Prólogo
La nave estelar CNE Caragana salió deslizándose por el cielo nocturno,
con el casco de color gris y escarlata iluminado por la pálida
iridiscencia de las gigantescas tormentas de iones que plagaban
años luz del espacio en todas direcciones. Bajo el navío que
surcaba el espacio profundo, la estación Centurión formaba una
medialuna de luz centelleante sobre la polvorienta superficie
rocosa del planeta al que nunca habían dado nombre. Tripulación y
pasajeros contemplaron el enclave habitado con una sensación
compartida de alivio. Incluso con el hipermotor que los impulsaba a
quince años luz por hora, les había llevado ochenta y tres días
llegar a la estación Centurión desde la Federación Mayor. Ningún
ser humano había llegado mucho más allá a mediados del siglo XXXIV,
por lo menos con cierta regularidad.
Desde el sofá que ocupaba en el salón
principal, Íñigo estudiaba con indiferencia aquel paisaje extraño
que se iba acercando. Lo que estaba viendo era lo mismo que los
archivos del informe habían proyectado meses antes: una monótona
planicie de lava antigua y ondulada con barrancos poco profundos
que no llevaban a ninguna parte. La enrarecida atmósfera de argón
agitaba la arena en efímeras ráfagas que perseguían tenues
remolinos de una duna a otra. Era la estación lo que reclamaba en
realidad su atención.
Ya estaban a solo veinte kilómetros del
suelo y las luces comenzaron a resolverse en formas más nítidas.
Íñigo pudo distinguir con claridad la gran cúpula ajardinada del
centro de la sección humana del segmento más septentrional de la
medialuna habitada: un círculo de color esmeralda radiante
convertido en eje de una docena de tubos negros de transporte que
conducían a grandes bloques de alojamientos que se podrían haber
trasplantado desde cualquier entorno exótico de la Federación.
Desde allí, los tubos continuaban cruzando la lava hasta las
instalaciones cúbicas del observatorio y los módulos de
mantenimiento de los ingenieros.
La tierra acribillada del sur pertenecía a
los hábitats alienígenas: formas y estructuras de geometrías y
tamaños variados, la mayoría iluminada. Junto a las humanas estaban
las burbujas plateadas de los hominoides golant, seguidos por los
pastos vallados que recorrían los ticoth entre sus rebaños de
alimentos; después estaban los descomunales tanques interconectados
de los suline (una especie acuática). La anodina torre de los ethox
se alzaba diez kilómetros más allá de los lagos revestidos de metal
de los suline, oscura en el espectro visible pero con una
temperatura en la superficie de ciento ochenta grados centígrados.
Era una de las especies que no interactuaba con sus compañeros de
observación a ningún nivel salvo los intercambios formales de datos
referidos a las sondas que dibujaban una órbita alrededor del
Vacío. Igual de taciturnos eran los forleene, que ocupaban cinco
grandes cúpulas de cristal turbio que brillaba con una suave luz
del color de la genciana. Claro que eran de lo más sociable si los
comparabas con los kandra, que vivían en un simple cubo de metal de
treinta metros de lado. Ninguna nave kandra había aterrizado allí
desde que los humanos se habían unido a la observación doscientos
ochenta años antes; ni siquiera los jadradesh, cuya vida era
excepcionalmente larga, habían visto a uno de esos alienígenas. Los
raiel habían invitado a aquellos moradores de las ciénagas con
pinta de cantos rodados a unirse al proyecto siete mil años
antes.
Una sonrisita destelló en el rostro de Íñigo
cuando empezó a reconocer las diferentes zonas. Era impresionante
ver tantas razas alienígenas reunidas en un solo lugar, una
colección que servía para subrayar la importancia de su misión. Sin
embargo, cuando su mirada se perdió entre las sombras arrojadas por
la estación, tuvo que admitir que los vivos quedaban eclipsados por
completo por todos los que habían pasado antes que ellos. La
antigüedad y el crecimiento de la estación Centurión se podían
medir del mismo modo que los de cualquier humilde árbol terrestre.
Se había desarrollado en anillos que se habían ido añadiendo a lo
largo de los siglos, a medida que nuevas especies se unían al
proyecto. El amplio círculo de tierra que había junto al lado
cóncavo de la medialuna estaba abarrotado de ruinas, esqueletos
desmoronados de hábitats abandonados milenios antes, cuando las
civilizaciones que los habían patrocinado habían caído, habían
seguido su camino o habían evolucionado y dejado atrás las meras
preocupaciones astrofísicas. En el centro de todo, las antiguas
estructuras se habían ido desmoronando hasta dejar simples
montículos de metal compactado y escamas de cristal que ya ningún
arqueólogo sería capaz de descifrar. Las varias expediciones de
datación realizadas habían establecido que ese antiguo corazón de
la estación se había construido más de cuatrocientos mil años
antes. Claro que, a juzgar por la cronología de las observaciones
raiel, tampoco había pasado tanto tiempo.
Un anillo de luz verde destelló en el campo
de lava que servía como aeropuerto espacial de la sección humana
para atraer al CNE Caragana. Había varias
naves espaciales posadas en la roca gris situada junto a la zona
activa de aterrizaje: dos imponentes navíos para cruzar el espacio
profundo de la misma clase que el Caragana
y unas cuantas naves más pequeñas, utilizadas para colocar y
reparar las sondas controladas por control remoto que monitorizaban
de forma constante el Vacío.
Se produjo una ligera sacudida cuando la
nave espacial se posó en el suelo y después se conectó el campo de
gravedad interno. Íñigo notó que se alzaba un poco sobre los
cojines del sofá cuando se impuso la gravedad del setenta por
ciento del planeta. En el salón se hizo el silencio mientras los
pasajeros se acostumbraban y después estalló un alegre murmullo de
conversaciones para celebrar la llegada. El jefe de sobrecargos de
la nave les pidió a todos que se dirigieran a la cámara estanca
principal, donde podrían ponerse los trajes y acercarse caminando
hasta la estación. Íñigo esperó hasta que salieron sus colegas más
impacientes antes de ponerse de pie con cautela y abandonar el
salón. En realidad él no necesitaba un traje espacial, su bionónica
superior podía envolverle el cuerpo con un sistema de seguridad
perfecto y protegerlo de la enrarecida atmósfera maligna e incluso
de la radiación cósmica que caía como aguanieve de las gigantescas
estrellas de la Pared, situada a quinientos años luz de distancia.
Pero el caso era que había viajado hasta allí en parte para huir de
un legado que no deseaba y tampoco era el momento de hacer alardes,
así que empezó a ponerse el traje junto con todos los demás.
La fiesta de transferencia de poderes era
una larga tradición en la historia de la estación Centurión. Cada
vez que llegaba una nave de la Marina con el nuevo grupo de
observadores, y antes de que el grupo anterior partiera, había un
corto periodo en el que ambos grupos coincidían. El momento se
celebraba al atardecer en la cúpula ajardinada, con una gala que
poseía el mejor bufé que los programas de la unidad culinaria
podían ofrecer. Se instalaban mesas bajo antiguos robles que
resplandecían con cientos de faroles mágicos y la cúpula se
adornaba con un halo de crepúsculo dorado. Una proyección sólida de
un cuarteto de cuerda tocaba música clásica ambiental en un pequeño
escenario rodeado por un arroyo.
Íñigo llegó bastante pronto, ajustándose
todavía las mangas de su traje de etiqueta ultranegro. No
terminaban de gustarle los largos faldones cuadrados de la
americana (eran demasiado modernos para su gusto), pero tenía que
admitir que el sastre de Anagaska había hecho un trabajo
fantástico. Incluso a aquellas alturas, si querías ropa de calidad,
tenías que acudir a un humano que supiera lo que hacía a la hora de
diseñar y cortar una prenda. Íñigo sabía que le quedaba bien, de
hecho, lo bastante como para no sentirse en absoluto
cohibido.
El director de la estación estaba saludando
a todos los recién llegados en persona. Íñigo se unió a la corta
cola y esperó su turno. Vio varios alienígenas arremolinados
alrededor de las mesas: los golant, que tenían un aspecto extraño
con aquella ropa que se parecía a la utilizada por los humanos. Con
su piel de color gris azulado y las cabezas altas y estrechas, su
cortés intento de fundirse con los demás solo los hacía parecer más
fuera de lugar que nunca. Había un par de ticoth hechos un ovillo
en la hierba, ambos del tamaño de un poni, aunque ahí terminaba
todo parecido. Era más que obvio que eran depredadores carnívoros
con su piel de color verde oscuro estirada y tensa sobre unas
franjas de poderosos músculos. Unos dientes afilados de un tamaño
alarmante aparecían cada vez que se gruñían entre sí o le gruñían
al grupo de humanos con quienes estaban conversando. Íñigo comprobó
por instinto la función de su campo de fuerza integral, y después
se avergonzó de haberlo hecho. También había presentes varios
suline que flotaban en unos grandes tanques de cristal
semiesféricos, como gigantescas copas de champán sostenidas por
pequeñas unidades de regravedad. Sus traductores parloteaban sin
cesar mientras las criaturas miraban a los humanos con los cuerpos
bulbosos distorsionados y magnificados por el cristal
curvado.
—Íñigo, supongo —proclamó la resonante voz
del director—. Me alegro de conocerte, y llegas tempranito para la
fiesta; muy loable, chaval.
Íñigo sonrió con expresión deferente y
profesional mientras estrechaba la mano de aquel hombre alto.
—Director Eyre —lo saludó. El curriculum de
los archivos del informe no le había contado mucho sobre el
director, aparte de afirmar que tenía más de mil años. Íñigo
sospechaba que los datos estaban corrompidos, aunque desde luego el
atavío del director era lo suficientemente histórico: una americana
corta y una falda escocesa a juego con un chillón tartán de color
amatista y negro.
—Oh, por favor, llámame Walker.
—¿Walker? —inquirió Íñigo.
—Diminutivo de Lion Walker. Es una larga
historia. No te preocupes, chaval, que no te voy a aburrir con ella
esta noche.
—Ah. Bien. —Íñigo no bajó la mirada. El
director tenía una espesa mata de pelo castaño pero había algo que
brillaba debajo, como si su cuero cabelludo estuviera plagado de
motas doradas. Por segunda vez en cinco minutos, Íñigo se contuvo y
no utilizó la bionónica. Un escáner de campo le habría revelado qué
tipo de tecnología enriquecía al director; desde luego era algo que
él no había reconocido. Tenía que admitir que el pelo le daba un
aspecto muy juvenil a Lion Walker Eyre, igual que a la mayoría de
la raza humana en aquellos tiempos; fuera cual fuera la rama a la
que pertenecieran; superiores, avanzados, o naturales, la vanidad
se extendía de modo uniforme por todas ellas. Pero la fina perilla
gris también le prestaba un aire de distinción, y eso era mucho más
deliberado.
Lion Walker agitó el vaso largo de whisky y
señaló con él el parque oscurecido, entonces los cubitos de hielo
tintinearon con el movimiento.
—Bueno, ¿y qué te trae a nuestro célebre
puesto avanzado, joven Íñigo? ¿Pensando en alcanzar la gloria?
¿Riqueza? ¿Sexo a espuertas? Después de todo, aquí no hay mucho más
que hacer.
La sonrisa de Íñigo se tensó un poco al
notar lo borracho que estaba el director.
—Yo solo quería ayudar. Creo que es
importante.
—¿Por qué? —La pregunta surgió de repente,
junto con los ojos entrecerrados.
—Vale. El Vacío es un misterio que ni
siquiera ANA es capaz de desentrañar. Si llegamos a descifrarlo,
nuestro entendimiento del universo se habrá multiplicado de un modo
muy considerable.
—Ya. Hazte un favor, chaval: olvídate de
ANA. Son una panda de aristócratas decadentes con las mentes
disecadas. Como si les importara mucho lo que les pasa a los
humanos físicos. A los que estamos ayudando es a los raiel, un
pueblo que merece cierta inversión. Y hasta esas mentes maestras,
tan alegres y torpes, están perplejas. ¿Sabes lo que encontraron
los ingenieros de la Marina cuando excavaron los cimientos de esta
misma cúpula ajardinada?
—No.
—Más ruinas. —Lion Walker echó otro buen
trago de whisky.
—Entiendo.
—No, no lo entiendes. Estaban prácticamente
fosilizadas, no eran más que estratos de polvo de más de tres
cuartos de un millón de años de antigüedad. Y por lo que pude
entender cuando miré los primeros archivos que los raiel se han
dignado a poner a nuestra disposición, la observación lleva mucho
más tiempo en marcha. Un millón de años picoteando en el mismo
problema. Eso sí que es dedicación. Nosotros no seríamos capaces de
hacerlo, somos demasiado mezquinos.
—Hable por usted.
—Ah, debería haberlo sabido, eres todo un
creyente.
—¿En qué?
—En la humanidad.
—Supongo que será lo habitual entre el
personal de este sitio. —Íñigo empezaba a preguntarse cómo haría
para dejar a aquel hombre. El director estaba empezando a
irritarlo.
—Tienes toda la razón del mundo, chaval. Una
de las pocas cosas que me anima aquí metido, tan solito como estoy.
Vaya... allá vamos. —LionWalker echó la cabeza hacia atrás y se
quedó mirando la cúpula, donde la capa baja de luz brumosa se iba
desvaneciendo. En el techo, el cristal se había hecho transparente
por completo y revelaba las inmensas nebulosas antagonistas que
atravesaban el cielo. Cientos de estrellas brillaron a través de
aquel velo resplandeciente, púas de luz tan intensa que ardían con
un color que se inclinaba hacia el violeta y después se tornaba
índigo. Se fueron multiplicando hacia el horizonte a medida que el
planeta iba girando poco a poco para mirar a la Pared, la ingente
barrera de estrellas gigantescas que formaban la capa más externa
del núcleo galáctico.
—Desde aquí no podemos ver el Vacío,
¿verdad? —preguntó Íñigo. Sabía que era una pregunta estúpida; el
Vacío estaba oculto al otro lado de la Pared, en el mismísimo
corazón de la galaxia. Siglos antes, mucho antes de que nadie se
aventurara fuera del sistema solar de la Tierra, los astrónomos
humanos pensaban que era un inmenso agujero negro. Incluso habían
detectado emisiones de rayos equis en el inmenso bucle de
partículas sobrecalentadas que giraban alrededor del horizonte
eventual, lo que contribuyó a confirmar sus teorías. Pero, hasta
que en 2560, durante la primera circunnavegación de la galaxia que
tuvo éxito, Wilson Kime capitaneó la nave Esfuerzo de la Marina de la Federación, no se
descubrió la verdad. Era cierto que había un horizonte eventual
impenetrable en el núcleo, pero no rodeaba nada tan natural y
prosaico como una mansa superdensa de estrellas muertas. El Vacío
era una frontera artificial que protegía un legado de miles de
millones de años de antigüedad. Los raiel afirmaban que había un
universo entero dentro, un universo fabricado por una raza que
había vivido durante los albores de la galaxia y que se había
retirado a su interior para consumar su viaje al pináculo absoluto
de la evolución. Tras su partida, el Vacío se había dedicado a ir
consumiendo poco a poco las estrellas restantes de la galaxia. En
eso no era muy diferente de los agujeros negros naturales
encontrados que anclaban el centro de muchas galaxias, pero
mientras estos empleaban la gravedad y la entropía para atraer la
masa, el Vacío devoraba las estrellas de forma activa. Era un
proceso que se estaba acelerando de forma lenta pero inexorable. A
menos que se detuviera, la galaxia moriría joven, quizá tres o
cuatro mil millones de años antes de tiempo, en un futuro lo
bastante distante como para que el sol fuera una brasa fría y la
raza humana, ni siquiera un recuerdo. Pero a los raiel sí que les
importaba. Era la galaxia en la que habían nacido y les parecía que
se merecía la oportunidad de vivir toda su vida. LionWalker lanzó
un bufidito divertido.
—No, claro que no se ve. Pero tú tranquilo,
chaval; no hay ninguna pesadilla visible en nuestros cielos. Está
saliendo la DF7, eso es todo. —Después se la señaló.
Íñigo esperó y un minuto después una
medialuna azul celeste se alzó sobre el horizonte. Era la mitad de
grande que la luna de la Tierra, con un jaspeado negro extrañamente
regular. El joven dejó escapar un suave suspiro de
admiración.
Había quince de aquellas máquinas del tamaño
de planetas dibujando una órbita dentro del sistema estelar de la
estación Centurión: nidos de esferas enrejadas concéntricas, cada
una poseía una masa e intersección de campos cuánticos diferentes,
la concha exterior era más o menos del mismo diámetro que Saturno.
Eran un sistema de defensa construido por los raiel por si alguna
fase de aniquilación de estrellas por parte del Vacío atravesaba la
Pared. Nadie las había visto nunca en acción, ni siquiera los
jadradesh.
—Vale. Es impresionante —dijo Íñigo. Las DF
estaban en los archivos, por supuesto, pero una máquina a esa
escala y allí, de frente, era una pasada.
—Aquí vas a encajar sin problemas —declaró
LionWalker muy contento, y después le dio a Íñigo una palmada en el
hombro—. Vete a buscar una copa. Me he asegurado de tener los
mejores programas culinarios para la síntesis de alcohol. Puedes
tomártelo como un desafío —dijo el director antes de dirigirse al
siguiente recién llegado.
Sin quitarle ojo a la DF7, Íñigo se dirigió
a la barra. LionWalker no estaba de broma; las copas eran de la
mejor calidad, hasta el vodka que manaba de la escultura de hielo
de una sirena.
Íñigo se quedó en la fiesta más tiempo del
que esperaba. Había algo en verse arrojado entre un grupo de
personas con inquietudes parecidas que despertaba instintivamente
sus habilidades sociales, por lo general siempre dormidas. Cuando
por fin regresó a su apartamento, su bionónica ya llevaba varias
horas desviando la infiltración de alcohol en sus neuronas. Aun
así, Íñigo permitió que una pequeña parte traspasara las defensas
artificiales, lo suficiente como para generar una leve embriaguez y
todas las ventajas asociadas con ella. Iba a tener que vivir con
aquellas personas un año más. No tenía sentido parecer
distante.
Mientras se metía en la cama ordenó una
desaturación completa. Era una de las fabulosas ventajas de la
bionónica: fuera resacas.
Y así fue como Íñigo tuvo su primer sueño en
la estación Centurión. No era suyo.