Siete

Era un día laborable y la isla estaba tranquila.

Esa noche, Vince y yo salimos a correr un poco por los quince kilómetros de dunas desiertas que se extendían desde Davis Park a The Pines. Recorrimos los tres primeros kilómetros a paso lento. Vince aún no estaba acostumbrado a la arena y yo no quería provocarle molestias en su vieja lesión de rodilla. Era la primera vez que él se sentía lo bastante en forma para someterse a cualquier tipo de estrés cardiovascular. Cuando salimos, yo llevaba puesto mi chándal más andrajoso y, como siempre, iba provisto de mi vara. Su chándal nuevo y lustroso le sentaba muy bien, aunque saltaba a la vista que apenas lo había utilizado.

Cuando estábamos a unos doscientos metros al oeste del Hotel, vimos a un ornitólogo sentado en las dunas. Parecía observar a los pájaros cantores con sus binoculares. Al pasar, eché una desconfiada mirada a su distante figura. ¿Sería algún periodista disfrazado? ¿Leeríamos en los titulares de algún periódico rosa: Sorprendente vida privada de Harlan y Vince en el nido sexual de Fire Island? ¿O nos estaría vigilando por razones que más tenían que ver con la violencia?

Por fin nos encontramos corriendo por los últimos trescientos metros, en la oscuridad.

—¿Dónde pillaste la hepatitis B? —le pregunté.

—Supongo que compartiendo alguna aguja.

—¿Cómo es posible que estés tan limpio de amebas?

—Nunca he hecho nada para pillarlas.

Le miré, sorprendido, y me encontré con su perfil sudoroso brillando bajo la luz de la luna. En aquella época, muchos hombres y mujeres, tanto gays como heterosexuales, lo habían probado todo. Hasta yo lo había hecho una vez.

—Resulta reconfortante encontrar a un hombre que sigue siendo un poco inocente —dije.

Vince se echó a reír.

—Mi amistad con Billy no tuvo nada de casual —manifestó—. Sólo que… bueno, yo interpreté su filosofía de manera algo distinta.

En un momento de tensión que tuvo lugar durante nuestro noviazgo, Billy me había dicho: «Yo sólo me acuesto con la gente a la que quiero». En una ocasión le había dicho lo mismo a Vince. Este y él se habían conocido en un mitin escolar de California y Vince se sintió inmediatamente atraído por Billy, quien le rechazó con suma amabilidad.

En ese momento, Vince y yo estábamos justo frente a las dunas desiertas situadas al oeste del Hotel Goodnight. Se había hecho oscuro y no se veía al ornitólogo.

Probablemente habría vuelto a su campamento base, o quizá había regresado al continente.

—Dime, ¿cómo interpretas entonces a Billy? —le pregunté.

Vince me miró por encima del hombro con su hechizante sonrisa.

—Sólo me dejo follar por la gente a la que quiero —fue su respuesta.

Me había dicho en repetidas ocasiones que nunca había querido a nadie excepto a mí. De modo que lo que quería decir era que nadie le había tomado de ese modo. Sin terminar de creerle, le di un puñetazo en el hombro, que acompañé con una expresión de burla.

—Nunca me apeteció —aseguró encogiéndose de hombros—. Lo pasaba demasiado bien siendo activo.

—Eso no concuerda con la imagen que tengo de ti.

—No me conoces, señor Brown —dijo sonriendo con maravillosa insolencia—. Soy muy paciente.

—Perezoso, quizá —le corregí—. O puede que a nadie le apeteciera tu culo peludo.

Se zafó de mí cuando le agarré del brazo. El entrenamiento se disolvió en un juego brusco. Me gustó descubrir que podía volver a echar una cana al aire. Corríamos trazando círculos amplios, pillándonos uno a otro, calientes al sentir el impacto de nuestros cuerpos cubiertos de sal.

—No tan fuerte… Ten cuidado con las rodillas —le tuve que decir.

Vince miró rápidamente a uno y otro lado de la playa iluminada por la luna. Salvo por algún lejano paseante, estaba vacía.

Entonces se quitó temerariamente la ropa y echó a correr desnudo por la arena hacia el agua. Yo corrí detrás de él, a pocos pasos de distancia, también desnudo, alcanzándole gracias a mi gran sprint final. Era imposible tomar buenas fotografías en la oscuridad. A la mierda la prensa. A la mierda los francotiradores. A la mierda nuestra notoriedad. Nuestros pies levantaban alas de agua. Vince me deleitó la vista entrando en la espuma y sumergiéndose en ella. Emergió, exultante, con el pelo alisado y las burbujas deslizándose por su cuerpo. Incluso en la oscuridad, su culo virginal brillaba con mayor blancura que el resto de su piel. Emergí a su lado.

De pronto, justo cuando empezábamos a lidiar una buena lucha en el agua, Vince dijo bajando la voz:

—La poli.

Por el oeste, el jeep de la policía de Fire Island acababa de asomar por una de las entradas abiertas entre las dunas. Probablemente habían llegado por la carretera de Burma, la única vía de acceso sin pavimentar y la única de la parte este de Fire Island. Los faros del jeep avanzaron a trompicones hacia nosotros. Nuestra ropa había quedado desperdigada sobre la arena, a plena vista. En esa zona las autoridades no solían mostrarse demasiado estrictas. Pasaban por alto a los heterosexuales que se bañaban desnudos si lo hacían lejos de las playas frecuentadas por las familias. Pero nosotros éramos hombres gays y estábamos lejos del santuario de Cherry Grove.

—Probablemente no puedan vernos… pero alejémonos más de la orilla —dije con el corazón en un puño.

Una vez sobrepasamos las olas grandes, nadamos tranquilamente, dejando varios metros de distancia entre ambos. Era como estar en el Greenwich Village de los años sesenta, con las brigadas antivicio golpeando la puerta. El jeep se detuvo justo delante de nosotros. No veíamos con claridad lo que hacían los agentes dentro del vehículo. Quizá estuvieran hablando por radio. Pero nuestros suspensorios habían quedado a menos de veinte metros de donde ellos se encontraban, como una destellante luz roja.

Y entonces… ocurrió un milagro: El jeep de la policía se alejó entre sacudidas hacia el este, en dirección a Davis Park.

Vince y yo nadamos hacia la orilla, viendo cómo se iban.

—Dios, cuando les he visto me he meado encima —musitó Vince con voz temblorosa.

El terror nos había desembriagado. Aprovechamos la siguiente ola y avanzamos boca abajo sobre ella hasta llegar a la zona donde tocábamos fondo. Nos quedamos allí abrazados. La luz de la luna nos bañaba la cabeza y los hombros mientras nuestros cuerpos fríos se pegaban por debajo del agua, excitándonos. Vince dejó escapar un profundo suspiro mientras pegaba la cabeza a mi cuello, intentando relajarse.

—Así que eres paciente, ¿eh?

Él se echó a reír y al hacerlo su estómago se movió contra el mío.

—Te diré cuándo me enamoré de ti. ¿Quieres oír mi confesión?

—Escucharé cualquier mentira sólo una vez.

—Acababan de expulsarnos del equipo de Oregon. Fuimos a San Francisco a hablar con el padre de Billy. Éramos un mar de lágrimas. John nos dio su carpeta y nos dijo: «Bueno, chicos, hay un entrenador gay». Ya lo ves, John había estado… bueno, siguiéndote la pista desde que se había enterado de por qué te habían echado de Penn State. Nos enseñó una antigua entrevista en el Sports Illustrated, quizá la recuerdes… con tu foto. Había algo… algo en tus ojos que me atrapó. Billy miró la misma maldita foto y… bueno, simplemente se encogió de hombros. No se enamoró de ti hasta más tarde.

Recorrí la playa con la mirada, intentando localizar a más intrusos.

»Cuando me rechazaste, el invierno pasado —continuó Vince— mandé un montón de buena energía al universo.

—Rezaste, ¿eh?

—Tú le llamas rezar… Yo le llamo magia. Cuando dijiste que pensabas venir aquí, yo no tenía ni un céntimo para poder pasar el verano en Fire Island. Así que, bueno… me gasté el dinero que había ganado con la película en conocer a Mario y en meterme en su casa. Cuando esa noche me viste bailando en el Ice Palace, estaba… pensando en ti, bailando para ti, ¿sabes? Y ahí estabas tú.

Después de tres años de amistad y de relación profesor-alumno, yo creía que conocía a aquel joven. Pero la historia me obligaba a mirarle con renovado respeto. En la otra cara del Vince joven e impulsivo vivía un Vincent C. Matti maduro que era capaz de plantearse grandes estrategias. Uno de los nuestros. Un hombre capaz de igualarse a sus mejores, daba igual de quién se tratara.

—¿Así que lo de enviar energía funciona? —quise saber.

Vince entrecerró los ojos y me miró a través de las cuentas de agua iluminadas por la luna que prendían de sus pestañas. El muy maldito sabía que tenía unos ojos preciosos. El verdadero talismán de Vince era ser adorable y saber el efecto que ejercía sobre la gente, ambos a la vez. Sus ojos no eran simplemente «marrones». Sombreados por sus negras pestañas, en ese momento tenía los iris más oscuros, pero a la luz del sol eran claros como el ámbar. Eran los ojos inteligentes e inquietos de un joven lobo que se había alejado demasiado de su refugio sin tener a un viejo lobo como guía.

—Mi talismán siempre funciona —dijo con voz gutural.

Le rodeé los muslos con el brazo y lo levanté. La flotabilidad del agua me facilitó el movimiento. Elevándose hacia las estrellas sobre mí, Vince dejó que su cuerpo se meciera contra mí, mientras sus glúteos descansaban sobre mi brazo. Acaricié con la mano que tenía libre esos músculos gemelos, duros como rocas redondas bañadas por el mar entre los que se escondía aquel orificio, sensible y misterioso como una anémona. Cuando le besé el estómago mojado, tuve la sensación de que nada podía salir mal. El amor, y el hecho de estar conmigo, conseguirían hacerle madurar y le ayudarían a olvidar sus ansias de venganza. Viviríamos nuestra gran pasión y sobreviviríamos a las balas de los francotiradores. Quizá incluso viviéramos lo suficiente para convertirnos en dos viejos cascarrabias. Me pregunté si sería capaz de volver a ser monógamo con aquel espíritu polígamo.

—No me digas cuándo te enamoraste de mí —susurró pegando mi cara a su ombligo—. Porque no te ha ocurrido… todavía. Pero te ocurrirá, Harlan.

—Vamos a casa —propuse.

Había fantaseado muchas veces en cómo sería hacer el amor con Vince. La primera vez fue apasionada, sí… y perturbadora.

La mente de Vince era una enorme caverna subterránea. Un espeleólogo tendría que ser lo bastante listo para no meterse en ella sin equiparse con un mapa y muchas cuerdas de seguridad. Su línea de pensamiento estaba entrelazada con ríos ocultos y nubes de diamantes. Una cueva de cristal llevaba a otra, a través de muros de arcos iris y huesos de pterodáctilos, hasta llegar a abismos sin fondo que de pronto se abrían como grandes bostezos a tus pies. En el marco del conflicto interno que aún seguía librando con mi vieja mente bíblica, consideraba a Vince parte de mi naturaleza pecadora. Vince era malo, algo a lo que había que resistirse y que debía ser cuestionado. Billy había sido bueno: una pasión hecha de luz, oraciones que habían dado su fruto, Biblias que tenían sentido, una calidez resplandeciente, una casa y un hogar, la felicidad.

A medida que caía la noche, seguí luchando contra aquel dios de la Tierra, aquella desnuda bacante de pura voluntad. Su forma de amar era dar amor sin reservas. La mía era recibirlo con limitaciones. Pero estaba tan ávido de ese amor que casi perdí el control. Vince se debatía amorosamente contra mi razón para poder así depositar su apasionada vida en la palma de mi mano. Sentir su afecto encima, y luego debajo de mí, fue como intentar detener a un planeta que se mueve a toda velocidad en su órbita.

El placer que provoca el órgano masculino al masajear la glándula prostática en las profundidades del cuerpo es el punto culminante del amor gay. Yo sólo había dejado a Billy hacerme suyo en aquel radiante frenesí. Ni siquiera Vince merecía todavía ese grado de confianza. En esa ocasión, mi placer fue ver cómo él lo sentía por primera vez. Nos mantuve ahí como a dos corredores situados en la recta más larga de la pista. Él era quien lideraba la carrera y yo iba a su hombro, empujándole con mi arranque explosivo. Él aguantaba ahí conmigo, deseándolo, zancada contra zancada, intentando mantener la respiración y la energía. Tenía los ojos cerrados y gemía cada vez que respiraba hasta que llegamos a la célula fotoeléctrica de la meta. Casi se desmayó.

Luego abrió los ojos despacio y me miró desde las almohadas aplastadas y las sábanas arrugadas.

La experiencia le había cambiado tanto que casi no le reconocí. Supongo que yo también debía de parecer alterado. De hecho, temblaba violentamente cuando me incorporé un poco. Al otro lado de la ventana, un búho ululó en algún punto de los pinos negros. Por la puerta del dormitorio podíamos oír a Steve hablando con George Rayburn y con otro visitante.

Estábamos acostados junto al enorme ventanal de vidrio cilindrado, a oscuras y con las cortinas corridas, viendo la luz de la luna. Supuse que nadie podría vernos ni había querido contemplar a Vince arqueándose y revolviéndose debajo de mí. Se la saqué suavemente, provocando en él un último gemido. Dejó caer los muslos sobre la cama.

Vince soltó un suspiro escalofriante. Visto así, parecía casi traslúcido. Su tenso torso llegaba a revelar sus costillas, los pulmones y las entrañas, como las membranas de una medusa. Tenía la pelvis y las caderas iluminadas desde dentro. Vi aquel corazón grande y fuerte encogido como un puño, envuelto en su velo de cartílagos iridiscentes y con el ventrículo derecho más grande, como el de los corredores. Tenía el cráneo cincelado en cristal, con una miríada de arcos iris bulléndole en el cerebro.

Poco a poco, mi visión de rayos x fue desvaneciéndose.

Durante un instante, me quedé horrorizado, trastornado, casi deshecho ante la enormidad de lo que Vince me había mostrado.

Mi novio me atrajo hacia sí. Pegué el estómago a la caliente humedad del suyo y hundí la cara en la calidez de su aliento. Vince me pasó cariñosamente la nariz por la cara, mordisqueándome los párpados, lamiéndome los labios como un lobezno pidiendo comida. Yo estaba al borde del abandono, de aquel abismo de ternura en cuyas profundidades había caído con Billy. ¿Por qué tenía la sensación de que en realidad no le estaba tocando, sino que estaba viendo su imagen a través de un escaparate?

—Te adoro —susurró.

Cuando tomé aire para decir algo, él me puso los dedos suavemente sobre la boca.

La luz de la luna iluminó con su delicado reflejo azulado nuestros cuerpos entrelazados. En el salón, Steve y George se reían.

De pronto, un tremendo estallido resonó sobre nuestras cabezas.

Fue como si un glaciar de hielo irisado hubiera sido dinamitado sobre la cama. Mientras la intimidad se hacía añicos y nuestros cuerpos desnudos se separaban, los cuchillos y las astillas de luz cayeron sobre nosotros durante lo que pareció una eternidad. Con la claridad de un moribundo que ve pasar su propia vida ante sus ojos, yo estaba seguro de que me habían disparado en la cabeza. O de que era Vince quien había recibido el disparo.

La ventana había desaparecido y el frío de la noche se derrumbó sobre nosotros. La cama estaba cubierta de cristales. Nuestros cuerpos habían quedado literalmente bañados en cristal, en cuchillas de cristal e incluso en polvo de cristal. El cristal se deslizaba y resbalaba sobre nosotros, sonando a su paso como sables frotándose. Todo el suelo, incluso parte de la cama que estaba al otro lado de la habitación, brillaba cubiertos de cristales. Era increíble que una sola ventana pudiera haber impulsado sus fragmentos a tanta distancia. Los ojos de Vince se mostraron brevemente horrorizados y luego se cerraron.

Cuando le miré y recorrí luego mi propio cuerpo con la mirada vi que había sangre por todas partes: en nuestros torsos, en los genitales, en los muslos… La sangre goteaba sobre la reluciente cama como lluvia roja.

Steve y nuestros horrorizados amigos activistas tardaron dos horas en limpiarnos.

—Dios —exclamó Rayburn—. Dios mío.

En mitad de la noche resultaba muy difícil encontrar a un médico en Fire Island. Los tres hombres fueron extrayéndonos con pinzas los fragmentos de cristal de la piel y luego nos curaron con yodo que encontraron en el botiquín de la casa. Las heridas no eran graves, pero teníamos el cuerpo, incluidos los genitales, llenos de pequeños y dolorosos cortes. Vince, tumbado boca arriba, había cerrado los ojos instintivamente, pero se le había clavado un cristal en uno de ellos y se dejó vencer por el pánico porque le dolía muchísimo. Cuando le calmé, Rayburn se lo quitó con la ayuda de una lupa y unas pinzas.

A esas alturas, Steve había salido a investigar. La bahía estaba en silencio y resplandecía a la luz de la luna. Las pasarelas estaban vacías. Más allá de nuestra empalizada de cerezos silvestres, unas cuantas luces brillaban en las casas de los vecinos.

—¿Llamamos a la policía? —propuso vacilante.

Vince y yo nos miramos. Por una vez, nos encontrábamos en el mismo vibrante punto emocional. Mi sueño gay de poder pasear por las calles de los Estados Unidos sin miedo se había esfumado. Sin embargo, un cuchillo de pescado y mi paso por la Marina no me equipaban para ese tipo de guerra. Las ventanas que estallaban sobre mí y mi novio también estallaban sobre Betsy y Falcon, sobre todos mis seres queridos. Había llegado la hora de tragarme el orgullo y pedir ayuda a los expertos.

—A la mierda la policía —dije, olvidándome del corte que tenía en el labio—. Llamemos a Chino y a Harry.

—Oh, no, otra vez los mataniños no —protestó Rayburn.

—¿Tienes alguna idea mejor? —pregunté levantando el auricular, presa de la ira.

—Sí… la paz mundial —insistió George.

—¿A esto le llamas tú paz? —gritó Vince con la voz quebrada. Se bajó los calzoncillos y, agarrándose los genitales cubiertos de yodo, se los mostró a George.

—Dios —exclamó George, agonizante, totalmente trabado con la pregunta—. Todos hemos sufrido pérdidas. Estamos terriblemente dolidos, de un modo u otro. Pero lo vuestro es ya demasiado. Tengo la sensación de que ya no os conozco.

George y su amigo se marcharon y regresaron caminando a The Grove.

En H-C Security, ni Harry ni Chino contestaban al teléfono. Debían de haber salido a trabajar.

Nos llevó una hora más limpiar el dormitorio. Junto a la otra cama del cuarto por fin encontramos el objeto que había hecho trizas la ventana. En cierto modo, yo había esperado que se tratara de una bala del calibre 22, pero en vez de eso encontramos una piedra de suave contorno y de unos cuatro centímetros de diámetro. Era una piedra de las que abundan en la playa. Llevaba una palabra pegada y escrita con pequeñas letras negras recortadas de un periódico: LEV.

El estilo «corta y pega» resultaba familiar. La piedra provenía del «admirador secreto». La envolvimos con un trapo y la metimos en una bolsa limpia para no borrar ninguna huella dactilar que pudiera haber quedado grabada en ella.

—¿Qué demonios es eso de Lev.? —preguntó Steve.

—Quizá sea un nombre —conjeturé.

—Lev es un nombre judío.

—Esto es diferente… Parece más un acrónimo.

—El punto lo convierte en una abreviatura —apuntó mi amigo experto en textos.

—¿Levítico, quizá?

—¿Por qué Levítico? —quiso saber Steve, que no estaba tan versado en la Biblia como yo.

—Porque —respondí paciente— esa es la parte del Antiguo Testamento que comprende las leyes hebreas. Entre otras, la pena de muerte para los maricones.

Cuando por fin conseguimos hablar con Harry y con Chino, ya eran las cuatro y cuarto de la mañana, hora de Nueva York (la una y cuarto, hora de California). Harry era todo un profesional. No perdió tiempo en decir: «Ya te lo advertí».

—¿Qué os parecerían unas vacaciones con todos los gastos pagados en Fire Island a cambio de que nos ayudarais a llegar al fondo de este asunto? —pregunté, cansado.

—Encontraremos a alguien que nos sustituya en el concierto que íbamos a cubrir. Llegaremos en… —hizo una pausa, evidentemente mirando los horarios de vuelo que tenía al alcance de la mano— el vuelo número 64 de United Airlines que aterriza en el aeropuerto Kennedy mañana a las 11.30.

Por la mañana, Vince y yo fuimos a Nueva York para que el doctor Jacobs echara un vistazo a las curas que nuestros amigos les habían hecho a nuestros cortes. Ambos estábamos abatidos, meditabundos. En mi caso, las emociones siempre quedaban contenidas, nunca afloraban. En cambio Vince tenía un carácter totalmente expansivo. Cuando regresamos al Hotel Goodnight, había vuelto a su viejo talante y empezó a reñirnos, a Steve y a mí. Según él, no estábamos haciendo todo lo que cabía para afrontar la situación con Lev. De hecho, lo más probable era que aquel tipo hubiera ayudado a matar a Billy. Aparte de malgastar más dinero contratando a guardaespaldas, nos habíamos rendido, dijo. Eramos unos gallinas, siempre chupando la polla heterosexual, siempre sometiéndonos al terror. Había llegado el momento de exigir respeto de aquellos cabrones, etc., etc.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Vince a Steve—. Han violado tu casa.

—Será Harry quien lo decida —respondió Steve.

—Tonterías —rugió Vince—. Harlan, si todavía tienes agallas, dale alguna a Steve.

—Creo que estás perdiendo los papeles, Vince —opiné—. Aquí eres un invitado.

Steve no dijo nada. Simplemente se fue a la Habitación de la Torre. En el fondo, tanto Steve como yo sabíamos que Vince no iba del todo desencaminado. Pero si resistíamos utilizando la táctica que Vince tenía en mente, los Estados Unidos heterosexuales pasarían sobre nuestras cabezas con sus tanques Sherman.

—Si llevamos las cosas tan lejos, terminarán rompiendo nuestras ventanas todos los días —le dije a Vince.

—¡Entonces Steve debería mudarse a The Grove!

—¿Y vivir en el maldito gueto para siempre?

—Billy era tu novio. ¿Por qué estoy yo en las barricadas? —gritó Vince, clavándose los dedos en el pecho—. ¿Por qué te escondes aquí detrás de una maldita máquina de escribir mientras dejas que nos disparen? ¿Por qué no estás en Nueva York conmigo ayudando a los activistas… haciendo algo?

—Escucha —le grité—. Tú pides venganza y yo hablo de defensa propia. La venganza no me devolverá a Billy ni tampoco hará que la gente cambie de actitud. Sólo conseguirá empeorarla.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —replicó Vince—. ¿Y sabes lo peor de todo? ¿Lo más terrible?

No me atreví a preguntar.

»¡Que no sé pelear! —estalló—. Tengo que decírtelo. Tenías razón cuando me pillaste en el agua. ¡Ni siquiera sé cómo protegerme a mí mismo! —dijo con los ojos encendidos—. Pero, Harlan… tú… ¡tú sí sabes luchar! Fuiste un puto marine. ¡Y lo único que haces es contratar a una pareja de imbéciles gays para que nos protejan!

Se le quebró la voz, casi en un sollozo. Se fue bruscamente a la Habitación Norte y empezó a meter su ropa en su bolsa de viaje. Vi la zapatilla de atletismo de Billy. Siempre la llevaba con él.

—¿Te vas? —le pregunté—. ¿Después de todos los «te quiero»?

Vince se apretó las sienes con las manos, como si intentara impedir que una bomba atómica le estallara en la cabeza. Todavía le goteaba el ojo, que seguía aceitoso a causa del ungüento antibiótico.

—¡No lo sé! —voceó con un extraño tono de voz que me encogió el corazón—. ¡Siempre que ocurre algo así, tengo la sensación de que vuelvo a estar abrazado al cuerpo de Billy! ¡Me niego a seguir siendo un maricón impotente! ¡Voy a conseguir que se haga justicia!

—Espera a que lleguen Chino y Harry y hablaremos de ello con calma.

Intenté tomarle del brazo, pero se apartó.

—¡No! ¡Hablar no arreglará las cosas! —gritó con la voz estrangulada—. ¡Si yo fuera un verdadero combatiente como Chino o Harry, quizá podría haber logrado que Billy todavía estuviera vivo!

Se puso las gafas de sol, pasó por mi lado, echándose la bolsa al hombro, y se alejó por la pasarela hacia la marina. Caminaba a paso decidido, mesurado. Deseé que tuviera dinero suficiente para llegar a Nueva York. Al menos tenía coche.

A veces, amar a Billy había resultado doloroso, pero nunca de ese modo. Me quedé un rato sentado en silencio en el salón, escuchando el golpeteo de la máquina de escribir de Steve procedente del piso de arriba. Mientras había tenido lugar todo aquel alboroto, Angel se había escondido ahí arriba con su gato nuevo, una hembra tornasolada que había recogido en el centro de acogida de animales de Patchogue. Ahora ayudaba en silencio a su novio a ordenar las páginas.

—Tranquilo —me gritó Steve desde lo alto de la escalera de caracol—. Volverá.