Enero
EL AÑO EMPEZÓ con una comida.
Siempre hemos sido de la opinión que la Nochevieja, con los excesos que se cometen a las once y sus propósitos sobre el futuro, es una triste ocasión para tanta alegría forzada, besos y brindis de medianoche. De modo que, cuando oímos comentar que en el pueblo de Lacoste, a unas pocas millas, el propietario de "Le Simiane" ofrecía a su afable clientela un almuerzo de seis platos con champaña rosado, nos pareció que se trataba de un modo mucho más alegre de comenzar los próximos doce meses.
A las 12.30 el pequeño restaurante de paredes de piedra estaba lleno. Se veían algunos estómagos importantes —familias enteras con el embonpoint que se logra dedicando dos o tres horas diarias a la mesa, atento a lo que uno come y dejando de lado la conversación en observancia del ritual favorito de Francia. El propietario del restaurante, un hombre que había logrado perfeccionar el arte de pulular alrededor de las mesas a pesar de su considerable tamaño, se había vestido para la ocasión con chaqueta de esmoquin aterciopelada y pajarita. Cuando declamaba el menú, el bigote, reluciente de gomina, le vibraba con entusiasmo: foie gras, mousse de langosta, buey en croûte, ensaladas aliñadas con aceite virgen, quesos personalmente seleccionados, postres de una liviandad milagrosa, digestivos. En cada mesa interpretaba una aria gastronómica, besándose con tanta frecuencia las yemas de los dedos que debía acabar con ampollas en los labios.
Cuando hubo pronunciado el bon appétit final, un silencio amigable inundó el restaurante mientras los manjares recibían la debida atención. Mientras almorzábamos, mi esposa y yo evocamos otros inicios de años pasados en Inglaterra bajo una capa impenetrable de nubes. Nos resultaba difícil asociar el sol y el cielo de un azul intenso con el primero de enero; pero, tal y como nos repetía todo el mundo, aquí era bastante habitual. Al fin y al cabo estábamos en Provenza.
Habíamos visitado a menudo la región como turistas, desesperados por recibir nuestra ración anual de dos o tres semanas de verdadero calor y de luz cegadora. Cuando regresábamos a casa, con la nariz pelada y llenos de nostalgia, nos prometíamos indefectiblemente que algún día nos instalaríamos a vivir allí. Era algo sobre lo que habíamos hablado durante los largos inviernos grises y los veranos verdes y húmedos, mientras contemplábamos, con codicia de adictos, fotos de mercados de pueblo y viñedos, imaginando que nos despertaba un rayo de sol sesgado que penetraba por la ventana del dormitorio. Y ahora, ante nuestra propia sorpresa, habíamos dado el paso. Nos habíamos comprometido. Habíamos comprado una casa, habíamos seguido algunos cursos de francés, nos habíamos despedido de los amigos, habíamos facturado a nuestros dos perros y nos habíamos convertido en extranjeros.
En realidad, todo había ocurrido muy rápidamente —casi de improviso— por culpa de la casa. La vimos una tarde y a la hora de cenar mentalmente ya nos habíamos instalado en ella.
Se hallaba situada sobre la carretera vecinal que va de Ménerbes a Bonnieux, dos pueblecitos medievales edificados en lo alto de sendas colinas, y al final de un sendero de tierra que discurría entre cerezos y vides. Era un mas, una casa de campo construida con piedra de la región, a la que doscientos años de sol y viento habían dado una pátina entre el color pálido de la miel y un gris desvaído. Había iniciado su vida en el siglo dieciocho como una sola habitación y, siguiendo las pautas azarosas de las construcciones de labranza, había sido ampliada para acoger hijos, abuelas, cabras y aperos de labranza hasta convenirse en una casa de tres pisos de construcción irregular. Todo en ella era sólido. La escalera de caracol que subía desde la cave del vino hasta el piso alto había sido tallada en recios bloques de piedra. Algunas de las paredes tenían un metro de grosor y estaban construidas para proteger del mistral que, según cuentan, es capaz de arrancarle las orejas a un rocín. Pegado a la parte posterior de la casa, había un patio cerrado y más allá una piscina de piedras blancas encaladas. Tenía tres pozos, árboles para dar sombra y cipreses verdes y esbeltos, matas de romero y un almendro gigantesco. Bajo el sol de la tarde, con los porticones de madera entornados cual párpados adormecidos, era irresistible.
También se hallaba inmune, en la medida en que puede estarlo cualquier casa, a los tentaculares horrores de las urbanizaciones. Los franceses sienten una especial debilidad por construir jolies villas en cualquier lugar en que las normas de construcción lo permitan, e incluso en algunos en donde no está permitido, sobre todo si se trata de zonas no dañadas hasta el momento y de un paisaje bello. Habíamos visto muchas de esas construcciones, brotando como una plaga infame, alrededor de la antigua ciudad mercado de Apt; cajitas construidas con ese cemento especial de color rosa pálido que mantiene la misma lividez sea lo que sea lo que el tiempo le depare. En Francia quedan muy pocas zonas realmente a salvo, a menos que estén protegidas oficialmente, y uno de los grandes atractivos de nuestra casa es que se encontraba dentro de los límites de un parque nacional, sagrado para el patrimonio francés y fuera del alcance de las hormigoneras.
Los montes del Lubéron se alzan detrás mismo de la casa y alcanzan una altura de casi 1.100 metros discurriendo con grandes pliegues durante unos 65 kilómetros en dirección a levante. Los cedros y pinos y las encinas enanas los mantienen verdes todo el año y proporcionan cobijo a jabalíes, conejos y aves de caza. Entre las rocas y bajo los árboles crecen flores silvestres, tomillo, lavanda y setas y desde las cimas, en un día claro, se divisan los Bajos Alpes a un lado y el Mediterráneo al otro. La mayor parte del año es posible caminar ocho o nueve horas sin avistar un coche ni un ser humano. Es una prolongación de 247.000 acres del jardín trasero de la casa, un paraíso para los perros y una barricada permanente contra el asalto por la retaguardia de vecinos imprevistos.
Porque hemos descubierto que los vecinos, en el campo, tienen una importancia que en la ciudad ni siquiera soñaríamos. Uno puede vivir durante años y años en un piso en Londres o en Nueva York y no cruzar prácticamente ni una palabra con la gente que vive a seis pulgadas de nosotros, al otro lado de una pared. En el campo, aunque el vecino más próximo esté a centenares de metros de distancia, forma parte de tu vida, y tú formas parte de la suya. Si, además, eres extranjero y por lo tanto algo exótico, te inspeccionan todavía con mayor interés de lo que es habitual. Y si, por añadidura, heredas unos acuerdos agrícolas de larga tradición, en seguida te hacen comprender que tus actitudes y decisiones tienen un efecto inmediato en el bienestar de otra familia.
Nuestros nuevos vecinos nos fueron presentados por el matrimonio a quien acabábamos de comprar la casa durante una cena de cinco horas caracterizada por la extraordinaria buena voluntad de todas las partes y por una falta de comprensión casi total de parte nuestra. Hablaban en francés, pero no en el francés que habíamos estudiado en los libros de texto y escuchado en las casetes; se trataba de un patois complicado y espeso, que surgía de algún lugar en el fondo de la garganta y que sufría un proceso de embrollamiento en las fosas nasales antes de brotar en forma de palabras. Algunos sonidos vagamente familiares podían ser apenas reconocidos como palabras en medio de los remolinos y meandros del provenzal: demain se convertía en demang, vin pasaba a ser vang; maison, mesong. Esto, en sí, no hubiera sido problema si las palabras hubiesen sido pronunciadas a una velocidad de conversación normal y sin demasiados adornos, pero salían despedidas como proyectiles de ametralladora, a menudo con una vocal extra añadida al final para que les diese suerte. De modo que si nos ofrecían más pan —situación que aparece en primera página del francés para principiantes— la pregunta emergía como una única cuestión gangosa: Encoredupanga?
Por suerte para nosotros, el buen humor y la amabilidad de nuestros vecinos eran evidentes aunque lo que decían resultase un enigma. Henriette era una mujer hermosa, de pelo castaño, siempre sonriente y con un entusiasmo de velocista por llegar siempre primera a la línea de meta de cada frase. Su esposo, Faustin —o Faustang, que es como durante varias semanas creímos que se escribía su nombre— era corpulento y educado, cansino de movimientos y relativamente lento en el hablar. Había nacido en el valle, había pasado la vida en el valle, y en el valle pensaba morir. Su padre, Pépé André, que vivía en la casa de al lado, había matado su último jabalí a los ochenta años y había dejado la caza para dedicarse a la bicicleta. Dos veces por semana pedaleaba hasta el pueblo para ponerse al corriente de las compras y los chismes. Parecían una familia satisfecha.
Había una cosa de nosotros que, sin embargo, les preocupaba, no sólo en tanto que vecinos sino como potenciales socios y, a través de los vapores del marc y del tabaco negro, y de la niebla todavía más espesa del acento, acabamos yendo al quid de la cuestión.
La mayor parte de los seis acres de tierra que habíamos comprado junto con la casa estaban plantados de vides, y aquellos viñedos habían sido atendidos durante años siguiendo el sistema tradicional del métayage: el propietario de la tierra paga el coste de las nuevas cepas y de los fertilizantes, mientras que corre por cuenta del campesino el trabajo de sulfatarlas, vendimiarlas y podarlas. Al final de la temporada el campesino se lleva dos terceras partes de los beneficios y el propietario, el otro tercio. Si la tierra cambia de propietario, el acuerdo ha de ser revisado, de ahí la preocupación de Faustin. Era del dominio público que muchas fincas del Lubéron eran compradas como résidences secondaires, y aprovechadas sólo como lugar de vacaciones y diversión, y que su terreno agrícolamente productivo se convertía en sofisticados jardines. Incluso existían casos de blasfemia total, casos en que se habían arrancado las vides para poder construir pistas de tenis. ¡Pistas de tenis! Faustin se encogió de hombros con incredulidad, arqueando al unísono hombros y cejas mientras daba pábulo a la sorprendente idea de triturar preciosos viñedos para permitirse el curioso placer de perseguir a pleno sol una pelota diminuta.
No hubiera debido preocuparse. A nosotros nos encantaban las viñas —la regularidad metódica de las vides frente a la extensión de la montaña, el modo como cambiaban de un verde reluciente a un verde oscuro y luego a amarillo y rojo a medida que la primavera y el verano cedían paso al otoño, y el humo azulado que, en época de poda, anunciaba la quema de los sarmientos, y los retazos de las vides sembrando con sus muñones los campos yermos en invierno—, éste era el lugar que les correspondía. Las pistas de tenis y los jardines sofisticados no tenían sitio aquí (ni, a decir verdad, nuestra piscina; aunque, como mínimo, no ocupaba el espacio de ningún viñedo). Y, además, estaba el vino. Teníamos la opción de cobrar nuestra participación en dinero o en botellas y, en un año normal, nuestro beneficio por la vendimia podía ser de casi mil litros de buen vino común, entre tinto y rosado. En nuestro francés titubeante dijimos a Faustin, con todo el énfasis del que éramos capaces, que estaríamos encantados de continuar con el mismo acuerdo que había existido hasta entonces. Se le iluminó la cara. Adivinamos que nos íbamos a llevar muy bien. Algún día quizá incluso llegaríamos a poder conversar los unos con los otros.
EL PROPIETARIO de "Le Simiane" nos deseó feliz año y se detuvo en el umbral mientras salíamos a la calle estrecha, cegados por el sol.
—¿No está mal, verdad? —dijo, con un ademán del brazo revestido de terciopelo que incluía todo el pueblo, las ruinas del castillo del marqués de Sade encaramadas en lo alto, la vista hacia las montañas y el cielo nítido y reluciente. Era un gesto fortuito de posesión, como si nos mostrase un rincón de su finca particular—. Vivir en Provenza es una suerte.
Desde luego, pensamos, éramos afortunados. Si eso era el invierno, no íbamos a necesitar toda la parafernalia contra las inclemencias del tiempo —botas, abrigos y jerséis de dos dedos de grueso— que nos habíamos traído desde Inglaterra. Tomamos el coche y volvimos a casa, calentitos y bien alimentados, cruzando apuestas sobre lo pronto que podríamos permitirnos el primer baño del año, y compadeciendo con complacencia las pobrecillas almas que tenían que soportar inviernos de verdad en los climas más rigurosos.
Entretanto, mil seiscientos kilómetros más al norte, la ventisca que se había originado en Siberia empezaba a cobrar velocidad para la última parte de su trayecto. Ya habíamos oído contar historias sobre el mistral. Hacía enloquecer a la gente y a los animales. En casos de crímenes violentos era un atenuante. Soplaba durante quince días seguidos, arrancando árboles, volcando automóviles, destrozando ventanas, lanzando a las viejecitas contra la cuneta, desgajando postes de teléfonos, ululando por las casas como un fantasma frío y funesto, provocando la grippe, rencillas domésticas, absentismo laboral, dolor de muelas, migrañas —cualquier problema de Provenza que no fuese imputable a los políticos era culpa del sacré vent y los provenzales hablaban de él con una especie de orgullo masoquista.
Es la típica exageración gala, pensábamos. Si tuviesen que soportar las borrascas del canal de la Mancha que doblegan la lluvia de tal modo que te pega en la cara casi horizontalmente, entonces sí que sabrían lo que es un vendaval de verdad. Escuchábamos sus historias y, para complacer a sus narradores, fingíamos quedar impresionados.
De modo que, cuando el primer mistral del año bajó aullando por la cuenca del Ródano, viró hacia la izquierda, y golpeó el costado occidental de la casa con suficiente fuerza como para lanzar algunas tejas hasta la piscina y arrancar de las bisagras una ventana que nos habíamos dejado abierta por descuido, nos pilló muy mal preparados. En veinticuatro horas la temperatura dio un bajón de veinte grados. Alcanzó los cero grados, y luego seis bajo cero. El observatorio de Marsella llegó a registrar vientos de 180 kilómetros por hora. Mi esposa cocinaba con el abrigo puesto. Yo intentaba escribir a máquina con guantes. Dejamos de hablar sobre el primer baño y empezamos a considerar con fruición la posibilidad de instalar calefacción central. Y, de pronto, una mañana, con un ruido de ramas arrancadas de cuajo, empezaron a reventarse las tuberías, una tras otra, a causa de la presión del agua que se había helado durante la noche.
Quedaron colgadas de la pared, hinchadas y atascadas por el hielo, y Monsieur Menicucci las examinó con mirada de fontanero profesional.
—Oh là là —dijo—. Oh là là. —Y se volvió hacia su joven aprendiz, a quien invariablemente se dirigía llamándole jeune homme o jeune—. Fíjate qué tenemos aquí, jeune. Tuberías a pelo. Ningún aislante. Fontanería de la Costa Azul. En Cannes, o en Niza serviría, pero lo que es aquí...
Emitió un sonido cloqueante de crítica y extendió el dedo bajo la nariz de jeune para subrayar la diferencia entre los inviernos templados de la costa y el frío cortante en el que ahora nos encontrábamos, y tiró con firmeza de su gorro de lana para taparse las orejas. Era bajito y compacto, nacido para ser fontanero, como solía decir, porque podía meterse en espacios diminutos que para hombres más robustos hubieran sido inaccesibles. Mientras esperábamos que jeune preparase el soplete, Monsieur Menicucci pronunció la primera de una serie de conferencias y pensées reunidas que escuché con creciente regocijo a lo largo del año que siguió. En este caso, recibimos una disertación geofísica sobre el multiplicado rigor de los inviernos provenzales.
Nadie recordaba inviernos tan duros como los de los últimos tres años —tan fríos, de hecho, que habían matado olivos muy viejos. Era, por emplear la frase que se utiliza en Provenza cada vez que el sol se oculta, pas normal. Pero, ¿por qué? Monsieur Menicucci me ofreció dos segundos de propina para ponderar tal fenómeno antes de enzarzarse en su tesis, al tiempo que de vez en cuando me golpeaba con el dedo para asegurarse de que le prestaba atención.
Era evidente, explicó, que ahora los vientos que traían el frío desde Rusia se dirigían a Provenza a mayor velocidad que antes, tardaban menos en llegar a su destino y, por lo tanto, tenían menos tiempo para calentarse por el camino. Y la razón de todo ello —Monsieur Menicucci se permitió una breve pausa llena de dramatismo— era el cambio en la configuración de la corteza terrestre. Mais oui. En algún lugar entre Siberia y Ménerbes la curvatura de la tierra se había aplanado, y esto permitía que el viento siguiese una ruta más directa hacia el sur. Era totalmente lógico. Desgraciadamente, la segunda parte de su conferencia (por qué la Tierra es cada día más plana) se vio interrumpida por el estallido de otra tubería que reventaba y mi catequesis quedó abandonada en favor de algún trabajo de virtuosismo con el soplete.
El efecto del tiempo en los habitantes de Provenza es inmediato y obvio. Esperan que haya sol todos los días y, cuando no lo hay, su humor se altera. La lluvia les parece una afrenta personal, mueven negativamente la cabeza y se compadecen mutuamente en los cafés, observando el cielo con profunda desconfianza, como si estuviese a punto de enviarles una plaga de langostas, y sortean con fastidio el camino entre los charcos de la calle. Y si ocurre algo peor que un día de lluvia, como aquella racha bajo cero, el resultado es sorprendente: la mayor parte de la población desaparece.
A medida que el frío empezó a propagarse a la segunda mitad de enero, ciudades y pueblos quedaron más silenciosos. Los mercados semanales, normalmente muy concurridos y bulliciosos, se vieron reducidos a un puñado esquelético de intrépidos vendedores ambulantes dispuestos a congelarse para poder vivir, golpeando constantemente con los pies contra el suelo y dando sorbitos de sus botellas. La clientela se movía con gestos enérgicos, compraba y se iba, casi sin apenas detenerse a contar el cambio. Los bares cerraban bien puertas y ventanas y continuaban con su negocio en medio de una fuerte humareda. Por las calles no se veía a ninguno de los habituales haraganes.
Nuestro valle hibernaba, y yo echaba de menos los sonidos que jalonaban el paso de cada día con la precisión de un reloj: el gallo de Faustin con su tosecilla matutina; el estruendo demencial —cual tuercas y arandelas intentando escapar de una lata de galletas— de la pequeña camioneta Citroën en la que todo campesino que se precie regresa a almorzar a casa; la descarga prometedora de un cazador en su patrulla vespertina por las viñas de la ladera opuesta de la montaña; el ronroneo distante de una sierra mecánica en el bosque; la serenata de los perros de las casas de campo al llegar el crepúsculo. Ahora todo era silencio. Durante horas y horas el valle quedaba completamente inmóvil y vacío, y nos entró curiosidad. ¿Qué hacía todo el mundo?
Sabíamos que Faustin viajaba por las fincas de los vecinos como carnicero visitante, abriendo gargantas y quebrando pescuezos de conejos y patos y cerdos y gansos para que pudiesen convertirlos en terrines y jamones y confits. A nosotros nos parecía una ocupación nada propia en un hombre de corazón sensible que mimaba a sus perros, pero era evidente que se le daba bien, era rápido y que, como cualquier campesino de verdad, no permitía que los sentimientos le distrajeran. Nosotros podíamos tener un conejo como animal doméstico o sentir lazos de afecto por un ganso, pero proveníamos de las ciudades y supermercados, donde la carne se aleja higiénicamente de cualquier parecido a los seres vivos. Una chuleta de cerdo envasada al vacío no tiene nada que ver con la corpulencia cálida y asquerosa de un cerdo. Aquí, en el campo, no había modo de evitar la relación directa entre muerte y mesa, y, en el futuro, íbamos a tener muchas oportunidades para agradecer el trabajo invernal de Faustin.
Pero ¿qué hacían todos los demás? La tierra estaba helada, las vides podadas y en letargo, y hacía demasiado frío para salir de caza. ¿Se habían ido todos de vacaciones? No, claro que no. Éstos no eran el tipo de señoritos campesinos que pasan las vacaciones de invierno en las pistas de esquí o en un yate en el Caribe. Aquí las vacaciones las hacían en casa, en agosto, comiendo más de la cuenta, disfrutando de las siestas y descansando en previsión de las largas jornadas de la vendimia. Era un misterio, hasta que descubrimos que muchos vecinos celebraban su cumpleaños en septiembre u octubre, y entonces se nos ocurrió una posible, aunque inverificable, respuesta: se quedaban en casa fabricando niños. En Provenza existe una época para cada cosa, y los dos primeros meses del año deben estar dedicados a la procreación. Nunca nos hemos atrevido a preguntarlo.
El tiempo frío trajo placeres menos íntimos. Además de la paz y soledad del paisaje, el invierno en Provenza tiene un olor especial que se ve acentuado por el viento y por el aire claro y seco. Mientras paseaba por las colinas, a menudo tuve ocasión de oler una casa antes de verla, a causa del aroma del humo de leña proviniente de una invisible chimenea. Es uno de los olores más primitivos que existen y, por lo tanto, ha desaparecido de la mayoría de las ciudades, en donde las disposiciones contra incendios y los decoradores han logrado convertir la chimenea en agujeros tapiados o en "elementos arquitectónicos" deliberadamente iluminados. En Provenza la chimenea se continúa empleando —para cocinar, para sentarse a su alrededor, para calentarse los pies, y para decorar— y se encienden los fuegos temprano por la mañana y durante todo el día los alimentan con leña de encina del Lubéron o con haya de las faldas del monte Ventoux. Cuando regresaba a casa con los perros a la caída de la tarde, siempre me detenía a mirar desde la cumbre del valle el largo serpentear de las cintas de humo que se elevaban desde las casas de campo diseminadas a lo largo de toda la carretera de Bonnieux. Era un panorama que me traía a la mente cocinas cálidas y estofados bien condimentados y que nunca dejó de abrirme el apetito.
Los platos más divulgados en Provenza son platos de verano: melones, melocotones y espárragos, calabacines y berenjenas, pimientos y tomates, el aioli y la bouillabaisse, y ensaladas monumentales con aceitunas y anchoas y atún y huevo duro a trocitos, patatas nuevas sobre lechos de lechuga de todas las tonalidades relucientes de aceite, quesos de cabra frescos... Ésos eran los recuerdos que nos habían atormentado cada vez que contemplábamos la marchita y fláccida selección que nos ofrecían las tiendas inglesas. Jamás se nos había ocurrido que también existe un menú de invierno, totalmente distinto pero igualmente delicioso.
La cocina de invierno en Provenza es cocina campesina. Está hecha para llenar el estómago, mantenerse caliente, darte fuerzas, y para mandarte a la cama con el estómago repleto. No es hermosa, al modo como lo son las porciones diminutas y artísticamente decoradas que sirven los restaurantes de moda, pero en una noche gélida, con el mistral que hiere como una cuchilla, no hay nada que se le pueda comparar. Y la noche que uno de nuestros vecinos nos invitó a cenar hacía suficiente frío como para convertir el paseo hasta su casa en una carrerilla.
Sólo atravesar la puerta se me empañaron las gafas a causa del calor de la chimenea que ocupaba casi toda la pared del fondo de la habitación. En cuanto desapareció el vaho, vi una gran mesa, cubierta por un hule a cuadros, dispuesta para diez personas; amigos y parientes habían sido invitados para que nos examinasen. En un rincón, estaba encendido un aparato de televisión, al fondo de la cocina se oía la radio, y varios perros y gatos eran empujados afuera con el pie cada vez que la puerta se abría para dejar paso a un nuevo invitado, para volver a colarse cuando llegaba el siguiente. Sacaron una bandeja con bebidas, pastís para los hombres y vino dulce, frío, para las mujeres; y nos encontramos metidos en medio de una diatriba de ruidosas quejas sobre el tiempo. ¿En Inglaterra también hacía tan mal tiempo? Sólo en verano, respondí. Por un instante me tomaron en serio, hasta que alguien se echó a reír y evitó mi azoramiento. Después de muchas maniobras para ver qué lugar debían ocupar —no estaba seguro de si querían sentarse a nuestro lado o al otro extremo de la mesa—, finalmente quedamos instalados a la mesa.
Fue una cena que nunca olvidaremos; o mejor sería decir que fueron varias cenas que nunca olvidaremos, porque superó cualquier frontera gastronómica que jamás hubiésemos experimentado, tanto en cantidad como en duración.
Empezó con pizza casera —no una, sino tres: de anchoa, de champiñones y de queso, y era obligatorio comer un trozo de cada. Luego los platos fueron rebañados con trozos de pan arrancados de hogazas de medio metro situadas en el centro de la mesa y apareció el plato siguiente. Había patés de conejo, jabalí y tordo. Había una terrine grumosa a base de cerdo ilustrado con marc. Había saucissons moteados de granos de pimienta. Cebollitas diminutas, tiernas, marinadas en salsa de tomate recién hecha. Volvimos a rebañar los platos y sirvieron el pato. Las lonchas de magret que aparecen, dispuestas en forma de abanico y cubiertas de una elegante mancha de salsa en las mesas refinadas de la nouvelle cuisine, brillaban por su ausencia. Comimos pechugas enteras, patas enteras, cubiertas con un jugo oscuro y sabroso y acompañadas de setas.
Nos acabábamos de recostar en la silla, dando las gracias por haber sido capaces de terminar, pero, al ver que los platos eran rebañados una vez más y que una cacerola enorme y humeante era depositada en la mesa, nos invadió algo parecido al pánico. Ésa era la especialidad de Madame, nuestra anfitriona, un civet de conejo de un nutritivo y profundo color castaño, y nuestras lánguidas súplicas para que nos sirviesen raciones pequeñas fueron ignoradas con una sonrisa. Lo comimos. Y comimos la ensalada verde con croutons de pan frito con ajo y aceite de oliva, y comimos los orondos crottins redondeados de queso de cabra, y comimos el pastel de crema y de almendras que había preparado la hija de la casa. Aquella noche, comimos para dejar bien alto el pabellón de Inglaterra.
Juntamente con el café apareció una variedad de botellas deformes que contenían una selección de digestifs de fabricación local. Si a mi corazón le hubiera quedado espacio para abatirse, me hubiera sentido descorazonado, pero no había modo de negarse a la insistencia de mi anfitrión. Tenía que probar un destilado especial, elaborado por una orden alcohólica de monjes en los Bajos Alpes a partir de una receta del siglo once. Me pidieron que cerrara los ojos mientras me lo servían, y cuando los abrí habían colocado delante de mí un vasito de un fluido viscoso y amarillento. Todos me observaban, no había modo alguno de dárselo al perro o de vaciarlo discretamente dentro de un zapato. Me agarré a la mesa con una mano en busca de apoyo y con la otra cogí el vasito, cerré los ojos, me encomendé al santo patrón de la indigestión y me lo eché al gollete.
No noté nada. Esperaba como mínimo abrasarme la lengua y, en el peor de los casos, quedar con las papilas gustativas permanentemente cauterizadas, pero lo único que noté fue aire. Era un vaso de broma y, por primera vez en mi vida adulta, me sentí profundamente aliviado prescindiendo de una bebida. Cuando las risas de los restantes comensales se calmaron, nos amenazaron con bebidas de verdad, pero esta vez nos salvó la gata. Desde su puesto de mando en lo alto de un gran armoire, pegó un brinco en el aire en pos de una mariposa nocturna y aterrizó con un tremendo impacto en medio de las tazas de café y de las botellas de la mesa. Nos pareció un momento oportuno para despedimos. Volvimos caminando a casa, sosteniéndonos el estómago con las manos, ajenos al frío, incapaces de hablar, y dormimos como un tronco.
Incluso ateniéndonos a las costumbres provenzales no había sido una cena habitual. Quienes trabajan en el campo suelen comer más fuerte a mediodía y menos por la noche, hábito que es saludable y razonable y, para nosotros, prácticamente imposible. Hemos descubierto que no hay nada como un buen almuerzo para abrirnos el apetito para la cena. Es alarmante. Debe tener algo que ver con la novedad de vivir en medio de tanta abundancia de cosas buenas para comer, y entre hombres y mujeres cuyo interés por la comida linda con la obsesión. Los carniceros, por ejemplo, no se contentan con venderte carne. Mientras la cola detrás de ti se va alargando, te cuentan, con prolijidad de detalles, cómo cocinarla, cómo servirla y qué es lo que debes comer y beber para acompañarla.
La primera vez que nos ocurrió, habíamos ido a Apt para comprar ternera para un guisado provenzal llamado pebronata. Nos dirigieron a un carnicero en la parte vieja de la ciudad que tenía la reputación de tener un toque magistral y de ser, en definitiva, très sérieux. El establecimiento era pequeño, él y su esposa de tamaño considerable, y los cuatro juntos formábamos una multitud. Escuchó con atención mientras le explicábamos lo que queríamos para cocinar aquel plato concreto; quizá había oído hablar de él.
Resopló con indignación y se puso a afilar un cuchillo largo con tal energía que dimos un paso atrás. ¿Nos dábamos cuenta, espetó, que nos hallábamos ante un experto, probablemente la mayor autoridad en pebronatas de la Vaucluse? Su esposa asintió con gesto de admiración. Sepan, añadió, blandiendo diez pulgadas de acero afiladísimo ante nuestras caras, que incluso había escrito un libro sobre el tema —el libro— que incluía veinte variantes de la receta normal. Su esposa volvió a asentir. Desempeñaba el papel de enfermera jefe ante aquel cirujano eminente, dispuesta a pasarle otros cuchillos que afilar antes de la operación.
Debimos poner cara de estar convenientemente impresionados porque el carnicero procedió a mostrarnos una espléndida pieza de ternera y su tono se volvió docto. Recortó la carne, la cortó a dados, llenó una bolsita con hierbas troceadas, nos dijo dónde debíamos ir para comprar los mejores pimientos (cuatro verdes y uno rojo, el contraste de colores era por motivos estéticos), nos repitió la receta dos veces para cerciorarse de que no cometeríamos cualquier bêtise, y sugirió un Côtes du Rhône apropiado. Fue una demostración perfecta.
En Provenza hay gourmets por todas partes, y en algunos casos hemos recibido sabios consejos de quien menos lo esperábamos. Empezábamos a acostumbrarnos al hecho de que los franceses se apasionan tanto por la comida como otras naciones por los deportes o la política, pero incluso así nos cogió de sorpresa oír a Monsieur Bagnols, pulidor de suelos, criticando restaurantes de tres estrellas. Había venido desde Nimes para pulir un suelo de piedra y desde un principio quedó bien claro que no era hombre que tratase su estómago con cuchufletas. Cada día, a las doce en "punto, se quitaba el mono de trabajo y se dirigía a uno de los restaurantes locales durante dos horas.
Consideraba que no estaban mal, pero naturalmente ninguno era comparable al "Beaumanière" de Les Baux. El "Beaumanière" tiene tres estrellas Michelin y una puntuación de 17 sobre 20 en la guía Gault-Millau y allí, según él, había comido una lobina de mar en croûte absolutamente excepcional. Claro que el "Troisgros" de Roanne también era un establecimiento extraordinario, aunque su emplazamiento, delante de la estación, no era tan bonito como el de Les Baux. El "Troisgros" tiene tres estrellas en la guía Michelin y 19 ½ sobre 20 en la guía Gault-Millau. Y era capaz de continuar hablando en este tono mientras se ajustaba las rodilleras y fregaba el suelo, como una especie de guía personal a cinco o seis de los restaurantes más caros de Francia que Monsieur Bagnols había visitado en sus ágapes anuales.
En una ocasión había estado en Inglaterra y había comido cordero asado en un hotel de Liverpool. No tenía sabor alguno, era grisáceo y estaba tibio. Aunque todo el mundo sabe —añadió— que los ingleses matan el cordero dos veces; una en el matadero y otra en la cocina. Ante tan manifiesto menosprecio de mi cocina nacional, opté por retirarme y dejarle que continuase con los suelos mientras soñaba con su próxima visita a Bocuse.
EL TIEMPO CONTINUABA siendo severo, con noches muy crudas pero extravagantemente estrelladas y albas espectaculares. Una mañana, temprano, el sol apareció anormalmente bajo y grande. Caminando en dirección a él parecía que todo refulgiese o que estuviese sumido en profundas sombras. Los perros correteaban mucho más adelante y les oí ladrar mucho antes de poder ver lo que habían encontrado.
Habíamos llegado a una parte del bosque en que el suelo descendía para formar una hoya profunda en donde, hacía un siglo, algún campesino desorientado había construido una casa que quedaba, de modo casi permanente, en la umbría que proyectaban los árboles que la rodeaban. Había pasado por allí muchísimas veces. Las ventanas siempre estaban cerradas y el único indicio de vida humana era el humo que salía de la chimenea. Dos grandes pastores alsacianos de pelo enmarañado y un mestizo negro merodeaban siempre por el patio, aullando y tirando de las cadenas en sus esfuerzos por atacar a los viandantes. Se sabía que eran perros peligrosos; uno se había escapado y había pegado una dentellada en la pantorrilla al abuelo André. Mis perros, siempre osados cuando se enfrentaban a gatos tímidos, habían decidido, muy prudentemente, no pasar demasiado cerca de aquellas tres mandíbulas hostiles y habían adoptado la costumbre de rodear la casa encaramándose a un pequeño promontorio. Ahora se encontraban en lo más alto, ladrando con el nerviosismo interrogativo que los perros adoptan para tranquilizarse cuando se topan con algo inesperado en territorio familiar.
Llegué a lo alto del promontorio con el sol de frente, pero logré distinguir, recortada por la luz, la silueta de una persona entre los árboles, con la cabeza en medio de una nube de humo y los perros que le inspeccionaban ruidosamente desde distancia prudencial. Cuando llegué a su altura, me tendió una mano fría, callosa.
—Bonjour. —Se despegó la colilla adherida a la comisura de los labios y se presentó—. Massot, Antoine.
Iba vestido para la guerra. Chaqueta de camuflaje con grandes manchas, gorra de ejército expedicionario, bandolera de cartuchos y una escopeta de repetición. Su cara tenía el color y la textura de un bistec cocinado a toda prisa, con una nariz puntiaguda que sobresalía por encima de un bigote áspero y manchado de nicotina. Sus pupilas azules miraban a través de la espesa maraña de las cejas amarillentas y su sonrisa putrefacta habría causado la desesperación del más optimista de los dentistas. Y, a pesar de todo, su persona desprendía cierta amabilidad desequilibrada.
Le pregunté qué tal le había ido la caza.
—Una zorra —respondió—, pero demasiado vieja para comerla. —Se encogió de hombros, encendió otro de sus gruesos cigarrillos Boyards, liados con papel de maíz amarillo, que, en el aire matutino, olían como una hoguera recién encendida—. Así al menos no tendrá a los perros despiertos toda la noche — añadió; y con un gesto de la cabeza indicó la casa al fondo de la hoya.
Le comenté que los perros parecían fieros, y sonrió satisfecho. Simplemente juguetones, dijo. ¿Y qué de la vez que uno escapó y mordió al viejo? ¿Ah, eso? Movió la cabeza ante aquel recuerdo doloroso. El problema es, dijo, que jamás hay que darle la espalda a un perro juguetón, y ése era el error que había cometido el viejo. Una vraie catastrophe. Por unos instantes pensé que lamentaba la dentellada que se había llevado el abuelo André, dentellada que le había seccionado una vena de la pantorrilla y que había hecho necesario llevarle al hospital para que le pusieran inyecciones y puntos; pero andaba equivocado. Lo que entristecía a Massot era que había tenido que comprar una cadena nueva, y aquellos ladrones de Cavaillon le habían cobrado 250 francos. Aquella espina le había quedado clavada más profundamente que la dentellada.
Para ahorrarle más remordimientos, cambié de tema y le pregunté si era cierto que se comía las zorras. Pareció sorprenderse ante una pregunta tan estúpida y me observó durante uno o dos segundos sin responder, como si sospechase que le estaba tomando el pelo.
—¿En Inglaterra no comen zorra?
Me imaginé a los socios del Belvoir Hunt escribiendo a The Times y sufriendo un ataque de corazón colectivo ante una idea tan poco deportiva y tan típicamente extranjera.
—No, en Inglaterra no se come zorra. Te puedes vestir con una casaca roja y cazarla a caballo con una jauría de perros, pero al final lo que se hace es cortarle la cola.
Ladeó la cabeza, boquiabierto.
—Ils sont bizarres, les anglais. —Y a continuación, con gran delectación y algunos gestos repugnantemente explícitos, me describió lo que la gente civilizada hacía con una zorra.
Civet de renard à la façon Massot
Buscar una zorra joven y tener la precaución de dispararle exactamente a la cabeza, que no tiene ningún interés culinario. Una perdigonada en las partes comestibles de la zorra puede acabar con un diente roto —Massot me enseñó dos de los suyos— o en indigestión.
Desollar la zorra y cortarle las parties. En este punto Massot efectuó con la mano un movimiento de machete sobre la ingle, seguido de algunos elaborados tirones y retorceduras que ilustraban el proceso del destripamiento.
Dejar la carcasa limpia bajo agua corriente durante veinticuatro horas para eliminar el gôut sauvage. Secarla bien, envolverla en un saco y colgarla al sereno una noche, preferentemente cuando haya escarcha.
A la mañana siguiente colocar la zorra en una cacerola de hierro y cubrirla con una mezcla de sangre y de vino tinto. Añadir hierbas, cebollas, cabezas de ajo y dejar en adobo durante uno o dos días. (Massot se disculpó por su falta de precisión, pero dijo que el tiempo variaba en función del tamaño y de la edad de la zorra.)
Antiguamente, se acompañaba de pan y patatas hervidas, pero en la actualidad, gracias al progreso y a la invención de las freidoras, podía ser degustada con pommes frites.
Ahora a Massot ya se le había desatado la lengua. Vivía solo, me contó, y en invierno casi nunca tenía compañía. Se había pasado la vida en las montañas, pero quizás le había llegado la hora de irse a vivir al pueblo, donde podría estar rodeado de gente. Evidentemente, sería una tragedia verse obligado a abandonar una casa tan bella, tan tranquila, tan protegida del mistral, tan perfectamente situada para eludir el calor del sol de mediodía, a menos —y me miró con intensidad, con sus ojos pálidos humedecidos por la sinceridad—, a menos que me pudiese hacer un favor haciendo posible que alguno de mis amigos comprase su casa.
Contemplé desde lo alto aquel edificio destartalado, con los tres perros yendo interminablemente arriba y abajo atados a sus cadenas oxidadas, y pensé que a lo largo y a lo ancho de Provenza sería difícil dar con un lugar menos atractivo para vivir. No tenía sol, ni vista, ni sensación de espacio y casi seguro que el interior era lúgubre y húmedo. Prometí a Massot que lo tendría en cuenta y me hizo un guiño:
—Un millón de francos —dijo—. Un sacrificio.
Y mientras tanto, hasta que abandonase aquel rincón del paraíso, si quería saber algo sobre la vida rural, él me podía aconsejar. Conocía el bosque al dedillo, sabía dónde crecían setas, dónde iban a beber los jabalíes, qué tipo de escopeta elegir, cómo entrenar a un perro cazador —nada escapaba a su ciencia, y su saber estaba a mi disposición con sólo pedirlo. Le di las gracias.
—C'est normal —dijo, y desapareció colina abajo hacia su residencia de un millón de francos.
CUANDO CONTÉ a un amigo del pueblo que había conocido a Massot, me sonrió.
—¿Le contó cómo hay que cocinar la zorra?
Asentí.
—¿Intentó venderle la casa?
Volví a asentir.
—Menudo blagueur. Todo es pura palabrería.
No me importaba. Me caía bien, y tenía la impresión que sería una fuente inagotable de información fascinante, y muy poco fidedigna. Con Massot para iniciarme en las alegrías de las labores rústicas y monsieur Menicucci en las de cuestiones más científicas, lo único que me faltaba ahora era un timonel que me ayudase a atravesar las turbulentas aguas de la burocracia francesa que, con sus intrincadas sutilezas e inconvenientes, puede convertir un granito de actividad en una montaña de frustraciones.
Nos hubieran debido prevenir sobre las complicaciones inherentes a la compra de la casa. Nosotros queríamos comprar, el vendedor quería vender, el precio estaba acordado, todo parecía solventado. Pero entonces nos encontramos participando a regañadientes en el deporte nacional del papeleo. Necesitábamos partidas de nacimiento para demostrar que existíamos; pasaportes para probar que éramos británicos; certificados de matrimonio que nos permitiesen comprar la casa a nombre de los dos; certificado de divorcio para constatar que nuestros certificados de matrimonio eran válidos; evidencia de que teníamos un domicilio en Inglaterra. (Nuestros permisos de conducir, con la dirección muy clara, fueron considerados insuficientes; ¿no teníamos algún documento de más peso que demostrase dónde vivíamos, como por ejemplo una factura antigua de la electricidad?) El trajín de papeles entre Francia e Inglaterra no cesó —todo tipo de minucias de información excepto el grupo sanguíneo y las huellas dactilares— hasta que el abogado del pueblo tuvo nuestras vidas metidas en un expediente. Ahora podíamos proceder a la compra.
Nos sometimos al sistema porque éramos extranjeros que comprábamos una diminuta porción de Francia y era evidente que la seguridad nacional debía ser salvaguardada. Las transacciones menos importantes, pensamos, debían ser más rápidas y exigir menos papeleo. Fuimos a comprar un coche.
Era el habitual Citroën deux chevaux, un modelo que ha cambiado muy poco en los últimos veinticinco años. Gracias a eso se encuentran recambios en cualquier pueblecito. Desde el punto de vista mecánico, no es mucho más complicado que una máquina de coser y cualquier herrero medianamente competente puede repararlo. Es barato y alcanza una velocidad máxima confortablemente limitada. Dejando de lado que tiene una suspensión como un flan, circunstancia que lo convierte en el único automóvil del mundo que suele provocar mareos como una embarcación, es un vehículo encantador y práctico. Y el garaje tenía uno a nuestra disposición.
El vendedor examinó nuestros permisos de conducir, válidos en todos los países del Mercado Común hasta bastante más allá del año 2000. Con expresión de compunción infinita efectuó un gesto de negación con la cabeza y levantó la mirada:
—Non.
—Non?
—Non.
Pasamos a esgrimir nuestras armas secretas: dos pasaportes.
—Non.
Revolvimos entre nuestros documentos. ¿Qué podía querer? ¿Nuestro certificado de matrimonio? ¿Una vieja factura inglesa de la electricidad? Nos dimos por vencidos y le preguntamos qué otra cosa, además del dinero, se necesitaba para comprar un coche.
—¿Tienen un domicilio en Francia?
Se lo dimos, y lo anotó con todo detalle en el impreso de venta, comprobando de vez en cuando que la tercera copia del papel carbón quedaba legible.
—¿Pueden demostrar que es verdaderamente su domicilio? ¿Tienen una factura del teléfono? ¿Una factura de la electricidad?
Le explicamos que todavía no habíamos recibido ninguna factura porque acabábamos de instalarnos en la casa. Nos explicó que el domicilio era necesario para la carte grise —el documento que atestigua la propiedad del coche. Sin domicilio, no hay carte grise. Sin carte grise, no hay coche.
Afortunadamente, su instinto de vendedor fue más fuerte que la delectación ante aquel burocrático callejón sin salida y se inclinó hacia adelante con una solución: si le podíamos proporcionar la escritura de compraventa de la casa podríamos lograr que el asunto llegase a un final rápido y satisfactorio y podríamos obtener el coche. La escritura estaba en la oficina del abogado, a veinticinco kilómetros de distancia. Tuvimos que ir a buscarla y se la plantificamos con gesto triunfante sobre la mesa acompañada de un talón. ¿Podíamos llevarnos ya, de una vez, el coche?
—Malheureusement, non.
Tendríamos que esperar hasta que el talón hubiese sido conformado, cosa que representaba un retraso de cuatro o cinco días, a pesar de que era un talón sobre un banco local. ¿No podíamos ir al banco y sacar el dinero en metálico inmediatamente? No, no era posible. Era la hora de comer. Las dos grandes cruzadas en las que Francia lidera el mundo —la burocracia y la gastronomía— se habían aliado para mantenernos a raya.
Aquello nos volvió ligeramente paranoicos y, durante semanas, no nos atrevimos a abandonar la casa sin ir pertrechados de fotocopias de los archivos familiares, y mostrábamos pasaportes y partidas de nacimiento a todo el mundo, desde la cajera del supermercado al anciano que, en la cooperativa, cargó el vino en el coche. Los documentos siempre fueron examinados con interés, puesto que aquí los documentos son algo sagrado y merecen todo el respeto, pero a menudo nos preguntaban cómo era que los llevábamos encima. ¿Era así como nos obligaban a vivir en Inglaterra? Debía ser un país extravagante y agobiante. La única respuesta escueta a esta pregunta era encogernos de hombros. Llegamos a ser verdaderos expertos.
El frío duró hasta los últimos días de enero y luego el tiempo pasó a ser bastante más cálido. Ya anticipábamos la primavera y yo estaba ansioso por oír las previsiones de un experto. De modo que decidí consultar al sabio del bosque.
Massot dio unos tirones pensativos a sus bigotes. Había señales, dijo. Las ratas advierten la llegada del tiempo cálido antes que cualquiera de esos complicados satélites, y las ratas de su tejado habían mostrado una actividad inusitada durante los últimos días. En realidad le habían tenido despierto toda una noche y se había visto obligado a disparar un par de tiros al tejado para silenciarlas. Eh, oui. Además, estaba a punto de entrar la luna nueva y eso a menudo comportaba un cambio en esa época del año. Basándose en estos dos significativos portentos, predijo una primavera adelantada y cálida. Corrí a casa para examinar si el almendro daba señales de florecer y empecé a pensar en limpiar la piscina.