CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, Jack Aubrey tuvo una reunión sobre contabilidad con el señor Adams. Jack, como el capitán Cook y muchos otros capitanes de alta categoría antes que él, era nominalmente su propio contador, como Adams era nominalmente el escribiente del capitán, pero dividiéndose el trabajo lograban hacerlo bien, además de sus otras tareas específicas. Como el estatus de la Surprise era anómalo, sus cuentas no tenían que ser revisadas lenta y cuidadosamente por el Departamento de Avituallamiento, según el cual todos los encargados de un barco de Su Majestad estaban presuntamente acusados de malversación hasta que pudieran demostrar su inocencia con certificados de cualquier naturaleza con una contrafirma. En esta reunión, habían pesado varios sacos de guisantes secos, y Jack, aprovechando que la balanza estaba colgada de un bao, se pesó. Comprobó con vergüenza que había aumentado siete libras, y decidió que las bajaría caminando lo antes posible porque no quería oír más críticas sobre la obesidad, ni más comentarios jocosos sobre el hecho de ensanchar sus chalecos, ni consejos profesionales en que le advertían cuál era el precio que los hombres grandes y gruesos y de temperamento sanguíneo tenían que pagar a menudo por hacer demasiado poco ejercicio y por comer y beber demasiado: apoplejía, reblandecimiento del cerebro e impotencia.

De un lado a otro, de un lado a otro, Jack recorría la parte de barlovento del alcázar, su región privada, una estrecha franja libre de obstáculos por la que había andado cientos, incluso miles de millas desde que estaba al mando de la Surprise, un terreno familiar donde podía pensar libremente. El viento estaba ahora demasiado por delante de la amura para que los barcos, que navegaban con rumbo sudoeste, pudieran desplegar las alas, pero llevaban extendidas todas las velas que tenían, incluyendo la inusual vela de estay media, y llevaban una velocidad de cuatro nudos. Eran dignos de verse desde cierta distancia, pero de cerca cualquier marino podría distinguir aún muchos signos de la batalla que habían mantenido. Todavía había que reemplazar algunos nudos, ayustando o usando cabos nuevos. Aún las cubiertas no habían recobrado su magnífico aspecto y, en algunos lugares, el suelo que hubiera podido compararse al de una sala de baile estaba ensangrentado. Las nubes de ardientes cenizas volcánicas y escoria habían dañado la pintura de los barcos y las vergas y, además, el calafateado. Los marineros realizaban una enorme cantidad de trabajo especializado y minucioso de una punta a otra de la fragata, y los paseos del capitán Aubrey estaban acompañados por los rítmicos golpes de las mazas de los calafates.

Era muy temprano, y aunque el tiempo era muy bueno, no había nadie en el alcázar que no tuviera que estar allí por obligación: Vidal y Reade, el oficial y el guardiamarina de guardia, los hombres que llevaban el timón, el carpintero y dos de sus ayudantes, que estaban junto al coronamiento arreglando las guirnaldas talladas. Siguió la habitual procesión de Jemmy Ducks, Sarah y Emily, que llevaban los gallineros y la cabra Amalthea, y después, como siempre, Jack pensó en el rápido crecimiento de las pequeñas y en el de sus propias hijas, en la altura que tendrían, en el posible pero improbable progreso que harían en modales, francés y piano bajo la tutela de la señorita O'Hara. Pero ni Stephen ni Martin, ni ninguno de los rehenes, aparecieron. Después de recorrer una milla y media reflexionando sobre su familia, pensó otras dos cosas: «Tengo que preguntar a Wilkins si podrá ocupar el puesto de tercer teniente hasta que lleguemos a Callao. Dicen que era oficial de derrota en el Agamemnon». Lo segundo le llevó a reflexionar sobre los jóvenes que, después de haber pasado el examen de teniente de la Armada, continuaban siendo guardiamarinas u oficiales de derrota porque no «aprobaban el examen de caballeros», un examen no escrito y silencioso cuyo resultado sólo se conocía por la ausencia de un nombramiento, algo cada vez más frecuente. Pensó en las ventajas que eso tenía: la cámara de oficiales era más homogénea y tenía menos fricciones, y los marineros respetaban más a los caballeros que a los hombres como ellos. Pero también pensó en las desventajas: la exclusión de hombres como Cook, la indeterminada preparación y los variados criterios de quienes hacían la elección y la imposibilidad de apelar. Estaba reflexionando todavía cuando, al llegar a la borda y dar la vuelta, vio que el joven en cuestión, uno de los rehenes, estaba allí en compañía de otros a quienes se permitía pasear por el alcázar. Después de dar otras cuatro vueltas, oyó el grito de Reade:

—¡Oh, no, señor, no puede hablar con el capitán!

Entonces vio que llevaban a Dutourd, firmemente asido, hacia el grupo de sotavento.

—Pero, ¿qué he hecho? —preguntó Dutourd a Stephen, que acababa de subir la escala de toldilla—. Sólo quería felicitarlo por su interpretación.

—Amigo mío, no puede hablar al capitán —dijo Stephen.

—No puede ir al costado de barlovento sin que le inviten —le advirtió Wilkins.

—Ni siquiera yo puedo hablar con él, salvo cuando estoy de guardia —dijo Reade.

—Bueno —aceptó Dutourd, recuperándose de su sorpresa y ocultando bastante bien su enfado—. Ésta es una sociedad muy formal y jerárquica, por lo que veo. Pero, espero, señor —añadió, volviéndose hacia Maturin—, que pueda decirle, sin cometer una falta, que me encantó su interpretación. El adagio de Boccherini fue interpretado con maestría, con maestría.

Caminaron hablando de Boccherini, y Dutourd demostró conocerlo y apreciarlo realmente. Stephen, que por naturaleza no era sociable, intentaba evitar hablar con Dutourd de los principios en general, pero ahora, voluntariamente, hubiera permanecido en su compañía si no hubieran sonado las seis campanadas. La sexta fue seguida de un pandemónium de proa a popa, cuando acercaron al costado la lancha que llevaban a remolque, para que bajaran a ella al señor Reade, la tripulación, barriles de agua para el sediento Franklin y dos carronadas. La valiosa agua, afortunadamente, podía bombearse de la bodega a los barriles que estaban en la lancha, pero las carronadas no. Había que bajarlas desde el peñol de la verga mayor, después de reforzarlo, y con infinitas precauciones, como si estuvieran hechas de cristal en vez de metal, y había que recibirlas con más precauciones aún. Eran pequeños y horribles objetos, pero tenían ciertas ventajas: su peso era sólo un tercio del de los cañones de doce libras de la Surprise, pero disparaban balas que pesaban el doble. Además, las podían manejar brigadas de artilleros más pequeñas: dos hombres eran suficientes, mientras que hacían falta siete u ocho para los cañones largos de doce libras. Por otra parte, no podían lanzar las balas muy lejos ni con mucha precisión. Por esa razón, Jack, a quien le gustaba utilizar bien la artillería y dañar a un oponente a distancia antes de abarloarse y abordarlo, las llevaba principalmente como lastre, y sólo las subía a la cubierta cuando iba a hacer una operación de rescate y necesitaba entrar en un puerto y disparar a las baterías que lo protegían mientras las lanchas iban a buscar la presa. En esa ocasión, las usaría hasta que el Franklin, que estaba desarmado, tuviera de nuevo una batería de doscientas cuarenta libras.

—Si este tiempo continúa —observó Jack—, y el barómetro parece inamovible, el Franklin será pronto un acompañante muy útil. Y nos acercamos a la zona por donde pasan los mercantes y algunos balleneros.

—Quisiera que continuara —dijo Stephen—. La temperatura del Paraíso debe de haber sido así.

Continuó así y se sucedieron los días dorados. Por las tardes, a menudo se oía a Martin y Dutourd tocando música, a veces, obviamente, practicando, porque repetían el mismo pasaje una y otra vez.

Pero a pesar de que Martin tocaba música y lo hacía mejor con el francés que en la cabina, no estaba contento. Stephen rara vez estaba en la cámara de oficiales, entre otras cosas porque Dutourd, que la visitaba con frecuencia, era un hombre inquisitivo, dispuesto a hacer preguntas y no siempre discreto, y evadir preguntas era a veces peor que contestarlas. Además de ir a tomar el aire al alcázar, Stephen se reunía con su ayudante en la enfermería o en su cabina, donde guardaban los historiales clínicos. A ambos les preocupaban mucho los efectos de los tratamientos y habían apuntado cuidadosamente los datos durante un largo período de tiempo, y ahora buena parte de su trabajo consistía en estudiar y comparar esos historiales.

En una de esas reuniones, Stephen dijo:

—Una vez más, no hemos excedido los cinco nudos en ningún momento del día, a pesar de que los marineros dan silbidos y tocan las burdas. Y hace mucho que no se permite usar agua para lavar nada que no sea la ropa de los enfermos, a pesar de nuestros ruegos de que llueva. Si no morimos de sed, me consuela pensar que, incluso a este lánguido paso, nos acercaremos cien millas más a las hojas de coca, al lugar donde podremos mecernos en tibias aguas, quitarnos la sal que tenemos impregnada y mascar hojas de coca.

Martin agarró un fajo de papeles y, después de un momento, dijo:

—No sé nada de esos paliativos que tan pronto se convierten en habituales. Mire lo que le pasó al pobre Padeen y cómo tuvimos que mantener el láudano bajo llave.

Mire el pañol del ron de la fragata, el único lugar sagrado, que es necesario vigilar día y noche. En una de mis parroquias hay nada menos que siete cervecerías, y en algunas se venden licores prohibidos. Espero cerrarlas todas o, al menos, algunas. Las bebidas alcohólicas son la maldición del país. A veces pienso dar un sermón animando a los fieles a confiar en su propia capacidad, en su propia fuerza, en vez de la cerveza, el tabaco y las bebidas alcohólicas fuertes.

—Si un hombre mete la mano en agua hirviendo, ¿cree que no la sacará?

—Por supuesto que sí, y será una acción instantánea. Lo que yo desapruebo es la persistente indulgencia.

Stephen miró a Martin con curiosidad. Ésa era la primera vez que su ayudante le hablaba con descortesía, incluso casi groseramente, y se le ocurrieron varios comentarios, pero no dijo nada. Se quedó allí sentado, preguntándose qué frustraciones, qué celos, qué disgustos habían producido en Nathaniel Martin no sólo un cambio de tono, sino también de voz y de identidad. Sus palabras y la forma en que las había pronunciado eran totalmente impropias de su carácter. Después de unos momentos de silencio, Martin dijo:

—Espero que no crea que hay nada personal en mis comentarios. Al hablar de las hojas de coca, me hizo pensar en otras cosas…

Le interrumpió el ruido ensordecedor que hizo el Franklin al disparar primero la batería de estribor, seguida por la de babor, y las palabras del capitán, que gritó a sus hombres:

—¡Atentos, atentos y echen una mano!

Sólo dispararon dos para probar el deslizamiento con los motones, pero fueron muy precisas y duraron lo suficiente para ahogar las últimas palabras de Martin y las primeras de Norton, que llegó en ese momento, aunque las dijo a voz en cuello. Por tanto, Norton tuvo que repetirlas y, como si gritara desde el tope de un palo, dijo:

—El capitán presenta sus respetos al señor Martin y dice que le gustaría cenar en su compañía mañana.

—Presenta mis respetos al capitán y dile que con mucho gusto le visitaré mañana —respondió Martin.

Entonces, volviéndose hacia el doctor Maturin, dijo:

—Desde el Franklin nos han gritado que al capitán Pullings se le volvió a desencajar la mandíbula.

—Iré enseguida —se ofreció Stephen—. Por favor, señor Norton, ordenen que bajen mi esquife. Padeen —dijo en irlandés a su corpulento ayudante—, baja al esquife y llévame al barco.

—¿Quiere que traiga las vendas y el linimento de Batavia? —preguntó Martin.

—No, no, no se mueva. Vi la herida desde que se la hicieron.

Eso había ocurrido hacía muchos años, en el mar Jónico, cuando un turco hirió en la cara a Pullings con un alfanje y causó tanto daño al maxilar y su articulación que la mandíbula a veces se salía de ella, sobre todo cuando el capitán Pullings gritaba con mucha fuerza. Stephen lo había colocado más o menos bien entonces, y ahora volvió a hacerlo, pero la operación era un poco delicada y requería el conocimiento de la herida.

Ésa fue la primera vez que Stephen subió a bordo del Franklin después de los primeros días críticos, cuando su horizonte lo formaban prácticamente las paredes de las salas de operaciones y de vendajes, donde sólo veía huesos, tablillas, gasas, vendas, sierras, retractores y pinzas para las arterias. Había tenido muy poco tiempo de ver el barco por dentro entonces, y el capitán Pullings no había tenido tiempo aún de enseñarle la embarcación que tenía bajo su mando y que ya quería tanto.

—Me alegro de que no haya tenido que venir antes que tuviéramos todas las armas a bordo —dijo—. Ahora verá lo bien colocadas que están junto a las portas y lo bien que pueden moverse, especialmente las del combés. Y le enseñaré las nuevas jaretas, que colocamos esta misma tarde. Sondas que recogen los obenques del palo trinquete y del mayor, como seguramente habrá notado cuando Padeen le trajo. Y hay muchas otras cosas que le asombrarán.

En verdad, había muchas, muchas más de las que el doctor Maturin suponía que pudiera haber en un barco. Hacía mucho, mucho tiempo, al principio de la carrera del doctor Maturin en la Armada, Pullings, entonces un guardiamarina alto y delgado, le había enseñado la Sophie, una corbeta de Su Majestad, la pequeña embarcación en la que Jack Aubrey había ejercido el mando. Se la había enseñado con amabilidad y a conciencia, pero como un subordinado que señalaba sus características a un hombre de tierra adentro. Ahora Pullings era un capitán que mostraba su nuevo barco a un hombre con muchos años de experiencia en la mar, y no le ocultó nada a Stephen: los cabos colocados según nuevos principios, las jaretas, naturalmente, y los dibujos de una nueva base para el timón, que montarían cuando lo carenaran en Callao. A pesar de que el guía era ahora mucho más grueso y apenas se le podía reconocer debido a las horribles heridas, actuaba con la misma amabilidad y con el mismo amor a la vida marinera. Stephen le siguió, admirado, exclamando «¡Dios mío, es estupendo!» hasta que el sol se puso y la penumbra descendió desde el cielo con la rapidez característica del trópico, impidiendo que Pullings pudiera señalar nada más.

—Gracias por mostrarme tu barco —dijo Stephen, bajando por el costado—. Para su tamaño, es muy hermoso.

—¡Oh, no se merecen! —negó Tom, sonriendo—. Creo que fui muy aburrido.

—De ninguna manera, amigo mío. Que Dios te bendiga. Vamos a zarpar, Padeen.

—Buenas noches, señor —dijeron los siete seguidores de Seth, con sus radiantes sonrisas destacándose sobre las enormes barbas, cuando bajaron el esquife con un botalón.

—Buenas noches, doctor —dijo Pullings—. Olvidé el plano de los motones móviles, pero le prometo que se lo enseñaré mañana. El capitán me invitó a comer.

Entonces Stephen, agitando el sombrero, pensó: «Me alegro mucho. Así el grupo será menos raro».

* * *

No volvió a ver a Martin esa tarde, pero pensó en él de vez en cuando. Cuando se fue a dormir, mientras estaba tumbado en el coy, mecido suavemente en las tranquilas aguas, reflexionó no tanto sobre el exabrupto de aquella tarde como sobre el cambio de identidad. Lo había visto con frecuencia. Un niño o un adolescente encantador, interesado en todo, vivaz y afectuoso, podía convertirse en una bestia, en un estúpido, y nunca recuperarse; un hombre que empieza a envejecer podía convertirse en una persona egoísta, indiferente a los que habían sido sus amigos y avaro. Pero aparte de las innobles pasiones que generan las herencias o la discrepancia política, nunca había visto el cambio en un joven ni en un viejo. Siguió meciéndose y reflexionando. Su pensamiento vagaba, y a veces se detenía en un tema completamente distinto, la inconstancia en el amor, y pronto se dio cuenta de que también pasaría aquella noche sin dormir.

La luna estaba alta cuando subió a la cubierta, y había un espeso rocío. Mientras sentía la húmeda borda bajo sus manos se preguntó: «¿Por qué si el rocío es tan espeso no oculta la luna ni las estrellas?».

—Así que ha venido a la cubierta, señor —le saludó Vidal, que estaba encargado de la guardia de media.

—Así es —respondió Maturin—, y le agradecería que me hablara del rocío. Unos dicen que cae, pero, ¿cae realmente? Y si cae, ¿de dónde cae? ¿Y por qué cuando cae no oculta la luna?

—Sé muy poco sobre el rocío, señor —se disculpó Vidal—. Sólo puedo decir que aparece cuando la noche es clara y el aire está casi inmóvil. Y todos los marineros saben que endurece mucho los cabos, así que hay que aflojarlos para que los palos no se tuerzan. Esta noche el rocío es muy espeso, sin duda —continuó, después de reflexionar—, y hemos colocado guirnaldas en los palos para recogerlo a medida que descienda. Si escucha con atención podrá oír como cae en los toneles. No es mucho, y no sabe muy bien porque los palos están pintados con sebo, pero en muchos viajes ha sido bienvenido. En cualquier caso, es agua fresca y podrá quitarle la sal a las camisas o, aún mejor —añadió, bajando la voz—, a los calzoncillos. La sal es muy molesta en las partes pudendas. Y eso me recuerda, señor, que tengo que pedirle un poco de ungüento.

—Por supuesto. Venga a la enfermería cuando esté haciendo mi ronda matutina, y Padeen le dará un pote enseguida.

Silencio. Un vasto espacio iluminado por la luna, pero sin horizonte. Stephen levantó la mirada hacia las velas empapadas de rocío, cuyas oscuras sombras proyectaba la luz de la luna. Las juanetes y las gavias estaban lo suficientemente abombadas para hacer avanzar la fragata con un susurro, y las mayores estaban fláccidas.

—En cuanto al rocío —dijo Vidal después de un rato—, podría preguntarle al señor Dutourd. ¡Ése es un hombre instruido! No es un naturalista, desde luego, sino que sabe más sobre filosofía y moral, pero creo que tiene en París muchos amigos que han hecho experimentos con fluidos eléctricos, globos con gas, el peso del aire y ese tipo de cosas. Tal vez el rocío esté entre ellas. Pero es un placer oírle hablar de política y moral, de los derechos del hombre, la fraternidad y la igualdad. Durante muchas horas, con elocuencia, nos ha dicho cosas edificantes sobre una república justa. Y la colonia que planeó, donde no habría privilegios ni opresión ni dinero ni avaricia, todo iba a ser común a todos, como en la mesa donde se sientan buenos compañeros de tripulación. Tampoco habría estatutos ni abogados, y la voz del pueblo sería la única ley, el único tribunal. Todo el mundo veneraría al Supremo Creador como le pareciera, sin interferencias ni obligación, en completa libertad.

—Parece un paraíso terrenal.

—Eso es lo que muchos de los nuestros dicen. Algunos aseguran que no se hubieran esforzado por detener a Dutourd si hubieran sabido lo que se proponía, y que incluso se hubieran unido a él.

—¿No piensan que estaba apresando nuestros balleneros y mercantes y ayudando a Kalahua en la guerra contra Puolani?

—En cuanto a hacer el corso, era un asunto del oficial de derrota, que era yanqui. Ellos nunca se hubieran sumado a eso ni se hubieran opuesto a sus propios compatriotas ni, como es natural, se hubieran puesto de parle de un extranjero. Era la colonia lo que les gustaba tanto, por la paz, la igualdad, y el hecho de ofrecer una vida decente sin tener que romperse la espalda trabajando y una vejez despreocupada.

—Sean bienvenidas la paz y la igualdad —sentenció Stephen.

—Pero usted niega con la cabeza, señor, y me parece que piensa en la guerra. Las cosas fueron malinterpretadas, pero el señor Dutourd lo ha aclarado todo. Los dos bandos estaban deseosos de luchar desde hace mucho tiempo, y cuando Kalahua contrató a esos miserables franceses de las islas Sandwich armados con mosquetes, no pudieron aguantar más. Pero ellos no tenían nada que ver con los colonos de Dutourd. Lo que él quería era entrar en el puerto haciendo alarde de fuerza, establecerse entre ellos, fundar después su propia colonia y acercar los dos bandos mediante el ejemplo y la persuasión. Y por lo que respecta a la persuasión… Si usted le hubiera oído, se hubiera convencido enseguida. Tiene un don, una gracia, incluso hablando en una lengua extranjera. Nuestros hombres tienen muy buena opinión de él.

—Sin duda, habla muy bien inglés.

—Y no sólo eso, señor. Es muy bueno con sus hombres. ¿Sabe que estaba sentado a su lado día y noche en la enfermería hasta que se curaban o les arrojaban por la borda? Y aunque al oficial de derrota del Franklin ysus ayudantes les gustaba dar azotes, nos han dicho que el señor Dutourd siempre les protegía y no dejaba que les azotaran.

En ese momento, justo antes de las ocho campanadas, Grainger subió a la cubierta, aún soñoliento y dando bostezos, para relevar a su compañero. Los hombres de la guardia de estribor, la mayoría de los cuales habían estado durmiendo en el combés, empezaron a moverse. La fragata se llenó de vida, pero silenciosamente.

—Tres nudos, señor, con su permiso —informó el joven Wedell, que ahora era un guardiamarina interino.

Entre los habituales pitidos, gritos y ruidos que acompañaban el cambio de guardia, todos bastante discretos a las cuatro de la madrugada, Stephen fue sigilosamente a la cabina. Cuando ya estaba tumbado, con la cabeza sobre las manos, pensó que los seguidores de Knipperdolling eran muy curiosos por su credulidad, su amabilidad y su simplicidad, y aún sonreía cuando se durmió.

Durmió, pero no por mucho tiempo. Poco después llamaron a los marineros del combés, que se unieron a los hombres de guardia para hacer el diario ritual de limpiar las cubiertas. Bombearon gran cantidad de agua de mar sobre ellas, las frotaron con arena y piedra arenisca y terminaron de secarlas con lampazos cuando salía el sol. Había hombres de mar que podían dormir en medio de todo esto (Jack Aubrey era uno de ellos, y aún se podían oír sus ronquidos), pero Stephen no. Sin embargo, en esta ocasión eso no le molestó ni le irritó, y permaneció allí pensando en numerosas cosas agradables. Recordó a Clarissa y pensó que también tenía cierta simpleza a pesar de la dura vida que había llevado.

—¿Estás despierto? —preguntó Jack Aubrey en un ronco susurro por una rendija de la puerta.

—No —respondió Stephen—. Y no quiero nadar, pero tomaré café contigo cuando regreses a la fragata.

Se dijo: «¡Menuda bestia! Nunca le oigo levantarse». Era cierto. Jack pesaba demasiado, pero caminaba con ligereza.

* * *

Con este brusco comienzo del día, el doctor Maturin llegó temprano a hacer la ronda matutina; algo raro en una persona que tenía una muy vaga noción del tiempo. La ronda le llevaba poco tiempo desde el punto de vista quirúrgico, pero todavía tenía que atender algunos obstinados casos de gonorrea y sífilis. En los viajes largos y relativamente tranquilos, estos casos y los de escorbuto eran el pan de cada día de los cirujanos. Pero mientras Stephen podía obligar a los marineros a evitar el escorbuto, poniendo jugo de limón en el grog, ningún poder en la tierra podía evitar que corrieran a los burdeles tan pronto como llegaban a tierra. Trataba estos casos con calomel y guayacol, y por lo general era Martin quien preparaba la poción. Stephen no estaba satisfecho con el progreso de dos de los pacientes y en el momento en que decidió medicarlos de una forma más radical, según la escuela vienesa, vio un insecto en la cubierta, justo a ese lado de la puerta entreabierta, bajo la luz del farol de la enfermería. Era un insecto amarillo, obviamente, un algavaro, pero, ¿qué clase de algavaro? En cualquier caso, era muy activo. Stephen se puso a gatas, avanzó silenciosamente hacia el insecto, y cuando lo tenía en el pañuelo, levantó la vista. En su avance había llegado justo frente a la puerta, desde donde se veía claramente el dispensario iluminado, que parecía estar en otro mundo. Allí estaba Martin, muy serio, preparando la poción en el último de los vasos de una larga fila, y mientras Stephen le miraba, levantó el vaso y se lo bebió.

Stephen se puso de pie y tosió. Martin se volvió bruscamente y, guardando el vaso bajo el delantal, dijo:

—Buenos días, señor.

El saludo fue mecánico, sin una sonrisa espontánea, pero cortés. Era evidente que no había olvidado su descortesía del día anterior. Parecía que estaba molesto porque no le habían llevado al Franklin y esperaba que Stephen expresara su resentimiento por sus ofensivos comentarios, ya que era rencoroso, como sabía muy bien, se le podía considerar vengativo y jamás olvidaba una ofensa. Pero había algo más. Parecía como si Martin hubiera evitado que no le sorprendiera haciendo algo que deseaba ocultar, y su actitud era un poco desafiante y hostil.

Entonces llegó Padeen y, después de desear que Dios bendijera a los caballeros, dijo con cierta dificultad que la enfermería estaba preparada para recibir a sus señorías. Los médicos fueron de un coy al otro. A cada marinero Stephen le preguntó cómo se sentía, le tomó el pulso y le examinó sus partes pudendas y luego, brevemente, habló del caso en latín con Martin, que anotó las observaciones en un libro. Cuando el libro se cerró, Padeen le dio a los marineros la poción y las pastillas.

Después volvieron al dispensario. Mientras Padeen lavaba los vasos, Stephen dijo:

—No estoy satisfecho con Grant y MacDuff, y pienso aplicarles el tratamiento vienés la próxima semana.

—Mi libro de autoridades lo cita, pero no me acuerdo del nombre.

—Es el murias hirargi corrosivus.

—El vial que está junto al myrrh. No lo he visto usar nunca.

—Exactamente. Lo reservo para los casos más difíciles porque tiene muchas desventajas… ¿Qué pasa, Padeen?

La tartamudez de Padeen, siempre acusada, empeoraba con la emoción. Con el tiempo supieron que aparentemente había diez vasos en el armario hacía una hora, apenas una hora, y en ese momento sólo había nueve. Padeen levantó las manos abiertas y con un dedo doblado y repitió:

—Nueve.

—Lo siento, señor —dijo Martin—, pero rompí uno cuando estaba mezclando la poción, y olvidé decírselo a Padeen.

* * *

Tanto Jack Aubrey como Stephen Maturin querían mucho a sus esposas y ambos les escribían con mucha frecuencia. Pero Jack escribía las cartas con la esperanza de que alguna vez llegaran a su casa por un medio u otro (en un mercante, un barco de guerra o un paquebote) o, en caso de que eso no pudiera ser, con la esperanza de que permanecieran en su baúl y pudiera leerlas en voz alta a Sophie, añadiendo la explicación de cómo soplaba el viento o qué dirección tenía la corriente, mientras que Stephen no siempre tenía la intención de mandarlas. A veces las escribía porque así, en cierta manera, se ponía en contacto con Diana, aunque a gran distancia y de forma unilateral; a veces para clarificar las cosas en su mente; a veces por el alivio (y el placer) de decir cosas que no podía contar a nadie más, y en estos casos, tenían una vida efímera. Ahora escribió:

Amor mío, cuando el último elemento de un problema, un código o un rompecabezas encaja, la solución es a veces tan obvia que uno se da una palmada en la frente diciendo: «¡He sido un tonto por no haberlo visto antes!». Desde hace algún tiempo, como sabrías muy bien si tuviéramos la posibilidad de comunicarnos con mayor fluidez, estoy preocupado por el cambio en mis relaciones con Nathaniel Martin, por su transformación y su infelicidad. La última vez que te escribí aduje numerosas y sólidas razones, entre ellas una excesiva preocupación por el dinero, pues estaba convencido de que poseerlo le permitiría gozar de más consideración y felicidad que ahora, y muchas otras más, como celos, aburrimiento por tener compañeros desagradables de los que no puede escapar, nostalgia de su hogar, su esposa y sus amigos, deseos de paz y tranquilidad y su falta de preparación para la vida en la mar; para una prolongada vida en la mar. Pero no cité la causa principal porque no la descubrí hasta hoy, aunque era obvia por la gran atención que prestaba a los libros que tenemos de Astruc, Booerhave, Lind, Hunter y otras autoridades en enfermedades venéreas (nos faltan Locker y Van Swieten), y lo era aún más por sus curiosas y constantes preguntas sobre la posibilidad de contagio por usar el mismo retrete, beber de la misma taza, besarse, flirtear o cosas parecidas. No puedo estar seguro de que tenga la enfermedad sin reconocerlo como es debido, pero dudo que la tenga físicamente, aunque metafísicamente esté muy mal. No sé si se acostó con ella o no, pero deseaba hacerlo, y como es un clérigo, sabe que en el deseo está el pecado. Además, como está convencido de que está enfermo, siente horror por sí mismo y cree estar sucio por dentro y por fuera. Desgraciadamente, se ha tomado más en serio que yo nuestro desacuerdo de ayer, y nos tratamos con cortesía pero con frialdad, y en estas circunstancias no me consultará. Y evidentemente, no puedo ofrecerle mis servicios. Es más probable que el odio a uno mismo genere odio a los demás (o al menos malhumor y resentimiento) en vez de ternura. El pobre hombre está invitado hoy a comer en la cabina y a traer la viola, y temo que se produzca un enfrentamiento porque está muy nervioso.

En ese momento llamaron a la puerta con convicción, y el señor Reade entró sonriendo, seguro de ser bienvenido. De vez en cuando necesitaba vendarse la parte que le quedaba del brazo, y aquél era uno de los días en que tenía cita para eso. Stephen lo había olvidado, pero Padeen no, y el vendaje estaba sobre la última taquilla. Mientras Stephen se lo ponía, haciendo un pliegue tras otro exactamente a la misma distancia, Reade dijo:

—Señor, se me ocurrió una estupenda idea en la guardia de media. ¿Podría hacerme un gran favor?

—Podría —respondió Stephen.

—Pensé en ir a Somerset House para hacer el examen de teniente cuando vuelva a Inglaterra.

—Pero no tienes edad suficiente, amigo mío.

—No, señor, pero siempre se puede añadir un año o dos. Los capitanes que examinan sólo ponen «parece que tiene diecinueve», ¿sabe? Además, cumpliré diecinueve con el tiempo, por supuesto, especialmente si continuamos avanzando a este ritmo, y tengo los correspondientes certificados del tiempo de servicio en la Armada. Lo que me preocupa es que vacilen en aprobarme porque parezco un trípode en vez de un cuadrúpedo, así que tengo que tener todas las cosas de mi parte. Estos días de calma he estado copiando mis diarios con cuidado porque uno tiene que presentarlos, ¿sabe?, y por la noche, de repente, se me ocurrió que sería un buen golpe, que asombraría a los capitanes, incluir algunos detalles sobre la navegación en francés.

—Seguro que tendría ese efecto.

—Así que pensé que sería estupendo incluir en mi brigada a Colin, uno de los marineros del Franklin, un hombre honesto y excelente marino, aunque apenas sabe hablar inglés, porque lo llevaría al castillo durante la guardia de primer cuartillo y le enseñaría todo lo que pertenece al trinquete para que me dijera el nombre en francés, que luego usted podría decirme cómo escribir. Eso dejaría a los capitanes anonadados. ¡Qué golpe! Pero tal vez le esté pidiendo que me dedique demasiado tiempo, señor.

—En absoluto. Sujete este extremo de la venda, por favor. Así, bien amarrada.

—Muchas gracias, señor. Le estoy infinitamente agradecido. Entonces, ¿nos vemos en la guardia de primer cuartillo?

—Ni se lo imagine, señor Reade —dijo Killick, que entró llevando en el brazo la excelente chaqueta azul de Stephen recién cepillada y unos calzones de cachemira blancos—. Ni en la de primer cuartillo ni en la de segundo. El doctor va a cenar con el capitán y ellos no terminarán de tocar música hasta que termine la guardia. Ahora, señor, por favor —añadió mirando a Stephen—, deme esa vieja camisa y póngase ésta que acaban de planchar. No hay ni un momento que perder.

* * *

La comida fue muy bien. Aunque Martin no simpatizaba con Jack Aubrey, le respetaba como capitán y como jefe. Hubiera sido injusto decir que su respeto había aumentado por la posibilidad de obtener otro beneficio eclesiástico, pero era posible que eso hubiera tenido alguna influencia. De cualquier manera, a pesar de que parecía tenso y enfermo, pudo representar muy bien el papel de invitado contento y agradecido, si no fuera porque casi no probó el vino. Contó dos anécdotas por propia iniciativa. Una sobre una trucha que cogió con las manos en una presa y otra sobre una tía. Su tía tenía un gato al que quería mucho y vivía cerca del Támesis. Un día el gato desapareció y ella preguntó por él en todas partes y lo lloró durante un año, hasta el día en que regresó, subió de un salto a su butaca preferida, junto al fuego, y empezó a lamerse. Por curiosidad había subido a bordo de un barco que iba a Surinam y que acababa de regresar.

Después de la comida, propusieron tocar música, y puesto que uno de los principales objetivos de la comida era agasajar a Tom Pullings, tocaron piezas que él conocía muy bien. Tocaron muchas canciones, bailes y otras deliciosas melodías con variaciones, y de vez en cuando Jack y Pullings cantaban.

—El sonido de la viola ha mejorado mucho después de la reparación —observó Jack cuando se pusieron de pie para despedirse—. Su tono es encantador.

—Gracias, señor —repuso Martin—. Gracias al señor Dutourd, ha mejorado el movimiento de mis dedos y mi capacidad de afinar y de mover el arco. Sabe mucho de música y le encanta tocar.

—¿Ah, sí? —preguntó Jack—. Tom, te ruego que no olvides tu catalejo para otear el horizonte.

* * *

En su papel de capitán casi omnipotente, Jack podía hacer oídos sordos a cualquier sugerencia, especialmente si era indirecta. Stephen, en cambio, estaba peor situado, y dos días más tarde Dutourd, después de darle los buenos días y asegurarle que le había gustado mucho quedarse en el alcázar mientras tocaban, con una confianza que le asombró al principio (aunque luego comprendió que los ricos estaban acostumbrados a que atendieran a sus deseos), le dijo:

—Tal vez parezca pretencioso, pero le ruego que le diga al capitán que me gustaría aún más que me permitiera participar en una de esas sesiones. No soy un virtuoso, pero he tocado en muy buena compañía. Si me permitiera ser el segundo violín, podríamos tocar cuartetos, que siempre he considerado la quintaesencia de la música.

—Se lo diré si quiere —dijo Stephen—. Pero debo advertirle que, por lo general, el capitán considera este tipo de cosas asuntos privados, totalmente informales.

—Entonces tal vez debería contentarme con escuchar desde lejos —propuso Dutourd, aparentemente sin darse por ofendido—. Pero le agradecería que tuviera la amabilidad de decírselo si se presenta la ocasión.

Cambió de conversación preguntando cómo iban las cosas a bordo del Franklin. Stephen le dijo que estaban colocando los botalones de las alas de la juanete de proa. Entonces, al ver que Dutourd le miraba con una expresión que indicaba ignorancia, como la que tenía él hasta el día anterior cuando ayudó a Reade a escribir los términos en su diario, añadió:

—Les bout-dehors des bonnettes du petit perroquet.

Siguieron hablando de las velas en general, y al cabo de un rato, cuando Stephen ya estaba deseoso de irse, Dutourd le miró fijamente y dijo:

—Es asombroso que sepa el nombre en francés de los botalones de las alas y de muchos animales y aves. Domina usted nuestra lengua. —Después de hacer una reflexiva pausa, continuó—: Ahora que he tenido el honor de llegar a conocerle mejor, me parece que nos hemos visto antes. ¿Conoce a Georges Couvier?

—Me presentaron a monsieur Couvier.

—¿Y no asistió usted de vez en cuando a las soirées en casa de madame Roland?

—Probablemente habla usted de mi primo Domanova. Nos confunden a menudo.

—Tal vez. Pero, dígame, señor, ¿cómo tiene un primo que se apellida Domanova?

Stephen le miró con asombro y Dutourd, visiblemente arrepentido, se disculpó:

—Perdóneme, señor. Soy un impertinente.

—No, en absoluto, señor —dijo Stephen y se alejó.

Entonces su voz interior preguntó: «¿Será posible que este animal me haya reconocido, que tenga una vaga idea de lo que nos traemos entre manos y que represente una amenaza?».

La expresión de Dutourd era difícil de interpretar. En apariencia mostraba entusiasmo y la amabilidad propia de su clase y de su país, pero, indudablemente, eso no excluía la astucia y la falsedad comunes y corrientes. Además, había algo en su insistente mirada, cierta confianza en sí mismo, que quizá podría tener más profundas implicaciones.

—¿Cuándo aprenderé a mantener la boca cerrada? —murmuró al abrir la puerta de la enfermería y luego, en voz alta, para responder el saludo de Padeen, dijo—: Que Dios, la Virgen María y san Patricio sean contigo. Señor Martin, buenos días.

* * *

—Se suceden uno tras otro los días tranquilos, separados solamente por noches perfectas —comentó cuando entró en la cabina—. Parece que estamos en tierra firme. Pero, dime, Jack, ¿no volverá a llover nunca? Silencio… Creo que he interrumpido tus cálculos.

—¿Cuánto es doce por seis? —preguntó Jack.

—Setenta y dos —respondió Stephen—. Mi camisa está tan llena de sal que es como un cilicio. Si la usara sucia, estaría bastante suave, pero Killick se las ingenia para encontrarla y llevársela para meterla en la tina de agua salada. Y estoy convencido de que le añade más sal de la que recogemos por sedimentación.

—¿Qué es un cilicio?

—Es una vestidura hecha de la tela más áspera que se conoce y que los santos, los ermitaños y los pecadores desesperados usan pegada a la piel para hacer penitencia.

Jack volvió a los números y Stephen a sus desagradables reflexiones, preguntándose: «¿Qué nos conduce a la destrucción? El orgullo conduce a la destrucción, eso es. Estaba tan orgulloso de que conocía el nombre de todos esos palos en inglés e incluso en francés que no me pude reprimir y tuve que hablar como un tonto. Bien sabe Dios que merezco llevar un cilicio».

Finalmente, Jack dejó a un lado la pluma y dijo:

—En cuanto a que llueva, no hay esperanzas, de acuerdo con el barómetro. Pero he calculado el importe del botín, en la medida que es posible sin la cantidad de monedas que hay en el Franklin, y es una gran suma, lo cual es un consuelo.

—Muy bien. Los depredadores como yo siempre encuentran atractivo un botín. La propia palabra provoca una codiciosa sonrisa. A propósito del Franklin, Dutourd quiere que sepas que le gustaría que lo invitáramos a tocar con nosotros.

—Eso deduje de las palabras de Martin —dijo Jack—, y me pareció una impertinencia. A un tipo de sangre fría que es un regicida de ideas revolucionarias como Tom Paine, Charles Fox, todos esos infames que va a Brook's y ese adúltero… Olvidé su nombre, pero ya sabes a quien me refiero.

—Creo que no conozco a ningún adúltero, Jack.

—Bueno, no importa. A un tipo que recorre los mares atacando nuestros mercantes sin tener un nombramiento ni una patente de corso de nadie, casi un pirata, que probablemente termine ahorcado, me maldeciría si le invitara como si fuera otro Tartini, que no es. Además, me ha sido desagradable desde el principio y no me ha gustado nada de lo que he oído de él: entusiasmo por la democracia, benevolencia con todos… ¡Menudas cosas!

—Tiene cualidades.

—¡Oh, sí! No es cobarde y defendió bien a sus hombres.

—Algunos de los nuestros tienen una excelente opinión de él y sus ideas.

—Lo sé. Algunos de los marineros de Shelmerston, que son hombres honestos y excelentes navegantes, son casi demócratas; quiero decir, republicanos, y se dejan arrastrar fácilmente por cualquier político inteligente y locuaz; sin embargo, a los marineros de barcos de guerra, especialmente los antiguos tripulantes de la Surprise, no les gusta. Le llaman monsieur Turd, y no es posible ganarse su voluntad con una sonrisa afectada y maliciosa y hablando de la fraternidad. Ellos detestan sus ideas tanto como yo.

—Admito que sus ideas son quiméricas, y es sorprendente que un hombre de su edad y su inteligencia todavía las tenga. En 1789 yo también esperaba grandes cosas de mis semejantes, pero ahora creo que lo único en lo que Dutourd y yo coincidimos es en la opinión sobre la esclavitud.

—Por lo que respecta a la esclavitud… Es cierto que no me gustaría ser un esclavo, pero Nelson estaba a favor de ella y sabía que la actividad mercantil del país se arruinaría si se ponía fin a ese comercio. Tal vez uno lo encontraría más natural si fuera negro… Recuerdo que hace años, en Barbados, hiciste pedazos a aquel desgraciado miserable de Bosville por decir que a los esclavos les gustaba, que los amos los trataban amablemente porque les convenía y que abolir la esclavitud sería cerrar las puertas a la piedad por los negros. Dijiste las cosas más duras que te he oído decir, y me asombra que no te haya pedido una satisfacción.

—Creo que la esclavitud me causa más repulsión que cualquier otra cosa, incluso más que ese canalla de Bonaparte, que representa una parte de ella. Bosville… Ese santurrón hipócrita y despreciable, con sus «puertas a la piedad»… ¡Que el diablo le lleve! Esa piedad incluye cadenas, látigos y hacer marcas con un hierro candente. De buena gana le habría dado una satisfacción con dos onzas de plomo o un palmo de afilado acero, o tal vez hubiera sido más apropiado usar veneno para ratas.

—¡Vaya! ¡Qué irritado estás, Stephen!

—Sí, es una irritación retrospectiva, pero aún la siento. Pensar que ese joven malcarado, fofo, falso, vanidoso, ignorante, miserable, mezquino, cobarde, tenía poder absoluto sobre mil quinientos negros esclavos me hace estremecerme, incluso ahora, y me produce irritación. Le habría pateado si no hubiera habido damas presentes…

—¡Adelante!

—El señor Grainger, el oficial de guardia —dijo Norton—, comunica que el viento está rolando hacia popa y pregunta si puede desplegar las alas de barlovento.

—Naturalmente, señor Norton, en cuanto sea posible. Subiré a cubierta en cuanto termine estas cuentas. Si ve al caballero francés, dígale que me gustaría verle dentro de diez minutos. Preséntele mis respetos, por supuesto.

—Sí, sí, señor. Desplegar las alas tan pronto como sea posible. Presentar los respetos del capitán a monsieur Turd…

—Monsieur Dutourd, señor Norton.

—Le pido disculpas, señor. Monsieur Dutourd. Y decirle que desea verle dentro de diez minutos.

Al recibir el mensaje, Dutourd le dio las gracias al guardiamarina, miró a Martin sonriendo y empezó a pasearse del coronamiento al cañón de proa de sotavento, mirando el reloj cada vez que daba la vuelta.

—¡Adelante! —exclamó Jack otra vez—. Adelante, monsieur… señor Dutourd. Siéntese. Estoy calculando el importe del botín, y le agradecería que me confesara qué cantidad de monedas, letras de cambio y cosas de ese tipo hay en el Franklin. También tengo que saber dónde las guarda, claro.

La expresión de Dutourd cambió extraordinariamente, pues no sólo su alegría y su confianza pasaron a lo opuesto, sino que su mirada inteligente dejó paso a otra estúpida.

—El dinero que sacó de las presas será devuelto a sus antiguos dueños —continuó Jack—. Ya tengo las declaraciones juradas de los rehenes. Y las riquezas que quedan en el Franklin se repartirán entre los captores, de acuerdo con las leyes que rigen en la mar. Su dinero y sus propiedades seguirán siendo suyos, pero hay que escribir la cantidad.

Dutourd había recuperado la sensatez y, por la absoluta confianza de Jack Aubrey, comprendió que cualquier protesta sería inútil. En realidad, este tratamiento era mucho mejor que el que daba el Franklin, que despojaba de todo a sus prisioneros, pero el largo intervalo transcurrido entre la captura y la destitución, muy diferente al inmediato saqueo que había visto antes, le había hecho concebir ilógicas esperanzas. No obstante eso, se las arregló para poner un gesto despreocupado y, sacando dos llaves de un bolsillo interior, dijo:

Vae victis. Y espero que no descubra que mis compañeros de tripulación ya han estado allí antes. Había algunos tipos avaros entre ellos.

* * *

También había algunos tipos avaros a bordo de la Surprise, si se podía llamar avaros a los hombres a quienes les gustaba más llenarse las manos de tintineantes monedas de oro y plata que recibir silenciosos, lejanos y casi teóricos pedazos de papel. Por toda la fragata se oían risas desde que el oráculo Killick contó que por fin el capitán había averiguado todo. El señor Reade, el señor Adams y el sirviente del señor Dutourd fueron al Franklin en una lancha y regresaron con un baúl. Los marineros lo subieron a bordo no entre vivas, porque eso no era de buena educación, pero sí con gran alegría, lo observaron con angustia y preocupación mientras colgaba en el vacío, lo recibieron con bromas cuando pasó por encima de la borda y lo bajaron delicadamente como si contuviera huevos.

Pero hasta el día siguiente Stephen Maturin no se enteró de esto, no sólo porque cenó solo en la cabina, debido a que Jack Aubrey estaba a bordo del Franklin, sino también porque tenía puesta casi toda su atención en los cefalópodos. Tan pronto como notó la alegría (que no era rara en la Surprise, pues era una embarcación en armonía), la atribuyó al aumento de intensidad del viento, que ahora hacía avanzar a los dos barcos a casi cinco nudos y prometía aumentar aún más en el futuro. Esa mañana tuvo que hacer la ronda solo, ya que Martin se quedó en el coy debido a lo que describió como un terrible dolor de cabeza. El desayuno de Jack y Stephen, por primera vez, no coincidió, y Stephen se limitó a saludarlo con la mano desde la cubierta antes de sentarse a estudiar su colección de cefalópodos. Algunos estaban secos, otros metidos en alcohol y uno recién muerto. Después de colocar en orden todos los ejemplares y de revisar las etiquetas y el nivel de alcohol (una precaución necesaria en la mar, donde por experiencia sabía que se vaciaban los frascos, incluso los que tenían áspides y escorpiones), se puso a observar el animal más interesante y el que había capturado más recientemente. Era un decápodo que había metido sus largos tentáculos con ventosas en una red que contenía carne de vaca salada y que iba a remolque para que perdiera un poco de sal antes de ponerla a remojar en agua dulce, y como tenía adheridas las ventosas tan fuertemente, lo habían subido a bordo.

Con ayuda de Sarah y Emily, colocadas en esquinas opuestas y estirando los tentáculos del calamar, Stephen pudo practicarle cortes, dibujarlo y describirlo y, además, analizar varios procedimientos de conservación. Por desgracia, no era posible conservar el animal entero aunque tuviera un frasco lo suficientemente grande, pues era propiedad del señor Vidal, que lo había separado de la carne a costa de varias heridas terribles (era un decápodo vengativo) y se lo había prometido al cocinero de la cámara de oficiales para el banquete de ese día, ese viernes. Ése era el día en que al otro lado del mundo, en Shelmerston, todos olvidaban las diferencias de credo y hacían hogueras y bailaban alrededor de ellas entonando un cántico cuyo significado se había perdido, pero que hasta la época de Leland se cantaba en honor de la diosa Frig. Aún ahora las palabras conservaban tanto poder que, como Stephen bien sabía, ningún hombre nacido y criado en Shelmerston querría omitirlas.

En ocasiones como ésa generalmente las niñas se comportaban muy bien y guardaban silencio, pero la proximidad del banquete y la llegada del botín acabó con la discreción de Sarah, que dijo:

—Jemmy Ducks dice que monsieur Turd está de mal humor porque le dio a Jean Potin una patada en el culo. Jean Potin es su sirviente.

—Silencio, cariño mío —dijo Stephen—. Estoy contando las ventosas. Y no debes decir monsieur Turd ni culo. Emily apreciaba la atención y la aprobación de Stephen más que su alma, y aunque era una niña afectuosa, con tal de obtenerlas traicionaría a su mejor amigo. Por eso ahora, desde la esquina, gritó:

—Ella siempre está diciendo monsieur Turd. Justo ayer el señor Grainger la regañó por eso y le dijo que estaba mal hablar de un caballero tan benévolo.

—Mantened el tentáculo estirado y no os preocupéis por los delantales —dijo Stephen.

Sabía cuál era el destino del calamar y trabajaba muy rápido y muy concentrado, pero antes de que completara la descripción, llegó el ayudante del cocinero. Después de excusarse, dijo a su señoría que aquel viejo y duro cabrón, disculpando la palabra, necesitaba pasarse una hora en la olla. Su señoría suspiró, quitó rápidamente el último ganglio y se sentó.

—Gracias, queridas mías —dijo a las pequeñas—. Ayuden a Nicholson con los tentáculos más grandes. Y tú, Sarah, antes de irte pásame el petrel, ¿quieres?

Conocía muy bien los petreles, como cualquiera que hubiera navegado hasta tan lejos por aguas tropicales. Había desollado muchos, y había podido distinguir tres o cuatro especies estrechamente relacionadas y hacer una detallada descripción del plumaje, pero nunca había disecado uno. Ahora se disponía a hacerlo y pensaba examinar primero los músculos para volar, que permitían a los petreles llegar más alto que los albatros. Apenas le abrió el pecho, tuvo el presentimiento de que estaba a punto de realizar el estudio anatómico más importante de su carrera.

El ave, como era natural, tenía una espoleta, y desde el principio notó que era extraordinariamente firme al tocarla. Mientras el escalpelo avanzaba delicadamente hacia la quilla y él apartaba los músculos con una espátula, no oía el tintineo de las monedas ni los vozarrones al otro lado del mamparo, donde el capitán Aubrey, los dos marineros del castillo de más antigüedad (un poco duros de oído) y el señor Adams estaban contando el dinero del Franklin, pasándolo a monedas españolas y calculando las partes en que se dividiría. Tampoco oyó el murmullo del alcázar, donde gran número de marineros habían encontrado algo que hacer cerca de la escala de toldilla para poder escuchar, y hacían comentarios sobre las cantidades y el tipo de cambio de las monedas que había abajo. Conocían bien el sistema europeo y el norteamericano y pasaban de los florines holandeses a los ducados de Hanover con tanta facilidad como de las monedas de oro de Barcelona a los joes[4]portugueses, los cequíes venecianos o las guineas de Jamaica. El murmullo, bastante intenso, cesó cuando llamaron a los marineros a comer, pero el recuento continuó en la gran cabina mientras Stephen, sin pensar en nada más, continuó dejando al descubierto la parte superior del tórax del petrel.

Aún no había terminado de descubrir todas las partes vitales cuando llegaron Killick y Padeen, que estaban impacientes y le dijeron que ya todos estaban reunidos en la cámara de oficiales y que el banquete estaba a punto de empezar. Se abandonó a sus cuidados y bajó enseguida correctamente vestido, bastante limpio, con la peluca bien colocada y una expresión muy satisfecha.

—Bueno, caballeros —dijo al entrar en la cámara de oficiales—, casi llegué tarde.

—No importa —respondió Grainger—. Bebimos otro trago y nos alegramos de eso. Pero ahora pediremos al señor Martin que eche la bendición y empezaremos.

A Martin lo habían cambiado de puesto para dejar sitio a otros dos marineros de Shelmerston que habían venido de la presa, y ahora estaba sentado a la derecha de Stephen. Estaba delgado y parecía enfermo. Cuando se sentaron, Stephen le murmuró:

—Parece que se encuentra bastante bien.

—Estoy perfectamente, gracias —dijo Martin sin sonreír—. Fue una enfermedad pasajera.

—Me alegra saberlo, pero debería quedarse en la cubierta esta tarde —le recomendó Stephen y, después de una pausa, continuó—: Acabo de descubrir algo que creo que le gustará. En el petrel, el punto de unión de la espoleta coincide con el de unión a la quilla y las dos costillas superiores están unidas al caracoide, y cada caracoide, a su vez, está unido a un extremo de la escápula.

Su expresión triunfante se desvaneció cuando vio que Martin no sabía tanto de anatomía para entender eso o, al menos, para advertir sus consecuencias, y prosiguió:

—El resultado es, naturalmente, que el conjunto es del todo rígido, a excepción de la ligera flexión de las costillas. Creo que esto es único entre las aves que existen y está estrechamente relacionado con su capacidad de volar.

—Tiene cierto interés, si su ejemplo no es una broma —dijo Martin—. Tal vez eso justifique quitarle la vida al ave, pero a menudo hemos visto hecatombes que no han revelado nada significativo, cientos y cientos de estómagos abiertos para obtener casi el mismo resultado. Incluso el señor White, de Selborne, mató de un disparo a muchas. A veces creo que posiblemente la disección se haga sólo para justificar la muerte.

A menudo Stephen había tenido pacientes deseosos de ser desagradables, algo generalmente unido a la irritabilidad producida por una enfermedad, en particular en los casos de gangrena, pero sólo se mostraban así con sus amigos y parientes, rara vez con su médico. Pero, si bien Martin estaba realmente enfermo, Stephen no era su médico ni era probable que él lo consultara. Stephen, sin responder nada, se volvió hacia Grainger para alabar la sopa de calamar, pero estaba herido, profundamente decepcionado e insatisfecho.

Frente a él estaba sentado Dutourd, aparentemente en un estado de ánimo también indeseable. Durante cierto tiempo ambos mantuvieron una actitud cortés e incluso hicieron comentarios sobre el calamar, aunque estaba claro para la mayoría de los que estaban en la mesa que no sólo Dutourd estaba malhumorado sino que, en cierto modo, hacía al doctor responsable de ello. Para Grainger, Vidal y los demás, tanto si eran corsarios o marineros de barcos de guerra, apresar y ser apresados formaba parte de la vida marinera como el buen y el mal tiempo, así que aceptaban esas cosas como venían, pero sabían que ésa era la primera vez que a Dutourd le habían despojado de todo, mejor dicho, de casi todo, y le trataban con gran respeto y delicadeza, como si hubiera perdido a un familiar recientemente. Eso tuvo como resultado que fuera más locuaz que de costumbre. Cuando llegó el postre, su voz dejó de tener un tono bajo, conversacional, y alcanzó uno casi tan alto como el empleado para dirigirse al público. Stephen comprendió que iban a escuchar un discurso sobre Rousseau y la adecuada educación de los niños.

El pudín de pasas se desvaneció, retiraron el mantel y mientras las botellas pasaban constantemente alrededor de la mesa, Dutourd seguía animándose. Stephen ya se había tomado varias copas después de dejar de escucharle, y a veces pensaba con satisfacción en su descubrimiento, pero con mayor frecuencia recordaba con irritación el obvio deseo de herirle de Martin. Era cierto que Martin era simplemente alguien que observaba las aves con suma atención, no un sistemático ornitólogo que basaba su clasificación en rasgos anatómicos, pero, a pesar de eso…

Los ojos del doctor Maturin eran curiosamente claros y a menudo los tenía cubiertos por gafas azules; sin embargo, ahora no las llevaba y su color parecía más claro en contraste con su rostro bronceado y por la rabia que sentía por su ayudante, que se obstinaba en guardar silencio.

Estaba mirando al frente en uno de esos momentos de abstracción, cuando Dutourd, sirviéndose otra copa de oporto, se fijó en su mirada y creyendo que reflexionaba sobre él dijo:

—Me temo que usted, doctor, no comparte mi opinión sobre Jean-Jacques.

—¿Rousseau? —preguntó Stephen, volviendo al inmediato presente y componiendo su gesto para expresar mayor cordialidad o, al menos, para que pareciera menos irritado y siniestro—. ¿Rousseau? En verdad, no conozco mucho sobre él, aparte de Devin du Village, que me gustó mucho. Pero he oído hablar de sus teorías desde siempre, y una vez un admirador suyo me hizo prometerle que leería la Confesiones ylas leí, porque las promesas son sagradas. Pero durante todo el tiempo me acordé de un primo mío, un sacerdote, que me decía que la parte más aburrida, insignificante y descorazonadora de su trabajo era escuchar a los penitentes que habían hecho un acto de contrición por faltas imaginarias, por pecados ficticios, por errores fantasmales. Y lo más penoso era dar una absolución que podría ser blasfema.

—Pero no dudará usted de la sinceridad de Rousseau, ¿verdad?

—Por caridad tuve que hacerlo.

—No le comprendo, señor.

—Recordará usted que en ese libro habla de los cuatro o cinco hijos que tuvo con su amante y que fueron llevados a un orfanato. Esto no concuerda con su elogio de los lazos familiares, y menos aún con sus teorías sobre la educación que aparecen en Émile, así que a menos que pensara que es un hipócrita cuando habla de la educación de los niños, tenía que considerarlo un procreador de niños falsos.

En la cabecera de la mesa, los rehenes, que eran toscos y, a diferencia de sus anfitriones, estaban cada vez más inquietos, soltaron una carcajada cuando oyeron «niños falsos» y, dándose palmadas en la espalda unos a otros, gritaron:

—¡Escúchenlo! ¡Muy bueno! ¡Escúchenlo!

—La existencia de esos niños la puede comprender muy bien cualquier persona bien pensada —gritó Dutourd para que le oyeran a pesar del alboroto—, pero donde hay prejuicios, odio evidente al progreso y la ilustración, amor a los privilegios y las viejas costumbres, rechazo a las cualidades esenciales del hombre y malevolencia, no tengo nada que decir.

Stephen le hizo una inclinación de cabeza y, volviéndose hacia el turbado teniente interino, dijo:

—Señor Grainger, espero que me perdone si me voy en este momento. Pero antes de irme, antes de retirarme, propongo un brindis por Shelmerston. Llenen las copas hasta el borde, caballeros, por favor, y no dejen nada en el fondo. ¡Por Shelmerston! ¡Que pronto pasemos por su banco de arena sin rozarlo!

—¡Viva Shelmerston, Shelmerston, Shelmerston! —gritaron todos, mientras Stephen se alejaba y se dirigía a la cabina sintiendo que el cabeceo y el balanceo aumentaban.

Encontró a Jack terminando de comer y se sentó junto a él.

—¿Puedo confesarte un pecado grave? —preguntó.

—¡Por supuesto! —respondió Jack, mirándole con benevolencia—. Pero si pudiste cometer un delito en el trayecto de la cámara de oficiales hasta aquí, tienes una enorme capacidad de hacer el mal.

Stephen cogió un pedazo de galleta, lo golpeó mecánicamente para que salieran los excrementos de los gorgojos y dijo:

—Tenía un humor de perros y ataqué a Dutourd y a Rousseau.

—Él también estaba malhumorado y deseoso de pelear. A duras penas pudo comportarse cortésmente cuando le obligué a entregar el dinero del Franklin, aunque bien sabe Dios que eso era normal.

—¡Así que le quitaste su dinero! No lo sabía.

—No su dinero, pues le dejamos su bolsa, sino el dinero de su barco: el botín que obtuvo de las presas, el efectivo que llevaba para comprar provisiones y pertrechos. Es lo que se hace siempre, ya sabes, Stephen. Debes de haberlo visto montones de veces. El baúl llegó a bordo en la guardia de mañana.

—¡Naturalmente, naturalmente! Pero yo no estaba en la cubierta a esa hora ni creo que nadie lo haya mencionado; sin embargo, observé una alegría general y Sarah dijo que Dutourd estaba de mal humor.

—Se lo tomó realmente mal. Y tenía mucho dinero a bordo. Pero, ¿qué esperaba? No somos una institución filantrópica. Adams, dos marineros y yo lo contamos esta mañana. Había monedas muy curiosas, sobre todo de oro. Guardé este montoncito para que las vieras.

—No sé mucho de dinero, pero, indudablemente, estas monedas son bizantinas. ¿Y ésta no se parece mucho a un antiguo mohur? Por el agujero y lo gastada que está, seguramente es un amuleto.

—Seguro que sí —dijo Jack—. ¿Y qué piensas de esta moneda grande? Casi está lisa, pero si la pones de lado contra la luz, se puede ver un barco con un mástil inclinado hacia delante y con muchos obenques y también una especie de toldilla elevada detrás del castillo.

Jack terminó de comer, y mientras tomaban el café Stephen dijo:

—He hecho un importante descubrimiento esta mañana y creo que se armará un revuelo en la Royal Society[5] cuando lea mi disertación. Cuvier se asombrará.

Habló de la inflexibilidad del pecho del petrel, comparándolo con el de otras aves que apenas lo tenían más rígido que una cesta de mimbre, y añadió que eso probablemente tenía relación con su capacidad de vuelo. Como era habitual siempre que ambos hablaban de lugares en tierra, de maniobras o cosas parecidas, Stephen estaba trazando líneas con vino en la mesa. Jack le seguía con atención.

—Entiendo y creo que tienes razón —dijo, dibujando un barco visto desde arriba—. Así, como sabes, está la verga mayor cuando llevamos las velas amuradas a estribor. La ajustamos con la braza de babor, que está aquí; llevamos la escota hacia popa y los grátiles de estribor hacia proa, con las bolinas tan tensas que vibran, y luego movemos las amuras hacia el interior y las bajamos hasta la castañuela y la tensamos bien con un motón. Cuando todo esto se hace como lo hacen los buenos marinos, hay muy poca holgura y la vela queda plana como una tabla, y un barco con las velas tan bien ajustadas vuela. Sin duda, aquí hay un paralelismo.

—Naturalmente. Si quieres pasar aquí al lado, te mostraré los huesos en cuestión y el punto en que se unen, y así tú mismo podrás juzgar el grado de rigidez comparándolo con el de las escotas en las castañuelas. Me llamaron antes que terminara la disección, antes que todo estuviera tan blanco y definido como una muestra o un ejemplar preparado para una lección de anatomía, pero a ti no te disgustará ver un poco de sangre y babaza.

A Stephen no le faltaba perspicacia en muchos asuntos; sin embargo, a pesar de que conocía a Jack Aubrey desde hacía años, no había descubierto que le desagradaba enormemente ver sangre y baba aunque fuera en pequeña cantidad, es decir, sangre fría y baba. Aunque en las batallas estaba acostumbrado a estar cubierto por ambas hasta el tobillo sin sentir la menor repulsión, caminando de un lado a otro en actitud amenazadora, era incapaz de romperle el pescuezo a una gallina y mucho menos presenciar una operación quirúrgica.

—Cogerás la espoleta entre tus dedos índice y pulgar —continuó Stephen—. Después de considerar todas las proporciones, podrás juzgar su falta de movilidad.

Jack sonrió tímidamente y vinieron a su mente siete excusas; sin embargo, como estimaba mucho a su amigo y las excusas no eran buenas, avanzó hacia su antigua cabina-comedor, que ahora, a juzgar por el hedor, era un osario.

Cogió la espoleta, como Stephen quería, y escuchó su explicación con la cabeza inclinada y una expresión grave, como un perro grande que hacía concienzudamente una desagradable tarea. Y se alegró mucho cuando esa tarea terminó, cuando concluyó la explicación y pudo salir a tomar el aire fresco con la conciencia tranquila.

—Todo está preparado, señor —informó Vidal, reuniéndose con él al lado de la escala de toldilla—. El baúl ya está arriba, los franceses están abajo y el señor Adams está junto al cabrestante con el rol.

—Muy bien, señor Vidal —replicó Jack, respirando profundamente.

Miró al cielo y luego hacia atrás, donde estaba el Franklin, que, situado a un cable de distancia de la fragata por la aleta, formaba grandes olas de proa.

—Vamos a aferrar las sobrejuanetes y las alas de las juanetes —ordenó.

Apenas Vidal había acabado de escuchar la orden cuando los gavieros empezaron a subir corriendo. Las sobrejuanetes y las alas de las juanetes se desvanecieron, la velocidad de la fragata disminuyó considerablemente y Jack dijo:

—Todos los marineros a la popa, por favor.

—Señor Bulkeley, llame a todos los marineros a la popa —ordenó Vidal al contramaestre.

—Todos los marineros a la popa, sí, señor —contestó el contramaestre, y de inmediato se oyeron los agudos pitidos de llamada seguidos de un grito estremecedor.

Ésa fue la primera noticia oficial que recibieron los marineros, pero si alguien a bordo hubiera sido tan ingenuo como para pensar que se sorprenderían al oírla, estaría totalmente equivocado. Todos se las habían arreglado para estar ahora limpios, afeitados, vestidos adecuadamente, con el sombrero puesto y sobrios. Todos, como un enjambre, avanzaron por el pasamano de babor y se situaron desordenadamente en el alcázar, como era habitual. Permanecieron allí sonriendo y dándose codazos hasta que Jack dijo:

—Ahora, compañeros de tripulación, vamos a proceder a un reparto provisional. Todo lo que tenemos en monedas de plata son monedas españolas de ocho reales, chelines y otras monedas más pequeñas, y las que tenemos de oro, que todos conocemos, son guineas, luises, ducados, joes y otras parecidas. Las que están en desuso o son raras serán vendidas al peso y divididas como corresponda. Señor Wedell, no se tocan los ganchos.

El desafortunado muchacho se puso rojo y, sacándose las manos de los bolsillos y con la expresión más tranquila que pudo, se ocultó detrás de Norton, que era más alto.

—Los billetes, los pagarés y, naturalmente, el casco, los aparejos y otros objetos y el dinero por cada prisionero se incluirán en el recuento final.

—Cuando esté disponible —murmuró Vidal.

—Exactamente, cuando esté disponible —sentenció Jack—. Adelante, señor Adams.

—Ezequiel Ayrton —gritó el señor Adams con el dedo puesto en el rol abierto.

Entonces avanzó Ayrton, un gaviero del trinquete que pertenecía a la guardia de estribor. Estaba contento, pero consciente de que estaba solo y de que todos le miraban. Atravesó la cubierta y se quitó el sombrero, pero en vez de pasar junto al capitán y avanzar por el pasamano de barlovento, como hubiera hecho en un ordinario pase de revista, se dirigió hacia donde estaba el cabrestante. Y en la parte superior, el señor Adams puso dos guineas, un luis, dos ducados (uno veneciano y otro holandés) y monedas de ocho reales y pequeñas monedas de Jamaica suficientes para completar la suma de veintisiete libras, seis chelines y cuatro peniques. Ayrton, riéndose, las echó de golpe en el sombrero, dio dos pasos hacia delante y saludó al capitán.

—Que las disfrute, Ayrton —dijo Jack, sonriéndole.

Continuó el reparto a lo largo de todo el alfabeto, con más risas y comentarios ocurrentes de los que se hubieran tolerado en un barco de guerra normal, hasta un minuto después que John Yardley, el encargado de las señales, se reunió en el castillo con sus alegres compañeros. En ese momento el alboroto se transformó en un absoluto silencio por un grito que llegó desde el tope de un palo.

—¡Cubierta, objeto bien definido por la amura de babor! ¡Creo que es un barril!