CAPÍTULO 6
— Consiento en dejarte, pero totalmente en contra de mi voluntad —dijo Stephen, sentado en la cabina del Franklin.
—Eres muy amable y te agradezco que digas eso, pero hemos pasado por esto muchas veces antes y tengo que decirte que no tienes elección —sentenció Jack, mostrando cierta obstinación—. Debes ir a Callao con los demás, tan pronto como todo esté listo.
—No me gusta cómo tienes el ojo ni la pierna —dijo Stephen—. Y en cuanto a la herida del cuero cabelludo, aunque es espectacular, no es muy importante. Creo que te dolerá durante unas semanas ya ambos lados el pelo se te pondrá blanco una o dos pulgadas, pero creo que no debes preocuparte, no tendrás complicaciones.
—Aún me hace sentirme aturdido o irritable a veces —dijo Jack y después, pretendiendo hacer un esfuerzo por cambiar deliberadamente de tema, añadió—: Si Sam sube a bordo, aunque no es muy probable porque no tendría motivos, o tal vez no esté todavía en Perú, por favor, transmítele mi cariño y dile que espero llevar el Franklin hasta allí y que me gustaría mucho que comiera con nosotros. Por ahora, si sube a bordo, lo que dudo, también quiero que le preguntes, por favor, qué podemos hacer con los negros que encontramos en el Alastor. No son marineros ni son útiles para nada. Pero como eran esclavos y Perú es un país donde hay esclavitud, no quiero dejarles en la costa; podrían capturarles y venderles. Me desagrada mucho la idea porque, por el hecho de estar en un barco inglés, según creo ahora son hombres libres. No sé cómo esto se puede armonizar con el comercio de esclavos, pero así es como yo interpreto la ley.
—Tienes razón. Hubo un caso en Nápoles en que varios esclavos subieron a bordo de un barco de guerra y se envolvieron en la bandera y nunca les entregaron. Se puede desobedecer la ley y hay muchos tratantes de esclavos navegando, aunque ilegalmente, pues el Gobierno abolió ese despreciable tráfico.
—¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Dónde estábamos nosotros en 1807? —Pensó en ese año durante un rato y recordó un viaje tras otro—. ¡A propósito! —dijo después—. Voy a mandar a Callao a los franceses que no quieren continuar con nosotros y a los que no tienen habilidad para ser marineros. Les prometí que les pagaría allí, ¿recuerdas? Y, ahora que lo pienso, hay un francés en este barco —añadió refiriéndose al Franklin, pues ahora estaban sentados en la gran cabina de éste, adonde Jack se había cambiado—, un hombre que fue ayudante de un boticario en Nueva Orleans, que quiere quedarse. Tal vez te sería útil, pues te faltan ayudantes. Creo que a Martin le ayudó mucho.
—Entonces deberías dejarle contigo —le recomendó Stephen.
—No —respondió Jack—. Killick, bajo tus órdenes, me ha atendido desde antes de la paz. El hombre se llama Fabien. Te lo mandaré. —Stephen sabía que discutir sería inútil y no dijo nada. Jack continuó—: Mandaré a un grupo, a todos los que quieran ir.
—Pero no mandarás a Dutourd, ¿verdad? —preguntó Stephen.
—Pensé en hacerlo —contestó Jack—. Me mandó una nota muy cortés pidiéndome permiso para despedirse, agradeciéndonos nuestra amabilidad y comprometiéndose a no volver a navegar.
—Desde mi punto de vista, eso podría resultar imprudente.
Jack le miró y comprendió que tenía que llevar el asunto con inteligencia, y asintió con la cabeza.
—¿Tienes que hacer objeciones al traslado de alguien más? —preguntó—. Adams te enseñará la lista.
—No, amigo mío —respondió Stephen, y miró hacia la puerta que se abría.
—Con su permiso, señor —dijo Reade—. El capitán Pullings le presenta sus respetos y dice que todo está preparado.
—El doctor irá enseguida —respondió el capitán Aubrey.
—Dentro de cinco minutos —aseguró el doctor Maturin. Le levantó la venda del ojo a Jack y luego examinó la herida producida por la pica—. Debes jurarme por Sophie que soportarás que Killick te cambie la venda de las dos heridas y les aplique las correspondientes lociones y pomadas antes del desayuno, de la comida y antes de acostarte. Le he dado instrucciones precisas. Júralo.
—Lo juro —dijo Jack, levantando la mano derecha—. Estará insoportable, como de costumbre. Stephen, por favor, dale las gracias a Martin encarecidamente. Fue muy generoso por su parte venir a la cubierta para sepultar a nuestros hombres. No había visto nunca a un hombre tan cerca de la muerte: huesudo, con las mejillas hundidas y de color mortecino. Apenas podía sostenerse en pie.
—No era solamente por la debilidad, sino porque ha perdido la noción del equilibrio. Y no creo que la recupere. Debe dejar de navegar.
—Eso me dijiste. Dejar de navegar… ¡Pobre hombre, pobre hombre! Pero lo comprendo. Sin duda, debe volver a su casa. Bueno, amigo mío, tu lancha está enganchada desde hace un siglo. Estarás mucho mejor solo durante un tiempo. Creo que en los últimos días he sido como una piedra en el zapato.
—No, en absoluto, al contrario.
—En cuanto a Dutourd, Adams responderá a su nota diciendo que lamento no poder concederle su petición y que debe permanecer a bordo del Franklin. También le presentará mis respetos, por supuesto, y le hablará del alojamiento. Una última cosa, Stephen. Discúlpame la indiscreción, pero, ¿tienes idea de cuánto tiempo tendrás que quedarte en tierra para terminar tus asuntos?
—Si no terminan en un mes, no podrán terminar —respondió Stephen—. Pero dejaré un mensaje en el barco. Que Dios te bendiga.
* * *
Las embarcaciones no iban a separarse hasta que el sol estuviera muy bajo, en primer lugar porque el capitán Aubrey tenía que hablar largamente a los otros capitanes y redistribuir los tripulantes, y en segundo porque quería engañar a un barco que se encontraba lejos por el oeste, una posible presa. Quería que el distante barco creyera que formaban un convoy que avanzaba sin prisa hacia el sur, con destino a Callao, hablando frecuentemente entre sí con tranquilidad, así que no pensaba dar la señal para separarse hasta que fuera imposible ver las juanetes del barco incluso desde la cruceta del palo mayor.
Pero mucho antes de eso, el doctor Maturin tuvo que cumplir con su deber como cirujano de la fragata. Después de volver a la Surprise, permaneció un rato junto al coronamiento mirando la alineación de los barcos. El Alastor tenía pocos tripulantes, pero con los mástiles intactos y la jarcia casi completamente libre de estorbos; el ballenero estaba en un estado muy parecido; el Franklin ahora tenía el bauprés reparado con palos del barco de cuatro mástiles. Formaban una espectacular hilera de vergas y velas, el tipo de cola con que la Surprise, la depredadora fragata, había llegado a menudo a varios puertos.
—Perdone, señor —dijo Sarah, justo detrás de él—. Padeen pregunta si va a tardar mucho. Después de un momento le tiró de la chaqueta y, alzando la voz, repitió—: Perdone, señor. Padeen quiere saber si tardará mucho y espera que no, por el amor de Dios.
—Voy contigo, nena —dijo Stephen, recobrando la sensatez—. Creí oír un león marino.
Bajó a la enfermería, todavía bastante maloliente a pesar de que había dos mangas de ventilación y de no estar tan llena como en los primeros días que siguieron a la batalla, cuando los pacientes yacían por todas partes del sollado y apenas podía pasar entre ellos. Padeen, su ayudante, que era uno de los hombres más amables que habían salido de Munster y nada le había restado humanidad, estaba llorando junto a un tripulante del Alastor. El marinero se había caído del coy y, con el brazo destrozado, estaba en el suelo medio metido debajo de otro y se agarraba con todas las fuerzas a una anilla cada vez que intentaban ayudarle. Estaba fuera de sí no sólo por el terrible fin de la batalla y el horrible futuro que le esperaba, sino también porque la fiebre le había hecho perder el juicio que le quedaba. Pero lo que no pudo conseguirse con la amabilidad, la cautela y la fuerza de Padeen, ni con los argumentos de las niñas, lo consiguió el doctor Maturin con su serena autoridad. Cuando el marinero estuvo otra vez en su coy, amarrado y con la herida vendada, Stephen empezó su agotadora ronda. Había pocos supervivientes del Alastor, y de esos pocos ya habían muerto tres a consecuencia de las heridas. La mayoría de los restantes eran prisioneros y no habían participado en la batalla porque se habían escondido sin armas en la bodega de proa.
Todos los demás eran sus compañeros de tripulación, marineros con quienes simpatizaba y había hecho muchos viajes, y en algunos casos les conocía desde que habían entrado en la Armada. El enorme corte que le habían hecho a Bonden con un sable, que tan angustiosamente habían cosido, parecía curarse bien; sin embargo, en otros casos le parecía que sería necesaria una extirpación, y pensaba en eso y en los riesgos con mucha pena, acrecentada por el hecho de que los marineros confiaban plenamente en sus poderes y le estaban muy agradecidos por el tratamiento.
Fue una ronda agotadora, y debía ir seguida de una visita a las pequeñas cabinas de la proa, donde dormían los suboficiales. Como el señor Smith, el condestable, no estaba a bordo del Franklin, Stephen había puesto al señor Grainger en su cabina porque era más apropiada para un hombre herido que la suya en la popa. Ahora se dirigía allí acompañado por Sarah, que sostenía una palangana, gasa y vendas, y cuando atravesaron por la parte donde la luz del día proyectaba sombras formando recuadros oyeron en la cubierta el grito:
—¡Dé la señal de separarnos, señor!
Entonces Pullings respondió:
—Entendido, con todo respeto.
—Señor, ¿puedo subir a mirar? —preguntó Sarah.
—Muy bien —dijo Stephen—, pero deja la palangana y las gasas y ve despacio.
Los barcos se separaron con la inevitable calma que tenían las despedidas en la mar, despacio al principio, manteniéndose a corta distancia; pero si uno se distraía unos momentos mirando un pájaro o un alga flotando en el mar, notaba después que la distancia había aumentado a una milla y ya no podía distinguir las caras de sus compañeros. Y con aquel cálido viento del sur, los barcos que navegaban en dirección opuesta se separaban a quince o dieciséis nudos incluso sin tener desplegadas las juanetes.
El Franklin, al mando del capitán Aubrey navegaba en dirección oeste para intentar mantener apartado al enemigo hasta que supiera que la Surprise había llegado a puerto, que se había preparado para pasar por el cabo de Hornos, que las presas se habían entregado y, sobre todo, que Stephen había terminado todo lo que tenía que hacer y estaba listo para regresar a Inglaterra. Tenía fundadas esperanzas de que el Franklin pudiera enviar presas allí de vez en cuando, pero si no fuera así, tenía una lancha del Alastor con aparejo de goleta que podría enviar desde alta mar para llevar mensajes o traer provisiones y noticias desde Callao.
La Surprise, al mando del capitán Pullings, hizo rumbo al sudeste para dirigirse a Perú, cuyas montañas ya podían verse desde los topes y cuya corriente fría en dirección norte ya estaba presente. Detrás de ella navegaban las dos presas, a dos cables de distancia una de otra.
El sol se puso cuando el Franklin aún se veía en el horizonte y dejó tras sí el cielo dorado, que tenía un aspecto tan hermoso que a Stephen se le hizo un nudo en la garganta. Sarah también estaba emocionada, pero no dijo nada hasta que bajaron otra vez.
—Rezaré siete avemarías todos los días hasta que volvamos a verles.
El contramaestre fue su primer paciente. Había abordado el Alastor completamente borracho y, cuando subía a la cofa del mayor persiguiendo a dos enemigos, había caído en el combés encima de un montón de armas. Era un amasijo de cortes y quemaduras, pero lo que le mantenía alejado de su trabajo era una distensión en una pierna que se había golpeado con una jareta. Ahora estaba borracho otra vez y se esforzaba por ocultar su estado hablando lo menos posible, con sumo cuidado y tratando de proyectar su respiración hacia abajo. Le cambiaron las vendas de las heridas y Sarah le trató con menos ternura de lo habitual porque detestaba a los borrachos. Su desaprobación llenó la pequeña cabina, y el contramaestre se puso nervioso y, como si quisiera aplacarla, esbozó una sonrisa estereotipada. Cuando terminaron de vendarle, Sarah regresó a la enfermería y Stephen fue a ver al señor Grainger, a quien habían herido de un disparo de mosquete. La bala había seguido una extraña trayectoria, muy diferente de la de una bala de rifle, y después de una prolongada búsqueda, Stephen había encontrado el lugar donde estaba alojada, en contacto con la arteria subclavia. La herida se estaba curando muy bien, y Stephen felicitó a Grainger por tener la carne tan suave como la de un niño. Aunque el paciente sonrió y reconoció amablemente la atención del doctor, era obvio que tenía algo en mente.
—Hace poco, Vidal vino del Franklin a verme y me habló mucho del señor Dutourd —explicó—. Había oído que su petición de ser enviado a Callao con los otros franceses fue denegada. Como usted sabe, Vidal y sus amigos tienen un gran concepto del señor Dutourd y admiran sus ideas sobre la libertad y la igualdad, la abolición de impuestos y la libertad de culto. ¡Libertad! ¡Mire cómo defendió a los desafortunados negros que estaban en el Alastor!Se ofreció a comprar su libertad pagando de su bolsillo lo que valen en Jamaica. Dijo que pagaría en el cabrestante y que el dinero engrosaría el botín.
—¿Ah, sí?
—Sí, señor. Por eso a Vidal y sus parientes, pues la mayoría de los seguidores de Knipperdolling son primos en un grado u otro, no les gusta la idea de que le manden a Inglaterra, y posiblemente le lleven ante el tribunal del Almirantazgo para juzgarle y termine ahorcado como pirata sólo por no tener un pedazo de papel. ¿El señor Dutourd es un pirata? Eso no tiene sentido, doctor. Esos malvados hombres del Alastor eran piratas, no el señor Dutourd. Son del tipo de hombres que se ven con grilletes en el cabo Tilbury, que son una horrible advertencia para los que navegan por allí. El señor Dutourd es un hombre culto y ama a sus semejantes.
La intención de Grainger era suficientemente clara, pero no se le podía permitir que hiciera una petición directa. Stephen podía recurrir a su condición de médico. Durante una pausa, pidió a Grainger que contuviera la respiración y le tomó el pulso, calculándolo con el reloj en la mano.
—¿Sabe que nos separamos hace una hora? Tengo que ir a decírselo al señor Martin. Creo que con este viento llegaremos muy pronto a puerto, y me gustaría bajarle a tierra firme lo antes posible.
—¿Nos separamos tan pronto? —preguntó Grainger—. No lo sabía ni Vidal tampoco cuando habló conmigo esta mañana. Por supuesto, el señor Martin —añadió después de recuperarse—. Por favor, dígale al pobre que le deseo un buen día. Nos conmovió que se esforzara por subir a la cubierta para sepultar a nuestros compañeros de tripulación.
* * *
—Nathaniel Martin, siento haberle dejado tanto tiempo sin atender —se disculpó Stephen.
—No tiene importancia, no tiene importancia… —respondió Martin—. El bueno de Padeen ha estado a mi lado, Emily me ha traído una taza de té y he dormido la mayoría del tiempo. Estoy mucho mejor.
—Ya lo veo —dijo Stephen, acercando el farol a la cara de Martin y apartando la sábana—. Los trastornos de la piel tal vez sean lo más desconcertante en medicina —comentó, tocando suavemente la peor de las llagas—. En pocas horas ha habido un cambio apreciable.
—He dormido con el cuerpo totalmente relajado por fin, como no había dormido en Dios sabe cuánto tiempo. No he sentido irritación ni dolor a la más mínima presión ni he dado vueltas en vano para estar más cómodo.
—No se puede hacer nada sin sueño —dijo Stephen y continuó con el reconocimiento—. Sí —añadió, volviendo a colocar la sábana—. Le dejaré en tierra con gusto. La piel se le ha curado, pero no me gusta cómo están su corazón, sus pulmones y sus excreciones. Además, por lo que me dice, siente más vértigo que antes. Tener tierra firme bajo los pies y una dieta vegetariana pueden hacer maravillas. Lo mismo puede aplicarse a algunos de nuestros pacientes.
—Muchas veces hemos visto que así es —reconoció Martin—. Entre paréntesis, quisiera decirle algo curioso. Hace unas horas, cuando desperté de un estupendo rato de sueño, creí oír un león marino y me llené de alegría, como cuando era un niño o cuando estaba en Nueva Gales del Sur. ¿A qué distancia estamos de la costa?
—No sé, pero antes de que los barcos se separaran, dijeron que la cordillera se divisaba desde el tope, y es posible que haya cerca algunos islotes rocosos donde vivan leones marinos. El capitán miraba hacia el oeste… ¡A propósito! Me dijo que le presentara sus respetos. Además, yo he visto una bandada de pelícanos, y las aves no están lejos de tierra.
—Es muy cierto. Pero, por favor, dígame cómo están los pacientes de la enfermería. Supongo que a usted no le ha faltado trabajo.
Durante un rato hablaron de modo profesional de las recientes heridas de armas blancas y balas, las fracturas simples, concoideas y conminutas que habían llegado abajo y el éxito o el fracaso de Stephen al tratarlas. Luego, en un tono menos distante, Martin preguntó por el capitán.
—Lo que me preocupa es su ojo —dijo Stephen—. La herida de pica se está curando bien; la herida de la cabeza, aunque todavía puede apreciarse el trastorno que produjo, no tiene importancia; la pérdida de sangre tampoco es importante. Pero en el ojo le cayó el taco que acompañaba a la bala que le abrió el cuero cabelludo. El taco era grueso, pero estaba medio desintegrado. Extraje muchos fragmentos y, por supuesto, no penetraron en la córnea ni siquiera la lesionaron; sin embargo, tiene persistente hiperemia y lacrimación…
Estuvo a punto de decir que no se podía confiar en un paciente así, porque duplicaría las dosis de medicina y se las tomaría con cualquier remedio de curandero ofrecido como panacea, pues Martin escuchaba al primer charlatán que se le pusiera delante; sin embargo, se abstuvo, y volvieron a hablar de la enfermería, de los antiguos pacientes que Martin conocía.
—¿Cómo están Grant y MacDuff? —preguntó Martin.
—¿A los que les aplicamos el tratamiento de Viena? Grant murió justo antes de la batalla. Aunque, obviamente, no tuve tiempo de abrirle, tengo fundadas sospechas de que fue a causa del sublimado corrosivo. MacDuff está lo suficientemente bien para hacer trabajos ligeros, aunque su estado físico está muy deteriorado y dudo que se recupere del todo.
Después de una pausa y con voz alterada, Martin dijo:
—Tengo que confesarle que yo también me apliqué el tratamiento de Viena.
—¿Con qué dosis?
—No encontré nada en sus libros, así que me guié por la cantidad que usamos para preparar las pociones con calomelanos.
Stephen no dijo nada. Los médicos austriacos más atrevidos administraban un cuarto de grano[7] del sublimado, mientras que la dosis de calomelanos empleada normalmente era cuatro granos.
—Tal vez fui imprudente —dijo Martin—, pero estaba desesperado porque ni el calomel ni el guayacol hacían efecto.
—No podían curar una enfermedad que no tenía —respondió Stephen—. De todas formas, le dejaré con gusto en un hospital, donde podrán purgarle una y otra vez cómodamente y con bastante decencia. Tenemos que hacer todo lo posible por eliminar esa sustancia nociva de su organismo.
—Estaba desesperado —dijo Martin, pensando en el horrible pasado—. Estaba sucio, sucio, quemándome vivo, como suelen decir los marineros. Una muerte vergonzosa… Y creo que estaba trastornado. Hasta que usted me aseguró que las llagas estaban producidas por la sal, estaba totalmente convencido de que tenían origen pecaminoso. Admitirá que eran muy parecidas, ¿no es cierto?
—Tal vez lo fueran por el excesivo uso de mercurio, pero dudo que un observador objetivo se equivocara.
—Los malos huyen a donde no puedan atraparles —sentenció Martin—. Querido Maturin, he sido muy malo. He tenido muy malas intenciones.
—Debe beber agua de lluvia durante la noche —le recomendó Stephen—. Cada vez que se despierte, beba al menos un vaso, para eliminar todo lo que pueda. Padeen le traerá varios frascos para la orina y espero que estén llenos por la mañana. Tengo muchas ganas de dejarle en tierra y empezar a tomar medidas más radicales, querido colega, porque no hay ni un momento que perder.
* * *
No había ni un momento que perder, y, afortunadamente, las formalidades que había que cumplir en el puerto de Callao no tardaron mucho, gracias a que el agente comercial, que se había ocupado de las presas de la Surprise en el viaje realizado desde Inglaterra, y su hermano, que era el jefe del puerto, dieron la bienvenida a la fragata y su valiosa cola. Tan pronto como terminaron, Jemmy Ducks llevó a Stephen en el esquife hasta la costa. A la izquierda vieron una cantidad de barcos demasiado grande para aquella ciudad tan pequeña. Había barcos de Chile, México, de otros países del norte y al menos dos de China.
—Justo por el través, detrás de la goleta amarilla, hay un barco que probablemente haya venido de Liverpool —dijo Jemmy—. Están todos muy ocupados en las cofas.
La marea estaba alta, y en la polvorienta orilla, cuando Stephen subía hacia un arco de la muralla, le envolvió una nube del polvo de las ruinas a que el viejo Callao había sido reducido por los terremotos. Cuando pasó, vio de pie bajo la cornisa a un grupo de hombres malcarados de todos colores, desde negro hasta amarillo sucio y les dijo:
—Caballeros, por favor, tengan la amabilidad de indicarme dónde está el hospital.
—Su señoría lo encontrará junto a la iglesia de los dominicos —respondió un hombre de tez marrón.
—Señor, está justo antes de llegar al almacén de Joselito —explicó un negro.
—Venga conmigo —dijo otro, y condujo a Stephen por un túnel hasta una inmensa plaza sin pavimentar donde se arremolinaba el polvo—. Ahí está la casa del gobernador, pero está cerrada —añadió, señalando la parte de la plaza más cercana al mar—. Y a la derecha está el palacio del virrey-continuó, señalando hacia la izquierda—. También está cerrada.
Ambos se volvieron. En medio de la plaza, tres aves parecidas al buitre, de plumaje blanco y negro y alas de aproximadamente seis pies de envergadura, se disputaban los resecos restos de un gato.
—¿Cómo llaman a estos animales?
—¿A estos animales? Pájaros, su señoría. Allí, antes del almacén de Joselito, está el hospital.
Stephen lo miró con gesto preocupado. Era un edificio bajo con pequeñas ventanas con barrotes y el techo plano, de barro, y apenas a un palmo de distancia del suelo. Sin duda, era una construcción prudente, porque en aquel país había muchos terremotos, pero como hospital dejaba mucho que desear.
—En el hospital hay al menos cien personas y las camas están a considerable distancia del suelo. Ahí sale un maldito hereje con un paisano.
—¿Cuál? ¿Ese caballero bajito y rubio que se tambalea?
—No, no, no. Ése es un buen hombre, un cristiano viejo. Y sin duda, también su señoría es un buen hombre y un cristiano viejo.
—Ninguno es más viejo, pero algunos son mejores.
—Es un cristiano, aunque sea inglés. Es un gran abogado que ha venido a dar clases sobre la Constitución británica en la universidad de Lima. Se llama Curtius Raleigh. Seguramente habrá oído hablar de él. Está borracho. Tengo que ir corriendo a buscarle su coche.
—Se ha caído.
—Así es. Y ese miserable alto y de pelo negro le está levantando. Ese hereje es el cirujano del Liverpool. Tengo que irme corriendo.
—No le detendré, señor. Por favor, acepte esta pequeñez.
—Que Dios se lo pague, su señoría. Adiós, señor. Que no encuentre nuevos obstáculos.
—Que no encuentre nuevos obstáculos —repitió Stephen.
Observó durante un rato las aves con el catalejo de bolsillo, mientras el nombre aún seguía en el fondo de su mente. Poco después, cuando el coche de Curtius entró en la silenciosa y polvorienta plaza, dos de ellas levantaron el vuelo, una con los restos del gato y la otra tratando de arrebatárselo. Se fueron volando hacia el interior, hacia Lima, que estaba situada a cinco o seis millas. Era una hermosa ciudad con torres blancas que tenía detrás una serie de montañas de aspecto aún más hermoso que subían y subían en la distancia, hasta que sus picos nevados se confundían con el cielo y las blancas nubes.
El coche, tirado por seis mulas, se alejó, y el señor Curtius iba cantando Greensleeves.
Stephen se acercó al inglés que quedaba allí, se quitó el sombrero y saludó:
—Buenos días, señor Francis Geary.
—¡Stephen Maturin! —exclamó—. Por un momento pensé que eras tú, pero tengo las gafas cubiertas de polvo. —Se las quitó y miró a su amigo con sus ojos miopes—. ¡Qué alegría verte! ¡Qué alegría encontrar a un cristiano en esta tierra de bárbaros!
—Veo que acabas de salir del hospital.
—Sí. Uno de los hombres del Three Graces, del que soy cirujano, tiene síntomas muy similares a la fiebre paratifoidea, y quería aislarle en un lugar donde recibiera los cuidados apropiados hasta que la enfermedad se declare para evitar que contagie a todo el barco. La enfermedad puede ser tan peligrosa como el sarampión o la viruela para los habitantes de nuestra isla, y tenemos muchos a bordo. Pero ellos no quieren escuchar. Así que fui a ver al señor Raleigh, que había viajado con nosotros y es un católico romano, para que les persuadiera. Está enseñando derecho en la universidad y es un hombre influyente. Pero no, no y no. Le dieron una o dos botellas de excelente vino, como seguramente habrás notado, pero no cedieron. Cuando veníamos de Lima, me dijo que no esperaba tener éxito porque el recuerdo del comportamiento de los bucaneros, que incluso saquearon las iglesias, aún está vivo. Y creo que en eso tenía razón. Sea por lo que sea, no quieren tener nada que ver conmigo ni con mí paciente.
—Entonces me temo que no tengo esperanzas, pues mi paciente no sólo es protestante, sino que, además, es clérigo. Ven a tomar una taza de café conmigo.
—Con mucho gusto. Pero en tu caso no tendrías esperanzas ni aunque él fuera el Papa. La construcción es muy baja y maloliente y no tiene ventilación. Además, hay muchas personas y están amontonadas unas sobre otras indiscriminadamente, así que nunca admitirían al pastor allí.
Geary y Maturin habían estudiado medicina juntos y habían compartido un esqueleto y varias víctimas encontradas en el Liffey y el Sena. Ahora, mientras estaban sentados a la sombra bebiendo café, hablaban con la falta de inhibición propia de los médicos.
—Mi paciente es también mi ayudante —dijo Stephen—. Siempre le ha gustado tanto como a ti la historia natural, especialmente las aves. Aunque no hizo oficialmente ningún curso, ni guardias, ni asistió a conferencias, se convirtió en un excelente ayudante de cirujano gracias a que constantemente prestaba ayuda en la enfermería y hacía disecciones con frecuencia. Por otra parte, puesto que es un hombre culto, es una agradable compañía. Por desgracia, recientemente empezó a sospechar que había contraído una enfermedad venérea, y como pasamos un largo período sin agua dulce para lavar la ropa, le salieron llagas de la sal, así que pensó que sus sospechas se habían confirmado. Es cierto que en ese momento tenía la mente perturbada, por razones que sería tedioso y casi imposible de explicar, pero entre las cuales figuran la desazón de los celos, el abuso imaginario y la nostalgia del hogar. Además, sus llagas eran mucho mayores que las que he visto hasta ahora. A pesar de todo eso, no sé cómo un hombre de su experiencia pudo convencerse a sí mismo de que tenía sífilis. Pero así fue, y secretamente se administró calomelanos y guayacol, que, naturalmente, no hicieron efecto. Entonces tomó sublimado corrosivo.
—¿Sublimado corrosivo? —preguntó Geary.
—Sí, señor —dijo Stephen—. Y en cantidades que me resisto a decir. Cayó muy bajo antes de decírmelo, pues nuestra relación estaba lejos de ser cordial, aunque existía un afecto latente. Con agua dulce, las lociones apropiadas y la convicción de que no está enfermo han logrado que mejore considerablemente el estado de su piel, pero persiste el efecto de esa intolerable cantidad de sublimado. ¡Jovencita! —dijo, volviéndose hacia el oscuro fondo de la bodega—. Tenga la amabilidad de prepararme una bola de hojas de coca.
—¿Con limo, señor?
—¡Por supuesto! Y también con un poco de llipta, si tiene.
—¿Cuáles son los síntomas ahora? —preguntó Geary.
—Fuerte vértigo, tal vez agravado por la pérdida de un ojo hace varios años, dificultad para seguir la secuencia de las letras, cierta confusión mental, desazón y debilidad física. También tiene el pulso irregular y caóticas deposiciones. Gracias, cariño —dijo a la joven cuando le trajo las hojas de coca.
Continuaron hablando del estado de Martin, y cuando Stephen dijo todo lo que pudo sin tomar como referencia sus notas, Geary preguntó:
—¿Tiene dificultad en distinguir la derecha de la izquierda y ha perdido un poco de pelo?
—Sí —respondió Stephen, dejando de masticar y mirando atentamente a su amigo.
—He visto dos casos similares y he oído hablar de varios más en Viena.
—¿Se enteró de cómo se curan?
—¡Por supuesto! Los dos hombres que atendí salieron del hospital por su propio pie. Uno estaba perfectamente bien y el otro tenía un ligero impedimento, aunque en su caso había perdido el pelo de todo el cuerpo e incluso las uñas, lo que, según Birnbaum, sirve de criterio. Pero el tratamiento fue largo y delicado. ¿Qué piensa hacer con su paciente?
—No lo sé. Mi barco está a punto de ser carenado, y él no puede permanecer a bordo. Esperaba encontrarle un sitio en el hospital hasta que pudiera conseguirle un pasaje en un mercante. Es posible que nosotros estemos navegando durante mucho tiempo, y un barco corsario no es un lugar apropiado para un enfermo. Tal vez en Lima…
Stephen guardó silencio.
—Como ha hablado de un pasaje, supongo que el caballero no es un indigente, como suelen ser los ayudantes de cirujano.
—En absoluto. Es un pastor anglicano con dos beneficios y ha obtenido mucho dinero como botín. Si miras hacia la bahía verás dos barcos capturados, de los cuales le pertenece a él una parte considerable.
—Lo digo porque nuestro capitán, un experto en náutica y muchas otras cosas, defiende los intereses de los dueños, hombres insaciables que ignoran lo que es la caridad y la buena voluntad, pero este caso no tiene relación con ninguna de las dos. ¿Por qué su paciente no embarca en el Three Graces? Tenemos dos cabinas vacías en el centro del barco, que es una embarcación estanca.
—Esto es muy precipitado, Francis Geary —observó Stephen.
—Así es —convino Geary—, pero el viaje será lento y tranquilo. Rara vez el capitán Hill despliega las sobrejuanetes, y vamos a hacer escala en Iquique, Valparaíso y tal vez otro puerto más en Chile para cargar provisiones. Y tendremos que prepararnos para pasar por el estrecho de Magallanes en la época del año más apropiada para navegar hacia el este, pues el capitán Hill no quiere arriesgarse a perder los palos de los dueños pasando por el cabo de Hornos. Además, es experto en navegar por el intrincado estrecho porque lo ha pasado muchas veces. Ese viaje sería infinitamente mejor para un hombre en un estado de salud tan delicado. ¿No quiere venir conmigo a ver el barco?
—Con su permiso, señor —les interrumpió Jemmy Ducks—. La marea está cambiando y deberíamos irnos enseguida.
—Jemmy Ducks, cuando hayas bebido una moderada cantidad, vete solo, porque yo voy a ir al astillero a ver el barco de Liverpool.
—Muchas gracias, señor —dijo Jemmy Ducks, tragándose un cuarto de pinta de coñac peruano sin pestañear—. Y presento mis respetos al caballero.
* * *
Cuando Stephen, Padeen y las niñas bajaban de lo alto del cabo, desde donde habían despedido al Three Graces agitando la mano durante mucho rato, estaban tristes y silenciosos. El calor del trópico no era sofocante, pues soplaba una agradable brisa marina, pero en la tierra que pisaban, seca y de color amarillo pálido, no crecía ninguna planta ni había vida de ningún tipo, y su esterilidad provocaba tristeza en quienes ya estaban decepcionados. La distancia al alto acantilado era mayor de lo que pensaban, y habían caminado más lento de lo que debían, por lo que el barco de Liverpool ya se había alejado de la costa cuando llegaron allí y, a pesar de que usaron el catalejo de bolsillo de Stephen, no podían estar seguros de haber visto a Martin, que había subido a bordo por el portalón con ayuda de un solo marinero y les prometió sentarse junto al coronamiento.
Caminaban en silencio, con el océano a la izquierda y la cordillera de los Andes a la derecha, ambos de una belleza majestuosa y sublime, pero imposible de calibrar por los humanos, al menos por los que estaban tristes, hambrientos y con una sed intolerable. No volvieron a recuperar la alegría hasta que llegaron al final de la reseca meseta, desde donde se divisaba, a un lado, el lejano verde valle del Rimac, con Lima, bien definida por sus murallas, aparentemente a poca distancia, y al otro lado, Callao, con el puerto lleno de actividad, el astillero y el pueblo de forma cuadrada. Entonces unos y otros exclamaron:
—¡Ahí está Lima!
—¡Ahí está Callao!
—¡Ahí está la fragata, pobrecita!
Para su asombro, la fragata aún estaba en el astillero, desmantelada y a punto de ser carenada.
—¡Allí está la sirvienta del Franklin!—gritó Sarah, señalando los barcos que estaban en el muelle.
—Querrás decir la ayudante —la corrigió Emily.
—Jemmy Ducks dice sirvienta.
—Señor, ella se refiere a la lancha del Alastor con aparejo de goleta que está junto al barco de México.
—Con la fragata de medio lado, ¿será posible tomar té? —preguntó Padeen con más soltura que de ordinario.
—Sin duda, habrá té —dijo Stephen, avanzando por el sinuoso sendero que bajaba la colina.
* * *
Sin embargo, estaba equivocado. En la Surprise había demasiada confusión para poder disfrutar de algo tranquilamente. Tom Pullings recibió la noticia de que tal vez la fragata sería carenada antes de que le tocara el turno justo después que Stephen se marchara, y cuando él, el carpintero y el único buen ayudante del contramaestre, laboriosos como abejas, iban y venían por entre las latas de pintura, los cabos, los barriles y los palos del almacén de material de guerra, recordando las palabras de Jack («Gasten cuanto necesiten y no escatimen»), llegó la lancha para llevarse a algunos marineros al Franklin, que tenía pocos tripulantes.
—Habíamos previsto esto, por supuesto —dijo Pullings cuando recibió a Stephen en la cubierta medio inclinada—. De otra forma, el capitán no hubiera tenido suficientes tripulantes para mandar la presa al puerto. Pero llegó en un mal momento, antes de que pudiéramos encontrar a un grupo de hombres del puerto. Tan pronto como supe que podíamos carenar la fragata antes de tiempo, ordené abarloarla con el Alastor para pasar allí todas sus pertenencias y todo lo de la enfermería, pero cuando la operación estaba a medias, llegó la lancha con nuevas órdenes y tuve que cambiarlo todo. También vino en ella un marinero que se llama Fabien, un tripulante del Franklin que ayudó al señor Martin cuando estaba a bordo. El capitán quería mandarle a nuestro barco antes de que nos separáramos, pero se le olvidó. ¡Ah, doctor! —exclamó, dándose una palmada en la frente—. Se me había olvidado que cuando estábamos tan ocupados subió a bordo un clérigo, el mismo que vimos cuando salimos de viaje…, el caballero que es igual que el capitán, pero de color más oscuro. Se enteró de que el capitán estaba herido y estaba muy preocupado. Me preguntó por usted y dijo que volvería mañana a mediodía, pero me pidió papel y tinta y le dejó esta nota.
—Gracias Tom —dijo Stephen—. La leeré en el Alastor. ¿Me podrías prestar una lancha? Y tal vez el marinero que el capitán mandó podría venir con nosotros.
En la gran cabina del Alastor, por fin totalmente limpia y sólo con olor a agua de mar, brea y pintura fresca (había habido allí una auténtica carnicería), Stephen se sentó a beber a sorbos té caliente, una bebida que detestaba, aunque menos que el café de Grinshaw, pero que le parecía reconfortante después de haber bajado del desierto peruano. Y mientras bebía, leyó la nota:
Estimado señor:
Anoche, cuando regresé de un retiro espiritual con los benedictinos de Huangay, me enteré de que la Surprise había llegado otra vez al puerto de Callao, y tenía la esperanza de tener noticias de usted y el capitán Aubrey. Pero cuando mandé a preguntar a su agente por la mañana, supe que él había estado a bordo pero ahora se encontraba en el Franklin, el barco corsario estadounidense que capturó. También supe, con pena, que le habían herido al apresar el infame Alastor. Corrí enseguida al puerto, donde el capitán Pullings me tranquilizó, hasta cierto punto, y mencionó su agradable presencia aquí. Por tanto, es mi propósito tener el honor de visitarle mañana a mediodía.
Queda de usted atentamente, estimado señor, su seguro y humilde servidor:
Sam Panda
Ni Jack ni Sam habían reconocido su relación expresamente sino de forma tácita, lo mismo que todos los miembros de la tripulación cuando habían visto por primera vez al joven subir a bordo de la Surprise en las Antillas. En realidad, era obvia para cualquiera que les viera juntos, pues Sam, que era hijo de una joven bantú y había nacido en la base naval de El Cabo después de que Jack se fuera de allí, era la viva imagen de su padre, pero de color ébano y un poco más corpulento. Sin embargo, había algunas diferencias entre ellos. Jack Aubrey no parecía, ni demostraba ser muy inteligente salvo en cuestiones relacionadas con la náutica, conducir un barco o luchar en una batalla, y aunque estaba extraordinariamente dotado para las matemáticas y había dado una conferencia sobre la nutación en la Royal Society, eso no se traslucía en su conversación. Sam, en cambio, había sido educado por misioneros irlandeses muy cultos, y su dominio de lenguas clásicas y modernas era el orgullo de ellos. Además, había leído vorazmente. Stephen, que también era católico y tenía cierta influencia en Roma, le había conseguido la dispensa que, por el hecho de ser bastardo, necesitaba para ser ordenado sacerdote, y ahora el joven tenía una buena posición en la Iglesia. Decían que pronto podría llegar a ser un prelado, no sólo porque actualmente no había ninguno negro (aunque había algunos de piel amarillenta y marrón oscuro, pero ninguno con la piel de color negro brillante como Sam), sino también por lo que había aprendido de los padres de la Iglesia, así como por su excepcional y evidente talento.
—Tengo muchas ganas de verle —dijo Stephen, y después de una pausa en la que bebió otra taza de té, continuó—: Creo que iré andando en dirección a Lima y me encontraré con él a medio camino. Tal vez pueda ver algún cóndor.
Llamó a William Grinshaw, el ayudante de Killick a quien habían encargado atenderle a pesar de que Tom Pullings tenía un despensero muy bueno.
—William Grinshaw, por favor, dile al marinero del Franklin que mandó el capitán que baje —ordenó Stephen.
Cuando apareció el marinero del Franklin, un joven delgado, alto, nervioso y con poco pelo, dijo:
—Fabien, siéntese en esa taquilla. Tengo entendido que era ayudante de un boticario en Nueva Orleans… Pero antes dígame qué lengua habla mejor.
—Ambas casi por igual, señor —respondió—. Cuando era niño trabajé como aprendiz para un veterinario en Charleston.
—Muy bien. Según me han dicho, fue el ayudante del señor Martin cuando estaba a bordo de su barco.
—Sí, señor, porque cuando el cirujano y su ayudante murieron, fui el único que pudo encontrar.
—Pero estoy seguro de que le fue útil por su experiencia con un boticario. Me parece recordar que él le elogió antes de ponerse tan enfermo.
—No aprendí mucho, señor, porque la mayoría del tiempo que pasé en la tienda estuve desollando, disecando o dibujando aves y pintando bandejas. Pero aprendí a preparar las recetas más comunes, como la poción azul y la negra. Además, ayudé a monsieur Duvalier en su trabajo, aunque haciendo cosas muy simples.
—¿Es costumbre en Nueva Orleans que los boticarios disequen aves?
—No, señor. A algunos les gusta tener en el escaparate cascabeles o un feto metido en alcohol, pero nosotros éramos los únicos que teníamos aves. Monsieur Duvalier, que tiene un compañero de colegio que pinta aves a relieve, quería que yo compitiera con él. Me vio hacer un dibujo de un buitre americano y luego colgarlo, y entonces me ofreció un puesto.
—¿No le gustaba ser veterinario?
—Bueno, señor, el veterinario tenía una hija…
—¡Ah! —exclamó Stephen, haciéndose otra bola con las hojas—. Sin duda, conocerá muy bien las aves de su país.
—Leí todo lo que pude encontrar. Leí a Bartram, Pennant y Barton, aunque eso no es mucho. Así y todo… —añadió, sonriendo—. Creo que tenía un huevo, algunas plumas y un dibujo de todas las aves que anidan veinte millas a la redonda de Nueva Orleans y Charleston.
—Seguramente eso debió de resultarle interesante al señor Martin.
Fabien dejó de sonreír.
—Al principio, señor —dijo—, pero después parecía que ya no le interesaba. Creo que los dibujos no son muy buenos. A monsieur Audubon no le gustaron porque, según dijo, no eran muy naturales, y monsieur Cuvier no contestó cuando mi amo le mandó dos o tres que él había retocado.
—Me gustaría ver algunos cuando tengamos tiempo, pero ahora tengo que atender a varios pacientes en la enfermería. Es posible que mis compromisos me retengan fuera del barco, y hasta que no resuelva todos los asuntos en tierra, me gustaría dejar aquí a alguien a quien pueda mandar instrucciones. Ya no hay casos de urgencia; sólo hay que cambiar vendas y administrar medicamentos a intervalos regulares. Tengo un ayudante excelente, pero aunque entiende muy bien el inglés, lo habla poco, y, además, tartamudea y no sabe leer ni escribir; sin embargo, tiene una aptitud excepcional para cuidar de los demás, y los marineros le quieren mucho. Tengo que añadir que es extraordinariamente fuerte, y aunque es tranquilo y tierno, puede ponerse muy furioso si le provocan. Ofenderle a él o a sus amigos en un barco como éste sería una locura. Venga conmigo y le indicaré dónde está la enfermería. Sólo quedan tres casos de amputación y ya están bastante bien, pero aún será necesario cambiarles las vendas una o dos semanas más. También hay que administrar algunos medicamentos y aplicar lociones a determinadas horas; todo está escrito. Allí encontrará a Padeen y estoy seguro de que se ganará su favor.
—Sin duda, señor. Mi lema es hacer cualquier cosa por una vida tranquila.
—No obstante eso, estaba a bordo de un barco corsario.
—Sí, señor. Huía de una joven, como cuando dejé al veterinario de Charleston.
* * *
El camino que iba a Lima pasaba por entre grandes cañaverales, campos sembrados de algodón, alfalfa y maíz bien irrigados y bosques de algarrobos entre los cuales había algunos plataneros, naranjos y limoneros de todas las variedades. Y donde empezaban a alzarse las laderas que formaban el valle, había algunas viñas. A veces seguía la abrupta ribera del Rimac, que ahora tenía un gran caudal procedente de las nieves que se veían a lo lejos, y estaba flanqueado por palmeras esparcidas entre sauces de una especie que Stephen no había visto nunca. Había pocas aves, aparte de las elegantes golondrinas que patrullaban los tranquilos charcos junto al río, y pocas flores. Aquella era la estación más seca del año y solamente se veía una hierba grisácea, que parecía alambre salvo por donde pasaban los innumerables canales de riego.
Había mucho tráfico. Iban o venían del puerto muchas carretas con toneles y fardos tiradas por bueyes o mulas, que le hicieron recordar a Stephen su juventud en España. Tenían los mismos yugos con una gran cresta, los mismos arneses de color carmesí rematados con tachones de latón, las mismas ruedas pesadas y chirriantes. Algunas personas iban a caballo o en burro, pero muchas más iban a pie. Había pocos españoles, muchos negros africanos y algunos indios bajitos y fuertes, con un gesto grave en sus cobrizos rostros y a veces encorvados bajo enormes pesos. Y también había todas las posibles combinaciones de los tres, junto con otros hombres de los barcos que estaban de visita. Todos, excepto los indios, que no hablaban ni sonreían, le saludaban en voz alta al pasar o le decían que el tiempo era «tan, tan seco que era insoportable».
Stephen tenía la costumbre de mirar el cielo cada vez que avanzaba más o menos un estadio[8], especialmente cuando caminaba por terreno llano, para ver las aves que estaban fuera del campo de visión normal. Después de caminar una hora, tras una pausa más larga que lo habitual, levantó la vista otra vez y vio con profunda satisfacción nada menos que doce cóndores dando vueltas en lo alto del claro cielo que mediaba ente él y Lima. Dio unos pasos más, se sentó en un mojón y los observó a través del catalejo de bolsillo. No había posibilidad de error. Eran aves enormes, posiblemente con alas no tan anchas como las del albatros, pero mucho más pesadas. Tenían un modo de volar diferente, hacían uso del aire de un modo diferente. Su vuelo era perfecto, con perfectas curvas, y sin mover nunca sus grandes alas. Daban vueltas y vueltas, subiendo y bajando. Subían y subían y al final de la espiral descendían con una trayectoria recta y en dirección nordeste.
Siguió caminando con una sonrisa de auténtica felicidad. Al poco rato, justo después de pasar una posada donde los coches y carros estaban a la sombra de los algarrobos mientras los conductores bebían y descansaban, la sonrisa volvió a aparecer espontáneamente. Ahora tenía delante un caballo grande y negro que avanzaba trotando hacia Callao montado por un jinete aún más grande y negro. En ese momento el caballo aligeró el paso y cuando llegó a una yarda de Stephen, Sam bajó de la silla de un salto con una amplia sonrisa.
Se abrazaron y empezaron a caminar lentamente. Se preguntaron el uno al otro cómo estaban y el caballo les miró con curiosidad.
—Dígame, señor, ¿cómo está el capitán?
—Está bien, gracias a Dios…
—Gracias a Dios.
—… pero el taco de una pistola le dio en el ojo. La bala le rozó el cráneo y tuvo una contusión y una breve pérdida de memoria, nada más. El taco le produjo una inflamación que no había bajado cuando le dejé; mejor dicho, cuando me ordenó que le dejara. Además, tiene una herida de pica en la parte superior del muslo que probablemente ya se haya curado, aunque me gustaría estar seguro de ello. Pero antes de que se me olvide, me dijo que te transmitiera su cariño, que espera que el Franklin, su barco actual, llegue muy pronto a Callao y confía en que irás a comer con él.
—Espero que se reponga —dijo Sam y, después de un momento, continuó—: Pero, señor, ¿no quiere montarse? Sujetaré las riendas para que suba. Es un caballo manso y se cabalga cómodamente en él.
—No quiero —respondió Stephen, acariciando el morro del caballo—, aunque estoy seguro de que es una dulce criatura. Hay una pequeña posada en el camino, a unos dos minutos, y si no tienes prisa, deja el caballo allí y ven andando a Callao conmigo. No hay nada mejor que caminar cuando se conversa. Piénsalo, amigo mío: yo hablándote montado en este caballo de diecisiete palmos y tú mirando hacia arriba como Tobías cuando escuchaba al arcángel Rafael. Sin duda, sería edificante, pero inapropiado.
Sam no sólo dejó su caballo, sino también el sombrero negro que usaba con su uniforme, un sombrero de piel de castor que daba mucho calor ahora que el sol estaba llegando al cenit. Entonces los dos empezaron a caminar tranquilamente.
—Hay otra cosa de la que el capitán quería hablar contigo —dijo Stephen—. Entre las presas capturadas hay un barco pirata, el Alastor, que en este momento está en el puerto. La mayoría de los tripulantes murieron en una desesperada lucha, en la batalla en que el capitán resultó herido, y el capitán Pullings entregó a las autoridades de aquí los que quedaron vivos. También había a bordo varios marineros prisioneros a quienes hemos dado la libertad de escoger entre quedarse o bajar a tierra, y una docena de esclavos africanos, propiedad, si me permites usar la palabra, de los piratas. Estaban encerrados abajo y no tomaron parte en la lucha. No hay posibilidad de que sean vendidos para aumentar el botín de nuestros hombres porque la mayoría son muy religiosos y abolicionistas y arrastran tras ellos a los demás.
—Que Dios les bendiga.
—Que Dios les bendiga. Pero el capitán no quiere bajar a los negros a tierra porque teme que les atrapen y les conviertan de nuevo en esclavos. Aunque no se opone a la esclavitud con tanta vehemencia como yo, y ése es uno de los pocos puntos en que discrepamos, opina que haber viajado bajo bandera británica, aunque sea un período muy corto, les convierte ipsofacto en hombres libres, y que sería una injusticia privarles de esa libertad. Dice que apreciaría tus consejos.
—El hecho de preocuparse por ellos le honra. Con apoyo suficiente, no hay duda de que podrán vivir aquí en libertad. ¿Tienen algún oficio?
—Les llevaban de un plantío de caña de azúcar a trabajar en otro cuando su barco fue apresado y, por lo que he podido entender, porque hablan muy poco francés, sólo conocen ese tipo de trabajo.
—Aquí podemos encontrarles trabajo fácilmente —dijo Sam, volviéndose hacia un mar de cañas verdes y agitando la mano—. Pero el trabajo es duro y mal pagado. ¿El capitán no contempla la posibilidad de dejarles a bordo?
—No. Sólo tenemos marineros de primera y hombres expertos en su oficio, como los veleros, los toneleros y los armeros. Los hombres de tierra adentro nunca serían aceptados en un barco como el nuestro. Pero, sin duda, incluso tener libertad y una mala paga es mejor que ser esclavo toda la vida y no tener ninguna.
—Cualquier cosa es mejor que la esclavitud —convino Sam con una vehemencia que parecía extraña en un hombre tan corpulento y tranquilo—, cualquier cosa, incluso vagar por las montañas enfermo, congelado o abrasado, medio muerto de hambre, desnudo y perseguido por los perros, como los desgraciados cimarrones que ayudé en Jamaica.
—¿También tú te opones con vehemencia a la esclavitud?
—¡Oh, sí! En las Antillas la situación era muy mala, pero en Brasil era mucho peor. Como sabrá, trabajé allí entre los esclavos negros durante casi una eternidad.
—Lo recuerdo muy bien. Ésa era una de las razones por las que tenía tantas ganas de verte otra vez en Perú.
Miró atentamente a Sam, pero Sam todavía pensaba en Brasil y, con su voz grave, más grave que la de Jack, continuó:
—Es posible que haya algún tipo de esclavitud tolerable en las casas. ¿Quién no ha visto algo parecido en países esclavistas? Pero siempre están ahí la tentación, la posibilidad de caer en el exceso, la tiranía latente, el servilismo latente. ¿Y quién está preparado para estar expuesto constantemente a la tentación? Por otra parte, me parece que no hay ninguna posibilidad de que exista un tipo de esclavitud tolerable en la industria, porque destruiría por completo ambas partes. El pueblo portugués es amable y amistoso, pero en las plantaciones y las minas…
Después de un rato, cuando habían avanzado un gran trecho por el camino y tenían el río a la derecha, Sam se detuvo de repente y en tono vacilante dijo:
—Querido doctor, discúlpeme. Estoy hablando sin parar y en voz alta a un hombre como usted, que podría ser mi padre y que seguramente sabe más que yo y ha reflexionado sobre esto desde antes de que yo naciera. ¡Qué vergüenza!
—¡Oh, no, Sam! No tengo ni la décima parte de tu experiencia, pero sé lo suficiente para estar seguro de que la esclavitud es mala. La abolieron en los primeros tiempos de la Revolución en la Francia de mi juventud, pero Bonaparte la reinstauró. Y él es tan malo como el sistema. Dime una cosa: ¿el arzobispo piensa como tú?
—Su señoría es un caballero muy viejo, pero el vicario general, el padre O'Higgins, sí piensa igual.
—Muchos de mis amigos de Irlanda e Inglaterra son abolicionistas —dijo Stephen, y decidió no hacer más comentarios sobre eso—. Me parece que puedo distinguir el Alastor entre los barcos que están a la izquierda de la iglesia de los dominicos. Está pintado de negro y tiene cuatro mástiles. Ahí nos alojaremos mientras reparan la Surprise, que, según creo, tiene los baos de la batería en un estado preocupante. Estoy ansioso por presentarte a mis niñas, Sarah y Emily, que son dos buenas, buenísimas católicas, aunque apenas han podido ver una iglesia por dentro. También estoy ansioso por enseñarte a los negros medio liberados protegidos por el capitán, que están tristes y desconcertados, y quiero pedirte ayuda para encontrar un lugar para mis pacientes por si la presa se vende antes de que se pongan bien. ¡Ah, Sam! —exclamó cuando ya entraban en Callao—. Más tarde, cuando estés libre, me gustaría mucho hablar de la opinión de la gente en Perú, no sólo sobre la abolición de la esclavitud, sino también sobre el libre comercio, la representación, la independencia y cosas parecidas.