Junio
LA INDUSTRIA publicitaria local estaba en pleno auge. Cualquier coche estacionado cerca del mercado durante no más de cinco minutos se convertía en objetivo de los errabundos ejecutivos provenzales de las comunicaciones, que saltaban de parabrisas en parabrisas embutiendo pasquines pequeños y excitantes entre el vidrio y los limpiaparabrisas. Cada vez que regresábamos al coche nos lo encontrábamos asaetado de mensajes —anuncios anonadantes de futuras atracciones, oportunidades que no podíamos perdernos, gangas comestibles y servicios exóticos.
En Cavaillon anunciaban un concurso de acordeones con la propina añadida de "Les Lovely Girls Adorablement Déshabillées (12 Tableaux)" que nos iban a distraer en los entreactos. Un supermercado lanzaba la Opération Porc, que prometía todas las partes imaginables de la anatomía porcina a precios tan bajos que deberíamos frotarnos los ojos de incredulidad. Había competiciones de boules y bals dansants, carreras de bicicletas y concursos de perros, discotecas móviles equipadas con sus disc jockeys, castillos de fuegos artificiales, y recitales de órgano. Y estaba Madame Florian, vidente y alquimista, tan segura de sus poderes sobrenaturales que para cada sesión daba garantías de que el cliente saldría satisfecho. Y las chicas de carrera —desde Eve, que se describía como una criatura deliciosa dispuesta a concertar citas picantes, a Mademoiselle Roz, que era capaz de satisfacer todas nuestras fantasías por teléfono, un servicio que, según anunciaba con orgullo, había sido prohibido en Marsella. Y un día encontramos una nota desesperada y escrita rápidamente que pedía, no nuestro dinero, sino nuestra sangre.
La borrosa fotocopia contaba la historia de un niño pequeño a la espera de poder ir a América para someterse a una importante operación y que, hasta que el hospital le aceptase, precisaba constantes transfusiones de sangre para mantenerse vivo. "Venez nombreux et vite", decía la nota. El equipo de transfusiones estaría a la mañana siguiente en una sala principal de Gordes.
Cuando llegamos a las 8.30 la sala ya estaba repleta. Junto a la pared habían colocado doce camastros que ya estaban llenos y, a juzgar por la línea de zapatos, la convocatoria había reunido a un amplio segmento de la población fácilmente identificable por su calzado: sandalias y alpargatas, los tenderos; tacones altos, las señoras jóvenes; botas de lona hasta los tobillos, los agricultores; y zapatillas, sus esposas. Las mujeres mayores sujetaban con fuerza las cestas de la compra en una mano mientras abrían y cerraban el otro puño para acelerar el flujo de la sangre a las bolsas de plástico, mientras discutían con pasión cuál era la contribución más oscura, espesa y nutritiva.
Hicimos cola para el análisis de sangre detrás de un hombre mayor y robusto, de nariz rojiza, gorra deshilachada y mono de trabajo, que contemplaba divertido cómo la enfermera intentaba inútilmente pincharle la piel callosa del pulgar.
—¿Quiere que vaya a por el carnicero? —le dijo. Ella le pinchó una vez más, con más ahínco.
—Merde. —Apareció una gruesa gota de sangre y la enfermera la transfirió con cuidado a un tubito, le añadió un líquido y agitó la mezcla con vigor. Levantó la mirada del tubo con expresión desaprobadora.
—¿Cómo ha venido? —le preguntó al viejo.
Él dejó de chuparse el pulgar.
—En bicicleta —respondió—, he hecho en bicicleta todo el camino de Les Imberts.
La enfermera olisqueó.
—Me sorprende que no se haya caído. —Volvió a mirar el tubo—. Técnicamente está borracho.
—Imposible —dijo el viejo—. Tal vez haya bebido un poco de tinto para desayunar, comme d'habitude, pero eso no es nada. Y, además —añadió, agitando el pulgar ensangrentado ante la nariz de la enfermera—, el alcohol enriquece los corpúsculos.
La enfermera no estaba convencida. Se sacó al viejo de encima diciéndole que desayunase otra vez, pero con café, y le pidió que volviese a última hora de la mañana. El hombre se alejó rezongando, con el pulgar herido en alto como bandera en la batalla.
Llegó el turno de que nos pinchasen, nos declararon sobrios y nos indicaron los correspondientes camastros. Nuestras venas descargaron en las bolsas de plástico. Apretamos y cerramos los puños, obedientes. En la sala reinaba la algarabía y el buen humor y gente que normalmente se cruzaba por la calle sin saludarse de pronto se mostraba amistosa, como suele ocurrir cuando varios extraños se encuentran unidos para llevar a cabo una buena obra. O tal vez tuviese algo que ver con el bar al fondo de la sala.
En Inglaterra, el premio por una bolsa de sangre es una taza de té y una galleta. Pero aquí, después de desconectamos de los tubos, nos hicieron pasar a una larga mesa servida por camareros voluntarios. ¿Qué queríamos tomar? ¿Café, chocolate, croissants, brioches, bocadillos de jamón o embutidos con ajo, tazones de vino tinto, rosado? ¡A comer! ¡A beber! ¡A reemplazar esos corpúsculos! ¡Hay que cuidar el estómago! Un enfermero joven no daba abasto con el sacacorchos y el doctor que supervisaba las transfusiones, con su larga bata blanca, nos deseó a todos bon appétit. Si el montón de botellas vacías que no paraba de crecer detrás del bar puede servir de rasero, la petición de sangre fue un éxito total, tanto médico como social.
Pasado algún tiempo, recibimos por correo nuestro ejemplar de Le Globule, revista oficial de los donantes de sangre. Aquella mañana en Gordes se habían recogido cientos de litros, pero la otra estadística que a mí me interesaba —el número de litros que los donantes habían bebido— no figuraba, como tributo a la discreción médica, por ninguna parte.
NUESTRO AMIGO, el abogado de Londres, hombre impregnado de la reserva inglesa, observaba lo que él llamaba las extravagancias de los franchutes desde el café "Fin de Siècle" en Cavaillon. Era día de mercado y la calzada era un avispero de tráfico humano, que se movía, lento y caótico, a empujones.
—Fíjate en esos —dijo, al ver un coche que se detenía en medio de la calle mientras el conductor se apeaba para abrazar a un conocido—, siempre se están sobando. ¿Lo ves? Los hombres se besan. Me parece malsano. —Despotricó, mientras cogía la cerveza, ofendido en su sentido del decoro ante aquel comportamiento sospechoso, tan ajeno a los respetables anglosajones.
Yo había tardado algunos meses en acostumbrarme a la delectación con que los provenzales recurren al contacto físico. Como cualquier otra persona educada en Inglaterra había absorbido ciertos comportamientos sociales. Había aprendido a mantener las distancias, a hacer un gesto de reconocimiento con la cabeza en lugar de estrechar la mano, a reservar los besos para la parentela femenina y a limitar cualquier demostración pública de afecto a los perros. Verse arrastrado por los saludos provenzales, tan completos e íntimos como un registro de los aduaneros en el aeropuerto, fue, al principio, una experiencia sobrecogedora. Ahora lo disfrutaba y me fascinaban las minucias del ritual social y el lenguaje de signos que forma parte esencial de cualquier encuentro provenzal.
Cuando dos hombres se encuentran, lo menos que hacen, si no van cargados, es estrecharse la mano. Si tienen las manos ocupadas, te ofrecen un saludo con el dedo meñique. Si tienen las manos mojadas o sucias, te ofrecen el brazo o el codo. Ir en bicicleta o en coche no excusa de la obligación de toucher les cinq sardines, y pueden verse contorsiones peligrosas en calles de mucho tráfico por culpa de manos que se saludan a través de la ventanilla o que sueltan el manillar para enlazarse con otras. Y esto simplemente al primer y más restringido nivel de amistad. Una relación más estrecha requiere un reconocimiento más evidente.
Tal como nuestro amigo abogado había advertido, los hombres besan a otros hombres. Se dan apretones de hombros, palmadas en la espalda, puñetazos en los riñones, pellizcos en las mejillas. Cuando un hombre provenzal está realmente contento de verte existe una posibilidad real de que escapes de sus garras con moratones superficiales.
El riesgo de daños corporales es menor en relación con las mujeres, pero el aficionado puede cometer fácilmente un gazapo social si no calcula bien el número de besos necesarios. En mis primeros tiempos de descubrir el "véase también", plantaba un único beso, para descubrir en el momento en que me retiraba que me ofrecían la otra mejilla. Me contaron que sólo los esnobs besan una sola vez, o los desafortunados que sufren de froideur congénita. Entonces me fijé en lo que supuse era el proceder correcto: el triple beso, izquierda-derecha-izquierda, de modo que lo puse en práctica con una amiga parisina. Nuevo error. Me dijo que el triple beso era una costumbre vulgar de los provenzales y que, entre gente civilizada, había suficiente con dos. La próxima vez que vi a la esposa de nuestro vecino, la besé dos veces.
—Non —me dijo—, trois fois.
Ahora me fijo con mucha atención en el movimiento de la cabeza femenina. Si cesa de moverse después de dos besos, puedo estar casi seguro de haber llenado mi cupo, pero permanezco a punto para una tercera arremetida por si la cabeza continúa moviéndose.
Para mi esposa el problema es distinto pero igualmente embarazoso, porque ella es la que recibe los besos y ha de calcular el número de veces que necesita mover la cabeza, si es que de verdad ha de moverla. Una mañana oyó un bocinazo en la calle y, al girarse, vio a Ramón, el yesero, que se dirigía hacia ella. Mi esposa anticipó un apretón de manos y alargó el brazo hacia él. Ramón lo apartó a un lado y la besó tres veces con gran complacencia. Es imposible de saber.
Una vez superado el saludo inicial, puede empezar la conversación. Las cestas de la compra y los paquetes se dejan en el suelo, los perros se atan a las mesas de los cafés, las bicicletas y herramientas se apoyan contra la pared más cercana. Es preciso hacerlo así porque, para emprender una conversación seria y satisfactoria, se precisa que ambas manos estén libres para efectuar la puntuación visual, terminar las frases inacabadas, dar énfasis, o simplemente para decorar la charla que, por el hecho de ser una simple cuestión de mover la boca, no constituye, para los provenzales, una actividad suficientemente física. De modo que las manos y los hombros, siempre elocuentes, son vitales para poder intercambiar con tranquilidad puntos de vista, y, de hecho, a menudo es posible seguir los derroteros de una conversación provenzal desde lejos, sin oír las palabras, simplemente observando las expresiones y los movimientos de cuerpos y manos.
Existe un vocabulario silencioso bien definido, que empieza con el movimiento de mano que aprendimos de nuestros albañiles. Ellos lo empleaban para quitar importancia a cualquier cosa referente a plazos o costes, pero es un gesto de flexibilidad casi infinita. Puede describir el estado de salud, qué tal te llevas con la suegra, la marcha del negocio, tu valoración de un restaurante o tus predicciones sobre la cosecha de melones de este año.
Cuando se trata de un tema de poca importancia, el ademán es decidido y va acompañado de una elevación de cejas que da por descartada la cuestión. Asuntos más serios —la política, la situación delicada del hígado de alguien, las perspectivas de un corredor local en el tour de Francia— son tratados con mayor intensidad. El ademán se produce a cámara lenta, con la parte superior del cuerpo oscilando lentamente a medida que se mueve la mano y con un gesto de concentración en el rostro.
El instrumento de advertencia y discusión es el índice en una de sus tres posiciones operativas. Apuntando hacia arriba, rígido e inmóvil, debajo mismo de la nariz del compañero de discusión, indica precaución —vete con cuidado, attention, las apariencias engañan—. Sostenido justo debajo de la cara y moviéndolo con rapidez de un lado a otro, como un metrónomo desbocado, indica que la otra persona está desastrosamente mal informada y del todo equivocada en lo que acaba de decir. Entonces se procede a dar la versión correcta y el dedo modifica su movimiento lateral para convertirse en una serie de pinchazos y aguijonazos, bien golpeando el pecho del falto de luces si se trata de un hombre, o manteniéndose a unos discretos centímetros de distancia si se trata del pecho de una mujer.
Para describir una partida súbita se precisan ambas manos: la izquierda, con los dedos estirados, se mueve hacia arriba a partir de la cintura y golpea en la palma de la derecha que se mueve hacia abajo —se trata de una versión restringida del gesto popular y extraordinariamente vulgar de doblar el bíceps. (Su punto álgido son los atascos veraniegos de tráfico, que provocan que los conductores desciendan de sus vehículos para tener la libertad de movimientos necesaria para lanzar un uppercut con el brazo izquierdo que la mano derecha para en seco agarrando el bíceps opuesto.)
Al final de la conversación hay que prometer que estaremos en contacto. Los tres dedos del medio se doblan sobre la palma y se lleva la mano a la oreja con el dedo meñique y el pulgar extendidos para imitar la forma de un teléfono. Y, por fin, viene el apretón de manos de despedida. Paquetes, perros y bicicletas son recuperados hasta que el proceso vuelve a empezar cincuenta metros más adelante. No debe sorprender que, en Provenza, el aerobic nunca haya llegado a popularizarse. Les basta con el ejercicio físico que se suele hacer en el curso de cualquier charla de diez minutos.
Éstas y otras distracciones cotidianas de las ciudades y pueblecitos cercanos no ayudaban demasiado a fomentar nuestro espíritu explorador y aventurero. Con tantas distracciones a la puerta de casa, teníamos abandonados los lugares más famosos de Provenza, como no paraban de repetirnos los amigos de Londres. Con modales eruditos e irritantes de curtidos viajeros de salón, siempre nos reprochaban lo mal situados que estábamos para tener acceso a Nimes, Arles, Aviñón, los flamencos de la Camarga y la bouillabaise de Marsella. Parecían sorprendidos y ligeramente desilusionados cuando reconocíamos que preferíamos movernos por los alrededores, y no creían nuestras excusas de que nunca encontrábamos el momento de ir a ninguna parte, ni experimentábamos la necesidad imperiosa de llegar a rastras hasta lejanas iglesias o de ir a la caza de monumentos, no queríamos convertirnos en turistas. Esta existencia localmente enraizada tenía una excepción, una excursión que siempre estábamos dispuestos a efectuar. A los dos nos encanta Aix.
La carretera serpenteante que tomamos discurre entre montañas y es demasiado estrecha para los camiones y demasiado zigzagueante para quien tenga prisas. Dejando de lado una única edificación agrícola con su andrajoso rebaño de cabras, no hay nada que ver excepto paisajes agrestes e inhóspitos, con rocas grises y sotobosque de robles verdes, recortados con gran nitidez gracias a la claridad extraordinaria de la luz. La carretera desciende por los contrafuertes de la ladera sur del Lubéron antes de unirse al Grand Prix de los aficionados que cada día tiene lugar en la RN7, la Nationale Sept, que a lo largo de los años ha liquidado a más conductores de lo que es confortable pensar mientras esperas que se produzca un claro en el tráfico.
La carretera entra en Aix por un extremo de la calle mayor más bella de Francia. El Cours Mirabeau es hermoso en cualquier época del año, pero la mejor época es entre primavera y otoño, cuando los plátanos forman un túnel de pálido verdor de quinientos metros. La luz tamizada, las cuatro fuentes que jalonan el Cours, las proporciones perfectas que siguen la norma de da Vinci "que la calle sea tan ancha como altas son las casas" —la disposición del espacio, los árboles y la arquitectura, todo es tan agradable que apenas te das cuenta de los coches.
A lo largo de los años, se ha producido una agradable distribución geográfica entre el trabajo y las actividades más frívolas. En el lado sombrío de la calle se hallan, muy apropiadamente, los bancos, compañías de seguros, inmobiliarias y despachos de abogados. En el lado soleado están los cafés.
Puedo decir que me gustan casi todos los cafés en los que he entrado en Francia, incluso los bares de mala muerte con más moscas que parroquianos de los pueblecitos, pero siento una debilidad particular por las terrazas de los cafés del Cours Mirabeau, y la debilidad mayor es el «Deux Garçons». Generaciones sucesivas de propietarios se han guardado las ganancias bajo el colchón y han resistido toda tentación de remodelarlo —cosa que en Francia, por lo general, acaba en una orgía de plástico y extrañísimas luces—, y el interior continúa pareciéndose muchísimo a lo que debía ser hace cincuenta años.
Los techos son altos, y han adquirido un color acaramelado debido al humo de millones de cigarrillos. La barra es de cobre bruñido, las mesas y sillas brillan con la pátina que les han otorgado innumerables codos y traseros, y los camareros lucen mandiles y tienen pies planos, como debe ser en cualquier camarero que se precie. La luz es tenue y se está fresco; es un lugar para reflexionar y beber con tranquilidad. Y, además, está la terraza, en donde tiene lugar el espectáculo.
Aix es una ciudad universitaria, y es evidente que debe ofrecer algo en su currículum que atrae a bellezas estudiantiles. La terraza del "Deux Garçons" siempre está llena de ellas, y mi teoría es que no están ahí para tomar el aire sino por razones pedagógicas. Intentan aprobar el curso de comportamiento en el café, cuyo programa se halla dividido en cuatro partes.
Primera: La llegada
Siempre hay que llegar del modo más espectacular posible, con preferencia en el asiento trasero de una Kawasaki 750 de color carmesí conducida por un joven enfundado de pies a cabeza en cuero negro y con barba de tres días. Lo que no debe hacerse nunca es esperar en la acera y agitar la mano a modo de despedida mientras el muchacho desaparece raudo por el Cours a su cita con el peluquero. Eso sólo lo hacen las jovencitas gauche de Auvergne. La estudiante sofisticada se halla demasiado ocupada para exteriorizar sentimientos. Y ya tiene que estar concentrada en el próximo paso.
Segunda: La entrada
Hay que llevar puestas las gafas de sol hasta que se descubra un conocido en alguna mesa, pero no debe dar la impresión que una busca compañía. Al contrario, la impresión que debe darse es que una entra en el café para efectuar una llamada telefónica a su admirador italiano con títulos nobiliarios cuando, de pronto —quelle surprise!—, se encuentra con unos amigos. Ése es el momento de quitarse las gafas de sol y de esponjarse la melena mientras, se deja convencer para tomar asiento.
Tercera: Besos rituales
Hay que besar a todos los que se encuentran en la mesa por lo menos dos veces, a menudo tres, y en ocasiones especiales cuatro veces. Aquellos a quienes se besa deben continuar sentados, permitiendo que la recién llegada se incline, dé vuelta a la mesa, se aparte el pelo de la cara, obstaculice el paso de los camareros y, en general, ponga de manifiesto su presencia.
Cuarta: Comportamiento en la mesa
Una vez sentada, debe volver a ponerse las gafas de sol para poder estudiar con discreción el propio reflejo en las vidrieras del café —no por cuestiones de narcisismo, sino para comprobar importantes detalles técnicos: el modo de encender el cigarrillo, de sorber un Perrier menthe con la paja o de mordisquear melindrosamente un terrón de azúcar. Si los resultados son satisfactorios las gafas pueden ser ajustadas hacia abajo, de modo que descansen con gracejo en la punta de la nariz, y entonces puede prestarse atención a los otros ocupantes de la mesa.
Estas actuaciones continúan desde media mañana hasta el atardecer y siempre las encuentro distraídas. Imagino que entre esos intensos períodos de estudio social debe existir alguna pausa para el trabajo académico, pero jamás he visto un libro de texto que mancillase las mesas del café, ni he oído ninguna discusión sobre cálculo integral o ciencias políticas. Los estudiantes están totalmente concentrados en mostrar su buena forma y, como resultado, el Cours Mirabeau es mucho más decorativo.
No representaría sacrificio alguno pasar el día yendo de un café a otro, pero como nuestras visitas a Aix no son frecuentes nos sentimos agradablemente obligados a concentrar al máximo las actividades durante la mañana —comprar una botella de eau-de-vie al hombre de la rue d'Italie y unos quesos a monsieur Paul en la rue des Marseillais, ver qué nueva locura exponen los escaparates de las tiendas que, junto a establecimientos más antiguos y menos pasajeros, llenan, como alfileres, las callecitas que quedan detrás del Cours, sumarnos a la multitud que llena el mercado de las flores, contemplar una vez más la diminuta y bellísima place d'Albertas, con sus adoquines y su fuente, y asegurarnos que llegamos a la rue Frédéric Mistral a tiempo para encontrar mesa en "Chez Gu".
En Aix existen restaurantes más grandes, más decorativos, y de mayor distinción gastronómica, pero desde que un día lluvioso buscamos cobijo en "Chez Gu", siempre hemos vuelto. Monsieur Gu en persona preside la sala —es un hombre afable y ruidoso, con los mostachos más largos, garbosos, espléndidos y llenos de ambición que jamás he visto, siempre en lucha contra la gravedad y las tijeras en sus intentos por establecer contacto con las cejas de monsieur Gu. Su hijo toma las notas y una mujer de voz temible que nunca está a la vista, tal vez madame Gu, se encarga —según puede oírse— de la cocina. Los clientes suelen ser hombres de negocios de la zona, las chicas de Agnes B. justo en la esquina, mujeres elegantes con sus dachshunds y bolsas con las compras y, de vez en cuando, una pareja furtiva y claramente ilícita que cuchichea olvidándose del aioli. El vino es servido en jarras, una buena comida de tres platos cuesta 80 francos y cada día a las 12.30 todas las mesas están ocupadas.
Como de costumbre, nuestras buenas intenciones de comer con rapidez y morigeración desaparecieron tras la primera jarra de vino y, como de costumbre, justificamos la indulgencia repitiéndonos que era fiesta. Por la tarde no teníamos negocios que atender ni una agenda llena de citas, y nuestro goce se veía intensificado, de modo vergonzosamente indigno, porque sabíamos que los clientes que nos rodeaban habrían vuelto a sus mesas de trabajo mientras nosotros todavía saboreábamos una segunda taza de café intentando decidir qué íbamos a hacer a continuación. En Aix hay mucho más por ver, pero el almuerzo adormece el apetito de visitar más cosas y la bolsa con los quesos se cobraría una olorosa venganza camino de casa si la paseábamos durante toda la tarde con aquel calor. En las afueras de Aix hay una explotación vitícola que hacía tiempo que quería visitar. O algo curioso que habíamos visto camino de la ciudad, una especie de desguace medieval, sembrado de vestigios colosales y de estatuas de jardín mutiladas. Seguro que allí podríamos encontrar el banco antiguo de piedra para el jardín que llevábamos tiempo buscando, e incluso era posible que nos pagasen por llevárnoslo.
Si hubiésemos estado planeando construir una réplica de Versalles allí podríamos haber efectuado todas las compras en una sola tarde. ¿Una bañera grande cortada en un solo bloque de mármol? Allí en la esquina, con las zarzas que crecen a través del agujero del desagüe. ¿Una escalinata para el vestíbulo? Tenían tres, de diversas medidas, y peldaños de piedra desgastada de graciosas curvas, cada uno grande como una mesa de comedor. Y, al lado, las grandes serpientes de las barandillas de hierro, con o sin remates finales de exóticas piñas gigantes. Tenían balcones enteros con sus gárgolas, querubines de mármol del tamaño de robustos adultos que parecían tener paperas, ánforas de terracota de dos metros y medio de largo recostadas de lado en embriagada confusión, ruedas de molino, columnas, arquitrabes y plintos. Todo lo que uno pudiese imaginar en piedra, excepto un banco normal.
—Bonjour.
Un joven apareció de detrás de una versión aumentada de la Victoria alada de Samotracia, y preguntó si nos podía servir en algo. ¿Un banco? Dobló el índice sobre el puente de la nariz mientras reflexionaba y después movió la cabeza disculpándose. Los bancos no eran su especialidad. De todos modos tenía una pérgola encantadora del siglo dieciocho en hierro forjado o, si teníamos un jardín lo bastante grande, nos podía enseñar un espléndido arco triunfal romano, de imitación, de diez metros de alto y lo suficientemente ancho para que pasaran dos cuadrigas a la vez. Eran piezas difíciles de encontrar, dijo. Por unos segundos nos tentó la idea de Faustin pasando con el tractor bajo un arco triunfal camino de las viñas y una corona de olivo alrededor de su sombrerito de paja, pero mi mujer advirtió el lado poco práctico de comprar de sopetón algo de 250 toneladas.
Dejamos al joven con la promesa de regresar si algún día comprábamos un château.
Al llegar a casa el contestador automático nos dio la bienvenida con su lucecita roja que indicaba que alguien había llamado. Teníamos tres mensajes.
Un francés, cuya voz no reconocí, mantenía una sospechosa conversación individual, negándose a aceptar que hablaba con una máquina. Nuestro mensaje, pidiendo que nos dejasen un número de teléfono adonde pudiésemos contestar, le exasperó. ¿Por qué le he de dar mi número si ya estoy hablando con usted? Esperó una respuesta, con respiración jadeante. ¿Oiga, quién es? ¿Por qué no contesta? Más jadeos. Allo? Allo? Merde. Allo? El espacio que le correspondía en la cinta se le acabó a medio refunfuñar y nunca más volvimos a saber de él.
Didier, seco y práctico, nos informaba que su cuadrilla estaba lista para continuar las obras y que iban a empezar con dos habitaciones de la planta baja. Normalement, se presentarían al día siguiente, o al otro. Ah, ¿cuántos cachorros queríamos? Penélope había quedado embarazada en Goult de un peludo desconocido.
Y luego había una voz inglesa, alguien a quien nos habían presentado en Londres. Nos había parecido una persona agradable, pero casi no le conocíamos. Aunque eso estaba a punto de cambiar porque él y su esposa iban a pasar por casa. No decía cuándo, ni había dejado un número. Probablemente, como suelen hacer los ingleses itinerantes, se presentarían cualquier día justo a la hora de comer. Habíamos tenido un mes bastante tranquilo, con pocas visitas y menos albañiles, de modo que estábamos dispuestos a aceptar un poco de compañía.
Llegaron al atardecer, cuando estábamos a punto de cenar en la mesa del patio —Ted y Susan, llenos de disculpas y desinhibidos en su entusiasmo por Provenza, que era la primera vez que visitaban, y por nuestra casa y nuestros perros, y nosotros, por todo. Todo era —según repitieron diversas veces en los primeros escasos minutos— "súper". Su imparable alegría era desarmante. Hablaban como un tándem, en un diálogo sin fisuras que ni requería, ni permitía, ninguna contribución por nuestra parte.
—¿Hemos llegado en mal momento? Sería típico de nosotros, lo siento.
—Totalmente típico. Seguro que ya estáis aburridos de que la gente se presente así. Un vaso de vino sería fantástico.
—Querido, fíjate en la piscina. ¿Fantástica, verdad?
—¿Sabéis que en la oficina de correos de Ménerbes tienen un pequeño plano que indica cómo llegar hasta aquí? Les anglais, os llaman, y sacan el plano de debajo del mostrador.
—Hubiéramos llegado antes pero en el pueblo nos hemos dado de bruces con un viejecito encantador...
—... bien, en realidad con su coche...
—Sí, con el coche, pero se lo ha tomado de un modo encantador, ¿verdad, querida?, y en realidad no ha sido una abolladura, sino más bien una rayada.
—De manera que lo hemos llevado al café y lo hemos invitado a tomar una copa...
—En realidad varias copas, ¿verdad?
—Y tenía algunos amigos muy divertidos.
—Bueno, pero ya estamos aquí, y debo decir que esto es absolutamente delicioso.
—Y que es muy amable por vuestra parte que nos acojáis a pesar de aparecer así de pronto.
Se interrumpieron para beber un poco más de vino y recuperar el aliento, dirigiendo la mirada alrededor y produciendo ruiditos sordos de aprobación. Mi esposa, siempre consciente de los más ligeros síntomas de desnutrición, advirtió que Ted observaba de reojo nuestra cena, que había quedado sin tocar sobre la mesa. Les preguntó si querían cenar con nosotros.
—Sólo si no os ha de causar ninguna molestia..., simplemente un trocito de pan y un poco de queso y quizá otro vasito de vino.
Ted y Susan tomaron asiento, sin dejar de charlar, y sacamos morcillas, quesos, ensalada y algunos trozos de una tortilla de verduras fría llamada crespaou con salsa de tomate caliente, recién hecha. Lo recibieron con tal éxtasis que me pregunté cuánto hacía que habían comido por última vez, y si tenían algo pensado de cara a la próxima comida.
—¿Dónde os vais a quedar estos días?
Ted se llenó el vaso. Bueno, en realidad no tenían reservado nada —"típico de nosotros, típico a más no poder"— pero habían pensado que quizá un pequeño auberge, algún sitio limpio y sencillo y que no estuviese muy lejos porque les encantaría volver a ver la casa de día si no teníamos inconveniente. Seguro que por lo menos había media docena de hotelitos que les podíamos recomendar.
Los había, pero eran más de las diez, casi la hora provenzal de acostarse, y no era momento de empezar a golpear en postigos y puertas cerradas o de esquivar las atenciones de los perros guardianes de los hoteles. Era mejor que Ted y Susan se quedasen a pasar la noche y ya buscarían algo por la mañana. Intercambiaron miradas e iniciaron un dueto de gratitud que duró hasta que subimos arriba las maletas. Por último nos arrullaron con un buenas buenas noches desde la ventana de la habitación de invitados y cuando nos acostamos todavía gorjeaban. Eran como dos niños excitados y pensamos que sería divertido tenerles en casa durante unos días.
Los ladridos de los perros nos despertaron a las tres. Les intrigaban los ruidos que salían de la habitación de los invitados, y ladeaban la cabeza ante el sonido de alguien que vomitaba, sonido alternado con gemidos y con el ruido de alguien que se refrescaba la cara bajo el agua del grifo.
Siempre me ha costado saber cuál es la mejor manera de responder a las indisposiciones ajenas. Cuando me encuentro mal prefiero que me dejen solo, y recuerdo lo que un tío mío me dijo hace mucho tiempo: "Hay que vomitar a solas, hijito. Ver lo que has comido no le interesa a nadie más". Pero hay gente que, cuando sufre, se siente reconfortada por la simpatía de otros.
Los ruidos persistían, de modo que llamé a la habitación de invitados por si podíamos hacer algo por ellos. El rostro preocupado de Ted apareció en la puerta entreabierta. Susan había comido algo que le había sentado mal. La pobre tenía el estómago delicado. Y toda aquella excitación. No se podía hacer nada excepto esperar que la naturaleza siguiera su curso, cosa que hizo de inmediato con estruendo. Nos volvimos a la cama.
El estrépito de las paredes derribadas empezó poco después de las siete. Didier había llegado, tal como tenía prometido, y hacía boca con un mazo y una escarpa mientras sus ayudantes llevaban sacos de cemento de un lado a otro y ponían en marcha la hormigonera a base de golpes. Nuestra enferma bajó medio a tientas las escaleras, tapándose la frente contra el estrépito y el sol deslumbrante, pero insistiendo en que se encontraba bastante bien para desayunar. Se equivocaba y tuvo que abandonar la mesa a toda prisa para volver al baño. Hacía una mañana perfecta, sin viento, sin nubes, y con un cielo azul de verdad. Nos la pasamos buscando un médico que pudiese venir a casa y luego tuvimos que ir a comprar supositorios a la farmacia.
Durante los cuatro o cinco días siguientes acabamos por conocer bien al farmacéutico. La desafortunada Susan y su estómago estaban en guerra. El ajo le producía bilis. La leche del país, que debo admitir que es un producto bastante curioso, le revolucionaba los intestinos. El aceite, la mantequilla, el agua, el vino —nada le sentaba bien—, y veinte minutos al sol la convertían en una ampolla ambulante. Era alérgica al sur.
No es una cosa rara. Para un sistema nórdico Provenza es una gran conmoción; todo es de pura raza. Las temperaturas son extremadas, van de más de treinta y siete grados a menos seis. La lluvia, cuando cae, lo hace con tanta fuerza que arrastra caminos y obliga a cerrar la autopista. El mistral es un viento brutal y agotador, crudo en invierno y punzante y seco en verano. La comida está llena de sabores fuertes y mundanos, que pueden trastornar la digestión de quien no está acostumbrado a una dieta tan contundente. El vino es joven y traicionero, fácil de beber pero a veces de un contenido alcohólico superior al de otros vinos añejos que son tratados con mayores miramientos. Acostumbrarse a los efectos combinados de la comida y del clima, tan distintos de los de Inglaterra, lleva tiempo. En Provenza no hay nada suave y es fácil acabar hecho fosfatina, como le había ocurrido a Susan. Ted y ella nos abandonaron para ir a convalecer a un entorno menos extremado.
Su visita nos hizo comprender lo afortunados que éramos por tener una constitución de mulo y piel que podía resistir el sol. La rutina de nuestros días había cambiado y pasábamos el día al aire libre. Vestirnos sólo nos llevaba treinta segundos. Para desayunar teníamos higos frescos y melón, y los encargos los hacíamos temprano, antes que la calidez del sol se convirtiese a media mañana en calor abrasador. Las losas alrededor de la piscina quemaban al tocarlas, pero el agua todavía estaba lo bastante fría como para que cortara la respiración al zambullirse. Sin darnos cuenta nos dejamos llevar por esa indulgencia mediterránea tan sensata que es la siesta.
Los calcetines ya sólo eran un recuerdo. Mi reloj quedó en un cajón, y descubrí que podía saber más o menos la hora según la posición de las sombras del patio, aunque casi nunca sabía a qué día del mes estábamos. No parecía tener ninguna importancia. Me estaba convirtiendo en un vegetal feliz, que mantenía contactos esporádicos con la vida real a través de conversaciones telefónicas con gente que vivía en lejanísimas oficinas. Siempre preguntaban con avidez qué tal tiempo hacía, y la respuesta no les gustaba. Se consolaban previniéndome contra el cáncer de piel y el efecto nocivo del sol sobre el cerebro. Nunca se lo discutía; seguramente tenían razón. Pero aunque tal vez estuviera reseco, ido y potencialmente canceroso, nunca me había sentido mejor.
Los albañiles trabajaban desnudos hasta la cintura, disfrutando del tiempo tanto como nosotros. Su principal concesión al calor era una pausa un poco más larga para almorzar, que era controlada al minuto por los perros. Al primer sonido de que abrían las cestas y preparaban platos y cubiertos, atravesaban el patio disparados y ocupaban sus posiciones junto a la mesa, cosa que jamás hacían con nosotros. Cargados de paciencia y sin pestañear, contemplaban cada bocado con expresión de parias. Siempre les daba resultado. Al final de la comida volvían remolones a sus guaridas bajo el seto de romero, los carrillos culpablemente repletos de camembert o couscous. Didier hacía ver que era lo que había caído al suelo.
Los trabajos en la casa avanzaban según lo previsto —es decir, cada habitación tardaba tres meses desde el día en que los albañiles entraban hasta el día en que nosotros podíamos ocuparla. Y teníamos por delante la perspectiva de ver agosto ocupado por Menicucci y sus radiadores. En otro lugar, con un tiempo menos perfecto, hubiese sido deprimente, allí no. El sol ejercía un gran poder sedante y el tiempo transcurría en una neblina de bienestar; días largos, lentos, casi aletargados, en que el goce de estar vivo era tal que nada más importaba. Nos habían dicho que a menudo el tiempo continuaba así hasta finales de octubre. También nos habían dicho que julio y agosto eran los dos meses en que los residentes más sensatos abandonaban Provenza para instalarse en algún lugar más apacible y menos concurrido, como París. Nosotros no.