Por lo visto, quieren alejarme de París. En septiembre de 1960, me matriculan en el colegio Saint-Joseph de Thónes, en las montañas de Alta Saboya. Los encargados de sacarme son un tal señor Jacques Gérin y su mujer, Stella, la hermana de mi padre. Tienen alquilada a orillas del lago de Annecy, en Veyrier, una casa blanca con postigos verdes. Pero, quitando los pocos domingos de salida, en los que dejo el internado por unas cuantas horas, no se ocupan mucho de mí que digamos.
«Jacky» Gérin trabaja en plan diletante «en el ramo textil», es oriundo de Lyon, bohemio, aficionado a la música clásica, al esquí y a los coches caros. Stella Gérin, por su parte, mantiene correspondencia con el abogado Pierre Jaccoud de Ginebra, acusado de asesinato y por entonces en la cárcel. Cuando Jaccoud salga en libertad, irá a verlo a Ginebra. Yo iré con ella y lo conoceré en el bar del Móvenpick, allá por 1963. Me hablará de literatura y, sobre todo, de Mallarmé.
Jacky Gérin le sirve de testaferro, en París, a mi tío Ralph, el hermano menor de mi padre: en realidad es mi tío Ralph quien dirige los «Establecimientos Gérin», en el 74 de la calle de Hauteville. Nunca pude averiguar a qué se dedicaban exactamente esos Establecimientos Gérin, algo así como un almacén, al fondo del cual tenía el despacho mi tío Ralph y vendía «material». Le pregunté, años después, por qué esos establecimientos se llamaban «Gérin» y no «Modiano», que era como se apellidaba él. Me contestó, con su acento parisino: «Sabes, chico, los apellidos que sonaban a italiano estaban mal vistos después de la guerra».
Las últimas tardes de vacaciones, leo, en la playita de Veyrier-du-Lac, El diablo en el cuerpo y El Sabbat. Pocos días antes de comenzar el curso, mi padre me envía una carta severa que bien podía desanimar a un muchacho que no iba a tardar en verse preso en el internado. ¿Quiere acaso, para quedarse con la conciencia tranquila, convencerse a sí mismo de que hace bien en abandonar a su suerte a un delincuente? «ALBERT RODOLPHE MODIANO, MUELLE DE CONTI, 15, París VI, 8 de septiembre de 1960. Te devuelvo la carta que me mandaste desde Saint-Ló. Debo decirte que ni por un momento creí, al recibirla, que tu deseo de volver a París se debiera al hecho de tener que preparar un eventual examen en tu futuro colegio. Por eso he decidido que salgas mañana mismo por la mañana, en el tren de las 9, para Annecy. Estoy esperando a ver cómo te portas en este nuevo centro y no puedo sino desear, por ti, que tengas una conducta ejemplar. Pensaba ir a Ginebra a verte. Ese viaje me parece inútil por ahora. ALBERT MODIANO».
Mi madre pasa como una exhalación por Annecy, se queda el tiempo preciso para comprarme dos piezas del equipo: un guardapolvo gris y un par de zapatos de segunda mano, con suela de crepé, que me durarán alrededor de diez años y en los que nunca entrará el agua. Se va mucho antes de la tarde del comienzo de las clases. Siempre resulta penoso ver cómo ingresa en un internado un niño, sabiendo que se va a quedar preso allí. Entran ganas de impedírselo. ¿Se plantea mi madre esa cuestión? Aparentemente, no hallo gracia ante sus ojos. Y además tiene que irse para pasar una temporada larga en España.
Otra vez septiembre. Comienzo de curso, un domingo por la tarde. Los primeros días en el colegio Saint-Joseph se me hacen duros. Pero no tardo en acostumbrarme. Llevo ya cuatro años viviendo interno. Mis compañeros de Thónes son, la mayoría, de origen campesino y los prefiero a los golfos dorados de Le Montcel.
Por desgracia, nos controlan las lecturas. En 1962, me expulsarán unos días por haber leído El trigo en ciernes. Gracias a mi profesor de francés, el padre Accambray, obtendré un permiso «especial» para leer Madame Bovary, que tienen prohibido los demás alumnos. He conservado ese ejemplar del libro, en el que pone: «Visto bueno. Clase de quinto», con la firma del canónigo Janin, el director del colegio. El padre Accambray me aconsejó una novela de Mauriac, Los caminos del mar, que me gustó mucho, sobre todo el final, tanto que todavía hoy recuerdo la última frase: «… como en las madrugadas negras de antaño». También me hizo leer Los desarraigados. ¿Se había dado cuenta de que lo que yo echaba hasta cierto punto de menos era un pueblo de Sologne, o de Valois, o más bien esos pueblos tal y como los soñaba? Mis libros de cabecera, en el dormitorio, en la mesilla de noche: El oficio de vivir, de Pavese. No se les ocurre prohibírmelo. Manon Lescaut, Las hijas del fuego, Cumbres borrascosas, El diario de un cura rural.
Unas cuantas horas de salida una vez al mes y el autocar del domingo, a última hora de la tarde, me devuelve al colegio. Lo espero al pie de un árbol grande, cerca del ayuntamiento de Veyrier-du-Lac. Con frecuencia tengo que hacer el trayecto de pie. Los campesinos regresan a las casas de labor tras pasar el domingo en la ciudad. Cae la noche. Pasamos delante del castillo de Menthon-Saint-Bernard, el pequeño cementerio de Alex y el de los héroes de la meseta de Les Glières. Esos autocares del domingo a última hora de la tarde y esos trenes Annecy-París, atestados como en tiempos de la Ocupación. Por lo demás, esos autocares y esos trenes son más o menos iguales que por entonces.
Golpe de Estado en Argel; sigo sus peripecias en el dormitorio, en un transistor pequeño, diciéndome que tengo que aprovechar el pánico generalizado para escaparme del colegio. Pero el orden queda restablecido en Francia el domingo siguiente por la noche.
Las luces piloto del dormitorio. Los regresos al dormitorio después de las vacaciones. La primera noche es difícil. Te despiertas y no sabes dónde estás. Los pilotos te lo recuerdan con brutalidad. Se apagan las luces a las nueve de la noche. La cama pequeña. Las sábanas que tardan meses en cambiar y que apestan. La ropa también. Levantarse a las seis y cuarto. Aseo somero, con agua fría, ante los lavabos de diez metros de largo, como pilones con una hilera de grifos encima. Estudio. Desayuno. Café sin azúcar en un tazón metálico. Nada de mantequilla. Durante el recreo de la mañana, debajo de los soportales del patio, podemos leer en grupo un ejemplar del diario L’Echo Liberté. Reparten una rebanada de pan y una onza de chocolate negro a las cuatro. Polenta para cenar. Me muero de hambre. Me dan mareos. Un día, unos cuantos nos enfrentamos al ecónomo, el padre Bron, y le decimos que la comida es escasa. Paseo de la clase los jueves por la tarde, alrededor de Thónes. Aprovecho para comprar en el pueblo Les Lettres françaises, Arts y Les Nouvelles littéraires. Los leo de cabo a rabo. Todos esos semanarios se amontonan en mi mesilla de noche. Recreo después de comer, durante el que oía el transistor. A lo lejos, detrás de los árboles, los quejidos monótonos del aserradero. Días interminables de lluvia bajo los soportales del patio. La hilera de cagaderos turcos cuyas puertas no cierran. La Adoración del Santísimo por la noche, en la capilla, antes de ir, en fila, al dormitorio. Seis meses de nieve. A esa nieve siempre le he visto algo enternecedor y amistoso. Y una canción, el año aquel, en el transistor: Non, je ne me souviens plus du nom du bal perdu…[3]
Durante el curso recibo pocas cartas de mi madre, procedentes de Andalucía. La mayor parte de esas cartas me llegan a casa de los Gérin, en Veyrier-du-Lac, salvo dos o tres que llegan al colegio. Abren las cartas recibidas o enviadas y el canónigo Janin opina que es muy rara esa madre sin marido y en Andalucía. Mi madre me escribe desde Sevilla: «Deberías empezar a leer a Montherlant. Creo que podría enseñarte muchas cosas. Muchacho, hazme caso muy en serio. Hazlo, por favor, lee a Montherlant. En él encontrarás buenos consejos. Por ejemplo cómo debe un chico joven comportarse con las mujeres. De verdad que leyendo Les Jeunes Filies de Montherlant aprenderás muchas cosas». Me dejó muy sorprendido tanta vehemencia: mi madre no había leído ni una línea de Montherlant. Era un amigo suyo, el periodista Jean Cau, quien le había dado el soplo de que me lo aconsejara. Hoy en día me siento de lo más perplejo: ¿deseaba en serio que Montherlant me hiciera las veces de guía en el terreno sexual? Leí, pues, con ojos ingenuos Les Jeunes Filies. De Montherlant prefiero Le Fichier parisién. En 1961, mi madre me envió por descuido otra carta que intrigó al canónigo. Había recortes de prensa referidos a una comedia: Le Signe de Kikota, con la que estaba de gira junto con Fernand Gravey.
Navidad de 1960, en Roma, con mi padre y su amiga, una italiana muy nerviosa a la que lleva veinte años, con el pelo amarillo paja y pinta de una Mylène Demongeot de imitación. Una foto de la cena festiva, hecha en una sala de fiestas de la Via Veneto, ilustra esta estancia. Tengo una expresión pensativa y, cuarenta años después, me pregunto qué demonios hacía yo allí. Para consolarme, me digo que la foto es un montaje. La Mylène Demongeot de imitación quiere que le anulen un primer matrimonio por la Iglesia. Una tarde la acompaño, por las inmediaciones del Vaticano, a casa de un tal monseñor Péndola. Este, pese a la sotana y a la foto dedicada del Papa encima de la mesa del despacho, se parece a los especuladores con los que mi padre se reunía en el Claridge. Aquellas Navidades a mi padre parecieron sorprenderle los tremendos sabañones que tenía yo en las manos.
Otra vez el internado, hasta las vacaciones de verano. A principios de julio mi madre vuelve de España. Voy a buscarla al aeropuerto de Ginebra. Se ha teñido el pelo de negro. Se instala en Veyrier-du-Lac, en casa de los Gérin. Anda sin un céntimo. Apenas tiene un par de zapatos. La estancia en España no ha sido provechosa, y sin embargo no ha perdido nada de su arrogancia. Cuenta, con barbilla altanera, historias «sublimes» de Andalucía y de toreros. Pero, tras la afectación y las fantasías, hay mucha dureza. Mi padre pasa unos cuantos días por aquellos alrededores en compañía del marqués Philippe de D., con quien tiene negocios. Un rubio alto, bigotudo y tonante a quien va pisando los talones una amante morena. Le coge prestado el pasaporte a mi padre para ir a Suiza. Tienen la misma estatura, el mismo bigote y la misma corpulencia; y D. ha perdido la documentación, porque acaba de salir de Túnez deprisa y corriendo por los sucesos de Bizerta. Vuelvo a verme entre mi padre, Philippe de D. y la amante morena en la terraza de Le Père Bise, en Talloires, y me vuelvo a preguntar qué demonios hacía yo allí. En agosto, mi madre y yo nos vamos a Knokke-le-Zoute, donde los miembros de una familia con quien tiene amistad nos acogen en su casita de campo. Un detalle muy amable, porque en caso contrario habríamos dormido al sereno o en el Ejército de Salvación. Una juventud dorada muy zafia frecuentaba el karting. Unos industriales de Gante con modales desenvueltos de propietarios de yate se saludaban con voces profundas en un francés al que se esforzaban por dar entonación inglesa. Un amigo de juventud de mi madre, con pinta de niño viejo y descarriado, dirigía una sala de fiestas detrás de las dunas, camino de Ostende. Después, me vuelvo solo a Alta Saboya. Mi madre regresa a París. Empieza para mí otro curso en el colegio Saint-Joseph.
Vacaciones de Todos los Santos de 1961. La calle Royale de Annecy bajo la lluvia y la nieve derretida. En el escaparate de la librería la novela de Moravia El tedio con aquella faja: «Y su diversión: el erotismo». Durante estas vacaciones grises de Todos los Santos leo Crimen y castigo y eso es lo único que me reconforta. Cojo la sarna. Voy a ver a una doctora cuyo nombre he encontrado en la guía de teléfonos de Annecy. El estado de debilidad en que me hallo parece asombrarla. Me pregunta: «¿Tiene usted padres?». Ante esa solicitud y esa ternura maternal tengo que contenerme para no echarme a llorar.
En enero de 1962 una carta de mi madre que, por suerte, no cae en las manos del canónigo Janin: «No te he llamado por teléfono esta semana. No estaba en casa. El viernes por la noche fui al cóctel que dio Litvak en el plató de su película. También he ido al estreno de la película de Truffaut Jules et Jim y esta noche voy a ver la obra de Calderón en el TNP… Me acuerdo de ti y sé que estudias mucho. Ánimo, querido muchacho. Sigo sin arrepentirme de haber dicho que no a la obra con Bourvil. Me sentiría desgraciadísima interpretando un papel tan vulgar. Espero encontrar otra cosa, la verdad. Muchacho, no creas que me olvido de ti, pero tengo tan poco tiempo para mandarte paquetes».
En febrero de 1962, aprovecho las vacaciones de Carnaval y cojo un tren atestado para París con 39 de fiebre. Tengo la esperanza de que mis padres, al verme enfermo, se avengan a dejar que me quede algún tiempo en París. Mi madre se ha instalado en el tercer piso de la vivienda, en donde no quedan más muebles que un sofá desfondado. Mi padre vive en el cuarto, con la Mylène Demongeot de imitación. En casa de mi madre, coincido con el periodista Jean Cau, a quien protege un guardaespaldas por los atentados de la OAS. Curioso personaje, ese exsecretario de Sartre, con cara de lobo cervario y a quien fascinan los toreros. A los catorce años, le hice creer que el hijo de Staviski, con apellido falso, era mi vecino de cama en el dormitorio y que aquel compañero me había contado que su padre vivía aún en algún lugar de Sudamérica. Cau fue al internado en un 4 CV porque quería a toda costa conocer al «hijo de Staviski», con la esperanza de conseguir una exclusiva sensacional. También coincidí aquel invierno con Jean Normand (alias Jean Duval), un amigo de mi madre que me aconsejaba, cuando tenía once años, que leyese los libros de la Série Noire. Por entonces, en 1956, yo no podía saber que acababa de salir de la cárcel. También está en casa Mireille Ourousov. Duerme en el salón, en el sofá viejo. Una morena de veintiocho o treinta años. Mi madre la conoció en Andalucía. Está casada con un ruso, Eddy Ourousov, cuyo apodo es «El cónsul», porque bebe tanto como el personaje de Malcolm Lowry; él bebe cubalibres. Regentan entre los dos un hotel pequeño, con bar, en Torremolinos. Ella es francesa. Me cuenta que a los diecisiete años, la mañana del examen final de bachillerato, el despertador no sonó. Durmió hasta las doce. Vivía en no sé dónde, por la zona de las Landas. Por la noche, mi madre no está y me quedo con Mireille Ourousov. No consigue dormir en ese sofá viejo y desfondado. Y yo tengo una cama grande… Una mañana estoy con ella en la plaza de L’Odéon. Una gitana nos lee las rayas de la mano bajo el arco del Tribunal de Comercio Saint-André. Mireille Ourousov me dice que le parecería muy interesante conocerme dentro de diez años.
Vuelvo a Thônes en la grisura de marzo. El obispo de Annecy hace una visita solemne al internado. Le besamos el anillo. Discursos. Misa. Y recibo de mi padre una carta que el canónigo Janin no ha abierto y, si tuviera algo que ver con la realidad, sería la carta de un buen padre a su buen hijo: «2 de mayo de 1962. Mi querido Patrick, debemos contárnoslo todo con la mayor franqueza, es la única y exclusiva forma de no convertirnos en extraños el uno para el otro, como sucede, por desgracia, con demasiada frecuencia, en muchas familias. Me alegre de que me hables del problema que se te plantea ahora mismo: qué vas a hacer más adelante, en qué dirección vas a orientar tu vida. Me cuentas, por una parte, que te has dado cuenta de que los títulos son necesarios para conseguir situarse; y, por otra, que necesitas expresarte escribiendo libros u obras de teatro y que querrías dedicarte a eso por entero. La mayoría de los hombres que han obtenido los mayores éxitos literarios, si dejamos aparte algunas escasas excepciones, hicieron unos estudios muy brillantes. Estás al tanto, lo mismo que yo, de muchos ejemplos: Sartre, seguramente, no habría escrito algunos de sus libros si no hubiera seguido estudiando hasta sacar una cátedra de filosofía. Claudel escribió El zapato de raso mientras era un joven agregado de embajada en Japón, después de haberse licenciado brillantemente en la facultad de Ciencias Políticas. Romain Gary, que ganó el premio Goncourt, es exalumno de Ciencias Políticas y cónsul en los Estados Unidos». A mi padre le habría gustado que fuera ingeniero agrónomo. Opinaba que era una carrera con futuro. Si daba tanta importancia a los estudios era porque él no había estudiado y era hasta cierto punto como esos gángsters que quieren meter a sus hijas en un internado para que las eduquen las hermanitas. Hablaba con leve acento parisino, el de la colonia de Hauteville y la calle de Les Petits-Hôtels, y también el de la colonia de Trévise, donde se oye el murmullo de la fuente bajo los árboles, entre el silencio. De vez en cuando decía algunas palabras en argot. Pero podía inspirar confianza a los inversores, porque tenía el porte de un hombre amable y reservado, de estatura elevada y que usaba trajes muy sobrios.
Me examino de bachillerato en Annecy. Ese va a ser mi único título. París en julio. Mi padre. Mi madre. Trabaja en una reposición de Les portes claquent en el teatro Daunou. La Mylène Demongeot de imitación. El parque Monceau, en donde leo los artículos sobre el final de la guerra en Argelia. El bosque de Boulogne. Descubro Viaje al fin de la noche. Soy feliz cuando camino solo por las calles de París. Un domingo de agosto, rumbo al sureste, en los bulevares de Jourdan y de Kellermann, en ese barrio que tan bien iba a conocer tiempo después, me entero, en el escaparate de una tienda de prensa, del suicidio de Marilyn Monroe.
El mes de agosto en Annecy. Claude. Tenía veinte años en aquel verano de 1962. Trabajaba en casa de un modisto de Lyon. Luego fue modelo «volante». Luego, en París, modelo a secas. Luego se casó con un príncipe siciliano y se fue a vivir a Roma, donde el tiempo se detiene para siempre. Robert. Escandalizaba en Annecy reivindicando en voz bien alta su condición de «maricona». Era un paria en aquella ciudad de provincias. En ese mismo verano de 1962, tenía veintiséis años. Me recordaba a la «Divina» de Santa María de las Flores. De muy joven, Robert había sido el amigo del barón belga Jean L., durante una temporada que pasó este en el Imperial Palace de Annecy, ese mismo barón a cuyo ojeador conoció mi madre en Amberes en 1939. Volví a ver a Robert en 1973. Un domingo por la noche, en Ginebra, íbamos mi madre y yo en su coche cuando Robert cruzó el puente de Les Bergues. Estaba tan borracho que casi lo tiramos al Ródano. Murió en 1980. Tenía en la cara huellas de golpes y la policía detuvo a uno de sus amigos. Lo leí en un periódico: «La muerte real de un personaje de novela».
Una chica, Marie. En verano, cogía, como yo, el autocar en Annecy, en la plaza de La Gare, a las siete de la tarde, al salir del trabajo. Volvía a Veyrier-du-Lac. La conocí en ese autocar. Era apenas mayor que yo y trabajaba ya de mecanógrafa. Cuando tenía el día libre, quedábamos en la playita de Veyrier-du-Lac. Leía La historia de Inglaterra de Maurois. Y fotonovelas que le compraba yo antes de ir a reunirme con ella en la playa.
La gente de mi edad que andaba por el Sporting o por La Taverne, y que el viento se llevó: Jacques L., apodado «el Marqués», hijo de un miembro de la Milicia a quien fusilaron en agosto de 1944 en Le Grand-Bornand. Pierre Fournier, que llevaba un bastón con puño. Y los que pertenecían a la generación de la guerra de Argelia: Claude Brun, Zazie, Paulo Hervieu, Rosy, la Yeyette, que había sido amante de Pierre Brasseur. Dominique, la morena con chaqueta de cuero negro, pasaba bajo los soportales y decían que vivía «de sus encantos» en Ginebra… Claude Brun y sus amigos. Unos vitelloni. Su película de culto era La bella americana. Al regresar de la guerra de Argelia se compraron coches MG de segunda mano. Me llevaron a un partido de fútbol «en horario de noche». Uno de ellos apostó a que seducía a la mujer del prefecto en quince días y se la llevaba al Grand Hotel de Verdún; ganó la apuesta. Otro era amante de una mujer rica y muy bonita, viuda de una fuerza viva y que iba asiduamente en invierno al club de bridge de la primera planta del casino.
Yo iba en autocar a Ginebra, donde, a veces, veía a mi padre. Almorzábamos en un restaurante italiano con un tal Picard. Por la tarde, mi padre tenía citas. Curiosa Ginebra de los primeros principios de los años sesenta. Unos cuantos argelinos hablaban en voz baja en el vestíbulo del Hotel du Rhóne. Yo paseaba por la ciudad vieja. Decían que Dominique, la morena, de quien estaba enamorado, trabajaba de noche en el club 58, en la calle de Glacis-de-Rive. Al regreso, el autocar cruzaba la frontera al crepúsculo, sin detenerse para el control aduanero.
En el verano de 1962, mi madre vino a Annecy de gira, para actuar en el Théâtre du Casino en Écoutez bien, messieurs de Sacha Guitry, con Jean Marchat y Michel Flamme, un rubio «guapito» con bañador de leopardo. Nos invitaba a refrescos en el bar del Sporting. Un paseo dominical con Claude por el césped de Le Paquier, cuando ya se habían acabado las vacaciones. Ya era otoño. Pasábamos delante de la prefectura, donde trabajaba una amiga suya. Annecy volvía a ser una ciudad de provincias. En Le Paquier nos cruzábamos con un armenio viejo, siempre solo, y Claude me contaba que era un comerciante muy rico y que les daba mucho dinero a las furcias y a los pobres. Y el coche gris de Jacky Gérin, con carrocería de Allemano, le da vueltas despacio al lago para toda la eternidad. Voy a seguir desgranando esos años sin nostalgia, pero con voz presurosa. No tengo la culpa de que las palabras se me apelotonen. Tengo que darme prisa o se me acabará el valor.