Diciembre
EL CARTERO entró a toda velocidad en la zona de estacionamiento de la parte posterior de la casa y dio marcha atrás con tanto ímpetu que arremetió contra la pared del garaje y destrozó una de las luces traseras. No pareció haberse dado cuenta del percance porque entró en el patio con una gran sonrisa y mostrando un sobre enorme. Se dirigió directamente al bar, plantó el codo y se puso a la espera.
—Bonjour, jeune homme!
Hacía muchos años que nadie me llamaba joven y el cartero no tenía por costumbre traerme el correo hasta casa. Ligeramente perplejo, le ofrecí la bebida que esperaba.
—¿Un traguito de pastís? —dijo con un guiño—, ¿por qué no?
¿Era su cumpleaños? ¿Se iba a retirar? ¿Le había tocado el gordo en la Loterie Nationale? Esperaba que me explicase la razón de su alegría, pero estaba demasiado atareado contándome que su amigo había cazado un sanglier el anterior fin de semana. ¿Sabía cómo preparar aquellas criaturas para la cazuela? Me describió íntegro el sangriento proceso, desde el destripamiento a cómo se colgaba, se cortaba a piezas y se cocinaba. El pastís desapareció —advertí que no era el primero que tomaba aquella mañana— y aceptó otra ronda. Sólo luego abordó el tema.
—Le he traído el calendario oficial de correos —dijo el cartero—. Incluye todo el santoral y hay algunas fotos muy agradables de señoritas.
Sacó el calendario del sobre y pasó páginas hasta que dio con la foto de una chica tapada por dos mitades de coco.
—Voilà!
Le dije que había sido muy amable pensando en nosotros y le di las gracias.
—Es gratuito —dijo— o, si quiere, lo puede comprar.
Volvió a guiñarme el ojo y, por fin, comprendí el motivo de su visita. Estaba recogiendo el aguinaldo navideño, pero como no era muy elegante presentarse y alargar la mano, teníamos que seguir el rito del calendario.
Tomó el dinero, terminó el pastís y salió disparado hacia su próxima parada, dejando los restos de los faros traseros en el camino.
Cuando volví a entrar en casa, mi mujer estaba mirando el calendario.
—¿Te das cuenta —dijo— que sólo faltan tres semanas para Navidad y los albañiles todavía no han dado señales de vida?
Y entonces se le ocurrió una idea que sólo se le podía ocurrir a una mujer. Era evidente, pensaba, que la natividad de Jesucristo no era una fecha suficientemente importante para tener terminada la casa. De un modo u otro, llegaría la Navidad y pasaría y, para cuando todo el mundo se recuperase de las resacas y las vacaciones de año nuevo, ya estaríamos en febrero. Lo que debíamos hacer era invitar a todos los obreros a una fiesta para celebrar el final de las obras. Pero no sólo a los obreros, tenían que venir también sus esposas.
La astucia intuitiva de esta sugerencia se basaba en dos presupuestos. Primero, las mujeres, que jamás ven el trabajo que sus maridos hacen en casa de otros, sentirían tal curiosidad que les parecería una invitación irresistible. Y, segundo, ninguna esposa toleraría que su marido fuese el único en no terminar su parte del trabajo. Eso les hubiese hecho caer la cara de vergüenza delante de las otras esposas y los hubiese puesto en evidencia, evidencia que, en el coche, camino de casa, sería seguida de feas recriminaciones.
Fue una inspiración providencial. Fijamos la fecha para el último domingo antes de Navidad y mandamos las invitaciones: champaña a partir de las 11 de la mañana.
Al cabo de dos días la hormigonera volvía a estar delante de casa. Didier y sus ayudantes, alegres y ruidosos, continuaron con lo que estaban haciendo como si jamás se hubiese producido un hiato de tres meses. No dieron ninguna excusa, ni ninguna explicación concreta del súbito retorno al trabajo. Didier se acercó un poco al mencionar de pasada que lo quería tener todo terminado antes de irse a esquiar. Él y su esposa, nos dijo, estarían encantados de aceptar la invitación.
Habíamos calculado que, si venían todos, seríamos veintidós personas, todas provistas del correspondiente buen apetito provenzal. Además, como ya faltaría poco para Navidad, esperarían algo un poco más festivo que un bol de aceitunas y un poco de saucisson. Mi esposa empezó a confeccionar listas de provisiones, y notas escuetas y recordatorios empezaron a quedar esparcidos por casa. ¡Terrina de conejo! ¡Gambas y mayonesa! ¡Pizzas individuales! ¡Tarta de champiñones! ¡Pan de aceite! ¿Cuántas quiches? —los trocitos de papel lo inundaban todo haciendo que mi lista que se limitaba a una cosa (champaña) pareciese pobre e inadecuada.
El elemento gastronómico culminante nos llegó una fría mañana gracias a un amigo que tenía familiares en Périgord. Era un foie gras entero, crudo, y por tanto a un precio considerablemente inferior al del producto preparado. Lo único que teníamos que hacer era cocinarlo y añadirle unos trocitos de trufa negra.
Lo desenvolvimos. Su anterior propietario debía ser un ave del tamaño de un pequeño aeroplano, porque era un hígado enorme —una masa densa, de color amarillo oscuro que, al levantarlo para ponerlo sobre la tabla de picar, ocupaba mis dos manos. Siguiendo las instrucciones de nuestro amigo, •lo corté y lo comprimí en tarros herméticos de conserva, insertando los trocitos de trufa con dedos nerviosos. Aquello era como cocinar dinero.
Los tarros quedaron sellados y los colocamos en una cazuela enorme de agua hirviendo durante noventa minutos exactos. Después de dejarlos enfriar, los refrigeramos y luego los dejamos reposar en la cave. Mi esposa tachó el foie gras de su lista.
Daba una sensación extraña llegar a finales de año con el cielo azul, y sin el frenesí que caracteriza las semanas que anteceden a la Navidad inglesa. En nuestro valle, el único indicio de preparaciones festivas era el extraño ruido que provenía de la casa de monsieur Poncet, aproximadamente a una milla de distancia. Durante dos días seguidos, al pasar por delante mientras efectuaba mi paseo, había oído unos roznidos tremendos —no eran gritos de miedo ni de dolor, sino de atropello. No me pareció que fuesen humanos, pero no estaba seguro. Le pregunté a Faustin si los había oído.
—Ah, eso —dijo—. Poncet está acicalando el burro.
El día de Nochebuena iban a representar un belén viviente en la iglesia de Ménerbes y el burro de monsieur Poncet tenía un importante papel no hablado. Era comprensible que tuviese que tener buen aspecto, pero tenía aversión a que le cepillaran y peinasen, y no era el tipo de burro que soportaba con agrado que lo adecentasen. Sin duda, cuando llegase la noche, estaría presentable, dijo Faustin, pero era aconsejable mantenerse prudentemente apartado de sus cuartos traseros, porque tenía fama de dar unas coces terribles.
En el pueblo, habían comenzado las pruebas para encontrar al Niño Jesús. Los bebés de edad y disposición apropiada tenían que presentarse, y el temperamento —la habilidad de estar a la altura de las circunstancias— iba a ser muy importante, ya que las funciones no empezaban hasta media noche.
Aparte de eso, y de las felicitaciones que el cartero había embutido en el buzón, Navidad podía estar todavía a varios meses de distancia. No teníamos televisión, de modo que nos evitamos contemplar todos los anuncios de entontecedora alegría. Nadie cantaba villancicos, ni había fiestas en la oficina, ni estridentes ultimátums sobre los días que quedaban para efectuar las compras. A mí me encantaba. Mi esposa no estaba segura: faltaba algo. ¿Dónde estaba mi espíritu navideño? ¿Dónde estaba el muérdago? ¿Dónde el árbol de Navidad? Decidimos ir en su busca a Cavaillon.
En seguida nos vimos recompensados con la aparición de Santa Claus. Vestido con bombachos rojos, camiseta de los Rolling Stones, sombrero rojo de duendecillo con toques de piel y barba postiza, se acercó saludando cuando nosotros bajábamos por el Cours Gambetta. Desde lejos parecía que se le hubiese incendiado la barba, pero al acercarnos más vimos que llevaba una colilla de Gauloises entre las guedejas. Pasó a nuestro lado haciendo eses envuelto en una nube de vapores de calvados y atrayendo considerable atención de un grupo de niños pequeños. Seguro que las pobres madres tuvieron que dar muchas explicaciones.
Los árboles estaban adornados con luces. Por las puertas abiertas de bares y comercios llegaba la música. En las aceras había montones de árboles de Navidad en venta. Un hombre con un micrófono colgado al cuello vendía ropa de cama desde un tenderete en una callejuela: "Acérquese y mire, señora. ¡Puro dralón! ¡Le doy cinco mil francos si le encuentra una tara!". Una vieja campesina empezó a examinarla milímetro a milímetro, el hombre se la arrancó de las manos.
Doblamos la esquina y casi nos damos de bruces con el cuerpo de un ciervo muerto, colgado frente a la puerta de una carnicería, con la mirada perdida en el cuerpo de un sanglier colgado a su lado. En el escaparate había una hilera de pajarillos desplumados, con el cuello partido y la cabeza cuidadosamente doblada sobre el pecho: formaban parte de una promoción especial pre-navideña, siete al precio de seis. El carnicero les había cerrado el pico y los tenía adornados con hojas verdes y una cinta roja. Estremecidos, continuamos adelante.
No cabía ninguna duda sobre el ingrediente más importante de las navidades provenzales. A juzgar por lo que se veía en los escaparates, por las colas, por el dinero que cambiaba de manos, los vestidos, juguetes, equipos estéreo y las chucherías eran de escasa importancia; lo principal de la Navidad era la comida. Ostras y cangrejos, faisán y liebre, pates y quesos, jamones y capones, pasteles y champaña rosado —después de una mañana contemplando todo aquello acabamos con una indigestión visual. Volvimos a casa cargados con nuestro árbol, muérdago y una buena dosis de espíritu navideño.
Aparcados frente a la puerta en un coche sin distintivos, nos esperaban dos hombres uniformados. Sólo verles me hizo sentir culpable, aunque no sé de qué, pero los uniformes siempre me han producido ese efecto. Intenté rememorar qué delito había cometido recientemente con la Quinta República y en ese momento los dos hombres se apearon del coche y saludaron. Me tranquilicé. Ni siquiera en Francia, donde el nivel de formalidad burocrática alcanza el refinamiento de un arte, te saludan antes de arrestarte.
Resultó que no eran policías, sino bomberos, pompiers de Cavaillon. Nos pidieron si podían entrar en casa y me preguntó dónde habíamos guardado el certificado del deshollinador. Era evidente que se trataba de una inspección domiciliaria destinada a descubrir a los propietarios con chimeneas sucias.
Tomamos asiento alrededor de la mesa. Uno de los hombres abrió una cartera de ejecutivo.
—Les traemos el calendario oficial de los bomberos de Vaucluse —dijo, dejándolo sobre la mesa.
—Como verán, tiene todo el santoral.
Y era cierto, exactamente como nuestro calendario de correos. Pero, en lugar de jovencitas con cocos por sujetadores, este calendario estaba ilustrado con fotos de bomberos escalando altos edificios, proporcionando primeros auxilios a víctimas de accidentes, rescatando a escaladores perdidos y sujetando potentes mangas de extinción de incendios. En la Francia rural los pompiers proporcionan un servicio de emergencia completo y tanto sirven para sacarte el perro de una sima en las montañas como para trasladarte al hospital, o para apagar incendios. Son un cuerpo admirable y merecedor de todos los elogios.
Les pregunté si aceptaban donativos.
—Bien sûr.
Nos extendieron un recibo que además nos permitía llamarnos "Amigos del Departamento de Incendios de Cavaillon". Tras más saludos, los dos pompiers nos dejaron para probar suerte en la siguiente casa del valle, y confiamos que su entrenamiento les hubiese preparado para defenderse de perros fieros. Conseguir un donativo de Massot sólo era marginalmente menos arriesgado que apagar un incendio. Me lo imaginaba, atisbando desde detrás de las cortinas, con la escopeta a punto, contemplando cómo sus perros alsacianos se abalanzaban contra los intrusos. En una ocasión había visto como, a falta de algo humano, los perros atacaban la rueda delantera de un coche y la destrozaban como si fuera un cacho de carne cruda, babeando y escupiendo jirones de caucho mientras el aterrorizado conductor hacía los posibles por escapar marcha atrás y Massot contemplaba el espectáculo, fumando sonriente.
Ahora éramos una familia con dos calendarios y, a medida que se fueron sucediendo los días previos a Navidad, anticipamos la llegada de un tercero, que se merecía un donativo especial. Cada martes, jueves y sábado, durante los últimos doce meses, los héroes del servicio de limpieza habían efectuado una parada a la entrada del camino para recoger grandes pilas de botellas vacías, restos malolientes de la bouillabaisse de la cena, latas de comida para perros, copas rotas, sacos de cascotes, huesos de pollo y detritus domésticos de todos los tamaños y categorías. Nada les desanimaba. No había montón, por grande y maduro que estuviese, capaz de descorazonar al hombre que colgaba de la parte trasera del autobús, y que se dejaba caer a cada parada para lanzar las basuras a aquella abertura mugrienta. En verano debía estar en un tris de asfixiarse y, en invierno, el frío debía arrancarle lágrimas.
Él y su compañero aparecieron, en efecto, en un Peugeot que parecía que estuviese disfrutando de su última salida antes de dirigirse al desguace —dos hombres alegres, desaliñados, que daban fuertes apretones de manos y olían a pastis. En el asiento trasero divisé un par de conejos y algunas botellas de champaña y comenté que daba gusto ver que, de vez en cuando, también podían recoger botellas llenas.
—Las botellas vacías no cuestan gran cosa —respondió uno—, pero debería ver lo que la gente a veces nos deja. —Hizo una mueca de asco y se tapó la nariz con los dedos, manteniendo el meñique elegantemente extendido hacia afuera—. Dégeulasse.
Quedaron contentos con el aguinaldo. Les deseamos que pudiesen tener una comida memorable y que fuesen otros quienes limpiasen los desaguisados que dejasen.
DIDIER estaba en cuclillas barriendo con cepillo y recogedor los restos de cemento de una esquina. Era enternecedor contemplar aquella máquina humana de destrucción dedicada a tareas tan delicadas; aquello significaba que su trabajo había concluido.
Se incorporó, vació el recogedor en una bolsa de papel y encendió un cigarrillo.
—Listos —dijo—. Normalement el pintor debería venir mañana. —Caminamos hasta afuera; Eric cargaba palas, cubos y cajas de herramientas en la caja del camión. Didier sonrió—: ¿Les importa si nos llevamos la hormigonera?
Le dije que creía que nos las arreglaríamos sin ella, y pusieron unos tablones y ambos la empujaron hasta el camión y la ataron con fuerza a la parte trasera de la cabina del conductor. El cocker spaniel de Didier contempló la carga de la hormigonera con cabeza ladeada y luego saltó a la cabina y se tumbó junto a los mandos.
—Allez! —Didier nos tendió la mano. Era como cuero cuarteado—. Nos veremos el domingo.
El pintor apareció al día siguiente, y pintó, y se fue. Jean-Pierre, el instalador de la moqueta vino a continuación. Era evidente que las esposas habían decidido que todo debía estar a punto para su visita oficial.
El viernes por la noche, toda la alfombra estaba instalada, a excepción de los dos últimos metros.
Volveré mañana por la mañana —dijo Jean-Pierre—, y por la tarde podrán poner los muebles.
A mediodía, lo único que quedaba por hacer era encajar la moqueta debajo de un listón de madera a la entrada de la habitación. Pero al taladrar Jean-Pierre los agujeros para atornillar el listón, perforó la tubería del agua caliente que circulaba por debajo del suelo y manó un surtidor de agua, una fuente pequeña y pintoresca, enmarcada por la puerta.
Tuvimos que cerrar el paso del agua, enrollamos la alfombra empapada y telefoneamos a monsieur Menicucci. Después de un año de alarmas y emergencias me sabía el número de memoria y sabía cuáles serían sus primeras palabras.
—Oh là là —dijo, y meditó en silencio unos instantes—. Habrá que levantar el suelo para que pueda soldar la tubería. Más vale que prevenga a Madame, levantaremos algo de polvo.
Madame había salido al mercado. Esperaba regresar y encontrarse el dormitorio, el baño y el vestidor seco, limpio y enmoquetado. Le esperaba una sorpresa. Aconsejé a Jean-Pierre que se fuese a casa por razones médicas. Mi esposa probablemente querría matarle.
Fui a su encuentro cuando oí que llegaba el coche.
—¿Qué es ese ruido? —dijo.
—El taladro de Menicucci.
—Ah sí. Claro. —Estaba anormal y peligrosamente calmada. Me alegré que Jean-Pierre se hubiese ido.
En busca del escape, Menicucci había levantado un trozo del suelo y por fin dimos con la tubería con el agujero bien redondo.
—Bon —dijo—. Ahora, antes de soldar, debemos asegurarnos de que no ha quedado obturada. Quédese aquí y mire. Voy a soplar por el grifo del baño.
Miré. Menicucci sopló. Y recibí un chorro de agua polvorienta en la cara.
—¿Qué ve? —gritó desde el baño.
—Agua —respondí.
—Formidable —la tubería debe estar limpia.
Hizo la reparación y se fue a casa a mirar el partido de rugby por la televisión.
Nos pusimos a fregar mientras nos repetíamos que, en realidad, no era una gran desgracia. La alfombra se secaría. La suciedad que Menicucci había causado no llenaba ni un cubo. Las marcas del soplete podían volver a pintarse. A fin de cuentas, si prescindíamos de la zanja abierta e irregular, podíamos echar un vistazo a las habitaciones y considerar que estaban terminadas. En cualquier caso, no podíamos hacer nada. Sólo faltaban unas horas para el domingo.
No esperábamos que nadie llegase antes de las 11.30, pero habíamos infravalorado la atracción magnética que la palabra champaña tiene para los franceses, y los primeros golpes a la puerta sonaron poco después de las diez y media. Al cabo de una hora había llegado todo el mundo, excepto Didier y su esposa. Se colocaron contra las paredes de la sala de estar, violentos por querer mostrarse educados y vestidos con sus mejores galas, separándose de vez en cuando del santuario de las paredes para picar algo de comer.
Como camarero encargado de mantener las copas llenas, en seguida me apercibí de otra diferencia fundamental entre los ingleses y los franceses. Cuando los ingleses son invitados a tomar una copa, tienen el vaso firmemente atornillado a la mano tanto si hablan, fuman o comen. Sólo lo dejan de lado, y de mala gana, para habérselas con operaciones que requieren ambas manos —sonarse la nariz o dirigirse al lavabo— pero nunca lo pierden de vista.
Con los franceses es distinto. En cuanto les das un vaso, en seguida lo dejan, seguramente porque les cuesta conversar con una sola mano. De modo que los vasos se van amontonando y, al cabo de cinco minutos, es imposible identificarlos. Y entonces los invitados, que no quieren coger el vaso de otra persona pero que no saben cuál es el suyo, dirigen una mirada anhelante a la botella de champaña. Hay que repartir copas otra vez y así sucesivamente.
Me preguntaba cuánto tiempo transcurriría hasta que se nos acabasen las copas y tuviésemos que recurrir a tazas de té, cuando oí el sonido familiar de un motor diesel, y el camión de Didier aparcó en la parte posterior de la casa; él y su esposa entraron por la puerta trasera. Era extraño. Yo sabía que Didier tenía un coche y su esposa iba vestida de la cabeza a los pies con un vestido de delicado ante marrón al que no debía sentarle demasiado bien la suciedad del asiento del camión.
Christian se me acercó desde el otro lado de la habitación y me llevó aparte.
—Creo que tenemos un pequeño problema —dijo. Más vale que salgas conmigo afuera.
Le seguí. Didier tomó a mi esposa por el brazo y nos siguieron. Mientras dábamos la vuelta a la casa, miré hacia atrás y vi que todos nos seguían.
—Voilà! —dijo Christian—, e indicó hacia el camión de Didier.
En la caja, en el espacio habitualmente reservado a la hormigonera, había una forma bulbosa, de metro de altura y metro veinte de ancho. Iba envuelta en un papel de crepé verde brillante, adornado con lacitos blancos, rojos y azules.
—Esto es para ustedes de parte de todos nosotros —dijo Christian—. Allez. Desenvuélvanlo.
Didier formó estribo con las manos y con galantería natural, sin soltar el cigarrillo de entre los dientes, levantó a mi esposa del suelo y la izó hasta la altura de los hombros para que pudiese subir al camión. Me encaramé tras ella y desatamos el envoltorio verde.
Los últimos trozos de papel saltaron ante el aplauso generalizado y algunos silbidos por parte de Ramón, el yesero, y nos quedamos parados en medio del sol, montados en la caja del camión, contemplando los rostros que nos observaban desde abajo y nuestro regalo.
Era una jardinera antigua, una gran bañera circular tallada a mano de un único bloque de piedra mucho antes de que existieran máquinas de tallar. Tenía las paredes gruesas, ligeramente irregulares, de un gris pálido, desgastado. La habían llenado de tierra y estaba plantada de primaveras.
No sabíamos qué decir ni cómo decirlo. Sorprendidos, emocionados y sin recursos debido a nuestro deficiente francés, hicimos lo que pudimos. Por suerte, Ramón nos interrumpió.
—Merde! Tengo sed. Basta de discursos. Vayamos a tomar una copa.
La formalidad de la primera hora desapareció. Desaparecieron las chaquetas y atacamos con ganas el champaña. Los hombres enseñaron la casa a sus esposas, mostrándoles lo que ellos habían hecho, enseñándoles el baño inglés con los grifos rotulados "hot" y "cold", abriendo cajones para comprobar que el carpintero había dejado bien acabados los interiores, tocándolo todo como niños curiosos.
Christian organizó un grupo para descargar la jardinera del camión y ocho hombres algo alegres, en ropa de domingo, consiguieron evitar, no se sabe cómo, resultar lesionados mientras la masa letal era deslizada hasta el suelo por encima de dos tablones combados. Madame Ramón los supervisaba:
—Ah! les braves hommes —dijo—. Vigilad ahora, no os ensuciéis las uñas.
Los Menicucci fueron los primeros en irse. Después de dejar bien alto el pabellón entre patés y quesos, flanes y champaña, todavía tenían que ir a un almuerzo que empezaba tarde, cosa que no hicieron sin antes observar todo el ritual. Dieron una ronda para despedirse de los otros invitados, estrechando manos, besando mejillas, intercambiando bons appétits. Su despedida duró quince minutos.
Los otros tenían aspecto de haberse aposentado para el resto del día, comiendo y bebiendo a buen ritmo todo lo que se les ponía por delante. Ramón se convirtió en el bromista oficial y contó una serie de chistes que fueron creciendo en vulgaridad e ingenio. Se detuvo a fin de tomar una bebida después de explicar el método de determinar el sexo de los palomos metiéndolos en la nevera.
—¿Qué hizo que una mujer tan agradable como tu esposa se casase con un mec tan insoportable como tú? —le preguntó Didier.
Con gran deliberación, Ramón dejó la copa de champaña y con ambas manos al frente hizo el gesto del pescador que describe el tamaño del pez que se le ha escapado. Por suerte, no pudo hacernos más revelaciones porque su mujer, con gran decisión, le tapó la boca con un gran trozo de pizza. No era la primera vez que oía aquellos disparates.
A medida que el sol atravesó el patio y lo dejó bajo las sombras de la tarde, los invitados empezaron su ronda de despedidas con más salutaciones, besos y pausas para tomarse una última copa.
—Vengan a comer con nosotros —dijo Ramón—. O a cenar. ¿Qué hora es?
Eran las tres. Después de cuatro horas de comer y beber, no estábamos en condiciones de participar en el couscous que Ramón quería organizar.
—Qué le vamos a hacer —dijo—, si están a régimen, tant pis.
Entregó a su mujer las llaves del coche y se recostó en el asiento del pasajero, con las manos unidas sobre la barriga, sonriente ante la perspectiva de una comida sólida. Había convencido a los otros matrimonios para que se les sumasen. Les dijimos adiós y volvimos a la casa vacía, los platos vacíos, las copas vacías. La fiesta había estado bien.
A través de la ventana contemplamos la antigua jardinera de piedra, reluciente de flores. Al menos se necesitarían cuatro hombres para apartarla del garaje y llevarla al jardín y, en Provenza, lograr poner de acuerdo a cuatro hombres no era cosa, como bien sabíamos, de coser y cantar. Habría visitas de inspección, bebidas, argumentos acalorados. Se fijaría una fecha, que luego se olvidaría. Habría hombros encogidos y el tiempo iría pasando. Tal vez la primavera próxima la jardinera estuviese en su sitio. Empezábamos a aprender a contar según las estaciones y no por días o semanas. Provenza no iba a cambiar de ritmo por nuestra culpa.
Mientras, todavía quedaba suficiente foie gras para tomarlo a rebanadas finitas, templado, con ensalada, y una botella de champaña que se enfriaba en la parte menos profunda de la piscina. Añadimos más troncos al fuego y pensamos en la inminente perspectiva de nuestras primeras navidades provenzales.
Era divertido. Habíamos tenido huéspedes todo el año, y a menudo habían tenido que soportar grandes molestias y condiciones primitivas a causa de las obras, pero ahora que la casa estaba limpia y terminada, la teníamos para nosotros solos. Los últimos invitados se habían ido la semana anterior, y los próximos tenían que llegar para acompañarnos en la entrada del Año Nuevo. Pero el día de Navidad estaríamos solos.
Cuando nos despertamos hacía sol, el valle estaba vacío y tranquilo, y en la cocina no teníamos electricidad. El gigot de cordero que estaba listo para ser metido en el horno vio temporalmente aplazada su sentencia, y nos encontramos ante la aterradora posibilidad de un almuerzo de Navidad a base de pan y queso. Todos los restaurantes de la zona debía hacer semanas que estaban reservados.
Es en momentos como ése, cuando la crisis amenaza al estómago, que los franceses demuestran el lado más agradable de su naturaleza. Si les cuentas historias de males físicos o de descalabros financieros, se ríen o te compadecen educadamente. Pero si les dices que te enfrentas a una penuria gastronómica remueven cielo y tierra, e incluso mesas de restaurantes, para ayudarte.
Telefoneamos a Maurice, el chef del "Auberge de la Loube" en Buoux, y le preguntamos si tenía alguna anulación. No. Todas las mesas estaban reservadas. Le explicamos cuál era el problema. Hubo un silencio horrorizado y luego dijo:
—Quizá les tenga que hacer comer en la cocina, pero vengan. Ya arreglaremos algo.
Nos sentó a una pequeña mesa entre la puerta de la cocina y el fuego de la chimenea, al lado de una familia jovial y numerosa.
—Si quieren tengo gigot —dijo. Le contamos que habíamos estado a punto de llevarle el nuestro y pedirle que nos lo cocinase, y sonrió—. Desde luego no es día para quedarse sin horno.
Comimos a nuestras anchas, y muy bien y hablamos de los meses transcurridos a la velocidad de semanas. Había tantas cosas que todavía no habíamos hecho o visto: nuestro francés todavía era una mezcla impresentable de mala gramática y argot de albañil, habíamos logrado perdernos, sin saber cómo, todo el festival de Aviñón, las carreras de asnos de Goult, el concurso de acordeón, la excursión de la familia de Faustin a los Basses-Alpes en agosto, el festival del vino en Gigondas, el concurso de perros de Ménerbes y buena parte de lo que había ocurrido en el mundo exterior. Había sido un año ensimismado, confinado en gran parte a la casa y al valle, para nosotros fascinante en sus detalles diarios, a veces frustrante, a menudo incómodo, pero jamás aburrido o decepcionante. Y, sobre todo, nos sentíamos en casa.
Maurice sacó copitas de marc y acercó una silla.
—'Appy Christmas —dijo, y aquí se le acabó lo que sabía de inglés—. Bonne année.