14. El joven guerrero
Desde el incidente ocurrido con Yvanka, Ruslan se tornó aún más reservado, si cabe. Diligente en su trabajo, no apartaba la vista de su hermana y, cuando tenía unos minutos libres, buscaba a Glinka para entrenarse con la espada. Era incansable y no daba reposo a su amigo.
—¿No te cansas nunca? —se quejaba Glinka, en broma—. ¡Pareces de piedra!
—Quiero estar preparado —decía Ruslan—. He de aprender a luchar como los mejores.
—Tienes tiempo —repuso Glinka—. ¿A qué viene esa prisa?
Ruslan echó una ojeada al grupo de Turiak.
—Quiero mi desquite —murmuró, con voz ronca—. Un día desafiaré a Turiak y te aseguro que pagará por lo que le ha hecho a mi hermana... Si es necesario, lo mataré.
Radomir oyó la conversación y se acercó a los dos Muchachos.
—Deja de decir sandeces, chico —lo reprendió—. Turiak, ahí donde lo ves, es uno de los mejores guerreros de este escuadrón. Un día te dije que no te granjearas enemigos en la tropa. A Turiak lo necesitamos y no vamos a perder el tiempo en rencillas estúpidas. Si alguien sobra aquí eres tú, antes que él. No lo olvides.
Ruslan calló y asimiló las duras palabras de su capitán.
Sorprendentemente, y después del descubrimiento de Yvanka, los Muchachos mostraron una abierta simpatía hacia la niña. Tal vez porque se sentían vulnerables ante los guerreros adultos, como ella misma. Continuaron llamándola Vanushka y seguían considerándola como a un compañero más, pero comenzaron a tratarla con mayor respeto y, a su manera, también velaban por ella. Radomir tomó a su cargo a la chiquilla, prohibió a sus hombres acercarse a ella y, cada noche, la obligaba a dormir en su tienda. En un momento de desconfianza, Ruslan temió que el capitán también quisiera abusar de su hermana. Pero Yvanka acudía de manera voluntaria a la tienda de Radomir cada noche y jamás dio muestras de temor o rechazo hacia él. Turiak y sus compañeros se molestaron ante la decisión de su jefe.
—¿Por qué no podemos divertirnos un rato con los pequeños, eh? —protestaron—. ¿Se puede saber qué inconveniente hay? En la tropa siempre nos buscamos distracciones, y no sería la primera vez que utilizamos a los jovencitos.
—¡Basta! —los interrumpió Radomir—. Son criaturas, por todos los dioses. Tendréis mil ocasiones de buscar mujeres. No querréis que por todo el ejército se corra que los valientes de Dalvai abusan de sus jóvenes reclutas, como cobardes sodomitas.
Tumanko y los demás se removieron, nerviosos.
—No querrás reservártela para ti solo, ¿eh, bribón? —lo provocó Turiak, malévolo—. Te conocemos... ¿Qué haces cada noche con ella en tu tienda?
Radomir se acercó a Turiak hasta que sus alientos se rozaron. Lo miró, implacable, y lo aferró por un brazo.
—Ni se te ocurra repetir eso —susurró, amenazador—. La chica está bajo mi protección porque yo soy el capitán, velo por todos mis hombres y así lo mando, ¿queda claro?
Turiak devolvió a Radomir una mirada rencorosa. Pero, finalmente, bajó los ojos y se apartó. Desde entonces, la hostilidad creció entre los dos líderes y la tensión comenzó a resquebrajar la camaradería del grupo.
—¡Es increíble lo que puede hacer una mujer! —comentó Agai, burlón, mientras cabalgaba junto a Hirson y Obaim—. Tan sólo es una niña y ha conseguido enfrentarnos a todos...
—Ya lo dicen bien, que donde hay mujeres hay discordia —añadió Hirson.
Glinka se acercó a ellos e intervino.
—¡Bobadas! Vanushka jamás ha provocado nada... Ha sido el imbécil de Turiak y esos tarugos que lo siguen como perros falderos. Si los tuvieran bien puestos, como debe ser, jamás se habrían metido con la chica.
—Tú calla y no grites demasiado —le espetó Obaim—. Turiak tampoco te tiene en mucha estima, últimamente... No te metas en líos.
Glinka se convirtió en el otro gran defensor de Yvanka. Ruslan observó, con cierto sentimiento de celos, cómo el joven jinete tampoco dejaba de vigilarla. Velaba por su comodidad y tenía gestos caballerosos con ella, que irritaban sumamente a los hombres de Turiak. Pero Glinka los ignoraba con su desparpajo habitual.
Así continuaron su trayecto hasta llegar a una gran población en medio de los bosques, donde Mordvin tenía su sede y donde los señores de los clanes varik más allegados se habían reunido para parlamentar con el rey.
Las conversaciones de Vladi con los proceres varik no fueron fáciles. El Implacable y sus aliados argumentaban que, si poseían la capacidad de comprar tierras, nadie tenía por qué impedirles adquirir propiedades junto a los arroyos auríferos de Dalvai.
—Las tierras de Dalvai, como todo este reino, están bajo el poder de la corona de Slavamir y Volován no hace más que administrarlas —sostenía Mordvin—. Si quiero adquirirlas, ¿con qué derecho el señor de Dalvai puede impedírmelo? Esas tierras no son suyas, es muy legítimo que otro pueda comprárselas.
Vladi lo interrumpió, impaciente. Llevaba horas escuchando los mismos argumentos una y otra vez y sabía que Mordvin estaba poniendo a prueba su autoridad. El monarca golpeó la mesa con el puño y se hizo un súbito silencio.
—¡No, amigo! Te equivocas. Como muy bien dices, esas tierras, como todas las tierras de este reino, son mías. Volován tiene potestad sobre sus gentes y puede contratar y pagar cuadrillas de obreros y buscadores. Puede obtener oro y venderlo al mejor postor. Puede explotar las propiedades del reino y extraer riqueza de ellas. Pero sin autorización de la corona no puede venderlas a nadie.
Mordvin se mordió los labios y lanzó una ojeada a sus compinches. Los demás señores varik se agitaron, un tanto inquietos. Habían llegado al punto más delicado de su negociación.
—Si es a vos a quien tenemos que dirigir nuestra petición, así sea —afirmó el Implacable—. Solicito ante vuestra realeza poder adquirir dos valles auríferos en tierras de Dalvai.
A nadie le fue ajena la forzada humildad con que Mordvin formuló su requerimiento. Vladi se rascó la barbilla, pensativo, y tardó unos segundos en responder.
—Si tienes los medios para enviar una cuadrilla de hombres tuyos, pagados por ti, y sostenidos a tus expensas, para explotar esos yacimientos, podemos llegar a un acuerdo. Pero, al igual que Volován, deberás pagar una tasa a la corona por ello.
Mordvin también meditó antes de responder.
—Si envío a mis hombres a Dalvai, deberé costear una tropa para defenderlos —repuso Mordvin, quejumbroso—. De lo contrario, las hordas de Volován se me echarán encima. Eso me impedirá obtener suficientes beneficios, al menos en los primeros años.
—Volován se ha comprometido a no armar más tropas y yo mismo voy a enviar un destacamento de soldados a sus tierras —replicó el rey—. Vamos a establecer un pacto, firmado y sellado. Como rey, te concederé el privilegio de explotar, totalmente a tus expensas, uno de los arroyos. Hablaré con Volován y le exigiré que respete a tus hombres. Mis soldados velarán porque esto sea así y protegerán tu explotación. A cambio de esto, tú pagarás un impuesto sobre todo el oro que extraigas. Lo estableceremos con mis consejeros.
Mordvin rumió y consultó a los cabecillas de los clanes. Durante unos minutos se agruparon en conciliábulo y Vladi y sus capitanes los oyeron cambiar impresiones en voz baja. La oferta del rey no era lo que habían esperado y la presencia de las tropas reales en Dalvai no dejaba de ser una contrariedad. Pero, al menos, el Implacable obtenía una licencia real para explotar parte del oro. En cuanto a la tasa, ya buscaría la manera de pagar el mínimo posible. Los varik comprendieron pronto la jugada del rey. Vladi no quería enfrentarse abiertamente al señor de Dalvai, pero él también ambicionaba el oro. La corona y su ejército necesitaban nutrirse continuamente y, de esta manera, otorgando un privilegio a Mordvin, el monarca satisfacía parcialmente las aspiraciones del noble varik y, a cambio, obtenía un porcentaje de las ganancias.
Radomir explicaba las novedades a sus hombres, como solía hacerlo. A muchos de éstos les interesaban bien poco. Los soldados querían saber cuándo y cómo cobrarían sus pagas y cuál sería su próximo destino. Esto, y el afán diario por procurarse alimento, bebida y un poco de diversión, constituían su máxima preocupación. En cambio, Ruslan siempre escuchaba atentamente al capitán y le formulaba preguntas.
—Vaya, veo que te gustan las intrigas y los asuntos de alta política, ¿eh, muchacho? —comentó Radomir, alborotándole el cabello—. Parece mentira, siendo tan chico. Te preocupan mucho más que a tus compañeros...
Ruslan miró al grupo, que se disputaba un trago de la bota de Hirson, en alegre algazara, e hizo una mueca de desdén.
—Si he de ser un buen guerrero —dijo—, he de conocer bien este reino y todo cuanto sucede en él para comprender por qué lucho, y por quién.
Radomir miró al muchacho sin ocultar su admiración y le posó la manaza en los hombros.
—Serás un buen soldado, sin duda... Eso, si consigues sobrevivir. ¿Sabes? No me gusta el cariz que está tomando todo esto. Las conversaciones avanzan, según dicen, y el rey obligará a los varik y al señor de Dalvai a firmar un pacto. Pero hay algo en el aire que me huele mal.
—Un pacto será bueno, ¿verdad? —preguntó Ruslan.
—Sí, en teoría... Acabaría con las eternas disputas entre los varik y los de Dalvai. Ah, esos varik son unos traficantes sibilinos. Siempre se salen con la suya. Pronto podrán explotar el oro de nuestros arroyos, con su flamante licencia real. Esto traerá problemas de nuevo.
—¿Volverá a haber enfrentamientos?
—Mucho me temo que sí. Los hombres de Mordvin siempre andaban atacando nuestros poblados, para debilitar al señor de Dalvai. Ahora que ya tienen una parte de su botín, no se contentarán con eso. ¡Querrán más! Y Volován responderá. Volverá a armar sus hordas, Mordvin hará lo propio y ambos arrasarán los pueblos.
—Así es como fue destruida mi aldea —murmuró Ruslan, pensativo.
Radomir lo miró con curiosidad.
—¿Fue atacada?
—Sí —asintió el muchacho—. Era una horda varik, de Mordvin. Ese día perdí a mi familia... salvo a Vanushka.
—Sí —suspiró el capitán—. Esas incursiones fueron muy frecuentes, desgraciadamente, hace años... Mis hombres y yo andábamos con el rey, guerreando con las tribus de las fronteras. Estábamos lejos de nuestras gentes para socorrerlas.
—Y hemos acabado luchando juntos, en Vaki, mano a mano con los varik —exclamó Ruslan—. ¿No sientes deseos de vengarte?
Radomir meneó la cabeza.
—¿De qué serviría? Las venganzas, Ruslan, son estériles. Sólo te satisfacen durante un tiempo muy breve. Como la bebida fuerte... Cuando la euforia pasa te dejan aún peor. Y entonces queda un vacío en tu interior que sólo pide llenarse con más sangre, más poder o más venganza. No hay solución, Ruslan. Es mejor tragarse el sapo y resistir.
El muchacho miró a su capitán un tanto desconcertado.
—Eso no sería hacer justicia —protestó—. Hay veces en que vengarse es justo. Alguien debe pagar...
Radomir sonrió comprensivo.
—No confundas venganza con justicia, Ruslan —le dijo—. Son dos cosas muy diferentes, aunque puedan parecerse... De hecho, muchos no saben distinguirlas.
—Yo tampoco le veo mucha diferencia —contestó Ruslan—. En ocasiones, el desquite es justo.
—Así piensan Turiak y sus camaradas, y muchos otros —repuso Radomir—. Hay hombres que no dan más de sí y no quieren, o no pueden comprenderlo. Pero sí hay una diferencia, y muy grande. Y tú, Ruslan, llegarás a descubrirlo un día.
Ruslan meditó aquellas palabras. En ese momento cayeron sobre él como goterones de agua de una lluvia primaveral. No estaba seguro de compartir su parecer y, en cierto modo, pensó que Radomir quería aleccionarlo, aludiendo a su rencor hacia Turiak. Pero no olvidaría aquellas conversaciones que, con los años, pasarían a formar parte del poso de su corazón.
Cuando el rey Vladi y su tropa abandonaron el feudo de Mordvin, el ejército quedó un tanto diezmado. Muchos combatientes pertenecían a los clanes varik. Los de Dalvai hacía tiempo que habían regresado a su tierra. Con su reducida tropa, Vladi se dispuso a ganar la ciudad de Valmir para, desde allí, dirigirse a Dagor, la capital del reino, y pasar el invierno. La tropa no fue licenciada, pues Boris y los capitanes aconsejaron al rey que la mantuviera en pie hasta llegar a Dagor, a salvo. Boris desconfiaba abiertamente de los señores varik y ordenó que el ejército continuara su avance en formación compacta.
Atravesaron una zona montuosa. Era la sierra que los separaba de Valmir y de los llanos del Norte. Antes de salir a campo abierto, debían cruzar un desfiladero largo y angosto, entre empinadas laderas cubiertas de espesos bosques. Lo llamaban el Paso del Oso y era un lugar especialmente peligroso, apto para emboscadas y trampas. Boris ordenó detenerse a la tropa y envió exploradores por delante de la columna para inspeccionar el terreno.
Cuando los exploradores regresaron, todos dieron la razón y ensalzaron la astucia de Boris. Una numerosa tropa, formada por miles de guerreros varik, los esperaba en la boca del paso.
Vladi dio rápidas órdenes para preparar un contraataque.
—¿Está Mordvin con ellos? —preguntó, enfurecido. Acababan de firmar un pacto un tanto provechoso para los varik y ahora respondían atacando a traición.
—No está con ellos, señor —respondieron los exploradores—. Pero sí hemos visto a muchos de los hombres que se reunieron en el encuentro con los señores varik.
—Sabía que tramaban algo —gruñó Boris—. Demasiados hombres y guerreros concentrados en un solo lugar... Nuestra tropa disminuida y desprevenida... ¡Ha sido una tentación demasiado fuerte! Imaginad, señor, qué podrían conseguir los clanes con vuestra derrota en batalla.
Vladi no contestó. No quería especular sobre ello, aunque conocía sobradamente la respuesta. Y se caló su coraza y su casco pensando, con amargura, que en todos los años de su reinado apenas había gozado de un breve lapso de paz para abandonar las armas. Siempre había alguna tribu, alguna ciudad o un señor dispuesto a levantarse contra su rey, cuando no guerreaban entre ellos y requerían su arbitraje para poner fin al conflicto. Su padre, el Gran Slovan, había dejado un reino inmenso en sus manos... Pero la herencia había resultado un tanto acerba. Las querellas entre los varik y los clanes de Dalvai siempre habían amenazado la paz y la concordia. Sus intentos por reconciliar a los nobles de uno y otro bando habían resultado infructuosos. Ni siquiera la conquista conjunta de una ciudad, como Vaki, y el reparto de cuantiosos privilegios y beneficios, había logrado reconciliarlos. Ahora eran los varik quienes se atrevían a levantarse contra el rey. Vladi se volvió hacia Boris y sus capitanes, con los ojos encendidos.
—Ya hace demasiado tiempo que dura esto... Hoy vamos a combatir sin piedad. Haremos lo que podamos para salir de ésta. Pero os juro que, la próxima primavera, conduciré a todo mi ejército contra Mordvin. ¡Si es necesario, pasaré a cuchillo a todo su clan para erradicar esa mala ralea!
Los oficiales no respondieron, pero ninguno desaprobó sus palabras.
Vladi trazó una táctica osada con sus capitanes. El Paso del Oso era largo y estrecho y no tenían otra salida que marchar en apretadas filas. Apenas salieran al llano, las tropas varik los rodearían y los engullirían con facilidad. Así que optaron por sorprender al enemigo. Vladi y sus hombres decidieron formar una estrecha hilera de tres a cuatro hombres, que penetraría en las filas enemigas como punta de lanza. En vanguardia cabalgarían los jinetes, a quienes cubrirían los arqueros. Con su ímpetu y una lluvia de saetas, esperaban abrir brecha en el ejército contrario. Los guerreros de los flancos cubrirían a los del centro, que irían avanzando y obligando al enemigo a dividir en dos sus fuerzas. El grueso de la tropa avanzaría por detrás, siguiendo a los jinetes. Vladi había dado una orden tajante.
—Situad al frente a los mejores. Como sea, hemos de atravesar las filas enemigas y llegar al otro extremo. En su retaguardia reagruparemos nuestras fuerzas y contraatacaremos. Hemos de cortarlos limpiamente.
Cuando Ruslan vio que todos se aprestaban para el combate, buscó a Radomir.
—Quiero luchar —le dijo.
—Ni hablar, hijo... Esta batalla será especialmente dura. Aguardarás en el monte, con los auxiliares y los carros, hasta que finalice el combate. Aún no estás preparado.
—Sí lo estoy —insistió él—. Puedo hacerlo.
—¿Estás seguro de que quieres? —le preguntó Radomir—. Piensa en tu hermana.
Ruslan sintió un nudo en la garganta. En su egoísta vanidad no había pensado en ella. ¿Qué sería de Yvanka si él moría? ¿Quién cuidaría de ella? Pero algo lo empujaba.
—Un día u otro tendré que entrar en combate —dijo él—. Si me sucediera algo...
Radomir lo miró, comprensivo.
—Si un día te sucede algo, y yo sobrevivo para contarlo, ten por seguro que no abandonaré a Yvanka. La llevaría con mi esposa y estaría a salvo. Si yo muriera, he dejado instrucciones a Dalebor, a Ieraks y a Glinka. Cualquiera de ellos podría acompañarla... Pero ahora es mejor que tú cuides de ella, ¿comprendes?
Ruslan suspiró y miró a su capitán, agradecido.
—Gracias —susurró—. Pero, si es así, quiero combatir ahora.
—No tienes armas, ni escudo... No me digas que puedes emplear tu viejo cuchillo. Frente a sus hachas y lanzas, no tendrías nada que hacer. Muchacho, aún es pronto para ti.
—¿Y no podría ayudarte, como asistente? He visto que los capitanes a veces llevan a un muchacho junto a ellos, con otro caballo y armas de repuesto...
—No —repuso Radomir—. No necesito asistente ni quiero que te juegues el pellejo por mí. ¿He hablado claro?
Ruslan observaba cómo todos corrían y se armaban, ciñéndose cascos y corazas, mientras Boris y los capitanes, a caballo, daban órdenes a voces. Entonces Ruslan tuvo una súbita inspiración y se acercó a los hombres que rodeaban al general.
—Quiero combatir —les dijo—. ¿Alguien necesita un asistente?
Los oficiales se miraron, sorprendidos, ante aquel adolescente, mal vestido con raída camisa, sin armas ni protección alguna. Pero sus ojos grises eran resueltos.
—Tú eres del grupo de Dalvai, ¿verdad? —preguntó uno.
—Sí, señor. Aún no tengo escudo ni cota, y éste sería mi primer combate... Pero quiero participar en él. Sé que puedo hacerlo.
Los hombres murmuraron entre sí. Algunos lo recordaron, del combate semanas atrás.
—Ya tenemos a nuestros escuderos y auxiliares —repuso uno de ellos—. Pero el portaestandarte podría necesitar un asistente. Si él cae, alguien debería relevarlo.
—Lo haré yo —afirmó Ruslan, decidido.
—Pero no tienes coraza, ni armas —objetó otro.
—Tengo un caballo y un arma —repuso él—. En cuanto a la coraza, pediré una a mis compañeros.
—Bien —repuso Boris, mirándolo con interés—. Ve a prepararte y preséntate en unos minutos.
—¿Quién es el portaestandarte? —preguntó Ruslan, mirando alrededor.
—Es Anatoli —contestó Boris—. Ya lo conoces bien, según creo.
Ruslan corrió a las carretas donde Yvanka y los Muchachos se afanaban preparando las armas de sus compañeros y recogiendo todas las tiendas y pertrechos.
—Vanushka —la llamó Ruslan.
Ella se acercó a él, de inmediato, con una jabalina en la mano.
—Yvanka —susurró él, acariciando su mejilla—. Voy a luchar con los mayores. Será la primera vez... —añadió, haciendo de tripas corazón—. Pero, si tú no quieres, no lo haré.
Yvanka lo miró a los ojos. Parecía a punto de llorar y Ruslan sintió que se le partía el alma. No podía. No podía hacerlo. Cuando la oyó, pasaron unos segundos antes de que pudiera reaccionar.
—Tú quieres ser un gran guerrero —le dijo ella, apretando la jabalina con el puño—. Haz lo que debas hacer.
Ruslan la abrazó, sorbiendo sus lágrimas, y la apretó contra sí hasta hacerse daño. Yvanka no dijo más y él se alejó corriendo, para no volver a ver su rostro. Si se giraba, sabía que no podría continuar.
Encontró a Hirson y a Glinka, que se ceñían sus armas.
—Voy a ayudar al portaestandarte —dijo Ruslan—. ¿No tendréis alguna coraza de sobra o algo con que cubrirme?
Sus compañeros lo miraron.
—Vaya, Rus... ¡Será tu estreno! —bromeó Glinka. Jamás perdía el humor—. Espero que te resulte mejor que con las prostitutas de Vaki.
Ruslan fingió darle un puñetazo en el brazo pero sonrió, muy a su pesar.
—Eres un canalla —le dijo—. Me dan más respeto las pulgas y los piojos que todos esos enemigos con sus lanzas y picas.
—¡Eso es valor! —lo animó Glinka, revolviéndole el pelo—. Anda, Hirson. Trae un par de rodelas, de esas que utilizamos para entrenarnos. Le fabricaremos una buena coraza a Rus.
Entre los dos guerreros improvisaron un armazón protector para Ruslan. Con un escudo le cubrieron el pecho, y con el otro, la espalda. Los unieron con cuerdas, que sujetaron fuertemente a su cintura. Entonces Glinka lo abrazó, golpeando con su coraza los rodetes de madera.
—¡Serás invulnerable! —rió, mientras besaba a su amigo en la mejilla—. Sobre todo, recuerda. No te arriesgues inútilmente, no te alejes de tu compañero y, pase lo que pase, no dejes que nadie te agujeree, ¿de acuerdo? Te queremos vivo al acabar el combate.
Ruslan asintió y, de pronto, la emoción lo venció de nuevo. Jamás había sentido la muerte tan próxima y, al mismo tiempo, jamás había sentido, tan intensamente, la fuerza de la vida como en aquellos instantes. El vértigo le atenazaba la garganta.
—Glinka... que los dioses te acompañen —murmuró Ruslan, mirando a su amigo—. Si me sucediera algo... ¿Cuidarías de Vanushka?
Glinka posó su mano sobre la mejilla de Ruslan.
—Claro que lo haría. Pero no quiero ni oír hablar de ello. Los dos sobreviviremos. Y celebraremos nuestra victoria. ¡Nos iremos a emborrachar a la mejor taberna de Valmir!
Cuando Turiak vio a Ruslan montar sobre Dama, con su improvisada armadura, soltó una sonora carcajada, que imitaron sus compañeros.
—¡Va a luchar! ¿Habéis visto? Chico, no sabes lo que haces. ¡Apenas veas al enemigo a cien pasos, mancharás tus calzones!
Ruslan lo miró con odio intenso, pero no se molestó en responder, y espoleó a su yegua. El comentario de Turiak lo había enardecido y ahora estaba dispuesto a todo. Era cuanto necesitaba.
Junto a Bons y los oficiales vio al joven Anatoli, ataviado con una bonita coraza y una capa. Montaba un caballo blanco y sostenía el estandarte de Vladi, un pendón con la silueta de una torre coronada, bordada en hilo dorado sobre un fondo púrpura. El muchacho lo sostenía sobre una larga pértiga. Su misión era sencilla y arriesgada. Debía sostener en alto el estandarte y no dejarlo caer en ningún momento, para indicar que el rey seguía en combate y señalar el avance de la tropa. Anatoli cabalgaría en vanguardia, junto al monarca y sus hombres. Ruslan lo seguiría y, en caso de que cayera o sufriera un percance, debería relevarlo.
El combate se inició. A un toque de cuerno, las filas del rey se lanzaron hacia la salida del congosto. La táctica de Vladi y sus generales surtió efecto y se llevó a cabo tal como la habían planeado. Pero, una vez la hilera de guerreros hendió a la tropa enemiga, se entabló un encarnizado combate. Ruslan se vio envuelto en la vorágine. El estruendo invadió sus oídos y bloqueó su corazón. Entonces comprendió que en medio del combate apenas había tiempo para sentir temor siquiera. Todo era furor desatado, violencia y saña, y un único objetivo: avanzar, derribar, avanzar y derribar, hasta llegar al final. Anatoli sostenía con valor el estandarte, esquivando enemigos y cubriéndose con su escudo. Ruslan desenvainó su cuchillo para cubrirlo, sin dejar de vigilar a su lado. Pero tan sólo podían abrirse camino, penosamente, mientras los hombres peleaban y caían a su alrededor. Por aquel entonces, Ruslan ya había visto bastantes horrores como para no temblar ni vacilar ante los miembros cortados, los cuerpos mutilados y los torrentes de sangre que se vertían ante sus ojos. Su mente y su espíritu parecían sordos, embotados y yertos. Sumido en el estrépito, un silencio helado invadía su interior. Tan sólo su cuerpo se movía, por puro instinto, con la única idea de resistir y sobrevivir.
De pronto, Ruslan oyó el grito a su lado. Estaban a punto de llegar al extremo de la tropa enemiga, cuando un guerrero varik se lanzó contra Anatoli, derribándolo del caballo. El joven se salvó, pues tuvo el reflejo de taparse con el escudo, pero cayó a tierra. Cuando Ruslan vio que el enemigo saltaba sobre él, descabalgó rápidamente y se encaró con el varik, esgrimiendo su cuchillo.
El guerrero pareció sorprendido. No esperaba ver a un mozalbete, mal cubierto por dos escudos de madera, plantando cara a un hombre que casi lo duplicaba en talla. Enarboló su espada contra él, pero Ruslan saltó a un lado y lo esquivó. Entonces, viendo que su cuchillo era demasiado pequeño para combatir con él, cogió la pica del estandarte caído y, empleándola como una lanza, arremetió contra su adversario. La punta de la lanza se clavó en su coraza y la perforó. Gritando, Ruslan continuó empujando hasta que vio brotar un chorro de negra sangre y el enemigo se desplomó, barbotando. Cuando el hombre dejó de moverse, Ruslan estiró con fuerza del rejón y blandió el estandarte en alto. Algunos guerreros de Vladi lo vieron y corrieron hacia él.
—¡No lo sueltes, muchacho! —gritaron—. ¡No lo dejes caer!
Fue lo único que oyó. Inmediatamente se apostó junto a Anatoli. Otra idea vino a su mente: «no abandones jamás a un compañero caído». Anatoli lo miraba, protegiéndose con su escudo. Estaba herido y no podía levantarse, pero sujetaba su espada e intentó repeler a varios enemigos. A Ruslan no se le ocurrió nada mejor que utilizar el estandarte. Bandeándolo furiosamente, ahuyentó a todos cuantos intentaron acercarse. Finalmente, el asta se partió en dos. Cogiendo la mitad de la base, cuya punta había quedado afilada al astillarse, Ruslan empleó su improvisada pica para defenderse y atacar. Hasta que algo le golpeó la cabeza. Ruslan se volvió y distinguió una figura harto conocida, montada a caballo. Apenas lo vio, gritó alborozado.
—¡Glinka!
—Sube a la grupa, pronto —lo apremió él—. Y coge el estandarte. Estamos a punto de ganar la batalla. Ruslan dudó.
—No... no puedo abandonar a Anatoli.
—Está bien, pues. Dame el estandarte.
Ruslan vaciló. Finalmente, le alargó la media asta quebrada con el banderín y dejó que Glinka se alejara, galopando como un dios alado por encima de los combatientes. Entonces se arrodilló junto a Anatoli. El joven estaba mortalmente pálido. Apenas podía moverse y sus labios se tornaban azulados por momentos.
—El estandarte... —balbució Anatoli, intentando incorporarse.
—Está a salvo —repuso Ruslan, y añadió, sorprendiéndose a sí mismo de sus palabras—: Llegará a su destino. No temas, ¡venceremos!
Anatoli se derrumbó sobre el suelo, y Ruslan le sostuvo la cabeza.
—Resiste, Anatoli. Vamos, ¡te has comportado como un valiente!
Anatoli no pudo evitar sonreír. Aquel muchacho, más joven que él, que lo había derrotado de manera tan inesperada en una competición de bisoños, ahora estaba a su lado, arriesgándose por salvar su vida. Ruslan lo miró y adivinó su pensamiento. Se tendió junto a él y lo cubrió con el escudo.
—Voy a protegerte —dijo—. No te muevas, hazte el muerto si quieres... Así nos dejarán en paz.
Los varik, sorprendidos ante la Audaz maniobra de la tropa de Vladi y su agresividad, optaron por rendirse. Muchos huyeron por los bosques y otros depusieron las armas. Vladi y sus capitanes se reunieron, reagrupando lo que quedaba de su tropa en la llanura. Apenas podían creerlo, pero habían salido victoriosos.
—¿Os mandaba Mordvin? —preguntó el rey a uno de los capitanes vencidos.
El hombre se quitó el casco y miró al monarca con arrogancia.
—Los varik somos pueblos libres —replicó—. Nadie nos manda ni nos ordena qué hacer. Hemos luchado por nosotros mismos.
Vladi masculló algo entre dientes.
—Si queréis velar por vuestros intereses, más os valdría estar a bien con la corona. Acabamos de firmar un pacto provechoso para vuestras tierras y os he garantizado protección. Después de este ataque, os aseguro que cambiaré mi política hacia vosotros.
—Vuestro pacto sólo ha beneficiado a un señor —contestó el orgulloso capitán varik—. Nuestros pueblos no necesitan una corona, ni la protección de nadie.
—Eso está por ver —repuso el rey—. De momento, podéis consideraros mis prisioneros. No regresaréis a vuestros poblados hasta que lo decida.
El monarca pidió su estandarte. Deseaba entrar en Valmir victorioso, luciendo su blasón mientras desfilaba con su tropa. Uno de sus asistentes se lo entregó, con la pica rota y el lienzo ensangrentado y lleno de barro.
—¿Quién llevaba el estandarte? —inquirió el rey, frunciendo el ceño.
Sus capitanes se miraron.
—Era Anatoli —le dijeron—. Pero cayó en combate y su auxiliar lo relevó.
—No ha sabido llevarlo muy bien, que digamos —rezongó Vladi.
—Señor —dijo uno de los capitanes—. Parece ser que el muchacho, viéndose rodeado y peligrando su vida y la de su compañero, empleó el estandarte como arma... Ha derribado a unos cuantos enemigos con él. Por eso está roto y manchado de sangre.
De pronto, el rey se echó a reír. Sus carcajadas contagiaron a cuantos lo rodeaban.
—¡Eso ha estado bien! Jamás mi estandarte habrá tenido un uso tan glorioso, ja, ja, ja. ¿Dónde está ese muchacho? Quiero verlo.
Lo buscaron, pero no lo encontraron. Y Vladi se olvidó momentáneamente de él, mientras ordenaba que la tropa se reorganizara. Esperaba alcanzar Valmir al día siguiente y no había tiempo que perder. Pero la anécdota corrió por el ejército y, a las pocas horas, muchos comentaban la hazaña del joven soldado imberbe que había defendido, estandarte en mano, la vida de su compañero y el honor de la tropa.
Apenas acabó el combate, y cuando vio que un par de hombres de Boris se llevaban a Anatoli, Ruslan corrió hacia el bosque. No se detuvo hasta llegar al campamento, donde los criados y los bisónos esperaban noticias.
—Hemos ganado —dijo Ruslan, sin emoción, al primero que vio.
Mientras todos lanzaban vítores y se felicitaban, él se desprendió de los escudos de madera, arrojándolos lejos de sí, y se dirigió hacia el carro donde aguardaba Yvanka. La niña estaba sentada en el suelo, con las rodillas recogidas. Ruslan se agachó a su lado. Ella lo miró, sin decir palabra, y le apartó un mechón alborotado de la frente. Le enjugó la cara con la mano, y se limpió la sangre en su camisa. Ruslan se inclinó y hundió la cabeza en el regazo de Yvanka. Y permaneció largo tiempo así, llorando en silencio, mientras su hermana le acariciaba la cabeza, muy suavemente.