CAPÍTULO 8
Mucho tiempo de práctica, y cierta habilidad natural, permitían a Stephen Maturin hacer mentalmente un informe semioficial bastante largo y memorizar una versión en clave, de modo que no había ningún peligro de que el mensaje quedara escrito en papel después de enviar esa versión. Eso requería una excepcional capacidad de recordar, pero él tenía una excepcional capacidad de recordar y, además, había aprendido a desarrollarla desde su infancia porque, en buena medida, estudiar significó para él memorizar, hasta el punto de que podía repetir la Eneida completa. Por otra parte sabía de memoria la clave secreta con la que se escribía con sir Joseph Blaine, el jefe del servicio secreto de la Armada.
Entonces comenzó:
Con la ayuda de Dios, querido Joseph, creo que el principio de la misión es muy prometedor y la situación es muy estimulante, pues todo está sucediendo a un ritmo extremadamente rápido, de ensueño. En primer lugar, me presentaron al general Hurtado, un antiguo caballero de la orden de Malta que, a pesar de ser militar está a favor de la independencia, en parte porque Carlos IV trató groseramente a su padre, pero sobre todo porque el actual virrey y su predecesor le parecen hombres sin clase, advenedizos, los cuales no son raros de encontrar en España. Su animadversión aumentó cuando el actual virrey le envió una carta en que omitió el tratamiento de excelencia que Hurtado merece por cortesía. Pero lo inesperado es que Hurtado se opone totalmente a la esclavitud y es pobre, a pesar de tener un puesto de mando del que la mayoría de los oficiales se han retirado con muchas riquezas, suficientes para usar como lastre de los barcos que les llevaron de regreso a España. Respecto al odio a la esclavitud, lo comparte con algunos de mis amigos que también eran caballeros de la orden de Malta, y creo que empezó cuando estuvo en las galeras de la orden; respecto al trato grosero del rey, lo que ocurrió fue que se refirió a su padre diciendo mi pariente en vez de mi primo, como merecía ser tratado por su rango, y Hurtado nunca olvidará la ofensa porque es muy orgulloso.
En realidad, fue gracias a los caballeros de la orden de Malta que pudimos establecer una relación muy cordial, pues a pesar de que nuestros encuentros, desde el punto de vista político, fueron excelentes desde el principio, adquirieron un aspecto diferente a causa de que teníamos numerosos amigos comunes en la orden y a que estábamos de acuerdo con el plan de Sierra Leona para el establecimiento de los esclavos liberados, que ambos suscribimos.
La primera vez cabalgamos por el yermo que se extiende más allá de los campos irrigados alrededor de Lima. A estas excursiones las llaman cacerías, y en los días festivos los ciudadanos en mejores condiciones físicas recorren a caballo el desierto rocoso en busca de un animal casi mítico que, según dicen, se parece a una liebre y huye de las pocas cosas que se mueven allí, generalmente de un pájaro paseriforme de color oscuro que no es comestible y que me parece que pertenece a una subespecie enana del Sturnus horridus. Recogí tres insectos para usted, de los que solamente puedo decir que pertenecen a los pentámeros. Me asombra que incluso estas criaturas tan diminutas puedan vivir en el terreno desolado que atravesamos. El general tuvo más suerte, pues derribó una hermosísima golondrina, la Sterna ynca de Suárez. Supongo que el ave cambió de ruta y se alejó del río para ir directamente a algún lugar cercano a la costa donde había más peces, pero, como eso casi nunca había ocurrido, el general sintió una gran satisfacción y dijo que no podía haber mejor presagio del éxito de nuestros encuentros.
Un buen presagio siempre es bienvenido, y si no fuera presuntuoso por mi parte diría que apenas tengo dudas de que nuestras conversaciones den buenos resultados, puesto que tres de los eclesiásticos de más alto rango y cuatro gobernadores ya se han comprometido con nosotros, junto con las personas que representan. Además, los oficiales al mando de los regimientos que tendremos que movilizar son bastante corruptos y tenemos bastantes fondos; sin embargo, tendrán que guardar las formas y usar la persuasión y cierta violencia antes de claudicar. El viernes vamos a tener una reunión preliminar sin esos caballeros para acordar los detalles de los pagos y para decidir si debemos invitar a Castro a la reunión principal el viernes. En estos momentos le están sondeando discretamente en el propio palacio, que está vacío porque el virrey se ha ido apresuradamente para el norte de Perú para reprimir una revuelta. Se fue con las tropas de palacio y algunas más poco después de que me reuniera con el último de los amigos nuestros que quedaban en Lima, y ya lleva diez días de viaje.
No podía haber llegado en mejor momento, cuando el virrey estaba a punto de irse de la capital con sus más fieles amigos, cuando ya se había ganado el odio de muchos criollos y de buena parte del Ejército, cuando el deseo de independencia se había intensificado, cuando el terreno ya estaba en cierto modo abonado. Tal vez hubiera sido mejor empezar con Chile, donde Bernard O'Higgins (un familiar allegado de nuestro vicario general) tiene muchos seguidores, pero dada la situación actual y las instrucciones que he recibido directamente creo que podremos tener mucho éxito aquí. Es cierto que el tiempo es sumamente importante, pues hay que coordinar bien el movimiento de tropas, las declaraciones y la creación de un comité peruano que presente un fait accompli, un sólido fait accompli, al virrey a su regreso, de manera que todos estos movimientos se hagan correctamente y haya una fuerza aplastante en la ciudadela. Afortunadamente, el general Hurtado tiene un extraordinario sentido del tiempo y es un oficial muy competente, el más competente del Ejército español.
Me gustaría mucho comunicarle los resultados de la reunión principal, o al menos de la preliminar, pero dentro de poco tengo que irme a las montañas a caballo y los mensajeros que llevarán esta carta a la costa atlántica partirán antes de que yo regrese. ¿Podría hacerme el favor de enviar la hoja adjunta a Hampshire?
En el papel en cuestión escribió:
Cariño mío:
Hago apresuradamente estos garabatos para enviaros a las dos todo mi cariño desde el último puerto en que he hecho escala. También quiero decirte que todos estamos bien excepto el pobre Martin, que ha tenido que regresar a Inglaterra por problemas de salud. Si Dios quiere, recibirás esta nota antes de que llegue, así que, por favor, dile a su esposa que estoy convencido de que se recuperará.
Este clima es muy agradable, porque la suave brisa atenúa el calor; sin embargo, me han asegurado que aquí no llueve nunca jamás, y aunque hay niebla y humedad en el invierno eso no es suficiente para mitigar la esterilidad casi absoluta del desierto, ya sea rocoso o arenoso, que se extiende a lo largo de la costa, donde la ausencia de vida animal y vegetal es casi total. Pero he conseguido satisfacer una de mis mayores ambiciones: he visto el cóndor. Seguramente te alegrará saber que ya he recogido siete ejemplares de ratón de especies diferentes (uno que vive en el corazón del desierto, cinco que habitan en la periferia y uno que encontré haciendo su nido entre mis papeles). Pero gracias a los ríos, que, naturalmente, se nutren de las nieves de los picos de la lejanas montañas y por tanto son más caudalosos en verano, hay una fauna y una flora importantes en los campos regados por ellos y en los valles. Lo que más deseo ver es la gran montaña, con sus plantas y sus animales tan diferentes a los del resto del mundo. En este momento tengo puestas las botas y las espuelas para iniciar un viaje a unas montañas de altura moderada. Mi mula está en un patio cercano y sobre el arzón hay un poncho, un trozo de tela rectangular con un agujero en el medio por donde tendré que meter la cabeza cuando llegue a los cinco o seis mil pies.
Que Dios te bendiga, amor mío. Por favor, da un beso a Brigit de mi parte.
Se echó hacia atrás, pensando con ternura en su esposa, Diana, una joven de gran empuje, y en su hija, a quien no había visto, aunque se la imaginaba llevando ya un vestido, caminando e incluso hablando. Una vez más su reloj interrumpió el hilo de su pensamiento, pero le hubiera servido mejor de guía si le hubiera dado cuerda la noche anterior. Dobló los papeles, los llevó al despacho privado de Gayongos y repasó de nuevo las instrucciones para el viaje.
—No tiene pérdida —dijo Gayongos—, pero quisiera que pudiera llegar antes del anochecer. Va a salir con más de tres horas de retraso.
Stephen agachó la cabeza y no le quedó más remedio que admitirlo.
—Sopla un viento muy fuerte que le dará en la cara —añadió Gayongos.
Entonces condujo a Stephen por una intrincada serie de pasillos y establos hasta llegar al patio donde estaba la mula. Era un animal grande e inteligente que comprendió qué destino llevaban después de las primeras dos o tres veces que dobló por las calles de Lima. Sin necesidad de guiarla, salió por la puerta de la ciudad situada tras el convento de Misericordia, y tomó un camino que iba a las montañas en dirección nordeste y bordeaba el río de aguas turbulentas, cuyo caudal era ahora grande y aumentaba día a día en esa estación.
Aunque el viernes y el sábado el camino se llenaría de gente que iba al santuario de Nuestra Señora de Huenca, ahora no estaba muy transitado y después de pasar los campos irrigados lo estaba menos. La mula movía al mismo tiempo las dos patas del mismo lado, dando largos pasos, y Stephen se sentía cómodo sentado en su lomo. En la ribera del río había bastantes aves y ocasionalmente algún reptil atravesaba el camino; por otra parte, con frecuencia se veían grandes insectos en los bosquecillos de algarrobos. Una parte de su mente intentaba recordarlos, pero, a pesar de que el fuerte viento del este y el polvo le impedían verlos con claridad, nunca se detuvo ni sacó su catalejo de bolsillo porque la otra parte pensaba en la posibilidad, mejor dicho, la probabilidad de que en ocho días o menos su misión alcanzaría el éxito. El proyecto había madurado tan rápidamente, por sus excelentes relaciones con Hurtado y O'Higgins (y, sobre todo, por la partida del virrey), que había perdido el control que generalmente tenía sobre sus emociones y ahora estaba muy excitado. Con frecuencia había visto esto en sus colegas, pero advertirlo en él mismo le desconcertaba.
Una vez más, reflexionó sobre los diversos pasos que debía dar: reemplazar ciertos regimientos por otros, convocar a todos los seguidores incondicionales, crear un comité, hacer una proclamación y repartir armas rápidamente para dominar los tres puentes más importantes. Cuando los repasó en orden le parecieron muy simples, y el corazón le empezó a latir tan fuerte que podía oírlo. No obstante, conocía un poco la mentalidad de los militares, sobre todo de los militares españoles, y también la de los conspiradores españoles, y en el pasado había visto que diversas acciones que parecían simples pero tenían que llevarse a cabo forzosamente en cierto orden habían fracasado por falta del sentido del tiempo, por falta de eficiencia o por rivalidades latentes.
Deseaba no haber usado un tono tan seguro, casi presuntuoso, al escribir a Blaine. Desde tiempos inmemoriales, los hombres pensaban que era una imprudencia, e incluso una irreverencia, desafiar al destino, y las antiguas generaciones no se debían menospreciar. El sistema que le parecía fiable en su juventud (con reforma universal, cambios universales y felicidad y libertad universales) había terminado en algo muy parecido a un régimen tiránico y opresor universal. Las antiguas generaciones no se debían menospreciar, y una firme creencia de los marineros, la de que el viernes era un día de mala suerte, tal vez era menos absurda que una convicción de los enciclopedistas, la de que todos los días de la semana podían volverse felices mediante la aplicación de un sistema enciclopedista de leyes.
Enrojeció al recordar su momentánea debilidad y volvió a pensar en Hurtado. El general tenía algunas ideas absurdas, como estar siempre elegante (siempre llevaba puestas las medallas de las tres órdenes a las que pertenecía) y dar gran importancia a la ascendencia. Le gustaba más hablar de sus antepasados, desde Guifredo el Velloso y hasta su abuela materna, que hablar de las cuatro batallas en que había alcanzado la victoria al frente de las tropas o de las otras en que había luchado con el mismo cargo. No obstante, en todas las demás cuestiones no sólo era muy sensato, sino que demostraba tener una mente extraordinariamente aguda. Era un hombre activo, un organizador nato y un eficiente aliado en una misión como ésa. Por sus aptitudes, su reconocida honestidad, su buena reputación en el Ejército y su influencia en todo Perú, era el más valioso amigo que Stephen podría haber encontrado.
Pasó muchos mojones blancos y muchas cruces que recordaban a los muertos en terremotos, accidentes o asesinados. Desde hacía algún tiempo, la mula subía la cuesta mirando de un lado al otro y sin la misma determinación, y en ese momento, mirando significativamente a Stephen, dobló al llegar a los últimos algarrobos. En ese punto el camino estaba a bastante distancia del Rimac, cuyas aguas se oían borbotear cerca del desfiladero, pero una pequeña corriente tributaria pasaba por entre los árboles, y tanto Stephen como la mula bebieron mucho.
—Eres un buen animal y tienes muy buen carácter —dijo Stephen—. Te voy a quitar la silla porque confío en que no harás ninguna tontería.
La mula se echó al suelo y se dio la vuelta agitando las patas. Mientras Stephen estaba sentado a la sombra del muro que rodeaba un algarrobo (cada uno tenía alrededor un muro como el de un pozo), la mula estuvo comiendo la poca hierba que había en el bosquecillo. Stephen comió pan con buen queso peruano y vino peruano, y mientras comía pensó en las niñas, en cómo habían pedido disculpas al día siguiente —Sarah había dicho: «Señor, venimos a pedirle perdón por nuestra embriaguez y mal comportamiento», y Emily había dicho: «Por nuestra embriaguez y pésimo comportamiento»— y en lo que dijeron al señor Wilkins bajo la cubierta, que él oyó desde la proa, adonde Pullings y Adams le llevaron porque estaban negociando con unos comerciantes que querían comprar el Alastor. Las oyó decir, alternándose: «Sí, señor, y después de la misa». «Había un órgano. ¿Sabe lo que es un órgano, señor?» «Subimos, con el doctor y el padre Panda a un coche grande tirado por mulas con arneses morados.» «Había una plaza con una dama sobre una columna en medio.» «La columna tenía cuarenta pies de altura.» «Y la dama era de bronce.» «Tenía una trompeta y de ella salía agua.» «Y también salía de ocho cabezas de león.» «De doce cabezas de león.» «Estaba rodeada de seis enormes cadenas de hierro.» «Y de veinticuatro cañones de doce libras.» «Una vez los comerciantes pavimentaron dos calles con lingotes de plata.» «Pesaban diez libras cada uno.» «Tenían aproximadamente un pie de largo, cuatro pulgadas de ancho y tres de profundidad.»
Casi había terminado de comer cuando sintió la respiración de la mula en la nuca. Entonces el animal bajó su larga cabeza con grandes ojos y, delicadamente, cogió de la rodilla el último pedazo de pan que quedaba, que era un trozo de corteza.
—Eres una mula muy dócil —dijo Stephen.
Por la docilidad del animal, la tranquilidad con que se dejó poner la silla y su paso decidido, Stephen se formó una buena opinión de su dueño, el vicario general, un hombre austero en todos sus actos. El nombre de la mula era Josefina.
Stephen montó en ella. Fuera del bosquecillo había mucho más viento y el camino era sinuoso y ascendía flanqueado por numerosos cactus altos como columnas y con muchas ramas y apenas nada más que otros cactus más pequeños con espinas aún más puntiagudas. Era la primera vez que Stephen cabalgaba por un país extranjero prestando tan poca atención a su alrededor, y aunque en ocasiones había tenido una posición destacada e incluso había dirigido asuntos de mucha importancia, era la primera vez que tantas cosas dependían de su éxito y que el momento decisivo iba a llegar tan rápidamente. Ni siquiera advirtió la presencia de dos frailes descalzos, a pesar de que la mula había dirigido las orejas hacia ellos a un cuarto de milla de distancia de allí. Casi tropezó en un recodo con ellos, que al oír el ruido de cascos se habían detenido y, con las barbas flotando en el aire, miraban hacia atrás. Se quitó el sombrero, los saludó y siguió adelante. Y cuando llegaba a otro recodo del camino, que ahora se elevaba aún más sobre el valle y el río, oyó:
—Vaya con Dios.
Se encontró con varios grupos de indios que bajaban de las altas zonas de pasto y el camino llegó a un puerto donde el viento, que ahora era frío, soplaba con mucha fuerza. Antes de atravesarlo, llevó a Josefina hasta un lugar más bajo y menos expuesto al viento, donde otros viajeros habían hecho hogueras con los pocos arbustos que podían encontrar. En aquel lugar, que según sus cálculos estaba a unos cinco mil pies, le dio al animal la otra barra de pan, lo que no era un gran sacrificio, porque una inexplicable angustia le había quitado el apetito. Luego se puso el poncho, una pieza de ropa sin mangas y más cómoda que una capa. El cielo todavía tenía un color azul claro, pero ya no estaba oculto por el polvo. Al volverse pudo ver una hilera de colinas, la llanura medio velada por donde el Rimac corría hacia el inmenso Pacífico, el litoral tan bien definido como en un mapa y, más allá de Callao, se perfilaba la isla de San Lorenzo, con el sol justo detrás, a sólo dos horas del horizonte. No podía ver ningún barco en el puerto, pero a poca distancia más abajo vio en el camino a un grupo de hombres a caballo, un grupo bastante numeroso que seguramente se dirigía al monasterio de San Pedro o al de San Pablo, que estaban situados en otras montañas lejanas y a los que acudían muchos hombres, especialmente militares, para hacer retiro espiritual.
El poncho era muy cómodo. Después de pasar el puerto, el camino, que descendía hasta un valle tras el cual había una hilera de montañas aún más altas, era muy fácil. Pero eso no duró mucho, pues pronto empezó a ascender otra vez. Stephen subió milla tras milla, y a veces la cuesta era tan empinada que desmontaba y seguía caminando junto a la mula. El terreno poco a poco se volvía más rocoso.
—Debería haber estudiado más geología —murmuró Stephen, pues a la derecha, más allá del desfiladero, en la ladera de una montaña se veía brillar bajo el sol de la tarde una franja roja que contrastaba con la masa rocosa gris que estaba debajo y la negra que estaba encima—. ¿Será pórfido?
Arriba y arriba. Había menos aire ahora y Josefina respiraba con dificultad. Antes de cruzar el extremo del valle, pasaron junto a un hombre con una capa y un caballo que parecía haber perdido una herradura o haberse clavado una piedra. No pudo saberlo porque el hombre sacó al animal cojeando del camino y se puso detrás de él en un lugar donde no podía oír. Mucha más importancia tenía para él que al otro lado el camino, gracias a Dios, volvía a descender; sin embargo, se sintió decepcionado, y tal vez también la mula, porque no estaba ante el último valle sino ante el preludio de otra cadena aún más alta, y el camino volvía a ascender.
La angustia que Stephen sentía aumentó por otro motivo: la idea de que la noche le sorprendería allí. Ya el sol estaba muy por debajo de ellos, había oscuridad en la parte más baja del valle y el cielo, por el oeste, tenía un color violeta.
Pasó otra media hora, una media hora muy difícil en la que Josefina rebuznaba mientras avanzaba, y llegaron a donde empezaba otra cadena y el camino se bifurcaba en dos estrechos senderos. El de la derecha iba al monasterio benedictino de San Pedro y el de la izquierda al monasterio dominicano de San Pablo. Stephen se protegió los ojos del viento con la mano y pudo ver los dos claramente, a un palmo de la oscuridad de la noche que iba ascendiendo.
Sin la más mínima vacilación, Josefina tomó el sendero de la derecha, y Stephen se alegró. Respetaba la austeridad de los dominicos, pero sabía a qué extremo llegaba la religiosidad de los españoles y no quería compartir tal austeridad esa noche.
—No me habría parecido tan lejos si no hubiera pasado tanto tiempo en la mar —dijo en voz alta—. Pero la verdad es que estoy destrozado. ¡Qué alegría saber que tendré una buena cena, una copa de vino y una tibia cama!
La mula, que notó su alegría y quizás entendió también el significado de sus palabras, avanzó con más brío.
Aún había cierta luz, pero estaba oscureciendo con rapidez cuando llegaron al monasterio. Fuera de los grises muros, delante de la puerta, había una alta y solitaria figura dando paseos de un lado al otro. La mula corrió las últimas cien yardas, dando débiles relinchos, pues no podía más, y luego pasó el hocico repetidamente por el hombro del vicario general. El rostro del padre O'Higgins, tan serio y adusto como el de la mayoría de los religiosos irlandeses, adquirió una expresión alegre, que aún conservaba cuando se volvió hacia Stephen, que ya había desmontado, y le preguntó si había tenido buen viaje y si no le había parecido largo con ese viento tan inoportuno.
—En absoluto, padre —respondió Stephen—. Si no hubiera estado navegando hasta hace poco y mis piernas no hubieran estado tan poco acostumbradas a caminar en tierra firme, no me hubiera parecido muy largo, sino todo lo contrario; especialmente con una mula que sabe subir montañas tan bien como Josefina. Que Dios la bendiga.
—Que Dios la bendiga-dijo el padre O'Higgins, dando palmaditas en el lomo a la mula.
—Pero el viento me preocupa por los que están en la mar; nosotros podemos encontrar refugio, pero ellos no.
—Muy cierto, muy cierto —dijo el sacerdote, y se oyó el aullido del viento al pasar por encima de los muros del monasterio—. ¡Pobrecillos! Que Dios les acompañe.
—Amén —dijo Stephen, y entró.
* * *
Tradicionalmente, en San Pedro completas duraba mucho, y cuando el coro de monjes aún cantaba Nunc dimittis, despertaron a Stephen y le condujeron por diversos pasillos a la parte trasera de la capilla. El canto gregoriano, con su monotonía y su impersonalidad, despertó la mente adormilada de Stephen y, al otro lado de la puerta trasera el frío viento del este la despejó por completo.
El camino que tomaron él y los otros, con faroles en la mano y formando una fila, llevaba a un estrecho paso entre montañas y luego a una alta meseta bastante fértil y con excelente pasto, según anunciaron a Stephen. Finalmente conducía a una cabaña que generalmente usaban los pastores. Por lo que decían en voz baja quienes estaban delante y detrás de él, Stephen supo que algunos hombres había llegado después que él e incluso después que se acostara. Al poco rato vio una fila de faroles bajar de San Pablo, y los dos grupos se reunieron enseguida. Los que reconocían a un amigo le saludaban muy bajo, discretamente, y luego iban a sentarse en los bancos. Había poca luz y estaba muy alta.
Primero hubo una larga plegaria, cantada por el viejo prior de los capuchinos de Matucana, y Stephen se sorprendió porque no sabía que aquel movimiento tuviera una base tan amplia como para que los franciscanos se reconciliaran con los dominicos. Los debates no le interesaban mucho. Había muchos elementos a favor de la admisión de Castro, pero también muchos en contra, y él no conocía lo suficiente a Castro ni a los que hablaban a favor o en contra como para formarse una opinión válida ni le parecía que su admisión tuviera importancia. El apoyo o la oposición a un personaje tan ambiguo no importaba mucho, ahora que las fuerzas armadas estaban a punto de actuar.
Escuchó los argumentos en general, a veces dormitando, a pesar de que el banco sin respaldo era un incómodo asiento para su exhausto cuerpo. Por fin escuchó con alivio la voz de Hurtado, una voz fuerte característica de los militares, diciendo:
—No, caballeros, no es bueno. No se puede confiar en un hombre que espera a ver qué pasa para estar de un bando o de otro. Si tenemos éxito, se unirá a nosotros; si no, nos denunciará. Recuerden a José Rivera.
Stephen pensó: «Parece que esto resolverá la cuestión. ¡Estupendo!».
Poco después una fila se dirigió a San Pedro y otra a San Pablo, iluminadas por la asimétrica luna, lo cual era conveniente porque con un viento tan fuerte no se podía confiar en los faroles.
De nuevo en su querida cama, oyó remotamente los cantos de prima. Después uno de los hermanos indios le trajo una palangana con agua caliente. Luego fue a misa temprano y desayunó en el pequeño refectorio, entre el vicario general, que le saludó amablemente a pesar de ser callado (sobre todo por las mañanas), y el padre Gómez, que no era callado, aunque podría haberlo sido, a juzgar por su rostro impasible, típico de los indios (parecía un emperador romano moreno). El padre Gómez bebió gran cantidad de mate de un cuenco hecho de calabaza seca y dijo:
—Estimado amigo, sé que es una pérdida de tiempo tratar de apartarle del café. Sin embargo, permítame darle estos albaricoques secos de Chile.
Después de beber otro cuenco, prosiguió:
—Recuerdo que usted dijo que deseaba conocer la gran montaña y algunas de las grandes construcciones incas. Naturalmente, ésta no es la gran montaña, ni una puna, pero es bastante elevada, y mi sobrino vendrá esta mañana para ver una de nuestras granjas de llamas. Si el tiempo no fuera tan desapacible, podría enseñarle parte de la región. Le hablé de usted la última vez que nos vimos y me rogó que se lo presentara. Juntó las manos y exclamó: ¡Por fin conoceré a alguien que podrá hablarme de las aves del Pacífico Sur!
—Con mucho gusto le diré lo poco que sé —dijo Stephen—. Pero no me parece que el tiempo sea tan malo.
—A Eduardo tampoco se lo parecería —dijo el padre Gómez—. Es un gran cazador y escala las montañas con nieve o hielo. Es de hierro. Ha subido a Pinchincha, Chimborazo y Cotopaxi.
* * *
Rara vez Stephen había sentido un afecto tan repentino por un nuevo amigo como el que sentía por Eduardo. Sin duda, siempre había simpatizado con los jóvenes afables, sencillos y sinceros que había conocido, pero en Eduardo esas raras cualidades iban acompañadas de un gran interés por los seres vivos, desde las aves hasta los reptiles e incluso las plantas, y un profundo conocimiento de los que habitaban en su inmenso e inmensamente diverso país. Pero, obviamente, Eduardo no era muy joven, porque no podría haber acumulado tanta experiencia en pocos años; sin embargo, conservaba la franqueza, la modestia y la simplicidad que a menudo desaparece con los años. Además, hablaba el español con fluidez, con un agradable acento y usando arcaísmos, lo que a Stephen le recordó el inglés que se hablaba en las antiguas colonias del norte, aunque en la pronunciación de Eduardo no se encontraban sonidos metálicos como en Boston.
Se sentaron en el claustro con la espalda apoyada en el muro que daba al este, y Stephen le contó todo lo que sabía del albatros, especialmente sobre su vuelo, que no era poco, porque en la isla Desolación se había sentado con ellos durante horas en el lugar donde anidaban, a veces levantándolos para mirar de cerca los huevos. Entonces Eduardo le habló con entusiasmo del guácharo, un singular pájaro que había descubierto en una enorme cueva cerca de Cajamarca, en los Andes. La cueva era realmente grande, pero apenas lo suficiente para albergar a todos los guácharos que intentaban entrar, así que algunos se quedaban fuera. Fue uno de ésos el que Eduardo encontró un mediodía, dormido en el lugar más oscuro que había podido encontrar, en el hueco de un árbol caído. Era un pájaro aproximadamente del tamaño de un cuervo, marrón y gris y con motas blancas y negras, un poco parecido al chotacabras y la lechuza, con grandes alas y de vuelo rápido. Era un ave nocturna y sólo se alimentaba de frutos secos, semillas y frutas.
—Me asombra usted —exclamó Stephen.
—Yo también estaba sorprendido —dijo Eduardo—. Pero así es. En cierta época del año, la gente del pueblo sube a la cueva, coge a todos los pájaros jóvenes que encuentra, que son como bolas de grasa, y los derriten para obtener aceite, un aceite transparente que usan para las lámparas y para cocinar. Me enseñaron un caldero y varios tarros rebosantes de aceite, y se asombraron de mi ignorancia. Me metí hasta el final de la cueva con un sombrero de ala ancha que me protegiera de los excrementos, y las aves chillaban y arrullaban por encima de mi cabeza; tanto, que me parecía estar en medio de un enorme enjambre de gigantescas abejas y el ruido apenas me dejaba pensar. Vi un pequeño bosque de árboles enanos que necesitan poca luz y que nacieron de las semillas que dejaron.
—Por favor, hábleme de los huevos —rogó Stephen, que consideraba ése un punto importante para la taxonomía.
—Son blancos y no tienen brillo, como los de la lechuza, y tampoco tienen un extremo puntiagudo. Pero los ponen en un nido redondo muy bien hecho de… ¿Qué pasa? —preguntó a un hermano que estaba cerca de allí.
—Un caballero quiere ver al doctor —respondió el hermano.
Entregó a Stephen una tarjeta y Stephen se excusó.
—Está ante la puerta, con su caballo —le informó el hermano.
Había por allí dos o tres personas que respondían a esa sucinta descripción, y Stephen tuvo que esforzarse para distinguir a Gayongos, que se había puesto un uniforme militar, un bigote y un gran sombrero, lo que le sorprendió porque era raro ponerse un disfraz cuando se estaba a ese nivel en el servicio secreto; sin embargo, tenía que admitir que a pesar de no ser profesional, era efectivo. El caballo que Gayongos sujetaba era robusto y tenía espuma en la boca, lo que indicaba claramente que había subido por el camino a gran velocidad.
—Un hombre llamado Dutourd ha llegado a Lima desde Callao —dijo en voz baja cuando ya paseaban el caballo de un lado al otro—. Va por todas partes diciendo que cuando era prisionero en la Surprise le maltrataron y le robaron, que el capitán Aubrey no es lo que parece, que la Surprise no es un barco corsario sino de Su Majestad y que usted es probablemente un espía británico. Se ha reunido con varios miembros de la misión francesa y les arengó en el abarrotado café de Julibrissin hasta que se sintieron molestos y se fueron. Luego contó la historia de una república ideal. Crea mucho alboroto y, aunque no habla muy bien español, se le entiende bastante. Dice que es estadounidense y que tenía un barco corsario que navegaba con bandera de su país.
Stephen se preguntó cómo habría podido escapar, y enseguida se le ocurrió la probable respuesta.
—Es un fastidio —dijo a Gayongos—. Podría haber provocado inconvenientes o incluso un desastre si hubiera llegado antes, pero ahora no tiene mucha importancia. Ni los franceses ni nadie le tomarán nunca en serio ni se comprometerán con alguien tan exaltado y locuaz. Es un estúpido y no es capaz de mantenerse callado. Pero creo que las cosas han avanzado demasiado para que sus arrebatos las afecten. Piense que cualquier queja que presente tendrá que ser considerada por las autoridades civiles, pero dentro de unas veinticuatro horas un gobierno militar estará en el poder y hasta que se proclame la independencia no habrá autoridades civiles.
—Sí —convino Gayongos—, eso creo yo, pero pensé que debería decírselo. ¿Cómo fue la reunión?
—Decidieron no admitir a Castro.
Gayongos asintió con la cabeza y, con una expresión preocupada, volvió a montar.
—¿Qué debo hacer con Dutourd? —preguntó—. ¿Quiere que mande eliminarle? Forma mucho alboroto.
—No —respondió Stephen sonriendo—. Denúnciele a la Inquisición. Es un hereje.
Gayongos no estaba acostumbrado a bromear, y no respondió con una sonrisa cuando partió hacia San Pablo, entre una lluvia de guijarros y una nube de polvo, para dar a su viaje otro cariz. El polvo se dispersó por el oeste, mucho más despacio de lo que lo hubiera hecho pocas horas antes.
—Hacen el nido de barro —continuó Eduardo y, mientras Stephen asimilaba esto, preparó una bola de hojas de coca, le pasó la bolsa de cuero y añadió—: El viento está disminuyendo de intensidad.
—Así es —dijo Stephen, mirando hacia un grupo de gente que acababa de entrar en el claustro, seguramente peregrinos que ahora empezaban a llegar a los dos monasterios—. Espero que su viaje a la granja de llamas no sea demasiado duro.
—¡Oh, no! Pero le agradezco su interés. Estoy acostumbrado a cabalgar por las montañas, incluso por la más alta, y por las punas, pero confieso que es muy raro que de este lado de la cordillera haya este viento tan fuerte en esta época del año. Me encantaría que perdiera un poco de fuerza (y parece que así será, a juzgar por el aspecto del cielo), porque de esa forma podría convencerle para que viniera al menos hasta Hualpo, nuestra principal granja de llamas.
—Fortalecido por las hojas de coca, no dudaría en partir dentro de quince minutos —dijo Stephen—. En cuanto mi cuerpo asimile sus beneficiosas propiedades, podré soportar tranquilamente el embate del viento con el pecho descubierto. No tardará mucho. Ya puedo notar la falta de sensibilidad en la laringe. Pero primero, por favor, hábleme de la llama. Lamentablemente, no conozco esa familia ni he visto nunca un ejemplar vivo, sino solamente algunos huesos.
—Bueno, señor, sólo hay dos especies salvajes. Una es la vicuña, un animal pequeño y de pelo largo y anaranjado que vive en lugares muy altos, cerca de donde está la nieve, aunque a veces vemos algunas por encima de Hualpo. La otra es el guanaco, que, a pesar de que se encuentra con más frecuencia en Chile, incluso hasta en la Patagonia, también vemos a veces allí… ¿Dónde estaría el puma si no fuera por el guanaco? Y puede domesticarse con más facilidad que la vicuña. Pero ambos son los antepasados de la llama y la alpaca. La llama se cría para usarla como animal de transporte y de carga; la alpaca, un animal más pequeño que mantenemos en lugares más altos, se cría sólo por la lana. Las dos dan muy buena carne, desde luego, aunque algunos dicen que no es tan buena como la de cordero. En mi opinión, el cordero…
Tosió, se sacudió la nariz y se preparó otra bola de hojas de coca. Para cualquiera que le hubiera escuchado atentamente, era obvio que el inca (Eduardo tenía pura sangre inca) consideraba la oveja una desafortunada importación española.
Esto se advirtió mejor más tarde, cuando cabalgaban en dirección este para atravesar la meseta. Al rodear una colina llena de altos cactus con muchas ramas, que Stephen ya conocía, vieron un rebaño de ovejas pastando en una resguardada hondonada y moviéndose hacia el mismo lugar. Eduardo, que había recorrido unas cuantas millas hablando animadamente, contando a Stephen que había encontrado un oso de hocico blanco en un bosque de coca y señalando muchas aves pequeñas —esa región, aunque tenía pocos árboles, era muy distinta del desierto de la costa—, dejó de tener una expresión alegre al ver que todas las ovejas corrían en la misma dirección.
—¡Ovejas! —exclamó indignado—. ¡Vaya nombre que tienen!
Se puso los dedos en la boca y dio un silbido que las hizo correr aún más deprisa. Los indios pastores salieron de detrás de las rocas. Uno de ellos, con los perros, reunió las ovejas, mientras los otros corrían en dirección a los caballos gritando en tono de queja. Pero Eduardo continuó cabalgando y tardó varios minutos en recuperar su alegría. Entonces describió el lago de Chinchaycocha, a poca distancia al este pero más arriba, pues se encontraba situado a trece mil pies. Estaba rodeado de carrizales y poblado de numerosas aves acuáticas.
—Por desgracia, sólo sé el nombre en quechua, la lengua de mi pueblo, y no he encontrado descripciones científicas, con los nombres, el género y la especie en latín. Por ejemplo, hay un espléndido ganso que llamamos huachua que tiene las alas de color verde oscuro mezclado con violeta…
La meseta terminaba en amplias terrazas que conducían a un río situado más abajo. Esa región era mucho más rica, pues había franjas de tierra sembradas de quinua, una especie de las quinopoidáceas, y varios campos de cebada rodeados por muros de piedra. Había también gran cantidad de piedras formando varios montones y una oveja descarriada al borde de uno de los campos.
—Otra vez las ovejas —dijo Eduardo en tono desaprobatorio.
Muy lejos, a la derecha del río, había un poblado indio, pero Eduardo giró a la izquierda. Entonces, con cierta angustia, le dijo a Stephen que, aunque la colina del otro lado parecía más alta, no lo era ni estaba más lejos, y que la granja de llamas se encontraba justo al otro lado de la cima, aunque era un lugar un poco bajo para las llamas, y que por ese sendero llegarían mucho más rápido.
Y así fue. Pero a Stephen le costó mucho; jadeaba y tenía que concentrarse mucho para poder guiar la mula por el rocoso sendero y seguir los rápidos pasos de Eduardo lo mejor posible, lo que tenía como consecuencia que se perdiera la explicación referente a varias pequeñas aves y plantas y una lagartija. Además, los insectos atravesaban el sendero y no los recogía ni los examinaba. Subían muy próximos al muro situado al este. Podían oír el viento por encima de sus cabezas, pero sólo notaban algunos ocasionales remolinos, y los rayos de sol todavía traspasaban el escaso aire. Cada vez que Eduardo se daba cuenta de que se había adelantado más de unas pocas yardas, se detenía y tosía o se sacudía la nariz, y ésa fue la primera vez que Stephen notó que un joven modificaba su paso por consideración a su edad. Cogió otra bola de hojas de coca, inclinó la cabeza y se miró los pies. Aunque lo que le había dicho a Gayongos era sensato, el maldito Dutourd había logrado meterse en su mente, hasta el nivel justamente inferior al consciente, y le había provocado una absurda ansiedad. Aunque el ejercicio físico le ayudaba a combatirla y las hojas de coca tenían un efecto tranquilizador, no se dio cuenta de que había llegado a la cima hasta que una ráfaga de viento le dio de lleno, y entonces la angustia dio paso a un gran interés en el presente.
—Ya llegamos —dijo Eduardo.
En efecto, habían llegado. Había grandes construcciones de piedra en otra elevación, corrales y distantes rebaños. Una niña india que estaba montada en una llama se bajó, se acercó corriendo a Eduardo y le besó en las rodillas.
Stephen fue conducido a un granero bastante grande y tomó asiento en un haz de leña cubierto de una hierba parecida al galio. Luego le trajeron un cuenco con mate y una pajita de plata. Los indios era muy corteses, pero no le sonreían, lo mismo que le había ocurrido con los pocos indios que había conocido hasta entonces, y le parecía que formaban un pueblo triste, poco sociable y reservado. Por eso se asombró al ver que, a pesar del profundo respeto que le tenían a Eduardo, al verle pusieron una expresión alegre e incluso dejaron escapar risas, que nunca había oído. Eduardo sólo se dirigía a ellos en quechua, que hablaba con fluidez, y de antemano había pedido disculpas por ello a Stephen, explicándole que la mayoría de los indígenas no sabía español y que algunos lo sabían pero preferían ocultarlo.
Pero ahora, volviéndose hacia Stephen, habló en español:
—Señor, permítame mostrarle un guanaco que está ahí fuera. Es el antepasado salvaje de la llama, como usted recordará, pero este ejemplar fue cazado muy joven y es muy dócil.
—Es un hermoso animal —dijo Stephen, mirando al esbelto animal de color ocre y vientre blanco, que mantenía erguido su largo cuello y devolvía la mirada sin miedo—. Y medirá unos doce palmos.
—Doce palmos exactamente, señor. Y aquí viene por el sendero nuestra mejor llama. Su nombre en quechua significa nieve inmaculada.
—Un animal aún más hermoso —dijo Stephen, volviéndose para observar la delicadeza con que caminaba la llama al lado de un niño indio, meciendo la cabeza.
Apenas puso atención a la llama, intentando calcular su altura y su peso, cuando el guanaco, reuniendo sus energías, dio un salto hacia delante con las dos rodillas dobladas y, asestándole un golpe por debajo de los omóplatos, le hizo caer boca abajo.
Entre el griterío recogieron a Stephen y le sacudieron el polvo y se llevaron al guanaco tirándole de las orejas. Y mientras tanto, la llama permaneció impasible y con una mirada despectiva.
—¡Madre de Dios! —exclamó Eduardo—. Lo siento mucho. Estoy avergonzado.
—No es nada, no es nada —dijo Stephen—, sólo una tonta caída sobre la hierba. Vamos a ver cómo está la llama.
La llama permaneció inmóvil mientras se acercaban. Miraba a Stephen de forma muy parecida a la del guanaco y cuando estuvo muy cerca le escupió en la cara con muy buena puntería y abundante saliva.
Se formó otro griterío, pero sólo Eduardo parecía realmente apenado. Mientras le lavaban y secaban, Stephen vio en el fondo a dos niños indios que se partían de risa.
—No sé qué decir —intentaba disculparse Eduardo—. Estoy desolado, desolado. La verdad es que a veces les hacen eso a las personas que los molestan, y a los hombres blancos aunque no los molesten, y debería haberme acordado, pero después de estar hablando un rato con usted me olvidé de su color.
—¿Le importaría darme un poco de mate? —preguntó Stephen—. Es una bebida muy refrescante.
—Enseguida, enseguida —respondió Eduardo.
Luego, cuando regresó con, el cuenco, dijo:
—Justo detrás de ese pico tan alto es donde tenemos las alpacas. Desde allí a veces puede verse una manada de vicuñas, y a menudo las pequeñas aves trepadoras que llamamos pitos. No está muy lejos y pensaba llevarle hasta., allí, pero creo que es demasiado tarde y que tal vez esté harto de las llamas y su familia.
—¡No, en absoluto, en absoluto! —exclamó Stephen—. Pero es cierto que no debo llegar tarde al convento.
Durante el descenso, Eduardo se ponía más triste a medida que perdían altura. Sus ánimos bajaban a la vez que la pendiente. Cuando pararon a descansar entre las piedras cubiertas de musgo que otro gran desprendimiento de tierra había arrastrado, como consecuencia del más reciente terremoto, Stephen, para distraerse, dijo:
—Me alegro de haber visto a su gente tan contenta. Según mi corta experiencia en Lima y sus alrededores, tenía la falsa impresión de que eran malhumorados y tristes.
—Un pueblo al que le han quitado sus costumbres y sus leyes, cuya historia y cuya lengua han sido ignoradas y cuyos templos han sido saqueados y derribados, tiene motivos para ser malhumorado y triste —dijo Eduardo y, después, recobrándose, añadió—: No digo que ésta sea la situación de Perú, y creo que sería una herejía negar los beneficios de la verdadera religión. Lo que digo es que eso es lo que piensan los indios más obstinados, que probablemente hagan secretamente los antiguos sacrificios… Por favor, no se mueva —agregó en tono enfático, señalando con la cabeza el otro lado del valle, por donde las terrazas y los campos llegaban hasta el río. En la montaña había una bandada de cóndores que volaban en círculo, pero no a gran altura. Stephen los observó y tres de ellos se posaron en las rocas—. Si dirige su pequeño catalejo al borde del campo de cebada, en la mitad de la pendiente, verá la oveja descarriada —susurró Eduardo.
Stephen apoyó el catalejo en el espacio que había entre dos rocas, lo enfocó de modo que viera el borde del campo de cebada y lo movió hasta que pudo ver un bulto blanco, aunque estaba oculto casi por completo por un puma que lentamente se comía la oveja.
—A menudo hacen eso —explicó Eduardo—. Los cóndores vienen poco después que el puma ha matado su presa, pues parece que le vigilan cuando va de un lado a otro, y esperan a que se llene y se retire a un lugar resguardado para bajar. Pero el puma no soporta ver que los cóndores se la comen y sale corriendo y ellos suben. Entonces él come un poco más, se retira y ellos regresan. Mire, ahora se va.
—Nuestros buitres son más discretos —dijo Stephen—. Esperan horas, mientras que estas aves vienen enseguida. ¡Dios mío, cómo comen! No quisiera habérmelo perdido por nada del mundo. Gracias, estimado Eduardo, por enseñarme el puma, esa admirable bestia.
* * *
Durante la vuelta hablaron de lo ocurrido teniendo en cuenta hasta el más mínimo detalle, como el ángulo exacto que formaban las primarias de los cóndores y su extensión cuando se posaban en las rocas, el movimiento de la cola, la expresión de disgusto del puma cuando regresó por tercera vez y se encontró con que sólo quedaba un montón de grandes huesos. Llegaron al monasterio en un tiempo razonable, pero roncos, pues hablaban casi gritando para poderse oír porque el viento, aunque estaba disminuyendo de intensidad, todavía era muy fuerte. Cenaron con muchas más personas en el gran refectorio, y Stephen se retiró a su celda tan pronto como acabó la oración para dar gracias a Dios.
No comió mucho y bebió menos. Ahora no tenía sueño (otro de los efectos comunes de masticar coca), pero eso no le disgustaba porque podía pensar en todo lo que había pasado ese día. Lamentaba haber oído la noticia de la llegada de Dutourd, inoportuna pero sin importancia, pero estaba satisfecho del resto. Al mismo tiempo seguía el cántico de los monjes. Ese monasterio benedictino era muy riguroso y separaba maitines de laudes, por lo que la primera se rezaba a medianoche, haciendo el servicio religioso realmente largo, con el nocturno entero, las lecciones y el tedéum, y la segunda se rezaba de manera que el salmo del medio coincidiera con la salida del sol.
Estaba medio dormido, pensando en Condorcet, un hombre mucho más corpulento que Dutourd, pero que seguía tontamente al estúpido y sinvergüenza de Rousseau, cuando oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo. Sin embargo, ya estaba completamente despierto cuando entró Sam con una vela.
Estaba a punto de hacer un comentario al estilo de los del capitán Aubrey, como, por ejemplo: «¡Ah, has venido hasta el monasterio, Sam!», cuando notó la gravedad de su rostro y dejó de sonreír.
—Discúlpeme por despertarle, señor, pero el padre O'Higgins quiere hablar con usted.
—Naturalmente —dijo Stephen—. Por favor, alcánzame los calzones. Como ves, me acuesto con camisa.
* * *
—Doctor —le saludó el vicario general, levantándose y acercándole una silla—, ¿sabe que hay aquí una misión francesa clandestina que ayuda a los independentistas?
Stephen asintió con la cabeza.
—Recientemente se ha unido a ella o, mejor dicho, ha intentado unirse un hombre exaltado y locuaz que ha provocado su descrédito y, según creo, que hayan decidido abandonar el país. Además, él ha asegurado que es usted un espía británico. Es cierto que el Santo Oficio le ha apresado por decir en público blasfemias como las que Condorcet dijo, pero Castro se ha aprovechado del asunto para congraciarse con el virrey. Habla del «oro de los extranjeros herejes» y ha mandado a un grupo a protestar delante del consulado británico y a otro a romper las ventanas de la casa donde estaban los franceses. Hasta que el virrey regrese no puede hacer nada más, y el general Hurtado probablemente le eliminará mañana, es decir, le hará guardar silencio. Pero no hemos podido encontrar al general en Lima ni en casa de su hermano. No le veremos hasta la reunión de mañana a mediodía, y aunque creo que es una debilidad por mi parte, estoy preocupado. Un hombre como Castro es capaz de hacer mucho daño, y creo que fue un error rechazarle. Le digo todo esto porque quiero que tome medidas por si estuviéramos en lo cierto.
Stephen hizo los pertinentes comentarios y dijo:
—Por lo que respecta al rechazo de un hombre que no es de fiar, me parece que posiblemente esté usted equivocado. Nunca podríamos haber confiado en él y, por otra parte, él hubiera llegado a estar en posesión de muchos nombres.
Volvió a su celda con varias plumas, tinta y un montón de hojas de papel, y mientras andaba reflexionó sobre la imprudencia de sus palabras. Pasó el resto de la noche escribiendo, y al amanecer, todavía sin sueño, dobló los papeles, se los metió en el pecho y entró en la capilla para oír el benedictus.
* * *
Al final de la mañana, gran número de personas empezaron a llegar a los dos monasterios, entre ellas muchos peregrinos que llegaban pronto para la ceremonia y algunos miembros de la liga, que, en general, permanecían silenciosos y se lanzaban ansiosas miradas. Habían mandado a algunos mensajeros a apostarse en el camino para interceptar al general Hurtado y entregarle una carta comunicándole las actividades de Castro para que se preparara para tranquilizar a todos en la reunión y tomar medidas decisivas inmediatamente.
Pero el general no acudió. En su lugar apareció Gayongos, demacrado, con aspecto más viejo y aturdido. Entonces le dijo a Stephen, al vicario general, al padre Gómez y a Sam que Hurtado, muy alterado, había dicho que por los rumores del oro de los extranjeros por todas partes y el ambiente cargado de corrupción, como hombre de honor no podía pensar en realizar ninguna acción más en ese momento.
No perdieron tiempo en protestas. Stephen preguntó si era posible que Castro se apoderara de la fragata.
—Naturalmente que no, antes que el virrey regrese —dijo el padre O'Higgins—. Y aun después es bastante improbable. Pero es posible que se aventure a ordenar que le arresten con cualquier pretexto, así que debe irse a Chile. He escrito una carta para que se la entregue a mi paisano Bernardino, que le llevará a Valparaíso, donde podrá subir a bordo de la fragata.
—Eduardo le enseñará el camino —dijo el padre Gómez y, sonriendo, añadió—: Con él no correrá peligro.
Stephen se volvió hacia Gayongos y preguntó si algunos de los fondos se habían transferido.
—No —respondió Gayongos—. Aparte de varios miles, sólo se han emitido letras para el Gobierno provisional. El oro se iba a distribuir mañana por la tarde.
—Entonces, por favor, reténgalos en la forma en que sea más fácil transferirlos hasta que reciba instrucciones —ordenó Stephen. Después se volvió hacia Sam y dijo—: Padre Panda, aquí tiene una brevísima nota para el capitán Aubrey. Llegará muy pronto, y estoy seguro de que usted podrá explicarle las cosas mejor que yo.
Todos se estrecharon las manos. Gayongos, en la puerta, dijo:
—Siento mucho que haya sufrido una decepción. Por favor, acepte este regalo.
Cuando entregó un sobre a Stephen, por sus mejillas resbalaron silenciosas lágrimas, algo asombroso en su demacrado rostro terminado en una gran papada.