Nací el 30 de julio de 1945, en Boulogne-Billancourt, y en el 11 del paseo Marguerite, de un judío y una flamenca que se conocieron en París durante la Ocupación. Escribo judío sin saber qué sentido tenía en realidad esa apelación para mi padre y porque, por entonces, constaba en los carnets de identidad. Las temporadas de grandes turbulencias traen consigo frecuentemente encuentros aventurados, de tal forma que nunca me he sentido hijo legítimo y, menos aún, heredero de nada.

Mi madre nació en 1918 en Amberes. Pasó la infancia en un barrio periférico de esa ciudad, entre Kiel y Hoboken. Su padre era obrero y luego fue agrimensor auxiliar. Su abuelo paterno, Louis Bogaerts, fue estibador. Posó para la estatua al estibador que esculpió Constantin Meunier y puede verse delante del ayuntamiento de Amberes. He conservado su loonboek del año 1913, en donde iba apuntando todos los barcos que descargaba: el Michigan, el Élisabethville, el Santa Anna… Murió trabajando, a los sesenta y cinco años más o menos; tuvo una caída.

En la adolescencia, mi madre es miembro de los Faucons Rouges. Trabaja en la Compañía del Gas. Por la noche, va a clases de arte dramático. En 1938, la contrata el director y productor de cine Jan Vanderheyden para trabajar en sus «comedias» flamencas. Cuatro películas entre 1938 y 1941. Fue chica de coro en espectáculos de music-hall en Amberes y en Bruselas, y entre las bailarinas y los artistas había muchos refugiados que venían de Alemania. En Amberes, comparte una casita en Horenstraat con dos amigos: un bailarín, Joppie Van Allen, y Leon Lemmens, más o menos secretario y ojeador de un homosexual rico, el barón Jean L., que morirá en un bombardeo en Ostende en mayo de 1940. Su mejor amigo es un decorador joven, Lon Landau, a quien se volverá a encontrar en Bruselas en 1942 con la estrella amarilla cosida en la ropa.

Intento, a falta de otros puntos de referencia, ir siguiendo el orden cronológico. En 1940, después de la ocupación de Bélgica, vive en Bruselas. Es novia de un tal Georges Niels, quien, con veinte años, dirige un hotel, el Canterbury. Los oficiales de la PropagandaStaffel tenían requisado en parte el restaurante del hotel. Mi madre vive en el Canterbury y conoce allí a personas de todas clases. No sé nada de ninguna de ellas. Trabaja en la radio, en programas en lengua flamenca. La contratan en el teatro de Gante. Participa en junio de 1941 en una gira por los puertos del Atlántico y del Canal de la Mancha para actuar ante los trabajadores flamencos de la organización Todt y, más al norte, en Hazebrouck, ante los aviadores alemanes.

Era una chica bonita de corazón seco. Su novio le había regalado un chow-chow, pero ella no le hacía caso y lo dejaba al cuidado de diversas personas, como hizo conmigo más adelante. El chow-chow se suicidó tirándose por la ventana. Ese perro aparece en dos o tres fotos y debo admitir que me conmueve muchísimo y me siento bastante próximo a él.

Los padres de Georges Niels, unos acaudalados hosteleros de Bruselas, no quieren que se case con su hijo. Decide irse de Bélgica. Los alemanes tienen intención de mandarla a una escuela de cine en Berlín, pero un joven oficial de la PropagandaStaffel a quien ha conocido en el Hotel Canterbury la saca de ese mal paso y la manda a París, a la productora Continental, que dirige Alfred Greven.

Llega a París en junio de 1942. Greven le hace una prueba en los estudios de Billancourt, pero no resulta concluyente. Trabaja en los servicios de «doblaje» de la Continental escribiendo los subtítulos en neerlandés para las películas francesas que produce esa compañía. Es la amiga de Aurel Bischoff, uno de los ayudantes de Greven.

En París, vive en una habitación del 15 del muelle de Conti, en el piso que tienen alquilado un anticuario de Bruselas y su amigo Jean de B., a quien me imagino, adolescente, con madre y hermanas, en un castillo de un lugar recóndito de Poitou y escribiendo en secreto cartas fervientes a Cocteau. Por mediación de Jean de B., mi madre conoce a un joven alemán, Klaus Valentiner, enchufado en un servicio administrativo. Vive en un estudio del muelle de Voltaire y lee, en los ratos de ocio, las últimas novelas de Evelyn Waugh. Será enviado al frente ruso, y allí morirá.

Otras personas que iban de visita por el piso del muelle de Conti: un joven ruso, Georges d’Ismailoff, que estaba tuberculoso pero siempre salía sin abrigo durante los gélidos inviernos de la Ocupación. Un griego, Christos Bellos. Había perdido el último paquebote que salía para América, adonde iba a reunirse con un amigo. Una muchacha de la misma edad, Geneviève Vaudoyer. De ellos, solo quedan sus nombres. La primera familia francesa y burguesa que invita a mi madre: la familia de Geneviève Vaudoyer y de su padre, Jean-Louis Vaudoyer. Geneviève Vaudoyer presenta a mi madre a Arletty, que vive en el muelle de Conti, en la casa contigua al número 15. Arletty toma a mi madre bajo su protección.

Que el lector me disculpe por todos estos nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas, igual que nos esforzamos por completar con letras medio borradas una ficha de estado civil o un cuestionario administrativo.

Mi padre nació en 1912 en París, en la glorieta de Pétrelle, en la frontera entre los distritos IX y X. Su padre era oriundo de Salónica y pertenecía a una familia judía de Toscana afincada en el imperio otomano. Tenía primos en Londres, Alejandría, Milán, Budapest. A cuatro primos de mi padre, Carlo, Grazia, Giacomo y su mujer Mary, los asesinarán las SS en Italia, en Arona, a orillas del lago Mayor, en septiembre de 1943. Mi abuelo salió de niño de Salónica para irse a Alejandría. Pero al cabo de unos cuantos años se marchó a Venezuela. Creo que había roto con sus orígenes y su familia. Anduvo metido en el comercio de las perlas, en la isla Margarita, y estuvo luego al frente de un bazar de Caracas. Después de la estancia en Venezuela, se afincó en París, en 1903. Regentaba una tienda de antigüedades en el 5 de la calle de Châteaudun, en donde vendía objetos artísticos chinos y japoneses. Tenía pasaporte español y hasta el día de su fallecimiento estuvo registrado en el consulado de España en París, mientras que sus antepasados habían estado bajo la protección de los consulados de Francia, de Inglaterra y, más adelante, de Austria en su condición de «súbditos toscanos». Conservo varios pasaportes suyos, uno de los cuales había sido expedido por el consulado de España en Alejandría. Y un certificado hecho en Caracas en 1894 que atestigua que era miembro de la Sociedad Protectora de Animales. Mi abuela había nacido en Pas-de-Calais. Su padre vivía, en 1916, en un barrio periférico de Nottingham. Pero cuando se casó tomó la nacionalidad española.

Mi padre perdió al suyo a la edad de cuatro años. Infancia en el distrito X, en la Colonia de Hauteville. Estuvo interno en el colegio Chaptal, de donde no salía ni los sábados ni los domingos, por lo que me contaba. Y, desde el dormitorio, oía la música de las verbenas del terraplén del bulevar de Les Batignoles. No aprobó el examen final de bachillerato. En la adolescencia y en la juventud no pudo contar sino consigo mismo. Desde los dieciséis años, frecuenta con sus amigos el Hotel Bohy-Lafayette, los bares del Faubourg Montmartre, el Cadet y el Luna Park. Su nombre es Alberto, pero lo llaman Aldo. A los dieciocho años se dedica a traficar con gasolina y se cuela fraudulentamente por los puestos de consumo de París. A los diecinueve años le pide con tal poder de convicción a un director del banco Saint-Phalle de París que lo apoye en unas operaciones «financieras» que este se fía de él. Pero el negocio sale mal, mi padre es menor de edad e interviene la justicia. A los veinticuatro años alquila una habitación en el 33 de la avenida de Montaigne y, según unos documentos que he conservado, va con frecuencia a Londres para tomar parte en la creación de una sociedad, Bravisco Ltd. Su madre muere en 1937 en una pensión familiar de la calle de Roquépine, en donde había vivido él una temporada con su hermano Ralph. Había ocupado también una habitación en el Hotel Terminus, cerca de la estación de Saint-Lazare, de donde se fue sin pagar la cuenta. Muy poco antes del comienzo de la guerra, estuvo de gerente en un comercio de medias y perfumes en el 71 de la avenida de Malesherbes. Parece que por entonces vivía en la calle de Frédéric-Bastiat, en el distrito VIII.

Y llega la guerra cuando no tiene ningún asidero y vive ya de apaños. En 1940, le mandaban el correo al Hotel Victor-Emmanuel III, en el 24 de la calle de Ponthieu. En una carta de 1940 a su hermano Ralph, enviada desde Angulema, donde lo habían movilizado en un regimiento de artillería, hace referencia a una araña que habían empeñado en el Monte de Piedad. En otra carta, pide que le envíen a Angulema el Courrier des pétroles. Entre 1937 y 1939 se dedicó a «negocios» petrolíferos con un tal Enriquez: Sociedad Royalieu, petróleos rumanos.

La desbandada de junio de 1940 lo sorprende en el cuartel de Angulema. No lo arrastra consigo el tropel de prisioneros porque los alemanes no llegan a Angulema hasta después del armisticio. Se refugia en Les-Sables-d’Olonne, en donde se queda hasta septiembre. Se reúne allí con su amigo Henri Lagroua y dos amigas de ambos, una tal Suzanne y Gysèle Hollerich, que es bailarina en Le Tabarin.

Cuando vuelve a París, no se inscribe en el censo de judíos. Vive con su hermano Ralph en casa de la amiga de este, una mauriciana con pasaporte inglés. El piso está en el 5 de la calle de Les Saussaies, al lado de la Gestapo. La mauriciana tiene que presentarse todas las semanas en comisaría porque tiene pasaporte inglés. Estará internada varios meses en Besançon y en Vittel como «inglesa». Mi padre tiene una amiga, Hela H., una judía alemana que había sido en Berlín novia de Billy Wilder. Los pescan una noche de febrero de 1942 en un restaurante de la calle de Marignan, durante un control de identidad; son controles muy frecuentes en ese mes porque acaba de promulgarse una ordenanza que prohíbe a los judíos andar por la calle y estar en lugares públicos después de las ocho de la tarde. Mi padre y su amiga van indocumentados. Los meten en un furgón de policía y unos inspectores los llevan para «hacer una comprobación» a la calle de Greffulhe; comparecen ante un comisario apellidado Schweblin. Mi padre tiene que identificarse. Los policías lo separan de su amiga y consigue escaparse en el preciso instante en que iban a trasladarlo a la prevención, aprovechando el apagón del temporizador de luz. Hela H. saldrá de la prevención al día siguiente, seguramente debido a la intervención de algún amigo de mi padre. ¿Quién? Con frecuencia me lo he preguntado. Después de escapar, mi padre se esconde debajo de la escalera de un edificio de la calle de Les Mathurins e intenta no llamar la atención del portero. Pasa allí la noche porque hay toque de queda. Por la mañana, vuelve al 5 de la calle de Les Saussaies. Se refugia luego con la mauriciana y con su hermano Ralph en el Hotel L’Alcyon de Breteuil, cuya dueña es la madre de uno de sus amigos. Más adelante, vive con Hela H. en un piso amueblado en la glorieta Villaret-de-Joyeuse y en Aux Marronniers, de la calle de Chazelles.

Las personas a quienes he podido identificar, de entre todas las que trataba en aquella época, son Henri Lagroua, Sacha Gordine, Freddie McEvoy, un australiano campeón de bobsleigh y corredor automovilístico con quien compartirá, nada más acabar la guerra, una «oficina» en los Campos Elíseos cuya razón social me ha sido imposible averiguar; un tal Jean Koporindé (calle de La Pompe, 189), Geza Pellmont, Toddie Werner (quien se hacía llamar «señora Sahuque») y su amiga Hessien (Liselotte), Kissa Kuprin, una rusa, hija del escritor Kuprin. Había trabajado en unas cuantas películas e interpretado un papel en una obra de Roger Vitrac, Les Demoiselles du large. Flory Franken, conocida por Nardus, a quien mi padre llamaba «Flo», era hija de un pintor holandés y había pasado la infancia y la adolescencia en Túnez. Fue luego a París y andaba mucho por Montparnasse. En 1938, estuvo implicada en un suceso que la llevó ante el tribunal de lo penal y, en 1940, se casó con el actor japonés Sessue Hayakawa. Durante la Ocupación, trabó amistad con Dita Parlo, que había sido la protagonista de L’Atalante, y con su amante, el doctor Fuchs, uno de los dirigentes del servicio «Otto», la oficina de compra más importante del mercado negro, sita en el 6 de la calle Adolphe Yvon (distrito XVI).

Tal era, más o menos, el mundo en que se movía mi padre. ¿Ambientes equívocos? ¿Canallas de guante blanco? Antes de que se pierda en la noche fría del olvido,[1] nombraré a otra rusa, su amiga de entonces, Galina Orloff, conocida por «Gay». Emigró, muy joven, a los Estados Unidos. A los veinte años era bailarina de revista en Florida, donde conoció a un hombrecillo moreno, muy sentimental y muy educado, de quien fue amante: un tal Lucky Luciano. De regreso en París, fue modelo y se casó para conseguir la nacionalidad francesa. Vivía, en los primeros tiempos de la Ocupación, con un chileno, Pedro Eyzaguirre, «secretario de legación», y más adelante sola en el Hotel Chateaubriand, en la calle de Le Cirque, adonde mi padre iba a verla con frecuencia. Me regaló, cuando contaba pocos meses, un oso de peluche que he conservado durante mucho tiempo como un talismán y el único recuerdo que me quedaría de una madre desaparecida. Se suicidó el 12 de febrero de 1948, a los treinta y cuatro años. Está enterrada en Sainte-Geneviève-des-Bois.

Según voy estableciendo esta nomenclatura y paso lista en un cuartel vacío, me va dando vueltas la cabeza y cada vez me queda menos resuello. Curiosa gente. Curiosa época entre dos luces. Y entonces es cuando se conocen mis padres, en esa época, entre esas personas que se les parecen. Dos mariposas extraviadas e inconscientes en una ciudad sin mirada. Die Stadt ohne Blick. Pero qué le voy a hacer, ese es el terruño —o el estiércol— de donde vengo. Estos retazos de sus vidas que he reunido los sé sobre todo por mi madre. Muchos detalles referidos a mi padre se le escaparon, el turbio mundo de la clandestinidad y del mercado negro donde se movía por la fuerza de las cosas. Ella no supo casi nada y él se llevó sus secretos consigo.

Se conocen una noche de octubre de 1942, en casa de Toddie Werner, a quien llaman «señora Sahuque», en el 28 de la calle de Scheffer, en el distrito XVI. Mi padre lleva un carnet de identidad a nombre de su amigo Henri Lagroua. Cuando yo era pequeño, en la puerta acristalada del portero el nombre de «Henri Lagroua» seguía desde la Ocupación en la lista de inquilinos del 15 del muelle de Conti, junto a «cuarto piso». Le pregunté al portero quién era ese «Henri Lagroua». Me contestó: tu padre. Aquella doble identidad me llamó la atención. Mucho más adelante supe que durante esos años usó otros nombres que, después de la guerra, trajeron el recuerdo de su rostro a ciertas personas durante algún tiempo. Pero los nombres acaban por desprenderse de los pobres mortales que los llevaban y relucen en nuestra imaginación como estrellas lejanas. Mi madre presenta a mi padre a Jean de B. y a sus amigos, quienes le ven «pinta rara de sudamericano» y le aconsejan cariñosamente que «no se fíe». Ella se lo cuenta a mi padre y él, en tono de broma, le dice que la vez siguiente tendrá una pinta «aún más rara» y «les meterá mucho más miedo».

No es sudamericano, sino que no tiene existencia legal; vive del mercado negro. Mi madre iba a buscarlo a uno de esos despachos a los que se llega pasando por muchos ascensores en los soportales del Lido. Siempre se hallaba en compañía de varias personas cuyos nombres ignoro. Esencialmente, está en contacto con una «oficina de compras», en el 53 de la avenida de Hoche, donde operan dos hermanos armenios a quienes conoció antes de la guerra: Alexandre e Ivan S. Entre otras mercancías, les entrega camiones enteros de rodamientos de bolas caducados que proceden de antiguos depósitos de la sociedad SKF y habrán de quedarse amontonados y oxidándose, en desuso, en las dársenas de Saint-Ouen. En el curso de las investigaciones que hice, di con los nombres de unos cuantos individuos que trabajaban en el 53 de la avenida de Hoche: el barón Wolff, Dante Vannuchi, el doctor Patt, «Alberto», y me pregunté si no se trataba sencillamente de seudónimos que usaba mi padre. En esta oficina de compras de la avenida de Hoche es donde conoce a un tal André Gabison, de quien habla con frecuencia a mi madre y es el dueño del negocio. Tuve en las manos una lista de agentes de los servicios especiales alemanes que databa de 1945 y en la que aparecía una nota referida a este hombre: Gabison (André). Nacionalidad italiana, nacido en 1907. Comerciante. Pasaporte 13755 expedido en París el 18/11/42, en el que figura como hombre de negocios tunecino. Socio desde 1940 de Richir (oficina de compras, en el 53 de la avenida de Hoche). En 1942 estaba en San Sebastián como delegado de Richir. En abril de 1944 trabajaba a las órdenes de un tal Rados del SD[2] y viajaba mucho entre Hendaya y París. En agosto de 1944 está indicado que forma parte de la unidad sexta del SD de Madrid, a las órdenes de Martin Maywald. Dirección: calle de Jorge Juan, 17, Madrid (teléfono 50.222).

Las demás relaciones de mi padre en tiempos de la Ocupación, al menos de las que yo estoy enterado: un banquero italiano, Georges Giorgini-Schiff, y su amiga Simone, que se casará más adelante con el dueño del Moulin-Rouge, Pierre Foucret. Giorgini-Schiff tenía las oficinas en el 4 de la calle de Penthièvre. Mi padre le compró un diamante rosa de gran tamaño, la «cruz del Sur», que intentó volver a vender después de la guerra, cuando estuvo ya sin un céntimo. A Giorgini-Schiff lo detendrán los alemanes en septiembre de 1943, tras el armisticio italiano. Durante la Ocupación, les había presentado a mis padres a un tal doctor Carl Gerstner, consejero económico de la embajada de Alemania, cuya amiga, Sybil, era judía y, al parecer, se convertirá en alguien «importante» en Berlín Este después de la guerra. Annet Badel: exabogado, director del teatro de Le Vieux-Colombier en 1944. Mi padre se dedicó al mercado negro con él y con su yerno, Georges Vikar. Badel le mandó a mi madre un ejemplar de A puerta cerrada de Sartre, que iba a montar en mayo de 1944 en Le Vieux-Colombier, y cuyo primer título fue: «Los demás». Esa copia a máquina de «Los demás» andaba aún rodando por el fondo de un armario empotrado de mi cuarto del quinto piso del muelle de Conti cuando yo tenía quince años. Badel pensaba que mi madre seguía teniendo contactos con los alemanes, por la relación con la Continental, y que de esa forma, por mediación de ella, podría conseguir antes el visto bueno de la censura para esa obra.

Otras personas del entorno de mi padre: André Camoin, anticuario, del muelle de Voltaire; María Tchernychev, una joven de la nobleza rusa pero «desclasada», con la que participaba en asuntos de envergadura del mercado negro; y en otros más modestos con un tal «señor Fouquet». Ese Fouquet, por su parte, regentaba un comercio en la calle de Rennes y vivía en un hotelito en las afueras de París.

Cierro los ojos y veo venir, con aquel paso torpón y desde lo más hondo del pasado, a Luden P. Creo que su profesión consistía en hacer las veces de intermediario y presentar mutuamente a las personas. Era muy grueso, y cuando yo era pequeño, cada vez que se sentaba en una silla tenía miedo de que se rajara con su peso. Cuando mi padre y él eran jóvenes, Lucien P. era el enamorado doliente de la actriz Simone Simon, a quien seguía como un caniche de gran tamaño. Y el amigo de Sylviane Quimfe, una aventurera campeona de billar que en tiempos de la Ocupación se convertirá en marquesa de Abrantes, y amante de un miembro de la banda de la calle de Lauriston. Personas en las que es imposible detenerse. Solo viajeros que dan mala espina y cruzan los vestíbulos de las estaciones sin que yo sepa nunca qué destino llevan, eso suponiendo que lleven alguno. Para acabar con esta lista de fantasmas, habría que mencionar a esos dos hermanos de quienes me preguntaba si eran gemelos: Ivan y Aiexandre S. Este tenía una amiga, Inka, una bailarina finlandesa. Debían de ser unos grandes señores del mercado negro, porque, durante la Ocupación, celebraron sus «primeros mil millones» en un piso del recio edificio del 1 de la avenida Paul-Doumer donde vivía Ivan S. Este huyó a España cuando llegó la Liberación, y lo mismo hizo André Gabison. ¿Qué fue de Alexandre S.? Me lo pregunto. Pero ¿es realmente necesario preguntárselo? A mí me hacen latir el corazón aquellos cuyos rostros aparecían en el afiche rojo.

Jean de B. y el anticuario de Bruselas dejan el piso del muelle de Conti a principios de 1943 y mis padres se instalan allí. Antes de que me canse definitivamente de todo esto y me quede sin valor y sin resuello, he aquí unos cuantos retazos más de su vida en aquella época remota, pero tal y como la vivieron en la confusión del presente.

A veces iban a refugiarse a Ablis, al castillo de Le Bréau, con Henri Lagroua y su amiga Denise. El castillo de Le Breáu estaba abandonado. Pertenecía a unos norteamericanos que habían tenido que irse de Francia con motivo de la guerra y les habían dejado las llaves. En el campo, mi madre andaba en moto con Lagroua, en su BSA de 500 cm3. Pasa con mi padre los meses de julio y agosto de 1943 en una posada de Varenne-Saint-Hilaire, Le Petit Ritz. Giorgini-Schiff, Simone, Gerstner y su amiga Sybil acuden a reunirse con ellos. Se bañan en el Mame. La posada es frecuentada por unos cuantos malhechores y sus «mujeres»; entre ellos está un tal «Didi» y su compañera, «la señora Didi». Los hombres se marchan en coche por la mañana, a sospechosas tareas, y vuelven muy tarde de París. Una noche, mis padres oyen una pelea en la habitación de encima de la suya. La mujer llama a su compañero «poli asqueroso» y tira por la ventana fajos de billetes de banco mientras le reprocha que haya traído todo ese dinero. ¿Policías falsos? ¿Auxiliares de la Gestapo? Toddie Werner, a quien llaman «señora Sahuque», en cuya casa se habían conocido mis padres, escapa de una redada en 1943. Al saltar por una de las ventanas de su piso se hiere. Están buscando a Sacha Gordine, uno de los amigos más antiguos de mi padre, como lo demuestra una carta de la dirección del estatuto de personas del Comisariado General de las Cuestiones Judías al director de una «Unidad de investigación y control»: «6 de abril de 1944. En la nota cuya referencia se cita, le pedía que detuviera urgentemente al judío Gordine, Sacha, por infracción de la ley de 2 de junio de 1941. Tras recibir dicha nota, me comunicó usted que esa persona había abandonado su domicilio sin dejar dirección. Ahora bien, ha sido visto estos días circulando en bicicleta por las calles de París. Así pues, le agradecería mucho que tuviera a bien volver a visitar su domicilio con el fin de poder cumplir con lo que solicitaba en mi nota del 25 de enero pasado».

Me acuerdo de que solo una vez habló mi padre de esta época, una noche en que estábamos los dos en los Campos Elíseos. Me enseñó el final de la calle de Marignan, donde lo habían trincado en febrero de 1942. Y me habló de otra detención, en el invierno de 1943, después de que «alguien» lo denunciara. Se lo llevaron a la Prevención, de donde «alguien» consiguió que lo dejaran salir. Aquella noche, noté que le habría gustado contarme unas cuantas cosas pero no le salían las palabras. Me dijo sencillamente que el furgón hacía la ronda de las comisarías antes de ir a la Prevención. En una de esas paradas, subió una chica joven que se sentó enfrente de él y cuyo rastro intenté en vano encontrar mucho más adelante, sin saber si aquello sucedió una noche de 1942 o de 1943.

En la primavera de 1944, mi padre recibe llamadas telefónicas anónimas en el piso del muelle de Conti. Una voz lo interpela con su nombre auténtico. Una tarde, cuando él no está en casa, dos inspectores franceses llaman a la puerta y preguntan por el «señor Modiano». Mi madre les dice que ella no es sino una joven belga que trabaja en la Continental, una compañía alemana. Está realquilada en el piso de un tal Henri Lagroua, donde ocupa una habitación, y no puede informarles de nada. Le dicen que volverán. Mi padre, para zafarse de ellos, deja de ir por el muelle de Conti. Supongo que no se trataba ya de los miembros de la policía de las cuestiones judías de Schweblin, sino de los hombres de la Unidad de investigación y control, como en el caso de Sacha Gordine. O los del comisario Permilleux, de las oficinas centrales de la policía. Más adelante, quise ponerles cara a los nombres de todas esas personas, pero seguían agazapadas en la sombra, con ese olor suyo a cuero podrido.

Mis padres deciden marcharse de París cuanto antes. Christos Bellos, el griego que mi madre había conocido en casa de B., tiene una amiga que vive en una finca cerca de Chinon. Los tres se refugian en su casa. Mi madre se lleva la ropa de deportes de invierno por si siguen la huida aún más lejos. Se quedarán escondidos en esa casa de Touraine hasta la Liberación y regresarán a París en bicicleta, mezclados con el flujo de tropas norteamericanas.

A principios de septiembre de 1944, en París, mi padre no quiere ir inmediatamente al muelle de Conti por temor a que la policía vuelva a pedirle cuentas, pero esta vez por sus actividades ilegales en el mercado negro. Mis padres viven en un hotel en la esquina de la avenida de Breteuil con la avenida de Duquesne, en ese Alcyon de Bretagne donde mi padre se había refugiado ya en 1942. Manda a mi madre de avanzadilla al muelle de Conti para que vea qué giro toman los acontecimientos. La policía la cita y la somete a un prolongado interrogatorio. Es extranjera y quieren que les diga la razón exacta por la que vino a París en 1942, bajo la protección de los alemanes. Les explica que es novia de un judío con el que vive desde hace dos años. Los policías que la interrogan son seguramente colegas de los que habían querido detener a mi padre, con su nombre auténtico, unos meses antes. O los mismos. Ahora deben de estar buscándolo con los nombres prestados, sin conseguir identificarlo.

Sueltan a mi madre. Por la noche, en el hotel, bajo sus ventanas, por el terraplén de la avenida de Breteuil, hay mujeres que pasean con los soldados norteamericanos y una de ellas intenta que uno de los americanos entienda cuántos meses han estado esperándolos. Cuenta con los dedos: «One, two…». Pero el americano no se entera y la imita, contando él también con los dedos: «One, two, three, four…». Es el cuento de nunca acabar. Al cabo de unas pocas semanas, mi padre se va de L’Alcyon de Breteuil. Ya en el muelle de Conti, se entera de que la Milicia había requisado en junio el Ford que había dejado escondido en un garaje de Neuilly y que fue en ese Ford con la carrocería acribillada de balas, y que ha conservado la policía para las necesidades de la investigación, donde asesinaron a Georges Mandel.