Quinto Sueño de Íñigo
—... Así pues, dado que la ciudad se
considera una única entidad por derecho propio, ningún ser humano
puede ser propietario de su residencia en el sentido legal
tradicional. Sin embargo, en el decimoquinto año tras la llegada de
Rah, el recién formado Consejo Superior aprobó la primera Ley de
Registro. En esencia, eso significa que cualquier ser humano puede
reclamar una residencia dentro de las murallas de la ciudad para su
propio uso. Para inscribirse, solo hay que encontrar una casa, un
apartamento o una habitación que no esté ocupada, permanecer en
ella dos días y dos noches y después inscribir la reivindicación en
la Junta de Ocupación. Esta reivindicación, una vez autentificada
mediante acta notarial, permitirá a la persona y a sus
descendientes vivir allí hasta el momento en que decidan renunciar
a ese derecho. Dado que no hay edificios nuevos, y no puede
haberlos, las casas más grandes y más deseables se reclamaron
dentro de los diez años siguientes a la apertura de la primera
puerta por parte de Rah. Estas viviendas son ahora los palacios de
nuestras familias más antiguas, los Maestros de Distrito, y como
tales pueden tener hasta cinco generaciones viviendo en su
interior, todos ellos hijos varones primogénitos que esperan
heredar la propiedad y el puesto en el Consejo Superior. El
alojamiento disponible que resta en la ciudad hoy en día es pequeño
y mal configurado para la ocupación humana, e incluso eso está
disminuyendo a toda prisa. Así pues, mientras distritos como
Aguilera son prácticamente inhabitables...
Edeard esperaba no haber gemido en voz alta
de puro aburrimiento. Ya era tan hábil como cualquier ciudadano de
Makkathran a la hora de velar sus emociones e impedir que las viera
una visión lejana casual, pero si maese Solarin, del Gremio de
Abogados, utilizaba la expresión «así pues» una vez más... Era un
misterio el modo en que aquel anciano podía hablar durante tanto
tiempo sin tomarse un respiro. Según los rumores que corrían por la
comisaría, maese Solarin tenía más de doscientos cincuenta años. A
Edeard le sorprendería que eso fuera verdad, desde luego no parecía
tan joven. El cabello blanco tenía unas entradas tan grandes que la
parte superior del cráneo estaba calva por completo, algo que
Edeard no había visto jamás, aunque los mechones restantes eran lo
bastante largos como para caerle por debajo de los hombros. Y tenía
unos miembros delgadísimos y muy frágiles mientras que los dedos se
le habían hinchado hasta tal punto que tenía problemas para
flexionarlos. Sus cuerdas vocales, sin embargo, no sufrían de tal
malestar.
Junto con los demás agentes en prácticas,
Edeard estaba sentado en un banco en el paraninfo pequeño de la
comisaría de Jeavons, escuchando la conferencia semanal sobre ley
básica de Makkathran. En dos meses tendrían que enfrentarse a un
buen lote de exámenes sobre el tema, exámenes que tenían que
aprobar para graduarse. Al igual que les ocurría a todos los demás,
Solarin ponía a prueba la paciencia de Edeard de una forma
dolorosa. Un rápido examen demostró que Boyd estaba casi dormido.
Los ojos de Macsen habían perdido su foco mientras utilizaba el
lenguaje a distancia para hablar con las chicas del taller de la
modista que había al final de la calle. Kanseen parecía estar
prestando una atención cortés pero Edeard ya la conocía lo bastante
bien como para saber que estaba tan aburrida como él. Dinlay, sin
embargo, estaba sentado muy erguido y prestando mucha atención,
incluso estaba tomando notas. Por alguna razón, Edeard fue incapaz
de reírse. El bueno de Dinlay tenía tanto que demostrarles a su
padre y a sus tíos que no cabía duda de que aprobaría sus exámenes
con notas muy altas. Lo que significaba que el resto, una vez que
se graduaran, tendrían que enfrentarse a un peligro muy real, que
Dinlay fuese nombrado líder de la brigada, cosa que el joven se
tomaría muy, pero que muy en serio.
—... Así pues se estableció el precedente
para que el tribunal auxiliar inferior escuchara cualquier
solicitud de desahucio cuando se sospecha que dentro de la
propiedad en sí está teniendo lugar una irregularidad civil. En la
práctica es innecesaria una vista completa y se puede solicitar una
notificación provisional de desahucio al magistrado de turno que
actúa como consejo superior de facto ante el tribunal inferior. Y
eso me temo que lleva esta sesión a su satisfactoria conclusión.
Trataremos los criterios para realizar tal solicitud la semana que
viene. Entre tanto, me gustaría que tengan leídos para cuando yo
vuelva la Jurisprudencia de Sampsols,
volumen tres, capítulos trece a veintisiete. Cubre los parámetros
principales que regulan el uso de armas dentro de las murallas de
la ciudad. Es posible que incluso anime el tiempo que vamos a pasar
juntos con un pequeño examen. Qué emoción, ¿no les parece? Hasta
entonces, les agradezco su interés y me despido ya. —Solarin les
dedicó una vaga sonrisa y se quitó las gafas con montura de oro
antes de cerrar el gran libro que había cubierto de anotaciones. Su
ge-mono lo colocó con cuidado en una bandolera de cuero junto con
los otros libros que el abogado usaba para su conferencia.
Dinlay levantó la mano.
—¿Señor?
—Ah, mi querido muchacho, por desgracia hoy
tengo un poco de prisa. Si pudieras poner tu pregunta por escrito y
enviársela a mi aprendiz veterano, en el gremio, te estaría muy
agradecido.
—Sí, señor. —La mano de Dinlay bajó y sus
hombros se hundieron de decepción.
Edeard permaneció sentado mientras el
abogado salía con paso lento de la sala, ayudado por dos ge-monos;
se preguntaba qué aspecto tendría Solarin el día que tuviera que
salir corriendo a alguna parte.
—¿El Águila de Olovan esta noche?
—¿Eh? —Edeard se sacudió para desprenderse
de su absurdo ensueño.
Macsen se encontraba de pie junto a su mesa
con una expresión satisfecha en la cara.
—Clemensa va a ir. Evala dice que ha estado
preguntando por ti. ¡Mucho!
—¿Clemensa?
—La del pelo moreno recogido siempre en una
cola larga. Pecho grande. Piernas grandes también, por desgracia,
pero, oye, nadie es perfecto.
Edeard suspiró. Era otra de las modistillas.
Macsen se pasaba la mayor parte del tiempo engatusándolas o
intentando emparejarlas con sus amigos. Una vez incluso había
intentado que Kanseen saliera con un aprendiz de carpintería; no se
le ocurriría hacerlo otra vez.
—No. No, no puedo. Voy muy retrasado con los
textos legales y ya oíste lo que dijo Solarin.
—Recuérdamelo.
—Va a haber un examen —dijo Edeard con tono
cansado.
—Ah, ya. Pero el único que cuenta es el
examen del final, no te preocupes. Escucha, tengo un amigo en el
Gremio de Abogados. Un par de chelines de oro y nos regala el
Sampsols entero.
—Eso es hacer trampas —dijo Dinlay con
calor.
Macsen adoptó la expresión ofendida que
requería la ocasión.
—¿En qué sentido?
—¡En todos los sentidos!
—Dinlay, solo te está tomando el pelo —dijo
Kanseen mientras se levantaba para irse.
—Hablo totalmente en serio —dijo Macsen, su
rostro era tan inocente como el de un recién nacido.
—No le hagas ni caso —dijo la joven y le dio
al hombro de Dinlay un suave empujón—. Venga, vamos a comer algo
antes de salir.
Dinlay se las arregló para fruncir el ceño
otra vez antes de salir corriendo tras Kanseen. Después empezó a
preguntarle algo a su compañera sobre las leyes de
residencia.
—Debe de ser amor verdadero —gorjeó Macsen
muy contento cuando los otros se perdieron de vista.
—Eres malo —decidió Edeard—. Pero malo de
verdad.
—Solo gracias a años de práctica y
dedicación.
—Sabes que va a ser nuestro líder de
brigada, ¿verdad?
—Sí. Conseguirá su nombramiento el día
después de que el Gremio de Moldeado de Huevos anuncie que se ha
esculpido un ge-cerdo que puede volar.
—Hablo en serio. Sus notas estarán muy por
encima de las nuestras; además, su padre y un montón de miembros
más de su familia son agentes. Y de alto rango.
—Chae no es tonto. Sabe que eso no
funcionará jamás.
Edeard quería creer a Macsen.
—Eh, Edeard, ¿de verdad no te interesa
Clemensa? —preguntó Boyd.
—Ah, perfecto —dijo Macsen mientras se
frotaba las manos—. ¿Por qué, te apetece probar?
—De hecho, sí —dijo Boyd con más valor del
que le había supuesto Edeard. —Bien dicho. Es una chica
encantadora. Y resulta que sé que está cachonda como un drakken
sediento de sangre.
Boyd frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Evala —dijo Macsen sin
amedrentarse—. A su último novio lo plantó por no tener suficiente
aguante.
Boyd le lanzó a Macsen de repente una mirada
cautivada.
—Voy contigo esta noche. Pero tienes que
hacer que Evala interceda por mí.
—Déjamelo a mí, mi buen amigo. Ya te puedes
dar por follado hasta quedar sin sentido.
Edeard entornó los ojos y le prometió a la
Señora que sería bueno por siempre jamás si evitaba que Macsen
siguiera siendo... bueno, Macsen.
—Venga, vamos a comer algo antes de que los
agentes vuelvan a quedarse con todo.
—Oh, sí —dijo Boyd—. Nuestros serviciales y
acogedores colegas. Odio la forma que tienen de tratarnos.
—Solo otros dos meses más, eso es todo —dijo
Macsen.
—¿De verdad crees que nos mostrarán algún
respeto cuando nos graduemos? Yo no.
—No, claro que no —asintió Macsen—. Pero al
menos nosotros podremos tratar como a una mierda a los nuevos de
prácticas. Ya sé cómo me hará sentir eso.
—De eso nada —dijo Edeard—. Nosotros vamos a
hablar con ellos, a ayudarlos con sus problemas y a hacer que se
sientan apreciados.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que me hubiera gustado que
nos pasara a nosotros. Puede que así quieran alistarse más
personas. ¿No habéis contado los que somos, no solo en esta
comisaría sino en toda la ciudad? No hay agentes suficientes en la
ciudad. La gente está empezando a organizarse en asociaciones
vecinales para enfrentarse a las bandas. Y eso va a socavar el
estado de derecho.
—Por la gran Señora, hablas en serio,
¿verdad? —dijo Macsen.
—Sí —dijo Edeard con energía y les permitió
percibir su tono mental para que supieran que no estaba bromeando—.
Sé lo que pasa cuando el gobierno civil no significa nada. He visto
la violencia que usan los bárbaros cuando una sociedad permite la
entrada a cualquier cabrón que sabe lo débil que es esa misma
sociedad. Y eso no va a pasar aquí. No se puede permitir que
Makkathran se desgarre desde dentro.
—No sé por qué te preocupa que Dinlay sea
líder de brigada —dijo Macsen, igual de serio que él—. Si eres tú.
¡Señor!
★ ★ ★
Edeard todavía se sentía un poco cohibido
cuando se ponía el uniforme de agente para salir. Solo las
hombreras blancas distinguían a los agentes en prácticas de los
normales. El resto era «de hecho, real» como decía Macsen: una
elegante guerrera azul oscuro con botones plateados en la pechera,
pantalones a juego y un cinturón ancho de cuero reglamentario que
contenía una porra, dos viales de gas de pimienta, un par de
esposas de hierro con una cerradura de nivel seis de una
complicación endiablada que era casi imposible de forzar con
telequinesia, y un pequeño botiquín. Bajo la guerrera iba una
camisa blanca que el sargento Chae se aseguraba de que estuviera
impecable cada mañana. Las botas quedaban a gusto del individuo
pero tenían que ser negras y, al menos, por el tobillo, aunque no
por encima de la rodilla; también tenían que brillar de limpias. El
casco redondo estaba hecho de una malla de droseda epoxídica con un
relleno en el interior para proteger el cráneo del usuario de un
golpe físico. Al igual que los demás, Edeard se había comprado su
propio chaleco de droseda, que se suponía que era lo bastante duro
como para resistir una bala. Macsen había ido un paso más allá y se
había comprado unos calzoncillos de droseda.
En teoría, el coste no era demasiado
elevado, pero en la práctica todos los agentes necesitaban dos
guerreras y al menos tres camisas. Y luego estaban las provisiones
constantes de jabón en escamas para que los ge-chimpancés de la
residencia lo lavaran todo. Edeard logró un prestigio considerable
cuando los otros descubrieron lo bien que se le daba dar órdenes a
los ge-chimpancés en las tareas de lavandería. Después de la
primera semana, Chae dejó de intentar encontrar defectos cuando
aparecían con los uniformes inmaculados cada mañana.
La rutina diaria pocas veces variaba. Por la
mañana tenían varias sesiones de adiestramiento de trabajo en
equipo y telepatía, además de entrenamiento físico y clases
teóricas. Por la tarde los sacaban a patrullar bajo la mirada
alarmantemente vigilante de Chae. A veces, el capitán de su
división, Ronark, los acompañaba. Las noches eran, en teoría,
suyas. Se aconsejaba estudiar, al menos durante la semana. Edeard
siempre odiaba que Ronark saliera con ellos para «comprobar sus
progresos». El hombre andaba ya por los ochenta años y nunca iba a
ascender más allá de su cargo actual. Su mujer lo había abandonado
décadas antes y sus hijos lo habían repudiado. Al hombre solo le
quedaba el cuerpo de agentes, una institución en la que creía con
un fervor religioso. Todo se hacía según las normas, no se permitía
variación alguna y las infracciones se penaban con fuertes multas,
restricciones y degradaciones. La comisaría de Jeavons tenía uno de
los índices de reclutamiento más bajos de la ciudad.
Nadie les prestó atención cuando Chae los
sacó de la comisaría a la una en punto. Ronark se encontraba en su
ventana curva con forma de ojo de pez, sobre la gran puerta doble,
observando el cambio de turno y controlando la salida y entrada de
patrullas con su antiguo reloj de bolsillo. En el estrecho
pavimento, una brigada regresaba a toda prisa a la comisaría; el
cabo tenía la cara roja y jadeaba en el intento de minimizar el
retraso. Tres ge-perros correteaban a su lado, encantados con la
carrera.
A los agentes en prácticas no se les
permitía tener apoyo de genistares. Por suerte, Chae guardaba un
discreto silencio sobre la ge-águila de Edeard, que en esos
momentos vivía con otras dos en la pajarera que tenía la comisaría
en el tejado.
Jeavons era un distrito bastante agradable.
Incluso tenía un pequeño parque en el centro que un equipo de
ge-monos municipales mantenía en buen estado hortícola. Había un
gran estanque de agua dulce en el centro con exóticos peces de
color escarlata que medían más de medio metro; a Edeard siempre le
parecían siniestros, no le gustaban los colmillos que tenían y el
modo en que miraban a todos los que se paraban en la barandilla
para contemplarlos. Pero el parque tenía un campo de fútbol marcado
y Edeard de vez en cuando se unía a los partidos los fines de
semana cuando los chavales de la zona organizaban una liguilla. Le
gustaba que Jeavons no albergara a muchas familias de alta
alcurnia; sus edificios tenían una escala relativamente modesta,
aunque las mansiones del canal de Mármol eran bastante regias. Los
carpinteros, los joyeros, y los físicos tenían allí los cuarteles
generales de sus gremios. Era también el hogar de la asociación
astronómica, que llevaba siete siglos luchando por alcanzar el
estatus de gremio, pero siempre los bloqueaba la Pitia, que
afirmaba que los cielos eran un reino sobrenatural y la astronomía
rayaba en lo herético. Boyd, por supuesto, era un saco de chismes
parecidos cuando recorrían las serpenteantes calles; seguro de que
conocía la distribución del distrito mejor que Chae.
El sargento los llevó por el canal de la
Llegada hasta el distrito Silvarum, más pequeño. Los edificios de
aquella parte eran extraños y curvos, como si antes fueran grupos
de burbujas que algo o alguien había comprimido de algún modo.
Colmenas estrujadas, las llamaba Boyd. Ninguna era lo bastante
grande para ser un palacio pero todas pertenecían a familias ricas:
las de los mercaderes más pequeños y los maestros veteranos de los
gremios profesionales. Todas las tiendas vendían productos que
estaban fuera del alcance del dinero, cada día más escaso, de
Edeard.
Cuando pasaron por el recargado puente de
madera, Edeard se encontró caminando con Kanseen.
—¿Entonces no vas a salir esta noche? —le
preguntó la joven.
—Na. No me queda mucho dinero y la verdad es
que necesito estudiar.
—¿Entonces te tomas esto en serio, tanto
como para convertirlo en una profesión?
—Pregúntamelo otra vez dentro de un año.
Entretanto, no voy a fastidiarlo todo por una estupidez. Tengo que
graduarme.
—Como todos —dijo ella.
—Hmm. —Edeard miró a Macsen, que se rezagaba
al final del puente intercambiando palabras afables con un
gondolero que pasaba por debajo. Habían quitado los bancos de la
góndola y los habían sustituido por una simple plataforma de
listones que transportaba un montón de cajas de madera—. Para ser
alguien al que se supone que han echado a la calle sin un penique,
Macsen parece tener mucho dinero.
—¿No te has enterado? —dijo Kanseen con una
sonrisita de superioridad.
—¿Qué?
—Un maestro con muy mala fama del Gremio de
Músicos se ha llevado a su madre a vivir con él. La señora está
viviendo en un pequeño apartamento muy bonito del distrito Corbara.
Al parecer, el maestro es ciento diez años mayor que ella.
—¡No! —Edeard sabía que no deberían
interesarle los chismes pero las habladurías eran moneda de cambio
habitual en Makkathran. Todo el mundo había oído algo o tenía algún
rumor que contar sobre las familias de los Maestros de Distrito que
estaba deseando compartir, y el escándalo era la moneda más
apreciada de todas.
—Oh, sí. El tipo antes estaba en una de las
bandas ambulantes que recorren la Iguru y las aldeas de las
montañas Donsori. —La joven se inclinó hacia él para murmurar—: Al
parecer, tuvo que dejar de viajar hace un tiempo porque empezó a
haber muchos retoños por esas aldeas. Ahora se limita a dar clases
a los aprendices en el edificio del gremio y toca para las
familias.
Un pequeño recuerdo resurgió entre los
pensamientos de Edeard: charlas de madrugada en una taberna varios
meses antes, charlas que él no debería haber oído, y Kanseen había
dicho que el hombre tenía «muy mala fama».
—No estarás hablando de Dybal,
¿verdad?
La sonrisa de Kanseen era victoriosa.
—No podría decirte.
—Pero... ¿no lo sorprendieron en la cama con
dos novicias de la Señora? —Eso forma parte de su leyenda. Si no
fuera tan popular por sus canciones satíricas, ya lo habrían echado
del gremio hace décadas. Al parecer son canciones muy «animadas».
Los miembros jóvenes de las familias nobles lo idolatran, mientras
que los mayores esperan que termine en el fondo de un canal.
—Sí, pero... ¿la madre de Macsen?
—Sí.
Kanseen parecía muy satisfecha de sí misma,
lo que era inquietante, sobre todo por la reacción de incredulidad
de Edeard. Era el problema de aquella chica, siempre tenía que
quedar un poco por encima de los demás. Pero Edeard no se lo
tragaba, era la forma que tenía Kanseen de enfrentarse al periodo
de prácticas, tenía que erigir una barrera bien fundada a su
alrededor. No podía ser fácil ser mujer en el cuerpo de agentes; la
prueba era que no había muchas.
Chae empezó por dirigirse directamente a la
plaza donde se encontraba el cuartel general del Gremio de Química.
El asfalto que había entre los edificios era de un color marrón
rojizo con una fila central de gruesos conos que se alzaban hasta
la altura de la cintura. Estaban llenos de tierra y habían plantado
grandes cerezos de azafrán cuyas ramas creaban un techo verde entre
las paredes combadas. Los capullos rosas y azules estaban empezando
a caer y formaban una delicada alfombra de pétalos. Edeard intentó
no dejar de examinar a los peatones en busca de señales de
actividad criminal, tal y como no dejaba de decirles Chae. No era
fácil. Los recuerdos de Akeem habían permanecido claros como el
cristal y fieles a un aspecto muy concreto de la vida en la ciudad:
las chicas. Eran preciosas, sobre todo las que pertenecían a las
familias nobles, que parecían usar distritos como Silvarum para
cazar en manadas. Cuidaban mucho el aspecto que presentaban en
público: vestidos con escotes muy bajos o faldas con aberturas
sorprendentes entre los volantes; la tela de los encajes era
translúcida; el cabello peinado para que pareciera descuidado; el
maquillaje aplicado con habilidad para hacer resaltar sonrisas,
pómulos, enormes ojos inocentes; joyas resplandecientes.
Edeard pasó junto a un grupito de doncellas
adolescentes que llevaban más riqueza en los anillos de una mano de
lo que él ganaría en un mes. Las muchachitas lanzaron risitas
coquetas cuando lo sorprendieron mirándolas. Después lo
provocaron.
—¿Podemos ayudarle, agente?
—¿Es de verdad esa su porra?
—Es una porra muy larga, ¿verdad,
Gilliaen?
—¿La va a usar para someter a los
malos?
—Emylee es muy mala, agente, úsela con
ella.
—¡Hanna! Es una indecente, agente.
Arréstela.
—¿Creéis que tiene una mazmorra para
meterla?
Terceras manos pellizcaron y toquetearon con
indecencia partes privadas del cuerpo de Edeard, que dio un salto,
escandalizado, antes de escudarse a toda prisa y ponerse como un
tomate. Las chicas chillaron de júbilo al verlo y se escabulleron a
toda prisa.
—Pequeñas furcias —murmuró Kanseen.
—Eh, desde luego —dijo Edeard. Después echó
la vista atrás solo para asegurarse de que no estaban provocando
ningún problema. Dos de ellas seguían mirándolo de arriba abajo.
Más risitas descocadas resonaron por toda la calle. Edeard se
estremeció y miró hacia delante con expresión endurecida.
—No tendrías tentaciones, ¿verdad? —preguntó
Kanseen.
—Por supuesto que no.
—Edeard, eres un gran tipo, de verdad, y me
alegro de estar en la misma brigada que tú. Pero todavía eres muy
aldeano. Que no tiene nada de malo, que conste —se apresuró a
añadir la joven—. Pero cualquier chica de buena familia te comería
para desayunar y escupiría las semillas antes del almuerzo. No son
buenas chicas, Edeard, de verdad que no. No tienen sustancia.
¿Entonces cómo es que
son tan guapísimas?, pensó el joven con tristeza.
»Además —dijo Kanseen—, todas quieren al
primogénito de algún Maestro del Distrito como esposo, o a un
miembro de algún gremio, o, si están muy desesperadas, a oficiales
de la milicia. Los agentes ni se acercan a sus expectativas, ni en
estatus ni en dinero.
Después de la plaza emprendieron el camino a
los mercados. Había tres a solo un par de calles de distancia del
Gran Canal Principal que bordeaba el lado norte de Silvarum. Eran
zonas abiertas, no tan grandes como la plaza, atestadas de puestos.
El aire quieto estaba impregnado de aromas. Edeard se quedó mirando
las pilas de frutas y verduras con algo de envidia, los vendedores
anunciaban sus precios y prometían el mejor sabor y calidad. Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que se había sentado a
hacer una comida decente de verdad, como las que solía comer en el
complejo del gremio, en Ashwell. Todo lo que se consumía en el
comedor de la comisaría llegaba envuelto en una masa y no habían
instruido a ninguno de los ge-chimpancés de la cocina en el arte de
hacer ensalada.
—Esos pensamientos melancólicos —dijo
Kanseen en voz baja.
—Perdón —dijo Edeard e hizo un esfuerzo por
ponerse alerta. Chae había dicho que en los mercados siempre
abundaban los rufianes y rateros, y seguramente tenía razón. Allí,
como siempre, los vendedores de los puestos los recibieron con
calidez, con sonrisas y algún que otro regalito: manzanas, peras,
una botella o dos, promesas de hacerles un buen precio si volvían
al terminar el servicio. Les gustaba que hubiera agentes visibles
porque eso reducía los hurtos.
A Edeard le había consternado el
recibimiento que habían tenido en algunos distritos y calles cuando
Chae los había llevado por el resto de la ciudad: expresiones
hoscas y silencios intimidantes, enemistad no encubierta, personas
que les daban la espalda, terceras manos que los empujaban cuando
pasaban cerca de las orillas de los canales. Chae, por supuesto,
había continuado caminando, impávido, pero Edeard se había quedado
desconcertado. No entendía por qué había comunidades enteras que
repelían la ley y el orden.
Continuaron hasta el segundo mercado, el que
se especializaba en tela y ropa. Un número desesperante de mujeres
jóvenes se paseaba entre los puestos examinando telas de colores y
parloteando muy contentas entre ellas. Edeard mantuvo alzado un
pequeño escudo e hizo lo que pudo por no entablar contacto visual,
aunque había chicas francamente bonitas que suplicaban que se les
echara un segundo vistazo. Macsen no tenía tales inhibiciones.
Charlaba muy contento con cualquier muchacha que lanzara, aunque
fuera, una simple mirada en su dirección.
—Nunca luis dicho de qué distrito procedes
tú —dijo Edeard.
—No, no lo he dicho, ¿verdad? —asintió
Kanseen.
—Perdona.
—Y también tienes que dejar de decir eso
—dijo la joven, y sonrió.
—Sí, lo sé. Es solo que todos vosotros
estáis acostumbrados a esto. —Y señaló con un gesto la multitud—.
Yo no. En este mercado hay más gente de la que vivió jamás en
Ashwell. —Por un momento lo golpeó una auténtica sensación de
culpabilidad. Cada vez pensaba menos en su hogar. Algunas de las
caras se habían borrado de su memoria. No la de Akeem, ese rostro
jamás desaparecería. Pero Gonat, por ejemplo, ¿era pelirrojo o
tenía el pelo castaño oscuro? Frunció el ceño por el esfuerzo de
recordar pero fue incapaz de invocar una imagen clara.
—Bellis —dijo Kanseen—. Mi familia vive en
Bellis.
—Ah —contestó él. Bellis estaba en la parte
este de la ciudad, cerca del puerto y justo encima del Gran Canal
Principal, al otro lado de Sampalok. Por allí no habían patrullado
todavía—. ¿No has vuelto a visitarlos?
—No. Mi madre no aprobaba que me hiciera
agente.
—Oh, lo sien... Una pena.
—Creo que hubiera preferido que tomara los
votos de la Señora.
—Eso no tiene nada de malo.
—Cómo se nota que eres de campo, ¿eh?
—¿Tan malo es eso? —dijo él con tono
frío.
—No. Supongo que es donde se mantienen vivos
los valores que tenía antes esta ciudad, ahí fuera, más allá de las
montañas Donsori. Es solo que me sorprende oír a alguien con
convicciones, eso es todo. Eres una persona inusual en Makkathran,
Edeard, sobre todo entre los agentes. Es por eso por lo que pones a
la gente incómoda.
—¿Sí? —preguntó él, sorprendido de
verdad.
—Sí.
—Pero... Tú debes de creer en algunos
valores. ¿Por qué otra razón te alistaste?
—Por la misma que la mitad de nosotros. En
unos cuantos años me pondré a trabajar de guardaespaldas para la
familia de algún Maestro de Distrito. Siempre están desesperados
por encontrar personas con el adiestramiento y la experiencia de
los agentes, sobre todo alguien como yo; hay muy pocas mujeres
agentes sobre el terreno. Y las damas nobles necesitan tanta
protección como sus maridos e hijos varones. Se puede decir que
puedo cobrar lo que quiera.
—Oh. —El concepto sorprendió a Edeard; jamás
se había planteado que la policía podía llevarlo a otra cosa, y
mucho menos hacia algo mejor—. ¿A quién pongo incómodo?
—Bueno, a Dinlay, para empezar. Cree en la
verdad y la belleza igual que tú, y hace mucho más ruido con el
tema. Pero tú eres más fuerte y más listo. Chae va a nominarte como
líder de brigada.
—Eso no lo sabes.
La joven sonrió. Edeard vio entonces lo
atractiva que era su compañera en realidad, algo que el uniforme le
hacía pasar por alto por lo general. Pero con esa sonrisa podía
hacerle sombra a cualquiera de aquellas niñas bien tan tontas que
pululaban por el mercado.
—¿Quieres apostarte algo? —le retó
ella.
—Pues claro que no —contestó él con fingida
indignación—. Eso tiene que ser ilegal, seguro.
Los dos se echaron a reír.
—Eh, vosotros dos, ¿necesitáis una
habitación? —exclamó Macsen por encima del hombro—. Sé de una que
os hará buen precio.
Kanseen le dedicó un contundente gesto con
la mano.
El joven hizo una mueca.
—Guau, así que es verdad. Se puede sacar a
una chica de Sampalok pero no se puede sacar a Sampalok de la
chica.
—Gilipollas —gruñó la agente.
—Estamos de patrulla —soltó Chae de
repente—. ¿Qué significa eso?
—Ser profesionales en todo momento —murmuró
la brigada con tono obediente.
—Entonces haced el favor de recordarlo y
aplicarlo.
Macsen, Kanseen y Edeard se sonrieron
mientras se dirigían al tercer mercado, que ofrecía artesanía. Los
puestos exhibían pequeños muebles, adornos, joyas baratas y
pociones alquímicas. Los toldos eran unas lonas uniformes de rayas
naranjas y blancas dispuestas en conos hexagonales con mástiles
centrales recubiertos de parras de águila. Debajo hacía calor pero
al menos contenía todo el poder del sol.
Edeard lanzó su visión lejana hacia el otro
lado del Gran Canal Principal, que recorría toda la ciudad, desde
el distrito del puerto hasta los canales circulares donde estaba
situado el palacio del Huerto. El distrito Ysidro estaba al otro
lado de Silvarum, encajado entre la parte posterior del parque
Dorado y el foso Bajo. Allí era donde se encontraba el novisterio
de la Señora.
—¿Es un buen momento? —inquirió su
mente.
—Hola —respondió Salrana con un estallido de
buen humor—. Sí, estoy bien. Estamos en el jardín, plantando las
finas hierbas de verano. Esto es precioso. —Un suave regalo de
imágenes llegó con la alegría de la joven. Edeard vio un jardín
amurallado con tejos cónicos que marcaban senderos de grava. Las
parras y las rosas trepadoras pintaban la tapia de colores
brillantes. Había un amplio césped en el medio, cosa poco habitual
en Makkathran; estaba recortado con tanta pulcritud que Edeard se
preguntó qué clase de genistares utilizaban para comérselo. Una
estatua de la Señora, blanca como la nieve, se alzaba en un
extremo, casi a la misma altura que la tapia. La Señora sonreía a
las novicias, que con sus túnicas blancas y azules andaban veloces
por el huerto con cestas de mimbre llenas de plantas. —Muy bonito.
¿Por qué no usáis ge-chimpancés para plantar las hierbas? —Oh,
Edeard, tienes que empezar a leer más las enseñanzas de la Señora.
El propósito de la vida es lograr la armonía con tu entorno. Si
usas genistares para todo, estableces una barrera entre el mundo y
tú.
—Está bien. —A él eso le parecía una
estupidez pero contuvo la emoción lo mejor que supo por temor a que
Salrana la percibiese. La joven estaba desarrollando en los últimos
tiempos una empatía muy precisa. —¿Dónde estás? —le preguntó su
amiga.
—Estoy patrullando los mercados de Silvarum.
—Edeard le dejó ver el ajetreo que lo rodeaba y le mostró los
suntuosos puestos.
—¿Ya has arrestado a algún malo?
—No. Todos huyen aterrorizados al
vernos.
—Oh, Edeard, estás triste.
—Perdón. —Se contuvo e hizo una mueca—. No
es eso. Es que es aburrido, nada más. ¿Sabes?, la verdad es que ya
tengo ganas de hacer los exámenes. Todo esto se habrá acabado
cuando los haga. Entonces podré ser un agente como es debido.
—Estoy deseando ver tu ceremonia de
graduación.
—No creo que sea para tanto. El alcalde nos
da un par de hombreras oscuras, nada más.
—Sí, pero es en el palacio del Huerto, y
todos los agentes en prácticas de la ciudad estarán allí, y sus
familias irán a verlos. Es un gran acontecimiento, Edeard. No
hables mal de él.
—No hablo mal, en serio. ¿Crees que podrás
asistir?
—Por supuesto que sí. La madre Gallian
aprueba la asistencia a actos formales como ese. Ya le he contado
que te gradúas.
—Eh, que esos exámenes no son fáciles, que
lo sepas.
—Aprobarás, Edeard. Le he pedido a la Señora
que os hagan preguntas fáciles.
—¡Gracias! ¿Puedes salir este fin de
semana?
—No estoy segura. Es difícil con los
servicios importantes que hay...
Se oyeron unos gritos coléricos más adelante
que hicieron girarse a Edeard. Su visión lejana percibió varias
mentes inflamadas de ira. Alrededor de ellas había mentes
encendidas con una determinación amarga; unas mentes que empezaron
a moverse cada vez más rápido.
Los gritos reverberaron bajo los
toldos.
—¡Detenedlos!
—Ladrones. Ladrones.
—Kavine está herido.
—¡Ladrones en el mercado!
Gritos idénticos hechos con lenguaje a
distancia inundaron el éter. Regalos vacilantes de imágenes de
caras chocaron en la mente de Edeard: demasiadas y demasiado
borrosas para que tuvieran sentido alguno.
Su visión lejana rodeó la conmoción
cambiante y se focalizó en el centro. Había hombres corriendo que
agitaban los brazos cuando la gente se arremolinaba. Manos que
sujetaban largas navajas de metal que barrían el espacio y
mantenían a todo el mundo a raya. Insinuaciones de miedo que
burbujeaban entre el clamor del lenguaje a distancia.
—¡Eso es cosa nuestra! —gritó el sargento
Chae—. Vamos. ¡Agentes! ¡Despejen el camino! Dejen paso a los
agentes. —Su lenguaje a distancia se concentraba en advertir a las
personas que paseaban entre los puestos pero también gritaba.
Después echó a correr. Edeard lo siguió de inmediato junto con
Macsen y Kanseen.
—¡Muévanse! ¡Apártense!
Después de un momento de conmoción, Boyd se
lanzó tras ellos. Dinlay se había quedado de piedra, su mente solo
irradiaba consternación.
Edeard corría a toda prisa sin alejarse
mucho de Chae. La gente se apartaba de un salto y se apretaba
contra los puestos para abrir camino. Las mujeres chillaban. Los
niños gritaban, nerviosos y asustados. El robo de más adelante
seguía provocando un buen tumulto.
—Recordad, actuad juntos —les dijo Chae con
lenguaje a distancia y un tono sereno notable—. Un mínimo de dos en
todo momento, no os separéis y mantened los escudos
levantados.
Edeard envió su ge-águila a surcar el cielo
como un rayo rumbo al borde del mercado, por donde con toda
seguridad saldrían los ladrones. Todas las calles que había más
allá del techo ondulado de doseles tenían una cubierta de bonitos
cerezos de azafrán, sus flores rosas y azules impedían la visión
del asfalto y las personas que paseaban por él. La visión lejana de
Edeard seguía concentrada en los delincuentes que se alejaban a
toda velocidad de la escena del robo. Eran cuatro, y tres de ellos
empuñaban navajas mientras el cuarto cargaba con una especie de
caja. Por lo que Edeard podía percibir, la caja estaba llena de
metal y a su alrededor había puestos de sobra que exhibían
joyas.
Chae sacó la porra cuando atravesaron un
grupo grande de personas reunido alrededor de un par de puestos
volcados. Había un hombre tirado en el suelo que gemía y se
agitaba, la sangre se acumulaba a su alrededor.
—¡Por la Señora! —exclamó Chae—. Está bien,
échense hacia atrás, déjenle respirar. —Hurgó en busca de su
botiquín y se arrodilló junto al vendedor caído.
»¿Un médico? —pidió Chae con un lenguaje a
distancia que se alzaba por encima del clamor general—. ¿Hay algún
médico en el mercado de artesanía de Silvarum? Hay un hombre
herido.
La visión lejana de Edeard continuaba
persiguiendo a los delincuentes.
—Vamos —les gritó a Macsen y Kanseen.
—¿Adónde? —preguntó Macsen—. Yo los he
perdido.
—Acaban de llegar al borde del mercado.
Calle Albaric. Yo todavía los percibo. —Edeard se abrió camino
entre la confusión de transeúntes.
—¡Edeard, no! —chilló Chae a su
espalda.
Edeard estuvo a punto de parar al oír la
orden pero no podía hacer caso omiso de los ladrones que huían.
Todavía podemos atraparlos. Sería su primer
arresto de verdad. Hasta el momento lo único que habían hecho
durante los cuatro meses de prácticas había sido sacar a borrachos
de las calles y disolver peleas, nunca habían hecho el trabajo de
un verdadero agente. Salió disparado por un pasadizo estrecho entre
unas filas de puestos. Macsen y Kanseen lo seguían veloces como
rayos.
—Volved —bramó Chae.
Hacer caso omiso del sargento invadió de
alegría y malicia las terminaciones nerviosas de Edeard.
Los vendedores animaban a los tres agentes
en prácticas que atravesaban el mercado a toda velocidad. Edeard y
Macsen estaban usando el lenguaje a distancia para apartar a la
gente. En general funcionaba bastante bien y estaban recortando el
espacio que los separaba de los ladrones que huían.
La ge-águila de Edeard se lanzó en picado
sobre los cerezos de azafrán de la calle Albaric y casi rozó con
las alas las flores que se mecían con la brisa. Los cuatro ladrones
huían corriendo bajo los árboles rumbo al Gran Canal Principal.
Habían enfundado las navajas para no llamar la atención. Incluso
así, las mentes de las personas que los rodeaban palpitaban de
curiosidad y alarma.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Kanseen.
—Tiene que ser el canal —respondió Macsen.
Había una gran excitación en su lenguaje a distancia.
Edeard al fin vio el final del mercado más
adelante, el tejado de lonas a rayas daba paso al resplandor
brumoso de la luz filtrada por las flores de los árboles.
—¿Ubicáis a algún otro agente?
—preguntó.
—Por la Señora, bastante hago con mirar por
dónde voy —se quejó Macsen.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Kanseen, todo
aprensión y dudas.
—Detenerlos —dijo Edeard. ¿No es obvio? Pero ¿qué le pasa a esta chica?
—Ellos son más. Y tienen navajas.
—Los derribaré —gruñó él. Su incertidumbre
desapareció tras él como si fuera otro punto de referencia que
hubiera dejado atrás.
Se iban acercando a toda prisa. La calle
Albaric estaba casi desierta comparada con el concurrido mercado,
lo que permitía a los agentes atravesarla a toda velocidad y
sortear algún que otro peatón recalcitrante.
La ge-águila destelló sobre el último cerezo
de azafrán y le mostró a Edeard que la calle terminaba de repente
al borde del Gran Canal Principal. La gran vía fluvial se extendía
por ambos lados y partía la ciudad por la mitad. Hacia el oeste
estaba el estanque Birmingham, que se cruzaba con el canal del
Círculo Exterior; al este, el estanque Alto, formado por un cruce
con el canal del Vuelo y el canal del Mercado. Solo había dos
puentes entre Silvarum y el distrito Padua del otro lado, uno junto
a cada estanque. Al igual que todos los puentes que cruzaban el
Gran Canal Principal, eran estrechos y escarpados; la mayor parte
de la gente prefería usar una góndola para cruzar los ciento
cincuenta metros de agua. Había varias meciéndose en el amarradero
situado al final de la calle.
—Los tengo —exclamó Edeard—. Acaban de salir
corriendo de la calle. —Su alborozo desapareció de repente cuando
los cuatro delincuentes bajaron a toda velocidad los escalones de
madera que llevaban al amarradero y saltaron a una góndola que los
esperaba. Parecía destartalada y mal mantenida en comparación con
las naves que solían deslizarse por los canales de la ciudad, esta
tenía la pintura arañada y mate, y un toldo gris. Había dos
gondoleros de pie en la parte posterior, cada uno con una
pértiga.
—¡Oh, por Honio!
—¿Qué? —preguntó Kanseen. Estaba roja y le
costaba respirar pero no perdía el ritmo.
—Una barca —le contestó él con un jadeo—.
Vamos, todavía podemos cogerlos. —Justo delante de él había una
anciana de aspecto imponente, con un vestido blanco y negro que
ondeaba tras ella, y un séquito de criadas más jóvenes; la dama
salía de uno de los restaurantes de lujo de la calle Albaric. Las
peticiones de Edeard con lenguaje a distancia para que se movieran
no parecieron surtir ningún efecto sobre la señora y sus criadas.
El joven esquivó a la anciana con una maldición. Una tercera mano
trató de darle un porrazo, como a un insecto molesto. El agente le
lanzó una mirada exasperada.
La ge-águila se alzó dibujando una espiral y
observó la desvencijada góndola que salía con suavidad del
amarradero y se introducía entre una multitud de naves que se
apiñaban en el gran canal. Los gondoleros quizá no fueran de alta
alcurnia pero no se podía negar que conocían su oficio. Con dos
pértigas y trabajando en armonía, no tardaron en estar moviéndose
mucho más rápido que cualquier otra nave que hubiera en el agua.
Los cuatro ladrones se derrumbaron sobre los bancos y se echaron a
reír.
Edeard, Macsen y Kanseen se precipitaron
hacia la orilla del canal y a punto estuvieron de caerse al agua
cuando se detuvieron en la cima de los escalones de madera del
amarradero.
—¡Cabrones! —les gritó Macsen.
Uno de los gondoleros se levantó su sombrero
de paja con cintas azules y verdes en un saludo burlón. Ya estaban
veinte metros canal abajo. Edeard supo con una certeza lúgubre que
los ladrones bajarían hasta Sampalok y el vendedor herido del
puesto quedaría en la ruina.
—Ayúdanos —le dijo al gondolero que estaba
amarrado más abajo—. Llévanos tras ellos. Era una góndola mucho más
elegante, la pintura negra brillaba bajo el sol de la tarde y en el
toldo estaba bordado el blasón de un pájaro de color escarlata. No
supo cómo pero Edeard tuvo la certeza de que pertenecía a la
anciana que tenían detrás.
—De eso nada, chaval —le contestó el
gondolero—. Esta es la góndola privada de la señora Florell.
Por un momento, Edeard se planteó la
posibilidad de tirarlo al canal y requisar la nave para lanzarse en
persecución de los delincuentes. Salvo que no tenía ni la menor
idea de cómo se usaba una pértiga.
—Que alguien nos ayude —exclamó en voz alta
y con lenguaje a distancia. Eso atrajo unas cuantas miradas
interesadas de los gondoleros que estaban en el canal, pero nadie
le preguntó siquiera lo que quería.
Un coro de vítores se transmitió por el
agua. A treinta metros de distancia, los delincuentes se inclinaban
sobre las regalas para saludar y hacer gestos. Edeard se quedó
mirando a sus atormentadores con una rabia que le heló la sangre.
Les devolvió una sonrisa salvaje y parte de su furia debió de
filtrarse con un destello. Macsen y Kanseen se echaron hacia atrás.
Las burlas se detuvieron.
Edeard estiró la tercera mano y le quitó la
caja al hombre que la sostenía. Unas manos físicas sujetaron el
aire vacío cuando el joven agente levantó la caja a tres metros de
la góndola. Los ladrones se esforzaron también con sus terceras
manos para intentar recuperarla como fuera.
—¿Eso es lo mejor que sabéis hacer? —se mofó
Edeard. Ni siquiera consiguieron hacerlo vacilar.
Las personas que viajaban en góndolas
cercanas observaron en silencio la caja que flotaba sin prisas por
el aire. La sonrisa de Edeard se hizo maliciosa cuando la caja se
posó con suavidad a sus pies. Se cruzó de brazos y se recreó en su
triunfo.
—No volváis a nuestro distrito —le dijo con
lenguaje a distancia a la góndola que se alejaba—. Jamás.
—Estás muerto, joder, so mierda —fue la
respuesta.
Edeard apoyó la tercera mano con fuerza en
la proa de la góndola y la hizo balancearse de una forma alarmante.
Pero ya estaba demasiado lejos para poder volcarla y los seis
hombres se apresuraron a erigir un escudo lo bastante fuerte como
para desviarlo.
Macsen se echó a reír y apoyó una mano con
fuerza en el hombro de Edeard. —Ah, Señora, eres el más grande,
Edeard, el más grande de todos. ¿Has visto sus caras?
—Sí —admitió Edeard con una sonrisa
malévola.
—No se olvidarán de hoy —dijo Kanseen—.
Cielos, Edeard, debes de haberles dado el susto de su vida.
—Esperemos. —Les sonrió a sus amigos,
satisfecho con el modo en que aquel incidente compartido los había
unido un poco más. Pero entonces un parasol con volantes lo golpeó
en el brazo—. ¡Eh!
El parasol pertenecía a la anciana junto a
la que habían pasado corriendo.
—En el futuro, joven, mostrarás la cortesía
que les debes a tus mayores y superiores en alcurnia —le soltó de
repente la dama—. Podrías haberme tirado al suelo con esa forma de
abalanzarte por las calles con una indiferencia absoluta hacia
todos los demás. Y, además, a mi edad, jamás habría podido volver a
levantarme.
—Eh, sí, señora. Lo siento.
—¡Señora Florell! —dijo la anciana, su voz
vacilante se había alzado una octava de pura indignación—. Ni se te
ocurra fingir que no sabes quién soy.
Edeard pudo oír a Macsen lanzar una risita
burlona tras él. Era un sonido ahogado, como si tuviera una mano
sobre la boca.
—Sí, señora Florell.
La dama entrecerró los ojos con aire
suspicaz. A Edeard le pareció que era por lo menos tan mayor como
maese Solarin.
—Informaré sobre ti a mi sobrino —le dijo la
dama—. Hubo una época en esta ciudad en la que la policía tenía
gente decente en sus filas. Es obvio que esa época ya ha acabado. Y
ahora, quítate de en medio.
Edeard no estaba en su camino pero de todos
modos dio un paso atrás. La dama pasó junto a él con un torbellino
de faldas que más parecían una tienda de campaña y bajó los
escalones que llevaban al amarradero. Su séquito la siguió con las
mentes protegidas por escudos inmaculados. Un par de criadas le
lanzaron a Edeard unas sonrisas divertidas. Dama y séquito se
acomodaron en la góndola.
—¿Ves? —dijo Macsen mientras deslizaba un
brazo por los hombros de Edeard—. Esa es nuestra verdadera
recompensa, el respeto de una población agradecida.
—¿Quién es esa? —gimoteó Edeard.
Eso provocó las nuevas carcajadas de
Macsen.
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó Kanseen
con tono incrédulo.
—No.
—Entre otros contactos familiares, la señora
Florell es la tía del alcalde.
—Ya. Supongo, entonces, que no es buena
señal.
—No. Todos los alcaldes del último siglo han
estado emparentados de algún modo con ella. Básicamente es la que
decide a quién elegirá el Gran Consejo.
Edeard sacudió la cabeza y comprobó la
góndola que tenían debajo. La señora Florell había desaparecido
bajo el toldo. El gondolero le guiñó el ojo y partió.
—Venga, volvamos —dijo Edeard.
Un alegre Macsen se inclinó para recoger la
caja. Después le disparó otra mirada a Edeard al notar el
peso.
—Percibo un buen montón de gargantillas aquí
dentro. Y deben de ser de oro.
—Espero que esté bien.
—¿Chae? —preguntó Kanseen. La joven parecía
un poco nerviosa.
—No. El vendedor del puesto.
—Ah, sí. Claro.
Muy por encima del Gran Canal Principal, la
ge-águila remontaba el vuelo con pereza en una corriente termal sin
perder de vista la desvencijada góndola que se precipitaba hacia
Sampalok.
★ ★ ★
La mayor parte de la multitud se había
disuelto cuando Edeard y sus compañeros regresaron a la escena del
crimen. Varios vendedores con sus distintivos delantales de color
verde oscuro se afanaban alrededor de los puestos que habían
enderezado, y devolvían el orden al surtido de artículos. Boyd y
Dinlay estaban ayudando a arreglar el toldo que tenían justo
encima, que se había rasgado cuando los delincuentes habían volcado
los puestos.
El vendedor herido seguía en el suelo. Lo
atendía una mujer que se había arrodillado junto al paciente con
una bandolera de médico abierta a sus pies. La ayudaban dos jóvenes
aprendices. Entre todos habían vendado el pecho del vendedor. En
ese momento, la médico estaba totalmente inmóvil, con los ojos
cerrados y presionando las vendas con las manos, con suavidad; su
telequinesia iba operando la carne rasgada que ocultaban los linos
para manipular los vasos sanguíneos y el tejido. Su distinguido
rostro estaba fruncido en una expresión de intensa concentración.
De vez en cuando murmuraba algunas instrucciones a sus aprendices,
que aplicaban su propia telequinesia según les pedía su
maestra.
Edeard observó con atención e intentó
percibir las operaciones también con su visión lejana. La anciana
doctora Seneo nunca había utilizado la tercera mano para operar,
aunque Fahin siempre había dicho que la técnica estaba en los
libros de texto del Gremio de Médicos.
—¿Estáis los tres bien? —preguntó Boyd con
lenguaje a distancia.
—Por supuesto —replicó Macsen.
Boyd echó un vistazo hacia donde el sargento
Chae se encontraba hablando con un grupo de vendedores.
—Cuidado —dijo sin ruido.
Chae se acercó a ellos con paso firme y una
máscara de furia sobre la cara. Edeard tuvo la sensación de que las
botas de su sargento iban a dejar huellas en el asfalto marrón
grisáceo del mercado, tal era la fuerza de sus pasos. Por algún
proceso que Edeard no terminaba de entender, había terminado por
delante de Macsen y Kanseen.
—Según creo, os di una orden directa —dijo
Chae con tono sereno pero amenazador.
Todo el buen humor que invadía a Edeard tras
haber recuperado la caja se desvaneció al instante. Jamás había
pensado que Chae se enfadaría tanto. Por una vez, el sargento no
intentaba siquiera ocultar sus sentimientos.
—Pero sargento...
—¿Te dije o no te dije que pararas?
—Bueno... sí. Pero...
—¿Entonces me oíste?
Edeard agachó la cabeza.
—Sí, sargento.
—Así que me desobedeciste. No solo eso sino
que pusiste en peligro tu seguridad V la de tus compañeros. Esos
hombres eran miembros de una banda y estaban armados. Supón que
tuvieran pistolas.
—La tenemos —anunció Macsen con aire
desafiante.
—¿Qué?
—La recuperamos, se la quitamos a los muy
cabrones —dijo Macsen en voz bien alta. Se giró un poco para mirar
al grupo de vendedores y levantó la caja.
El estallido de asombro que emanó de la
gente del mercado sorprendió a Edeard. También hizo callar al
sargento Chae, si bien continuó mirando furioso a los agentes.
Macsen se acercó a los que estaban junto al hombre herido.
—Tome —dijo, y le tendió la caja.
Uno de los jóvenes con un delantal verde se
adelantó.
—Soy Monrol; Kavine es mi tío. Esto es lo
que le robaron. —Giró el disco de la cerradura con unos movimientos
precisos y la tapa se abrió de repente—. Está todo aquí —dijo con
una sonrisa. Le mostró la caja abierta al mercado—. Está todo. Lo
han devuelto. Los agentes nos lo han devuelto.
Alguien empezó a aplaudir y pronto se
unieron los demás espectadores. Silbidos de aprobación hendieron el
aire y después los tres agentes se vieron rodeados, de repente, por
los hombres y mujeres de los delantales verdes que les estrecharon
las manos y les dieron palmadas en la espalda. Un Monrol radiante
le dio a Macsen un abrazo y después continuó con Kanseen. A Edeard
también lo envolvió entre sus brazos.
—Gracias, gracias.
—Sargento Chae —bramó una voz
profunda.
Los vendedores se quedaron callados cuando
se adelantó Setersis. Edeard ya lo había visto un par de veces,
siempre estaba quejándose a Chae de la poca frecuencia de las
patrullas de los agentes por el mercado. Setersis era el jefe de la
asociación de vendedores de Silvarum y gracias a eso tenía un
puesto en el Consejo de Comerciantes de la ciudad; tenía casi tanta
influencia política como el Maestro del Consejo de Gremios.
—¿He oído bien? —preguntó Setersis—. ¿Los
agentes por fin han acudido a socorrernos?
Por una vez, Chae no parecía muy seguro de
sí mismo.
—Hemos podido ser de ayuda. —Dejó de mirar
furioso a Edeard y adoptó una expresión casi comprensiva—. Estaba a
punto de pedirles a los miembros más temerarios de mi patrulla que
me informaran de lo ocurrido durante la persecución.
—Miembros temerarios, ¿eh? —Setersis les
sonrió a los tres agentes en prácticas—. Sí, sois muy jóvenes,
¿verdad? Bien hecho. Si tuviéramos más agentes con huevos, no
estaríamos en el lamentable estado en el que estamos. Y disculpa,
muchacha.
—Desde luego —dijo Kanseen con
gentileza.
—Bien, pues; contadme lo que pasó durante la
persecución. ¿Os las arreglasteis para dejar caer sin querer a esa
escoria al canal?
—No, señor —dijo Edeard—. Me temo que se
escaparon en una góndola. Se dirigían hacia el puerto. —Algo le
hizo evitar mencionar que su ge-águila le estaba mostrando que los
ladrones ya habían pasado por el estanque del Bosque y se acercaban
a Sampalok.
—Ninguno de los gondoleros quiso ayudarnos
—se le escapó a Macsen—. Y eso que se lo pedimos.
—¡Ja! No son más que fil-ratas disfrazadas
de humanos —gruñó Setersis—. Con todo, habéis hecho un buen
trabajo. No recuerdo la última vez que un agente devolvió unos
artículos robados. —Le lanzó a Chae una mirada llena de intención y
el sargento apretó la boca—. Tenéis todo mi agradecimiento. Estoy
seguro de que mis compañeros de los otros puestos os mostrarán su
aprecio la próxima vez que vuestra patrulla se aventure por el
mercado.
Edeard sabía que estaba sonriendo como un
tonto. Le daba igual, Macsen y Kanseen también sonreían igual.
Después vio al fin a Dinlay, al que parecía que se le había muerto
un pariente muy cercano.
★ ★ ★
Una vez que la médico anunció que Kavine se
pondría bien, Chae declaró que la patrulla había terminado y que
regresaban a la comisaría de Jeavons. Después los sacó del mercado
sin decir una palabra más. Edeard no sabía si se habían metido en
un buen lío, la mente del sargento estaba oculta bajo un escudo
perfecto.
Macsen le lanzó a Boyd una pregunta directa
con lenguaje a distancia, pregunta que compartió con Edeard y
Kanseen.
—¿Qué dijo Chae?
—No mucho —respondió Boyd de forma igual de
furtiva—. Os estaba gritando que pararais. Cuando no volvisteis
ninguno, se limitó a concentrarse en ayudar al vendedor. Yo tuve
que mantener los bordes juntos para parar la hemorragia. ¡Por la
Señora! Pensé que iba a desmayarme, había mucha sangre. Monrol dijo
que lo acuchillaron un par de veces con esas navajas para obligarlo
a soltar la caja. Ojalá hubiera ido con vosotros en lugar de
quedarme, pero dudé ese primer segundo. Lo siento mucho.
—No lo sientas —dijo Edeard—. Cuanto más
pienso en ello, más estúpido me siento. Chae tenía razón.
—¡Qué! —exclamó Macsen en voz alta. Después
miró a Chae pero el sargento no pareció darse cuenta.
—Ellos eran cuatro y tenían navajas; seis si
contáis a los gondoleros. Podrían habernos matado y habría sido
culpa mía.
—Recuperamos la caja.
—Suerte. Eso es todo. Pura suerte. La Señora
nos sonrió hoy. No lo hará mañana. Tenemos que actuar como agentes
de verdad, permanecer juntos, trabajar en equipo.
Macsen sacudió la cabeza, desesperado.
Edeard miró a Kanseen y se encogió de hombros con gesto de
disculpa.
—Fui contigo —le dijo ella en voz baja—. Yo
también me dejé llevar. No intentes llevarte todas las culpas de
esto.
Edeard asintió. Más adelante, Chae
continuaba avanzando con paso firme y la espalda rígida, sin mirar
a su alrededor. A su lado, Dinlay evitaba cualquier tipo de
comunicación con sus amigos. Al regresar al mercado tras dejar el
Gran Canal Principal, los tres se habían mostrado triunfantes pero
poco rato después el ambiente se había revertido por completo. En
aquel momento a Edeard le apetecía darse la vuelta y salir
corriendo de la ciudad. Iba a ser horrible cuando regresaran a la
comisaría, lo sabía.
—Esa no es la actitud que se supone que debe
tener el héroe a su regreso —le dijo Salrana. Su lenguaje a
distancia transmitía una gran preocupación.
Edeard levantó la cabeza para lanzarle al
cielo una mirada avergonzada.
—Lo siento. Pero lo conseguimos. De hecho,
hicimos huir a los matones de una banda.
—¡Lo sé! Te seguí todo el tiempo con mi
visión lejana. Estuviste estupendo, Edeard. Ojalá yo hubiera
elegido ser agente.
—Nuestro sargento no comparte tu opinión. Y
lo que es peor, tiene razón. No nos comportamos como
debíamos.
—¿Le habéis dicho eso al vendedor?
—No se trata de eso.
—Sí, sí que se trata de eso, Edeard. Lo que
hiciste hoy fue una buena obra. Da igual cómo lo hicieras. Ayudaste
a alguien. La Señora lo vio y estará contenta.
—A veces tienes que hacer lo que no debes
—dijo sin ruido. Recuperó parte de su buen humor cuando intentó
imaginarse lo que habría dicho Akeem sobre las reglas y
procedimientos de Chae. Sabía que sería breve y sucinto.
—¿Qué? —preguntó Salrana.
—Nada. Pero gracias. Voy a volver a la
comisaría y voy a hacer lo que haga falta para arreglar las cosas
con mi sargento.
—Siempre estoy muy orgullosa de ti, Edeard.
Habla conmigo esta noche; cuéntame todo lo que pase.
—Lo haré. Te lo prometo.
★ ★ ★
Cuando regresaron a la comisaría, el mal
humor de Chae parecía haberse desvanecido. Edeard esperaba que le
gritaran en cuanto atravesaran las grandes puertas, pero, en su
lugar, Chae se quedó allí con una expresión de auténtico cansancio
en la cara; por una vez, su escudo se había soltado lo suficiente
como para que Edeard percibiera lo agotados que eran sus
pensamientos.
—Al paraninfo pequeño —le dijo a la
brigada.
Los demás entraron con aire obediente y en
tropel en el edificio. Edeard esperó hasta que atravesaron la
puerta.
—Fue culpa mía —le dijo a Chae—. Animé a los
otros a seguirme. No quise escucharle e hice caso omiso del
procedimiento.
Chae lo estudió, su mente se había hecho
inescrutable otra vez.
—Lo sé. ¿Y ahora te gustaría adivinar lo que
ocurrirá si Seteris se entera de que os he echado la bronca a
todos?
—Bueno, ¿quizá se ponga de nuestro
lado?
—Se pondría. Pero ahora tienes que crecer
rápido, muchacho; tienes que aprender cómo se equilibran las cosas
en esta ciudad. Venga, tengo que hablar con todos vosotros.
Los otros agentes se levantaron cuando Chae
entró en el paraninfo pequeño. Dinlay le hizo un saludo militar
preciso.
—Déjate de gestos —dijo Chae. Después cerró
con su tercera mano todas las puertas de la sala—. Sentaos.
La brigada intercambió mi radas un tanto
perplejas, salvo por Dinlay, que continuaba manteniéndose
apartado.
—Bueno, ¿cómo creéis que lo hicimos? —dijo
Chae.
—Procedimiento incorrecto —aventuró
Kanseen.
—Sí, procedimiento incorrecto. Pero le
salvamos la vida a un vendedor. Una escoria de las bandas se llevó
una desagradable sorpresa y recuperamos la mercancía robada. Esos
son todos los puntos a favor. El cuerpo de agentes será muy popular
en los mercados de Silvarum durante un par de semanas. Eso está
bien, no tiene nada de malo. Yo incluso diría además que se impuso
la ley. ¿Edeard?
—¿Señor?
—¿Tu águila los siguió de regreso a
casa?
—Eh, sí, señor. Los observé entrar en
Sampalok. En un edificio no muy lejos del Gran Canal Principal.
Todavía no han salido.
—Así que sabemos en qué edificio es probable
que vivan. ¿Y qué hacemos con eso? ¿Reunimos una gran brigada,
entramos y los arrestamos?
—Supongo que no.
—Pero han infringido la ley. ¿No habría que
llevarlos ante un tribunal?
—Demasiado esfuerzo para un delito menor
—dijo Macsen.
—Exacto. Así que haz regresar al águila, por
favor.
—Señor. —El joven envió una orden por el
cielo de Makkathran y percibió que el águila daba la vuelta
hundiendo un ala hacia el suelo. Después comenzó a regresar a gran
velocidad sobre el gran canal.
Chae le dedicaba una sonrisa extraña.
—Así que puedes utilizar el lenguaje a
distancia hasta allí, nada menos, ¿no?
—¿Señor?
—No pasa nada. Veréis, no estoy enfadado con
vosotros, con ninguno de vosotros. Así que relajaos y, por el amor
de la Señora, intentad escuchar lo que estoy a punto de deciros. Lo
que hicisteis hoy es para lo que os alistasteis: para prevenir la
actividad criminal y proteger a los habitantes de esta ciudad. Y
eso está bien; demuestra que tenéis sentido del deber y que sois
leales a vuestros compañeros. Técnicamente hablando, mi obligación
es que sobreviváis a los próximos dos meses; después os quedáis
solos y yo empiezo con la siguiente hornada de jóvenes causas
perdidas. Mi responsabilidad para con vosotros termina entonces.
Pero lo que tengo que intentar infundiros antes de que salgáis de
aquí es un sentido de la proporción y quizá incluso cierta
conciencia política. Pensémoslo un momento. A los miembros de esa
banda les habrá afectado la demostración de fuerza de Edeard, y
estarán furiosos por haber vuelto con las manos vacías tras correr
tantos riesgos. La próxima vez que salgan, querrán asegurarse de
que su delito da fruto. Así que darán todos los pasos necesarios
para contar con garantías. Boyd, ¿qué harías tú si fueras ellos?
¿Cómo te asegurarías?
—¿Llevaría una pistola?
—Muy probable. Así que cualquier patrulla
que se enfrente a ellos va a ver cómo le disparan.
—Un momento —dijo Edeard—. No podemos dejar
que eso nos detenga. Si no hacemos nada porque empezamos a tener
tanto miedo de tomar medidas enérgicas contra las bandas, habrán
ganado ellos.
—Correcto. ¿Entonces?
—La próxima vez los hacemos huir pero nada
más —dijo Macsen.
—Buena opción. Aunque, en realidad, vuestra
respuesta fue más o menos la correcta. La verdad es que yo no me
comporté muy bien ahí fuera, sobre todo porque estaba preocupado
por vosotros, chicos, que os fuisteis corriendo sin más. Hay una
vieja ley de la naturaleza que dice que por cada acción hay una
reacción igual y opuesta. Si los miembros de esa banda entran en un
mercado a plena luz del día y utilizan una navaja con un vendedor,
entonces deben esperar una reacción por parte de los agentes.
Fueron ellos los que traspasaron los límites en esta ocasión. Pero,
de todos modos, eso no significa que tres de vosotros podáis salir
en su persecución cuando ellos son cuatro. Con o sin navajas y
pistolas, os superan en número. Está claro que la situación puede
convertirse en tragedia. Y ese fue el error. Fue también un error
dejar a una persona del público herida y desatendida. No os
detuvisteis a valorar la situación, que es lo fundamental; también
permitisteis que vuestro instinto se impusiera a mis órdenes, que
es un delito todavía mayor por mucho que pensarais que estabais en
lo cierto. Se supone que debo prepararos para responder a las
situaciones de una forma profesional, y es obvio que no os lo he
inculcado con la fuerza suficiente. Bien, estoy dispuesto a achacar
los lapsos de hoy a la emoción de la primera vez y la confusión
general, y a dejar las cosas así. Necesitáis experiencia más que
teoría, así que no habrá medidas disciplinarias ni recriminaciones.
Pero hay algo que debéis entender: bajo ningún concepto debe pasar
de nuevo. La próxima vez que nos encontremos con un delito,
seguiréis el procedimiento al pie de la letra. ¿Ha quedado
claro?
—Sí, sargento —dijeron todos a coro.
—Entonces nos entendemos. Tomaos esta noche
libre, bajad al Águila de Olovan a tomaros una copa o media docena,
y volved a este paraninfo para otra dosis de teoría mañana por la
mañana. También voy a ir en contra de mi propia política para
deciros una cosa: a menos que la fastidiéis mucho en vuestros
exámenes de graduación, todos aprobaréis vuestro periodo de
prácticas.
★ ★ ★
—Fui un inútil —se quejó Dinlay—. Me quedé
de piedra. Fui un auténtico inútil. —Y se tomó otro trago de
cerveza.
Edeard miró a Macsen, que se limitó a
encogerse de hombros. Llevaban una hora en el Águila de Olovan y
Dinlay no había dicho mucho. Ya era un pequeño milagro que hubieran
conseguido que los acompañara a la taberna. No había dicho ni diez
palabras desde que Chae los había despachado del paraninfo
pequeño.
—Te quedaste de piedra un par de segundos,
nada más —dijo Kanseen—. Lo que significa que estabas cerca de Chae
cuando nos ordenó a todos parar a ayudar al vendedor. No podías
hacer otra cosa.
—Debería haber hecho caso omiso, como
hicisteis vosotros. Y no lo hice. Fracasé.
—Oh, por la Señora —rezongó Kanseen antes de
recostarse en su asiento. Lucía un vestido azul y blanco con flores
naranjas. No era la prenda más elegante que Edeard hubiera visto en
Makkathran, ni la más nueva, pero la chica estaba muy guapa con él.
Su cabello corto todavía la distinguía de las otras chicas, que lo
llevaban largo, a la moda. Pero a él le gustaba así, a Kanseen le
quedaba bien, realzaba una nariz más bien chata y los ojos de color
verde oscuro. Ahora que la conocía desde hacía unos meses, no era
una chica tan intimidante como al principio, aunque no era que él
pensara en ella como otra cosa que una simple compañera y amiga,
claro.
—Aquí no fracasó nadie —dijo Edeard—. Esta
tarde fue un caos, eso es todo. Y tú ayudaste a Chae con el
vendedor.
—Me quedé de piedra —dijo Dinlay con acento
desgraciado—. Os decepcioné a todos. Decepcioné a mi familia.
Sabéis, ellos esperan que sea el capitán de la comisaría en diez
años. Mi padre lo fue.
—Vamos a tomar otra cerveza —dijo
Macsen.
—Oh, sí, eso va a resolverlo todo —dijo
Kanseen con amargura.
Macsen le guiñó un ojo y después le lanzó
una orden con lenguaje a distancia a una de las camareras de la
taberna. Algo más debió de decirse en esa conversación porque
Edeard sorprendió a la chica dedicándole a su amigo una sonrisa de
burla indignada.
¿Cómo lo hace? No es lo
que dice, es toda su actitud. ¿Y por qué yo no sé hacerlo?
Edeard se echó hacia atrás y examinó a su amigo con actitud
crítica. Macsen estaba sentado en el medio de un pequeño sofá con
Evala a un lado y Nicolar al otro. Las dos chicas se inclinaban
hacia él, se reían de sus chistes, ahogaban grititos y lanzaban
risitas mientras Macsen les contaba lo ocurrido en el mercado, un
estrambótico relato lleno de emoción y valentía que Edeard no
reconoció. Supuso que Macsen era bastante guapo, con su cabello
castaño claro y la mandíbula plana. Sus ojos castaños estaban
siempre llenos de un júbilo que rayaba en lo vil, lo que era un
atractivo adicional. Ayudaba que siempre fuera bien vestido cuando
salían. Esa noche se había puesto unos pantalones pardos cortados
del ante más suave y un cinturón compuesto por unas hebras negras
de cuero entretejido. La camisa de satén azul cielo apenas asomaba
bajo una levita de color esmeralda oscuro.
¿Ves?, yo nunca
tendría valor para ponerme una combinación como esa, pero él la
lleva como si fuera lo más normal. El epítome del hijo menor de
cualquier familia de alta alcurnia.
De hecho, el resto parecían bastante grises
en comparación. Edeard siempre se había sentido bastante satisfecho
con su americana negra, los pantalones hechos a medida y las botas
por las rodillas, pero estaba claro que lo habían relegado a ser el
amigo pobre al que compadecían las amigas de Macsen y al que
intentaban emparejar con esa amiga a la que consideraban un caso
perdido. Y hablando de eso... Edeard intentó no quedarse mirando a
Boyd, que estaba sentado al otro lado de la mesa con una expresión
cautivada en el rostro. Clemensa estaba a su lado, parloteando
sobre el día que había tenido. La joven sería igual de alta que
Boyd y también debía de pesar poco más o menos lo mismo. Edeard no
podía evitar que sus ojos tendieran a deslizarse por el escote más
que pronunciado del vestido de la joven cada vez que la chica se
inclinaba, cosa que hacía con una frecuencia sospechosa.
La camarera trajo la bandeja de cervezas que
había pedido Macsen. Dinlay estiró la mano de inmediato para coger
su jarra y Edeard hurgó en el saquito de dinero que llevaba en el
bolsillo.
—Ah, no, esta ronda es mía —dijo Macsen. Su
tercera mano depositó unas monedas en la bandeja vacía—. Gracias
—dijo con tono sincero. La camarera sonrió. Evala y Nicolar se
apretaron más contra él.
Edeard suspiró. Y además
siempre es de lo más educado. ¿Es por eso?
—Boyd —exclamó Macsen en voz alta—. Cierra
la boca, hombre, que estás empezando a babear.
Boyd cerró la mandíbula de golpe y miró
furioso a Macsen. Un tono rojo brillante le cubrió la cara.
—No le hagas ningún caso —dijo Clemensa. Le
posó una mano a Boyd en la mejilla, le volvió la cara y lo besó—. A
las chicas nos gusta que un hombre nos preste atención. Edeard
pensó que Boyd iba a desmayarse de felicidad.
—Tengo que irme —murmuró Dinlay—. Vuelvo en
un minuto. —Se levantó y se tambaleó un poco, después se dirigió al
arco del fondo del salón, donde estaban los aseos.
El hecho de que hubiera baños en los pisos
superiores era una de las muchas revelaciones que le habían
ofrecido los edificios de la ciudad a las que Edeard le había
costado acostumbrarse. Claro que, una taberna que se extendiera por
varios pisos también era una novedad, así como la pálida luz
naranja que irradiaba del techo y que brillaba casi tanto como el
sol. La primera noche que había visitado el Águila de Olovan se
había preguntado por qué no había paja en el suelo. La vida en la
ciudad era tan civilizada. Allí sentado, en una sala cálida, con
una ventana por la que se veían las luces que se extendían hasta el
mar Lyot, una buena cerveza en la mano y cómodo con sus amigos, le
costaba entender que fuera la misma ciudad cuyas calles
ensombrecían el crimen y las bandas organizadas.
—¿Qué estás haciendo? —le siseó Kanseen a
Macsen—. Ya ha bebido demasiado.
—Es lo mejor para él. Nunca le da por armar
bronca cuando está borracho. Un par de pintas más y se quedará
dormido. Antes de que se dé cuenta, ya será mañana y estaremos tan
ocupados que no tendrá tiempo para darle vueltas a nada. Solo
tenemos que conseguir que sobreviva a esta noche.
Por un momento pareció que Kanseen quería
protestar pero no se le ocurrió cómo y miró a Edeard.
—Tiene sentido —admitió él.
Macsen pidió más bebida a la camarera.
—Mi hígado tiene que sacrificar su vida para
que Dinlay llegue a la graduación —se quejó Kanseen.
—El cuerpo de agentes es un equipo —dijo
Edeard, y levantó la jarra—. En memoria de nuestros hígados. ¿Quién
los necesita?
Todos brindaron por eso.
—No os preocupéis —dijo Macsen—. Lo tengo
todo estudiado. Nuestra cerveza está aguada. La de Dinlay lleva dos
chupitos de vodka en cada cerveza.
Hasta Kanseen tuvo que echarse a reír,
después señaló a Macsen con su jarra.
—Eres tan...
—¿Guapo y malvado? —sugirió Edeard mientras
le lanzaba a su jarra una mirada mortificada. ¿Esto está aguado? Pues yo no lo noto, sabe
igual.
—Exacto —dijo ella.
—Os lo agradezco. —Macsen rodeó con los
brazos a las chicas, las atrajo hacia él y besó primero a Evala y
después a Nicolar.
—No es solo por esta noche por lo que
tenemos que preocuparnos —dijo Boyd.
—¿Nuestro Boyd necesita preocuparse por esta
noche? —le preguntó Macsen a Clemensa.
La joven le lanzo a Hoyd una mirada
ávida.
—Desde luego que no. Después de lo que
habéis hecho hoy, para mí sois todos unos héroes. Y eso hay que
recompensarlo.
—Va a querer demostrarse algo a sí mismo
—dijo Boyd—. Nada de lo que dijo el sargento va a contenerlo. La
próxima vez que nos encontremos con una pelea o un robo, Dinlay
será el primero y estará deseando enfrentarse al malo.
—Me lo había parecido a mí también —dijo
Edeard.
—Tendremos que estar preparados —dijo
Kanseen—. No podemos refrenarlo, eso solo empeoraría las cosas.
Pero podemos estar ahí, a su lado.
—Todos juntos —dijo Macsen. Después levantó
la jarra—. Pase lo que pase.
—Pase lo que pase —brindaron todos con un
rugido.
Edeard seguía sin notar el agua.
★ ★ ★
Los cuatro ge-monos de la comisaría de
Jeavons caminaban sin prisa por la calle, parecían portar un
féretro en lugar de al bueno de Dinlay, que regresaba a la cama de
la residencia en estado comatoso.
Kanseen no hacía más que mirar atrás para
comprobarlo.
—¿Crees que estará bien?
—La verdad es que no —dijo Edeard—. Si
Macsen dijo en serio lo del vodka, va a tener una resaca de Honio
mañana por la mañana. —Se volvió para inspeccionar a los ge-monos.
Usarlos no era la solución ideal pero era mejor que verse él y
Kanseen tirando de Dinlay. Boyd y Macsen se habían quedado en la
taberna, con las chicas. Arriba había habitaciones privadas que sin
duda sus compañeros iban a utilizar esa noche. Edeard intentó
contener la envidia.
—¡Ese Macsen! —exclamó ella.
—No está tan mal. De hecho, preferiría
tenerlo a él a mi lado antes que a Dinlay.
—Menuda elección.
—Y tú eres preferible a todos los demás.
—Tanta cerveza y encima el aire cálido de la noche lo estaban
exaltando un poco. Seguro que lo había dicho por eso.
Kanseen no dijo nada durante un rato, los
dos siguieron caminando por la larga y casi desierta calle.
—Ahora mismo no estoy buscando nada —dijo
después con tono solemne—. Acabo de romper con un hombre. Estábamos
comprometidos. Terminó... mal. Él quería una chica buena y
tradicional, una chica que supiera cuál es su lugar.
—Lo siento. Pero tengo que decir que pierde
él más que tú.
—Gracias, Edeard.
Continuaron un rato más en silencio, las
sombras cambiaban al pasar bajo los trozos de luz de color naranja
brillante que había junto a los edificios.
—No sé muy bien lo que tienes —dijo Kanseen
en voz baja—. No estoy hablando solo de lo fuerte que es tu tercera
mano. Destacas sobre todos. Eres lo que me imagino que se supone
que tienen que ser los hijos de las familias nobles, o lo que eran
antes de ser tan ricos y gordos.
—Yo no tengo nada de noble.
—La nobleza no está en el linaje, Edeard;
está en tu interior. ¿Dónde estaba tu
aldea?
—Ashwell, en la provincia de Rulan.
—No sé dónde está. Me temo que no sé nada de
geografía más allá de la llanura Iguru.
—Ashwell estaba mucho, muchísimo más allá,
justo al borde de las tierras salvajes. Te la mostraré en un mapa
si encuentro alguno. Tardamos un año en llegar aquí.
—Hazme un regalo.
—¿Qué? Ah. —Edeard se concentró e intentó
encontrar un recuerdo que le hiciera justicia a su antiguo hogar.
Primavera, decidió, cuando los árboles estallaban de vida, el cielo
estaba lleno de luz y los vientos eran cálidos. Él y otros niños
habían salido de las murallas y habían tomado el camino largo hasta
la cima de los acantilados, desde donde podían contemplar los
edificios acogedores que se refugiaban debajo.
Oyó una suave bocanada de aliento y se dio
cuenta de lo mucho que se había implicado en el recuerdo, que había
teñido de melancolía.
—Oh, Edeard, es tan bonito. ¿Qué ocurrió?
¿Por qué te fuiste?
—La atacaron unos bandidos —dijo con tono
rígido. A pesar del tiempo que llevaba en la residencia de la
comisaría, jamás les había contado a sus nuevos amigos la verdad
sobre Ashwell. Lo único que sabían era que él había perdido a su
familia a manos de unos bandidos.
—Lo siento —dijo la joven. Por una vez,
Kanseen dejó caer el velo que ocultaba sus pensamientos y le
permitió percibir su simpatía—. ¿Fue muy grave?
—Salrana y yo sobrevivimos. Y cinco personas
más.
—¡Oh, Señora! Edeard. —La mano femenina le
cogió un brazo.
—No te preocupes. He terminado por asumirlo.
Salvo por la pérdida de mi maestro, Akeem. Todavía lo echo de
menos. —Las corrientes emocionales que se acumularon en sus
pensamientos fueron tan inesperadas como alarmantemente fuertes.
Creía de verdad que ya había dejado atrás los sentimientos y el
llanto por sus amigos, pero solo había tenido que imaginarse su
antiguo hogar para que todas esas sensaciones volvieran a
invadirlo, tan intensas como el día que había ocurrido.
—Deberías hablar con una de las madres de la
Señora. Dan excelentes consejos.
—Sí. Quizá. —Edeard se obligó a caminan otra
vez—. Venga, vamos. Tengo la sensación de que mañana Chae no va a
ser demasiado tierno con nosotros.
★ ★ ★
Los ge-monos dejaron a Dinlay sobre su
colchón y lo taparon con una fina manta. El joven agente no
despertó, se limitó a gruñir y dar un par de vueltas. Edeard no se
molestó en quitarle las botas a su amigo; de repente él también
estaba muy cansado y apenas si consiguió quitarse las botas y los
pantalones. Los ge-chimpancés de la residencia se escabulleron
corriendo de un sitio a otro para recoger su ropa y llevarla a
lavar.
Como era de esperar, una vez que al fin se
acostó, su mente estaba demasiado inquieta para proporcionarle el
sueño que ansiaba su cuerpo. Envió un pensamiento a la roseta de
iluminación del techo principal, que se amortiguó hasta convertirse
en el fulgor de una nebulosa. Esa era casi la única reacción que
¡los pensamientos humanos podían arrancar a los edificios de la
ciudad. Los ge-chimpancés se fueron tranquilizando. Desde el piso
de abajo llegaron unos leves sonidos que cruzaron como un susurro
la gran habitación vacía, las habituales idas y venidas de los
oficiales del turno de noche. Edeard jamás se había acostumbrado
del todo al modo que tenían de curvarse las paredes de la ciudad.
En Ashwell, las paredes se levantaban en línea recta; los nueve
lados del patio de su antiguo gremio se consideraban una
arquitectura bastante innovadora. En la residencia de los agentes,
los huecos ovalados donde se encontraban las camas eran casi
habitaciones por derecho propio, con entradas arqueadas que medían
el doble que Edeard. Al joven le gustaba imaginar que la residencia
era en realidad una especie de dormitorio aristocrático y que quizá
la raza que había creado Makkathran tenía más de dos géneros, de
ahí las seis camas, lo que convertiría a la comisaría en un
edificio importante. No conseguía asignarle ningún uso a aquella
colmena de habitaciones pequeñas subterráneas que se utilizaban
como celdas y almacenes.
Mientras lo pensaba, dejó que su visión
lejana se filtrara por el panorama gris y translúcido de la
estructura de la comisaría. La imagen fue tal que pareció rodearlo
y envolverlo. La gravedad tiró de su mente y se hundió como un
fantasma por el suelo del sótano. Había fisuras en el terreno, más
abajo, fisuras lisas que giraban y se encorvaban a medida que se
iban adentrando cada vez más. Algunas no eran más anchas que sus
dedos, mientras que otras eran lo bastante anchas como para que
pudiera pasar caminando. Se ramificaban y cruzaban formando una
enrevesada filigrana que a sus quijotescos pensamientos le parecían
las venas de un cuerpo humano. Sintió el agua que palpitaba por
algunas mientras que por otras soplaban fuertes vientos. Varias de
las fisuras más pequeñas contenían hebras de luz violeta que
parecían arder sin consumir jamás las paredes. Intentó tocarlas con
la tercera mano pero esta se deslizó como si intentara atrapar un
espejismo.
Su visión lejana se expandió y se hizo más
tenue. Las fisuras se extendieron, se alejaron de la comisaría y se
abrieron camino bajo las calles del exterior, después se
entretejieron con otras extensas filigranas huecas que sostenían
los edificios circundantes. Edeard ahogó un grito de asombro a
medida que su visión lejana se fue ampliando cada vez más; cuanto
más se relajaba, más podía percibir. Varias astillas de color
resplandecieron en su mente, como si aquel mundo de sombras
creciera en textura. Ya no podía percibir la residencia. La
comisaría era una joyita resplandeciente incrustada en una inmensa
espiral de centellas parecidas multicrómicas.
Makkathran.
Edeard experimentó la maravilla de sus
pensamientos. Se sumergió en una melodía en la que un solo ritmo
duraba años enteros, acordes tan magníficos que podrían partir el
mismo suelo si alguna vez adquirían sustancia. La ciudad dormía el
largo sueño de todos los gigantes, sin que la corrompiera el tempo
frenético e irrisorio de los parásitos humanos que se arrastraban
por sus extremidades físicas.
La ciudad estaba satisfecha.
Edeard se bañó en su antigua serenidad y
poco a poco fue cayendo en un sopor sin sueños.