En septiembre, en París, ingreso en el liceo Henri-IV, en el curso preuniversitario de letras. Estoy interno aunque mis padres viven a pocos cientos de metros del liceo. Llevo interno seis años. Había conocido una disciplina más dura en los centros anteriores, pero nunca se me hizo un internado tan cuesta arriba como el del Henri-IV. Sobre todo a la hora en que veía a los externos salir a la calle por la portalada.
Ya no me acuerdo gran cosa de mis compañeros de internado. Creo recordar que tres chicos oriundos de Sarreguemines estaban preparando el ingreso en la Escuela Normal Superior. Se les unía con frecuencia un martiniqués de mi clase. Otro alumno estaba siempre fumando en pipa y llevaba un guardapolvos gris, y zapatillas de paño. Se decía que llevaba tres años sin salir del recinto del liceo. Me acuerdo también remotamente de mi vecino de dormitorio, un pelirrojo menudo a quien vislumbré, de lejos, dos o tres años más tarde, en el bulevar de Saint-Michel, con uniforme de recluta, bajo la lluvia… Tras apagar las luces, un vigilante nocturno recorría los dormitorios con un farol en la mano y comprobaba que todas las camas estaban ocupadas. Estábamos en otoño de 1962, pero también en el siglo XIX y quizá en una época aún más remota.
Mi padre vino a verme a este centro solo una vez. El director del liceo me dio permiso para esperarlo en la entrada. Aquel director tenía un nombre bonito: Adonis Delfosse. La silueta de mi padre, en la portalada, pero no le veo el rostro, como si su presencia en aquel decorado de convento del medievo me pareciera irreal. La silueta de un hombre de elevada estatura, sin cabeza. No sé ya si había sala de visitas. Creo que nuestra entrevista se celebró en el primer piso, en una sala que era la biblioteca, o la sala de festejos. Estábamos solos, sentados ante una mesa, uno frente al otro. Lo acompañé hasta la salida del liceo. Se alejó por la plaza de Le Panthéon. Un día, me había contado que él también, a los dieciocho años, solía andar por el barrio de Les Écoles. Tenía justo el dinero suficiente para tomar, a modo de almuerzo, un café con leche con unos croissants en el Dupont-Latin. En aquellos tiempos tenía una sombra en un pulmón. Cierro los ojos y me lo imagino, bulevar de Saint-Michel arriba, entre los alumnos de los liceos, tan formales, y los estudiantes de Action française. El Barrio Latino suyo era más bien el de Violette Nozière. Seguramente, se la había cruzado más de una vez por el bulevar. Violette, «la guapa estudiante del liceo Fénelon que criaba murciélagos en el pupitre».
Mi padre se ha vuelto a casar con la Mylène Demongeot de imitación. Viven en el cuarto piso, encima del de mi madre. Los dos pisos eran una única vivienda cuando mi padre y mi madre vivían juntos. En 1962, los dos pisos no están separados aún. Tras una puerta condenada, sigue existiendo la escalera interior que mi padre mandó construir en 1947, cuando alquiló el tercer piso. La Mylène Demongeot de imitación no quiere que yo sea externo y siga teniendo tratos con mi padre. Tras dos meses de internado, recibo la siguiente carta de mi padre: «ALBERT RODOLPHE MODIANO, MUELLE DE CONTI15, París VI. Has subido esta mañana a las nueve y cuarto para comunicarme que habías decidido no regresar al liceo hasta que yo rectificase en mi decisión de que sigas interno. A eso de las doce y media me has vuelto a confirmar lo ya dicho. Ese comportamiento tuyo es incalificable. Si te imaginas que es con esos procedimientos de chantajista de poca monta como vas a conseguir que ceda, te estás haciendo muchas ilusiones. Así que te aconsejo vehementemente por tu bien que vuelvas mañana y le presentes a tu director una nota de justificación de ausencia, alegando una gripe. Debo advertirte de la forma más categórica que si no lo haces, lo lamentarás. Tienes 17 años, eres menor, soy tu padre y tengo la responsabilidad de tus estudios. Pienso ir a ver al director de tu centro. Albert Modiano».
Mi madre no tiene ni dinero ni ningún contrato teatral en ese otoño de 1962. Y mi padre amenaza con no hacerse cargo de mi manutención si no regreso al dormitorio del internado. Cuando lo pienso hoy en día, me parece que yo no le salía caro: el modesto coste del internado. Pero me acuerdo de haberlo visto a finales de los cincuenta completamente «pelado», tanto que me pedía prestados los mil francos antiguos que me mandaba a veces mi abuelo de Bélgica, quitándoselos de su jubilación de obrero. Me sentía más próximo a él que a mis padres.
Sigo en «huelga» de internado. Una tarde, a mi madre y a mí no nos queda un céntimo. Estamos paseando por los jardines de las Tullerías. Como último recurso, decide pedirle ayuda a su amiga Suzanne Flon. Vamos a pie a casa de Suzanne Flon porque no tenemos ni calderilla para sacar dos billetes de metro. Nos recibe en su piso de la avenida de Georges-V de terrazas superpuestas. Parece que estamos en un barco. Nos quedamos a cenar. Mi madre, con tono melodramático, le expone nuestras «desdichas», de pie, bien plantada y con ademanes teatrales y perentorios. Suzanne Flon escucha bondadosamente, consternada con esa situación. Piensa escribirle una carta a mi padre. Le da dinero a mi madre.
En los meses siguientes, mi padre tiene que resignarse a que yo deje definitivamente los dormitorios de internado en los que ando metido desde los once años. Queda conmigo en cafés. Y rumia los agravios que tiene contra mi madre y contra mí. No consigo crear una intimidad entre nosotros. En todas esas ocasiones, no me queda más remedio que mendigarle un billete de cincuenta francos, que acaba por darme de muy mala gana y que le llevo a mi madre. A veces llego sin nada y mi madre monta en cólera. No tardé en esforzarme —alrededor de los dieciocho años y en los años siguientes— por traerle por mis propios medios esos malditos billetes de cincuenta francos, que llevan la efigie de Jean Racine, pero sin conseguir desactivar esa agresividad y esa falta de benignidad que me había mostrado siempre. Nunca pude hacerle confidencias ni pedirle ayuda alguna. A veces, como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de Dios, siento la pueril tentación de escribir negro sobre blanco y con todo detalle cuánto me hizo padecer con su dureza y su inconsecuencia. Me callo. Se lo perdono. Todo queda tan lejos ya… Me acuerdo de haber copiado, en el internado, la frase de Léon Bloy: «Hay en el mísero corazón del hombre lugares que no existen aún y en donde se cuela el dolor para que así existan». Pero este era un dolor para nada, de esos con los que ni siquiera se puede hacer un poema.
La inopia habría debido unirnos. Un año —1963— hay que «volver a enganchar» el gas en el piso. Hay que hacer reformas. Mi madre no tiene dinero ni yo tampoco. Cocinamos en un infiernillo de alcohol. En invierno, no encendemos nunca la calefacción. Esa penuria se ensañó con nosotros durante mucho tiempo. Una tarde de enero de 1970 estamos tan a la cuarta pregunta que me lleva a rastras al Monte de Piedad de la calle de Pierre-Charron, en donde dejo una estilográfica de oro con plumín de diamante que me había entregado Maurice Chevalier cuando me concedieron un premio literario. Solo me dan por ella doscientos francos, que mi madre se guarda en el bolsillo con mirada dura.
Todos esos años pasamos por «la angustia del vencimiento del alquiler». Los alquileres de aquellos pisos antiguos, ya destartalados antes de la guerra, no eran muy elevados por entonces. Luego subieron, a partir de 1966, a medida que iban cambiando el barrio, los comercios y el vecindario. Que no me guarde rencor el lector por entrar en estos detalles, pero me causaron unas cuantas preocupaciones que pasaban pronto, porque creía en los milagros y me sumía en sueños de fortuna a lo Balzac.
Tras esas citas deprimentes con mi padre, no volvemos nunca juntos a casa. El vuelve primero y yo, según las instrucciones que me da, tengo que esperar un rato, dando vueltas a la manzana. Le oculta nuestras citas a la Mylène Demongeot de imitación. Normalmente, lo veo a solas. Un día comemos con el marqués Philippe de D. y el almuerzo se reparte entre dos restaurantes, uno en el muelle del Louvre y otro en el muelle de Les Grands-Augustins. Mi padre me explica que Philippe de D. suele almorzar en varios restaurantes a la vez, donde cita a personas diferentes… Toma el entrante en uno, un plato en otro y vuelve a cambiar de restaurante para el postre.
El día en que vamos siguiendo a Philippe de D. del muelle del Louvre al muelle de Les Grands-Augustins, lleva algo así como un chaquetón militar. Asegura que perteneció a la escuadrilla Normandía-Nièmen durante la guerra. Mi padre va con frecuencia a pasar el fin de semana a casa de D., a su castillo en Loire-Atlantique. Participa incluso en cacerías de patos, cosa que no es precisamente lo que se le da mejor. Me acuerdo de aquellos pocos días de 1959 que pasamos en Sologne, en casa de Paul Bertholle, con su mujer y el conde de Naléche, y en donde tuve miedo de que mi padre me abandonase y aquellos asesinos me forzasen a participar en su partida de caza. Igual que «tenía negocios» con Paul Bertholle, «tiene negocios» con Philippe de D. Según mi padre, D. en su juventud fue un niño bien y un calavera e, incluso, estuvo en la cárcel. Más adelante me enseñará una foto, recortada de un número viejo de Detective, donde sale esposado. Pero D. acaba de cobrar una herencia cuantiosa de su abuela (de soltera De W.) y supongo que mi padre lo necesita como inversor. Lleva, efectivamente, desde finales de la década de los cincuenta, persiguiendo un sueño: el de volver a comprar las acciones de unas explotaciones en Colombia. Y seguro que cuenta con que Philippe de D. le eche una mano para llevar a cabo el proyecto.
D. se casará con una campeona de carreras automovilísticas y morirá arruinado: dirigirá primero una sala de fiestas en Hammamet y trabajará, luego, en un taller de automóviles en Burdeos. Mi padre seguirá aún unos cuantos años fiel al sueño colombiano. En 1976, un amigo me hará llegar una ficha en la que pueden leerse las siguientes indicaciones: «Compañía financiera Mocupia. Sede social: París (IX), calle de Bergère, 22. Tel: 770.76.94. Sociedad anónima francesa. Consejo de administración y directivos: presidente y director general: Albert Rodolphe Modiano. Miembros del consejo de administración: Charles Ruschewey, Léon-Michel Tesson… Sociedad Kaffir Trust (Raoul Melenotte).»
Pude identificar a los miembros de ese consejo de administración. Al primero, Tesson, cuando recibí, por equivocación, en lugar de mi padre, en septiembre de 1972, este telegrama de Tánger: 1194 TÁNGER 34601 URGENTE PAGAR ALQUILER BERGÈRE — STOP — MI SECRETARIA INMOVILIZADA — STOP CONTESTAR URGENTE TESSON. El tal Tesson era un financiero de Tánger. En cuanto a Melenotte, de la Kaffir Trust, había pertenecido a la administración internacional de la zona franca.
Y luego, durante los años 1963-1964, conozco, al acompañar a mi padre, a un tercer hombre del consejo de administración: Charles Ruschewey. Mi padre, para que desconfíe de unos estudios demasiado «literarios», me pone como ejemplo de fracasado a ese Charles Ruschewey, que estuvo matriculado en el liceo Louis-le-Grand preparando el ingreso en la Escuela Normal Superior, condiscípulo de Roger Vailland y de Robert Brasillach, y que no hizo en la vida nada que mereciera la pena. Físicamente, algo así como un granuja suizo, aficionado a la cerveza, un canónigo de paisano, con gafas con montura de acero y boca fofa, que iba en secreto a «los meaderos» de Ginebra. Divorciado, cincuenta años, vive con una mujer más joven que él, regordeta y de pelo corto, en una habitación sin ventanas de una planta baja del distrito XVI. Se nota que está dispuesto a aceptar lo que le echen. Mi padre debe de usarlo de factótum y de «alcahuete», lo que no le impide darme lecciones de ética con voz docta de Tartufo. En 1976, me cruzaré con él en la escalera del muelle de Conti, avejentado y con pinta de vagabundo, el rostro tumefacto y una bolsa de la compra colgada de un brazo de sonámbulo. Y me daré cuenta de que vive en el cuarto piso, de donde acaba de marcharse mi padre para irse a Suiza y que no tiene ni un mal mueble; la calefacción, el agua y la luz están cortados. Vegeta allí, con su mujer, en plan okupa. Y ella lo manda a hacer los recados, unas cuantas latas de conserva seguramente. Se ha vuelto una arpía: la oigo vociferar siempre que el desdichado vuelve a casa. Supongo que ya no puede contar con sus dietas de asistencia al consejo de administración de Mocupia. En 1976, recibiré por equivocación un informe de esa compañía financiera, según el cual «se le han dado instrucciones al abogado de nuestra sociedad en Bogotá para que entable el procedimiento de indemnización ante la jurisdicción colombiana. Les comunicamos, a título indicativo, que el señor Albert Modiano, su presidente y director general, pertenece al consejo de administración de la sociedad South American Timber y representa a nuestra sociedad en esta filial». Pero la vida es dura e injusta y acaba con los sueños más hermosos: el presidente y director general nunca cobrará indemnización alguna de Bogotá.
Navidad de 1962. No sé ya si nevó de verdad en aquellas Navidades. En cualquier caso, en mis recuerdos veo caer la nieve, en gruesos copos, en la carretera y las cuadras. Me habían acogido Josée y Henri B. en el criadero de caballos de Saint-Ló. Josée, la joven que me cuidó entre los once y los catorce años porque mi madre no estaba. Henri, su marido, trabajaba de veterinario en el criadero. Eran mi único recurso.
En los años siguientes volveré bastantes veces a su casa, en Saint-Ló. Esa ciudad, a la que llamaban la «capital de las ruinas», fue arrasada por las bombas del desembarco y muchos supervivientes perdieron el rastro y las pruebas de su identidad. Hubo que reconstruir Saint-Ló hasta los años cincuenta. Cerca del criadero, queda aún una zona de barracones provisionales. Iba al café du Balcon y a la biblioteca municipal. Henri me llevaba a las casas de labor de los alrededores, en donde atendía a los animales incluso por la noche, si lo llamaban. Y por la noche, precisamente, al pensar en todos esos caballos que montaban guardia a mi alrededor o dormían en sus cuadras, me aliviaba saber que a ellos al menos no los llevaban al matadero como a aquella hilera que vi una mañana en la puerta de Brancion.
En Saint-Ló hice unas cuantas amigas. Una vivía en la central eléctrica. Otra, a los dieciocho años, quería irse a París y matricularse en el Conservatorio. Me contaba sus proyectos en un café próximo a la estación. En provincias, en Annecy, en Saint-Ló, era aún la época en la que todos los sueños y todos los paseos nocturnos encallaban delante de la estación de la que salía el tren para París.
Leí Ilusiones perdidas esa Navidad de 1962. Me alojaba siempre en la misma habitación del último piso de la casa. La ventana daba a la carretera. Me acuerdo de que todos los domingos a las doce de la noche un argelino iba por esa carretera rumbo a los barracones hablando bajito consigo mismo. Y esta noche, cuando ya han pasado cuarenta años, Saint-Ló me trae a la memoria la ventana encendida de La cortina carmesí, como si se me hubiera olvidado apagar la luz de mi antiguo cuarto o de mi juventud. Barbey d’Aurevilly había nacido por las inmediaciones. Yo había visitado su casa.