Dieciséis

Primavera de 1980

Vince me esperaba en la zona de embarque del aeropuerto de Los Angeles: una figura oscura y quieta entre la maraña de pasajeros.

Nuestras miradas se encontraron y leí en sus ojos que todavía seguían vivas las acusaciones de antaño. Fiel a su tónica camaleónica, Vince parecía un profesional serio de la industria cinematográfica. De su hombro colgaba un pesado maletín lleno de guiones, bobinas, tomas de primeros planos y muchas otras cosas. Llevaba gafas de sol, zapatillas de deporte, pantalones y camiseta de marca. Se había cortado su pelo oscuro a lo ejecutivo agresivo. Y parecía estar muy en forma.

Cuando salimos de la terminal, intercambiamos pequeños comentarios cotidianos, no exentos de cierta tensión.

—Tienes buen aspecto —dije—. ¿Has estado corriendo?

—Sí. Lo echaba de menos.

—¿Corres por diversión?

—Soy miembro del club de corredores gays. Ya sabes… los «Corredores de Fondo» de Los Ángeles, esos que llevan años pidiéndote que les ayudes.

Pasé por alto la pulla.

—Hay gente de la comunidad que está enfadada contigo porque no subes al podio —insistió Vince—. Te niegas a ejercer de líder. Ni siquiera haces nada por ayudar.

—No se me da bien el podio y además no tengo nada que decir.

Cuando cruzábamos la calle, Vince frunció el ceño al verme vestido tan a la moda. Mi look «entrenador chic» había derivado ahora a un look «veraneante relajado». La vieja chaqueta de Abercrombie & Fitch de Steve, botas vaqueras relucientes, el cinturón de cuentas de Steve que me encantaba. Llevaba el pelo y la barba bien cortados, aunque largos como los de un pirata.

—El viejecito que te mantiene te la está pegando —me azuzó Vince—. No te está renovando el armario.

—Russell es sólo un amigo.

—Cuéntame una de indios, cariño.

—No tengo nada que contar.

—Pareces un chulo de playa.

—Soy un chulo de playa.

—Deja de ponerte la ropa de Steve. Es enfermizo.

Mientras el jeep de Vince avanzaba a toda velocidad por la autopista hacia West Hollywood, yo me refugié tras mis gafas de sol, sintiéndome vacío y sin ganas de nada. Nuestros cabellos revoloteaban salvajemente en el aire cálido de la mañana. Todas aquellas palmeras y techos de teja se me antojaban ajenos. Conocía Los Angeles sólo por las competiciones de atletismo a las que había asistido en el pasado lejano y jamás me había apetecido explorar los placeres que la ciudad ofrecía. Vince me contó a gritos alguna historia del lugar, intentando hacerse oír por encima del viento. West Hollywood había sido un refugio de «bohemios» de los primeros días del cine. La vida gay se concentraba en el tramo de Santa Monica Boulevard. Y sí, también en Los Ángeles había rumores sobre hombres enfermos.

—Te gustará la costa oeste —insistió Vince—. Aquí los gays y las lesbianas están empezando a tener un poco de poder político, el que no tenemos en Nueva York.

Justo en ese momento, un coche patrulla del departamento de policía de Los Ángeles nos obligó a detenernos en el arcén. Tuvimos que someternos a un registro.

—Cabrones —dijo Vince cuando se marcharon—. Todavía no podemos con la policía. Les gusta detener a gays en jeeps.

Primero fuimos a la zona de Santa Mónica para encontrarnos con Harry y con Chino. No había demasiado movimiento en aquella fragante mañana de primavera. Los chicos del Boulevard y los mendigos se habían retirado. El Studio One, el Blue Parrot y otros bares y discos estaban cerrados. La gente tomaba café y leía el periódico en los cafés. Los compradores se arremolinaban en las aceras, más allá de los puestos de flores donde los vendedores componían arreglos de rosas y de aves del paraíso. En el Hamburger Haven, Harry meditaba a solas frente a una taza de café. Tenía el aspecto del típico machito de Los Ángeles, rubio y con el pelo recogido en una cola y un aro de oro en la oreja que le presentaba como activo.

—¿Dónde está Chino?

—Podrás verle esta noche en la velada que organiza Valhalla. Chino cada vez está peor. Se ha ido de nuestra casa.

Eran malas noticias.

—¿Os habéis peleado?

—No, pero últimamente ha estado… muy distante. Duerme en su coche como un sin techo, y se ducha en el Athletic Club. Le regalé la suscripción por su cumpleaños para que tuviera algún sitio en el que lavarse. Lo he intentado, Harlan. He intentado ser el hermano mayor que nunca tuvo. También he intentado que hiciera terapia, que participara en uno de esos nuevos programas de doce pasos para los casos de EPT. Pero no hay nada que funcione. Quizá tú puedas hacer algo. Me temo que se está dando por vencido.

A Harry se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquella fue la mayor muestra de emoción que jamás había visto en él.

—¿EPT? —pregunté.

—Estrés post traumático. Un nuevo término para designar la neurosis de guerra.

Cuando Harry nos dejó solos, Vince me llevó a rastras a su tienda de ropa favorita del Boulevard. Afortunamente, vendían ropa de mi estilo. Mientras inspeccionábamos las estanterías, la preocupación por Chino me embotaba la cabeza. Para poder tener un poco de conversación, dije:

—Bueno, parece que las cosas te van bien.

—Sí. Por fin en el camino correcto.

—¿Sales con alguien?

—Estoy demasiado ocupado para eso. Prefiero dedicarme a la amistad y a las ideas.

—¿Qué? ¿Ya no sales?

¿Moi? Oye, amor, ahora soy un adicto al trabajo.

«Amor», pensé. «Cariño». En Nueva York ya sólo las viejas reinonas empleaban el término «querido».

—¿Y tú qué tal? —me preguntó en tono de broma—. Hablando en serio… ¿vas a construir tu nido con Russell Houghton?

—Es más tu tipo que el mío —le respondí devolviéndole la pulla—. Está podrido de dinero. Te lo presentaré.

No tardé nada en elegir unos pantalones, un suéter y una chaqueta de pana. Las botas vaqueras y el cinturón de Steve combinaban perfectamente con el conjunto.

Valhalla Productions estaba ubicada en unos viejos y malolientes estudios de Sunset Boulevard, cerca de los estudios de la Paramount. A las once de la mañana, Paul y Darryll me dieron un magnífico paseo por la pequeña oficina. El equipo constaba de seis miembros, incluida la secretaria. Conocí a las otras dos socias, una pareja de negras lesbianas: Rose Bass era la directora financiera y Vivian Woodruffe, la directora de casting. A continuación pude asistir al visionado de su primer documental. Noche y niebla trataba el tema de los doscientos mil gays y lesbianas que habían sido asesinados durante la Alemania nazi. Valhalla había apostado fuerte y había conseguido que lo seleccionaran para el festival de cine de Cannes. En los títulos de crédito, Vince aparecía como productor ejecutivo. Me quedé impresionado.

Más tarde, sentados a la soleada mesa del restaurante, Paul dijo:

—¿Por qué no intentas escribir un guión? El mercado para películas que traten el tema gay con seriedad va a subir como la espuma.

Darryl añadió:

—Incluso estamos dispuestos a saltarnos contigo una de las reglas de oro de la industria. Te daremos… ¡ay!… control creativo sobre un guión basado en La violación del ángel Gabriel. Por lo que sabemos eres tú quien gestiona los derechos.

La idea de Hollywood me echaba para atrás, pero ellos siguieron insistiendo.

—Todo lo que tú sabes… la perspectiva que tienes de las cosas… —dijo Paul—. Los jóvenes gays necesitamos a gays y lesbianas como tú.

—Lo pensaré —respondí.

Todos ellos estaban trabajando a destajo para disparar balas de diamantes, como ya me había anunciado Vince. ¿Y yo? ¿Qué hacía yo? Seguir huyendo de aquella Magnum del calibre 22.

Vince tenía su propio apartamento, un diminuto dúplex situado en Rosebud Avenue, justo al lado de la casa de Paul y Darryl. Rosebud Avenue era una calle residencial y tranquila de West Hollywood, con modestas casas estucadas y adosadas. Yo dormiría en casa de Paul y Darryl. Esa noche, la pequeña fiesta que dieron en el patio se llenó de gente del mundo del cine, de edades comprendidas entre los veinte y los treinta y cinco años, y con los ojos brillantes como crías de gato. Los invitados comían según la nueva moda de comida sana: bebían zumo y gaseosa, y hablaban a voz en grito de temas relacionados con la industria. Cuando entré, todos se callaron, como si yo fuera un salvaje elefante que acabara de irrumpir amenazadoramente en su territorio.

La recepción me dejó anonadado.

—Hola… hola a todos —saludé.

—Hola, Harlan —respondieron a voz en coro.

Mis viejos ojos de pirata vagaron errantes entre sus ansiosos y juveniles rostros. En 1974, seis años antes, cuando me había enamorado de Billy, la mayoría de esos chicos estaban en el instituto. Se me hizo un nudo en la garganta.

Chino llamó para decir simplemente que no venía.

—Pero mañana te recogeré a las ocho —añadió.

Más tarde, cuando ya todos se habían marchado, Vince se quedó para hablar conmigo con el maletín al hombro. Desde la oscuridad de la terraza del patio en la que nos encontrábamos, podíamos ver las siluetas de Paul y de Darryl en la ventana de la cocina. Habían enviado a casa a los camareros y ellos mismos ultimaban la limpieza de la casa. Paul le dio a Darryl un beso en la mejilla y éste le frotó la espalda.

Me sentí frío como el hielo. Vince balanceaba los pies como un niño.

—Oye —dijo—, ¿por qué no sales a correr con los «Corredores de Fondo» mañana por la mañana? Corremos juntos en Griffith Park.

—No estoy en forma.

—La próxima carrera de los cinco kilómetros en memoria de Billy va a ser mejor que las anteriores y tendrá mayor resonancia. Soy el director de la carrera y quiero convertirla en un evento de primer orden. Quizá quieras involucrarte esta vez. Al club le encantaría.

—Mejor en otra ocasión —concluí.

Vince se encogió de hombros y bajó la mirada. Se había levantado un viento repentino y las palmeras entrelazaban sus hojas bajo aquel extraño cielo nocturno, tan lleno de color y de sonido. Vince metió lentamente la mano en el maletín y sacó la zapatilla de atletismo de Billy.

—Tenías razón —dijo en voz baja—. Habría sido un terrorista nefasto.

Me puso la zapatilla en la mano.

Me quedé allí, haciendo girar la zapatilla en mi mano, paralizado ante aquella sorprendente victoria. ¿Qué era lo que pretendía Vince? ¿Pillar un chaleco salvavidas del moribundo Titanic en que se había convertido nuestra relación? Pasó el momento y Vince se marchó.

¿Acaso esperaba que le pidiera que volviera? No lo hice. Se alejó y se perdió entre las sombras de las cimbreantes palmeras.

A la mañana siguiente, mientras tomábamos el café, Paul dijo:

—No te olvides de nosotros. Ahora ya tienes una familia en Los Angeles.

—Gracias —le respondí—. Pensaré en vuestra oferta.

Hacia las nueve menos cuarto, Chino hizo chirriar los frenos de su Land Rover junto a la acera. No se había afeitado y tenía los ojos hundidos. En el asiento trasero se veían mantas y ropa perfectamente doblada. Cuando subí al coche, me di cuenta de que mi amigo se sujetaba a la vida por los dedos, unos dedos temblorosos y cansados. Un desliz, un robo que le costara el vehículo y sus pertenencias, probablemente le llevaría a tirar la toalla y despedirse de nosotros para terminar hundiéndose en el río de los veteranos mendigos que poblaban las calles de Los Ángeles.

Fuimos al West Hollywood Athletic Club, donde Chino entrenó a fondo, demasiado a fondo. Daba la sensación de que intentara dejar de pensar a base de someterse a un esfuerzo denodado. Desde allí, en cuanto nos duchamos, fuimos a Venice Beach, su lugar favorito cuando quería alejarse de todo el mundo. Nos sentamos en la terraza de un restaurante del paseo y comimos bistec, huevos con patatas fritas y salsa. Luego nos quedamos mirando al océano, viendo pasar a los chicos con sus monopatines y a las señoras que paseaban a sus perros. Me pregunté si Chino se sinceraría conmigo sobre lo ocurrido en Vietnam. Un silencio tenso y tierno vibraba entre los dos. El halo de energías que le rodeaban, ese halo que engullía la luz del sol, bastaba para alejar a cualquiera, incluso a un viejo amigo como Harry. En cuanto a mí, yo no era más que otro agujero oscuro. ¿Cómo podría ayudarle?

Paseamos por la playa y él se quejó de que tenía tensa la cabeza, así que le dije que se sentara en la arena, me arrodillé a su lado y le masajeé un rato el cuero cabelludo hasta que su inflamada y tensa cabeza pareció relajarse un poco.

Chino no cerró los ojos ni dejó que su cuello se relajara en mis manos, pero sí murmuró:

Caramba… eres bueno.

—En mi época de entrenador era masajista diplomado… Ya puedo ser bueno.

—¿Adónde irás cuando te vayas de Los Ángeles?

—Volveré a La Playa.

—¿Por qué tanto apego a Fire Island?

—Necesito estar solo. Tengo que solucionar algunas cosas conmigo mismo. La muerte de Billy. Mi adicción al amor —estaba empezando a excitarme al sentir sus brillantes cabellos entre los dedos.

—Sí, pobre loco… siempre con esas campanas de boda repicándote en los oídos. —Apartó la cabeza y se giró para mirarme—. ¿Y si Lev. intenta alguna maniobra contra ti en la isla?

—Me has enseñado todo lo que has podido.

Me senté a su lado y nos quedamos mirando fijamente las brillantes aguas del océano.

Chino cambió de tema y empezó a hablar de la familia.

—Marian y Joe viven ahora en Malibú. Joe ha tenido un infarto. Se le ha quedado la parte derecha del cuerpo paralizada. Marian cuida de él. ¿Has sabido algo de nuestra Betsy?

—En Navidad. María y ella están bien.

—¿Por qué no te vas al norte… y las ves, a ellas y a Falcon?

—Bueno, no sé…

Chino se puso en pie.

—Vayamos en coche. No tengo nada mejor que hacer.

Pillé a Betsy corrigiendo exámenes en casa cuando la llamé desde una cabina. Se mostró reacia a que la visitáramos, pero finalmente accedió a que María y ella se encontraran con nosotros a la mañana siguiente en el Colusa Wildlife Refuge. Y llevarían a Falcon. Dijo que María estaba un poco al corriente de nuestros problemas de seguridad y que no les hacía mucha gracia que fuéramos a verlas a su casa. Con energías renovadas, mi compinche y yo atravesamos la ciudad, llegando por fin a Los Feliz Boulevard, de camino a la Interestatal 5, la carretera que subía hacia el norte. Chino avanzaba zigzagueando, asegurándose de que nadie nos siguiera.

Por último, en Los Feliz, Chino giró a la derecha.

—Cruzaremos por mi antiguo barrio —anunció—. Silver Lake es más que nada territorio latino. Hay algunos angloamericanos y algunos asiáticos, y últimamente los gays y las lesbianas están empezando a mudarse aquí, algo que no ocurría desde que era niño.

Dimos una vuelta rápida por las colinas ventosas de Silver Lake, dejando atrás el pequeño lago y pasando por un enjambre de casas antiguas y bien acondicionadas situadas en la parte alta, donde vivían los gays y los profesionales liberales. Los latinos más pobres se asentaban en una triste parrilla de calles ubicadas en el caluroso llano. Al pasar por Hyperion Avenue, Chino señaló algunos bares, librerías y restaurantes gays.

—¿Todavía tienes familia aquí?

—No. Mi tío y mis primos se mudaron a Santa Bárbara. Mi abuela vive cerca de la reserva de Santa Inés. Les llamo de vez en cuando, pero ya hace mucho que no les veo.

Unas manzanas más adelante, Chino giró a la izquierda y entramos en un parque construido sobre las colinas, grande y hermoso como Central Park. Los paisajes más civilizados comprendían viejos árboles de gran nobleza que daban densas sombras y pastos plantados hacía un siglo que bebían de la preciosa agua de California. Por encima de nosotros se levantaban las cumbres llenas de bosques silvestres: naturales, enmarañados y llenos de maleza, casi como un bosque tropical seco. La verde espesura.

—Esto es Griffith Park.

Mientras avanzábamos por el camino curvo, íbamos adelantando a docenas de corredores, practicantes de marcha, gente haciendo jogging y ciclistas. Algunos llevaban camisetas de los «Corredores de Fondo»: eran los rezagados del grupo que participaba en la carrera a la que Vince me había invitado. Vince estaba ahí arriba, por delante de nosotros, avanzando con su zancada de medio-fondista. De repente sentí una punzada de añoranza por el deporte.

—Así que la carrera en memoria de Billy tiene lugar aquí —observé.

—Sí.

—Buen sitio para una carrera de cinco kilómetros.

—Durante el día sí lo es —dijo secamente.

—¿Hay mucho movimiento de noche?

—Mucho. Cuando era pequeño, a veces venía en bicicleta para esconderme entre los arbustos y ver a los tipos haciéndolo. Ahora, de vez en cuando vienen grupos de para-militares a entrenar durante la noche. Grupos afines al Black Power… grupos de extrema derecha. De vez en cuando se persiguen unos a otros. Otras veces persiguen a los gays. Sí, de noche esto se vuelve muy loco.

En sus labios se dibujó la primera sonrisa del día.

—Esperemos que Lev. no asista a la carrera —deseé.

—Sí —convino Chino—. Ya lo he pensado.

No tardamos en salir a la Interestatal 5. Tomamos dirección norte, dejando atrás el puerto Grapevine y entrando en el desierto. Conducíamos por turnos y hablábamos en spanglish. Chino empezaba a relajarse un poco. Esa misma noche, a las nueve, cuando estábamos al norte de Sacramento, salimos de la I-5 y nos detuvimos a pasar la noche en un motel de camioneros. La habitación tenía dos camas, pero entre los dos chispeó la necesidad, tácita, y nos acostamos en una cama. Por un momento me vino a la cabeza la cantidad de organismos que podíamos estar contagiándonos, pero fue sólo un segundo. Al fin y al cabo, conocía bien a Chino. Nunca nos habíamos pegado ladillas ni purgaciones, y eso era algo a tener en cuenta. Como de costumbre, él me dio la espalda, pero su cálida polla me llenó la mano. También él tendió su mano buscando la mía. Su magnífica piel sabía a chiles y a lágrimas contenidas.

La zapatilla de Billy brillaba en mi maleta.

A la mañana siguiente, paseamos la mirada sobre la incandescente llanura del Central Valley. Sus arrozales de diseños cuadrados y los campos de trigo eran de un verde intenso. Aquí y allá, lejanos silos quebraban un horizonte nebuloso y recto como una regla de cálculo. Junto a los radiantes diques de irrigación, las garcetas blancas cazaban sapos… recordándome a Vince. Vibrando de excitación, deseé que la conclusión de aquella visita se tradujera en que Betsy aceptara que de algún modo yo pudiera estar más cerca del hijo de Billy.

Al este de la I-5, cerca de la ciuda de Colusa, encontramos el parque natural.

Eran varios cientos de hectáreas de arroyos y de estanques que en el pasado habían sido parte de una inmensa ciénaga, ahora convertida en arrozales. Desde la distancia, las ocas teñían el agua de blanco mientras descansaban y se alimentaban, aunando fuerzas para reemprender un nuevo tramo de su migración primaveral. Cuando detuvimos el coche en el pequeño aparcamiento, un faisán salió de estampida, perdiéndose entre la hierba. Media hora más tarde apareció el coche de las dos mujeres. María iba al volante. Recordé cuánto había deseado Betsy que apareciera una marimacho que se la llevara consigo, y recordé también que lo que Betsy imaginaba era una mujer grande y fuerte con aspecto de camionero. María resultó toda una sorpresa: era una bailarina de cuello largo y grácil como una garza. Llevaba calentadores en las piernas y el pelo recogido en un moño.

Betsy tenía buen aspecto y parecía estar en plena forma. Estaba resplandeciente con su ropa de colores vivos típicamente californianos. Pero no se alegró de ver a Chino conmigo.

—¿Estás seguro de que no es arriesgado? —le preguntó frunciendo el ceño desde el otro lado de la ventanilla del acompañante del maltrecho monovolumen.

—Todo parece en orden —repuso Chino encogiéndose de hombros.

—Entonces ¿por qué están juntos los dos caballeros de hierro?

—La desgracia adora la compañía —sentencié.

Yo miraba por encima de su hombro a mi hijo del alma, que estaba sujeto en su silla de viaje en el interior del coche de Betsy. El hijo de Billy me devolvió una mirada penetrante y desconfiada. Ya tenía tres años y resultaba cómico ver lo ancho que era de hombros. Y todavía tenía el pelo oscuro. No se parecía en nada a Billy. Parecía una cría de tordo que hubiera salido del cascarón en el nido de un pájaro cantor. ¿Acaso el doctor Jacobs había confundido las malditas muestras de semen con las de algún otro donante?

Las dos mujeres bajaron del coche. Falcon tiraba de sus manos como un globo a punto de alzarse en el aire. Quizá viviera en un mundo femenino, pero él tenía muy claro que era un hombre, y además era todo un carácter.

—Falkie, ¿te acuerdas del tío Harlan? Dile «hola».

Falcon no dijo nada y siguió mirándome fijamente.

—Y éste es… el tío Chino.

Falcon clavó sus ojos en Chino y luego dio un estirón y salió corriendo. Su madre salió tras él, a una velocidad de diez metros por segundo.

—Vaya, estás en muy buena forma —le dije a Betsy cuando trajo a Falcon a rastras.

—Nos morimos de ganas de que empiece a conducir —respondió ella muy seca.

Cuando nos sentamos a una mesa de picnic situada junto a un arrozal cercano, un sutil halo de tensiones nos envolvía. Comimos tarta de manzana casera que habían traído las mujeres. Falcon no quería que le sujetaran en brazos, aunque subió brevemente a mis rodillas, sólo para decidir que Chino le resultaba más interesante porque tenía una cola de caballo de la que tirar.

Mientras tanto, Betsy y María nos hablaban de su vida. Betsy estaba orgullosa de las victorias conseguidas por su equipo femenino de atletismo en las competiciones regionales de la NCAA[15]. María era profesora de danza contemporánea en el Sutter Community College, una pequeña universidad municipal cercana. Estaba divorciada y no tenía hijos. Tenían que ser discretas y fingir que eran sólo compañeras de piso. En algunas facultades de California se había registrado un fuerte aumento de prejuicios contra profesores gays fomentados por la llamada Iniciativa Briggs.

Falcon saltó de las rodillas de Chino, corrió por los alrededores y provocó un infarto en uno o dos gansos que picoteaban sobre la hierba. María le agarró cuando vio que se acercaba demasiado al agua.

—¿Todavía vais a misa? —le pregunté a Betsy.

—No hay ninguna iglesia gay en Marysville. María y yo nos conocimos en el Festival del arroz… Fue al templo de Marysville a rezarle a la Diosa del Arroz —sonrió Betsy.

—A veces vamos a la iglesia heterosexual —añadió María—. Ojalá dedicaran a hablar de la Mujer la mitad del tiempo que dedican a parlotear sobre el dinero y el Hombre. ¿Es que no se dan cuenta? No ofrecen nada con lo que las mujeres puedan identificarse…

Ahí estábamos los cuatro: dos hombres infelices y dos mujeres felices.

La verdad es que las dos me enternecieron: la luz del sol en su pelo y sus cabezas inclinadas una junto a la otra sobre Falcon. Entre ellas había un sentimiento muy fuerte, limpio y de un resplandor feroz. Mi ya casi inexistente atracción por aquel resplandor lunar me permitía darme cuenta de lo hermosas que eran juntas. ¿Cómo sería la sensación de dar placer a otra mujer? A mí me encantaba dar placer a un hombre, ya fuera haciendo gemir a Vince, o el pequeño gruñido que había logrado hacer soltar a Chino la noche anterior. Pero jamás había dado nada a una mujer. ¿Habría estado demasiado ocupado actuando? ¿Cómo se sentirían dos mujeres juntas? Nunca me lo había preguntado.

María era lo opuesto a Betsy en todos los sentidos: habladora, risueña y abiertamente afectuosa. A menudo las dos se echaban a reír como locas… Algún chiste en clave de lesbianas que nosotros, los hombres, no llegábamos a comprender. ¿Habrían encontrado el romance dorado del que hablaba Vince?

Cuando María y Chino se llevaron a Falcon a dar un corto paseo, Betsy y yo conversamos en privado.

—¿Eres feliz, Bets?

—¿No se nota? —respondió, eludiendo cualquier otra respuesta.

—Afortunada tú.

—Llevaba años esperando esto. Renuncié a mujeres que no me parecieron adecuadas. A veces estuve a punto de tirar la toalla.

Silencio.

—Me gustaría decir que también tú pareces afortunado —dijo—. Pero la verdad es que pareces triste. ¿Sigues enamorado de Vince?

—Oh, no… eso se acabó.

—¿Dónde tiene ahora Vince la cabeza?

—Está más calmado. Ya se ha olvidado de lo de convertirse en un Gay Panther. Hasta se ha desprendido de la zapatilla de Billy.

Betsy pareció dubitativa.

—¿En serio?

—Se ha buscado un trabajo de verdad. En el mundo del cine, lo que siempre quiso. Deberías ponerte en contacto con él. Me preguntó por ti.

Pareció dudar.

—Vince es como un Pitbull… cuando muerde no hay manera de que suelte a la presa. Prefiero seguir manteniéndole a distancia durante un tiempo.

—¿Qué tal te las arreglas con Falcon… de verdad? —pregunté.

Mi verdadera pregunta podía leerse entre líneas. ¿Cómo educan a un niño dos lesbianas? Y ¿cómo educarían a una hija dos gays?

—Bien… supongo —respondió encogiéndose de hombros—. Como ya te habrás dado cuenta, es un niño muy revoltoso. En la guardería quieren tratarle con Ritalina, pero de eso nada. Por mucho que haga rechinar nuestra inteligencia feminista, tenemos que conservar a los hombres en el mundo. Me refiero a hombres universales. De vez en cuando encontramos alguno, pero no hay demasiados: algún ejemplar del sexo masculino que cuida de Falcon (un par de estudiantes míos, un par de profesores de la facultad de los que me he hecho amiga). Dios, nunca se me olvidará el día en que Falcon hirió los sentimientos de María. Vino a vernos un profesor de la universidad y María y Falcon estaban jugando a la pelota en el jardín trasero. Falcon le dijo a ella que entrara en la casa. Quería jugar con él.

Estaba tan ansioso que no pude más y saqué el tema.

—Cuando Falcon crezca, si para entonces las cosas se han calmado —dije—, ¿dejarás que venga a visitarme?

Betsy me dedicó una mirada mordaz.

—Ya veremos. La decisión también es de María.

El mensaje me había quedado claro: debía también leer entre líneas la respuesta a mi pregunta. Betsy seguía respetando mi vínculo emocional con el niño, pero a la vez me estaba diciendo: «María es tanto su madre como tú su padre».

Justo entonces, María gritó:

—¡Betsy! ¡Harlan! ¡Mirad!

La novia de Betsy señalaba al cielo con el dedo.

Desde los estanques una blanca espiral de ocas se elevaba perezosamente hacia el cielo. El aire estaba preñado de ruido.

—¡Qué bien! —gritó Betsy—. ¡Reemprenden la marcha!

Los tres corrimos al refugio por un estrecho camino delineado entre dos estanques. Betsy tenía a Falcon bien agarrado. Ahora aquel extático clamor llenaba el cielo: eran las voces de las aves migratorias, miles de ellas. Las ocas ascendían en círculo, girando lentamente en aquella espiral, hasta que estuvieron a unos trescientos metros de altitud. Entonces empezaron a ordenarse en grupos que dibujaban una «v», y emprendieron rumbo norte, hacia la primavera ártica, con un único objetivo.

—¿Adonde se dirigen las ocas? —preguntó Chino.

—Supongo que a Canadá —conjeturó Betsy.

Tenía agarrada a María por la cintura y la besó suavemente en la mejilla.

Los estanques tardaron poco en vaciarse. No quedó nada excepto plumas blancas flotando en el agua, y unos cuantos patos.

Cuando Chino detuvo el Land Rover delante de la terminal de United Airlines del aeropuerto de Los Ángeles, metió una pequeña maleta de piel en mi bolsa de viaje.

—Mi detector de micrófonos —señaló—. Hace mucho que no vas a la casa de La Playa… Mejor será que la registres a conciencia.

—Gracias.

Nuestras miradas se encontraron para despedirnos.

—¿Te repondrás? —le pregunté.

—Con un amigo como tú, seguro.

Aquella tensión magnética nos acercó con más fuerza que nunca, y nos estrechamos en un largo abrazo. Frotamos nuestras mejillas rasposas. En ese momento tuve la sensación de que Chino iba alejándose poco a poco de mí. Yo no quería abandonarle. Y me había excitado. «Chino está tan loco que termina resultando totalmente cuerdo… y te enamorarás de él», me dijo la voz de Steve desde el recuerdo.

—Creo que quieres contarme algo —le susurré con la boca en su pelo.

—Es posible. Si las cosas se vuelven JOSIR.

—Cuando decidas hablar, te escucharé.

—Sí, quizá.

—Cuando te decidas, ven a verme a La Playa.

El coche que teníamos detrás tocó la bocina.

—Malditos maricones —gritó el conductor—. ¡Moveos!

En el vuelo de regreso a Nueva York, luché contra mis sentimientos por Chino. Afortunadamente, ya no quedaba rastro de la pasión que sentía por Vince. Pero ¿llegaríamos mi amigo y yo a algo? Me sentía como el alcohólico que se pregunta si puede tomar una copa. Quizá había llegado el momento de buscarme a otro guardaespaldas, así Chino y yo podríamos vivir nuestra historia. El sentimiento había ido creciendo como el relámpago y había llegado la hora de que un discordante resplandor estallara entre las dos nubes. Pero Chino todavía parecía resistirse. ¿Tendríamos todavía por resolver alguna barrera racial o étnica que mi insensibilidad me impedía ver? ¿Y para qué necesitábamos las caricias? Ya estábamos muy unidos. Lo nuestro era más íntimo que el sexo, más íntimo que el amor. Hacer el amor con él se me antojaba casi incestuoso. La contención puede ser tan preciosa como la pasión.

¿Cómo lo había llamado Harry? ¿EPT? ¿Estrés post traumático? Era la primera vez que oía aquel término. ¿Sería esa la palabra del millón que describía lo que le había ocurrido a mi vida?

Quizá debía seguir intentando localizar a Chris Shelbourne. Por lo que sabía, él era la solución a mi problema, la pieza que faltaba para convertir el rompecabezas en un diseño perfecto.

Michael vino a buscarme al aeropuerto de La Guardia. Leí en sus ojos el miedo a volver a perder a su padre. Pasé varios días intentando demostrarle que estaba en mi sano juicio y que le quería, pero él estaba tocado por algo y esperaba poder aferrarse a mí, y yo era un poste demasiado débil para servir de apoyo a nadie.

—Sigues empeñado en no querer ir a ver a un psicólogo —insistió Michael.

—Los psicólogos son un atajo de cretinos —le solté—. Un tío debería ser capaz de saber cuáles son sus problemas y de lidiar con ellos por sí mismo.

—Por eso estás como estás —me respondió, también él encendido—. Joder… ¡y yo que creía que eras el hombre más fuerte del mundo!

—Necesito estar solo durante un tiempo.

—Haremos una cosa —dijo amargamente—. La próxima vez que quieras verme, serás tú quien me escriba la carta.

Tenía mucho correo por revisar. No había ninguna nota nueva de Lev., pero sí recibí otra carta que me llegaba desde el pasado, y era de Chris. Casi se me paró el corazón cuando leí su nombre en el sobre. La había enviado al programa de Bruce Cayton, desde donde me la habían remitido. Me pareció extraño que llevara tiempo pensando en él, como si hubiera telepatía entre ambos. La carta estaba escrita a mano, e iba encabezada por las siglas AP, además de una dirección de Santa Bárbara, California.

Querido Harlan:

Supongo que recibirás muchas cartas de gente diciéndote que te conocieron alguna vez. Cuesta olvidar que te conocí en su momento, puesto que últimamente pareces estar en todas partes. Te vi una vez en el programa de Bruce Cayton. No has cambiado mucho. Todavía sigues dando guerra a todo lo que se te pone por delante. Yo me he casado, tengo una mujer adorable, dos hijos y una carrera bastante exitosa. Supongo que no puedo quejarme. Voy a Nueva York por asuntos de trabajo una vez al mes. Quizá podríamos cenar juntos y hablar de los viejos tiempos. Si me llamas y no estoy, dale tu nombre a mi esposa y deja el recado. Espero noticias tuyas.

Con mis mejores deseos,

Chris.

Ahí, en la carta, estaban las pistas esperanzadoras. ¿De verdad deseaba verle, después de lo de Vince y con la relación de íntima amistad que me unía a Chino? ¿Querría él algo de mí? Quizá pudiera volver a surgir la chispa entre los dos.

Esa noche, como era de esperar, un sueño me emboscó con un recuerdo de 1952. Chris y yo corríamos juntos por los bosques de Pensilvania. Yo le seguía por un sendero de ciervos. A nuestro alrededor caían las doradas hojas otoñales. Chris miraba continuamente por encima del hombro, como si fuera consciente del tremendo efecto que causaba en mí. Yo adoraba la radiante timidez de su rostro, esa sonrisa que desvelaba un diente que se le había partido en el transcurso de una de nuestras peleas. Chris no era tan fuerte como yo y le ganaba fácilmente. Yo era el macho en celo que corría tras él, pisándole los talones.

Pasamos junto a una señal que había a un lado del camino. A continuación estábamos en la cabina de una vieja camioneta Chevrolet azul, jadeantes y sudorosos, y yo le tenía sujeto contra la puerta del acompañante con la espalda pegada a la ventanilla. Chris me deseaba, pero había nervios en la claridad azulada de sus ojos. Intentaba besarle y él apartaba la cara una y otra vez. Por fin, durante un instante, dejó que le besara y me abrió sus labios. Entonces vi en sus ojos un destello de miedo y empezó a empujarme, intentando apartarme.

—No, no… por favor —decía—. Para… es pecado.

Yo estaba hambriento de amor y desperté intentando convencerle de que lo que hacíamos estaba bien.

Me quedé ahí, en el Nueva York de 1980, profundamente hechizado por aquel sueño. ¿Cómo podía Chris seguir tan cálido y tan vivo, cómo podía haber cambiado tan poco dentro de mí después de veinticinco años? La memoria nos juega malas pasadas.

A la mañana siguiente, me temblaba la mano al marcar su número.

—Soy Helen, su esposa —dijo una voz de mujer—. Chris está fuera de la ciudad por trabajo. ¿Quién le llama?

Charlamos un poco y le dije que era un amigo del colegio. Ella nunca había oído a Chris hablarle de mí, pero de buena gana anotó el mensaje en que le decía que podía localizarme en Davis Park, Fire Island.

Cuando colgué, estaba tan nervioso que me temblaba todo el cuerpo.

Cargado con algo de ropa, la máquina de escribir, mi Biblia y Striper en su cesta, tomé un taxi y fui a una tienda de coches de segunda mano. Allí volví a sumergirme en el anonimato y compré una camioneta Chevrolet azul que pagué en metálico. Una hora más tarde estaba en la Autopista de Long Island. La necesidad de volver a hacerme a la mar a bordo de mi almejero era tan fuerte como la que en ocasiones había llegado a sentir por el sexo.

Fire Island me atraía hacia aquella curva de la orilla donde el oscuro «Corredor de Fondo» todavía esperaba poner mis piernas a prueba.