Veintidós

9 de septiembre de 1981

La carrera de los cinco kilómetros

en memoria de Billy

A las seis, Harry llamó a la puerta.

—¿Y bien? —le preguntamos, todavía con la vana esperanza de que se hubiera producido algún arresto durante la noche.

—No he tenido noticias de Chino —repuso Harry encogiéndose de hombros.

Harry estaba listo para correr en caso de que fuera necesario. Llevaba unos viejos vaqueros, colores de camuflaje y sus viejas zapatillas deportivas favoritas. Ese día toda medida de seguridad era poca. Sin embargo, y en calidad de guardaespaldas oficiales, Chino y él tenían que ser más precavidos que la policía a la hora de decidir usar un arma. Y a los dos les gustaba simplificar las cosas. Harry sólo llevaba encima un cuchillo y su automática más pequeña. Tenía la pistola escondida debajo de una ligera cazadora, en una pistolera colocada de modo que le permitiera disparar con rapidez.

Vince, que no estaba tan informado como yo sobre los «profesionales de la seguridad» de la vida real, se asombró al ver lo que consideró un enfoque poco serio al peligro que íbamos a correr ahí afuera.

—Joder, Harry… ¿eso es todo lo que llevas? —preguntó mi novio mientras se pasaba la camiseta con los refuerzos de Kevlar por la cabeza.

Harry le dedicó una sonrisa tensa, breve y paciente.

—Chico, si hoy se dispara un solo tiro, habremos fracasado —sentenció—. De todos modos, no harán falta más de un par de disparos. Moveos, tíos.

Metimos nuestras cosas en la vieja camioneta VW de Harry y cruzamos la ciudad. Para entonces, Chino habría salido de su escondite en Griffith Park y habría llegado ya a la zona de organización de la carrera, asegurándose de que nuestros vigilantes veteranos estuvieran en su lugar. Russell no iba a venir. El viejo buho había decidido que sería mucho mejor no aparecer. Así que estaba en Palm Springs, y se mantenía en contacto con sus unidades de campo por teléfono. Llegaría a Los Angeles esa misma noche.

Mientras avanzábamos entre el escaso tráfico, Harry nos puso al corriente de más de una novedad.

—Denny Falks está más cerca —dijo—. El tipo de Russell nos ha dicho que está justo a las afueras de la ciudad, cerca de Gorman. Supuestamente está en un curso de instrucción para SWATs en un campo de tiro de la zona.

Vince chasqueó los nudillos, algo que sólo hacía antes de una importante carrera.

En cuanto a mí, sudaba oro fundido.

De pronto, resurgió la vieja rencilla entre Vince y yo.

—Entonces, ¿no piensas hablar en la ceremonia de entrega de premios? —preguntó.

—No. Pero me aseguraré de que sobrevivas para llevarte uno —le gruñí.

—Ya, claro —murmuró él, enojado.

6:45 de la mañana.

Al llegar al parque, dejamos atrás la gran pancarta en la que se anunciaba: Carrera de los cinco kilómetros en memoria de Billy Sive. Colgaba totalmente inmóvil entre la fluctuante niebla como la manga de viento de un aeropuerto. La falta de viento significaba que el tirador, en caso de que apareciera, dispondría de un mayor porcentaje de probabilidades de dar en el blanco.

Esa pequeña e íntima carrera de medio fondo no podía compararse con los Juegos Olímpicos. En el asfalto y en el césped hormigueaba una multitud cada vez más numerosa en la que se mezclaban atletas y espectadores, entre risas y bromas. Era la época en que correr se estaba poniendo de moda en todo el país y en que las grandes competiciones en carretera empezaban a registrar importantes participaciones. Si la memoria no me engaña, la maratón de Boston ya congregaba a varios miles de corredores y la de Nueva York no le iba a la zaga. Esa mañana había acudido al parque más gente de la que habíamos calculado. Quizá, después de todo, sí lográramos reunir a más de mil corredores.

Los carteles se agitaban jubilantes en el aire: Recordamos a Billy, y Sive vive o Ser gay es bueno. Tras los cordones policiales se había congregado un grupito de silenciosos y ceñudos religiosos de derechas. Volveríamos a verles en el futuro, montando guardia frente a las clínicas donde se practicaban abortos y en los actos de celebración del Orgullo Gay. Sus carteles decían cosas como: Los gays son malos, y no buenos, etc. Cerca de las mesas de picnic, donde los corredores bebían té de hierbas y café gratuitos, una camioneta con un megáfono tocaba a todo volumen esa maldita música disco que parecía haberse convertido en el himno gay. Un equipo de vídeo de Valhalla iba de un lado a otro. Paul y Darryl querían hacerse con un buen metraje para el documental.

Cuando pasamos por delante de la plataforma de entrega de premios, vimos a dos miembros del club colocando en una mesa las hermosas medallas. Eran un total de treinta. El oro del anillo de Billy volvería a la vida sobre el cálido pecho de chicos y chicas, séniors, minusválidos… todo aquél que necesitara un poco de esperanza. Se me hizo un nudo en la garganta.

Vince estaba a punto de estallar contra mí.

A lo lejos, a unos veinticinco metros de donde nos encontrábamos, vivían un momento de ajetreo la tienda de comida de los Corredores de Fondo y la fila de letrinas portátiles. Más lejos aún, el césped se elevaba colina arriba hacia la verde espesura y una cresta rocosa.

Miré la cresta durante unos segundos. Era un buen escondite para un francotirador.

Los asistentes se habían puestos suéters gruesos y sostenían vasos humeantes entre las manos, intentando protegerse de la fría niebla que cubría las copas de los árboles. Aquel frío húmedo nos restaría algo de público, alejando a los menos avezados. Pero la mañana resultaba deliciosa para los corredores del sur, que a menudo tenían que correr con calor.

Me embargó una extraña tranquilidad.

6:50 de la mañana.

La camioneta VW se abrió paso entre la multitud y aparcó detrás de la tienda de los Corredores de Fondo, entre los coches de la organización. Bajamos de la camioneta con Harry al frente.

Chino nos esperaba allí, armado con la misma ligereza que Harry. Llevaba el pequeño revólver del calibre 38 que había utilizado como arma secundaria en Vietnam. Por su mirada, supimos enseguida que su noche de espera había quedado en nada. Se percató de nuestro estado de ánimo, pero no hizo comentario alguno.

Enseguida nos llevó a los tres a un lado para ponernos rápidamente al día de las últimas noticias.

—Ha sido una noche tan tranquila que hasta se podía oír follar a los murciélagos. Sólo han aparecido nueve de nuestros Vigilantes. El décimo está enfermo. Están ahí afuera con sus transmisores. Johnny Pufescu está vigilando el Escondite A. Esta mañana era el que estaba más despierto. Nuestros dos policías se encargan de los bosques centrales, el mejor sitio para ayudarnos con un arresto.

Mientras hablaba, él y Harry escudriñaban todo lo que nos rodeaba, pendientes de cada movimiento.

»Mary Ellen está aquí —continuó Chino—. Y, ¿quién más creéis que ha venido? Denny Falks. Ha llegado y ha aparcado, como si fuera un espectador más. Los tipos de Russell están en la zona, siguiéndoles los pasos.

Harry ni se inmutó cuando Chino señaló con discreción a los dos sospechosos.

Se me encogió el estómago cuando vi una limusina blanca en el aparcamiento. Dentro se veía la sombría silueta de una mujer con un sombrero. Era mi ex esposa. Siempre le habían encantado los sombreros. Hacía veinte años que no la veía.

En el otro extremo del césped, un tipo corpulento y atlético con una gorra de béisbol tomaba café solo, inspeccionando a su alrededor con esa mirada dura de policía: era el ex corredor de ochocientos metros de mi equipo de atletismo de Penn State. Si nuestra sospechosa era Mary Ellen, tenía que tener a su tirador en algún lugar de la zona. Si era Denny, probablemente llevara encima un arma de uso personal y planeara acecarse y disparar a bocajarro como lo había hecho Dan White con Harvey Milk.

Ahora bien, si ninguno de los dos era nuestra escurridiza presa, eso significaría que ambos habían acudido a la carrera movidos por el viejo dolor y por una curiosidad compulsiva. Y también significaría que nos enfrentábamos a la más tétrica de las posibilidades: un francotirador que nos era totalmente desconocido.

De repente, apreté los puños con rabia.

7:00 de la mañana

Marian llegó y nos abrazó.

—Joe os manda un mensaje: «Acabad con ellos, chicos». Lamenta no haber podido venir.

—Las tiritas —le rugí a Vince.

—No me chilles —me rugió él a su vez.

Mi novio se levantó la sudadera con el dibujo psicodélico y la camiseta forrada de Kevlar, teniendo sumo cuidado en no dejar a la vista las protecciones antibala, y le puse las tiritas en los pezones. Eran demasiado sensibles y sangraban fácilmente con el sudor y el roce de la camiseta. Las modernas mallas de lycra le daban a Vince un aspecto entre chillón y hortera. Sus zapatillas Saucony habían sido hechas a medida, con un nuevo tipo de plantilla que aseguraba una mínima sobrecarga para sus rodillas.

Yo iba vestido más al viejo estilo, con una sudadera lisa, pantalones cortos y mis Saucony.

Cuando se cerró el cupo de inscripciones y Rick, el ayudante de dirección, se acercó a Vince con las listas de participantes, Vince me dio bruscamente mi número ocho y dos alfileres. Él llevaba el dorsal número nueve.

Luego miró las listas de participantes. Se le abrieron un poco los ojos.

—¿Qué pasa? —dije.

—He conseguido mis mil corredores. Se han inscrito mil ciento veintiséis.

—¿Qué tal el nivel? —le pregunté a Rick.

—No muy alto. Hay unos cuantos federados. El resto son aficionados. Joe Park está aquí. Marta Breagy también ha venido.

Joe Park, un joven inmigrante coreano, y Marta Breagy, una estudiante de Berkeley, eran dos de los nuevos rostros que empezaban a despuntar en las carreras de fondo de la costa oeste y los expertos no los perdían de vista.

—¿Y el resto? —quiso saber Vince.

—Montones y montones de aficionados —respondió Rick—. Gays, heterosexuales, jóvenes, viejos, quince sillas de ruedas, ciento cuarenta mayores de sesenta y cinco años, y unos trescientos que quieren correr llevando a sus perros atados al lado.

—Asegúrate de que la gente con silla de ruedas se sienta a gusto —dijo Vince tenso—. Informa a los enfermeros de que tenemos a muchos séniors.

Sintiéndome aislado en mi propia rabia, me levanté y miré a aquella exuberante y esforzada multitud: corredores calentando, estirando, riendo, hablando e intercambiando técnicas de entrenamiento. Por todas partes vi los rostros jóvenes y ansiosos, los rostros viejos y ansiosos, sus cabellos brillando al sol, envueltos en un halo de salud y de esfuerzo. No habían olvidado a Billy. Su vida y su muerte, y lo que él representaba, les habían llevado hasta allí.

Vince estaba a mi lado. También él miraba a la gente con una mueca de desaprobación.

—Bonito panorama, ¿eh? —ironizó—. Qué vergüenza.

—Vete a la mierda, Vince.

Pero Vince no pensaba darse por vencido.

—¡Preferirías que te pegaran un tiro en el armario —dijo con la mirada encendida— a levantarte en público y tener el valor de decir un par de frases! Nuestro fuerte y silencioso marine.

—Basta, chicos. Hora de irnos —dijo Harry viniendo hacia nosotros.

Con Harry a su lado, mi enojada garceta dio la vuelta y se fue a calentar. El equipo de una televisión local se dirigió hacia él y Vince habló al micrófono sin detenerse mientras era blanco de muchas miradas.

—Cuidado, chicos —gritó alguien—. Matti ha vuelto.

—Ooooh… pues menudo culo tiene Matti —añadió alguien más.

Todo el mundo se echó a reír.

—¡Vamos, Vince, vamos! —cantaba un grupito de gays.

—Joe, Joe es nuestro hombre —cantaban los jóvenes fans coreanos de Park.

—… para mí esto es una carrera de entrenamiento —declaraba Vince con el ceño fruncido al reportero de televisión. Intentaba así dejar caer que no tenía intención de lucirse en su propia carrera.

Justo en ese momento, Michael y Astarte me encontraron. Tenían la mirada llena de ansiedad porque se habían enterado de la presencia de Mary Ellen en la carrera e intenté calmarlos.

—Harry y Chino lo tienen todo controlado. Vosotros dedicaos a correr.

¿No era eso lo que le había dicho a Billy en Montreal?

Michael me envolvió en uno de sus emocionales abrazos de niño. También él parecía haberse hecho mayor. Había cumplido veintiocho años, tenía un cuerpo fuerte y estaba ansioso por su futuro. Le abracé a él durante unos segundos y luego a mi extraoficial nuera.

—Acaba con ellas, chica.

—¡Sí! —exclamó Astarte levantando el puño.

Chino miró su reloj y luego a mí. Eran las siete y diez. Yo me fui a calentar y a estirar detrás de la tienda.

—¿Qué pasa entre Vince y tú? —preguntó.

—La típica pelea de siempre por el podio.

—Os ayudará a correr mejor —dijo Chino con crueldad.

A las siete y veinticinco, Chino, Marian y yo nos dirigimos a la línea de salida. Los participantes se acercaban corriendo, después de una última visita a los lavabos. Vince y yo nos colocamos en primera línea de salida. Joe Park, un tipo bajo y fibrado con una cinta blanca en la cabeza, también estaba allí, intentando amilanar a Vince mostrándose valiente. Detrás de nosotros, una masa sólida de humanidad iba agrupándose en la calle: los corredores más lentos ocupaban sus puestos en sus categorías y los minusválidos y los corredores con sus mascotas se habían situado al final. Los guardabosques de Griffith Park, con cara de póquer, se quedaron a un lado para ayudar a dirigir el tráfico. Los miembros del Departamento de Policía de Los Ángeles tenían cara de querer estar en alguna otra parte. Los coches patrulla y la ambulancia estaban aparcados, preparados.

—Todo está listo —me dijo el Cormorán al oído—. Si algo se mueve ahí fuera, lo sabremos.

A las siete y veintiocho, Chino me apretó el brazo y se marchó.

Vince y yo intercambiamos una mirada de enojo.

Durante un instante, el sueño volvió a invadirme. En esos momentos Chris estaba a un millón de kilómetros de allí, ayudando a su esposa a preparar a los niños para la vuelta al colegio. En la línea de salida, Vince y yo habíamos empezado mal la mañana. Me tocaba a mí asumir el papel de líder, ser el ejemplo a seguir.

A las siete y veintinueve, el presidente de los Corredores de Fondo, Mason McMeel, se situó junto a la salida con un megáfono.

—Damas y caballeros —dijo Mason—. ¡Bienvenidos a la tercera edición de la Carrera de los Cinco Kilómetros en Memoria de Billy Sive!

El rugido de vítores que se elevó de aquella multitud de corredores hizo que una oleada de escalofríos me recorriera la espalda. Se oyeron silbatos y el enloquecido repiqueteo de panderetas, como si estuviéramos en una discoteca al aire libre. Luché por desprenderme de la sensación de soledad y de rabia que me embargaba.

—Muy bien… Atención, por favor —solicitó Mason.

La masa de corredores guardó silencio.

»Para los que se hayan incorporado este año a la carrera, disponemos de gente a lo largo de todo el recorrido con vasos de Gatorade y de zumo. Disponemos además de un equipo de primeros auxilios. Tenemos todo lo que podáis necesitar, excepto, quizá… —hizo una pausa y todo el mundo se rió del chiste implícito en su silencio—. Así que cuidaos. Hoy es un día que celebramos cuidando a la gente. Aquí todos sois ganadores. Ese es el motivo de esta carrera.

Se oyeron nuevos vítores. Los extremistas de derecha tenían una expresión glacial.

Cuando eché una mirada a la curva que dibujaba la carretera, que se perdía a lo lejos en la verde espesura, sentí una paranoia y un terror indecibles.

—¿No tienes nada que decirme? —me espoleó Vince.

—Sí —le solté—. Preferirías que te volaran la cabeza en público antes que concentrarte en la carrera. Será mejor que nos mantengamos unidos o estamos jodidos.

—Contaré a tres —anunció Mason—. A la de tres, haré sonar el pistoletazo de salida. Cuando lo oigáis, corred como posesos.

Todos nos reímos. Vince me miró fijamente. Teníamos un nudo en el estómago. Su codo se frotó contra el mío, insensible.

—Uno… dos… —todos tensamos el cuerpo hacia adelante, apenas pisando la línea de salida—… tres…

¡Bang!, sonó el disparo de la pistola de Mason.

Los que estábamos en primera línea nos lanzamos hacia adelante como un dique que acabara de romperse, con aquel río de gente a nuestra espalda.

Correríamos en sentido contrario a las manecillas del reloj por la circunferencia que dibujaba el circuito. De vez en cuando yo miraba mi reloj, controlando el ritmo. Habíamos empezado a sudar con nuestras camisetas forradas de Kevlar y corríamos con facilidad, a la cabeza del grupo de los hombres. Detrás de nosotros se oía el trueno que desataban las zapatillas sobre el asfalto. Corríamos justo por delante de él, como surferos sobre la cresta de una ola gigantesca. La carrera empezaba a fragmentarse en el grupo de los hombres, seguido por el de las mujeres y por un grupo mixto de mujeres y de hombres más lentos. Por último, cerraban la marcha los menos aptos, los minusválidos en sus sillas de ruedas y los de más edad.

Notaba cómo me temblaban las rodillas. De pronto, en cuanto me acordé de pensar en mi mentalización, sentí dentro de mí a la Musa y la vi correr ligera y sin esfuerzos, como un niño. Me tranquilizó. En ese momento yo era la Musa. Respiración eficiente. Movimientos suaves. Adrenalina bombeando. Voluntad implacable. Una buena sudada dándome lustre.

Había mucho en lo que pensar. Mis ojos no dejaban de escudriñarlo todo para no perder de vista a Vince, a Michael, a Joe Park y a otros corredores. La respiración de todos estallaba rítmicamente a nuestro alrededor, como una enorme manada de delfines. Vince y yo soportamos el ataque, pasando por delante de miles de escondrijos en los que Chino no había reparado y en los que podía estar esperándonos un francotirador. El disparo podía llegar de cualquier parte. La verde espesura se cernía sofocante sobre nosotros, a ambos lados de la carretera, impregnada de inquietantes movimientos. Obligué a mi mente a concentrarse, viendo aquí y allá a un hombre sentado y encogido o de pie y echado hacia adelante: nuestros Vigilantes.

Pasamos por el primer kilómetro y medio en cuatro minutos y veinte segundos.

—Demasiado rápido —jadeé.

Vince me ignoró.

»¡Frena, estúpido! —rugí.

Esta vez, Vince me hizo caso. Ahora se movía como un lobo en plena caza, manteniendo la zancada con rabia, acomodándose en aquel lugar mental en el que mimaba su paso.

Justo delante de nosotros, al otro lado de la siguiente curva, estaba el Escondite A.

Vince y yo nos encontramos corriendo a la cabeza del grupo de hombres. Los demás se habían rezagado un poco para dejar que fuéramos nosotros quienes marcáramos el ritmo. Por una vez, éramos Corredores de Fondo por omisión.

En cuanto pasamos la curva, a pocos metros de la marca de los tres mil metros, quedó a la vista el Escondite A.

Enfadado o no, no pensaba dejar de cumplir con mi obligación con Vince, así que le adelanté, colocándome justo en la línea de fuego, entre Vince y la boca del arma que, según asumí, estaba ahí, a unos sesenta y cinco metros. ¿Estaría la mirilla apuntándome a la sien, al corazón? ¿Estaría el dedo apretando el gatillo? ¿Estaría el tirador balanceando el cañón poco a poco, siguiéndonos con frustración, esperando a que la cabeza de Vince asomara detrás de la mía para poder derribarlo como a un ciervo? ¿Me estaría dejando llevar por la imaginación? ¿Se enfadaría el tirador y decidiría matarme a mí, sumergiendo mi mundo en la oscuridad?

A medida que nos acercábamos al rocoso promontorio, el sudor me bañaba el cuerpo. Poco a poco, fui aminorando el paso, manteniéndome en aquella línea de tiro mortal. Cuando pasamos junto al escondite, me coloqué justo al lado de Vince.

Entonces dejamos atrás el Escondite A y yo fui rezagándome un poco más, siguiendo en la línea de fuego, sin moverme de ella. Conté nuestras zancadas hasta que quedamos fuera del alcance de tiro del rifle.

En ese momento Joe Park entró en escena y dio un estirón, alejándose de nosotros. Michael y dos chicos con camisetas de UCLA le siguieron. Michael estaba en excelente forma y se movía con su agilidad de gaviota. Vince y yo decidimos quedarnos donde estábamos.

Llegamos a los tres kilómetros en nueve minutos y un segundo.

Cuando dimos la siguiente curva y el escondite A desapareció a nuestra espalda, sentí una oleada de alivio y volví a ponerme a la altura de Vince. Intercambiamos una rápida mirada pero no malgastamos fuerzas hablando. Yo ya estaba pagando el esfuerzo de mantener el ritmo de un corredor de clase mundial de veintinueve años. Los seiscientos gramos extra del forro de Kevlar me estaban hundiendo. En un arranque de pasión, saqué fuerzas de mi Musa.

Faltaban mil setecientos cincuenta metros para llegar a la meta.

De repente, Michael y los dos corredores de UCLA parecieron agotados. Park los había quemado y Vince y yo les estábamos dando alcance. Cada vez había más espectadores agrupados al borde de la carretera, que nos recibían con una oleada de aplausos al pasar.

—Vince… ¡Vamos, chico!

—¡Aguanta, Joe!

¡Qué rico, mami! —gritó un latino.

¿Estaría Lev. esperando entre ellos?

La multitud era cada vez más numerosa y los aplausos más fuertes. Toda esa gente inocente no tenía la menor idea de lo que algunos de nosotros temíamos. Recé para que ninguno de ellos muriera en un enloquecido tiroteo. ¿Era mi imaginación, o había visto la gorra de béisbol de Denny entre la multitud?

Michael y los chicos de UCLA terminaron uniéndose a Vince y a mí. A continuación, los de UCLA se rezagaron, quedando definitivamente por detrás de nosotros. Michael corría al otro lado de Vince, luchando por mantener el ritmo.

Yo no quería tener a Michael cerca de nosotros, así que le solté:

—Mikey… acelera… ponte segundo.

Michael no quiso, o no pudo, responder.

—¡Maldito seas, Mikey! ¡Ataca!

Mi voz le dio alas y aceleró, alejándose de nosotros.

Más adelante, Park desapareció de nuestra vista tras la última curva. Echó una paranoica mirada por encima del hombro, preguntándose dónde estaría la famosa y terrible llegada de Matti. Vince y yo nos limitábamos a mantener el ritmo, seguidos por el grupo de hombres ya totalmente desmembrado. Park sabía que tenía la victoria en las manos, así que se relajó en la última recta para cruzar la línea de meta con buena cara.

Cada segundo que pasaba, disminuía la posibilidad de que se produjera el disparo.

Cuatro mil quinientos metros. Nuestro registro era de trece minutos y cincuenta y nueve segundos.

Recorrimos la última curva y vimos aparecer el cartel de llegada. Yo lo vi distorsionado porque tenía los ojos llenos de sudor. Nos quedaban doscientos cincuenta metros para llegar a la meta, entre dos muros de gente que no dejaba de gritar y de vitorear. Aquí y allá, se veía a un policía de Los Angeles. Más adelante, Park cruzaba la cinta de llegada.

En el último momento, un hombre de color que corría en el grupo de hombres aceleró hasta alcanzar a Vince con intención de arrebatarnos el tercer puesto, pero dimos un estirón y el tipo de color se desvaneció. Michael cruzó la meta en segundo lugar. Yo aminoré un poco el ritmo para que el cronómetro eléctrico diera el tercer puesto a Vince.

Nos vimos rodeados de espectadores que no dejaban de aplaudir. Un sudoroso Park era abrazado por sus amigos asiáticos y las novias de éstos.

Vince empezó a caminar entre jadeos para ir enfriándose lentamente. Harry se quedó con él por si aparecía nuestro tirador y se acercaba a él con intención de dispararle a bocajarro. Las modernas mallas de Vince estaban empapadas de sudor. Mi novio parecía agotado. En cuanto a mí, me agaché y contuve una arcada, quizá a causa de la tensión y de la rabia.

Michael me abrazó. Le temblaba el cuerpo de puro cansancio.

—La próxima vez, mueve el culo cuando te lo diga —jadeé.

—Vale. Lo siento, papá.

—Saliste demasiado rápido, pero así es como se aprende.

Pero los ojos de Chino y de Harry todavía no perdían de vista los bosques.

—Esto hace que la entrega de premios sea objetivo de primer orden —me comentó Chino en voz baja.

—Lo sé —admití—. Por eso quiero ser el primero en tomar el micro y pronunciar algunas palabras. ¿Te parece bien, jefe?

—Así que al final has decidido hacerlo. ¿Por qué?

—Porque toda esta gente ha venido hasta aquí para ver a un ejemplo vivo —dije salvajemente—, y no a uno muerto.

Los corredores seguían cruzando la línea de meta. A los quince minutos y veintinueve segundos llegó Marta Breagy, de diecinueve años, proclamándose primera en todas las categorías femeninas. Astarte llegó tercera, loca de felicidad. Había quedado primera del grupo de edades comprendidas entre los veinte y los treinta años, con un registro de dieciséis minutos y seis segundos.

La camioneta del sonido aumentó el volumen y toda la zona empezó a vibrar como el Ice Palace en un sábado por la noche. Las parejas de gays y de lesbianas bailaban, exuberantes, en el césped. Los boicoteadores religiosos bajaron la mirada, o fingieron que se vomitaban unos sobre otros, y se marcharon a toda prisa. A medida que se disipaba la niebla, los agotados corredores se desparramaban por las letrinas y por las mesas de picnic. Las manos tomaban naranjas, barras de cereales, vasos de zumo.

Vince y yo hicimos nuestros ejercicios de enfriamiento. Me comí dos plátanos para reponer potasio en cuanto noté un leve tirón en los músculos de los muslos. La prensa, desilusionada al no haber podido asistir a una demostración de fuegos artificiales por parte de Matti, se arracimaron alrededor de Joe Park. Mientras tanto, los corredores seguían llegando a la meta: el primer sénior sudoroso (una lesbiana de pelo azul), la primera silla de ruedas, el primer viejo con su perro pastor.

Por fin, cuando nuestro grupo se sentó a una de las mesas, Harry fue a ver qué había sido de Mary Ellen y de Denny, y Vince se bebió un buen vaso de Gatorade. Ninguno de los dos nos habíamos quitado la camiseta con el forro de Kevlar. Algunos corredores gays venían a darnos coba y palmadas en la espalda, pero Chino se plantó delante de nosotros con la mirada helada. Cualquiera de esos tipos podía ser Lev.

—La limusina de Mary Ellen ya se ha marchado —informó Harry—. Denny está por ahí charlando con los de la policía de Los Angeles.

El walkie de Chino crepitó cuando uno de los Vigilantes le llamó por radio.

—¿Chino? Aquí Johnny. ¿Me oyes? Cambio.

—Fuerte y claro —habló Chino.

—El ciclista hippy va para allá.

—Le vigilaremos. Ahora pon en marcha tu fase 2.

—A la orden, jefe.

Chino se inclinó sobre mí y me dijo al oído:

—Johnny está en el Escondite A. Ha visto a un ciclista con una mochila. Después de la carrera, el tipo salió de la maleza que rodea el Escondite A. Johnny está preocupado porque no vio al tipo entrar ahí. He ordenado a algunos Vigilantes que formen un cordón de seguridad a lo largo de la línea de árboles para la entrega de premios.

Nuestras miradas se encontraron. Con tanta gente a nuestro alrededor, y tantos lugares desde los que disparar (la multitud, los vehículos, las letrinas, el linde del bosque situado más arriba) una bala podía llegar casi desde cualquier parte.

Media hora más tarde, todos los corredores habían cruzado la línea de meta.

Vi a uno o dos Vigilantes merodeando por el linde del bosque. Fingiendo que me relajaba un poco, observé los ojos de los dos veteranos. No hacían más que escudriñar y escudriñar, de vez en cuando deteniéndose en el ciclista que bajaba tranquilamente la cuesta desde el linde del bosque. Caminaba llevando la bicicleta a un lado. Era un tipo atlético y con aspecto de ciclista profesional, con unas gafas de ciclista y guantes ligeros, como si se estuviera entrenando para el Tour de Francia. Pero llevaba el pelo largo y suelto, lo que le daba cierto look a lo Frank Zappa, y caminaba con una torpeza muy propia de los defensores de la contracultura. Llevaba unas mallas y una sudadera desteñidas de estilo hippy, de colores verdes y marrones.

—Parece que va en dirección a las letrinas —observó Harry.

—Denny viene hacia aquí —añadió Chino.

Chino se levantó y no perdió de vista al SWAT, cuya gorra de béisbol iba avanzando entre la multitud.

Harry también se levantó y se dirigió tranquilamente hacia uno de los extremos de la fila de letrinas con los ojos fijos en el hippy como un gato.

Pero el ciclista se detuvo entre la multitud y se quedó allí, mirando tontamente a su alrededor, como esperando a que empezara la entrega de premios.

En ese mismo momento, Mason se acercó al micro. Disminuyó el volumen de la música disco. Chino se quedó delante de Vince y de mí, escudriñando la multitud y deteniendo la mirada en Denny. El ciclista no se había movido.

—Damas y caballeros —dijo Mason a la silenciosa audiencia—. Antes de empezar con la entrega de premios, es para mí un gran placer presentaros a un miembro de los Corredores de Fondo que hoy es además nuestro invitado de honor. Harlan Brown…

Subí a la plataforma y fui hacia el micro.

El sol apareció entre la niebla, y la multitud de rostros resplandecientes y los coloridos equipos de los corredores se iluminaron, bañados en bendiciones. Tenían los ojos fijos en mí. Algunos se habían sentado sobre las mesas y otros se relajaban sobre la hierba. Por todas partes se veían brazos y piernas desnudos. Cabezas iluminadas por el sol descansaban sobre los hombros o en las rodillas de sus parejas. Había incluso algunas parejas heterosexuales y algunos matrimonios con los brazos sobre los hombros del otro o con las manos firmemente asidas, y también los solteros habituales con las habituales preguntas sobre el amor en los ojos. Probablemente los corredores más jóvenes tuvieran sólo una remota idea de quién era Billy Sive. En 1976, todavía estaban en el instituto. Otros sólo querían recoger sus medallas e irse a casa.

¿Estaría escuchando Lev. desde algún punto de aquella verde espesura? Por lo que yo sabía, a esas alturas debía de estar tan rabioso, que terminaría por apretar el gatillo sobre mí. Si así era, los siguientes cinco minutos serían mi última oportunidad de decir algo al mundo. No pretendía soltar un sermón, puesto que no estábamos en un funeral. Sin embargo, tampoco se me daba bien ese tipo de ingeniosidad gay, entre mordaz y afectada. Pero sí había lugar para un chiste o dos, puesto que no quería resultar demasiado pesado. Sobre todo, mis palabras tenían que ser sinceras.

Me aclaré la garganta y ajusté el micro.

—Siempre he sido un tipo introvertido, así que hoy —dije— es hora de que haga algo que llevo años evitando hacer: hablar personalmente de Billy Sive en público.

Sentía como si mi voz llenara todo el parque. Los ecos volvían a mí desde las crestas arboladas situadas al norte de donde nos encontrábamos.

»A él le gustaría que le recordáramos hablando de la vida, no de la muerte. Más allá de su apasionado idealismo, a Billy le apasionaba ser un hombre práctico. Él diría: “Harlan, es un poco absurdo seguir hablando una y otra vez de mi muerte, cuando todos terminamos muriendo. La vida es lo que de verdad importa”.

La gente fijó su mirada en la mía… directamente, personalmente. El ciclista había bajado la mirada, meditabundo. Al borde de la plataforma, las lágrimas brillaban en el rostro de Vince. Durante años me había aterrado la idea de derrumbarme y echarme a llorar delante de una multitud, pero en ese momento me sentí aliviado al limpiar aquella vieja herida infectada.

»Cuando conocí a Billy, hacía años que yo sabía que era gay, pero no me gustaba serlo y todas las noches le rezaba a Dios para que a la mañana siguiente me despertara convertido en heterosexual. Eso nunca ocurrió. Cuando le conocí yo era un bruto apasionado de treinta y nueve años, y estaba totalmente perdido. Billy tenía veintidós y sabía perfectamente lo que quería. Reparó en los Juegos Olímpicos que iban a celebrarse al cabo de dos años y dijo: “Sí, doble oro en los cinco mil y en los diez mil”. Me miró y dijo: “Sí, es él”.

Un leve murmullo de risas recorrió la multitud.

»… yo le miré y dije: “Oh, Dios mío…”.

Más risas.

Chino y Harry no me escuchaban. Sus ojos seguían escudriñando la multitud.

»No, no me sentía orgulloso de ser gay y me había dejado engañar por los mitos en los que caen los gays brutos y apasionados como yo. Me ha llevado mi tiempo entender la diferencia que existe entre las pasiones que me esclavizan y las que me liberan. De algún modo, Billy nunca llegó a tener que enfrentarse con ese dilema. No me entendáis mal: tuvo sus angustias y cometió sus errores, como todos nosotros. Para Billy, el amor era algo maravilloso, pero también había otras cosas maravillosas: la belleza de nuestra Tierra, los amigos, una carrera plena. Un día, uno de esos tipos que sólo se mueven por las pasiones (ya sabéis a qué tipo de tío me refiero) se le acercó y le preguntó que cuántos centímetros, y Billy le contestó: “Diez mil metros”.

Una gran carcajada barrió la multitud.

Durante un instante me olvidé de Lev. La mirilla se desvaneció. Sólo existían mis sentimientos.

Vi a algunas parejas abrazadas. Una cámara de televisión me enfocaba. «A la mierda la prensa». Continué, tenaz.

»Billy sabía que aquel día en Montreal, del que hoy se cumplen cinco años, él corría un riesgo. Aún así corrió… apasionadamente. Murió en el momento en que dio todo lo que había en él para ganar.

Por los rostros de la gente se deslizaban algunas lágrimas, brillando a la luz del sol. Mi sinceridad les había emocionado. Entonces fue su emoción la que me llegó y me hizo derramar mis propias lágrimas. Se me encogió la garganta y apenas pude seguir hablando. «Maldición. De todas formas iba a llorar. A la mierda. No tires la toalla. No te detengas, marine. Conquista la jodida colina».

»La victoria es un sentimiento. No está aquí —les mostré mi cronómetro—, sino aquí —dije tocándome el corazón.

Las lágrimas me bañaban el rostro. «No te detengas, marine. Esta vez tu mejor amigo son tus lágrimas, no tu rifle».

»Por eso nadie puede derrotarnos… como corredores… como miembros de la comunidad gay… como miembros de la comunidad humana… a menos que seamos nuestro peor enemigo, a menos que boicoteemos los apasionados esfuerzos que albergan nuestros corazones.

Me fallaba la voz. Sin embargo, desde algún lugar de mi interior, di un acelerón y recuperé fuerzas. Sentí como si la ciudad de Los Angeles al completo estuviera pendiente de las palabras que pronuncié a continuación.

»El verdadero enemigo está dentro de nosotros y es aquello que más tememos. En mi caso, a lo que más le he temido durante estos últimos cinco años es a estar aquí, llorando delante de todos vosotros. Hoy me ha llegado el momento de hacerme con esa victoria y dejar que veáis mis lágrimas.

Se produjo un largo y perplejo silencio.

Entonces vi que Vince subía a la plataforma y me rodeaba con sus brazos. También yo le abracé y el mundo entero nos contempló durante unos segundos. «Qué demonios, marine. Rompe de una vez con las malditas normas».

Por fin logré aclararme la voz y terminé de hablar.

—Así que… gracias por haber venido. Todos vosotros honráis la memoria de Billy.

Cuando los aplausos de la multitud remitieron, yo había bajado de la plataforma con Vince abrazado a mí. Mi novio no dijo nada. Sólo me abrazaba, jadeante. Era difícil saber si se reía de alivio o si seguía llorando. Mi experiencia en el podio no había sido tan terrible. De hecho, había sobrevivido… apasionadamente, como había sobrevivido a todo lo demás en mi vida.

—Esto ha valido por toda la mierda por la que nos hemos hecho pasar el uno al otro —me dijo Vince con la boca pegada a mi cuello.

La gente me apretaba el brazo.

—Gracias, Harlan. Bien dicho, tío.

Cuando empezó la entrega de premios, Chino y Harry se colocaron codo con codo a nuestro lado.