Quinto Sueño de Íñigo

—... Así pues, dado que la ciudad se considera una única entidad por derecho propio, ningún ser humano puede ser propietario de su residencia en el sentido legal tradicional. Sin embargo, en el decimoquinto año tras la llegada de Rah, el recién formado Consejo Superior aprobó la primera Ley de Registro. En esencia, eso significa que cualquier ser humano puede reclamar una residencia dentro de las murallas de la ciudad para su propio uso. Para inscribirse, solo hay que encontrar una casa, un apartamento o una habitación que no esté ocupada, permanecer en ella dos días y dos noches y después inscribir la reivindicación en la Junta de Ocupación. Esta reivindicación, una vez autentificada mediante acta notarial, permitirá a la persona y a sus descendientes vivir allí hasta el momento en que decidan renunciar a ese derecho. Dado que no hay edificios nuevos, y no puede haberlos, las casas más grandes y más deseables se reclamaron dentro de los diez años siguientes a la apertura de la primera puerta por parte de Rah. Estas viviendas son ahora los palacios de nuestras familias más antiguas, los Maestros de Distrito, y como tales pueden tener hasta cinco generaciones viviendo en su interior, todos ellos hijos varones primogénitos que esperan heredar la propiedad y el puesto en el Consejo Superior. El alojamiento disponible que resta en la ciudad hoy en día es pequeño y mal configurado para la ocupación humana, e incluso eso está disminuyendo a toda prisa. Así pues, mientras distritos como Aguilera son prácticamente inhabitables...
Edeard esperaba no haber gemido en voz alta de puro aburrimiento. Ya era tan hábil como cualquier ciudadano de Makkathran a la hora de velar sus emociones e impedir que las viera una visión lejana casual, pero si maese Solarin, del Gremio de Abogados, utilizaba la expresión «así pues» una vez más... Era un misterio el modo en que aquel anciano podía hablar durante tanto tiempo sin tomarse un respiro. Según los rumores que corrían por la comisaría, maese Solarin tenía más de doscientos cincuenta años. A Edeard le sorprendería que eso fuera verdad, desde luego no parecía tan joven. El cabello blanco tenía unas entradas tan grandes que la parte superior del cráneo estaba calva por completo, algo que Edeard no había visto jamás, aunque los mechones restantes eran lo bastante largos como para caerle por debajo de los hombros. Y tenía unos miembros delgadísimos y muy frágiles mientras que los dedos se le habían hinchado hasta tal punto que tenía problemas para flexionarlos. Sus cuerdas vocales, sin embargo, no sufrían de tal malestar.
Junto con los demás agentes en prácticas, Edeard estaba sentado en un banco en el paraninfo pequeño de la comisaría de Jeavons, escuchando la conferencia semanal sobre ley básica de Makkathran. En dos meses tendrían que enfrentarse a un buen lote de exámenes sobre el tema, exámenes que tenían que aprobar para graduarse. Al igual que les ocurría a todos los demás, Solarin ponía a prueba la paciencia de Edeard de una forma dolorosa. Un rápido examen demostró que Boyd estaba casi dormido. Los ojos de Macsen habían perdido su foco mientras utilizaba el lenguaje a distancia para hablar con las chicas del taller de la modista que había al final de la calle. Kanseen parecía estar prestando una atención cortés pero Edeard ya la conocía lo bastante bien como para saber que estaba tan aburrida como él. Dinlay, sin embargo, estaba sentado muy erguido y prestando mucha atención, incluso estaba tomando notas. Por alguna razón, Edeard fue incapaz de reírse. El bueno de Dinlay tenía tanto que demostrarles a su padre y a sus tíos que no cabía duda de que aprobaría sus exámenes con notas muy altas. Lo que significaba que el resto, una vez que se graduaran, tendrían que enfrentarse a un peligro muy real, que Dinlay fuese nombrado líder de la brigada, cosa que el joven se tomaría muy, pero que muy en serio.
—... Así pues se estableció el precedente para que el tribunal auxiliar inferior escuchara cualquier solicitud de desahucio cuando se sospecha que dentro de la propiedad en sí está teniendo lugar una irregularidad civil. En la práctica es innecesaria una vista completa y se puede solicitar una notificación provisional de desahucio al magistrado de turno que actúa como consejo superior de facto ante el tribunal inferior. Y eso me temo que lleva esta sesión a su satisfactoria conclusión. Trataremos los criterios para realizar tal solicitud la semana que viene. Entre tanto, me gustaría que tengan leídos para cuando yo vuelva la Jurisprudencia de Sampsols, volumen tres, capítulos trece a veintisiete. Cubre los parámetros principales que regulan el uso de armas dentro de las murallas de la ciudad. Es posible que incluso anime el tiempo que vamos a pasar juntos con un pequeño examen. Qué emoción, ¿no les parece? Hasta entonces, les agradezco su interés y me despido ya. —Solarin les dedicó una vaga sonrisa y se quitó las gafas con montura de oro antes de cerrar el gran libro que había cubierto de anotaciones. Su ge-mono lo colocó con cuidado en una bandolera de cuero junto con los otros libros que el abogado usaba para su conferencia.
Dinlay levantó la mano.
—¿Señor?
—Ah, mi querido muchacho, por desgracia hoy tengo un poco de prisa. Si pudieras poner tu pregunta por escrito y enviársela a mi aprendiz veterano, en el gremio, te estaría muy agradecido.
—Sí, señor. —La mano de Dinlay bajó y sus hombros se hundieron de decepción.
Edeard permaneció sentado mientras el abogado salía con paso lento de la sala, ayudado por dos ge-monos; se preguntaba qué aspecto tendría Solarin el día que tuviera que salir corriendo a alguna parte.
—¿El Águila de Olovan esta noche?
—¿Eh? —Edeard se sacudió para desprenderse de su absurdo ensueño.
Macsen se encontraba de pie junto a su mesa con una expresión satisfecha en la cara.
—Clemensa va a ir. Evala dice que ha estado preguntando por ti. ¡Mucho!
—¿Clemensa?
—La del pelo moreno recogido siempre en una cola larga. Pecho grande. Piernas grandes también, por desgracia, pero, oye, nadie es perfecto.
Edeard suspiró. Era otra de las modistillas. Macsen se pasaba la mayor parte del tiempo engatusándolas o intentando emparejarlas con sus amigos. Una vez incluso había intentado que Kanseen saliera con un aprendiz de carpintería; no se le ocurriría hacerlo otra vez.
—No. No, no puedo. Voy muy retrasado con los textos legales y ya oíste lo que dijo Solarin.
—Recuérdamelo.
—Va a haber un examen —dijo Edeard con tono cansado.
—Ah, ya. Pero el único que cuenta es el examen del final, no te preocupes. Escucha, tengo un amigo en el Gremio de Abogados. Un par de chelines de oro y nos regala el Sampsols entero.
—Eso es hacer trampas —dijo Dinlay con calor.
Macsen adoptó la expresión ofendida que requería la ocasión.
—¿En qué sentido?
—¡En todos los sentidos!
—Dinlay, solo te está tomando el pelo —dijo Kanseen mientras se levantaba para irse.
—Hablo totalmente en serio —dijo Macsen, su rostro era tan inocente como el de un recién nacido.
—No le hagas ni caso —dijo la joven y le dio al hombro de Dinlay un suave empujón—. Venga, vamos a comer algo antes de salir.
Dinlay se las arregló para fruncir el ceño otra vez antes de salir corriendo tras Kanseen. Después empezó a preguntarle algo a su compañera sobre las leyes de residencia.
—Debe de ser amor verdadero —gorjeó Macsen muy contento cuando los otros se perdieron de vista.
—Eres malo —decidió Edeard—. Pero malo de verdad.
—Solo gracias a años de práctica y dedicación.
—Sabes que va a ser nuestro líder de brigada, ¿verdad?
—Sí. Conseguirá su nombramiento el día después de que el Gremio de Moldeado de Huevos anuncie que se ha esculpido un ge-cerdo que puede volar.
—Hablo en serio. Sus notas estarán muy por encima de las nuestras; además, su padre y un montón de miembros más de su familia son agentes. Y de alto rango.
—Chae no es tonto. Sabe que eso no funcionará jamás.
Edeard quería creer a Macsen.
—Eh, Edeard, ¿de verdad no te interesa Clemensa? —preguntó Boyd.
—Ah, perfecto —dijo Macsen mientras se frotaba las manos—. ¿Por qué, te apetece probar?
—De hecho, sí —dijo Boyd con más valor del que le había supuesto Edeard. —Bien dicho. Es una chica encantadora. Y resulta que sé que está cachonda como un drakken sediento de sangre.
Boyd frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo Evala —dijo Macsen sin amedrentarse—. A su último novio lo plantó por no tener suficiente aguante.
Boyd le lanzó a Macsen de repente una mirada cautivada.
—Voy contigo esta noche. Pero tienes que hacer que Evala interceda por mí.
—Déjamelo a mí, mi buen amigo. Ya te puedes dar por follado hasta quedar sin sentido.
Edeard entornó los ojos y le prometió a la Señora que sería bueno por siempre jamás si evitaba que Macsen siguiera siendo... bueno, Macsen.
—Venga, vamos a comer algo antes de que los agentes vuelvan a quedarse con todo.
—Oh, sí —dijo Boyd—. Nuestros serviciales y acogedores colegas. Odio la forma que tienen de tratarnos.
—Solo otros dos meses más, eso es todo —dijo Macsen.
—¿De verdad crees que nos mostrarán algún respeto cuando nos graduemos? Yo no.
—No, claro que no —asintió Macsen—. Pero al menos nosotros podremos tratar como a una mierda a los nuevos de prácticas. Ya sé cómo me hará sentir eso.
—De eso nada —dijo Edeard—. Nosotros vamos a hablar con ellos, a ayudarlos con sus problemas y a hacer que se sientan apreciados.
—¿Por qué?
—Porque eso es lo que me hubiera gustado que nos pasara a nosotros. Puede que así quieran alistarse más personas. ¿No habéis contado los que somos, no solo en esta comisaría sino en toda la ciudad? No hay agentes suficientes en la ciudad. La gente está empezando a organizarse en asociaciones vecinales para enfrentarse a las bandas. Y eso va a socavar el estado de derecho.
—Por la gran Señora, hablas en serio, ¿verdad? —dijo Macsen.
—Sí —dijo Edeard con energía y les permitió percibir su tono mental para que supieran que no estaba bromeando—. Sé lo que pasa cuando el gobierno civil no significa nada. He visto la violencia que usan los bárbaros cuando una sociedad permite la entrada a cualquier cabrón que sabe lo débil que es esa misma sociedad. Y eso no va a pasar aquí. No se puede permitir que Makkathran se desgarre desde dentro.
—No sé por qué te preocupa que Dinlay sea líder de brigada —dijo Macsen, igual de serio que él—. Si eres tú. ¡Señor!
★ ★ ★
Edeard todavía se sentía un poco cohibido cuando se ponía el uniforme de agente para salir. Solo las hombreras blancas distinguían a los agentes en prácticas de los normales. El resto era «de hecho, real» como decía Macsen: una elegante guerrera azul oscuro con botones plateados en la pechera, pantalones a juego y un cinturón ancho de cuero reglamentario que contenía una porra, dos viales de gas de pimienta, un par de esposas de hierro con una cerradura de nivel seis de una complicación endiablada que era casi imposible de forzar con telequinesia, y un pequeño botiquín. Bajo la guerrera iba una camisa blanca que el sargento Chae se aseguraba de que estuviera impecable cada mañana. Las botas quedaban a gusto del individuo pero tenían que ser negras y, al menos, por el tobillo, aunque no por encima de la rodilla; también tenían que brillar de limpias. El casco redondo estaba hecho de una malla de droseda epoxídica con un relleno en el interior para proteger el cráneo del usuario de un golpe físico. Al igual que los demás, Edeard se había comprado su propio chaleco de droseda, que se suponía que era lo bastante duro como para resistir una bala. Macsen había ido un paso más allá y se había comprado unos calzoncillos de droseda.
En teoría, el coste no era demasiado elevado, pero en la práctica todos los agentes necesitaban dos guerreras y al menos tres camisas. Y luego estaban las provisiones constantes de jabón en escamas para que los ge-chimpancés de la residencia lo lavaran todo. Edeard logró un prestigio considerable cuando los otros descubrieron lo bien que se le daba dar órdenes a los ge-chimpancés en las tareas de lavandería. Después de la primera semana, Chae dejó de intentar encontrar defectos cuando aparecían con los uniformes inmaculados cada mañana.
La rutina diaria pocas veces variaba. Por la mañana tenían varias sesiones de adiestramiento de trabajo en equipo y telepatía, además de entrenamiento físico y clases teóricas. Por la tarde los sacaban a patrullar bajo la mirada alarmantemente vigilante de Chae. A veces, el capitán de su división, Ronark, los acompañaba. Las noches eran, en teoría, suyas. Se aconsejaba estudiar, al menos durante la semana. Edeard siempre odiaba que Ronark saliera con ellos para «comprobar sus progresos». El hombre andaba ya por los ochenta años y nunca iba a ascender más allá de su cargo actual. Su mujer lo había abandonado décadas antes y sus hijos lo habían repudiado. Al hombre solo le quedaba el cuerpo de agentes, una institución en la que creía con un fervor religioso. Todo se hacía según las normas, no se permitía variación alguna y las infracciones se penaban con fuertes multas, restricciones y degradaciones. La comisaría de Jeavons tenía uno de los índices de reclutamiento más bajos de la ciudad.
Nadie les prestó atención cuando Chae los sacó de la comisaría a la una en punto. Ronark se encontraba en su ventana curva con forma de ojo de pez, sobre la gran puerta doble, observando el cambio de turno y controlando la salida y entrada de patrullas con su antiguo reloj de bolsillo. En el estrecho pavimento, una brigada regresaba a toda prisa a la comisaría; el cabo tenía la cara roja y jadeaba en el intento de minimizar el retraso. Tres ge-perros correteaban a su lado, encantados con la carrera.
A los agentes en prácticas no se les permitía tener apoyo de genistares. Por suerte, Chae guardaba un discreto silencio sobre la ge-águila de Edeard, que en esos momentos vivía con otras dos en la pajarera que tenía la comisaría en el tejado.
Jeavons era un distrito bastante agradable. Incluso tenía un pequeño parque en el centro que un equipo de ge-monos municipales mantenía en buen estado hortícola. Había un gran estanque de agua dulce en el centro con exóticos peces de color escarlata que medían más de medio metro; a Edeard siempre le parecían siniestros, no le gustaban los colmillos que tenían y el modo en que miraban a todos los que se paraban en la barandilla para contemplarlos. Pero el parque tenía un campo de fútbol marcado y Edeard de vez en cuando se unía a los partidos los fines de semana cuando los chavales de la zona organizaban una liguilla. Le gustaba que Jeavons no albergara a muchas familias de alta alcurnia; sus edificios tenían una escala relativamente modesta, aunque las mansiones del canal de Mármol eran bastante regias. Los carpinteros, los joyeros, y los físicos tenían allí los cuarteles generales de sus gremios. Era también el hogar de la asociación astronómica, que llevaba siete siglos luchando por alcanzar el estatus de gremio, pero siempre los bloqueaba la Pitia, que afirmaba que los cielos eran un reino sobrenatural y la astronomía rayaba en lo herético. Boyd, por supuesto, era un saco de chismes parecidos cuando recorrían las serpenteantes calles; seguro de que conocía la distribución del distrito mejor que Chae.
El sargento los llevó por el canal de la Llegada hasta el distrito Silvarum, más pequeño. Los edificios de aquella parte eran extraños y curvos, como si antes fueran grupos de burbujas que algo o alguien había comprimido de algún modo. Colmenas estrujadas, las llamaba Boyd. Ninguna era lo bastante grande para ser un palacio pero todas pertenecían a familias ricas: las de los mercaderes más pequeños y los maestros veteranos de los gremios profesionales. Todas las tiendas vendían productos que estaban fuera del alcance del dinero, cada día más escaso, de Edeard.
Cuando pasaron por el recargado puente de madera, Edeard se encontró caminando con Kanseen.
—¿Entonces no vas a salir esta noche? —le preguntó la joven.
—Na. No me queda mucho dinero y la verdad es que necesito estudiar.
—¿Entonces te tomas esto en serio, tanto como para convertirlo en una profesión?
—Pregúntamelo otra vez dentro de un año. Entretanto, no voy a fastidiarlo todo por una estupidez. Tengo que graduarme.
—Como todos —dijo ella.
—Hmm. —Edeard miró a Macsen, que se rezagaba al final del puente intercambiando palabras afables con un gondolero que pasaba por debajo. Habían quitado los bancos de la góndola y los habían sustituido por una simple plataforma de listones que transportaba un montón de cajas de madera—. Para ser alguien al que se supone que han echado a la calle sin un penique, Macsen parece tener mucho dinero.
—¿No te has enterado? —dijo Kanseen con una sonrisita de superioridad.
—¿Qué?
—Un maestro con muy mala fama del Gremio de Músicos se ha llevado a su madre a vivir con él. La señora está viviendo en un pequeño apartamento muy bonito del distrito Corbara. Al parecer, el maestro es ciento diez años mayor que ella.
—¡No! —Edeard sabía que no deberían interesarle los chismes pero las habladurías eran moneda de cambio habitual en Makkathran. Todo el mundo había oído algo o tenía algún rumor que contar sobre las familias de los Maestros de Distrito que estaba deseando compartir, y el escándalo era la moneda más apreciada de todas.
—Oh, sí. El tipo antes estaba en una de las bandas ambulantes que recorren la Iguru y las aldeas de las montañas Donsori. —La joven se inclinó hacia él para murmurar—: Al parecer, tuvo que dejar de viajar hace un tiempo porque empezó a haber muchos retoños por esas aldeas. Ahora se limita a dar clases a los aprendices en el edificio del gremio y toca para las familias.
Un pequeño recuerdo resurgió entre los pensamientos de Edeard: charlas de madrugada en una taberna varios meses antes, charlas que él no debería haber oído, y Kanseen había dicho que el hombre tenía «muy mala fama».
—No estarás hablando de Dybal, ¿verdad?
La sonrisa de Kanseen era victoriosa.
—No podría decirte.
—Pero... ¿no lo sorprendieron en la cama con dos novicias de la Señora? —Eso forma parte de su leyenda. Si no fuera tan popular por sus canciones satíricas, ya lo habrían echado del gremio hace décadas. Al parecer son canciones muy «animadas». Los miembros jóvenes de las familias nobles lo idolatran, mientras que los mayores esperan que termine en el fondo de un canal.
—Sí, pero... ¿la madre de Macsen?
—Sí.
Kanseen parecía muy satisfecha de sí misma, lo que era inquietante, sobre todo por la reacción de incredulidad de Edeard. Era el problema de aquella chica, siempre tenía que quedar un poco por encima de los demás. Pero Edeard no se lo tragaba, era la forma que tenía Kanseen de enfrentarse al periodo de prácticas, tenía que erigir una barrera bien fundada a su alrededor. No podía ser fácil ser mujer en el cuerpo de agentes; la prueba era que no había muchas.
Chae empezó por dirigirse directamente a la plaza donde se encontraba el cuartel general del Gremio de Química. El asfalto que había entre los edificios era de un color marrón rojizo con una fila central de gruesos conos que se alzaban hasta la altura de la cintura. Estaban llenos de tierra y habían plantado grandes cerezos de azafrán cuyas ramas creaban un techo verde entre las paredes combadas. Los capullos rosas y azules estaban empezando a caer y formaban una delicada alfombra de pétalos. Edeard intentó no dejar de examinar a los peatones en busca de señales de actividad criminal, tal y como no dejaba de decirles Chae. No era fácil. Los recuerdos de Akeem habían permanecido claros como el cristal y fieles a un aspecto muy concreto de la vida en la ciudad: las chicas. Eran preciosas, sobre todo las que pertenecían a las familias nobles, que parecían usar distritos como Silvarum para cazar en manadas. Cuidaban mucho el aspecto que presentaban en público: vestidos con escotes muy bajos o faldas con aberturas sorprendentes entre los volantes; la tela de los encajes era translúcida; el cabello peinado para que pareciera descuidado; el maquillaje aplicado con habilidad para hacer resaltar sonrisas, pómulos, enormes ojos inocentes; joyas resplandecientes.
Edeard pasó junto a un grupito de doncellas adolescentes que llevaban más riqueza en los anillos de una mano de lo que él ganaría en un mes. Las muchachitas lanzaron risitas coquetas cuando lo sorprendieron mirándolas. Después lo provocaron.
—¿Podemos ayudarle, agente?
—¿Es de verdad esa su porra?
—Es una porra muy larga, ¿verdad, Gilliaen?
—¿La va a usar para someter a los malos?
—Emylee es muy mala, agente, úsela con ella.
—¡Hanna! Es una indecente, agente. Arréstela.
—¿Creéis que tiene una mazmorra para meterla?
Terceras manos pellizcaron y toquetearon con indecencia partes privadas del cuerpo de Edeard, que dio un salto, escandalizado, antes de escudarse a toda prisa y ponerse como un tomate. Las chicas chillaron de júbilo al verlo y se escabulleron a toda prisa.
—Pequeñas furcias —murmuró Kanseen.
—Eh, desde luego —dijo Edeard. Después echó la vista atrás solo para asegurarse de que no estaban provocando ningún problema. Dos de ellas seguían mirándolo de arriba abajo. Más risitas descocadas resonaron por toda la calle. Edeard se estremeció y miró hacia delante con expresión endurecida.
—No tendrías tentaciones, ¿verdad? —preguntó Kanseen.
—Por supuesto que no.
—Edeard, eres un gran tipo, de verdad, y me alegro de estar en la misma brigada que tú. Pero todavía eres muy aldeano. Que no tiene nada de malo, que conste —se apresuró a añadir la joven—. Pero cualquier chica de buena familia te comería para desayunar y escupiría las semillas antes del almuerzo. No son buenas chicas, Edeard, de verdad que no. No tienen sustancia.
¿Entonces cómo es que son tan guapísimas?, pensó el joven con tristeza.
»Además —dijo Kanseen—, todas quieren al primogénito de algún Maestro del Distrito como esposo, o a un miembro de algún gremio, o, si están muy desesperadas, a oficiales de la milicia. Los agentes ni se acercan a sus expectativas, ni en estatus ni en dinero.
Después de la plaza emprendieron el camino a los mercados. Había tres a solo un par de calles de distancia del Gran Canal Principal que bordeaba el lado norte de Silvarum. Eran zonas abiertas, no tan grandes como la plaza, atestadas de puestos. El aire quieto estaba impregnado de aromas. Edeard se quedó mirando las pilas de frutas y verduras con algo de envidia, los vendedores anunciaban sus precios y prometían el mejor sabor y calidad. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había sentado a hacer una comida decente de verdad, como las que solía comer en el complejo del gremio, en Ashwell. Todo lo que se consumía en el comedor de la comisaría llegaba envuelto en una masa y no habían instruido a ninguno de los ge-chimpancés de la cocina en el arte de hacer ensalada.
—Esos pensamientos melancólicos —dijo Kanseen en voz baja.
—Perdón —dijo Edeard e hizo un esfuerzo por ponerse alerta. Chae había dicho que en los mercados siempre abundaban los rufianes y rateros, y seguramente tenía razón. Allí, como siempre, los vendedores de los puestos los recibieron con calidez, con sonrisas y algún que otro regalito: manzanas, peras, una botella o dos, promesas de hacerles un buen precio si volvían al terminar el servicio. Les gustaba que hubiera agentes visibles porque eso reducía los hurtos.
A Edeard le había consternado el recibimiento que habían tenido en algunos distritos y calles cuando Chae los había llevado por el resto de la ciudad: expresiones hoscas y silencios intimidantes, enemistad no encubierta, personas que les daban la espalda, terceras manos que los empujaban cuando pasaban cerca de las orillas de los canales. Chae, por supuesto, había continuado caminando, impávido, pero Edeard se había quedado desconcertado. No entendía por qué había comunidades enteras que repelían la ley y el orden.
Continuaron hasta el segundo mercado, el que se especializaba en tela y ropa. Un número desesperante de mujeres jóvenes se paseaba entre los puestos examinando telas de colores y parloteando muy contentas entre ellas. Edeard mantuvo alzado un pequeño escudo e hizo lo que pudo por no entablar contacto visual, aunque había chicas francamente bonitas que suplicaban que se les echara un segundo vistazo. Macsen no tenía tales inhibiciones. Charlaba muy contento con cualquier muchacha que lanzara, aunque fuera, una simple mirada en su dirección.
—Nunca luis dicho de qué distrito procedes tú —dijo Edeard.
—No, no lo he dicho, ¿verdad? —asintió Kanseen.
—Perdona.
—Y también tienes que dejar de decir eso —dijo la joven, y sonrió.
—Sí, lo sé. Es solo que todos vosotros estáis acostumbrados a esto. —Y señaló con un gesto la multitud—. Yo no. En este mercado hay más gente de la que vivió jamás en Ashwell. —Por un momento lo golpeó una auténtica sensación de culpabilidad. Cada vez pensaba menos en su hogar. Algunas de las caras se habían borrado de su memoria. No la de Akeem, ese rostro jamás desaparecería. Pero Gonat, por ejemplo, ¿era pelirrojo o tenía el pelo castaño oscuro? Frunció el ceño por el esfuerzo de recordar pero fue incapaz de invocar una imagen clara.
—Bellis —dijo Kanseen—. Mi familia vive en Bellis.
—Ah —contestó él. Bellis estaba en la parte este de la ciudad, cerca del puerto y justo encima del Gran Canal Principal, al otro lado de Sampalok. Por allí no habían patrullado todavía—. ¿No has vuelto a visitarlos?
—No. Mi madre no aprobaba que me hiciera agente.
—Oh, lo sien... Una pena.
—Creo que hubiera preferido que tomara los votos de la Señora.
—Eso no tiene nada de malo.
—Cómo se nota que eres de campo, ¿eh?
—¿Tan malo es eso? —dijo él con tono frío.
—No. Supongo que es donde se mantienen vivos los valores que tenía antes esta ciudad, ahí fuera, más allá de las montañas Donsori. Es solo que me sorprende oír a alguien con convicciones, eso es todo. Eres una persona inusual en Makkathran, Edeard, sobre todo entre los agentes. Es por eso por lo que pones a la gente incómoda.
—¿Sí? —preguntó él, sorprendido de verdad.
—Sí.
—Pero... Tú debes de creer en algunos valores. ¿Por qué otra razón te alistaste?
—Por la misma que la mitad de nosotros. En unos cuantos años me pondré a trabajar de guardaespaldas para la familia de algún Maestro de Distrito. Siempre están desesperados por encontrar personas con el adiestramiento y la experiencia de los agentes, sobre todo alguien como yo; hay muy pocas mujeres agentes sobre el terreno. Y las damas nobles necesitan tanta protección como sus maridos e hijos varones. Se puede decir que puedo cobrar lo que quiera.
—Oh. —El concepto sorprendió a Edeard; jamás se había planteado que la policía podía llevarlo a otra cosa, y mucho menos hacia algo mejor—. ¿A quién pongo incómodo?
—Bueno, a Dinlay, para empezar. Cree en la verdad y la belleza igual que tú, y hace mucho más ruido con el tema. Pero tú eres más fuerte y más listo. Chae va a nominarte como líder de brigada.
—Eso no lo sabes.
La joven sonrió. Edeard vio entonces lo atractiva que era su compañera en realidad, algo que el uniforme le hacía pasar por alto por lo general. Pero con esa sonrisa podía hacerle sombra a cualquiera de aquellas niñas bien tan tontas que pululaban por el mercado.
—¿Quieres apostarte algo? —le retó ella.
—Pues claro que no —contestó él con fingida indignación—. Eso tiene que ser ilegal, seguro.
Los dos se echaron a reír.
—Eh, vosotros dos, ¿necesitáis una habitación? —exclamó Macsen por encima del hombro—. Sé de una que os hará buen precio.
Kanseen le dedicó un contundente gesto con la mano.
El joven hizo una mueca.
—Guau, así que es verdad. Se puede sacar a una chica de Sampalok pero no se puede sacar a Sampalok de la chica.
—Gilipollas —gruñó la agente.
—Estamos de patrulla —soltó Chae de repente—. ¿Qué significa eso?
—Ser profesionales en todo momento —murmuró la brigada con tono obediente.
—Entonces haced el favor de recordarlo y aplicarlo.
Macsen, Kanseen y Edeard se sonrieron mientras se dirigían al tercer mercado, que ofrecía artesanía. Los puestos exhibían pequeños muebles, adornos, joyas baratas y pociones alquímicas. Los toldos eran unas lonas uniformes de rayas naranjas y blancas dispuestas en conos hexagonales con mástiles centrales recubiertos de parras de águila. Debajo hacía calor pero al menos contenía todo el poder del sol.
Edeard lanzó su visión lejana hacia el otro lado del Gran Canal Principal, que recorría toda la ciudad, desde el distrito del puerto hasta los canales circulares donde estaba situado el palacio del Huerto. El distrito Ysidro estaba al otro lado de Silvarum, encajado entre la parte posterior del parque Dorado y el foso Bajo. Allí era donde se encontraba el novisterio de la Señora.
—¿Es un buen momento? —inquirió su mente.
—Hola —respondió Salrana con un estallido de buen humor—. Sí, estoy bien. Estamos en el jardín, plantando las finas hierbas de verano. Esto es precioso. —Un suave regalo de imágenes llegó con la alegría de la joven. Edeard vio un jardín amurallado con tejos cónicos que marcaban senderos de grava. Las parras y las rosas trepadoras pintaban la tapia de colores brillantes. Había un amplio césped en el medio, cosa poco habitual en Makkathran; estaba recortado con tanta pulcritud que Edeard se preguntó qué clase de genistares utilizaban para comérselo. Una estatua de la Señora, blanca como la nieve, se alzaba en un extremo, casi a la misma altura que la tapia. La Señora sonreía a las novicias, que con sus túnicas blancas y azules andaban veloces por el huerto con cestas de mimbre llenas de plantas. —Muy bonito. ¿Por qué no usáis ge-chimpancés para plantar las hierbas? —Oh, Edeard, tienes que empezar a leer más las enseñanzas de la Señora. El propósito de la vida es lograr la armonía con tu entorno. Si usas genistares para todo, estableces una barrera entre el mundo y tú.
—Está bien. —A él eso le parecía una estupidez pero contuvo la emoción lo mejor que supo por temor a que Salrana la percibiese. La joven estaba desarrollando en los últimos tiempos una empatía muy precisa. —¿Dónde estás? —le preguntó su amiga.
—Estoy patrullando los mercados de Silvarum. —Edeard le dejó ver el ajetreo que lo rodeaba y le mostró los suntuosos puestos.
—¿Ya has arrestado a algún malo?
—No. Todos huyen aterrorizados al vernos.
—Oh, Edeard, estás triste.
—Perdón. —Se contuvo e hizo una mueca—. No es eso. Es que es aburrido, nada más. ¿Sabes?, la verdad es que ya tengo ganas de hacer los exámenes. Todo esto se habrá acabado cuando los haga. Entonces podré ser un agente como es debido.
—Estoy deseando ver tu ceremonia de graduación.
—No creo que sea para tanto. El alcalde nos da un par de hombreras oscuras, nada más.
—Sí, pero es en el palacio del Huerto, y todos los agentes en prácticas de la ciudad estarán allí, y sus familias irán a verlos. Es un gran acontecimiento, Edeard. No hables mal de él.
—No hablo mal, en serio. ¿Crees que podrás asistir?
—Por supuesto que sí. La madre Gallian aprueba la asistencia a actos formales como ese. Ya le he contado que te gradúas.
—Eh, que esos exámenes no son fáciles, que lo sepas.
—Aprobarás, Edeard. Le he pedido a la Señora que os hagan preguntas fáciles.
—¡Gracias! ¿Puedes salir este fin de semana?
—No estoy segura. Es difícil con los servicios importantes que hay...
Se oyeron unos gritos coléricos más adelante que hicieron girarse a Edeard. Su visión lejana percibió varias mentes inflamadas de ira. Alrededor de ellas había mentes encendidas con una determinación amarga; unas mentes que empezaron a moverse cada vez más rápido.
Los gritos reverberaron bajo los toldos.
—¡Detenedlos!
—Ladrones. Ladrones.
—Kavine está herido.
—¡Ladrones en el mercado!
Gritos idénticos hechos con lenguaje a distancia inundaron el éter. Regalos vacilantes de imágenes de caras chocaron en la mente de Edeard: demasiadas y demasiado borrosas para que tuvieran sentido alguno.
Su visión lejana rodeó la conmoción cambiante y se focalizó en el centro. Había hombres corriendo que agitaban los brazos cuando la gente se arremolinaba. Manos que sujetaban largas navajas de metal que barrían el espacio y mantenían a todo el mundo a raya. Insinuaciones de miedo que burbujeaban entre el clamor del lenguaje a distancia.
—¡Eso es cosa nuestra! —gritó el sargento Chae—. Vamos. ¡Agentes! ¡Despejen el camino! Dejen paso a los agentes. —Su lenguaje a distancia se concentraba en advertir a las personas que paseaban entre los puestos pero también gritaba. Después echó a correr. Edeard lo siguió de inmediato junto con Macsen y Kanseen.
—¡Muévanse! ¡Apártense!
Después de un momento de conmoción, Boyd se lanzó tras ellos. Dinlay se había quedado de piedra, su mente solo irradiaba consternación.
Edeard corría a toda prisa sin alejarse mucho de Chae. La gente se apartaba de un salto y se apretaba contra los puestos para abrir camino. Las mujeres chillaban. Los niños gritaban, nerviosos y asustados. El robo de más adelante seguía provocando un buen tumulto.
—Recordad, actuad juntos —les dijo Chae con lenguaje a distancia y un tono sereno notable—. Un mínimo de dos en todo momento, no os separéis y mantened los escudos levantados.
Edeard envió su ge-águila a surcar el cielo como un rayo rumbo al borde del mercado, por donde con toda seguridad saldrían los ladrones. Todas las calles que había más allá del techo ondulado de doseles tenían una cubierta de bonitos cerezos de azafrán, sus flores rosas y azules impedían la visión del asfalto y las personas que paseaban por él. La visión lejana de Edeard seguía concentrada en los delincuentes que se alejaban a toda velocidad de la escena del robo. Eran cuatro, y tres de ellos empuñaban navajas mientras el cuarto cargaba con una especie de caja. Por lo que Edeard podía percibir, la caja estaba llena de metal y a su alrededor había puestos de sobra que exhibían joyas.
Chae sacó la porra cuando atravesaron un grupo grande de personas reunido alrededor de un par de puestos volcados. Había un hombre tirado en el suelo que gemía y se agitaba, la sangre se acumulaba a su alrededor.
—¡Por la Señora! —exclamó Chae—. Está bien, échense hacia atrás, déjenle respirar. —Hurgó en busca de su botiquín y se arrodilló junto al vendedor caído.
»¿Un médico? —pidió Chae con un lenguaje a distancia que se alzaba por encima del clamor general—. ¿Hay algún médico en el mercado de artesanía de Silvarum? Hay un hombre herido.
La visión lejana de Edeard continuaba persiguiendo a los delincuentes.
—Vamos —les gritó a Macsen y Kanseen.
—¿Adónde? —preguntó Macsen—. Yo los he perdido.
—Acaban de llegar al borde del mercado. Calle Albaric. Yo todavía los percibo. —Edeard se abrió camino entre la confusión de transeúntes.
—¡Edeard, no! —chilló Chae a su espalda.
Edeard estuvo a punto de parar al oír la orden pero no podía hacer caso omiso de los ladrones que huían. Todavía podemos atraparlos. Sería su primer arresto de verdad. Hasta el momento lo único que habían hecho durante los cuatro meses de prácticas había sido sacar a borrachos de las calles y disolver peleas, nunca habían hecho el trabajo de un verdadero agente. Salió disparado por un pasadizo estrecho entre unas filas de puestos. Macsen y Kanseen lo seguían veloces como rayos.
—Volved —bramó Chae.
Hacer caso omiso del sargento invadió de alegría y malicia las terminaciones nerviosas de Edeard.
Los vendedores animaban a los tres agentes en prácticas que atravesaban el mercado a toda velocidad. Edeard y Macsen estaban usando el lenguaje a distancia para apartar a la gente. En general funcionaba bastante bien y estaban recortando el espacio que los separaba de los ladrones que huían.
La ge-águila de Edeard se lanzó en picado sobre los cerezos de azafrán de la calle Albaric y casi rozó con las alas las flores que se mecían con la brisa. Los cuatro ladrones huían corriendo bajo los árboles rumbo al Gran Canal Principal. Habían enfundado las navajas para no llamar la atención. Incluso así, las mentes de las personas que los rodeaban palpitaban de curiosidad y alarma.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Kanseen.
—Tiene que ser el canal —respondió Macsen. Había una gran excitación en su lenguaje a distancia.
Edeard al fin vio el final del mercado más adelante, el tejado de lonas a rayas daba paso al resplandor brumoso de la luz filtrada por las flores de los árboles.
—¿Ubicáis a algún otro agente? —preguntó.
—Por la Señora, bastante hago con mirar por dónde voy —se quejó Macsen.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Kanseen, todo aprensión y dudas.
—Detenerlos —dijo Edeard. ¿No es obvio? Pero ¿qué le pasa a esta chica?
—Ellos son más. Y tienen navajas.
—Los derribaré —gruñó él. Su incertidumbre desapareció tras él como si fuera otro punto de referencia que hubiera dejado atrás.
Se iban acercando a toda prisa. La calle Albaric estaba casi desierta comparada con el concurrido mercado, lo que permitía a los agentes atravesarla a toda velocidad y sortear algún que otro peatón recalcitrante.
La ge-águila destelló sobre el último cerezo de azafrán y le mostró a Edeard que la calle terminaba de repente al borde del Gran Canal Principal. La gran vía fluvial se extendía por ambos lados y partía la ciudad por la mitad. Hacia el oeste estaba el estanque Birmingham, que se cruzaba con el canal del Círculo Exterior; al este, el estanque Alto, formado por un cruce con el canal del Vuelo y el canal del Mercado. Solo había dos puentes entre Silvarum y el distrito Padua del otro lado, uno junto a cada estanque. Al igual que todos los puentes que cruzaban el Gran Canal Principal, eran estrechos y escarpados; la mayor parte de la gente prefería usar una góndola para cruzar los ciento cincuenta metros de agua. Había varias meciéndose en el amarradero situado al final de la calle.
—Los tengo —exclamó Edeard—. Acaban de salir corriendo de la calle. —Su alborozo desapareció de repente cuando los cuatro delincuentes bajaron a toda velocidad los escalones de madera que llevaban al amarradero y saltaron a una góndola que los esperaba. Parecía destartalada y mal mantenida en comparación con las naves que solían deslizarse por los canales de la ciudad, esta tenía la pintura arañada y mate, y un toldo gris. Había dos gondoleros de pie en la parte posterior, cada uno con una pértiga.
—¡Oh, por Honio!
—¿Qué? —preguntó Kanseen. Estaba roja y le costaba respirar pero no perdía el ritmo.
—Una barca —le contestó él con un jadeo—. Vamos, todavía podemos cogerlos. —Justo delante de él había una anciana de aspecto imponente, con un vestido blanco y negro que ondeaba tras ella, y un séquito de criadas más jóvenes; la dama salía de uno de los restaurantes de lujo de la calle Albaric. Las peticiones de Edeard con lenguaje a distancia para que se movieran no parecieron surtir ningún efecto sobre la señora y sus criadas. El joven esquivó a la anciana con una maldición. Una tercera mano trató de darle un porrazo, como a un insecto molesto. El agente le lanzó una mirada exasperada.
La ge-águila se alzó dibujando una espiral y observó la desvencijada góndola que salía con suavidad del amarradero y se introducía entre una multitud de naves que se apiñaban en el gran canal. Los gondoleros quizá no fueran de alta alcurnia pero no se podía negar que conocían su oficio. Con dos pértigas y trabajando en armonía, no tardaron en estar moviéndose mucho más rápido que cualquier otra nave que hubiera en el agua. Los cuatro ladrones se derrumbaron sobre los bancos y se echaron a reír.
Edeard, Macsen y Kanseen se precipitaron hacia la orilla del canal y a punto estuvieron de caerse al agua cuando se detuvieron en la cima de los escalones de madera del amarradero.
—¡Cabrones! —les gritó Macsen.
Uno de los gondoleros se levantó su sombrero de paja con cintas azules y verdes en un saludo burlón. Ya estaban veinte metros canal abajo. Edeard supo con una certeza lúgubre que los ladrones bajarían hasta Sampalok y el vendedor herido del puesto quedaría en la ruina.
—Ayúdanos —le dijo al gondolero que estaba amarrado más abajo—. Llévanos tras ellos. Era una góndola mucho más elegante, la pintura negra brillaba bajo el sol de la tarde y en el toldo estaba bordado el blasón de un pájaro de color escarlata. No supo cómo pero Edeard tuvo la certeza de que pertenecía a la anciana que tenían detrás.
—De eso nada, chaval —le contestó el gondolero—. Esta es la góndola privada de la señora Florell.
Por un momento, Edeard se planteó la posibilidad de tirarlo al canal y requisar la nave para lanzarse en persecución de los delincuentes. Salvo que no tenía ni la menor idea de cómo se usaba una pértiga.
—Que alguien nos ayude —exclamó en voz alta y con lenguaje a distancia. Eso atrajo unas cuantas miradas interesadas de los gondoleros que estaban en el canal, pero nadie le preguntó siquiera lo que quería.
Un coro de vítores se transmitió por el agua. A treinta metros de distancia, los delincuentes se inclinaban sobre las regalas para saludar y hacer gestos. Edeard se quedó mirando a sus atormentadores con una rabia que le heló la sangre. Les devolvió una sonrisa salvaje y parte de su furia debió de filtrarse con un destello. Macsen y Kanseen se echaron hacia atrás. Las burlas se detuvieron.
Edeard estiró la tercera mano y le quitó la caja al hombre que la sostenía. Unas manos físicas sujetaron el aire vacío cuando el joven agente levantó la caja a tres metros de la góndola. Los ladrones se esforzaron también con sus terceras manos para intentar recuperarla como fuera.
—¿Eso es lo mejor que sabéis hacer? —se mofó Edeard. Ni siquiera consiguieron hacerlo vacilar.
Las personas que viajaban en góndolas cercanas observaron en silencio la caja que flotaba sin prisas por el aire. La sonrisa de Edeard se hizo maliciosa cuando la caja se posó con suavidad a sus pies. Se cruzó de brazos y se recreó en su triunfo.
—No volváis a nuestro distrito —le dijo con lenguaje a distancia a la góndola que se alejaba—. Jamás.
—Estás muerto, joder, so mierda —fue la respuesta.
Edeard apoyó la tercera mano con fuerza en la proa de la góndola y la hizo balancearse de una forma alarmante. Pero ya estaba demasiado lejos para poder volcarla y los seis hombres se apresuraron a erigir un escudo lo bastante fuerte como para desviarlo.
Macsen se echó a reír y apoyó una mano con fuerza en el hombro de Edeard. —Ah, Señora, eres el más grande, Edeard, el más grande de todos. ¿Has visto sus caras?
—Sí —admitió Edeard con una sonrisa malévola.
—No se olvidarán de hoy —dijo Kanseen—. Cielos, Edeard, debes de haberles dado el susto de su vida.
—Esperemos. —Les sonrió a sus amigos, satisfecho con el modo en que aquel incidente compartido los había unido un poco más. Pero entonces un parasol con volantes lo golpeó en el brazo—. ¡Eh!
El parasol pertenecía a la anciana junto a la que habían pasado corriendo.
—En el futuro, joven, mostrarás la cortesía que les debes a tus mayores y superiores en alcurnia —le soltó de repente la dama—. Podrías haberme tirado al suelo con esa forma de abalanzarte por las calles con una indiferencia absoluta hacia todos los demás. Y, además, a mi edad, jamás habría podido volver a levantarme.
—Eh, sí, señora. Lo siento.
—¡Señora Florell! —dijo la anciana, su voz vacilante se había alzado una octava de pura indignación—. Ni se te ocurra fingir que no sabes quién soy.
Edeard pudo oír a Macsen lanzar una risita burlona tras él. Era un sonido ahogado, como si tuviera una mano sobre la boca.
—Sí, señora Florell.
La dama entrecerró los ojos con aire suspicaz. A Edeard le pareció que era por lo menos tan mayor como maese Solarin.
—Informaré sobre ti a mi sobrino —le dijo la dama—. Hubo una época en esta ciudad en la que la policía tenía gente decente en sus filas. Es obvio que esa época ya ha acabado. Y ahora, quítate de en medio.
Edeard no estaba en su camino pero de todos modos dio un paso atrás. La dama pasó junto a él con un torbellino de faldas que más parecían una tienda de campaña y bajó los escalones que llevaban al amarradero. Su séquito la siguió con las mentes protegidas por escudos inmaculados. Un par de criadas le lanzaron a Edeard unas sonrisas divertidas. Dama y séquito se acomodaron en la góndola.
—¿Ves? —dijo Macsen mientras deslizaba un brazo por los hombros de Edeard—. Esa es nuestra verdadera recompensa, el respeto de una población agradecida.
—¿Quién es esa? —gimoteó Edeard.
Eso provocó las nuevas carcajadas de Macsen.
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó Kanseen con tono incrédulo.
—No.
—Entre otros contactos familiares, la señora Florell es la tía del alcalde.
—Ya. Supongo, entonces, que no es buena señal.
—No. Todos los alcaldes del último siglo han estado emparentados de algún modo con ella. Básicamente es la que decide a quién elegirá el Gran Consejo.
Edeard sacudió la cabeza y comprobó la góndola que tenían debajo. La señora Florell había desaparecido bajo el toldo. El gondolero le guiñó el ojo y partió.
—Venga, volvamos —dijo Edeard.
Un alegre Macsen se inclinó para recoger la caja. Después le disparó otra mirada a Edeard al notar el peso.
—Percibo un buen montón de gargantillas aquí dentro. Y deben de ser de oro.
—Espero que esté bien.
—¿Chae? —preguntó Kanseen. La joven parecía un poco nerviosa.
—No. El vendedor del puesto.
—Ah, sí. Claro.
Muy por encima del Gran Canal Principal, la ge-águila remontaba el vuelo con pereza en una corriente termal sin perder de vista la desvencijada góndola que se precipitaba hacia Sampalok.
★ ★ ★
La mayor parte de la multitud se había disuelto cuando Edeard y sus compañeros regresaron a la escena del crimen. Varios vendedores con sus distintivos delantales de color verde oscuro se afanaban alrededor de los puestos que habían enderezado, y devolvían el orden al surtido de artículos. Boyd y Dinlay estaban ayudando a arreglar el toldo que tenían justo encima, que se había rasgado cuando los delincuentes habían volcado los puestos.
El vendedor herido seguía en el suelo. Lo atendía una mujer que se había arrodillado junto al paciente con una bandolera de médico abierta a sus pies. La ayudaban dos jóvenes aprendices. Entre todos habían vendado el pecho del vendedor. En ese momento, la médico estaba totalmente inmóvil, con los ojos cerrados y presionando las vendas con las manos, con suavidad; su telequinesia iba operando la carne rasgada que ocultaban los linos para manipular los vasos sanguíneos y el tejido. Su distinguido rostro estaba fruncido en una expresión de intensa concentración. De vez en cuando murmuraba algunas instrucciones a sus aprendices, que aplicaban su propia telequinesia según les pedía su maestra.
Edeard observó con atención e intentó percibir las operaciones también con su visión lejana. La anciana doctora Seneo nunca había utilizado la tercera mano para operar, aunque Fahin siempre había dicho que la técnica estaba en los libros de texto del Gremio de Médicos.
—¿Estáis los tres bien? —preguntó Boyd con lenguaje a distancia.
—Por supuesto —replicó Macsen.
Boyd echó un vistazo hacia donde el sargento Chae se encontraba hablando con un grupo de vendedores.
—Cuidado —dijo sin ruido.
Chae se acercó a ellos con paso firme y una máscara de furia sobre la cara. Edeard tuvo la sensación de que las botas de su sargento iban a dejar huellas en el asfalto marrón grisáceo del mercado, tal era la fuerza de sus pasos. Por algún proceso que Edeard no terminaba de entender, había terminado por delante de Macsen y Kanseen.
—Según creo, os di una orden directa —dijo Chae con tono sereno pero amenazador.
Todo el buen humor que invadía a Edeard tras haber recuperado la caja se desvaneció al instante. Jamás había pensado que Chae se enfadaría tanto. Por una vez, el sargento no intentaba siquiera ocultar sus sentimientos.
—Pero sargento...
—¿Te dije o no te dije que pararas?
—Bueno... sí. Pero...
—¿Entonces me oíste?
Edeard agachó la cabeza.
—Sí, sargento.
—Así que me desobedeciste. No solo eso sino que pusiste en peligro tu seguridad V la de tus compañeros. Esos hombres eran miembros de una banda y estaban armados. Supón que tuvieran pistolas.
—La tenemos —anunció Macsen con aire desafiante.
—¿Qué?
—La recuperamos, se la quitamos a los muy cabrones —dijo Macsen en voz bien alta. Se giró un poco para mirar al grupo de vendedores y levantó la caja.
El estallido de asombro que emanó de la gente del mercado sorprendió a Edeard. También hizo callar al sargento Chae, si bien continuó mirando furioso a los agentes. Macsen se acercó a los que estaban junto al hombre herido.
—Tome —dijo, y le tendió la caja.
Uno de los jóvenes con un delantal verde se adelantó.
—Soy Monrol; Kavine es mi tío. Esto es lo que le robaron. —Giró el disco de la cerradura con unos movimientos precisos y la tapa se abrió de repente—. Está todo aquí —dijo con una sonrisa. Le mostró la caja abierta al mercado—. Está todo. Lo han devuelto. Los agentes nos lo han devuelto.
Alguien empezó a aplaudir y pronto se unieron los demás espectadores. Silbidos de aprobación hendieron el aire y después los tres agentes se vieron rodeados, de repente, por los hombres y mujeres de los delantales verdes que les estrecharon las manos y les dieron palmadas en la espalda. Un Monrol radiante le dio a Macsen un abrazo y después continuó con Kanseen. A Edeard también lo envolvió entre sus brazos.
—Gracias, gracias.
—Sargento Chae —bramó una voz profunda.
Los vendedores se quedaron callados cuando se adelantó Setersis. Edeard ya lo había visto un par de veces, siempre estaba quejándose a Chae de la poca frecuencia de las patrullas de los agentes por el mercado. Setersis era el jefe de la asociación de vendedores de Silvarum y gracias a eso tenía un puesto en el Consejo de Comerciantes de la ciudad; tenía casi tanta influencia política como el Maestro del Consejo de Gremios.
—¿He oído bien? —preguntó Setersis—. ¿Los agentes por fin han acudido a socorrernos?
Por una vez, Chae no parecía muy seguro de sí mismo.
—Hemos podido ser de ayuda. —Dejó de mirar furioso a Edeard y adoptó una expresión casi comprensiva—. Estaba a punto de pedirles a los miembros más temerarios de mi patrulla que me informaran de lo ocurrido durante la persecución.
—Miembros temerarios, ¿eh? —Setersis les sonrió a los tres agentes en prácticas—. Sí, sois muy jóvenes, ¿verdad? Bien hecho. Si tuviéramos más agentes con huevos, no estaríamos en el lamentable estado en el que estamos. Y disculpa, muchacha.
—Desde luego —dijo Kanseen con gentileza.
—Bien, pues; contadme lo que pasó durante la persecución. ¿Os las arreglasteis para dejar caer sin querer a esa escoria al canal?
—No, señor —dijo Edeard—. Me temo que se escaparon en una góndola. Se dirigían hacia el puerto. —Algo le hizo evitar mencionar que su ge-águila le estaba mostrando que los ladrones ya habían pasado por el estanque del Bosque y se acercaban a Sampalok.
—Ninguno de los gondoleros quiso ayudarnos —se le escapó a Macsen—. Y eso que se lo pedimos.
—¡Ja! No son más que fil-ratas disfrazadas de humanos —gruñó Setersis—. Con todo, habéis hecho un buen trabajo. No recuerdo la última vez que un agente devolvió unos artículos robados. —Le lanzó a Chae una mirada llena de intención y el sargento apretó la boca—. Tenéis todo mi agradecimiento. Estoy seguro de que mis compañeros de los otros puestos os mostrarán su aprecio la próxima vez que vuestra patrulla se aventure por el mercado.
Edeard sabía que estaba sonriendo como un tonto. Le daba igual, Macsen y Kanseen también sonreían igual. Después vio al fin a Dinlay, al que parecía que se le había muerto un pariente muy cercano.
★ ★ ★
Una vez que la médico anunció que Kavine se pondría bien, Chae declaró que la patrulla había terminado y que regresaban a la comisaría de Jeavons. Después los sacó del mercado sin decir una palabra más. Edeard no sabía si se habían metido en un buen lío, la mente del sargento estaba oculta bajo un escudo perfecto.
Macsen le lanzó a Boyd una pregunta directa con lenguaje a distancia, pregunta que compartió con Edeard y Kanseen.
—¿Qué dijo Chae?
—No mucho —respondió Boyd de forma igual de furtiva—. Os estaba gritando que pararais. Cuando no volvisteis ninguno, se limitó a concentrarse en ayudar al vendedor. Yo tuve que mantener los bordes juntos para parar la hemorragia. ¡Por la Señora! Pensé que iba a desmayarme, había mucha sangre. Monrol dijo que lo acuchillaron un par de veces con esas navajas para obligarlo a soltar la caja. Ojalá hubiera ido con vosotros en lugar de quedarme, pero dudé ese primer segundo. Lo siento mucho.
—No lo sientas —dijo Edeard—. Cuanto más pienso en ello, más estúpido me siento. Chae tenía razón.
—¡Qué! —exclamó Macsen en voz alta. Después miró a Chae pero el sargento no pareció darse cuenta.
—Ellos eran cuatro y tenían navajas; seis si contáis a los gondoleros. Podrían habernos matado y habría sido culpa mía.
—Recuperamos la caja.
—Suerte. Eso es todo. Pura suerte. La Señora nos sonrió hoy. No lo hará mañana. Tenemos que actuar como agentes de verdad, permanecer juntos, trabajar en equipo.
Macsen sacudió la cabeza, desesperado. Edeard miró a Kanseen y se encogió de hombros con gesto de disculpa.
—Fui contigo —le dijo ella en voz baja—. Yo también me dejé llevar. No intentes llevarte todas las culpas de esto.
Edeard asintió. Más adelante, Chae continuaba avanzando con paso firme y la espalda rígida, sin mirar a su alrededor. A su lado, Dinlay evitaba cualquier tipo de comunicación con sus amigos. Al regresar al mercado tras dejar el Gran Canal Principal, los tres se habían mostrado triunfantes pero poco rato después el ambiente se había revertido por completo. En aquel momento a Edeard le apetecía darse la vuelta y salir corriendo de la ciudad. Iba a ser horrible cuando regresaran a la comisaría, lo sabía.
—Esa no es la actitud que se supone que debe tener el héroe a su regreso —le dijo Salrana. Su lenguaje a distancia transmitía una gran preocupación.
Edeard levantó la cabeza para lanzarle al cielo una mirada avergonzada.
—Lo siento. Pero lo conseguimos. De hecho, hicimos huir a los matones de una banda.
—¡Lo sé! Te seguí todo el tiempo con mi visión lejana. Estuviste estupendo, Edeard. Ojalá yo hubiera elegido ser agente.
—Nuestro sargento no comparte tu opinión. Y lo que es peor, tiene razón. No nos comportamos como debíamos.
—¿Le habéis dicho eso al vendedor?
—No se trata de eso.
—Sí, sí que se trata de eso, Edeard. Lo que hiciste hoy fue una buena obra. Da igual cómo lo hicieras. Ayudaste a alguien. La Señora lo vio y estará contenta.
—A veces tienes que hacer lo que no debes —dijo sin ruido. Recuperó parte de su buen humor cuando intentó imaginarse lo que habría dicho Akeem sobre las reglas y procedimientos de Chae. Sabía que sería breve y sucinto.
—¿Qué? —preguntó Salrana.
—Nada. Pero gracias. Voy a volver a la comisaría y voy a hacer lo que haga falta para arreglar las cosas con mi sargento.
—Siempre estoy muy orgullosa de ti, Edeard. Habla conmigo esta noche; cuéntame todo lo que pase.
—Lo haré. Te lo prometo.
★ ★ ★
Cuando regresaron a la comisaría, el mal humor de Chae parecía haberse desvanecido. Edeard esperaba que le gritaran en cuanto atravesaran las grandes puertas, pero, en su lugar, Chae se quedó allí con una expresión de auténtico cansancio en la cara; por una vez, su escudo se había soltado lo suficiente como para que Edeard percibiera lo agotados que eran sus pensamientos.
—Al paraninfo pequeño —le dijo a la brigada.
Los demás entraron con aire obediente y en tropel en el edificio. Edeard esperó hasta que atravesaron la puerta.
—Fue culpa mía —le dijo a Chae—. Animé a los otros a seguirme. No quise escucharle e hice caso omiso del procedimiento.
Chae lo estudió, su mente se había hecho inescrutable otra vez.
—Lo sé. ¿Y ahora te gustaría adivinar lo que ocurrirá si Seteris se entera de que os he echado la bronca a todos?
—Bueno, ¿quizá se ponga de nuestro lado?
—Se pondría. Pero ahora tienes que crecer rápido, muchacho; tienes que aprender cómo se equilibran las cosas en esta ciudad. Venga, tengo que hablar con todos vosotros.
Los otros agentes se levantaron cuando Chae entró en el paraninfo pequeño. Dinlay le hizo un saludo militar preciso.
—Déjate de gestos —dijo Chae. Después cerró con su tercera mano todas las puertas de la sala—. Sentaos.
La brigada intercambió mi radas un tanto perplejas, salvo por Dinlay, que continuaba manteniéndose apartado.
—Bueno, ¿cómo creéis que lo hicimos? —dijo Chae.
—Procedimiento incorrecto —aventuró Kanseen.
—Sí, procedimiento incorrecto. Pero le salvamos la vida a un vendedor. Una escoria de las bandas se llevó una desagradable sorpresa y recuperamos la mercancía robada. Esos son todos los puntos a favor. El cuerpo de agentes será muy popular en los mercados de Silvarum durante un par de semanas. Eso está bien, no tiene nada de malo. Yo incluso diría además que se impuso la ley. ¿Edeard?
—¿Señor?
—¿Tu águila los siguió de regreso a casa?
—Eh, sí, señor. Los observé entrar en Sampalok. En un edificio no muy lejos del Gran Canal Principal. Todavía no han salido.
—Así que sabemos en qué edificio es probable que vivan. ¿Y qué hacemos con eso? ¿Reunimos una gran brigada, entramos y los arrestamos?
—Supongo que no.
—Pero han infringido la ley. ¿No habría que llevarlos ante un tribunal?
—Demasiado esfuerzo para un delito menor —dijo Macsen.
—Exacto. Así que haz regresar al águila, por favor.
—Señor. —El joven envió una orden por el cielo de Makkathran y percibió que el águila daba la vuelta hundiendo un ala hacia el suelo. Después comenzó a regresar a gran velocidad sobre el gran canal.
Chae le dedicaba una sonrisa extraña.
—Así que puedes utilizar el lenguaje a distancia hasta allí, nada menos, ¿no?
—¿Señor?
—No pasa nada. Veréis, no estoy enfadado con vosotros, con ninguno de vosotros. Así que relajaos y, por el amor de la Señora, intentad escuchar lo que estoy a punto de deciros. Lo que hicisteis hoy es para lo que os alistasteis: para prevenir la actividad criminal y proteger a los habitantes de esta ciudad. Y eso está bien; demuestra que tenéis sentido del deber y que sois leales a vuestros compañeros. Técnicamente hablando, mi obligación es que sobreviváis a los próximos dos meses; después os quedáis solos y yo empiezo con la siguiente hornada de jóvenes causas perdidas. Mi responsabilidad para con vosotros termina entonces. Pero lo que tengo que intentar infundiros antes de que salgáis de aquí es un sentido de la proporción y quizá incluso cierta conciencia política. Pensémoslo un momento. A los miembros de esa banda les habrá afectado la demostración de fuerza de Edeard, y estarán furiosos por haber vuelto con las manos vacías tras correr tantos riesgos. La próxima vez que salgan, querrán asegurarse de que su delito da fruto. Así que darán todos los pasos necesarios para contar con garantías. Boyd, ¿qué harías tú si fueras ellos? ¿Cómo te asegurarías?
—¿Llevaría una pistola?
—Muy probable. Así que cualquier patrulla que se enfrente a ellos va a ver cómo le disparan.
—Un momento —dijo Edeard—. No podemos dejar que eso nos detenga. Si no hacemos nada porque empezamos a tener tanto miedo de tomar medidas enérgicas contra las bandas, habrán ganado ellos.
—Correcto. ¿Entonces?
—La próxima vez los hacemos huir pero nada más —dijo Macsen.
—Buena opción. Aunque, en realidad, vuestra respuesta fue más o menos la correcta. La verdad es que yo no me comporté muy bien ahí fuera, sobre todo porque estaba preocupado por vosotros, chicos, que os fuisteis corriendo sin más. Hay una vieja ley de la naturaleza que dice que por cada acción hay una reacción igual y opuesta. Si los miembros de esa banda entran en un mercado a plena luz del día y utilizan una navaja con un vendedor, entonces deben esperar una reacción por parte de los agentes. Fueron ellos los que traspasaron los límites en esta ocasión. Pero, de todos modos, eso no significa que tres de vosotros podáis salir en su persecución cuando ellos son cuatro. Con o sin navajas y pistolas, os superan en número. Está claro que la situación puede convertirse en tragedia. Y ese fue el error. Fue también un error dejar a una persona del público herida y desatendida. No os detuvisteis a valorar la situación, que es lo fundamental; también permitisteis que vuestro instinto se impusiera a mis órdenes, que es un delito todavía mayor por mucho que pensarais que estabais en lo cierto. Se supone que debo prepararos para responder a las situaciones de una forma profesional, y es obvio que no os lo he inculcado con la fuerza suficiente. Bien, estoy dispuesto a achacar los lapsos de hoy a la emoción de la primera vez y la confusión general, y a dejar las cosas así. Necesitáis experiencia más que teoría, así que no habrá medidas disciplinarias ni recriminaciones. Pero hay algo que debéis entender: bajo ningún concepto debe pasar de nuevo. La próxima vez que nos encontremos con un delito, seguiréis el procedimiento al pie de la letra. ¿Ha quedado claro?
—Sí, sargento —dijeron todos a coro.
—Entonces nos entendemos. Tomaos esta noche libre, bajad al Águila de Olovan a tomaros una copa o media docena, y volved a este paraninfo para otra dosis de teoría mañana por la mañana. También voy a ir en contra de mi propia política para deciros una cosa: a menos que la fastidiéis mucho en vuestros exámenes de graduación, todos aprobaréis vuestro periodo de prácticas.
★ ★ ★
—Fui un inútil —se quejó Dinlay—. Me quedé de piedra. Fui un auténtico inútil. —Y se tomó otro trago de cerveza.
Edeard miró a Macsen, que se limitó a encogerse de hombros. Llevaban una hora en el Águila de Olovan y Dinlay no había dicho mucho. Ya era un pequeño milagro que hubieran conseguido que los acompañara a la taberna. No había dicho ni diez palabras desde que Chae los había despachado del paraninfo pequeño.
—Te quedaste de piedra un par de segundos, nada más —dijo Kanseen—. Lo que significa que estabas cerca de Chae cuando nos ordenó a todos parar a ayudar al vendedor. No podías hacer otra cosa.
—Debería haber hecho caso omiso, como hicisteis vosotros. Y no lo hice. Fracasé.
—Oh, por la Señora —rezongó Kanseen antes de recostarse en su asiento. Lucía un vestido azul y blanco con flores naranjas. No era la prenda más elegante que Edeard hubiera visto en Makkathran, ni la más nueva, pero la chica estaba muy guapa con él. Su cabello corto todavía la distinguía de las otras chicas, que lo llevaban largo, a la moda. Pero a él le gustaba así, a Kanseen le quedaba bien, realzaba una nariz más bien chata y los ojos de color verde oscuro. Ahora que la conocía desde hacía unos meses, no era una chica tan intimidante como al principio, aunque no era que él pensara en ella como otra cosa que una simple compañera y amiga, claro.
—Aquí no fracasó nadie —dijo Edeard—. Esta tarde fue un caos, eso es todo. Y tú ayudaste a Chae con el vendedor.
—Me quedé de piedra —dijo Dinlay con acento desgraciado—. Os decepcioné a todos. Decepcioné a mi familia. Sabéis, ellos esperan que sea el capitán de la comisaría en diez años. Mi padre lo fue.
—Vamos a tomar otra cerveza —dijo Macsen.
—Oh, sí, eso va a resolverlo todo —dijo Kanseen con amargura.
Macsen le guiñó un ojo y después le lanzó una orden con lenguaje a distancia a una de las camareras de la taberna. Algo más debió de decirse en esa conversación porque Edeard sorprendió a la chica dedicándole a su amigo una sonrisa de burla indignada.
¿Cómo lo hace? No es lo que dice, es toda su actitud. ¿Y por qué yo no sé hacerlo? Edeard se echó hacia atrás y examinó a su amigo con actitud crítica. Macsen estaba sentado en el medio de un pequeño sofá con Evala a un lado y Nicolar al otro. Las dos chicas se inclinaban hacia él, se reían de sus chistes, ahogaban grititos y lanzaban risitas mientras Macsen les contaba lo ocurrido en el mercado, un estrambótico relato lleno de emoción y valentía que Edeard no reconoció. Supuso que Macsen era bastante guapo, con su cabello castaño claro y la mandíbula plana. Sus ojos castaños estaban siempre llenos de un júbilo que rayaba en lo vil, lo que era un atractivo adicional. Ayudaba que siempre fuera bien vestido cuando salían. Esa noche se había puesto unos pantalones pardos cortados del ante más suave y un cinturón compuesto por unas hebras negras de cuero entretejido. La camisa de satén azul cielo apenas asomaba bajo una levita de color esmeralda oscuro.
¿Ves?, yo nunca tendría valor para ponerme una combinación como esa, pero él la lleva como si fuera lo más normal. El epítome del hijo menor de cualquier familia de alta alcurnia.
De hecho, el resto parecían bastante grises en comparación. Edeard siempre se había sentido bastante satisfecho con su americana negra, los pantalones hechos a medida y las botas por las rodillas, pero estaba claro que lo habían relegado a ser el amigo pobre al que compadecían las amigas de Macsen y al que intentaban emparejar con esa amiga a la que consideraban un caso perdido. Y hablando de eso... Edeard intentó no quedarse mirando a Boyd, que estaba sentado al otro lado de la mesa con una expresión cautivada en el rostro. Clemensa estaba a su lado, parloteando sobre el día que había tenido. La joven sería igual de alta que Boyd y también debía de pesar poco más o menos lo mismo. Edeard no podía evitar que sus ojos tendieran a deslizarse por el escote más que pronunciado del vestido de la joven cada vez que la chica se inclinaba, cosa que hacía con una frecuencia sospechosa.
La camarera trajo la bandeja de cervezas que había pedido Macsen. Dinlay estiró la mano de inmediato para coger su jarra y Edeard hurgó en el saquito de dinero que llevaba en el bolsillo.
—Ah, no, esta ronda es mía —dijo Macsen. Su tercera mano depositó unas monedas en la bandeja vacía—. Gracias —dijo con tono sincero. La camarera sonrió. Evala y Nicolar se apretaron más contra él.
Edeard suspiró. Y además siempre es de lo más educado. ¿Es por eso?
—Boyd —exclamó Macsen en voz alta—. Cierra la boca, hombre, que estás empezando a babear.
Boyd cerró la mandíbula de golpe y miró furioso a Macsen. Un tono rojo brillante le cubrió la cara.
—No le hagas ningún caso —dijo Clemensa. Le posó una mano a Boyd en la mejilla, le volvió la cara y lo besó—. A las chicas nos gusta que un hombre nos preste atención. Edeard pensó que Boyd iba a desmayarse de felicidad.
—Tengo que irme —murmuró Dinlay—. Vuelvo en un minuto. —Se levantó y se tambaleó un poco, después se dirigió al arco del fondo del salón, donde estaban los aseos.
El hecho de que hubiera baños en los pisos superiores era una de las muchas revelaciones que le habían ofrecido los edificios de la ciudad a las que Edeard le había costado acostumbrarse. Claro que, una taberna que se extendiera por varios pisos también era una novedad, así como la pálida luz naranja que irradiaba del techo y que brillaba casi tanto como el sol. La primera noche que había visitado el Águila de Olovan se había preguntado por qué no había paja en el suelo. La vida en la ciudad era tan civilizada. Allí sentado, en una sala cálida, con una ventana por la que se veían las luces que se extendían hasta el mar Lyot, una buena cerveza en la mano y cómodo con sus amigos, le costaba entender que fuera la misma ciudad cuyas calles ensombrecían el crimen y las bandas organizadas.
—¿Qué estás haciendo? —le siseó Kanseen a Macsen—. Ya ha bebido demasiado.
—Es lo mejor para él. Nunca le da por armar bronca cuando está borracho. Un par de pintas más y se quedará dormido. Antes de que se dé cuenta, ya será mañana y estaremos tan ocupados que no tendrá tiempo para darle vueltas a nada. Solo tenemos que conseguir que sobreviva a esta noche.
Por un momento pareció que Kanseen quería protestar pero no se le ocurrió cómo y miró a Edeard.
—Tiene sentido —admitió él.
Macsen pidió más bebida a la camarera.
—Mi hígado tiene que sacrificar su vida para que Dinlay llegue a la graduación —se quejó Kanseen.
—El cuerpo de agentes es un equipo —dijo Edeard, y levantó la jarra—. En memoria de nuestros hígados. ¿Quién los necesita?
Todos brindaron por eso.
—No os preocupéis —dijo Macsen—. Lo tengo todo estudiado. Nuestra cerveza está aguada. La de Dinlay lleva dos chupitos de vodka en cada cerveza.
Hasta Kanseen tuvo que echarse a reír, después señaló a Macsen con su jarra.
—Eres tan...
—¿Guapo y malvado? —sugirió Edeard mientras le lanzaba a su jarra una mirada mortificada. ¿Esto está aguado? Pues yo no lo noto, sabe igual.
—Exacto —dijo ella.
—Os lo agradezco. —Macsen rodeó con los brazos a las chicas, las atrajo hacia él y besó primero a Evala y después a Nicolar.
—No es solo por esta noche por lo que tenemos que preocuparnos —dijo Boyd.
—¿Nuestro Boyd necesita preocuparse por esta noche? —le preguntó Macsen a Clemensa.
La joven le lanzo a Hoyd una mirada ávida.
—Desde luego que no. Después de lo que habéis hecho hoy, para mí sois todos unos héroes. Y eso hay que recompensarlo.
—Va a querer demostrarse algo a sí mismo —dijo Boyd—. Nada de lo que dijo el sargento va a contenerlo. La próxima vez que nos encontremos con una pelea o un robo, Dinlay será el primero y estará deseando enfrentarse al malo.
—Me lo había parecido a mí también —dijo Edeard.
—Tendremos que estar preparados —dijo Kanseen—. No podemos refrenarlo, eso solo empeoraría las cosas. Pero podemos estar ahí, a su lado.
—Todos juntos —dijo Macsen. Después levantó la jarra—. Pase lo que pase.
—Pase lo que pase —brindaron todos con un rugido.
Edeard seguía sin notar el agua.
★ ★ ★
Los cuatro ge-monos de la comisaría de Jeavons caminaban sin prisa por la calle, parecían portar un féretro en lugar de al bueno de Dinlay, que regresaba a la cama de la residencia en estado comatoso.
Kanseen no hacía más que mirar atrás para comprobarlo.
—¿Crees que estará bien?
—La verdad es que no —dijo Edeard—. Si Macsen dijo en serio lo del vodka, va a tener una resaca de Honio mañana por la mañana. —Se volvió para inspeccionar a los ge-monos. Usarlos no era la solución ideal pero era mejor que verse él y Kanseen tirando de Dinlay. Boyd y Macsen se habían quedado en la taberna, con las chicas. Arriba había habitaciones privadas que sin duda sus compañeros iban a utilizar esa noche. Edeard intentó contener la envidia.
—¡Ese Macsen! —exclamó ella.
—No está tan mal. De hecho, preferiría tenerlo a él a mi lado antes que a Dinlay.
—Menuda elección.
—Y tú eres preferible a todos los demás. —Tanta cerveza y encima el aire cálido de la noche lo estaban exaltando un poco. Seguro que lo había dicho por eso.
Kanseen no dijo nada durante un rato, los dos siguieron caminando por la larga y casi desierta calle.
—Ahora mismo no estoy buscando nada —dijo después con tono solemne—. Acabo de romper con un hombre. Estábamos comprometidos. Terminó... mal. Él quería una chica buena y tradicional, una chica que supiera cuál es su lugar.
—Lo siento. Pero tengo que decir que pierde él más que tú.
—Gracias, Edeard.
Continuaron un rato más en silencio, las sombras cambiaban al pasar bajo los trozos de luz de color naranja brillante que había junto a los edificios.
—No sé muy bien lo que tienes —dijo Kanseen en voz baja—. No estoy hablando solo de lo fuerte que es tu tercera mano. Destacas sobre todos. Eres lo que me imagino que se supone que tienen que ser los hijos de las familias nobles, o lo que eran antes de ser tan ricos y gordos.
—Yo no tengo nada de noble.
—La nobleza no está en el linaje, Edeard; está en tu interior. ¿Dónde estaba tu aldea?
—Ashwell, en la provincia de Rulan.
—No sé dónde está. Me temo que no sé nada de geografía más allá de la llanura Iguru.
—Ashwell estaba mucho, muchísimo más allá, justo al borde de las tierras salvajes. Te la mostraré en un mapa si encuentro alguno. Tardamos un año en llegar aquí.
—Hazme un regalo.
—¿Qué? Ah. —Edeard se concentró e intentó encontrar un recuerdo que le hiciera justicia a su antiguo hogar. Primavera, decidió, cuando los árboles estallaban de vida, el cielo estaba lleno de luz y los vientos eran cálidos. Él y otros niños habían salido de las murallas y habían tomado el camino largo hasta la cima de los acantilados, desde donde podían contemplar los edificios acogedores que se refugiaban debajo.
Oyó una suave bocanada de aliento y se dio cuenta de lo mucho que se había implicado en el recuerdo, que había teñido de melancolía.
—Oh, Edeard, es tan bonito. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué te fuiste?
—La atacaron unos bandidos —dijo con tono rígido. A pesar del tiempo que llevaba en la residencia de la comisaría, jamás les había contado a sus nuevos amigos la verdad sobre Ashwell. Lo único que sabían era que él había perdido a su familia a manos de unos bandidos.
—Lo siento —dijo la joven. Por una vez, Kanseen dejó caer el velo que ocultaba sus pensamientos y le permitió percibir su simpatía—. ¿Fue muy grave?
—Salrana y yo sobrevivimos. Y cinco personas más.
—¡Oh, Señora! Edeard. —La mano femenina le cogió un brazo.
—No te preocupes. He terminado por asumirlo. Salvo por la pérdida de mi maestro, Akeem. Todavía lo echo de menos. —Las corrientes emocionales que se acumularon en sus pensamientos fueron tan inesperadas como alarmantemente fuertes. Creía de verdad que ya había dejado atrás los sentimientos y el llanto por sus amigos, pero solo había tenido que imaginarse su antiguo hogar para que todas esas sensaciones volvieran a invadirlo, tan intensas como el día que había ocurrido.
—Deberías hablar con una de las madres de la Señora. Dan excelentes consejos.
—Sí. Quizá. —Edeard se obligó a caminan otra vez—. Venga, vamos. Tengo la sensación de que mañana Chae no va a ser demasiado tierno con nosotros.
★ ★ ★
Los ge-monos dejaron a Dinlay sobre su colchón y lo taparon con una fina manta. El joven agente no despertó, se limitó a gruñir y dar un par de vueltas. Edeard no se molestó en quitarle las botas a su amigo; de repente él también estaba muy cansado y apenas si consiguió quitarse las botas y los pantalones. Los ge-chimpancés de la residencia se escabulleron corriendo de un sitio a otro para recoger su ropa y llevarla a lavar.
Como era de esperar, una vez que al fin se acostó, su mente estaba demasiado inquieta para proporcionarle el sueño que ansiaba su cuerpo. Envió un pensamiento a la roseta de iluminación del techo principal, que se amortiguó hasta convertirse en el fulgor de una nebulosa. Esa era casi la única reacción que ¡los pensamientos humanos podían arrancar a los edificios de la ciudad. Los ge-chimpancés se fueron tranquilizando. Desde el piso de abajo llegaron unos leves sonidos que cruzaron como un susurro la gran habitación vacía, las habituales idas y venidas de los oficiales del turno de noche. Edeard jamás se había acostumbrado del todo al modo que tenían de curvarse las paredes de la ciudad. En Ashwell, las paredes se levantaban en línea recta; los nueve lados del patio de su antiguo gremio se consideraban una arquitectura bastante innovadora. En la residencia de los agentes, los huecos ovalados donde se encontraban las camas eran casi habitaciones por derecho propio, con entradas arqueadas que medían el doble que Edeard. Al joven le gustaba imaginar que la residencia era en realidad una especie de dormitorio aristocrático y que quizá la raza que había creado Makkathran tenía más de dos géneros, de ahí las seis camas, lo que convertiría a la comisaría en un edificio importante. No conseguía asignarle ningún uso a aquella colmena de habitaciones pequeñas subterráneas que se utilizaban como celdas y almacenes.
Mientras lo pensaba, dejó que su visión lejana se filtrara por el panorama gris y translúcido de la estructura de la comisaría. La imagen fue tal que pareció rodearlo y envolverlo. La gravedad tiró de su mente y se hundió como un fantasma por el suelo del sótano. Había fisuras en el terreno, más abajo, fisuras lisas que giraban y se encorvaban a medida que se iban adentrando cada vez más. Algunas no eran más anchas que sus dedos, mientras que otras eran lo bastante anchas como para que pudiera pasar caminando. Se ramificaban y cruzaban formando una enrevesada filigrana que a sus quijotescos pensamientos le parecían las venas de un cuerpo humano. Sintió el agua que palpitaba por algunas mientras que por otras soplaban fuertes vientos. Varias de las fisuras más pequeñas contenían hebras de luz violeta que parecían arder sin consumir jamás las paredes. Intentó tocarlas con la tercera mano pero esta se deslizó como si intentara atrapar un espejismo.
Su visión lejana se expandió y se hizo más tenue. Las fisuras se extendieron, se alejaron de la comisaría y se abrieron camino bajo las calles del exterior, después se entretejieron con otras extensas filigranas huecas que sostenían los edificios circundantes. Edeard ahogó un grito de asombro a medida que su visión lejana se fue ampliando cada vez más; cuanto más se relajaba, más podía percibir. Varias astillas de color resplandecieron en su mente, como si aquel mundo de sombras creciera en textura. Ya no podía percibir la residencia. La comisaría era una joyita resplandeciente incrustada en una inmensa espiral de centellas parecidas multicrómicas.
Makkathran.
Edeard experimentó la maravilla de sus pensamientos. Se sumergió en una melodía en la que un solo ritmo duraba años enteros, acordes tan magníficos que podrían partir el mismo suelo si alguna vez adquirían sustancia. La ciudad dormía el largo sueño de todos los gigantes, sin que la corrompiera el tempo frenético e irrisorio de los parásitos humanos que se arrastraban por sus extremidades físicas.
La ciudad estaba satisfecha.
Edeard se bañó en su antigua serenidad y poco a poco fue cayendo en un sopor sin sueños.