manifestó su conformidad y alzó las alas para sacudirse la humedad. Luego se elevó a través del frío aire y se deslizó sobre el valle mientras Will iniciaba la búsqueda de un mundo donde Lyra pudiera estar a salvo.

Las libélulas eclosionaban en el doble tabique divisorio del zepelín que volaba en cabeza, entre los crujidos y las sacudidas de la nave. Inclinada sobre el capullo que acababa de abrirse de la libélula color azul celeste, lady Salmakia facilitaba la salida de las húmedas y sutiles alas, asegurándose de que su rostro fuera lo primero que quedara impreso en los ojos de múltiples facetas, al tiempo que templaba los nervios de la resplandeciente criatura susurrándole su nombre, explicándole quién era.

Al cabo de unos minutos, el caballero Tialys haría lo mismo con su libélula, que estaba a punto de nacer. Entre tanto, enviaba un mensaje a través del resonador de magnetita, absorto con el movimiento del arco y de sus dedos. El mensaje que transmitía era el siguiente:

A Lord Roke:

Faltan tres horas para la hora prevista de llegada al valle. El Tribunal Consistorial de Disciplina pretende enviar unapatrulla a la cueva tan pronto como tomen tierra.

La patrulla se dividirá en dos unidades. La primera se abrirá camino hasta la cueva y matará a la niña, arrancándole la cabeza para demostrar que está muerta. En caso de que sea posible deben capturar también a la mujer, y si se resiste deberán matarla.

La segunda unidad debe capturar al niño, vivo.

El resto de la fuerza atacará a los girópteros del rey Ogunwe. Los girópteros llegarán poco después de los zepelines. De acuerdo con sus órdenes, lady Salmakia y yo abandonaremos dentro de poco el zepelín y volaremos directamente hasta la cueva, donde trataremos de defender a la niña contra la primera unidad, que mantendremos a raya hasta que lleguen los refuerzos. Quedamos a la espera de su respuesta.

Esta no se hizo esperar.

Al caballero Tialys:

Tras leer su informe, hemos decidido cambiar los planes.

A fin de impedir que el enemigo mate a la niña, lo cual sería el peor desenlace posible, usted y lady Salmakia deben cooperar con el niño. Mientras él tenga la daga tendrá la iniciativa, de modo que si abre una ventana a otro mundo para llevar a la niña a él deben dejar que lo haga y seguirlos. No se aparten de ellos en ningún momento.

El caballero Tialys contestó.

A lord Roke:

Hemos recibido y comprendido su mensaje. Lady Salmakia y yo partiremos de inmediato.

El diminuto espía cerró el resonador y recogió su equipo.

–Tialys -murmuró su colega en la oscuridad-, está saliendo del capullo. Creo que debes acercarte.

El caballero Tialys subió al montante donde su libélula se esforzaba por venir al mundo y la ayudó suavemente a desprenderse de la seda rota. Mientras acariciaba su enorme cabeza, alzó las pesadas antenas, todavía húmedas y curvadas, y dejó que la criatura saboreara el aroma de su piel hasta tenerla totalmente sometida a su voluntad.

Entre tanto, Salmakia colocó a su libélula el arnés que llevaba siempre consigo: unas riendas de seda tejida por una araña, unos estribos de titanio y una silla de piel de colibrí. Era todo tan liviano que prácticamente no pesaba nada. Tialys hizo otro tanto, ajustando las correas en torno al cuerpo del insecto, aflojándolas o tensándolas. La libélula llevaría el arnés hasta que muriera.

Acto seguido el caballero Tialys se colgó la mochila del hombro y abrió una brecha en la tela impermeabilizada de la piel del zepelín. A su lado, lady Salmakia montó en su libélula y la ayudó a pasar por la estrecha abertura. Las largas y frágiles alas temblaron cuando el insecto pasó a través del agujero, pero enseguida sintió el afán de volar y se precipitó alborozado entre las fuertes ráfagas de viento. Al cabo de unos segundos Tialys se reunió con su colega, a lomos de una montura no menos ansiosa de desafiar a la oscuridad, que ya comenzaba a caer.

Ambos se elevaron a través de las heladas corrientes y, tras detenerse unos instantes para orientarse, partieron hacia el valle.

La rotura Esta era la situación cuando comenzó a anochecer.

Lord Asriel se paseaba nervioso de un lado a otro en su torre inexpugnable, pendiente del diminuto personaje situado junto al resonador de magnetita. Había descartado todos los informes anteriores, su mente estaba totalmente concentrada en la noticia que llegaba al pequeño bloque cuadrado de piedra situado bajo la luz de la lámpara.

El rey Ogunwe se hallaba en la cabina de su giróptero, elaborando un plan para contrarrestar las intenciones del Tribunal Consistorial, sobre las que acababa de informarle el gallivespiano que viajaba a bordo de su nave.

El navegante anotó unos números en un papel, que entregó al piloto. Lo esencial era la velocidad: si conseguían depositar a sus tropas en tierra antes que el enemigo tendrían mucho ganado. Los girópteros eran más veloces que los zepelines, pero aún estaban algo rezagados.

En el zepelín del Tribunal Consistorial, la Guardia Suiza comprobaba el buen estado de su equipo. Sus ballestas eran mortales en un radio de más de quinientos metros, y un arquero podía cargar y disparar quince flechas en un minuto. Las aletas, de cuerno, conferían a la flecha un efecto que hacía que la ballesta fuera tan certera como un rifle. Por supuesto era además silenciosa, lo que en ocasiones como aquélla representaba una gran ventaja.

La señora Coulter permanecía despierta en la entrada de la cueva. El mono dorado se mostraba inquieto y frustrado: los murciélagos habían abandonado la cueva al oscurecer, y no tenía a quien atormentar. El mono merodeaba en torno al saco de dormir de la señora Coulter, aplastando con un dedillo calloso las moscas doradas que de vez en cuando se instalaban en la cueva, extendiendo su luminiscencia sobre la roca.

Lyra yacía sofocada y casi tan inquieta como el mono, pero sumida en un sueño profundo, atrapada en la inconsciencia que le producía el brebaje que su madre le había administrado hacía una hora. Volvía a estar bajo los efectos de un sueño que había sufrido durante mucho rato, que agitaba su pecho y hacía brotar de sus labios pequeños gemidos de dolor, rabia y determinación lyrática. Al oír quejarse a la niña, Pantalaimon rechinaba sus dientes de turón.

No lejos, bajo los pinos que sacudía el viento en el sendero del bosque, Will y Ama se dirigían a la cueva. Will había tratado de explicar a Ama lo que se proponía hacer, pero el daimonion de ésta no había entendido nada y cuando Will abrió una ventana con su daga y se la enseñó, Ama se asustó tanto que por poco se desmaya.

Will había tenido que moverse pausadamente y hablar con voz queda para retenerla a su lado, pues Ama se negaba a dejar que él llevara los polvos e incluso a explicarle cómo utilizarlos.

–No hagas ruido y sigueme -le dijo por fin Will, confiando en que le hiciera caso. lorek se hallaba cerca, protegido con su armadura, esperando contener a los soldados de los zepelines el tiempo suficiente para que Will pudiera realizar su labor. Lo que ninguno de ellos sabía era que también se aproximaba la fuerza de lord Asriel: de vez en cuando el viento transportaba hasta oídos de lorek un lejano fragor, pero aunque éste conocía el ruido de los motores de un zepelín, nunca había oído un giróptero y por tanto no podía identificarlo.

Balthamos podría habérselo dicho, pero Will estaba preocupado por él. Ahora que habían encontrado a Lyra, el ángel se había encerrado de nuevo en su dolor y se mostraba silencioso, distraído y taciturno, lo que por otra parte hacía que a Will le resultara más difícil hablar con Ama. – ¿Estás ahí, Balthamos? – preguntó Will en una pausa que hicieron en el camino.

–Sí-respondió el ángel con voz monocorde.

–Quédate a mi lado, por favor. No te alejes y avísame de cualquier peligro. Te necesito, Balthamos.

–Aún no te he abandonado -replicó el ángel.

Eso fue lo único que Will consiguió sonsacarle.

En lo alto, Tialys y Salmakia volaban a través de las turbulentas corrientes sobre el valle, impacientes por divisar la cueva. Las libélulas cumplían al pie de la letra lo que les ordenaban, pero sus cuerpos no soportaban bien el frío ni las violentas sacudidas del viento.

Sus jinetes las dirigieron a un nivel inferior, al amparo de los árboles, y a partir de allí los insectos volaron de rama en rama, tratando de orientarse en la oscuridad.

Will y Ama treparon bajo el ventoso resplandor de la luna hasta el lugar más cercano a la cueva al que podían acceder sin ser vistos desde la entrada. El lugar se hallaba detrás de un arbusto de denso follaje a pocos pasos del sendero, y Will abrió allí una ventana en el aire.

El único mundo que halló con la misma configuración de terreno fue un lugar desolado y remoto, donde la luna resplandecía desde el cielo estrellado sobre una tierra de color blanco hueso en la que unos diminutos insectos reptaban y emitían sus chirridos en el vasto silencio.

Ama lo siguió, trazando sin cesar círculos con los pulgares para protegerse de los diablos que sin duda merodeaban por el fantasmagórico lugar. Su daimonion se había adaptado al instante, transformándose en un lagarto que se deslizaba rápidamente por las piedras.

Will previo enseguida un problema: el brillante resplandor de la luna sobre las piedras de color hueso destacaría como una linterna cuando él abriera la ventana en la cueva de la señora Coulter.

Tendría que abrirla rápidamente, sacar a Lyra y cerrarla al instante. Luego la despertarían en aquel otro mundo, donde no corrieran tanto peligro.

Will se detuvo sobre la resplandeciente ladera.

–Debemos movernos con rapidez y en silencio -le susurró a Ama-, sin hacer el menor ruido, ni un murmullo.

Pese al miedo que la atenazaba, Ama se mostró conforme. El paquetito de polvos seguía en el bolsillo de su camisa; lo había comprobado una docena de veces. Ella y su daimonion habían ensayado repetidamente lo que debían hacer, hasta que Ama estuvo segura de poder llevar a cabo su tarea en la más absoluta oscuridad.

Siguieron trepando sobre las piedras blancas. Will se afanaba en medir la distancia hasta calcular que se hallaban a la altura del interior de la cueva.

Entonces sacó la daga y abrió una pequeña ventana por la que pudiera mirar, no mayor que un círculo que pudiera trazar con el índice y el pulgar.

Acto seguido aplicó el ojo a la ventana para tapar el resplandor de la luna y observó. Era allí: no se había equivocado en sus cálculos. Ante él vio la boca de la cueva, las rocas recortándose contra el cielo nocturno, la silueta de la señora Coulter, dormida, junto a su daimonion; incluso percibió la cola del mono, apoyada en el saco de dormir.

Tras modificar su ángulo de visión y aproximarse más, Will divisó la roca detrás de la que estaba acostada Lyra. Pero no la vio. ¿Estaría él demasiado cerca? Will cerró la ventana, retrocedió un par de pasos, y volvió a abrirla.

Pero la niña no estaba allí.

–Escucha -dijo Will a Ama-, la mujer ha trasladado a Lyra de lugar y no veo dónde está. Tengo que entrar y echar un vistazo por la cueva para dar con su paradero. Regresaré tan pronto lo haya conseguido. Tú retírate un poco, no sea que te corte cuando vuelva a entrar. Si por algún motivo me quedara atrapado en la cueva, regresa y espérame junto a la otra ventana, por la que entramos.

–Deberíamos entrar los dos -objetó Ama-. Yo sé cómo despertarla y tú no, y además conozco la cueva mejor que tú.

Lo miró con expresión obstinada, los labios apretados y los puños crispados. Entretanto su daimonion lagarto había conseguido un collarín de pelo que lucía en torno a su cuello.

–De acuerdo -accedió Will-. Pero debemos entrar muy depnsa, sin hacer ruido, y tienes que hacer lo que yo te diga, al momento. ¿De acuerdo?

Ama asintió con la cabeza y se palpó de nuevo el bolsillo para comprobar si llevaba la medicina.

Will practicó una pequeña abertura, bastante baja, y tras mirar por ella la ensanchó un poco para introducirse por ella a gatas. Ama lo siguió rápidamente, de modo que la ventana no estuvo abierta más de diez segundos.

Permanecieron agachados en el suelo de la cueva, detrás de una voluminosa roca, junto a Balthamos, para que sus ojos se adaptaran del intenso resplandor de la luna a la penumbra de la cueva. Pese a la oscuridad estaba llena de ruidos, sobre todo el del viento en los árboles. Pero percibieron el rugido del motor de un zepelín, que no sonaba lejos.

Will se asomó con cautela, empuñando la daga en la mano derecha, y echó un vistazo a su alrededor.

Ama hizo lo propio, y su daimonion de ojos de lechuza miró también a un lado y a otro; pero Lyra no se encontraba en aquella parte de la cueva. No había duda alguna.

Will asomó la cabeza por encima de la roca y contempló la entrada de la cueva, donde dormían la señora Coulter y su daimonion.

De pronto sintió que el corazón le daba un vuelco. Allí estaba Lyra, sumida en un profundo sueño, justo al lado de la señora Coulter. Sus siluetas se confundían en la oscuridad y por eso no la había visto.

Will tocó la mano de Ama y señaló.

–Tenemos que hacerlo con mucho cuidado -susurró Will.

En el exterior, el rugido de los zepelines era más intenso que el estruendo del viento al agitar los árboles. Y se movían unas luces, que iluminaban las ramas. Convenía sacar a Lyra cuanto antes; ello significaba dirigirse a la entrada de la cueva inmediatamente, antes de que la señora Coulter se despertara, abrir una ventana, llevar a la niña al otro lado y cerrarla de nuevo.

Will susurró su plan a Ama, que asintió con la cabeza.

Pero cuando Will estaba a punto de entrar en acción, la señora Coulter se despertó.

Se movió un poco y dijo algo, y al instante el mono dorado se levantó como un resorte.

Will percibió su silueta en la boca de la cueva, agazapado, atento. Entonces la señora Coulter se incorporó, protegiéndose los ojos de la luz procedente del exterior.

Will alargó la mano izquierda y sujetó con fuerza la muñeca de Ama. La señora Coulter se levantó, completamente vestida, ágil y alerta, como si no acabara de despertarse. Quizá no había estado dormida. Ella y el mono dorado se agazaparon junto a la entrada de la cueva, aguzando la vista y el oído, mientras las luces de los zepelmes barrían las copas de los árboles y los motores rugían entre los gritos de unas voces masculinas que hacían advertencias e impartían órdenes, conminando a sus subalternos a actuar con la máxima rapidez.

Will apretó la muñeca de Ama y avanzó precipitadamente, observando el suelo para no tropezar.

Enseguida llegó junto a Lyra, que estaba profundamente dormida, con Pantalaimon enroscado en su cuello.

Will alzó los ojos y miró a la señora Coulter. Ésta se había vuelto en silencio y el resplandor del cielo, que se reflejaba en la pared de la húmeda cueva, le daba de lleno en la cara; durante unos instantes su rostro se transformó en el de la madre de Will, que lo observaba con expresión de reproche.

Will sintió que se le encogía el corazón de dolor. De pronto, al alargar la daga, su mente se quedó en blanco, y con un tirón y un crujido, la daga cayó al suelo hecha pedazos.

Estaba rota.

Will ya no podía practicar una abertura de salida.

–Despiértala -dijo Will a Ama-. Ahora mismo.

Luego se levantó, listo para luchar. En primer lugar estrangularía al mono. Will se puso con todos los músculos en tensión, preparado para repelerlo cuando se abalanzara sobre él, y comprobó que sostenía la daga en la mano: al menos podía utilizarla para golpear.

Pero ni el mono ni la señora Coulter lo atacaron. Ella se limitó a apartarse un poco, dejando que la luz del exterior mostrara la pistola que empuñaba. Al mismo tiempo la luz que se filtró en la cueva iluminó a Ama, que en aquellos momentos vertía unos pocos polvos sobre el labio superior de Lyra, atenta a cómo respiraba, y la ayudaba a aspirarlo por la nariz utilizando la cola de su daimonion a modo de pincel.

Will notó un cambio en el ruido procedente del exterior: aparte del rugido del zepelín, percibió otra nota que le resultaba familiar, como una intromisión de su propio mundo. Enseguida reconoció el estruendo de un helicóptero. Luego oyó otro ruido, y otro más, y luces que iluminaban los árboles sacudidos por el viento como un mar de verdor.

Al percibir el nuevo ruido la señora Coulter se volvió, pero sólo un instante, lo que impidió a Will precipitarse sobre ella y tratar de arrebatarle la pistola. En cuanto al daimonion mono, miró a Will sin pestañear, agazapado y dispuesto a saltar sobre él.

Lyra no cesaba de moverse y murmurar en sueños. Will se agachó y le estrechó la mano mientras el otro daimonion daba unos golpecitos a Pantalaimon, alzando su pesada cabeza y susurrándole al oído para despertarle.

De pronto se oyó un grito fuera y un hombre cayó del cielo y se estrelló contra el suelo a menos de cinco metros de la entrada de la cueva. La señora Coulter lo miró con frialdad, sin inmutarse, y luego se volvió de nuevo hacia Will. Unos instantes después sonó un disparo de rifle desde lo alto, y unos segundos más tarde se desencadenó una lluvia de disparos. El cielo se llenó de explosiones, crepitar de llamas y detonaciones de armas de fuego.

Entretanto, Lyra pugnaba por recobrar la conciencia. Se incorporó un poco, entre suspiros y gemidos, pero enseguida volvió a desplomarse. Pantalaimon comenzó a bostezar, a desperezarse y a tratar de morder al otro daimonion, pero sus músculos no lo sostuvieron y cayó torpemente de costado.

Will escudriñaba el suelo de la cueva en busca de los fragmentos de la daga que se había roto. No había tiempo para averiguar cómo había sucedido ni si podía recomponerse. Pero en cualquier caso, como portador de la daga, Will tenía la obligación de hallar los trozos y ponerlos a buen recaudo. A medida que localizaba cada fragmento lo iba recogiendo con cuidado -cada nervio de su cuerpo tenso debido a los dedos que había perdido-, y lo guardaba en la funda. No le costó localizarlos porque el metal reflejaba la luz del exterior. Eran siete, y el más pequeño correspondía a la punta de la daga. Tras recogerlos todos, se volvió para averiguar cómo se desarrollaba el combate fuera.

Los zepelines se mantenían suspendidos sobre las copas de los árboles, y unos hombres descendían con ayuda de cuerdas, pero el viento impedía a los pilotos mantener las naves estables. Entretanto, los primeros girópteros habían llegado a la cima del risco. Sólo había espacio para que aterrizaran de uno en uno. Después, los fusileros africanos tenían que descender por la pared de roca. Era uno de ellos el que había caído abatido por un certero disparo efectuado desde los oscilantes zepelines.

Para entonces ya habían conseguido aterrizar algunos hombres de ambos bandos. Unos habían perecido antes de llegar al suelo y otros yacían heridos sobre el risco o entre los árboles. Ni unos ni otros habían alcanzado aún la cueva, por lo que la señora Coulter seguía ejerciendo su dominio en el interior de la misma. – ¿Qué piensa hacer? – preguntó Will, procurando hacerse oír sobre el ruido.

–Manteneros cautivos. – ¿Como rehenes? ¿Cree que eso les importará a los otros? De todos modos quieren matarnos.

–Un bando sin duda -replicó la señora Coulter-, pero el otro no estoy tan segura. Esperemos que ganen los africanos.

Parecía contenta. Bajo el resplandor que penetraba en la cueva, Will observó que su rostro irradiaba satisfacción, vitalidad y energía.

–Usted ha roto la daga -dijo Will.

–No, no he sido yo. A mí me interesaba recuperarla entera, para poder salir de aquí. La has roto tú.

De pronto se oyó la voz de Lyra. – ¿Will? – musitó inquieta-. ¿Eres tú, Will? – ¡Lyra! – exclamó éste arrodillándose junto a la niña mientras Ama la ayudaba a incorporarse. – ¿Qué ocurre? – preguntó Lyra-. ¿Dónde estamos? Ay, Will, he tenido un sueño…

–Estamos en una cueva. No te muevas mucho, porque te marearás. Debes tomártelo con calma y recuperar las fuerzas. Has estado dormida durante muchos días.

A Lyra le seguían pesando los párpados y no cesaba de bostezar sonoramente, pero luchaba con todas sus fuerzas por mantenerse despierta. Will la ayudó a levantarse, colocando el brazo de la niña sobre sus hombros y sosteniendo buena parte de su peso. Ama los observaba tímidamente pues la extraña niña se había despertado y le producía cierto nerviosismo. Will aspiró con alegría el aroma del cuerpo amodorrado de Lyra, pues significaba que estaba allí, que era real.

Se sentaron en una roca. Lyra le tomó de la mano y se frotó los ojos. – ¿Qué ocurre, Will? – preguntó con voz tenue.

–Ama tiene unos polvos para despertarte -respondió él. Lyra se volvió hacia la muchacha, viéndola por primera vez, y apoyó la mano en su hombro en un gesto de gratitud-. Yo he venido tan pronto como he podido -prosiguió Will-, pero también han llegado unos soldados. No sé quiénes son. Nos iremos en cuanto podamos.

El estruendo y la confusión en el exterior habían llegado a su punto álgido. Uno de los girópteros había sido alcanzado por una andanada de metralla lanzada por un zepelín mientras los fusileros descendían de él. El aparato se había incendiado, ocasionando la muerte de sus ocupantes e impidiendo que pudieran aterrizar los otros girópteros.

Entretanto, otro zepelín había hallado un claro más abajo en el valle, y los ballesteros que habían desembarcado de él subían a la carrera por el sendero para apoyar a sus compañeros. La señora Coulter, que seguía el desarrollo del combate desde la entrada de la cueva, sostuvo la pistola con ambas manos y apuntó con cuidado antes de disparar. Will vio el fogonazo que surgió del cañón del arma, pero no pudo oír nada debido a las explosiones y los disparos que se sucedían fuera.

«Si vuelve a hacerlo -pensó Will-, me arrojaré sobre ella y la derribaré al suelo.» Luego se volvió para comunicárselo en voz baja a Balthamos, pero el ángel no estaba a su lado. Will descubrió con asombro que estaba agazapado junto al muro de la cueva, temblando y gimiendo. – ¡Balthamos! – exclamó Will irritado-. ¡Vamos, no pueden hacerte daño! ¡Tienes que ayudarnos! Tú puedes pelear, lo sabes muy bien. No eres un cobarde, y nosotros te necesitamos…

Antes de que el ángel pudiera responder, la señora Coulter lanzó un grito y se tocó el tobillo, y simultáneamente el mono dorado atrapó algo en el aire con una exclamación de regocijo.

De la criatura que el mono había apresado surgió la voz de una mujer, pero increíblemente débil. – ¡Tialys! ¡Tialys!

Era una mujer no mayor que la mano de Lyra. El mono empezó a tirar de uno de sus brazos, y la minúscula mujer lanzó un grito de dolor. Ama sabía que el mono no cejaría hasta arrancarle el brazo, pero Will se precipitó como una flecha al ver que la señora Coulter dejaba caer la pistola.

Consiguió agarrarla…, pero de pronto la señora Coulter se quedó completamente inmóvil. Tenía la cara desencajada en una mueca de dolor y rabia, pero no se atrevía a moverse porque junto a su hombro había un diminuto hombrecillo con el talón apoyado en su cuello y las manos enredadas en su cabello. Will vio con asombro que en el talón relucía un espolón córneo y dedujo que eso era lo que había hecho soltar el grito a la señora Coulter. Posiblemente el hombrecillo le había clavado el espolón en el tobillo.

Pero el hombrecillo no podía hacerle daño a la señora Coulter debido al peligro que corría su compañera en manos del mono; y el mono no podía hacer daño a su presa por temor a que el hombrecillo clavara su espolón envenenado en la yugular de la señora Coulter. Así pues, ninguno de ellos se atrevía a moverse.

Tras respirar hondo y tragar saliva para dominar su dolor, la señora Coulter se volvió hacia Will con los ojos anegados en lágrimas y dijo con calma:

–Bueno, jovencito, ¿qué propones que hagamos?

Tialys y Salmakia Will lanzó la mano que empuñaba la pesada pistola hacia un lado y derribó al mono dorado de la roca donde estaba posado. El mono quedó tan aturdido que aflojó la mano y la diminuta mujer pudo zafarse.

Esta se encaramó de inmediato sobre la roca y el hombrecillo se apartó de la señora Coulter de un salto; ambos se movían tan rápidamente como saltamontes. Los tres niños ni siquiera tuvieron tiempo de asombrarse. El hombrecillo estaba preocupado: palpó con delicadeza el hombro y el brazo de su compañera y la abrazó brevemente antes de llamar a Will. – ¡Eh, chico! – dijo, y aunque su voz tenía poco volumen era grave como la de un hombre adulto-. ¿Tienes la daga?

–Por supuesto -respondió Will. Si ellos no sabían que estaba rota, él no iba a decírselo.

–Tú y la niña tenéis que seguirnos. ¿Quién es esa otra chica? – Ama, es del pueblo -contestó Will.

–Dile que regrese allí. Anda, muévete antes de que lleguen los suizos.

Will no vaciló. Al margen de lo que aquellos dos pequeños seres se hubieran propuesto, él y Lyra podían huir a través de la ventana que él había abierto detrás del arbusto junto al camino.

De modo que la ayudó a levantarse y observó con curiosidad a las dos pequeñas figuras que saltaron sobre… ¿Qué eran? ¿Unos pájaros? No, unas libélulas, casi tan largas como su antebrazo, que habían estado aguardando en la oscuridad. Los insectos volaron hacia la boca de la cueva, donde yacía la señora Coulter. Estaba medio aturdida por el dolor y lo que le había inoculado el caballero con su aguijón. Cuando los dos niños pasaron junto a ella alzó el brazo y exclamó: -¡Lyra! ¡Lyra, hija, tesoro! ¡No te vayas, Lyra! ¡No te vayas!

Lyra la miró angustiada y dio un paso, sorteando el cuerpo de su madre. Esta la agarró débilmente por el tobillo, pero la niña consiguió soltarse. La mujer rompió a llorar; Will vio que le resbalaban unas lágrimas por las mejillas.

Agachados junto a la boca de la cueva, los tres niños esperaron hasta que se produjo una breve pausa en el tiroteo, que aprovecharon para seguir a las libélulas sendero abajo. La luz había cambiado: además del brillo ambárico de los focos de los zepelines, había el resplandor naranja de las oscilantes llamas.

Will se volvió una vez. Bajo la intensa luz, el rostro de la señora Coulter parecía una máscara de pasión trágica; su daimonion se aferraba a ella patéticamente mientras la mujer se incorporaba de rodillas, gritando: -¡Lyra! ¡Cariño mío! ¡Tesoro de mi corazón! ¡Mi niña, mi única hija! ¡Ay, Lyra, Lyra, no te vayas, no me abandones! Me partes el corazón, hijita mía…

Lyra prorrumpió en violentos sollozos, pues al fin y al cabo la señora Coulter era la única madre que tenía en la vida. Will vio cómo una cascada de lágrimas rodaba por las mejillas de la niña.

Pero tenía que ser implacable. Tiró de la mano de Lyra, y mientras el jinete-libélula revoloteaba junto a su cabeza, conminándolos a apresurarse, Will la condujo a la carrera sendero abajo. En su mano izquierda, que había comenzado a sangrar debido al golpe que había asestado al mono, sostenía la pistola de la señora Coulter.

–Id a lo alto del risco -indicó el hombrecillo- y entregaos a los africanos. Con ellos estaréis seguros.

Will no rechistó, consciente del poder de aquellos afilados espolones, aunque no tenía la menor intención de obedecer. Sólo le interesaba ir a un sitio, a la ventana detrás del arbusto. De modo que mantuvo la cabeza gacha y siguió corriendo, seguido de Lyra y Ama. – ¡Alto!

Will vio frente a él a tres hombres que le interceptaron el paso, unos hombres de uniforme con un aspecto tan feroz como unos daimonions lobos: la Guardia Suiza. – ¡lorek! – gritó Will-. ¡lorek Byrnison!

No lejos oyó los rugidos y las pisadas del oso, y los chillidos y gritos de los soldados que tenían la mala fortuna de toparse con él.

De pronto apareció alguien, como si se materializara del aire, para ayudarlos: Balthamos, que se precipitó desesperado entre los niños y los soldados. Los soldados retrocedieron estupefactos al contemplar aquella resplandeciente aparición.

Pero eran unos guerreros bien adiestrados, y sus daimonions se arrojaron al instante sobre el ángel, gruñendo con ferocidad y mostrando sus afilados dientes en la penumbra. Balthamos se asustó, lanzó un grito de miedo y vergüenza y levantó el vuelo, agitando vigorosamente las alas. Will vio desaparecer consternado la figura de su guía y amigo, como una centella, entre las copas de los árboles.

Lyra observó la escena con mirada aturdida. No duró más de dos o tres segundos, pero fue suficiente para que los suizos se reagruparan. Su cabecilla alzó la ballesta y Will se vio obligado a levantar la pistola y apretar el gatillo. La detonación le provocó una sacudida hasta la médula, pero la bala se alojó en el corazón del soldado, que cayó de espaldas como si hubiera recibido la coz de un caballo. Simultáneamente, los dos pequeños espías se precipitaron sobre los otros dos, saltando de las libélulas sin dar tiempo a Will a pestañear.

La mujer localizó un cuello, el hombre una muñeca, y ambos clavaron sus espolones. Los dos guardias suizos lanzaron un grito entrecortado y cayeron muertos al suelo mientras sus daimonions se esfumaban con un breve aullido.

Will saltó sobre los cadáveres seguido de Lyra, corriendo a toda velocidad, con Pantalaimon en forma de gato montes pegado a sus talones. Cuando Will se estaba preguntando dónde se habría metido Ama, la vio desviarse por otro sendero. Así estará a salvo, se dijo Will, y unos segundos después vio el pálido brillo de la ventana situada detrás del rododendro. Will agarró a Lyra del brazo y la condujo hacia allí. Con las caras llenas de arañazos y la ropa desgarrada, los tobillos doloridos debido a las numerosas terceduras producidas por raíces y piedras, encontraron la ventana y pasaron a través de ella al otro mundo, a las rocas blancas iluminadas por el resplandor de la luna, donde sólo el chirrido de los insectos quebraba el inmenso silencio.

Lo primero que hizo Will fue llevarse las manos al estómago y vomitar, aquejado de unas violentas arcadas producidas por un horror mortal. ¡Había matado a dos hombres, sin contar al joven de la Torre de los ángeles!

Will no quería que eso sucediera. Su cuerpo se rebelaba contra lo que su instinto le obligaba a hacer, y el resultado eran aquellas angustiosas náuseas que le hacían postrarse de rodillas y vomitar un agrio líquido hasta vaciar por completo el estómago.

Lyra lo miraba impotente, acunando a Pan contra su pecho.

Cuando se hubo recuperado un poco, Will miró a su alrededor y comprobó que no estaban solos en aquel mundo, pues los diminutos espías también estaban allí, junto a las mochilas que yacían en el suelo. Las libélulas revoloteaban sobre las rocas, atrapando a las polillas. El hombre le daba un masaje en el hombro a su compañera; ambos miraron a los niños con expresión seria. Tenían los ojos brillantes y los rasgos tan definidos que no cabía duda sobre sus sentimientos. Will tenía la certeza de que se trataba de una pareja de mucho cuidado.

–El aletiómetro está en mi mochila -dijo a Lyra.

–Oh, Will, confiaba en que lo encontraras… ¿Qué ocurrió? ¿Diste con el paradero de tu padre? Mi sueño, Will… ¡Es increíble lo que llegamos a hacer! ¡Ni siquiera me atrevo a pensar en ello…! ¡Y está intacto! ¡Me lo trajiste hasta la cueva, sin dejar que te lo arrebataran!

Las palabras brotaban de sus labios a borbotones, tan atropelladamente que no esperaba obtener respuestas. Examinó el aletiómetro una y otra vez, acariciando el recio oro, el liso cristal y las estriadas ruedas que tan bien conocía.

«El aletiómetro nos indicará cómo recomponer la daga», pensó Will, pero antes preguntó: -¿Estás bien? ¿Tienes hambre o sed?

–No sé… sí. Pero no mucha. Aunque…

–Debemos alejarnos de esta ventana-observó Will-por si dan con ella y nos siguen.

–Sí, es verdad -convino Lyra.

Ambos comenzaron a trepar por la ladera; Will cargaba con la mochila y Lyra con la pequeña bolsa en la que guardaba el aletiómetro. Will vio por el rabillo del ojo que les seguían los dos pequeños espías, aunque a una distancia que no representaba ninguna amenaza.

En lo alto de la cuesta había un saliente de roca que ofrecía un estrecho cobijo. Will y Lyra se sentaron en él, tras comprobar que no había serpientes, y comieron unos frutos secos y bebieron agua de la cantimplora de Will.

–La daga se ha roto -dijo Will en voz baja-. No sé cómo ocurrió. La señora Coulter hizo algo o dijo algo, y yo pensé en mi madre y eso hizo que la daga se torciera o se… No sé qué pasó exactamente.

No podemos hacer nada hasta conseguir que la reparen. No quise que lo supieran esos diminutos personajes, porque mientras crean que puedo utilizarla, tengo todas las de ganar. Se me ocurrió que podrías consultar al aletiómetro y quizá… -¡Sí! – accedió Lyra al instante-. ¡Lo haré ahora mismo!

Acto seguido sacó el dorado instrumento y lo encaró a la luz de la luna, para ver la esfera con claridad. Tras recogerse el pelo detrás de las orejas, como había visto Will hacer a su madre, Lyra hizo girar las ruedas con su acostumbrada habilidad. Pantalaimon, convertido en ratón, se sentó en sus rodillas.

Apenas había comenzado cuando la niña lanzó una breve exclamación de gozo y miró a Will con ojos relucientes mientras giraba la rueda. Pero aún no había terminado de dar la respuesta y Lyra observó el instrumento con el ceño fruncido, hasta que éste se detuvo. – ¿Y lorek? ¿Está cerca de aquí, Will? – preguntó la niña, guardando de nuevo el aletiómetro-. Me pareció oír que lo llamabas, pero pensé que eran imaginaciones mías. ¿Está de veras aquí?

–Sí. ¿Podría él reparar la daga? ¿Es eso lo que ha dicho el aletiómetro?

–El es capaz de hacer cualquier cosa con metales. No sólo con armaduras… También sabe construir piezas pequeñas y delicadas… -Lyra contó a Will que lorek había construido para ella una cajita de latón para que encerrara a la mosca espía-. Pero ¿dónde está?

–Cerca. Si no acudió cuando lo llamé es porque estaba luchando… ¡Y Balthamos! El pobre debe de estar aterrorizado. – ¿Quién?

Will explicó a Lyra brevemente quién era, sonrojándose al pensar en la vergüenza que debía de haber pasado el ángel.

–Pero ya te contaré después más cosas sobre él -añadió Will-. Es extraño… Me explicó muchas cosas, y creo que las entendí… -Will se pasó la mano por el pelo y se frotó los ojos.

–Quiero que me lo cuentes todo -dijo Lyra con vehemencia-. Todo lo que hiciste desde que ella me capturó. Oh, Will, pero si todavía te sangra la mano. ¡Pobre mano!

–No. Mi padre me la curó. La herida se ha abierto porque le propiné un golpe al mono dorado, pero ya está mejor. Mi padre me dio un ungüento que había preparado con… -¿Hallaste a tu padre?

–Sí, en la montaña, aquella noche…

Will dejó que Lyra le limpiara la herida y le aplicara un poco de ungüento que llevaba en la cajita de cuerno mientras él le explicaba parte de lo ocurrido: la pelea con el extraño, la revelación que ambos tuvieron segundos antes de que la flecha de la bruja alcanzara su objetivo, su encuentro con los ángeles, su viaje hasta la cueva y su encuentro con lorek.

–Y pensar que mientras ocurría todo eso yo estaba dormida… -se maravilló Lyra-. ¿Sabes una cosa?

En el fondo ella se ha portado bien conmigo, de veras… No creo que quisiera hacerme daño.

Aunque hizo cosas malas…

Lyra se frotó los ojos.

–Mi sueño, Will… ¡No te imaginas lo extraño que era! Fue como cuando leo el aletiómetro, todo era claro y la percepción tan profunda que aunque no alcanzaba a ver el fondo todo estaba clarísimo… »¿Recuerdas que te hablé de mi amigo Roger y de que los Gobblers lo atraparon y yo traté de rescatarlo, pero que todo salió mal y lord Asriel lo mató? »Pues eso fue lo que vi en mi sueño. Vi de nuevo a Roger, pero estaba muerto, era un fantasma y me hacía señas, como si me llamara, pero yo no le oía. El no quería que yo estuviera muerta, quería hablar conmigo. »Y… yo le llevé a Svalbard, y lo mataron allí. Fue por culpa mía. Y yo recordé cuando Roger y yo tocábamos en el Colegio Jordán, en el tejado, en toda la ciudad, en los mercados, junto al río y por los Claybeds… Roger y yo y todos los demás… Fui a Bolvangar para salvarlo, pero sólo conseguí empeorar las cosas, y si no le pido perdón todo será inútil. Tengo que hacerlo, Will. Tengo que bajar a la tierra de los muertos y buscarlo y… pedirle perdón. No me importa lo que ocurra después.

Entonces tú y yo podremos… Yo podré… Lo demás no me preocupa. – ¿Esa tierra de los muertos es un mundo como éste, como el tuyo o el mío o los otros? – inquirió Will-. ¿Es un mundo al que yo podría acceder con la daga?

Lyra lo miró, sorprendida por la idea. – ¿Podrías consultarlo? – prosiguió Will-. Anda, hazlo. Pregunta dónde está y cómo podemos llegar a él.

Lyra se inclinó sobre el aletiómetro y movió los dedos con gran rapidez. Al cabo de unos instantes obtuvo la respuesta.

–Sí -dijo-, pero es un lugar extraño, Will… Muy extraño… ¿Crees que podríamos hacerlo? ¿Crees que podríamos trasladarnos a la tierra de los muertos? Pero… ¿qué parte de nosotros se trasladará allí? Porque los daimonions se desvanecen cuando nosotros morimos. Yo lo he visto… Y nuestros cuerpos permanecen enterrados en la sepultura y se pudren, ¿no es cierto?

–Debe de existir una tercera parte, una parte distinta. – ¡Creo que tienes razón! – dijo Lyra, alborozada-. Porque puedo pensar en mi cuerpo y en mi daimonion, de modo que debe de existir otra parte, la que se encarga de pensar.

–Sí, ése es el fantasma.

–Quizá podríamos sacar de allí al fantasma de Roger -propuso Lyra con los ojos brillantes de la excitación-. Quizá podríamos rescatarlo.

–Tal vez. Podríamos intentarlo. – ¡Vale! – exclamó Lyra-. ¡Iremos juntos! ¡Sí, eso es lo que haremos!

Pero Will pensó que si no conseguían reparar la daga no podrían hacer absolutamente nada.

En cuanto sintió la cabeza más despejada y el estómago más calmado, Will se incorporó y llamó a los pequeños espías, que estaban ocupados atendiendo un minúsculo aparato que llevaban. – ¿Quiénes sois? – les preguntó-. ¿De qué lado estáis?

El hombrecillo concluyó lo que estaba haciendo y cerró la caja de madera, semejante a un estuche de violín no mayor que una nuez.

–Somos gallivespianos -respondió la mujer-. Yo soy lady Salmakia y mi compañero es el caballero Tialys. Somos espías al servicio de lord Asriel.

La mujer se encontraba sobre una roca, a tres o cuatro pasos de Will y Lyra. El resplandor de la luna ponía de relieve sus rasgos. Su vocecilla sonaba muy clara y mostraba una expresión resuelta. Lucía una holgada falda de un material plateado y un corpino verde sin mangas; sus pies, provistos de espolones al igual que los de su compañero, estaban desnudos. El traje del hombre era de un color parecido al de ella, pero tenía unas mangas largas y el holgado pantalón le llegaba a media pantorrilla. Los dos se veían fuertes, capaces, implacables y orgullosos. – ¿De qué mundo sois? – inquirió Lyra-. Nunca había visto personas como vosotros.

–Nuestro mundo padece el mismo problema que el vuestro -respondió Tialys-. Somos renegados.

Nuestro jefe, lord Roke, oyó hablar de la revuelta de lord Asriel y le prometió que nosotros le apoyaríamos. – ¿Y qué queréis de mí?

–Llevarte con tu padre -explicó lady Salmakia-. Lord Asriel ha enviado a una fuerza capitaneada por el rey Ogunwe para rescatarte a ti y al niño y llevaros a su fortaleza. Estamos aquí para ayudar. – ¿Y si no quisiera ir con mi padre? ¿Y si no me fiara de él?

–Lo lamento -replicó lady Salmakia-, pero ésas son nuestras órdenes. Debemos llevarte con él.

Lyra soltó una sonora carcajada ante la idea de que aquellos personajillos pudieran obligarla a hacer algo contra su voluntad. Pero fue un error. La mujer agarró a Pantalaimon con la velocidad del rayo, sostuvo su cuerpo de ratón con firmeza y acercó un espolón a su pata. Lyra se quedó horrorizada: sintió la misma conmoción que había experimentado cuando lo agarraron los hombres en Bolvangar. Nadie tenía derecho a tocar el daimonion de otra persona. Era una violación.

Pero entonces observó que Will había aferrado al hombrecillo con la mano derecha, sujetándole por las piernas para que no pudiera utilizar sus espolones.

–Estamos de nuevo en igualdad de condiciones -dijo lady Salmakia sin perder la calma-. Deja al caballero en el suelo, chico.

–Suelta tú primero al daimonion de Lyra -replicó Will-. No estoy de humor para discutir.

Lyra vio con fría satisfacción que Will estaba más que dispuesto a aplastar la cabeza del gallivespiano contra la roca. Y los diminutos espías también lo sabían.

Salmakia apartó el pie de la pata de Pantalaimon, que tan pronto como se liberó de ella se transformó en un gato montes y comenzó a lanzar feroces bufidos y a agitar la cola con el pelo erizado. Pese a mostrar los dientes a un palmo del rostro de lady Salmakia, ésta no perdió la compostura. Unos instantes después el daimonion se refugió en el pecho de Lyra, transformado en armiño, y Will depositó con cuidado a Tialys en el suelo, junto a su compañera.

–Deberías ser más respetuosa -le reprochó el caballero a Lyra-. Eres una niña alocada e insolente.

Muchos hombres valientes han muerto esta noche para ponerte a salvo. Más te valdría comportarte con educación.

–Sí -respondió Lyra humildemente-. Lo lamento. De veras.

–En cuanto a ti… -continuó el caballero dirigiéndose a Will.

–En cuanto a mí -le interrumpió éste-, no consentiré que me hables de ese modo, así que será mejor que no lo intentes. El respeto tiene que darse por ambas partes. Ahora escucha con atención.

Vosotros no mandáis aquí; mandamos nosotros. Si queréis quedaros y echar una mano, tenéis que obedecernos. En caso contrario, volved inmediatamente con lord Asriel. El asunto no admite discusión.

Lyra se dio cuenta de que los dos espías estaban que trinaban, pero Tialys observó la mano de Will, que estaba apoyada en la funda en su cinto, y pensó que mientras Will tuviera la daga era más fuerte que ellos. Era imprescindible por tanto que no averiguaran que estaba rota.

–Muy bien -dijo el caballero-. Os ayudaremos y protegeremos, porque ésta es la misión que nos han encomendado. Pero debéis ponernos al corriente de lo que os proponéis hacer.

–Eso está mejor -dijo Will-. Os lo voy a decir. En cuanto hayamos descansado regresaremos al mundo de Lyra para buscar a un amigo nuestro, un oso. No anda lejos. – ¿El oso de la armadura? De acuerdo -terció lady Salmakia-. Lo hemos visto luchar. Os ayudaremos a encontrarlo. Pero luego debéis acompañarnos a la fortaleza de lord Asriel.

–Sí -contestó Lyra, mintiendo con toda seriedad-. Desde luego.

Como Pantalaimon se había calmado y demostraba una gran curiosidad, ella dejó que se subiera a su hombro y se transformara en una libélula, tan grande como las dos que revoloteaban por el aire durante aquella conversación. Al cabo de unos segundos se elevó por el aire para reunirse con ellas. – ¿Ese veneno que tenéis en los talones es mortal? – preguntó Lyra a los galhvespianos-. Porque habéis picado a mi madre, la señora Coulter, ¿no es cierto? ¿Se va a morir?

–Sólo fue una picadura ligera -le aseguró Tialys-. Una dosis completa la habría matado sin duda, pero ese rasguño sólo hará que se sienta débil y somnolienta durante unas horas.

El caballero omitió decir que además se sentiría atormentada por un dolor lacerante.

–Quiero hablar con Lyra en privado -dijo Will-. Nos alejaremos unos instantes.

–Con esa daga puedes abrir una comunicación de un mundo a otro, ¿no es así? – preguntó el caballero. – ¿Acaso no os fiáis de mí?

–No.

–De acuerdo, dejaré aquí la daga. Si no la tengo, no puedo utilizarla.

Will se desabrochó el cinturón, extrajo la funda y la depositó sobre una piedra. Luego él y Lyra se alejaron unos metros y se sentaron en un lugar desde el que podían ver a los galhvespianos. Tialys no quitaba ojo a la empuñadura de la daga, pero no la tocó.

–De momento tenemos que aguantarlos -dijo Will-. En cuanto esté reparada la daga, escaparemos.

–Son rapidísimos, Will -le advirtió Lyra-. Y te matarían sin más contemplaciones.

–Espero que lorek sea capaz de repararla. Ahora me doy cuenta de lo mucho que la necesitamos.

–Seguro que la arreglará -afirmó Lyra.

La niña observó a Pantalaimon, que revoloteaba y planeaba a ras de suelo capturando diminutas polillas como hacían las otras libélulas. No podía alejarse tanto como ellas, pero era igual de rápido y presentaba un colorido más espectacular. Lyra levantó la mano y él se posó en ella, haciendo vibrar sus largas alas transparentes. – ¿Crees que podemos fiarnos de ellos mientras dormimos? – preguntó Will.

–Sí. Son feroces pero me parecen sinceros.

Los niños regresaron a la roca.

–Voy a dormir un rato -dijo Will a los galhvespianos-. Partiremos por la mañana.

El caballero asintió con la cabeza, y Will se acostó hecho un ovillo y se quedó dormido en el acto.

Lyra se sentó junto a él, con Pantalaimon enroscado en su regazo en la modalidad de gato. Qué suerte tenía Will de que ella estuviera despierta y pudiera velar su sueño. Will no tenía miedo de nada, y ella sentía una admiración sin límites hacia él. Pero a él no se le daba bien mentir, engañar ni traicionar, lo cual a ella le resultaba tan natural como respirar. Al pensar en ello, Lyra se sintió reconfortada al pensar que lo hacía por Will, jamás por ella misma.

Aunque había pensado consultar de nuevo el aletiómetro, comprobó sorprendida que estaba tan cansada como si no hubiera permanecido dormida durante tanto tiempo, de modo que se acostó junto a Will y cerró los ojos, sólo para descabezar un sueñecito, se dijo antes de caer dormida.

Averigua la respuesta que buscas Will y Lyra durmieron toda la noche y se despertaron cuando el sol se posó en sus párpados. Lo hicieron casi simultáneamente, con el mismo pensamiento, pero cuando miraron a su alrededor vieron al caballero Tialys que montaba guardia a pocos pasos de distancia, con aire sosegado.

–La fuerza del Tribunal Consistorial se ha retirado -les comunicó-. La señora Coulter está en manos del rey Ogunwe, de camino hacia la fortaleza de lord Asriel. – ¿Cómo lo sabes? – preguntó Will, incorporándose no sin cierta rigidez-, ¿Has vuelto a pasar por la ventana?

–No. Hablamos a través del resonador de magnetita. He informado de nuestra conversación a mi jefe lord Roke -dijo Tialys a Lyra-, y ha accedido a que os acompañemos hasta donde se encuentra el oso, y que una vez que lo hayáis visto vengáis con nosotros. Somos aliados, y os ayudaremos en lo que podamos.

–Estupendo -dijo Will-. Entonces, comamos juntos. ¿Os gusta nuestra comida?

–Sí, gracias -respondió lady Salmakia.

Will sacó los últimos melocotones pasos y un pan seco de centeno, que era cuanto le quedaba, y lo compartieron entre los cuatro, aunque como es lógico los espías no comieron mucho.

–Por lo que respecta al agua, en este mundo parece que escasea -observó Will-. Hasta que no volvamos al otro no podremos beber. – Entonces más vale que nos vayamos cuanto antes -apuntó Lyra.

Pero antes desenvolvió el aletiómetro y le preguntó si aún había peligro en el valle. El instrumento respondió que no, que todos los soldados se habían marchado y que los aldeanos estaban en sus casas. Así pues, se dispusieron a partir.

La ventana se veía extraña en el deslumbrante aire del desierto y contrastaba con el arbusto inmerso en una sombra. Parecía un recuadro de espesa vegetación suspendido en el aire como una pintura.

Los gallivespianos quisieron verla y quedaron atónitos al comprobar que por atrás no se veía, que sólo aparecía cuando la rodeaban y se colocaban delante.

–Tendré que cerrarla cuando la hayamos atravesado -dijo Will.

Lyra trató de juntar los bordes, pero sus dedos no dieron con ellos; los espías tampoco lo lograron, pese a la finura de sus manos. Sólo Will era capaz de localizar los bordes con los dedos, cosa que hizo con precisión y rapidez. – ¿En cuántos mundos puedes penetrar con la daga? – inquirió Tialys.

–En todos los que existen -contestó Will-. Nadie tendría tiempo de averiguar cuántos son.

Se echó la mochila al hombro y abrió la marcha por el sendero del bosque. Las libélulas gozaban con el aire húmedo y atravesaban como agujas los haces de luz. El movimiento de las copas de los árboles era menos violento, y la atmósfera fresca y apacible. Esto hizo que se llevaran una impresión aún mayor al ver los hierros retorcidos de un giróptero suspendido entre las ramas, y el cadáver de un piloto africano, atrapado en el cinturón del asiento, colgando por la puerta, y al descubrir los restos calcinados del zepelín un poco más arriba: unos fragmentos renegridos de tela, montantes, tubos, vidrios rotos, y los cadáveres de tres hombres achicharrados, con las extremidades retorcidas y crispadas como si aún se dispusieran a luchar.

Y ésos eran sólo los que habían sido abatidos junto al camino. Había otros cadáveres y restos de aparatos sobre el risco y entre los árboles. Mudos e impresionados, los dos niños avanzaron entre aquella carnicería, mientras los espías montados en sus libélulas observaban la escena con más frialdad, acostumbrados a las batallas, para conocer lo ocurrido y calibrar qué bando había sufrido más pérdidas.

Cuando llegaron a lo alto del valle, donde había menos árboles y comenzaban las cascadas y los arco iris, se detuvieron para beber la gélida agua.

–Espero que la niña esté bien -comentó Will-. No habríamos logrado escapar si ella no te hubiera despertado. Fue a ver a un santón que le dio esos polvos.

–Sé que está bien -respondió Lyra-, porque anoche se lo consulté al aletiómetro. Pero cree que somos unos demonios y nos tiene miedo. Seguramente se arrepiente de haberse metido en esto, pero el caso es que está a salvo.

Siguieron subiendo junto a las cascadas y llenaron la cantimplora de Will antes de echar a andar a través de la meseta hacia las cumbres, donde se encontraba lorek, según había informado el aletiómetro a Lyra.

Entonces iniciaron una larga jornada de camino que para Will no supuso ningún problema pero que para Lyra fue un tormento debido al debilitamiento que su prolongado letargo le había producido en las piernas. No obstante, antes se habría dejado arrancar la lengua que confesarlo mal que se sentía.

Así pues, cojeando y conteniendo el dolor, fue siguiendo el paso de Will sin rechistar. Sólo cuando se sentaron, al mediodía, se permitió exhalar un gemido, y únicamente porque Will se había ausentado para hacer sus necesidades.

–Descansa -le recomendó lady Salmakia-. No tienes por qué avergonzarte de estar cansada. – ¡Es que no quiero decepcionar a Will! No quiero que piense que soy una canija y que le obligo a ir más despacio.

–Seguro que no piensa eso. – ¡Y tú qué sabes! – protestó Lyra-. No lo conoces para nada, ni a mí tampoco.

–Pero reconozco una impertinencia en cuanto la oigo -replicó la pequeña espía sin perder la calma-.

Haz lo que te digo y descansa. Reserva tus energías para caminar.

Lyra no tenía ganas de obedecer, pero los relucientes espolones de la dama brillaban bajo el sol, de modo que no dijo nada.

Su compañero, el caballero Tialys, abrió la caja del resonador de magnetita y Lyra, picada por la curiosidad, observó atentamente lo que hacía. El instrumento parecía un lápiz de piedra gris negruzca, apoyado en un soporte de madera. El caballero pasó un diminuto arco semejante al de un violín sobre el extremo al tiempo que presionaba con los dedos de la otra mano en distintos lugares de la superficie. Dichos lugares no estaban señalados y parecía que los tocaba al azar, pero por la intensa concentración que mostraba su rostro y la agilidad de sus movimientos, Lyra comprendió que se trataba de un proceso tan delicado y complejo como su lectura del aletiómetro.

Al cabo de unos minutos el espía guardó el arco y tomó unos auriculares pequeños como la uña del meñique de Lyra. Acto seguido enroscó el extremo del cable alrededor de una clavija situada en la punta de la piedra, llevó el resto del cable hasta otra clavija instalada en el otro extremo y la enroscó alrededor de ésta. Manipulando las dos clavijas y la tensión del cable que mediaba entre ellas, podía oír la respuesta a su mensaje. – ¿Cómo funciona? – preguntó Lyra cuando el caballero hubo concluido.

Antes de responder, Tialys la miró como para calibrar el interés de la niña en el aparato.

–Vuestros científicos, ¿cómo los llamáis, teólogos experimentales?, deben de conocer una cosa llamada vinculación cuántica. Significa que dos partículas pueden existir siempre y cuando tengan unas propiedades en común, de modo que lo que le ocurre a una le sucede al mismo tiempo a la otra, por alejadas que estén. Pues bien, en nuestro mundo existe el medio de tomar una magnetita común y corriente y vincular todas sus partículas para después dividirla en dos con el fin de que ambas partes resuenen al mismo tiempo. La parte correlativa a ésta la tiene lord Roke, nuestro comandante. Cuando yo toco ésta con mi arco, la otra reproduce exactamente los sonidos, y ello nos permite comunicarnos.

Después de guardarlo todo, Tialys dijo algo a lady Salmakia y ambos se alejaron un poco. Hablaban en voz tan baja que Lyra no pudo oír lo que decían, pero Pantalaimon se transformó en un buho y volvió las orejas hacia ellos.

Al poco rato volvió Will y reemprendieron la marcha, más lentamente a medida que transcurría la jornada y el camino se hacía más empinado, cerca de las cimas nevadas. Al llegar a la cabecera de un rocoso valle hicieron otro alto en el camino, pues Will se percató de que Lyra cojeaba y tenía el rostro desencajado y consideró que estaba al borde del agotamiento.

–Enséñame los pies -le dijo-. Si los tienes llagados, te pondré un poco de ungüento.

Efectivamente, la niña tenía los pies cubiertos de llagas. Cerró los ojos, haciendo rechinar los dientes debido al dolor, y dejó que Will le aplicara el bálsamo de musgo de sangre.

Entretanto, el caballero estaba ocupado con su resonador de magnetita. Al cabo de unos minutos lo guardó y dijo:

–He comunicado nuestra posición a lord Roke. Enviarán un giróptero para trasladarnos a la fortaleza en cuanto hayáis hablado con vuestro amigo.

Will asintió. Lyra ni siquiera prestó atención. Se incorporó al instante, se puso los calcetines y los zapatos y reanudaron la marcha.

Transcurrió otra hora. Casi todo el valle estaba en sombras y Will se preguntó si hallarían un lugar donde refugiarse antes de que cayera la noche. De pronto, Lyra exclamó alborozada: -¡lorek! ¡lorek!

Lo vio antes que Will. El oso rey se encontraba aún a cierta distancia, su blanca piel confundiéndose con la nieve. Al oír la voz de Lyra volvió la cabeza, la irguió olfateando el aire y descendió a grandes zancadas hacia ellos.

Sin saludar a Will, el oso dejó que Lyra se arrojara a su cuello y hundiera la cara en su pelaje, gruñendo tan intensamente que Will notó la vibración a través de sus pies. Pero Lyra acogió sus gruñidos con gozo, olvidándose momentáneamente de sus llagas y su cansancio. – ¡Ay, lorek, cariño, cuánto me alegro de verte! ¡Pensé que nunca volvería a verte…, después del tiempo que pasamos en Svalbard y todo lo que ocurrió! ¿Qué tal está el señor Scoresby? ¿Cómo anda tu reino? ¿Has venido solo hasta aquí?

Los pequeños espías se habían esfumado. Todo indicaba que los tres se habían quedado solos en la oscura ladera: el niño, la niña y el descomunal oso blanco. Como si nunca hubiera deseado hallarse en otro lugar, Lyra se encaramó sobre lorek y recorrió alegre y satisfecha a lomos de su querido amigo el último trecho que faltaba hasta su cueva.

Will, preocupado, no prestó atención a lo que Lyra decía a lorek, aunque en cierto momento percibió un grito de consternación y la oyó decir: -¿El señor Scoresby? ¡No me digas! ¡Qué desgracia! ¿De veras está muerto? ¿Estás seguro, lorek?

–La bruja me contó que el señor Scoresby fue en busca de ese hombre llamado Grumman -respondió el oso.

Will aguzó entonces el oído, pues Baruch y Balthamos habían comentado algo al respecto. – ¿Qué pasó? ¿Quién lo mató? – preguntó Lyra con voz temblorosa.

–Murió luchando. Mantuvo a toda la fuerza de moscovitas a raya mientras ese hombre escapaba. Yo encontré su cadáver. Murió como un valiente. He jurado vengarlo.

Lyra rompió a llorar a lágrima viva. Will no sabía qué decir, porque aquel hombre había muerto precisamente para salvar la vida de su padre; Lyra y el oso conocían y querían a Lee Scoresby, pero él no.

Al poco rato lorek dobló un recodo y se encaminó hacia la entrada de una cueva, que parecía muy oscura en contraste con la nieve. Will no sabía dónde estaban los espías, pero tenía la seguridad de que se encontraban cerca. Deseaba hablar en privado con Lyra, pero no hasta que localizara a los gallivespianos y supiera que no espiaban su conversación.

Will depositó la mochila en la entrada de la cueva y se sentó, cansado de la caminata. A sus espaldas, el oso encendió un fuego mientras Lyra lo observaba con curiosidad a pesar de su tristeza. lorek tomó con la garra izquierda una pequeña piedra, una especie de mineral de hierro, y la restregó tres o cuatro veces contra otra piedra semejante que había en el suelo. Al cabo de unos momentos brotaron unas chispas, que fueron a parar exactamente adonde las dirigió el oso: un montón de ramitas y hierba seca. El montón no tardó en arder, y lorek fue añadiendo un tronco tras otro hasta obtener una buena fogata.

Los niños agradecieron el calor del fuego, porque hacía mucho frío. Luego vino algo aún mejor: la pierna de un animal, de una cabra tal vez. lorek se comió su porción de carne cruda, por supuesto, pero ensartó la pieza en una afilada estaca y la puso a asar en el fuego para Will y Lyra. – ¿Es fácil cazar en estas montañas, lorek? – preguntó Lyra.

–No. Mi pueblo no puede vivir aquí. Yo me equivoqué, pero ha sido una suerte, porque así os he encontrado. ¿Qué planes tenéis?

Will echó un vistazo alrededor de la cueva. Estaban sentados cerca del fuego, cuyo resplandor arrancaba unos reflejos amarillos y anaranjados al pelaje del oso. El niño no vio ni rastro de los espías, pero en cualquier caso tenía que preguntarlo.

–Rey lorek -empezó a decir-, se me ha roto la daga… -Will miró más allá de donde estaba sentado el oso y se apresuró a añadir-: Un momento. Si estáis escuchando -dijo señalando la pared-, salid y hacedlo a cara descubierta. No nos espiéis.

Lyra y lorek Byrnison se volvieron para ver con quién hablaba. El hombrecillo salió de entre las sombras y se plantó tranquilamente bajo la luz, en un saliente situado sobre las cabezas de los niños. lorek soltó un gruñido.

–No has pedido permiso a lorek Byrnison antes de entrar en su cueva -dijo Will-. El es un rey, y tú no eres más que un espía. Deberías ser más respetuoso.

A Lyra le encantó oír eso. Miró a Will con satisfacción y observó su ira y desprecio.

Pero la expresión del caballero, al mirar a Will, era de reproche.

–Nosotros fuimos sinceros con vosotros -replicó-. Ha sido una bajeza engañarnos.

Will se levantó. Su daimonion se habría presentado en forma de tigresa, pensó Lyra estremeciéndose al imaginar la ferocidad que mostraría la bestia.

–Os engañamos porque era necesario -contestó Will-. ¿Acaso habrías accedido a venir aquí de haber sabido que la daga estaba rota? ¡Pues claro que no! Habríais utilizado vuestro veneno para dejarnos inconscientes, y después de pedir refuerzos nos habríais secuestrado y trasladado a la fortaleza de lord Asriel. No tuvimos más remedio que engañaros, Tialys, y tenéis que conformaros, lo queráis o no. – ¿Quiénes son ésos? – preguntó lorek Byrnison.

–Unos espías -respondió Will-. Enviados por lord Asriel. Ayer nos ayudaron a escapar, pero si están de nuestro lado no tienen por qué espiarnos. Y si lo hacen, son los menos indicados para hablar de bajezas.

El espía mostraba una expresión tan feroz que parecía dispuesto a lanzarse no sólo sobre el indefenso Will sino incluso sobre lorek. Pero Tialys no llevaba la razón y él lo sabía. De modo que no tuvo más remedio que inclinarse y pedir disculpas.

–Majestad -dijo dirigiéndose a lorek, quien respondió en el acto con un gruñido.

Los ojos del caballero transmitían un intenso odio hacia Will, una expresión de desafío y advertencia hacia Lyra y un frío y despectivo respeto hacia lorek. La nitidez de sus rasgos resaltaban esa expresión, como si le iluminara una brillante luz. Lady Salmakia salió de la sombra y se situó junto a él. Hizo una reverencia al oso, pasando de los niños.

–Disculpadnos -dijo a lorek-. La costumbre de esconderse es difícil de abandonar. Mi compañero el caballero Tialys y yo, lady Salmakia, hemos permanecido tanto tiempo entre nuestros enemigos que por puro hábito hemos omitido presentaros nuestros respetos. Acompañamos a este niño y a esta niña para asegurarnos de que lleguen sanos y salvos a la fortaleza de lord Asriel. No nos guía otro fin, y por supuesto no tenemos la menor intención de lastimaros, rey lorek Byrnison. lorek no dio muestras de preguntarse cómo era posible que unas criaturas tan diminutas pudieran lastimarlo. No sólo su expresión era de por sí inescrutable, sino que también él poseía unos modales exquisitos y, a la fin y a la postre, la dama se había expresado con elegancia.

–Acerquense al fuego -les invitó-. Hay comida de sobra si tienen hambre. Will, ¿qué estabas diciendo sobre la daga?

–Jamás imaginé que pudiera pasar -respondió Will-, pero el caso es que se ha roto. El aletiómetro le dijo a Lyra que tú podrías repararla. Pensaba pedírtelo más educadamente, pero te lo pregunto sin rodeos: ¿puedes arreglarla, lorek?

–Enséñamela.

Will vació el contenido de la funda sobre el suelo rocoso, colocando las piezas de la daga en su lugar correspondiente hasta cornprobar que no faltaba ninguna. A la luz de una rama encendida que acercó Lyra, lorek se agachó para contemplar cada fragmento, tocándolo delicadamente con sus gigantescas garras y examinándolo desde todos los ángulos. Will se maravilló de la destreza de aquellos inmensos garfios negros.

Después lorek se volvió a enderezar, alzando la cabeza hacia las sombras del techo de la cueva.

–Sí -dijo, respondiendo escuetamente a la pregunta. – ¿Entonces lo harás, lorek? – preguntó Lyra, comprendiendo a qué se refería-. No imaginas lo importante que es para nosotros… Si no conseguimos repararla estaremos en una situación desesperada y no sólo nosotros…

–No me gusta esa daga -declaró lorek-. Temo lo que es capaz de hacer. Nunca he visto nada tan peligroso. Hasta los artilugios de guerra más mortíferos son unos juguetes en comparación con ella.

El daño que puede causar es incalculable. Habría sido infinitamente mejor que no hubiera sido forjada.

–Pero con ella… -empezó a decir Will. lorek no dejó que terminara la frase.

–Con la daga puedes hacer unas cosas muy extrañas. Lo que no sabes es lo que hace por su cuenta.

Puede que tus intenciones sean buenas, pero la daga también tiene sus intenciones. – ¿Cómo es posible? – inquirió Will.

–Las intenciones de una herramienta son lo que ésta hace. Un martillo pretende golpear, un tornillo pretende sujetar, una palanca pretende levantar. Son el propósito para el que fueron fabricados. Pero a veces una herramienta puede tener otras aplicaciones que desconocemos. A veces, al hacer lo que uno pretende, al mismo tiempo hace lo que pretende la daga, sin saberlo. ¿Puedes ver el filo más acerado de esa daga?

–No -reconoció Will.

Era cierto: el filo disminuía progresivamente hasta culminar en un borde tan fino que el ojo no era capaz de apreciarlo.

–Entonces ¿cómo puedes saber todo lo que hace?

–No puedo. Pero así y todo debo utilizarla, y hacer cuanto pueda para que sucedan cosas buenas. Si no hiciera nada, sería un inútil. Peor que eso, me sentiría culpable. – lorek -intervino Lyra-, tú sabes lo malas que son esas gentes de Bolvangar. Si no conseguimos ganar seguirán cometiendo esas atrocidades para siempre. Además, si no tenemos la daga es posible que caiga en manos de ellos. No conocía su existencia cuando te conocí, lorek, ni yo ni nadie, pero ahora que lo sabemos, tenemos que utilizarla. Es nuestro deber. Sería una cobardía no hacerlo. Sería como entregársela a los otros y decir: «Usadla, no os lo impediremos.» De acuerdo, no sabemos lo que es capaz de hacer, pero puedo preguntárselo al aletiómetro, ¿no? Y podríamos pensar en ello con fundamento en lugar de andar con conjeturas y temores.

Will se abstuvo de mencionar su motivo más apremiante: si lorek no reparaba la daga, nunca volvería a su casa ni vería de nuevo a su madre; ella nunca sabría qué había ocurrido y pensaría que Will la había abandonado, como había hecho su padre. La daga había sido la causa directa de ambas deserciones. Tenía que utilizarla para regresar junto a ella, de lo contrario nunca se lo perdonaría. lorek Byrnison guardó silencio durante largo rato, pero volvió la cabeza para escrutar la oscuridad.

Luego se levantó despacio y se dirigió hacia la entrada de la cueva para contemplar las estrellas: algunas eran iguales a las que él había visto en el norte, y otras no las conocía.

A sus espaldas, Lyra dio la vuelta a la carne en el fuego. Will examinó sus heridas para ver si cicatrizaban bien. Tialys y Salmakia permanecieron sentados en silencio en el saliente.

Al cabo de un rato lorek se volvió.

–De acuerdo, lo haré pero con una condición -dijo-. Aunque creo que es un error. Mi pueblo no tiene dioses ni daimonions. Vivimos y morimos, y ahí se acaba todo. Los asuntos humanos no nos traen sino sufrimientos y complicaciones, pero poseemos un lenguaje, peleamos y utilizamos herramientas; quizá deberíamos comprometernos en un bando. De todos modos es mejor estar bien informado que a medias. Consulta a tu instrumento, Lyra. Averigua la respuesta que buscas. Si después sigues queriendo utilizar esa daga, la repararé.

Lyra sacó enseguida el aletiómetro y lo acercó al fuego para examinar la esfera. La lectura fue más larga de lo habitual. Y cuando salió del trance, tras pestañear y suspirar repetidas veces, su rostro mostraba preocupación.

–Nunca había sido tan confuso -afirmó la niña-. Dijo muchas cosas. Creo que las entendí con claridad. Primero se refirió al equilibrio. Dijo que la daga podía ser perjudicial o servir para algo bueno, pero era un equilibrio tan delicado que el menor pensamiento o deseo podía hacer que se decantara en un sentido o en otro… Se refería a ti, Will, a lo que desearas o pensaras, aunque no especificó qué era un pensamiento bueno o malo. »Luego ha dicho que sí -prosiguió Lyra, dirigiendo una mirada centelleante a los espías-. Ha dicho sí, reparad la daga, lorek la miró fijamente, y luego asintió con la cabeza.

Tialys y Salmakia descendieron del saliente para observar la escena más de cerca. – ¿Necesitas más leña, lorek? – preguntó Lyra-. Will y yo podemos ir a buscarla.

Will comprendió lo que se proponía: que se alejaran de los espías para hablar tranquilamente.

–Pasado el primer recodo del camino veréis un arbusto de madera resinosa-dijo lorek-. Traedme tantas ramas como podáis cargar. Lyra se levantó de un salto y Will la siguió.

La luna resplandecía, el sendero era un amasijo de huellas difuminadas en la nieve y el aire tan frío que cortaba el aliento. Los dos niños se sentían llenos de energía, esperanza y vida. No cruzaron una palabra hasta que se hubieron alejado de la cueva. – ¿Qué más dijo el aletiómetro? – preguntó Will. – Dijo unas cosas que no comprendí entonces y que sigo sin comprender ahora. Dijo que la daga sería la muerte del Polvo, pero luego dijo que era el único medio de mantener al Polvo con vida. No lo entiendo, Will. Pero volvió a decir que era peligrosa, lo repitió una y otra vez. Dijo que si nosotros… ya sabes…, lo que yo pensaba… -¿Si vamos al mundo de los muertos?

–Sí, dijo que si hacemos eso quizá no regresemos nunca, Will. Quizá no logremos sobrevivir.

Will no hizo ningún comentario. Los niños siguieron caminando más serios, en busca del arbusto que les había indicado lorek y silenciosos ante la idea del riesgo que correrían.

–Pero tenemos que hacerlo, ¿no? – dijo finalmente Will, interrumpiendo el silencio.

–No lo sé.

–Quiero decir ahora que ya lo sabemos. Tienes que hablar con Roger, y yo con mi padre. No nos queda más remedio que hacerlo.

–Tengo miedo -dijo Lyra.

Will comprendió que jamás se lo habría confesado a nadie. – ¿Te dijo lo que ocurriría si no lo hacemos? – preguntó.

–Vacío, oscuridad… En realidad no lo entendí, Will. Pero creo que se refería a que, pese al peligro, debemos tratar de rescatar a Roger. Desde luego no será como cuando le rescaté de Bolvangar. Yo entonces no sabía muy bien lo que hacía; simplemente fui en su busca y tuve suerte. Quiero decir que hubo mucha gente que me ayudó, como los giptanos y las brujas. Donde ahora tenemos que ir no encontraremos ninguna ayuda. Veo… en mi sueño vi… Ese sitio era… peor que Bolvangar. Por eso tengo miedo.

–Pues lo que a mí me da miedo -dijo Will sin atreverse a mirar a Lyra- es quedarme atrapado en algún lugar y no volver a ver a mi madre.

De pronto evocó una escena que había olvidado: ocurrió cuando era muy pequeño, antes de que su madre empezara a padecer una desgracia tras otra, y estaba enfermo. Su madre había pasado toda la noche sentada a la cabecera de su cama, en la oscuridad, cantando canciones de cuna y contándole cuentos. Y Will sabía que mientras tuviera cerca la querida voz de su madre, estaría a salvo. No podía abandonarla ahora. ¡De ninguna manera! Si era necesario, cuidaría de su madre toda la vida.

–Sí, tienes razón, sería horrible -dijo Lyra con ternura, como si hubiera adivinado sus pensamientos-.

En lo tocante a mi madre no me di cuenta, ¿sabes? Me crié sola. No recuerdo que nadie me acunara ni me hiciera mimos de pequeña. ¡Que yo recuerde, sólo estábamos Pan y yo! No recuerdo que la señora Lonsdale se comportara así conmigo; era la gobernanta del Colegio Jordán, y lo único que le importaba era que yo fuera limpia, y los modales… Pero en la cueva, Will, sentí que mi madre me amaba y cuidaba de mí… Debí de pillar alguna enfermedad, pero ella no dejó de cuidarme. Y recuerdo que en un par de ocasiones me desperté y ella me tenía abrazada… Lo recuerdo con toda claridad, estoy segura… Eso es lo que yo haría si tuviera una hija.

De modo que Lyra no sabía por qué había permanecido dormida durante tanto tiempo. Will se preguntó si debía decírselo él y traicionar ese recuerdo, aunque fuera falso. Y se respondió que no, que decididamente no. – ¿Es ése el arbusto? – preguntó Lyra.

El resplandor de la luna era lo bastante intenso como para poner de relieve cada hoja. Will arrancó una rama, y el fuerte olor a resina quedó adherido a sus dedos.

–Y a esos espías no les diremos una palabra -añadió Lyra.

Los dos niños confeccionaron unos buenos fajos de ramas y los transportaron a la cueva.

La forja en aquel momento, los gallivespianos hablaban del mismo tema. Tras llegar a una recelosa paz con lorek Byrnison, se encaramaron de nuevo al saliente para no estorbar.

–No debemos apartarnos de su lado ni un momento -dijo Tialys, aprovechando el ruido que producía el crepitar de las llamas de la potente fogata-. En cuanto esté reparada la daga, debemos convertirnos en sombra del niño. – Es muy listo. No deja de observarnos -repuso Salmakia-. La niña es más confiada. Creo que podríamos ganarnos su simpatía. Es inocente y cariñosa. Debemos concentrarnos en ella, Tialys. – Pero él tiene la daga. Es el único que puede utilizarla. – No irá a ninguna parte sin esa niña.

–Si él está en poder de la daga, ella tiene que seguirlo. Y creo que en cuanto la daga esté de nuevo intacta, la empleará para trasladarse a otro mundo y librarse de nosotros. ¿No te diste cuenta de que hizo callar a la niña cuando iba a añadir algo más? Tienen un objetivo secreto, muy distinto del que a nosotros nos conviene.

–Ya veremos. Pero creo que tienes razón, Tialys. Debemos permanecer muy cerca del niño a toda costa.

Ambos observaron con cierto escepticismo a lorek Byrnison mientras éste disponía las herramientas de su improvisado taller. Los fornidos trabajadores de las fábricas de material de guerra situadas bajo la fortaleza de lord Asriel, con sus altos hornos y laminadoras, sus forjas ambáricas y prensas hidráulicas, se habrían reído al ver aquella fogata, el martillo de piedra y el yunque, que en realidad era una pieza de la armadura de lorek. No obstante, el oso había calibrado bien la tarea que iba a emprender, y los pequeños espías empezaron a advertir en sus movimientos una eficacia que moderó su desprecio.

Cuando Lyra y Will regresaron con las ramas, lorek les indicó cómo debían colocarlas en el fuego.

Examinó cada rama, volviéndola de un lado y de otro, antes de indicarles cómo colocarlas en un determinado ángulo, o cómo partir un trozo y disponerlo por separado en el borde. El resultado fue un fuego de una extraordinaria potencia que se concentraba en un extremo.

El calor se propagaba por la cueva con gran intensidad. lorek siguió alimentando el fuego y mandó a los niños otras dos veces a recoger leña para asegurarse de que hubiera suficiente hasta concluir la operación.

Luego volvió una pequeña piedra que había en el suelo y pidió a Lyra que buscara más piedras como aquélla. Le explicó que cuando aquellas piedras se calentaran emanarían un gas que rodearía la hoja y la aislaría del aire, pues si el metal candente entraba en contacto con el aire lo absorbería en parte y se haría más frágil.

Lyra se puso a buscar las piedras, y con ayuda de Pantalaimon, en versión lechuza, no tardó en hallar más de una docena. lorek le explicó cómo debía colocarlas y dónde, y le mostró la cantidad exacta de aire que debía crear, utilizando una rama cargada de hojas, para que el gas fluyera de forma regular sobre la pieza que forjaba. lorek puso a Will a cargo del fuego. El oso dedicó varios minutos a darle las precisas instrucciones y a explicarle los principios que debía aplicar. Buena parte del éxito de la empresa dependía de la colocación exacta de la leña, y lorek no podía detenerse a cada momento para corregir su posición. lorek le advirtió además que una vez reparada la daga no tendría el mismo aspecto. Sería más corta, porque cada pedazo de la hoja tenía que solapar un poco el siguiente, a fin de poderlos unir; la superficie quedaría oxidada, de modo que se perderían las aguas del color, y la empuñadura se quemaría un poco. Pero el filo sería igual y la daga no perdería eficacia.

Will observó cómo las llamas devoraban las resinosas ramas, y con los ojos llorosos y las manos chamuscadas fue reponiéndolas hasta que el calor se concentró tal como lorek quería.

Entretanto, el oso picaba y rebajaba una piedra del tamaño de un puño, que había seleccionado tras haber rechazado varias que no tenían el peso adecuado. Fue dándole forma y alisándola con unos golpes tremendos, hasta que el olor a cordita que exhalaba la piedra se sumó al humo que aspiraban los dos espías, los cuales observaban la escena desde el saliente. Incluso Pantalaimon, transformado en cuervo, participaba agitando las alas para avivar el fuego.

Por fin, satisfecho de la forma que había adquirido el martillo, lorek colocó las dos primeras piezas de la hoja de la daga entre la leña que ardía en el centro de la hoguera y ordenó a Lyra que aventara el gas de la piedra sobre ella. Mientras el oso observaba, su rostro alargado y blanco resplandecía a la luz de las llamas. Will vio que la superficie de metal tomaba un color rojo, luego amarillo y por último blanco. lorek no apartaba la vista del fuego, con la zarpa dispuesta para sacar las piedras. Al cabo de unos momentos el metal cambió nuevamente de aspecto; su superficie se tornó reluciente y de ella brotaron unas chispas como si se tratara de fuegos de artificio.

Entonces lorek pasó a la acción. Introdujo la zarpa derecha en la hoguera y sacó rápidamente una pieza tras otra, sosteniéndolas con las puntas de sus grandes garras hasta depositarlas en la plancha de hierro que correspondía a la parte posterior de su armadura. Will percibió el olor a pelo chamuscado, pero lorek no le dio importancia, y con extraordinaria agilidad ajustó el ángulo en el que las piezas se solapaban, alzó su zarpa izquierda y descargó un golpe con el martillo de piedra.

La punta de la daga rebotó sobre la piedra a consecuencia del impacto. Will comprendió que toda su vida dependía de lo que ocurriera en aquel pequeño triángulo de metal, aquella punta que buscaba los espacios en el interior de los átomos. Todo él sentía las oscilaciones de las llamas y el desprendimiento de cada átomo en el entramado de la hoja. Will había supuesto que sólo un horno de tamaño industrial, equipado con los instrumentos más sofisticados, podía forjar esa hoja, pero de pronto se dio cuenta de que aquellos eran los mejores instrumentos y que lorek, gracias a su gran habilidad, había construido la mejor fragua posible. – ¡Mantenlo firme en tu mente! – tronó lorek sobre el fragor del fuego-. ¡Tú también tienes que forjarlo! ¡Tienes que participar conmigo en la tarea!

Will sintió que todo su cuerpo se estremecía bajo los golpes que el oso descargaba con el martillo de piedra. La segunda pieza de la hoja comenzó a calentarse, y Lyra aventó con la rama el gas ardiente para que recubriera ambas piezas y no tuvieran contacto con el aire corrosivo. Will percibía todos los detalles de la operación, sintiendo cómo los átomos de metal se unían entre sí a través de la rotura, formando nuevos cristales, reforzándose y enderezándose en el invisible entramado a medida que se fraguaba la juntura. – ¡El filo! – bramó lorek-. ¡Manten el filo alineado!

Se refería «con la mente» y Will obedeció al instante, percibiendo las infinitesimales desviaciones y la infinitesimal corrección cuando los bordes se ajustaron perfectamente. Una vez que la juntura quedó terminada, lorek pasó a la pieza siguiente.

–Otra piedra -indicó a Lyra, que apartó la primera piedra y puso a calentar una segunda.

Will revisó el fuego y partió una rama en dos para encarar mejor las llamas mientras lorek se aplicaba de nuevo con el martillo. Will comprendió que a su tarea se había sumado una nueva complejidad, pues debía mantener la nueva pieza en una relación exacta con las dos anteriores, y que sólo si lo hacía con extremada precisión lograría ayudar a lorek a recomponerlas.

El oso y los niños continuaron trabajando. Will no tenía ni idea de cuánto tiempo les llevó. Por su parte, Lyra tenía los brazos doloridos, los ojos llorosos, la piel chamuscada y enrojecida y los huesos molidos debido a la fatiga, pero siguió colocando cada piedra tal como le había indicado lorek, y Pantalaimon, pese al cansancio, continuó batiendo las alas sobre las llamas.

Cuando sólo faltaba una última juntura, Will estaba tan agotado por el esfuerzo intelectual que a duras penas pudo colocar la siguiente rama en el fuego. Tenía que comprender cada conexión, de lo contrario la daga no se recompondría. Al llegar a la última y más compleja fase, destinada a fijar la hoja casi terminada en el pequeño trozo que quedaba de la empuñadura, Will era consciente de que si no lograba mantenerla unida con toda su energía mental a las demás piezas, la daga se disgregaría como si lorek nunca la hubiera reparado.

El oso también lo sabía e hizo una pausa antes de empezar a calentar la pieza restante. Miró a Will y éste no vio nada en sus ojos, m la más mínima expresión, sólo un insondable fulgor negro. No obstante, captó su significado: aquello era un trabajo arduo, pero todos cumplían una función igual de importante.

Eso le bastó. Se volvió hacia el fuego y concentró su imaginación en al extremo roto de la empuñadura, haciendo acopio de todas sus fuerzas para afrontar la última y más difícil fase de la tarea.

Así pues, la daga fue forjada entre los tres: Will, lorek y Lyra.

Cuando lorek hubo asestado el último golpe con el martillo, Will percibió el sutil ajuste de los átomos al unirse en el punto de rotura y se desplomó en el suelo de la cueva, totalmente agotado.

Lyra se hallaba muy cerca de él en el mismo estado, con los ojos vidriosos y enrojecidos, el pelo lleno de hollín y humo. lorek tenía la cabeza gacha y su blanco pelaje chamuscado y ceniciento.

Tialys y Salmakia habían dormido por turnos, de forma que uno de ellos estuvo vigilando constantemente. En aquel momento era ella quien estaba despierta mientras él dormía. Cuando la hoja se enfriaba y pasaba del rojo al gris y por fin a un tono plateado, Will alargó la mano hacia la empuñadura. Entonces Salmakia tocó en el hombro a su colega, que se despertó en el acto.

Pero Will no tocó la daga pues aún estaba muy caliente y se habría abrasado la mano. Los espías se relajaron sobre el rocoso saliente.

–Salgamos fuera -dijo lorek a Will. Luego se volvió hacia Lyra y añadió-: Quédate aquí y no toques la daga.

Lyra se sentó junto al yunque, sobre el que se enfriaba la daga, y lorek le ordenó que avivara el fuego y no dejara que se apagara, pues aún quedaba una última operación.

Will siguió al oso hasta la oscura ladera. El impacto del aire glacial en contraste con el horno de la cueva fue instantáneo.

–No debieron haber fabricado esa daga -declaró lorek cuando se hubieron alejado un trecho-. Quizá yo no debí haberla reparado. Estoy lleno de dudas, y eso nunca me había sucedido. La duda es cosa de humanos, no de osos. Si me estoy volviendo humano, eso significa que algo va mal. Y yo lo he empeorado.

–Pero cuando el primer oso forjó la primera pieza de armadura, ¿acaso no fue eso también malo? lorek guardó silencio. Él y Will siguieron caminando hasta llegar a un gran ventisquero. lorek se tumbó, revolviéndose en el suelo y levantando remolinos de nieve en la oscuridad hasta que él mismo parecía hecho de nieve, la personificación de toda la nieve que existía en el mundo.

Cuando hubo terminado se levantó y se sacudió la nieve de encima.

–Sí, tal vez lo fuera -dijo al ver que Will esperaba una respuesta a su pregunta-. Pero antes de ese primer oso acorazado no hubo otros. No sabemos nada sobre épocas anteriores. Fue entonces cuando se implantó la costumbre. Conocemos nuestras costumbres, que son firmes y sólidas y las observamos sin modificarlas. La naturaleza del oso se debilita sin la costumbre, al igual que la carne de oso queda desprotegida sin la armadura. »Pero creo que al reparar esa daga he transgredido la naturaleza del oso. He sido tan insensato como lofur Rakinson. El tiempo lo dirá. El caso es que estoy preocupado y lleno de dudas. Quiero que me aclares una cosa: ¿por qué se rompió la daga?

Will se frotó la cabeza con ambas manos para aliviar su jaqueca.

–La mujer me miró y creí que tenía el rostro de mi madre -respondió, tratando de recordar la experiencia con la máxima sinceridad-. La daga chocó contra algo que no pudo traspasar, y como mi mente la dirigía hacia delante y hacia atrás, se partió. Creo que fue así como sucedió. La mujer sabía lo que hacía, de eso estoy seguro. Es muy lista.

–Cuando hablas de la daga, hablas de tu madre y tu padre. – ¿De veras? Sí… supongo que sí. – ¿Qué vas a hacer con ella?

–No lo sé. lorek se abalanzó sobre Will y le dio un zarpazo tan violento que lo hizo rodar sobre la nieve hasta que por fin se detuvo a mitad de la ladera, completamente aturdido. lorek descendió lentamente hasta donde se hallaba Will, que intentaba ponerse de pie.

–Dime la verdad -le espetó.

Will se sintió tentado de decir: «No te habrías atrevido a pegarme de haber tenido yo la daga en la mano.» Pero sabía que lorek lo sabía, y sabía que él lo sabía, y que habría sido una descortesía y una estupidez decir eso, aunque estuvo a punto de hacerlo.

Will se contuvo, hasta que se levantó y miró a lorek a la cara.

–Te he dicho que no lo sé -replicó, tratando de no perder la compostura-, porque no tengo las ideas claras sobre lo que voy a hacer. Sobre lo que eso significa. Me da miedo. Y a Lyra también. De todos modos, en cuanto me expuso su plan acepté. – ¿De qué se trata?

–Queremos bajar a la tierra de los muertos y sacar al fantasma de Roger, el amigo de Lyra, que murió en Svalbard. »Pero estoy en un dilema, porque también quiero volver y cuidar de mi madre, y por otra parte el ángel Balthamos me dijo que fuera a ver a lord Asriel y le ofreciera la daga, y creo que tiene razón…

–El ángel huyó -comentó lorek.

–No era un guerrero. Hizo lo que pudo. No era el único que estaba asustado; yo también lo estoy. Así que debo pensar las cosas con calma. A veces no hacemos lo debido porque lo indebido parece más peligroso, y no queremos demostrar que estamos asustados, de modo que hacemos algo que está mal simplemente porque es peligroso. Nos preocupa más no demostrar nuestro miedo que actuar con tino. Es muy duro. Por eso no te he respondido.

–Entiendo -contestó el oso.

Ambos guardaron un rato de silencio, que a Will se le antojó muy largo porque no iba protegido contra aquel frío polar. Pero lorek aún no había terminado y Will se sentía algo débil y aturdido debido al golpe que éste le había propinado, de modo que no se movieron.

–Me he arriesgado en muchos sentidos -dijo el oso rey-. Es posible que por querer ayudarte haya precipitado la destrucción definitiva de mi reino. Pero también es posible que no, y que la destrucción se hubiera producido de todas formas; puede que yo la haya postergado. Así que como ves estoy preocupado por hacer cosas impropias de un oso y dudar y especular como un humano. »Y te diré más. Tú ya lo sabes, pero no quieres reconocerlo. Por eso voy a decírtelo sin rodeos, para que no te confundas. Si quieres triunfar en tu misión, debes dejar de pensar en tu madre. Tienes que dejarla de lado. Si no te concentras en la tarea, la daga se romperá. »Ahora me despediré de Lyra. Espera en la cueva, porque esos espías no te perderán de vista, y no quiero que escuchen cuando hablo con ella.

Will no sabía qué decir, pero la emoción le atenazaba el pecho y la garganta.

–Gracias, lorek Byrnison -fue cuanto atinó a decir.

Will subió con lorek por la ladera hasta la cueva, donde el fuego despedía aún un cálido resplandor en la inmensa oscuridad. lorek llevó a cabo la última operación para reparar la sutil daga. La depositó entre las relucientes brasas hasta que la hoja estuvo candente. Will y Lyra vieron un centenar de colores que se arremolinaban en las humeantes profundidades del metal, y cuando lorek calculó que había llegado el momento indicado, ordenó a Will que tomara la daga y la hundiera de inmediato en la nieve que se había acumulado frente a la cueva.

El mango de palisandro estaba chamuscado y renegrido, pero Will se envolvió varias veces la mano en una camisa y siguió las instrucciones de lorek. Will sintió en el silbido y el vapor que emanaba la daga que todos los átomos se habían ensamblado a la perfección y que había recuperado su acerado filo y sus excepcionales cualidades.

Pero presentaba un aspecto distinto, tal como le había advertido lorek. Era más corta y menos elegante, y cada juntura estaba cubierta por una superficie plateada y opaca. Parecía lo que era: un objeto herido.

Cuando se hubo enfriado, Will la guardó en la mochila. Luego se sentó, sin prestar atención a los espías, a esperar el regreso de Lyra. lorek condujo a la niña a un lugar situado más arriba de la cueva, donde dejó que ésta se refugiara entre sus descomunales brazos; Pantalaimon, transformado en ratón, reposaba junto a su pecho. lorek se inclinó sobre ella y le acarició con el hocico sus manos chamuscadas y sucias.

Sin decir una palabra comenzó a lamerlas, aliviando con su lengua el escozor de las quemaduras.

Lyra suspiró. Nunca se había sentido tan a salvo como en aquellos momentos.

Después de haberle limpiado el hollín y la suciedad de las manos, lorek habló. Lyra sintió las vibraciones de su voz en la espalda. – ¿Qué es ese plan de visitar la tierra de los muertos, Lyra Lenguadeplata?

–Se me ocurrió en un sueño, lorek. Vi al fantasma de Roger y comprendí que me llamaba… ¿Te acuerdas de Roger? Bueno, pues después de que te marcharas lo mataron, creo que por culpa mía.

Pienso que debería terminar lo que comencé, que debo ir y pedirle perdón, y rescatarlo de ese lugar si puedo. Si Will puede abrir una ventana al mundo de los muertos, debemos hacerlo.

–Poder no es lo mismo que deber.

–Pero si puedes y debes, no hay excusa para no hacer una cosa.

–Mientras estás vivo, tu deber es seguir vivo.

–No, lorek -replicó Lyra-, nuestro deber es cumplir las promesas que hagamos, por difíciles que sean. ¿Sabes una cosa? En el fondo estoy muerta de miedo. Ojalá no hubiera tenido nunca ese sueño, ojalá que a Will no se le hubiera ocurrido que podíamos utilizar la daga para ir allí. Pero las cosas son como son, y no hay vuelta de hoja.

Lyra notó que Pantalaimon estaba temblando y le acarició con sus manos doloridas.

–Lo malo es que no sabemos cómo llegar allí -continuó la niña-. No lo sabremos hasta que lo intentemos. ¿Y tú qué piensas hacer, lorek?

–Regresaré al norte, con mi pueblo. No podemos vivir en las montañas. Incluso la nieve es distinta.

Creí que podíamos vivir aquí, pero es más fácil para nosotros vivir en el mar, aunque haga calor. Ha sido una experiencia provechosa. Creo además que van a necesitarnos. Presiento que habrá guerra, Lyra Lenguadeplata; lo huelo, lo percibo en el ambiente. Antes de venir aquí hablé con Serafina Pekkala y me dijo que iba a ver a lord Faa y a los giptanos. Si estalla una guerra, nos necesitarán.

Lyra se incorporó, emocionada al oír los nombres de sus viejos amigos. Pero lorek no había terminado.

–Si Will y tú no encontráis la forma de salir del mundo de los muertos -prosiguió-, no volveremos a vernos, porque yo no tengo un fantasma. Mi cuerpo permanecerá en la tierra, y pasará a formar parte de la misma. Pero si ambos logramos sobrevivir, en Svalbard siempre te recibiremos con el calor y los honores dignos de una amiga, y a Will también. ¿Te ha contado lo que ocurrió cuando nos encontramos?

–No -respondió Lyra-, sólo me dijo que ocurrió junto a un no.

–Me plantó cara. Yo creía que no existía nadie que se atreviera a hacerlo, pero ese renacuajo es muy atrevido y muy listo. No me gusta el plan que te has propuesto, pero me consta que ese chico es la única persona que velará por ti. Sois tal para cual. Que te vaya bien, Lyra Lenguadeplata, mi querida amiga.

Incapaz de articular palabra, Lyra le rodeó el cuello con los brazos y sepultó la cara en su espeso pelaje.

Al cabo de un minuto lorek se levantó y apartó delicadamente a Lyra. Luego dio media vuelta y se alejó en la oscuridad. Lyra enseguida perdió de vista su silueta al confundirse con la blancura de la nieve, pero tal vez porque tenía los ojos inundados de lágrimas.

Cuando Will oyó sus pasos en el camino, les dijo a los espías:

–Mirad, aquí está la daga. No voy a utilizarla. No os mováis de aquí.

Al salir halló a Lyra frente a la cueva, llorando. Pantalaimon, que estaba a su lado, se había transformado en un lobo que alzaba el hocico hacia el negro firmamento.

Ella no dijo palabra. La única luz venía del pálido reflejo de los restos de la hoguera sobre la nieve, que a su vez se reflejaba en las mejillas húmedas de Lyra, y las lágrimas de la niña se reflejaban en los ojos de Will, de forma que todos aquellos fotones les unían en un silencioso entramado. – ¡Le quiero tanto, Will! – musitó Lyra con voz entrecortada-.

Y parecía tan viejo y triste… Ahora todo recaerá sobre nosotros, ¿verdad, Will? No podemos apoyarnos en nadie más, sólo en nosotros mismos. Pero somos muy jóvenes… Si el pobre señor Scoresby está muerto y lorek es viejo… Tendremos que seguir adelante sin depender de nadie.

–Lo conseguiremos -dijo Will-. No pienso mirar de nuevo atrás. Podemos hacerlo. Ahora debemos dormir un rato, pero si permanecemos en este mundo podrían aparecer esos girópteros que han encargado los espías. Así que abriré ahora mismo una ventana y buscaremos otro mundo donde dormir, y si los espías vienen con nosotros, no importa. Ya nos libraremos de ellos más adelante.

–Sí -convino Lyra, pasando el dorso de la mano por la nariz y frotándose los ojos empañados de lágrimas-. Lo haremos así. ¿Estás seguro de que la daga funciona? ¿La has probado?

–Sé que funcionará.

Seguidos por Pantalaimon, convertido en un tigre para disuadir a los espías, al menos eso esperaban, Will y Lyra regresaron a la cueva y tomaron sus mochilas. – ¿Qué hacéis? – preguntó Salmakia.

–Nos vamos a otro mundo -respondió Will, sacando la daga. Notó que estaba intacta de nuevo; hasta ese momento no había reparado en lo mucho que la quería.

–Pero tenéis que esperar a los girópteros de lord Asriel -protestó Tialys con tono áspero.

–No vamos a esperarlos -replicó Will-. Si os acercáis a la daga, os mataré. Podéis venir con nosotros si queréis, pero no podéis obligarnos a quedarnos aquí. Nos vamos. – ¡Nos mentiste!

–No -terció Lyra-. Mentí yo. Will no miente. No pensasteis en eso. – ¿Pero adonde vais?

Sin responder, Will tentó el aire y cortó una abertura en la penumbra.

–Esto es un error -observó Salmakia-. Deberíais daros cuenta y hacernos caso. No habéis pensado.

–Claro que hemos pensado, y mucho -replicó Will-. Mañana os lo contaremos. Podéis acompañarnos al lugar adonde nos dirigimos o regresar con lord Asriel.

La ventana daba a un mundo al que él había escapado con Baruch y Balthamos, y donde había dormido a salvo: una inmensa y cálida playa en la que crecían unas plantas parecidas a heléchos detrás de las dunas.

–Dormiremos aquí -dijo Will-. Es un buen sitio.

Cuando todos hubieron pasado, Will cerró enseguida la ventana. Mientras él y Lyra se acostaban allí mismo, rendidos, lady Salmakia se dispuso a montar guardia, y el caballero abrió su resonador de magnetita y empezó a componer un mensaje en la oscuridad.