5. Los secretos

Con las fiestas del solsticio de verano, la aldea recuperó su vitalidad. Había transcurrido un año desde la invasión de los guerreros varik y la huella de su paso se hacía sentir en las familias mutiladas y en los difuntos llorados. Pero el pueblo renacía, con mayor prosperidad aún que antes, como los campos que reverdecen y fructifican sobre sus cenizas. Sboron era el amo indiscutible de la aldea y nadie cuestionaba su autoridad. Su hacienda aumentaba día a día y pronto superó la de Gennadi, el único propietario del lugar que podía hacerle sombra. Aquel año, la cosecha prometía ser espléndida y Sboron se permitió hacer correr un bando, visitando todas las aldeas y villorrios de la región, para invitar a las gentes a los festejos del solsticio, durante los cuales se celebraría también una feria de ganado. Su convocatoria tuvo un resonante éxito y, durante más de media luna, el poblado se convirtió en un gran mercado, en un ir y venir de viajantes, familias de otros pueblos, mercaderes, ganaderos, titiriteros y oportunistas. El tabernero aprovechó para abrir un nuevo local e instaló un cobertizo en el erial, a las afueras del pueblo. El lugar estaba concurrido noche y día. Forasteros, mozos y mozas casaderos, grandes y chicos se daban cita en la verde explanada y el bullicio se prolongaba hasta la madrugada, mientras los músicos tocaban sus instrumentos y corros de jóvenes bailaban bajo la luz de la luna estival.

Los hijos de Ianek vivieron unos días de abundancia. Con motivo de las fiestas, todo el mundo se sentía generoso y alegre, y los pequeños Huérfanos siempre podían tomar un bocado aquí o allá. Yvanka deambulaba entre los feriantes y los grupos de aldeanos y no era raro que algún alma compasiva le regalara pedazos de torta, dulces, fruta o embutido. Esto, cuando no podía robar algo. La niña pronto se percató de que los forasteros, que no la conocían, eran mucho más dadivosos, pues se apiadaban al verla tan pequeña y desarrapada. Los saltimbanquis también fueron amables con ella. Ruslan arrugó el ceño cuando la vio frecuentar a aquellas gentes bohemias y pintorescas y le prohibió pedirles comida.

—No somos mendigos —le dijo con orgullo—. Papá y mamá nunca dejarían que pidiéramos limosna por ahí.

Yvanka le hizo caso... durante media tarde. Pero al día siguiente, Ruslan la volvió a ver en su compañía. Estaba regalándose con un trozo de panal, chorreando miel, junto a las mujeres pintarrajeadas y procaces de los titiriteros, sentada codo a codo con sus chiquillos. Y no tuvo corazón para impedírselo. Por una vez, la veía satisfecha y feliz, jugando con otros niños que no la despreciaban por su aspecto desaliñado, puesto que iban tan sucios y andrajosos como ella, y entre mujeres que la trataban con cariño. Él mismo, en aquellos momentos, tenía otras cosas en la mente.

Ruslan apenas podía creérselo cuando Sboron, en un gesto de condescendiente benevolencia, dio varias horas libres al día a sus criados durante los festejos del solsticio. Cada tarde, Ruslan corría a la era con Rabik y sus compañeros. Los hombres se juntaban unos con otros e iban a beber y a jugar. Rabik invitó a Ruslan a acompañarlos, pero el muchacho vio algo que le atrajo más que la taberna y las joviales muchachas que se dejaban cortejar, y se alejó de ellos.

Mientras duraban las fiestas, la era se convertía en una gran atracción para todos los chiquillos y mozos del lugar. Por doquier se organizaban juegos, competiciones y carreras, con sus correspondientes premios para los ganadores. Los Muchachos del pueblo y los recién llegados de otras aldeas se apiñaban en grupos, ansiosos por competir y llevarse los trofeos que, casi siempre, consistían en sabrosos manjares, ya fueran quesos, dulces o fiambres, o bien navajas, cuchillos o valiosas herramientas. Incluso había un premio, muy afamado y codiciado por todos los jóvenes del pueblo, que consistía en una pepita de oro, y que se concedía al vencedor de una larga carrera por los campos y los bosques.

Ruslan participó en cuantos juegos pudo. Siempre le había gustado concursar y era un muchacho ágil y mañoso. Se llevó varios pequeños premios, que guardaba celosamente para compartir con su hermana. El mejor de todos fue una pequeña daga que metió, como preciado tesoro, en su bolsillo. Sus antiguos amigos, que lo miraban con recelo y siempre a punto para lanzar sobre él sus pullas, tuvieron que ver cómo Ruslan los batía, una y otra vez. Cuando se hubo llevado varios premios y una buena ración de aplausos, algunos, como Ginko y Kiril, se acercaron tímidamente a él con cierto respeto. Pero Ruslan se mostraba adusto y reservado.

Su orgullo herido lo alejaba de ellos. Ahora sólo tenía una idea en la cabeza: competir, luchar y ganar, para demostrarles a todos de lo que él, solo, era capaz. Y había una competición en la que estaba dispuesto a poner todo su empeño: la cucaña.

Era un poste muy alto, de unas diez yardas. Cada año los Leñadores separaban un joven tronco de abedul que el carpintero pulía y desbastaba hasta dejar su superficie lisa, a punto para convertirse en el palo de la cucaña. Todos los jóvenes y no tan jóvenes del pueblo pugnaban por llegar hasta el final. El premio era especialmente codiciado, puesto que se trataba de un jamón curado de aquel año, obsequio del jefe de la aldea. Ruslan ansiaba ganar aquel concurso, y no tanto por vanagloria como por el preciado jamón. Para él significaba sobre todo comida, buena comida sustanciosa, con la que apagar su hambre y el de su hermana durante muchos días.

La cucaña era uno de los concursos más esperados y concurridos. Una gran multitud se agolpaba alrededor del mástil, que había sido untado con sebo para resultar más resbaladizo. Ruslan se apuntó a la lista y aguardó, pacientemente, en la cola de Muchachos que esperaban su turno para intentar trepar por el palo. Había muchos competidores y Ruslan observó a varios jóvenes atléticos, mayores que él y mucho más fuertes. Cualquiera de ellos podía hacerse con el premio. Pero no desesperó. Aquel año, Sboron, como donante del jamón, se permitió añadir una dificultad: colgado del extremo del poste pendía un panal, rodeado de una nube de zumbantes abejas.

—Antes de llegar a las mieles del triunfo, el ganador deberá saborear otra miel... y superar un pequeño y espinoso obstáculo —explicaba, riendo a carcajadas.

Los hombres que lo rodeaban y los viejos del lugar se reían con él, esperando ver un espectáculo diferente. ¡Cómo iban a mofarse del joven que llegara a lo alto! Y, ¡vaya ocurrencia ingeniosa había tenido el taimado Sboron! Era una muestra de su peculiar y refinada crueldad que, con el tiempo, todos llegarían a conocer y lamentar.

Bladko azuzaba a Ruslan. Unos puestos por delante de él, y rodeado de sus incondicionales, no cesaba de humillar al muchacho.

—Eh, huérfano, piojoso, ¿crees que vas a subir dos palmos?

—Las abejas te olerán en cuanto te acerques y se te pegarán al cuerpo. ¡Roñoso!

Los chicos de las otras aldeas los miraban, curiosos y extrañados. Pero Ruslan mantuvo su mutismo.

Uno tras otro, los concursantes fueron cayendo. Los mancebos que llegaban más alto acababan resbalando por la viscosa superficie del palo. Uno de ellos casi alcanzó la cima, pero las abejas lo molestaron y estuvo a punto de caer de espaldas, ante el sobresalto de los presentes. Bladko llegó a la mitad del poste... para volver a descender, tan raudo como había subido. El muchacho, irritado, intentó volver a probar, pero no se lo permitieron. Y, tragándose su orgullo, tuvo que apartarse para dejar paso al siguiente.

Cuando le llegó el turno a Ruslan, éste se concentró. Cerró los puños y tomó aliento. Tras medir el palo con la vista, lanzó una mirada a su pequeña hermana y a sus nuevos amigos, apelotonados entre la muchedumbre, que coreaban su nombre.

Oyó sus vocecitas y sintió el coraje crecer en su interior. Casi al momento escuchó otras voces, roncas y adultas, que también lo jaleaban. Eran Rabik y los criados de Sboron, que animaban a su joven compañero.

Ruslan era de temperamento Audaz y tenía la capacidad, en los momentos críticos, de despejar su mente y alcanzar una frialdad asombrosa. Había observado con atención el tronco y cómo subían y fallaban los demás concursantes. Entonces pensó que había sido una ventaja tener a muchos competidores por delante de él. Ahora el poste había perdido parte del sebo que lo recubría y, además, había podido prepararse estudiando a sus contrincantes. En pocos instantes, varias ideas pasaron por su cabeza, a gran velocidad. Y trazó su plan para escalar la cucaña. Con el impulso inicial debía llegar al menos hasta la mitad del palo. Después tendría que confiar en sus piernas y en sus brazos. Las abejas no le preocupaban. Peor que sus aguijones eran los bastonazos de Ogashka, y apenas se detuvo a pensar en ellas. Resistiría el dolor. Escupió en sus manos, las frotó en tierra y se lanzó hacia el poste.

Nadie confiaba en que aquel muchacho pecoso y escuálido llegara hasta el final del palo. Pero Ruslan había crecido en los últimos meses y su cuerpo, curtido por el duro trabajo y los castigos, era pura fibra muscular. Aunque sólo contaba ocho años, era alto para su edad y sus hombros comenzaban a desarrollarse. Trepó con celeridad hasta lo alto del tronco, reptando con movimientos precisos y ligeros, como una ardilla. Apenas hizo un mohín para espantar las abejas, alargó una mano y se hizo con el codiciado trofeo. Al mismo tiempo que lo agarraba, Ruslan oyó un clamor muy abajo, a sus pies. Descendió limpiamente y, apenas tocó tierra, vio a la multitud que lo vitoreaba y lo aplaudía.

—¡Bravo, Ruslan! ¡Los hombres de Sboron somos insuperables! —vociferaban Rabik y sus camaradas.

Muchos mozos le palmeaban la espalda y las chicas del pueblo chillaban, aplaudiéndolo. Sus primos y los amigos de Bladko lo miraban, boquiabiertos. Pero Ruslan sujetaba con fuerza su jamón y sólo veía un rostro y oía una voz. La carita pecosa y los gritos alborozados de su hermana Yvanka, quien, abriéndose paso a codazos entre el gentío, saltaba y reía, dando vueltas a su alrededor.

Cuando Ruslan decidió concursar en la cucaña, no pensó en las dificultades de llevar todo un jamón, suyo, a casa de Sboron. Quien, por añadidura, era el que había donado el suculento galardón. Ahora la sola idea lo angustiaba y anduvo el resto de la tarde aferrado a su trofeo, sin perder de vista a su hermana, hasta que la noche cayó y consideró que había llegado el momento de volver.

No podía esconderlo en el bosque, ante el riesgo de que los animales dieran cuenta de él. Tampoco podía dejárselo a nadie... ¿Quién querría guardárselo y darles una parte a Yvanka y a él? Así que, haciendo de tripas corazón, Ruslan regresó a casa de su amo, arrastrando a la niña tras de sí.

Sboron lo estaba esperando. Y, con él, la irritable Ogashka y sus pequeñas alimañas, agazapadas tras sus faldas.

—Vaya, vaya. Aquí tenemos al vencedor de la cucaña, nuestro Ruslan, con su precioso jamón. Jo, jo, jo. ¿Qué os parece? —dijo, volviéndose hacia su familia—. Todo vuelve a casa, ¿verdad?

Ruslan no dijo nada y asió más fuerte el pernil bajo su brazo, mientras con el otro sujetaba a Yvanka.

—¡El pequeño ingrato! —exclamó Ogashka, inclinándose sobre él—. ¿Crees que te lo vas a guardar para ti solo? No, no se te podía ocurrir compartirlo con la familia que te ha acogido como a un hijo y te lo ha dado todo, techo, comida... ¡Sinvergüenza! Dame el jamón inmediatamente.

Ruslan no se movió. Entonces Ogashka montó en cólera.

—¡Egoísta ladrón! ¡Bribonzuelo, descastado y mal agradecido! ¿Así nos pagas que te hayamos mantenido a pan y cuchillo durante todo un año? Ah, bien lo decía yo, que podíamos haberos dejado morir de hambre... ¡Trae eso, cabrón!

Ruslan quiso negarse, pero Ogashka era una mujer robusta y fiera y se lanzó contra él para arrebatarle el jamón. Ambos forcejearon, ante el regocijo de los niños. Gelasi y Silka se desternillaban de risa y sus hermanas los coreaban.

—¡Dale, mamá, dale! ¡Quítaselo!

Sboron no estaba para espectáculos. Cansado e irritable, había bebido mucho aquel día y se acercó a su esposa y al muchacho, que se resistía a dejar ir su presa. Agarrando a Ruslan por el cuello, lo quiso apartar bruscamente. Cuando vio que el chico no soltaba prenda, descargó el puño sobre su espalda. Ruslan cayó aturdido, ocasión que Ogashka aprovechó para hacerse con el botín.

—¡Ya lo tengo! —gritó, triunfante, ante sus alborozados hijos—. Ah, no te saldrás con la tuya, ¡huérfano desvergonzado! ¡Canalla!

Ruslan se retorcía de dolor en el suelo. Entonces Yvanka saltó. Se plantó ante Ogashka y, escupiendo, le largó el peor de los insultos que había oído dirigir a una mujer.

—¡No! —gritó Ruslan.

Haciendo acopio de fuerzas, se arrojó sobre ella, intentando cubrirla de la avalancha de patadas y puñetazos que su enfurecida ama lanzó sobre la chiquilla. El escándalo era tal que el mismo Sboron tuvo que imponer orden, levantando su vozarrón y haciendo restallar su látigo sobre el tumultuoso grupo que formaban su mujer, los dos Huérfanos y sus hijos.

—¡Ya basta por hoy! —tronó—. ¡Todos a la cama! En cuanto al jamón, se quedará en esta casa, de donde salió, como debe ser. ¡No se hable más!

Gelasi, Silka y sus hermanas se retiraron, cuchicheando entre dientes, a sus alcobas. Ogashka los siguió, enarbolando el pernil.

—Y tú, muchacho —añadió, empujando al derrotado Ruslan con la punta de su bota, como si fuera un saco—, largo de aquí y no se te ocurra armar otro escándalo igual. Mañana quiero verte en los campos, listo para segar. Pobre de ti como oiga que te metes en más líos, ¿me oyes?

Tosiendo y renqueando, Ruslan salió de la casa para dejarse caer en la paja del corral, entre sus ovejas. Yvanka lo seguía, llorosa, y se tendió a su lado. El daño que sentía en la espalda se extendía por todo su cuerpo y respiraba con dificultad. Las fuerzas lo abandonaban y se sumía en una ciénaga que lo engullía, envolviéndolo en penetrante dolor. Yvanka lo observaba con los ojos muy abiertos. El muchacho fuerte y bronceado, que horas antes descendía triunfante y ágil de la cucaña, ahora estaba pálido y temblaba, encorvado, a su lado.

—¿Estás bien, Ruslan? —preguntó, con su vocecita más dulce.

Él reprimió una lágrima. No podía rendirse, se dijo. No podía mostrarse débil ante ella, ni preocuparla.

—Sí, estoy bien... —mintió, y le acarició débilmente la mano.

Aquel verano, los juegos se acabaron para Ruslan. Ninguno de los dos hermanos probó un solo pedazo de jamón.

Rabik se apiadó del muchacho. Había visto su espalda amoratada y magullada durante la siega y observó que el chiquillo jadeaba y se movía trabajosamente. Mientras descansaban a la sombra de los arces, a mediodía, lo llamó a su lado y le masajeó la espalda con sebo.

—Vaya paliza, muchacho —dijo, desenfadado—. ¿Fue el amo... o fue la Osa?

Ruslan lo miró, sorprendido, mientras los demás criados se echaban a reír. Entonces comprendió. Así que los criados también se burlaban de su señora... La Osa. La Osa gruñona. No pudo evitar esbozar una sonrisa. Así fue como, poco a poco, Ruslan comenzó a entrar en el submundillo de los sirvientes y los esclavos.

Era un mundo de bromas obscenas, bullas, picaresca y triquiñuelas. Un mundo de enredos y favores, engaños y trampas, muy lejano de aquel entorno familiar, limpio y honesto, que sus padres habían creado a su alrededor. Pero ahora sus padres estaban muertos, él vivía y estaba solo, con una criatura indefensa a quien cuidar. Era un esclavo. Y sus únicos aliados eran ellos, los criados, los sin casta, los que nadie quería, como él mismo. Ahora aquél era su mundo. Su hermana Yvanka aún lo conocía mejor, por sus correrías con los funámbulos y por sus tratos más continuados con las criadas y las mujerucas compasivas de la aldea. Era el único mundo donde tenía un lugar y donde podía encontrar apoyo. Allí era alguien. Alguien a quien, en un momento dado, todos habían aclamado y reconocido. Y, muy a su pesar, le gustó.

Pasaron las fiestas del solsticio y hombres y mujeres se volcaron de lleno en las tareas de la siega y la cosecha. Fue entonces cuando una cuadrilla de jinetes armados llegó hasta la aldea.

Los habitantes corrieron a ocultarse, despavoridos, temiendo una nueva invasión sangrienta. Pero esta vez los guerreros no eran varik, sino hombres de Volován, señor de Dalvai. Sboron les salió al encuentro y los recibió en su casa, donde mantuvo largas conversaciones con ellos. Obligó al pueblo a alimentarlos a sus expensas y, durante un par de días, los feroces soldados camparon por sus respetos por la aldea, tomando lo que les placía e intimidando a las gentes. Pero se fueron pronto y la paz volvió al lugar. Sboron explicó en la asamblea que había conseguido un compromiso del señor de Dalvai, a fin de que sus hombres armados protegieran a la población de cualquier incursión o ataque enemigo de las hordas del implacable Mordvin.

Por las noches, Ruslan escuchaba las conversaciones de los criados y de los hombres adultos, mientras dormitaba en su rincón. Había vuelto a la fría sala de la casona, pues el corral era demasiado caluroso y las pulgas lo atormentaban. Mientras Yvanka dormía profundamente, él los oía hablar de la lejana guerra y de los escarceos entre Mordvin y el señor de Dalvai, y de las campañas del rey Vladi, y de otros asuntos que ignoraba y que le resultaban extraños e incomprensibles. Después de la marcha de los guerreros de Volován, sorprendió una conversación que le llamó la atención. Las palabras de Sboron, hablando con algunos hombres libres del pueblo, sus más adeptos, se le grabaron dentro.

—Los tenemos a todos en el saco —decía Sboron, satisfecho—. Jo, jo, jo, qué poco se imaginan... Así sacamos tajada de unos y otros, y tenemos nuestra fiesta en paz.

—¿Crees que mantendremos a raya a los varik? —preguntaba uno de los hombres, dubitativo.

—¡Claro que sí! Con el botín que se llevaron tienen para un tiempo... Llegado el momento, sabré con qué negociar, no te preocupes.

—¿Y el oro? —preguntó el padre de Bladko, que se contaba entre ellos.

—El oro, je, je... La mitad de los buscadores han visitado nuestra feria. He hablado con todos ellos, y no dejarán de venir. ¡Los tenemos en el bolsillo!

Ruslan se removió, inquieto. Sospechaba que estaba escuchando algo que no debía saber. Sin querer, aguzó más el oído. Lo que oyó a continuación le heló la sangre en las venas.

—Te lo has montado muy bien, Sboron —le decía otro de los hombres—, como el año pasado. Sólo que ahora no tienes oposición de nadie.

—Los únicos que podían plantarme cara están muertos —se ufanó Sboron—. Fue un golpe de suerte que estuvieran en el monte, junto a los pastos del ganado. Cuando fueron a defender las vacas y los caballos, los liquidaron. No podía haber sido más limpio...

Ruslan contuvo su temblor y se mordió los labios. Adivinaba de quién estaban hablando. De pronto, todo cuanto había sucedido dejaba de ser un azote del destino o una ráfaga de cruel fatalidad. Comenzaba a vislumbrar una oscura trama bajo la desgracia que se había abatido sobre la aldea y sobre su familia. Decidió guardar la información para sí. Pero supo que, un día, todo saldría a la luz. «Ese día», pensó el muchacho, «será el día de mi venganza». Y se prometió a sí mismo que todos los culpables de su dolor pagarían por ello.

Avanzado el verano, Yvanka cayó presa de las fiebres. Ruslan no sabía si había sido por bañarse en el río y vestirse con las ropas mojadas o por la ingesta de algún alimento en mal estado, o tal vez por su contacto con aquellos titiriteros. La niña se despertó una mañana temblando, cubierta de sudor frío y de una palidez mortal. Vomitó, perdió el apetito y ya no sentía deseos de corretear ni de jugar. Ruslan temió por su vida cuando, al segundo día, Yvanka no se movió de su jergón, gimoteando enfebrecida, sin poder dormir.

Ogashka no tardó en percibir que algo sucedía con la pequeña y puso el grito en el cielo.

—¡Ah, sólo nos faltaba esto! La pequeña bestia está apestada, ¡no puede seguir aquí! Contagiará a mis niños y a todo el personal de la casa. ¡Tiene que irse!

Ruslan miró a su ama y a Sboron, suplicante.

—Yo cuidaré de ella... Por favor. No molestará, lo juro. Pero no la echéis, ¿adónde puede ir?

—¿Tú cuidarás de ella? —exclamó Ogashka, burlona—. No sé cómo, a menos que abandones tus obligaciones y tu trabajo... Y de eso ni hablar, pequeño granuja. No te escabullirás de tu faena. Tú eres mi sirviente y harás lo que te diga. Pero ella debe salir.

—Lo siento, chico —dijo Sboron, implacable—. Pero tu ama tiene razón. Es peligroso que siga aquí. Todos podríamos caer contagiados, y sabes que no podemos permitir eso.

Ruslan se volvió hacia su hermanita, desesperado. La cogió en brazos y salió a la calle. Era de noche y la luna brillaba, haciendo palidecer las estrellas. El muchacho se sentó en el suelo, con la niña en su regazo, y se echó a llorar quedamente.

Alguien se acercó por detrás. Ruslan oyó la voz áspera y reconfortante junto a él. Era Rabik.

—Eh, chico. Vamos, no te preocupes. ¿Por qué no te llevas a la niña con la vieja Miakusha? Ella podría cuidarla...

Ruslan lo miró, agradecido. Abrumado por la angustia, no se le había ocurrido. Se puso en pie, sorbiendo las lágrimas, y tiró de la mano de su hermana para que se pusiera en pie.

—Sí, lo haré... —susurró—. Gracias.

—No hay de qué —contestó el criado—. Vamos, te acompaño. Me apetece caminar un poco.

Aquella noche, Ruslan la pasó en casa de la anciana Miakusha. La viejecita no tuvo reparos en acoger a los dos niños.

—Soy tan vieja que ni las fiebres me quieren —dijo, riendo con su boca desdentada—. Deja a la niña, Ruslan. Y no te preocupes por ella.

Ruslan regresó a la mañana siguiente a su trabajo con los hombres de Sboron, un tanto aliviado. Pero, al atardecer, cuando fue a casa de Miakusha para ver a su hermana, se alarmó. La anciana no había rechazado a la chiquilla, pero tampoco sabía muy bien cómo cuidarla. La niña se retorcía, delirando y empapada en sudor, en medio de las pajas. Miakusha había hecho sus tareas cotidianas ignorando su enfermedad y la niña había empeorado. Ruslan arrugó la nariz cuando se acercó a ella y la olió. De pronto, pensó que no podía dejarla allí, sin más. En pocos días, Yvanka moriría.

Miakusha miró a ambos hermanos con pena.

—Hay que dejarla, hijo —decía—. La peste, o se va o se la lleva, pero no se puede hacer nada... Y yo no tengo la manera de sanarla, ni de pagar al curandero por sus remedios.

Ruslan se rebeló. No podía dejar que la enfermedad se la llevara. En cuanto al curandero..., ¿le costaría mucho contar con sus servicios? La anciana movió la cabeza cuando se lo preguntó.

—Ay, chiquillo... No lo sé. Vete a verlo si quieres. Yo puedo acompañarte...

El curandero del pueblo era un viejo lunático que guardaba media docena de cabras y vivía en una choza aislada, a las afueras del pueblo. Pasaba buena parte de su tiempo en el monte y, de no ser por sus remedios sorprendentemente eficaces y porque conocía ciertos conjuros y rituales para aplacar a los dioses, cualquiera lo hubiera dado por loco. Pero en la aldea todos lo respetaban y lo veneraban, incluidos los revoltosos Muchachos de la pandilla de Bladko.

Ruslan se presentó en la cabaña del brujo con la vieja Miakusha al anochecer, a sabiendas de que llegaría tarde a casa de Sboron y recibiría una buena reprimenda. Pero no le importaba. El curandero los recibió de mala gana. Su carácter irascible era proverbial y Miakusha no se amedrentó.

—¿Dices que es una niña? —gruñó—. ¿Con fiebres? ¿Y por eso me molestáis? Si fuera un hombre crecido, o un criado, aún... Pero por una mocosa no vale la pena molestarse. Si tiene que morir, la palmará. Y si es lo bastante fuerte, sobrevivirá. Así que más vale que la enfermedad siga su curso y decida... El mundo necesita personas fuertes.

Ruslan se plantó ante el anciano brujo.

—¡Es mi hermana! —dijo, con voz firme—. Y no se trata de una mocosa. Es Yvanka, la hija de Ianek y Liudena. Y tiene que vivir, porque es sana y muy fuerte. Pero si no la ayudamos, morirá. ¿De qué te sirve ser curandero si no utilizas tus remedios?

El viejo lo miró, sorprendido y curioso.

—Vaya, vaya, ¡menudos arrestos tiene el chico! Así que tú eres el hijo de Ianek, el Leñador... Buena estirpe, je, je, je... Escucha, muchacho...

Se acercó a él, con sus ojos centelleantes y dementes, y lo agarró por el brazo. El muchacho sintió su aliento sobre la oreja, mientras los dedos sarmentosos del viejo lo estrujaban hasta el dolor, como una zarpa de hierro frío. Y se estremeció.

—Jamás te enfrentes a un hechicero... —susurró, amenazador—. Podrían sucederte muchas, muchas cosas... Cosas malas, cosas feas y extrañas... Podrías morir fulminado... o de un mal que te come por dentro...

Cuando el anciano vio que Ruslan estaba lo bastante asustado como para temblar, lo soltó y rió con una carcajada estridente.

—¡Ja, ja, ja! Todo un campeón, temblando ante un pobre viejo... Cómo sois los jovencitos, cómo sois... Rapaz, vuelve a tu casa. Si tu hermana es como tú, sanará, sin duda. No temas.

Pero Ruslan aguardó, sin moverse. No quería marcharse sin algo más. Miakusha le echó un cable.

—¿No tendrás algún remedio? Alguna cosita para la pequeña... —dijo, entre coqueta y suplicante, guiñando un ojo al viejo.

El brujo la miró y sonrió con media mueca.

—Algo haré, algo haré... —refunfuñó—. Aunque sea para fastidiar a Sboron y a la burra de su mujer... De momento, dadle agua de moras y un baño caliente. Y dejad que pasen los días, ya lo veréis.

Ruslan se alejó de la choza del brujo a paso ligero, mientras Miakusha intentaba seguirlo.

—Hijo, espera... ¡No corras tanto! —suplicaba la anciana, sin aliento.

Ruslan sólo pensaba en dónde conseguir agua de moras y cómo preparar un baño caliente para Yvanka.

Una vez más, fueron los criados quienes acudieron en su auxilio. En esta ocasión fue Gadina, quien, compadecida de él, se brindó a ayudarle.

—Yo te conseguiré agua de moras. En cuanto al baño, algo se nos ocurrirá —sonrió, divertida.

El agua de moras no era ningún elixir maravilloso ni raro de encontrar, sino una especie de aguardiente, elaborado con estos frutos macerados y algún otro ingrediente, especialmente fuerte, que sólo se tomaba en ocasiones especiales o se utilizaba, rebajado, con otras bebidas. Gadma se hizo con una ampolla de licor y Ruslan no quiso saber cómo la había obtenido. El baño era más difícil. No podían bañar a la pequeña, a escondidas, en casa de Sboron, donde tarde o temprano los niños de Ogashka o la misma dueña acabarían averiguando lo sucedido. Era demasiado arriesgado. Pero Gadina encontró la solución. Pidió ayuda a una amiga suya y, ante su señora y los demás criados, dijo que se iba a buscar cuajada a casa de uno de los vaqueros del pueblo, que aquel día ordeñaba. Las dos mujeres se reunieron con Ruslan en el lugar convenido y él frunció el ceño cuando vio a la amiga. Era una joven con fama de casquivana y de modales un tanto provocativos que, apenas vio a Ruslan, le guiñó el ojo y sonrió cómplice. El muchacho apartó la mirada de ella, incómodo. Pero en aquel momento no había lugar para prejuicios. Gadina y su amiga llevaban consigo dos enormes perolas con asas y una carga de leña cada una.

—Anda, Ruslan, ayúdanos con la leña —dijo Gadina—. Nosotras llevamos los pucheros.

Ruslan obedeció, mirándolas con recelo. ¿Es que pretendían meter a Yvanka en alguna de aquellas marmitas? Pero no hizo preguntas y los tres se dirigieron a buen paso a casa de Miakusha.

Ruslan no andaba desacertado. Gadina llenó una olla en un reguero cercano y la puso al fuego. En la otra acomodaron a la chiquilla. Increíblemente, aunque doblada, la pequeña cupo en el recipiente. Yvanka deliraba y se dejó coger en brazos, semiinconsciente, por la amiga de Gadina. En cuanto la hubo depositado en la olla, la niña dobló la cabeza sobre el canto y comenzó a llorar, quejumbrosa. La anciana Miakusha le acarició la cabecita, mojada de sudor y fiebre.

—No llores, pequeñina... Ya verás como esto te sienta bien. Te vamos a bañar como a una princesa.

Yvanka lloriqueó más y Ruslan se acercó a ella, cogiéndole la mano.

—Estoy aquí, bonita... No temas. Estoy aquí.

Gadina y su amiga vertieron el agua caliente de la otra cacerola sobre la niña, en medio de una nube de blanco vapor. Ambas se disputaron la tarea de lavarla y enjuagar su precioso pelo cobrizo. En otras circunstancias, Yvanka se hubiera revuelto y no habría dejado un rincón de la choza sin salpicar. Pero ahora estaba tan débil que apenas opuso resistencia. Ruslan la miraba, conmovido, y no le soltó la mano durante todo el baño.

Por fin, Gadina cogió a la pequeña en brazos y, sacándola de la improvisada bañera, la envolvió en una manta, apretujándola contra sí. Ruslan pensó que, aparte de Miakusha, era la primera mujer que abrazaba a Yvanka en mucho tiempo.

—¡Mírala, qué bonita es! —exclamaba Gadina, sonriente—. ¡Pero si esta cosita es preciosa! Pobrecilla, cuánta falta te hacía un buen baño...

Su amiga también se acercó, sin reparos y sin temor alguno al contagio, y le hizo carantoñas. Ruslan observó a la vieja Miakusha y vio que ésta sonreía, enternecida.

—Ahora —dijo Gadina, sentando a la chiquilla en la pequeña mesa que la anciana tenía junto al hogar—, ahora toca tomarse el agua de moras.

Mientras abrigaba a la niña con la manta, su amiga llenó un vaso y se lo dio a la pequeña. Yvanka primero cerró los labios, muy apretados. Luego los entreabrió y, por fin, con las dos mujeres sujetándola, bebió y bebió, hasta acabarse todo el licor.

—¡Caramba! —exclamó la amiga de Gadina—. ¡Eso es tener buen saque!

Las mujeres rieron.

—Dale más —dijo Gadina—, que se le vaya esta mala peste.

—¡No! —exclamó Ruslan—. Es demasiado pequeña... No le deis más.

—Quita, chico, que tú no sabes de estas cosas —le espetó Gadina—. Anda, Selianka, dale otro vasito.

Selianka no se hizo de rogar. Yvanka se había despejado súbitamente y los ojos le brillaban. Esbozó media sonrisa y alargó la manita hacia Ruslan. Él se acercó.

—¿Estás mejor? —le preguntó, cariñoso.

Yvanka asintió con la cabecita y bebió medio vaso más que le ofrecía Gadina. Entonces la niña hipó y cayó redonda sobre la mesa. Ruslan gritó y las mujeres se alarmaron.

—¡Maldita sea! —exclamó él, soltando un juramento—. La vais a matar...

Gadina lo miró con sorpresa, mientras Ruslan tomaba a la niña, inerte, entre sus brazos.

—Vaya, Ruslan —le dijo, con cierta ironía—. No te conocía esas palabras... Estás aprendiendo rápido, ¿eh?

Ruslan la ignoró y llevó a la pequeña hasta su jergón. Selianka se agachó a su lado y mulló las pajas, extendiendo una manta limpia sobre ella. Yvanka se quedó tumbada y todos respiraron con alivio cuando oyeron un leve ronquido.

—¡Ja, ja, ja! —rieron las mujeres—. Está roque... Ahora lo que tiene es una buena tranca. Cuando se despierte, ¡estará nueva!

A Ruslan no le hacían gracia los comentarios. Y mucha menos gracia le hizo cuando vio que las tres mujeres se sentaban alrededor de la mesa y compartían alegremente el resto del contenido de la botella, bebiendo como buenas amigas.

—Ven, Ruslan —lo invitó Selianka, incitante—. Ven a tomar un traguito... Esto es bueno para los hombres como tú.

Él rechazó con un gesto y se sentó, enfurruñado, junto a su hermana. Permaneció inmóvil hasta que Gadina y su compañera decidieron que ya era hora de volver... y de llenar sus cacerolas con algo de cuajada o lo que fuera, para no regresar con las manos vacías ante su ama.

Ruslan regresó acompañando a Gadina y a Selianka. Las dos amigas andaban un tanto alegres y sus ruidosas carcajadas y cancioncillas procaces resonaban en las calles de la aldea. Los vecinos las miraban con cara larga y Ruslan quiso fundirse cuando vio a Bladko y a sus amigos, que venían de frente a ellos. Los chicuelos se quedaron mirando al curioso trío, un tanto perplejos. Apenas los rebasaron, se volvieron.

—¡Qué bien acompañado vas, Ruslan! ¿Ahora te gusta ir con las putas?

Ruslan enrojeció hasta las cejas y apretó los puños, continuando su camino. Pero Selianka tenía la lengua suelta y no calló.

—¡Eh! ¡Más respeto, enanos! ¡No os metáis con las Damas!

Los Muchachos estallaron en carcajadas, burlándose de Selianka y de su compañía, y se alejaron a toda prisa. Ruslan sentía arder sus mejillas y deseó que la tierra lo tragara en aquel mismo instante.

Ya fuera por el baño, por el agua de moras o por los supuestos conjuros secretos del viejo brujo, Yvanka mejoró. Al cabo de dos días ya comía gachas y caldos bien clareados que le preparaban Miakusha y Selianka. Al cabo de cinco se ponía en pie y hablaba con cierto desparpajo. Y al cabo de diez, la chiquilla volvía a corretear por doquier. Por primera vez en mucho tiempo, Ruslan elevó una plegaria agradecida a los dioses. Se prometió a sí mismo que haría lo que fuera, a toda costa, para conservar a su hermanita con vida y ayudarla a crecer. Lo cierto es que Yvanka se recuperó del todo. Durante su enfermedad había crecido un poco más y cuando Ruslan la llevó consigo a los pastos, con el rebaño, la chiquilla se veía espigada y delgada como un junco. Un buen día regresó a dormir al establo de Sboron, junto a su hermano. La gente del pueblo ya se había acostumbrado a verla de nuevo. «La huerfanita se salvó. Ya vuelve a estar sana», decían. Cuando Ogashka supo que la pequeña volvía a merodear por su casa y a acompañar a su hermano, no hizo comentarios. Pero la niña se guardó de aparecer en su presencia y aprendió a esquivar a su ama y a los hijos de ésta, escabulléndose cuando los sabía cerca. Nadie supo del secreto de su curación, pues Gadina y Selianka no contaron su aventura, al menos, en mucho tiempo. Después de aquellas fiebres, Yvanka jamás volvería a caer enferma.