1
Aaron pasó el día entero confundiéndose con
los fieles del movimiento Sueño Vivo en la enorme plaza del parque
Dorado, dedicado a escuchar a escondidas sus agitadas charlas sobre
la sucesión, a beber agua de los puestos de aprovisionamiento
móviles y a intentar encontrar un poco de sombra que lo protegiese
del sol abrasador y del calor y la humedad costera que no dejaban
de aumentar. Creyó recordar que había llegado al amanecer, por lo
menos la explanada de losas de mármol estaba casi vacía cuando la
cruzó. Las puntas de las espléndidas columnas de metal blanco que
rodeaban la zona se habían ido coronando de una luz entre dorada y
rosácea a medida que su sol surgía sobre el horizonte. Había
sonreído con gesto de admiración al ver el perfil de la
reproducción de la ciudad, la topografía que rodeaba el parque
Dorado encajaba a la perfección con los sueños que había extraído
del campo gaia a lo largo de los últimos... bueno, desde hacía ya
algún tiempo. Poco después, el parque Dorado había comenzado a
llenarse a toda prisa con los fieles que llegaban desde los demás
distritos de Makkathran2 a través de los puentes que salvaban los
canales o trasladados en una flotilla de góndolas. A mediodía debía
de haber cerca de cien mil personas. Todas miraban al palacio del
Huerto, que se extendía con aire posesivo como un tropel de altas
dunas por todo el distrito Anémona, al otro lado del canal del
Círculo Exterior. Allí esperaban con impaciencia mal disimulada a
que el Consejo de Clérigos tomara una decisión, la que fuera. El
Consejo llevaba tres días ya reunido en cónclave. ¿Cuánto tiempo
podía llevarles elegir un nuevo conservador?
En un momento dado de la mañana, Aaron se
había ido acercando hasta el mismo borde del canal del Círculo
Exterior, cerca del puente de alambre y madera que se arqueaba
hacia Anémona. Estaba cerrado, por supuesto, al igual que los otros
dos puentes de esa sección. Aunque en circunstancias normales
cualquiera, desde los más devotos hasta un simple turista curioso,
podía cruzar los puentes y pasear por el vasto palacio del Huerto,
ese día lo habían sellado unos clérigos subalternos de aspecto muy
sano que se habían sometido a un gran enriquecimiento muscular. A
un lado de aquel puente prohibido de momento habían acampado
cientos de periodistas procedentes de toda la Federación Mayor, la
mayoría indignados ante la obstinada negativa de Sueño Vivo a
filtrarles algún tipo de información. Se les identificaba con toda
facilidad por la ropa moderna y sofisticada que lucían y por las
caras, que era obvio que mantenían todo su lustre gracias a una
membrana de escamas cosméticas. Ni siquiera el ADN de los avanzados
podía producir una tez tan tersa como la de aquellos
profesionales.
Tras ellos, el grueso de la multitud
trajinaba a su alrededor comentando las posibilidades de sus
candidatos favoritos. Si Aaron no se equivoca a la hora de juzgar
el ambiente reinante, alrededor del noventa y cinco por ciento
apoyaba a Ethan. Lo querían a él porque estaban hartos de esperar,
de tener paciencia, del statu quo predicado por todos los demás
cuidadores de medio pelo desde que el propio Soñador, Íñigo, había
desaparecido de la vida pública. Querían a alguien que llevara el
movimiento entero a ese bendito momento de satisfacción absoluta
que les habían prometido desde que habían saboreado el Primer Sueño
de Íñigo.
En algún momento de la tarde, Aaron se dio
cuenta de que la mujer lo estaba observando. Su instinto ubicó sin
complicaciones el lugar desde donde lo miraba la mujer, una
habilidad que no dejaba de ser interesante saber que tenía. Desde
ese momento fue consciente de su presencia: la despreocupación con
la que se paseaba la mujer para mantener una ligera distancia entre
los dos, la forma en que nunca tenía los ojos posados en él cada
vez que él la miraba. Su observadora vestía una sencilla camiseta
de manga corta de color naranja oxidado y unos piratas azules de
algún tejido moderno. Un atavío algo diferente del que vestían los
fieles, que tendían a lucir las ropas más primitivas y rústicas de
lana, algodón y cuero que preferían los ciudadanos de Makkathran,
pero no tan contemporáneo como para resultar obvio. Su aspecto
físico tampoco la hacía destacar demasiado, aunque tenía una cara
más bien plana y una bonita naricita; parte del tiempo unas
elegantes gafas de sol de cobre le cubrían los ojos pero también
las llevaba con frecuencia apoyadas en el corto pelo oscuro. Era
imposible adivinar su edad, su apariencia estaba anclada en unos
veintitantos años biológicos, como todo el mundo en la Federación
Mayor. Aaron estaba seguro, aunque no tenía ninguna prueba
tangible, de que aquella mujer ya había dejado muy atrás su primer
par de siglos.
Después de dedicarse a jugar a los satélites
durante cuarenta minutos, Aaron se acercó a ella esbozando una
sonrisa agradable. La mujer no emitía ningún mensaje electrónico
que los racimos macrocelulares de Aaron pudieran detectar, no había
enlaces activos con la unisfera ni percibía ninguna actividad de
posibles sensores. Electrónicamente hablando, aquella mujer era tan
hija de la edad de piedra como la ciudad.
—Hola —dijo Aaron.
La mujer se subió las gafas de sol con la
punta de un dedo y le dedicó una sonrisa juguetona.
—Pues hola. ¿Y qué te trae a ti aquí?
—Es un acontecimiento histórico.
—Desde luego.
—¿Te conozco de algo? —Aaron se dio cuenta
de que su instinto había acertado de pleno, aquella mujer no se
parecía en nada a los plácidos fieles que arrastraban los pies a su
alrededor. Su lenguaje corporal no encajaba con ellos, era capaz de
mantener un control férreo sobre sí misma, lo suficiente para
engañar a cualquiera que no contara con su adiestramiento
(¿él tenía adiestramiento?), pero a él no
le pasaba desapercibido el fuerte carácter que se acurrucaba en su
interior.
—¿Es que deberías conocerme?
Aaron dudó un momento. Aquella cara le
sonaba de algo, algo que debería saber sobre ella. No se le ocurría
el qué por la sencilla razón de que no tenía ningún recuerdo al que
pudiera recurrir. Ahora que lo pensaba, ni de ella ni de nadie. No
parecía haber tenido ningún tipo de vida antes de ese día. Sabía
que eso no podía ser pero, bueno, tampoco le importaba
demasiado.
—No recuerdo.
—Qué curioso. ¿Cómo te llamas?
—Aaron.
La carcajada de la mujer lo
sorprendió.
—¿Qué? —preguntó.
—El número uno, ¿eh? Encantador.
La sonrisa con la que respondió Aaron le
salió más forzada.
—No lo entiendo.
—Si quisieras hacer una lista de animales
terrestres, ¿por dónde empezarías?
—Ahora sí que me he perdido.
—Empezarías con el aardvark. Con dos A, es
el primero de la lista.
—Ah —murmuró él—. Sí, ya veo.
—Aaron. —La mujer lanzó una risita—. Alguien
tenía ganas de broma cuando te envió aquí.
—No me envió nadie.
—¿En serio? —La mujer arqueó una gruesa
ceja—. Así que te has encontrado de repente en medio de este
acontecimiento histórico, ¿no?
—Más o menos, sí.
La mujer volvió a colocarse las gafas de sol
de cobre sobre los ojos y sacudió la cabeza con burlona
consternación.
—Hemos venido unos cuantos. Yo no me creo
que sea una coincidencia, ¿y tú?
—¿Unos cuantos?
La mujer señaló con una mano hacia la
multitud.
—Tú no te contarás entre todos esos
borregos, ¿no? ¿Un creyente? ¿Alguien que piensa que puede
encontrar una vida al final de esos sueños que Íñigo con tanta
generosidad le regaló a la Federación?
—Supongo que no, no.
—Aquí hay muchas personas observando lo que
sucede. Después de todo, es importante, y no solo para la
Federación Mayor. Si hay una Peregrinación al Vacío, algunas
especies afirman que se podría desencadenar una fase de
aniquilación que provocaría algo así como el fin de la galaxia. ¿Te
gustaría que pasara eso, Aaron?
La mujer había clavado los ojos en él.
—Sería un problema —dijo Aaron para intentar
ganar tiempo—. Como es obvio. —La verdad era que él no tenía
opinión alguna. No era algo en lo que pensara mucho.
—Obvio para algunos, una oportunidad para
otros.
—Si tú lo dices.
—Lo digo. —La mujer se pasó la lengua por
los labios con un gesto divertido y malicioso—. Bueno, ¿vas a
intentar pedirme mi código de la unisfera? ¿Me vas a invitar a una
copa?
—Hoy no.
La mujer puso unos morritos
exagerados.
—¿Y qué hay de un poco de sexo sin
condiciones entonces?, como y donde quieras.
—Voy a tener que dejar eso también para otro
momento, gracias —se rió Aaron.
—Así me gusta. —Los hombros femeninos se
alzaron en un ligero encogimiento—. Adiós Aaron.
—Espera —dijo él cuando la vio darse la
vuelta—. ¿Cómo te llamas?
—Es mejor que no me conozcas —exclamó ella—.
Soy mal asunto.
—Adiós, Mal Asunto.
Había una sonrisa sincera en el rostro
femenino cuando se dio la vuelta para mirarlo. Después agitó un
dedo.
—Eso es lo que mejor recuerdo —dijo, y
desapareció.
Aaron sonrió a la nuca femenina que
desaparecía a toda prisa. La mujer se desvaneció entre la multitud;
un minuto después, ya ni siquiera era capaz de distinguirla.
Comprendió entonces que la había visto en un principio porque así
lo había querido ella.
«Hemos venido unos cuantos», había dicho la
mujer. «Aquí hay muchos como nosotros.» Eso no tenía mucho sentido.
Claro que esa mujer también le había suscitado un montón de
preguntas. ¿Por qué estoy aquí?, se
preguntó. En su mente no había ninguna respuesta sólida, aparte de
que allí era donde debía estar, quería ver quién salía elegido.
Y los recuerdos. ¿Por qué no tengo ningún
recuerdo de nada más? Eso debería molestarlo, lo sabía (los
recuerdos eran el núcleo fundamental de la identidad humana), pero
carecía incluso de esa emoción. Qué extraño. Los humanos eran
entidades emocionales y complejas, pero él no parecía serlo. Claro
que era muy capaz de vivir con eso: había algo en su interior que
estaba seguro de que terminaría resolviendo el misterio que su
propia persona le planteaba. No había ninguna prisa.
Hacia las últimas horas de la tarde, la
multitud comenzó a disminuir al ver que el anuncio seguía
resistiéndose. Aaron percibió la decepción en los rostros que
pasaban a su lado, un sentimiento del que se hacían eco los
susurros de emoción que se oían dentro del campo gaia local. Abrió
su mente a los pensamientos circundantes y les permitió atravesar
la puerta que las motas gaia habían hecho germinar en el interior
de su cerebelo. Era como atravesar una fina bruma de espectros que
conferían a la plaza destellos de color irreal, imágenes de épocas
desaparecidas mucho tiempo atrás pero recordadas con cariño; los
sonidos surgían ahogados, como si se experimentaran a través de la
niebla.
El recuerdo que tenía de cuando se había
unido a la comunidad del campo gaia era igual de borroso que el
resto del tiempo transcurrido antes de ese día, no parecía el tipo
de cosa que haría él, demasiado caprichoso. El campo gaia era para
adolescentes que consideraban que compartir con todos los sueños y
emociones era algo profundo y trascendental, o para fanáticos como
los de Sueño Vivo. Pero dominaba lo suficiente el concepto de
comunicación voluntaria de pensamientos y recuerdos como para
percibir una sensación coherente cuando se exponía a las mentes
puras de la plaza. Por supuesto, si había algún sitio donde podía
hacerse, tenía que ser allí, en Makkathran2, el lugar que Sueño
Vivo había convertido en la capital del campo gaia de la Federación
Mayor, con todas las contradicciones que eso implicaba. Para los
fieles, el campo gaia ora casi el mismo concepto que la auténtica
telepatía que poseían los ciudadanos de la Makkathran real.
Aaron sintió de primera mano el dolor de
todos cuando el día comenzó a llegar a su fin, percibió también un
fuerte trasfondo de cólera dirigida contra el Consejo de Clérigos.
En una sociedad donde se compartían pensamientos y sentimientos, o
al menos ese era el consenso general, no debería ser tan difícil
llevar a cabo una simple elección. También notó el deseo subliminal
que se colaba por todo el campo gaia: la Peregrinación, la única
esperanza real del movimiento entero.
A pesar del desconsuelo que lo rodeaba como
un viento racheado, Aaron se quedó donde estaba. No tenía nada más
que hacer. El sol había caído casi hasta el horizonte cuando se
produjo un movimiento en el amplio balcón que cubría la fachada del
palacio del Huerto. En toda la plaza, la gente comenzó de repente a
sonreír y a señalar con el dedo. Hubo un movimiento ligero pero
urgente hacia el canal del Círculo Exterior. Los campos de fuerza
de seguridad que había junto al agua se expandieron y amortiguaron
el peso de los que se apretaban contra las barandillas cuando la
presión de los cuerpos se incrementó tras ellos. Varias cápsulas de
cámaras de las agencias de noticias surcaron el aire como globos
negros y relucientes en un festival popular, lo que contribuyó a
aumentar la excitación del ambiente. A los pocos segundos, el ánimo
de la plaza se había levantado, la anticipación era fiera; el campo
gaia crujió de repente de emoción y su intensidad se fue elevando
hasta que Aaron tuvo que retirarse un poco para evitar verse
inundado por el choque de tormentas de color y gritos
etéreos.
El Consejo de Clérigos salió al balcón en
solemne procesión, quince figuras con largas túnicas negras y
escarlata. En el centro caminaba una figura solitaria cuya túnica
era de un color blanco deslumbrante ribeteado de oro, con la
capucha puesta para oscurecer el rostro que cubría. El sol
moribundo se reflejaba en la suave tela y creaba un nimbo alrededor
de la figura. Una enorme ovación surgió de las gargantas de la
multitud. Las cápsulas de las cámaras se fueron acercando tanto al
balcón como sus operadores se atrevieron; los campos de fuerza del
palacio vibraron a modo de advertencia para contenerlos. Como uno
solo, el Consejo de Clérigos recurrió mentalmente al campo gaia;
también se conectó de inmediato con la unisfera para poner el gran
anuncio a disposición de toda la Federación Mayor, seguidores y
escépticos por igual.
En medio del balcón, la figura de la túnica
blanca levantó los brazos y se quitó la capucha poco a poco. Ethan
le dedicó una sonrisa beatífica a toda la ciudad y a sus aduladores
fieles. En su delgado y solemne rostro había una bondad que sugería
que comprendía todos sus miedos, que simpatizaba y lo entendía
todo. Todo el mundo vio las ojeras que solo podía producir la
responsabilidad de aceptar un cargo tan alto, de llevar sobre sus
hombros las expectativas de todos los soñadores. Cuando su rostro
quedó expuesto al cálido sol, la ovación de la plaza aumentó. Fue
entonces cuando los otros miembros del Consejo de Clérigos se
volvieron hacia su nuevo conservador clérigo y aplaudieron
satisfechos.
Sin ningún tipo de intervención consciente,
las rutinas auxiliares de pensamiento que operaban en el interior
de los racimos macrocelulares de Aaron estimularon su zum ocular.
Aaron examinó los rostros del Consejo de Clérigos y fue asignando a
cada imagen un código integral a medida que las rutinas auxiliares
las iban guardando en lagunas de almacenamiento macrocelulares,
listas para una recuperación instantánea. Más tarde las estudiaría
en busca de alguna emoción traidora, algún indicador de cómo habían
discutido y votado.
Aaron no sabía que tenía la función de zum y
le provocó curiosidad. A petición suya, las rutinas de pensamiento
secundarias llevaron a cabo una comprobación de sistemas por los
racimos macrocelulares que enriquecían su sistema nervioso. Las
exoimágenes y los iconos mentales se desplegaron y pasaron de
estatus neutral a modo de espera en su visión periférica, las
líneas de iridiscencia cambiante cuadriculaban su visión natural.
Todas las exoimágenes eran símbolos por defecto generados por su
sombra-u, el interfaz personal con la unisfera que lo conectaba al
instante con cualquiera de sus ingentes funciones de recogida de
datos, comunicación, entretenimiento y comercio. El típico material
estándar.
Sin embargo, los iconos mentales que examinó
representaban mucho más que los enriquecimientos fisiológicos
estándar que el ADN avanzado ponía a disposición de un ser humano;
si estaba leyendo bien el resumen, lo habían enriquecido con un
armamento bionónico de campo extremadamente letal.
Pues ya sé algo más
sobre mí mismo, pensó. Tengo genes de
avanzados. Lo que tampoco era una gran revelación, el ochenta
por ciento de los ciudadanos de la Federación Mayor tenía
modificaciones parecidas programadas en su ADN gracias a los
genetistas visionarios que habían vivido tanto tiempo atrás en
Tierra Lejana. Pero el hecho de disponer también de bionónica
estrechaba un poco más el campo de acción, lo que acercaba algo más
a Aaron a su verdadero origen.
Ethan levantó las manos para pedir silencio.
La plaza se quedó callada y los fieles contuvieron el aliento.
Hasta la cháchara de la manada de los medios de comunicación se
detuvo. Una sensación de seguridad, acompañada por una resolución
de acero, emanó del nuevo conservador clérigo y se filtró al campo
gaia. Ethan era un hombre que estaba seguro de su objetivo.
—Agradezco a mis compañeros del Consejo este
magnífico honor —dijo Ethan—. Al comenzar mi mandato, haré lo que
creo que quería nuestro Soñador. Él nos mostró el camino, nadie
puede negarlo. Nos mostró dónde se puede vivir la vida y cambiarla
hasta que sea perfecta del modo que, como individuos, decidamos
definirla. Creo que nos lo mostró por una razón. Esta ciudad que él
construyó. La devoción que engendró. Todo tenía un único propósito:
vivir el Sueño. Eso es lo que haremos ahora.
Hubo vítores en toda la plaza.
—¡Ha comenzado el Segundo Sueño! Lo hemos
sabido en el fondo de nuestros corazones. Vosotros lo habéis
sabido. Yo lo he sabido. Nos han mostrado de nuevo el interior del
Vacío. Nos hemos encumbrado con el Señor del Cielo.
Aaron volvió a examinar de cerca al Consejo.
Ya no le hacía falta revisar y analizar sus caras para después.
Cinco de ellos parecían muy incómodos. A su alrededor, la ovación
iba aumentando rumbo a un clímax inevitable, igual que el
discurso.
—El Señor del Cielo nos aguarda. Él nos
guiará a nuestro destino. ¡Peregrinaremos!
La ovación se convirtió en un violento
rugido de pura adulación. Dentro del campo gaia era como si alguien
estuviera haciendo estallar fuegos artificiales alimentados por
narcóticos de recreo. El estallido de euforia que atravesaba el
universo neuronal artificial era asombroso en su brillantez.
Ethan saludó victorioso a los fieles y
después sonrió por última vez antes de entrar otra vez en el
palacio del Huerto.
Aaron esperó a que la multitud se fuera
tranquilizando un poco. Había tantos llorando de alegría al irse
que Aaron tuvo que sacudir la cabeza, consternado ante la simpleza
de aquellas personas. Al parecer, la felicidad allí era universal y
obligatoria. El sol se fue ocultando tras el horizonte y reveló una
ciudad en la que cada ventana resplandecía con una cálida luz de
color mandarina, igual que en la ciudad de verdad. Las canciones
comenzaron a flotar por los canales cuando los gondoleros dieron
voz a su deleite de la forma tradicional. Con el tiempo, hasta los
periodistas empezaron a alejarse sin dejar de hablar entre ellos;
los que dudaban no alzaban la voz. En la unisfera, los
presentadores de los noticiarios y los comentaristas políticos de
cientos de mundos comenzaban a lanzar sus sombrías predicciones
sobre el fin del mundo.
Nada de aquello molestaba a Aaron. Él
continuaba en la plaza cuando los robots municipales salieron a la
luz de las estrellas y empezaron a limpiar la basura que la
impresionable multitud había dejado a su paso. Aaron ya sabía lo
que tenía que hacer, la certeza lo había golpeado en cuanto había
oído hablar a Ethan. Tenía que encontrar a Íñigo. Por eso estaba
allí.
Aaron sonrió satisfecho y miró la oscura
plaza, pero no había ni rastro de la mujer.
—¿Y ahora quién es el problemático?
—preguntó y después regresó caminando a la jubilosa ciudad.
★ ★ ★
Ethan se asomó al balcón de la fachada del
palacio del Huerto y contempló los últimos rayos de sol que se
deslizaban sobre la multitud como un barniz dorado translúcido. Los
gritos de aprobación casi religiosa resonaban en los gruesos muros
del palacio, podía sentir la vibración en la balaustrada de piedra
que tenía delante. No era que hubiera experimentado ninguna duda
interna durante su largo y difícil viaje, pero la respuesta de los
fieles era un profundo consuelo. Sabía que tenía razón, debía
luchar por su propia visión, sacar todo el movimiento de su
perezosa autocomplacencia. Ese era el mensaje de la evolución:
avanzar o morir. Para eso existía el Vacío.
Ethan cerró su mente al campo gaia y salió
sin prisas del balcón cuando el sol se hundió al fin por el
horizonte. Los restantes miembros del Consejo lo siguieron con aire
respetuoso, sus mantos de color escarlata aleteaban agitados cuando
se apresuraban para no quedarse atrás.
Su secretario personal, el clérigo jefe
Phelim, lo esperaba en la cima de las amplias escaleras de ébano
que bajaban dibujando una escalera hasta el cavernoso salón Malfit
de la planta baja. Phelim vestía las túnicas grises y azules que
indicaban justo un rango por debajo del de consejero de pleno
derecho, un estatus que Ethan iba a elevar en un par de días. La
capucha le caía por la espalda, lo que permitía que la suave
iluminación naranja se reflejara en la piel negra de su cabeza
rapada. La falta de cabello le daba una formidable apariencia
esquelética que no era muy habitual entre los miembros de Sueño
Vivo, que seguían la moda del pelo largo que prevalecía en
Makkathran. Cuando se puso a la altura de Ethan, era casi una
cabeza más alto. Esa altura, junto con un rostro que podía mantener
una impasibilidad desconcertante, había sido muy útil cuando surgía
la necesidad de incomodar a alguien; podía hablar con cualquiera
con la mente abierta por completo al campo gaia y, sin embargo, su
tono emocional quedaba siempre fuera del alcance de todos; una vez
más, eso no era algo a lo que estuviese acostumbrada la cortés y
pasiva comunidad de Sueño Vivo. En la jerarquía del Consejo, Phelim
y sus maneras eran unos intrusos incómodos. En privado, Ethan
disfrutaba al ver la consternación que generaba su leal
adjunto.
El gigantesco salón Malfit estaba lleno de
clérigos que comenzaron a aplaudir en cuanto Ethan terminó de bajar
las escaleras. El conservador se tomó un momento para saludarlos
inclinándose mientras caminaba por la sala, con un suelo de color
negro puro; sonreía para dar las gracias a todos y, de vez en
cuando, saludaba con la cabeza al reconocer a alguien. Las imágenes
del techo arqueado imitaban el cielo de Querencia; el salón Malfit
estaba trabado para toda la eternidad en el amanecer, lo que
producía una bóveda de color turquesa claro en la que el globo ocre
del mundo sólido Nikran bordeaba con suavidad el círculo,
magnificado hasta un punto en el que eran visibles las cordilleras
y unas cuantas nubes fugaces. El cortejo de Ethan entró en el salón
Liliala, cuyo techo albergaba una tormenta perpetua, y su manto
hirviente de nubes encendidas se rodeaba de un halo de rayos de un
vivido color violeta. Varias brechas intermitentes permitían breves
vistazos de los Gemelos de Marte, que pertenecían a la formación
del Brazalete de Gicon, pequeños planetas anodinos con una profunda
y densa atmósfera roja que protegía su superficie de cualquier
posible investigación. Los clérigos de mayor rango estaban reunidos
bajo las destellantes nubes. Ethan le dedicó algo más de tiempo a
esa sala y murmuró varias palabras de agradecimiento a los que
conocía mientras permitía que su mente irradiara suaves oleadas de
orgullo al campo gaia.
En la puerta arqueada que llevaba a las
habitaciones que utilizaba el alcalde de Makkathran para desempeñar
su cargo, Ethan se volvió hacia los consejeros:
—Os agradezco una vez más la confianza que
habéis depositado en mí. A aquellos que se mostraron reticentes en
su respaldo, les prometo doblar mis esfuerzos para ganarme su apoyo
y confianza en los años venideros.
Si a alguno le ofendió aquella despedida,
optó por ocultar tales pensamientos del espacio abierto del campo
gaia. Solo Ethan y Phelim entraron en los salones privados. Dentro
había una serie de magníficos aposentos interconectados. Las
pesadas puertas de madera eran tan indiscretas allí como en
Makkathran; fuera cual fuera la especie que había diseñado y
construido la ciudad original, era obvio que no tenía la psicología
necesaria para saber encerrarse. A través del campo gaia, Ethan
podía percibir a su personal moviéndose por las salas de recepción
que lo rodeaban. El equipo de su predecesor comenzaba a retirarse y
sus frágiles emociones y descontento se filtraban por el campo
gaia. El traspaso de poderes era por lo general un asunto relajado
y afable, pero no esa vez. Ethan quería que su autoridad quedara
patente en el palacio del Huerto en cuestión de horas. Antes de que
comenzara el cónclave, él ya había preparado un círculo interno de
leales a él para que se hicieran cargo de los principales puestos
administrativos de Sueño Vivo. Y dado que Ellezelin era una
teocracia, también tenía que lidiar con la tarea de aprobar un
nuevo gabinete para el gobierno civil del planeta.
Su predecesor, Jalen, había amueblado el
sanctasanctórum del alcalde con bloques de paoviool que parecían
trozos de piedra que tomaban la forma que se requiriese, un estado
intuido a través del campo gaia. Ethan se acomodó en el asiento que
se formó detrás de la larga plancha rectangular de escritorio. La
insatisfacción se manifestó en forma de pequeñas chispas de color
esmeralda que estallaban como un sarpullido óptico en las
superficies de paoviool que lo rodeaban.
—Quiero esta basura moderna fuera de aquí
antes de mañana —dijo Ethan.
—Por supuesto —dijo Phelim—. ¿Quieres que se
devuelvan a su sitio los muebles de Íñigo?
—No. Quiero esto tal y como nos lo mostró el
Caminante de las Aguas.
Phelim esbozó una auténtica sonrisa.
—Mucho mejor.
Ethan miró a su alrededor, el santuario
ovalado con las paredes lisas y las altas ventanas. A pesar de lo
familiarizado que estaba con aquel aposento, se sentía como si no
lo hubiera visto hasta entonces.
—¡Por el amor de Ozzie, lo conseguimos!
—exclamó con un largo suspiro de asombro—. Estoy sudando. Sudando
de verdad. ¿Te lo puedes creer?—Cuando se llevó la mano a la frente
se dio cuenta de que estaba temblando. A pesar de todos los años
que se había pasado planeando, trabajando y sacrificándose para ese
momento, la realidad de su éxito lo había cogido totalmente por
sorpresa. Habían pasado ciento cincuenta años desde que se había
infundido las motas gaia para poder experimentar el campo gaia, y
en su primera noche de comunión había presenciado el Primer Sueño
de Íñigo. Ciento cincuenta años y el reservado adolescente del
atrasado mundo externo de Oamaru había alcanzado uno de los cargos
más influyentes de la Federación Mayor a los que todavía podía
acceder un simple humano natural.
—Eras el que todos querían —dijo Phelim.
Permanecía de pie a un lado del escritorio, sin prestar atención a
los grandes cubos de paoviool en los que podría haberse
sentado.
—Lo hemos hecho juntos.
—Bueno, no nos engañemos. A mí jamás me
habrían considerado ni siquiera para el Consejo.
—En circunstancias normales, no. —Ethan
volvió a mirar a su alrededor, a su santuario. Comenzaba a asimilar
la enormidad de lo que había hecho. Empezó a preguntarse qué
aspecto tendría el Vacío cuando pudiera verlo con sus propios ojos.
Una vez, décadas antes, había visto a Íñigo. No era que lo hubiese
desilusionado, pero el Soñador tampoco había sido lo que él se
esperaba. Claro que tampoco estaba muy seguro de cómo debería haber
sido el Soñador, más enérgico y dinámico, quizá.
—¿Quieres empezar? —preguntó Phelim.
—Creo que es lo mejor. El gabinete de
Ellezelin lo componen miembros fieles de Sueño Vivo así que puede
quedarse como está, con una excepción. Quiero que el secretario de
Hacienda seas tú.
—¿Yo?
—Vamos a construir las naves estelares para
la Peregrinación, y eso no nos va a salir barato; necesitaremos
todos los recursos económicos de la Zona de Libre Mercado para
financiar la construcción. Necesito a alguien en Hacienda de quien
pueda fiarme.
—Creí que iba a unirme al Consejo.
—Y así es. Te ascenderé mañana mismo.
—Dos puestos de alto rango. Va a tener su
interés cuando empiece a compaginar horarios. ¿Y el asiento vacío
del Consejo que voy a ocupar yo?
—Voy a pedirle a Corrie-Lyn que considere su
cargo.
El rostro de Phelim delató una insinuación
de censura.
—No se puede decir que sea tu mayor
partidaria en el Consejo, es cierto, pero creo que realmente
apoyaría la Peregrinación. ¿Quizá uno de tus colegas menos
progresistas...?
—Tiene que ser Corrie-Lyn —dijo Ethan con
firmeza—. Los consejeros restantes que se oponen a la Peregrinación
están en minoría y podemos ocuparnos de ellos cuando más nos
convenga. Nadie va a desafiar mi mandato. Los fieles no lo
tolerarían.
—Pues que sea Corrie-Lyn entonces. Esperemos
solo que Íñigo no vuelva antes de que lancemos las naves estelares.
¿Sabías que fueron amantes?
—Y solo por eso es consejera. —Ethan
entrecerró los ojos—. ¿Seguimos buscando a Íñigo?
—Eso está en manos de nuestros amigos —le
dijo Phelim—. Nosotros no disponemos de ese tipo de recursos. No
hay ni rastro de él, que hayan informado. Siendo realistas, si tu
ascenso al puesto de conservador no lo hace volver dentro del
próximo mes, yo diría que podemos respirar tranquilos.
—Mal expresado. Así da la sensación de que
hemos hecho algo malo.
—Pero no sabemos por qué Íñigo se mostraba
reticente ante la idea de la Peregrinación.
—Íñigo es un ser humano, tiene defectos como
todo el mundo. Llámalo falta de valor en el último momento si
quieres ser benévolo. En mi opinión, se dedicará a observar los
acontecimientos desde alguna parte y a animarnos para que
continuemos.
—Eso espero. —Phelim hizo una pausa mientras
revisaba la información que se acumulaba en sus exoimágenes; su
sombra-u comparaba los datos locales con una visión de conjunto
exhaustiva de la elección—. Ha llegado Marius, solicita una
audiencia.
—No ha tardado mucho, ¿verdad?
—No. Hay muchas formalidades que te
requerirán esta noche. El presidente de la Federación Mayor te
llamará para felicitarte, así como los líderes de los planetas del
Libre Mercado y docenas de nuestros aliados de los mundos
externos.
—¿Cómo va la información de la
unisfera?
—Todavía es pronto. —Phelim comprobó los
resúmenes que le proporcionaba su sombra-u—. Más o menos lo que nos
esperábamos. Algunos exaltados histéricos que claman contra la
Peregrinación y que dicen que vas a matarnos a todos. La mayor
parte de los presentadores serios están intentando no dejarse
llevar y explicar las dificultades que implica. La mayor parte
parece considerar la Peregrinación una simple promesa
política.
—No existe dificultad alguna para lograr la
Peregrinación —dijo Ethan con tono molesto—. He visto el sueño del
Señor del Cielo. Es una criatura noble y nos llevará al interior
del Vacío. Solo tenemos que localizar al Segundo Soñador. ¿Alguna
novedad?
—Ninguna. Hay miles que se presentan aquí
afirmando que sueñan con el Señor del Cielo. No nos ayudan en
nuestra búsqueda.
—Tienes que encontrarlo.
—Ethan... a nuestros mejores maestros de los
sueños les llevo meses reunir los fragmentos existentes para formar
el pequeño sueño que tenemos. En este caso creemos que no hay
ningún vínculo tan firme como el que tenía Íñigo con el Vacío. Esos
fragmentos podrían estar entrando en el campo gaia de formas muy
diversas. Portadores que no eran conscientes de los fragmentos, por
ejemplo. ¿Llegados directamente del Vacío? Quizá sea el campo
galáctico de Ozzie. Y luego está un posible desbordamiento de la
Tierra Madre de los silfen o algún otro ser inteligente posfísico
que quiere divertirse a nuestra costa. Incluso el propio
Íñigo.
—No es Íñigo. Estoy seguro. Sé cómo son sus
sueños, los sabemos todos. Esto es diferente. Fui yo el que se
sintió atraído por esos primeros fragmentos, acuérdate. Comprendí
lo que eran desde el primer momento. Hay un Segundo Soñador.
—Bueno, ahora que eres conservador puedes
autorizar una monitorización más detallada de los nidos de
confluencia del campo gaia y rastrear así el origen.
—¿Es eso posible? Creía que el campo gaia
estaba fuera del alcance de nuestra influencia directa.
—Los maestros de los sueños afirman que
pueden hacerlo, sí. Se pueden hacer ciertas modificaciones en los
nidos. No será barato.
Ethan suspiró. El cónclave había sido
agotador, mentalmente hablando, y eso solo había sido el
comienzo.
—Son tantas cosas... Y todas a la vez. —Ya
sabes que estoy aquí para ayudarte.
—Lo sé. Y gracias, amigo mío. Algún día nos
encontraremos en la auténtica Makkathran. Algún día haremos que
nuestras vidas sean perfectas. —Muy pronto.
—Por el amor de Ozzie, eso espero. Y ahora
dile a Marius que entre, por favor. Ethan se puso de pie con aire
cortés para recibir a su invitado. Que fuera el representante de
una facción de ANA la primera persona a la que veía era un gesto
muy revelador. No le entusiasmaba demasiado el modo en que Phelim y
él habían dependido de Marius durante la campaña que lo había
llevado a ser elegido conservador. En un universo ideal, no habrían
necesitado ningún tipo de ayuda externa y, desde luego, no una
ayuda que suponía tantos compromisos, muchos de ellos muy
preocupantes en potencia. Tampoco era que Marius hubiera sugerido
en algún momento una especie de quid pro quo. Ninguna de las
facciones del interior de la inteligencia casi posfísica del
sistema de Actividad Neuronal Avanzada (ANA) de la Tierra se
atrevería jamás a ser tan directa.
El representante esbozó una sonrisa cortés
cuando lo invitaron a entrar. De altura media, tenía un rostro
redondo con unos perspicaces ojos verdes enfatizados por unos iris
muy amplios. Su espeso cabello cobrizo estaba moteado de oro, sin
duda resultado de la vanidad de algún ancestro avanzado. No había
nada que indicara sus funciones superiores. Ethan estaba utilizando
sus enriquecimientos internos para llevar a cabo un examen pasivo
de su invitado y si alguna de las funciones de campo del
representante estaba activa, era demasiado sofisticada como para
que pudiera percibirse. Cosa que al conservador tampoco le
sorprendería demasiado: Marius estaría enriquecido por la bionónica
más avanzada que existía. El largo traje toga negro del
representante generaba su propia neblina superficial, que fluía a
su alrededor como una fina capa de bruma, unos leves zarcillos se
deslizaban tras él cuando caminaba.
—Eminencia —dijo Marius, e hizo una
reverencia formal—. Mis más sinceras felicitaciones por su
elección.
Ethan sonrió. Apenas pudo evitar
estremecerse. Todos y cada uno de los instintos primitivos más
aguzados que poseía habían captado lo peligroso que era el
representante.
—Gracias.
—Estoy aquí para asegurarle que
continuaremos apoyando sus objetivos.
—¿Entonces no está preocupado por la
reacción de los medios de comunicación a mi anuncio, por el hecho
de que nuestra Peregrinación vaya a desencadenar el fin de la
galaxia? —Lo que estaba desesperado por preguntar era: ¿quiénes son
los que van a continuar apoyándome? Pero había tantas facciones
dentro de ANA, que no hacían más que entablar y romper alianzas,
que era inútil preguntarlo. Bastaba saber que la facción que Marius
representaba quería que la Peregrinación continuara adelante. A
Ethan ya le daba igual que las razones de la facción fueran con
toda probabilidad la antítesis de las suyas, o que lo consideraran
una simple arma política, y tampoco llegaría a saberlo jamás. Lo
que importaba era la Peregrinación, llevar a los fieles a su
universo prometido; en realidad eso era lo único que importaba. Le
daba igual si con eso ayudaba a cumplir el objetivo político de
otro, siempre que no interfiriera con el suyo.
—Pues claro que no. —Marius sonrió como si
estuvieran compartiendo un chiste privado sobre lo estúpido que era
el resto de la humanidad comparada con ellos—. Si ese fuera el
caso, los que ya están en el Vacío habrían provocado ese
acontecimiento.
—Hay que educar al pueblo. Agradecería su
ayuda con eso.
—Haremos lo que podamos, por supuesto. Sin
embargo, ambos nos enfrentamos a una cantidad considerable de
inercia mental, por no hablar ya de prejuicios.
—Soy muy consciente de ello. La
Peregrinación polarizará las opiniones en toda la Federación
Mayor.
—Y no solo las de los humanos. Hay un cierto
número de especies que están mostrando bastante interés por los
acontecimientos.
—El imperio Ociseno. —Ethan lo escupió con
todo el desprecio que pudo.
—A los que no se debe subestimar —dijo
Marius. No era una auténtica reprimenda.
—Los únicos que me preocupan son los raiel.
Son los que han hecho pública su oposición a que cualquiera intente
entrar en el Vacío.
—Que es, por supuesto, por lo que nuestra
ayuda les será más beneficiosa. Nuestra oferta original sigue en
pie: les proporcionaremos ultramotores para las naves de su
Peregrinación.
Ethan, estudioso de la historia antigua,
supuso que así era como se había sentido el viejo icono religioso
Adán cuando le habían ofrecido la famosa manzana.
—¿Y a cambio?
—El statu quo que reina en estos momentos en
la Federación Mayor llegará a su fin.
—¿Y eso cómo los beneficia?
—Supervivencia de la especie. La evolución
exige el progreso o la extinción.
—Creí que su objetivo sería la trascendencia
—dijo Phelim con tono monótono.
Marius no lo miró, sus ojos permanecieron
clavados en Ethan.
—¿Y no es eso evolucionar?
—Es una evolución muy drástica —dijo
Ethan.
—No se diferencia tanto de las esperanzas
que han puesto ustedes en la Peregrinación.
—¿Y por qué no se unen a nosotros,
entonces?
Marius respondió con una sonrisa
triste.
—Únase usted a nosotros, conservador.
Ethan suspiró.
—Hemos soñado con lo que nos aguarda.
—Ah, así que todo se reduce al viejo
problema humano. Arriesgarse a lo desconocido o quedarse con lo
cómodo.
—Creo que la frase que busca es: «Más vale
lo malo conocido».
—Da igual. Eminencia, seguimos ofreciéndole
los ultramotores.
—Que nadie ha visto jamás, en realidad.
Ustedes solo lo dan a entender.
—ANA tiende a ser un tanto protectora cuando
se trata de sus tecnologías avanzadas. Sin embargo, le aseguro que
es real. El ultramotor equivale, como mínimo, al motor utilizado
por los raiel, si no es superior.
Ethan intentó no sonreír ante semejante
arrogancia.
—Oh, se lo aseguro, conservador —dijo
Marius—. ANA no hace este tipo de alardes en vano.
—Estoy seguro. Bueno, ¿y cuándo pueden
entregarlos?
—Cuando sus naves estén listas para
peregrinar, los motores estarán aquí.
—Y el resto de ANA, las facciones que no
están de acuerdo con ustedes, ¿se quedan tan tranquilas y les
permiten entregar esta supertecnología sin decir nada?
—A efectos prácticos, sí. Usted no se
preocupe por nuestros debates internos.
—Muy bien, acepto su generosa oferta. Por
favor, no se ofenda, pero nosotros también nos pondremos a
construir nuestros motores más mundanos para las naves, solo por si
acaso.
—No esperábamos otra cosa. —Marius volvió a
inclinarse y salió de la sala.
Phelim dejó escapar un suave silbido de
alivio.
—Así que es eso; no somos más que un factor
desencadenante en sus guerras políticas.
Ethan intentó parecer indiferente.
—Si con eso conseguimos lo que queremos, por
mí no hay problema.
—Creo que haces bien en no depender solo de
ellos. Debemos incluir nuestros propios motores en el programa de
construcción.
—Sí. Los equipos de diseño trabajan desde el
comienzo sobre esa premisa. —Sus rutinas secundarias empezaron a
sacar archivos de las lagunas de almacenamiento de sus racimos
macrocelulares—. Entre tanto, comencemos con reuniones y citas más
sencillas, ¿de acuerdo?
★ ★ ★
Aaron atravesó andando el puente de mármol
rojo que se arqueaba sobre el canal de las Hermanas, que unía el
parque Dorado con el distrito del foso Bajo. El terreno contenía
una franja de simples prados sin edificios, solo recintos para
animales comerciales y un par de mercados arcaicos. Se paseó por
los senderos serpenteantes iluminados por pequeños faroles de
aceite que colgaban de postes y después se adentró en el distrito
Ogden. Aquel terreno también estaba formado por praderas pero
contenía la mayor parte de los establos de madera de la ciudad,
donde la aristocracia guardaba sus caballos y carruajes. Había sido
allí donde se había labrado en la muralla la puerta principal de la
ciudad.
Las puertas estaban abiertas de par en par
cuando pasó mezclado con pequeños grupos de rezagados que
regresaban a la extensión urbana del exterior. Makkathran2 estaba
rodeada por una franja de tres kilómetros de ancho de parques que
la separaba de la inmensa y moderna metrópolis que había surgido a
su alrededor en los últimos dos siglos. El gran Makkathran2 se
extendía a lo largo de seiscientos kilómetros cuadrados, una red
urbana que albergaba dieciséis millones de personas, un noventa y
nueve por ciento de las cuales eran devotos seguidores de Sueño
Vivo. Se había convertido en la capital de Ellezelin tras
arrebatarle el título a la capital original de Riasi después de las
elecciones de 3379, que habían devuelto a Sueño Vivo la mayoría en
el senado del planeta.
Ningún tipo de transporte mecánico cruzaba
el parque; ni taxis terrestres, ni trenes subterráneos, ni siquiera
bandas mecánicas para peatones. Por supuesto, tampoco se permitía
la entrada de cápsulas en el espacio aéreo de Makkathran2. El
razonamiento de Íñigo había sido muy sencillo: a los fieles no les
importaría caminar lo que hiciera falta, eso era lo que hacía todo
el mundo en Querencia. Quería que la autenticidad fuera el factor
gobernante en la ciudadela de su movimiento. Se permitía cruzar el
parque a caballo, en Querencia había caballos. Aaron sonrió al
pensar en ello cuando cruzó las puertas de la ciudad. Un recuerdo
elusivo parpadeó como un holograma moribundo. En otro tiempo se
había aferrado al cuello de un caballo gigantesco que cruzaba
galopando un terreno ondulado. El movimiento era poderoso y rítmico
pero, al mismo tiempo, extrañamente relajado. Era como si el
caballo estuviese deslizándose en lugar de galopando o avanzando a
saltos. Aaron sabía cómo debía fluir con el animal y esbozaba una
sonrisa salvaje al salir disparado hacia delante, con el aire
estrellándose en su cara y el cabello al viento. Un cielo de un
asombroso color azul zafiro brillaba y calentaba el aire sobre él.
El caballo tenía un cuerno pequeño y duro en la frente, coronado
con la tradicional punta metálica negra.
Aaron gruñó con desdén. Debía de ser un
drama de inmersión sensorial al que había accedido en la unisfera.
Nada real.
En medio del parque había un risco uniforme.
Cuando Aaron llegó a la cima, fue como si cruzara una fisura en el
tiempo. Tras él quedaba el perfil pintoresco y arcaico de
Makkathran2, bañado en su extraño fulgor naranja, delante tenía las
torres modernistas y los pulcros distritos que producían una bruma
multicolor que se extendía hasta el horizonte. Las cápsulas de
regravedad se deslizaban sin esfuerzo por el aire sobre la ciudad,
inmersas en corrientes de tráfico estrictamente mantenidas, largas
bandas horizontales de movimiento rápido que terminaban en cruces
cicloidales que entrelazaban el tejido de la ciudad en un baile
cinético palpitante. En el cielo del sudeste, Aaron pudo ver las
luces más brillantes de las naves estelares que entraban y salían
deslizándose de la atmósfera, muy por encima del aeropuerto
espacial. Una procesión interminable de grandes nave9 de carga que
le proporcionaban a la ciudad vínculos económicos con los planetas
que estaban fuera del alcance de los agujeros de gusano de la Zona
oficial de Libre Mercado.
Cuando llegó al borde exterior del parque,
le dijo a su sombra-u que llamara a un taxi. Una cápsula de
regravedad de color jade se salió sin ruido del enjambre del
tráfico del cielo y dilató la puerta. Aaron se acomodó en el banco
de delante, donde tenía una buena vista a través del fuselaje
unidireccional.
—Hotel Buckingham.
Frunció el ceño cuando la cápsula volvió a
hundirse en la amplia corriente que rodeaba la extensión oscura del
parque. ¿La orden se la había dado él o su sombra-u? En el primer
cruce, giraron de golpe y se dirigieron al interior de la red
urbana. En los bulevares bordeados de árboles que veía más abajo, a
los cien metros que marcaba la normativa, había unos cuantos
vehículos terrestres recorriendo el asfalto. Entre ellos, había
personas montando a caballo. Las bicicletas también eran muy
populares. Aaron sacudió la cabeza, divertido.
El hotel Buckingham era un pentágono de
treinta plantas ribeteado de balcones y pináculos puntiagudos que
se elevaban en cada esquina. Relucía con un tono radiante de color
perlado, salvo por sus cientos de ventanas, que eran huecos negros.
El tejado era una pequeña franja de selva exuberante. Unas luces
diminutas brillaban trémulas entre el follaje allí donde los
clientes cenaban y bailaban al aire libre.
El taxi de Aaron lo dejó en la plataforma de
llegadas del centro. Tenía una moneda de crédito en el bolsillo que
se activaba con su ADN y con eso pagó el viaje. Había un código de
crédito cargado en una laguna de almacenamiento macrocelular que
podría haber usado, pero la moneda hacía que el viaje fuera más
difícil de rastrear. En absoluto imposible, solo fuera del alcance
del ciudadano medio. Cuando el taxi despegó de nuevo, Aaron miró
las altas paredes monocromáticas que lo cercaban y se sintió
expuesto e inquieto.
—¿Figuro en el registro de este sitio? —le
preguntó a su sombra-u.
—Sí. Habitación 3088. La suite del
ático.
—Entiendo. —Se giró y miró directamente el
balcón del ático. Había sabido su ubicación de forma automática—.
¿Y me lo puedo permitir?
—Sí. La suite cuesta mil quinientas libras
ellezelinas por noche. Tu moneda de crédito tiene un límite de
cinco millones de libras ellezelinas al mes.
—¿Al mes?
—Sí.
—¿Pagadas por quién?
—La moneda está respaldada por una cuenta
del Banco Central de Augusta. Los detalles de la cuenta están
protegidos.
—¿Y el código de mi crédito personal?
—Lo mismo.
Aaron entró en el vestíbulo.
—Está bien esto de ser rico —dijo para
sí.
★ ★ ★
El ático tenía cinco habitaciones y una
pequeña piscina privada. En cuanto Aaron entró en el salón
principal, fue a mirarse al espejo. Tenía un rostro mayor que la
norma, se acercaba ya a los treinta. Era dueño de una mata de pelo
negro y corto y, por extraño que fuera, unos ojos con un punto
violeta en los grises iris. Unos rasgos con cierto toque oriental
pero con una piel curtida y una ligera barba de varios días.
Sí, ese soy
yo.
La respuesta instintiva lo tranquilizó pero
siguió sin darle demasiadas pistas sobre su identidad.
Se acomodó en un amplio sillón que había
enfrente de una ventana externa e hizo disminuir la opacidad para
contemplar la ciudad de noche y con ella el corazón invisible que
había construido Íñigo. Había mucha información en esas estructuras
que imitaban a las alienígenas, información que lo ayudaría a
encontrar a su presa. No era el tipo de datos que se almacenaban en
archivos electrónicos; si fuera tan fácil, a Íñigo ya lo habrían
encontrado a esas alturas. No, la información que necesitaba era
personal, lo que provocaba unos cuantos problemas únicos de acceso
para alguien como él: un no creyente.
Pidió algo de comer al servicio de
habitaciones. El hotel era lo bastante pretencioso como para
emplear cocineros humanos. Cuando llegó la comida, Aaron pudo
apreciar las sutilezas de su preparación; había una diferencia
indudable con los productos de las unidades culinarias. Se sentó en
el gran sillón y contempló la ciudad mientras comía. Comprendió que
cualquier ruta que lo llevara a los clérigos y consejeros de mayor
rango tendría complicaciones. Claro que con aquella Peregrinación
se le presentaba una oportunidad única. Si iban a volar al Vacío,
necesitarían naves, lo que le proporcionaba una tapadera bastante
sencilla. Solo quedaba el problema de averiguar qué amistad debería
cultivar.
Su sombra-u produjo una extensa lista de
clérigos de alto rango, además de proporcionarle cotilleos sobre
quién se había aliado con Ethan y quién, tras la elección, iba a
pasarse las siguientes décadas fregando los baños del
Consejo.
Le llevó media noche pero el nombre estaba
allí. Incluso apareció en la página web de las noticias de la
ciudad cuando Ethan empezó a reorganizar la jerarquía de Sueño Vivo
para adaptarla a su propia política. No era algo obvio pero tenía
mucho potencial: Corrie-Lyn.
★ ★ ★
La caja de la mensajería llegó al
apartamento de Troblum una hora antes de que tuviera que hacer su
presentación ante el panel de revisión de la Marina. Se envolvió en
un manto y salió al ascensor de cristal del vestíbulo mientras la
tela esmeralda se ajustaba a su volumen. Los antiguos sistemas
mecánicos zumbaron y traquetearon cuando el ascensor comenzó a
bajar con suavidad. No eran del todo originales, claro está;
técnicamente hablando, el edificio entero databa de más de mil
trescientos cincuenta años atrás. Durante ese tiempo se habían
hecho un buen número de renovaciones y restauraciones. Después,
quinientos años atrás, se había instalado un generador de campos
estabilizadores que mantenía intactos los vínculos moleculares
dentro de los antiquísimos ladrillos, vigas y planchas de compuesto
que formaban el cuerpo principal del edificio. En esencia, siempre
que hubiera electricidad para mantener conectado el generador, se
podía mantener la entropía a raya.
Troblum se las había arreglado para obtener
el cargo de conservador del edificio algo más de cien años antes,
tras una campaña un tanto obsesiva de veintisiete años. Ya nadie
tenía propiedades en Arévalo, un mundo superior que formaba parte
de la Federación Central (allá por los tiempos en los que se había
levantado el edificio, lo llamaban fase uno). Convencer a los
inquilinos anteriores para que se fueran había consumido toda su
asignación de energía y masa durante años, además de sus escasas
habilidades sociales. Había utilizado consejeros mediadores,
abogados y expertos en restitución histórica, incluso había lanzado
una apelación contra el Consejo Urbanístico de Daroca, que
administraba el generador de estabilizadores. Durante la campaña
había adquirido un aliado inesperado que probablemente había
contribuido a decantar todo a su favor. Por los medios o motivos
que fueran, el resultado era que ya disponía de los derechos
indiscutibles de ocupación de todo el edificio. Nadie más vivía en
él y muy pocos habían recibido una invitación para visitarlo.
El ascensor se detuvo en el vestíbulo de la
entrada. Troblum pasó junto al escritorio vacío del conserje y se
acercó a la alta puerta hecha de vidrieras. Fuera, la caja de la
mensajería flotaba a metro y medio de la acera, se trataba de un
cajón de metal apagado con certificados de transporte que brillaban
con tono rosa en un extremo y estaban protegidos de posibles
escáneres de campo. La sombra-u de Troblum confirmó el contenido y
lo mandó al vestíbulo, donde la caja aterrizó en el carrito de
Troblum. La base se abrió y depositó el paquete: un grueso cilindro
plateado de medio metro de largo. Troblum mantuvo la puerta abierta
hasta que la caja se fue, entonces la cerró. Los escudos de
privacidad se alzaron alrededor del vestíbulo de la entrada
mientras él regresaba al ascensor. El carrito lo siguió con aire
obediente.
En un principio, el edificio había sido una
fábrica y cada uno de los cinco pisos tenía un techo muy alto.
Después, como solía ocurrir en aquellos primeros tiempos de la
Federación, la ciudad se había expandido y prosperado y había
expulsado la industria del antiguo centro urbano. La fábrica se
había convertido en apartamentos para la clase alta. Uno de los dos
apartamentos del ático que ocupaban todo el quinto piso lo había
comprado la dinastía Halgarth como parte de su inmensa cartera de
propiedades en Arévalo. Los otros apartamentos se habían restaurado
hasta recuperar un aspecto aproximado a la distribución y
decoración que tenían en 2380, pero Troblum había concentrado sus
formidables energías en el de Halgarth, que era donde vivía en esos
momentos.
Para darle un acabado tan perfecto como
fuera posible, había extraído tanto los planos del arquitecto como
los del diseñador de interiores de los archivos profundos de la
ciudad. Esos planos los había complementado con unas grabaciones
visuales igual de antiguas que tenía del programa de noticias de
Miguel Ángel de aquella época. Pero su fuente principal de detalles
había sido los escáneres forenses de la Junta Directiva de Crímenes
Graves que había obtenido directamente de ANA. Después de combinar
los datos, se había pasado cinco años recreando de forma laboriosa
la extravagante decoración vintage; el
resultado final había consistido en tres dormitorios con baño
incluido y un gran salón sin tabiques que estaba separado de la
zona de la cocina por una barra con una encimera de mármol. Había
un ventanal que tenía un balcón al otro lado con una vista
espectacular del río Caspe.
Cuando la funcionaria de mantenimiento
histórico del Consejo Urbanístico hizo la revisión final del
proyecto, se quedó encantada con el resultado, pero la razón de la
dedicación de Troblum se le escapó por completo. Este no esperaba
otra cosa, el campo de la mujer era el edificio en sí y lo que
había ocurrido en su interior en la época de la guerra del Aviador
Estelar era la especialidad de Troblum. Él jamás utilizaría la
palabra «obsesión» pero todo aquel episodio se había convertido en
mucho más que una afición para él. Estaba decidido a llegar a
publicar algún día la historia definitiva de esa guerra.
La puerta del ático se abrió ante él. Los
sólidos de las tres chicas estaban sentados en el sofá de cuero
azul que había junto al ventanal. Catriona Saleeb iba vestida con
una túnica de color rojo y oro, con el cinturón suelto de modo que
la ropa interior de seda quedara a la vista. El cabello largo,
rizado y negro le caía en rizos caóticos por los hombros cuando
agitaba la cabeza. Era la más menuda de las tres, el programa de
animación del sólido conservaba la imagen eterna de una joven llena
de vida de veintiún años, despreocupada y entusiasta. Apoyada en
ella y tomando té en una gran taza estaba Trisha Marina Halgarth.
Su morena cara con forma de corazón tenía unos pequeños tatuajes CO
de color verde oscuro, como alas de mariposa que partían de sus
ojos de color avellana; la antigua tecnología se ondulaba con
lentitud en respuesta a cada movimiento facial. Sentada un poco más
lejos de las otras dos jóvenes estaba Isabella Halgarth. Era una
rubia alta con el pelo largo y liso recogido en una coleta. El
jersey blanco y algodonoso que llevaba era mucho más sugerente de
lo que en realidad debería haber sido, ya que se le subía por
encima del estómago, y los vaqueros eran poco más que una capa
externa de piel azul que le recorría las largas y atléticas
piernas. Su rostro tenía unos pómulos altos que le daban una
apariencia aristocrática respaldada por una actitud de frío desdén.
Mientras sus dos amigas le dedicaron entusiastas holas a Troblum,
ella se limitó a saludarlo con un simple asentimiento con la
cabeza.
Con un suspiro de pesar, Troblum le dijo a
su sombra-u que aislara a las chicas. Habían sido sus compañeras
durante cincuenta años y disfrutaba de su compañía mucho más que de
la de cualquier ser humano de verdad. Además, lo ayudaban a
anclarse en la era que tanto amaba. Por desgracia, no podía
permitirse distracciones en ese momento, por muy deliciosas que
fueran. Le había llevado décadas refinar los programas de animación
y conferir una personalidad inteligente-I válida a cada sólido. Las
tres chicas habían compartido el apartamento durante la guerra del
Aviador Estelar y se habían visto implicadas en una famosa
operación encubierta de desinformación dirigida por el aviador
estelar. La propia Isabella había sido uno de los agentes más
eficaces del alienígena dentro de la Federación; se había dedicado
a seducir a políticos y funcionarios de alto rango y los había
manipulado de la forma más sutil. Durante un tiempo, tras la
guerra, la frase «Ser isabelleado» se utilizaba en toda la
Federación para dar a entender que te la habían jugado bien, pero
esa infamia se había ido desvaneciendo con el tiempo. Incluso entre
personas que vivían por rutina más de quinientos años, los
acontecimientos perdían su potencia y relevancia con el tiempo.
Tras tantos años, la guerra del Aviador Estelar no era más que uno
de esos incidentes formativos del comienzo de la Federación, como
Ozzie o Nigel, la Colmena, la circunnavegación del Esfuerzo y el desciframiento de la nanotecnología de
los jardineros. De joven, a Troblum no le había interesado
demasiado, pero después había descubierto por pura casualidad que
descendía de alguien llamado Mark Vernon, que al parecer había
tenido un papel vital en la guerra. Entonces había comenzado a
investigar a su ancestro de modo informal, no quería más que unos
cuantos detalles, enterarse de un pequeño trozo de la historia
familiar. Eso había sido ciento ochenta años antes y a esas alturas
estaba tan fascinado por toda la guerra del Aviador Estelar como la
primera vez que había abierto los archivos de aquel periodo.
Las chicas le dieron la espalda a Troblum y
al carrito que lo había seguido y siguieron hablando tan contentas
entre ellas. Troblum bajó la cabeza y miró el cilindro cuando se
volvió transparente. Contenía un puntal de metal de ciento quince
centímetros de largo; en un extremo había un nódulo de plástico del
que sobresalían unos extremos deshilachados de cable de fibra
óptica, como una cola desgreñada. La superficie estaba deslustrada
y llena de marcas; también estaba ondulado por el medio, como si
algo lo hubiera golpeado. El extremo del cilindro estaba trabado
pero Troblum lo abrió sin hacer caso del siseo del gas argón que
protegía el interior. No pudo evitar que le temblaran las manos al
sacar el puntal, ni tampoco podía hacer nada sobre el nudo que
tenía en la garganta. Después levantó el puntal y pudo observar, al
fin, la textura de su superficie gastada contra su piel. Bajó la
mirada y le sonrió del mismo modo que un hombre natural
contemplaría a su hijo recién nacido. Los sensores subcutáneos que
enriquecían sus dedos se combinaron con su función superior de
escáner de campo para llevar a cabo un análisis detallado. El
puntal era una aleación de aluminio y titanio con un refuerzo
encadenado de hidrocarburo específico, tenía dos mil cuatrocientos
años. Estaba sosteniendo en sus propias manos un trozo del
Marie Celeste, la nave del aviador
estelar.
Después de un largo rato volvió a meter el
puntal en el cilindro y llevó a cabo la purga atmosférica para
volver a sellarlo con argón. Jamás volvería a tocarlo con las
manos, era un objeto demasiado valioso. Lo llevaría al otro
apartamento, donde guardaba su colección de objetos de interés. Un
pequeño generador de campos estabilizadores mantendría su
estructura molecular durante siglos enteros, como debía ser.
Troblum admitió la autenticidad del puntal y
le dio autorización a su cuenta bancaria semioficial de Wessex para
que pagara el último plazo al proveedor del mercado negro de Tierra
Lejana que había adquirido el objeto para él. No era que tener
fondos en metálico fuese ilegal para un superior. La cultura de los
superiores se basaba en un principio muy sencillo: los individuos
eran lo bastante maduros e inteligentes como para aceptar la
responsabilidad de sus actos y actuar dentro de los parámetros
acordados por las normas sociales. «Yo soy el gobierno» era el
principio político fundamental de la cultura. Sin embargo, para
aquellos que pensaban que necesitaban tal opción, se habían
establecido métodos discretos para convertir la asignación de masa
y energía (AME) de un ciudadano superior, el denominado dólar
central, en dinero en metálico real aceptado en los mundos
externos. La AME no se consideraba dinero en el sentido tradicional
de la palabra, solo era una forma de regular la actividad de los
ciudadanos superiores para evitar que un individuo concreto
exigiera algo excesivo o poco razonable de los recursos de la
comunidad, fuera cual fuera su naturaleza.
Cuando el carrito salió del apartamento,
Troblum corrió a su dormitorio. Apenas tenía tiempo de ducharse y
ponerse un traje toga antes de salir. El ascensor de cristal lo
llevó al garaje del sótano, donde tenía aparcada su cápsula de
regravedad. Era un modelo antiguo que databa de dos siglos atrás,
de un color violeta cromado bastante gastado y más largo que las
versiones modernas, el casco delantero se estiraba como el morro de
los aviones de algunos mundos externos. Troblum se metió dentro y
ocupó más de la mitad de un banco delantero diseñado para albergar
a tres personas. La cápsula salió deslizándose del garaje y se
inclinó hacia arriba para unirse a la corriente de tráfico del
cielo.
El centro de Daroca era una agradable mezcla
de estructuras modernas con su lisa geometría repleta de pináculos,
edificios bonitos o llenos de historia como el de Troblum, y el
original y amplio mosaico de parques que el Consejo Fundador de la
ciudad había incluido en el trazado. Las corrientes de tráfico
aéreo seguían en líneas generales los patrones de las antiguas
avenidas. La cápsula de Troblum voló hacia el norte bajo el sol de
color bronce del planeta y se dirigió hacia los distritos más
nuevos, donde los edificios estaban más separados y las grandes
casas individuales eran mayoría.
Algo más abajo, en el cielo occidental,
apenas pudo distinguir la estrella brillante que era Aire. Era el
proyecto que lo había atraído a Arévalo en un primer momento: el
intento de construir un hábitat espacial artificial del tamaño del
planeta de un gigante de gas. Después de dos siglos de esfuerzos,
los directores del proyecto habían construido casi el ochenta por
ciento del enrejado geodésico esférico que actuaría como conductor
y como generador de un único campo de fuerza que lo encerraría
todo. Una vez conectado y cuando desviara energía directamente de
la estrella a través de un agujero de gusano de anchura cero, se
llenaría el interior de una atmósfera estándar de oxígeno-nitrógeno
cosechada en las lunas y gigantes de gas exteriores del sistema.
Tras eso se introducirían varios componentes biológicos, tanto
animales como botánicos, que flotarían en su interior para
establecer un ciclo vital que formaría una biosfera. El resultado
final, un entorno con gravedad cero y un diámetro mayor que el de
Saturno, le daría a la gente la libertad definitiva de volar sin
ataduras, lo que añadiría una nueva dimensión extraordinaria a toda
la experiencia humana.
Los críticos, de los que había muchos,
afirmaban que era una copia pobre y absurda de la Tierra Madre de
los silfen que había descubierto Ozzie, una estrella entera
envuelta en una atmósfera respirable. Los partidarios argüían que
solo era un peldaño más, un testamento importante e inspirador que
expandiría la habilidad y las perspectivas de la cultura superior.
Con sus argumentos consiguieron un referéndum muy reñido en los
mundos centrales para obtener las AME que necesitaban para
completar el proyecto.
A Troblum, que era, en primer lugar y sobre
todo un físico, esos argumentos lo habían atraído hacia el proyecto
de Aire. Se había pasado setenta años muy constructivos trabajando
para trasladar los conceptos teóricos a la realidad física y había
ayudado a construir los generadores de los campos de fuerza que
cubrían el enrejado geodésico. En ese momento, su interés por la
guerra del Aviador Estelar había comenzado a dominarlo todo y él se
había ganado la atención de la gente dirigiendo un proyecto de
construcción mucho más interesante. Le hicieron una oferta que no
pudo rechazar. Con frecuencia se consolaba pensando que ese
episodio de su vida reflejaba otro muy parecido de la vida de su
ilustre ancestro, Mark.
Su cápsula descendió al complejo de las
oficinas de la Marina de la Federación. Consistía en un aeropuerto
espacial rodeado por dos filas de grandes hangares y muelles de
mantenimiento. Arévalo era, sobre todo, una base para la división
de exploración de la Marina. Las naves que había en el campo eran o
bien navíos de investigación de largo alcance o naves estándar de
pasajeros; las tres torres de color negro mate que dominaban el
perímetro del norte albergaban los laboratorios de astrofísica e
instalaciones de adiestramiento de personal científico. La cápsula
de Troblum atravesó llorando los arcos abiertos en los que se
apoyaba la torre principal y aterrizó justo debajo. Se acercó
caminando a la base de la columna más cercana del arco, el traje
toga lo rodeaba con una estridente aurora ultravioleta. No había
muchas personas por allí, solo unos cuantos oficiales de camino a
unas cápsulas de regravedad. Su apariencia atrajo algunas miradas,
que un superior fuera tan grande no era nada habitual. La bionónica
por lo general mantenía el cuerpo estilizado y sano, dado que esa
era su función principal. Había unos cuantos casos en los que la
bionónica encontraba ciertas dificultades operativas debido a una
composición bioquímica algo inusual, pero lo normal era que se
remediara con una pequeña modificación cromosómica. Troblum se
negaba a considerarlo siquiera. Era lo que era y no veía la
necesidad de disculparse por ello.
Incluso la corta distancia que tuvo que
salvar entre la cápsula y la columna hizo que se le disparara el
corazón. Estaba sudando cuando entró en el vestíbulo vacío de la
base de la columna. Unos sensores profundos lo examinaron, después
puso la mano en un globo de muestras y permitió que el sistema de
seguridad confirmara su ADN. Se abrió uno de los ascensores, que
después descendió durante un periodo de tiempo inquietante.
La sala de reuniones fuertemente protegida
que habían reservado para su presentación no tenía nada especial:
una cámara ovalada con una mesa ovalada de asbesto ligniforme en el
medio, y a su alrededor diez sillas moldeadoras de color blanco
nacarado y respaldos altos. Troblum se sentó en la que estaba
enfrente de la puerta y empezó a hacer comprobaciones con la red de
la oficina de la Marina para asegurarse que todos los archivos que
necesitaba estaban bien cargados.
Entraron cuatro oficiales de la Marina, tres
de ellos con trajes toga idénticos, cuyo efecto superficial del
color del ébano se ondulaba en dibujos apagados. Su alto rango solo
quedaba evidenciado por los pequeños puntos rojos que brillaban en
sus hombros. Troblum los reconoció a todos sin tener que recurrir a
sus sombras-u: Mykala, una capitana de tercer nivel y directora de
la oficina local de motores VSL (velocidad superior a la luz);
Eoin, un capitán que se especializaba en actividades alienígenas; y
Yehudi, el comandante de la oficina de Arévalo. Los acompañaba el
primer almirante Kazimir Burnelli. Troblum no se esperaba su
presencia, la conmoción de ver al comandante de la Marina de la
Federación en persona lo hizo levantarse a toda prisa. Y no era
solo su cargo lo que era fascinante. El almirante era el hijo de
dos figuras muy importantes en la guerra del Aviador Estelar y era
famoso para la edad que tenía: mil doscientos seis años, siete u
ocho siglos más de los que tenían la mayor parte de los superiores
cuando se descargaban en ANA.
El almirante vestía un uniforme negro de
tela antigua y muy bien cortada. Le quedaba a la perfección,
resaltaba sus anchos hombros y el torso esbelto, la clásica figura
de autoridad. Era alto, con la tez olivácea y un rostro atractivo.
Troblum reconoció algunas de las características de su padre (la
mandíbula despuntada y el cabello de color azabache), pero también
estaban presentes los mejores rasgos de su madre: una nariz que era
casi exquisita y unos ojos claros y afables.
—¡Almirante! —exclamó Troblum.
—Es un placer conocerle. —Kazimir Burnelli
le tendió la mano.
A Troblum le llevó un momento darse cuenta
que tenía que extender la mano y estrechar la del almirante, de
repente se alegró mucho de que su traje toga tuviera una red de
refrigeración y que ya no estuviese sudando. El archivo sobre
formalidades sociales que su sombra-u había colocado en su
exovisión se retiró de golpe.
—Estoy aquí como representante de
ANA:Gobernación en esta presentación —dijo Kazimir. Troblum ya lo
había supuesto. Kazimir Burnelli era el eslabón humano esencial en
la cadena que unía a ANA:Gobernación con las naves de la flota
disuasoria de la Marina, un cargo de gran confianza y
responsabilidad que había ostentado durante más de ochocientos
años. Había algo en su postura que daba fe de todos los siglos que
había vivido, un aura de fatiga que cualquiera que estuviera en su
presencia no podía dejar de notar.
Había tantas cosas que Troblum estaba
desesperado por preguntar, empezando por: ¿Ha
permanecido tanto tiempo en su cuerpo para compensar lo breve que
fue la vida de su padre? Y quizá: ¿Podría
facilitarme usted el acceso a su abuelo? Pero en lugar de eso
se limitó a decir con tono sumiso:
—Gracias por venir, almirante. —Otro escudo
de privacidad rodeó la cámara y la red confirmó que contaban con
una protección de grado uno.
—Bueno, ¿y qué tiene para nosotros?
—preguntó el almirante.
—Una teoría sobre los generadores del par
Dyson —dijo Troblum. Activó el nódulo web de la cámara para que los
demás pudieran compartir los datos y proyecciones de sus archivos y
comenzó a explicarse.
El par Dyson eran unas estrellas separadas
por tres años luz y confinadas en el interior de unos campos de
fuerza gigantescos. Las barreras las habían establecido en el 1200
d. C. los anomina por una muy buena razón: contener a los
alienígenas primos, que ya se habían extendido desde su mundo
natal, alrededor de Alfa hasta Beta, y que mostraban una hostilidad
patológica contra toda vida biológica salvo la suya. El aviador
estelar, un primo que había escapado del encierro, había manipulado
a la Federación para que abriera el campo de fuerza que rodeaba a
Dyson Alfa, lo que había provocado una guerra que había matado a
más de cincuenta millones de seres humanos. Desde entonces, la
Marina había mantenido una vigilancia ininterrumpida sobre esas
estrellas.
Siglos después, cuando los raiel invitaron a
la Federación a unirse al proyecto de observación del Vacío en la
estación Centurión, a los científicos humanos les había sorprendido
y asustado el parecido que había entre los sistemas de defensa de
tamaño de planetas desplegados por todas las estrellas de la Pared
y los generadores que producían los campos de fuerza del par
Dyson.
Hasta ese momento, dijo Troblum, todo el
mundo había supuesto que los anomina tenían una base tecnológica
equivalente a la de los raiel, pero él lo ponía en duda. Su
análisis de los generadores del par Dyson mostraba que eran casi
idénticos en concepto a las máquinas DF de la estación
Centurión.
—Lo que demuestra lo dicho, supongo —dijo
Yehudi.
Más bien al contrario —respondió Troblum sin
alterarse. El mundo natal de los anomina había sido visitado varias
veces por la división de exploración de la Marina. Como especie se
habían dividido dos milenios antes. El grupo más avanzado en el
plano tecnológico había ascendido a un plano de inteligencia
posfísica y el resto había sufrido una retroevolución a una cultura
más sencilla y pastoril. Aunque habían desarrollado agujeros de
gusano y habían enviado naves de exploración que habían recorrido
toda la galaxia, solo se habían asentado en una docena, más o
menos, de sistemas estelares cercanos, y ninguno de ellos tenía
grandes instalaciones de astroingeniería. Las restantes sociedades
pastoriles no tenían ningún conocimiento de los generadores del par
Dyson y los posfísicos ya hacía mucho tiempo que se habían retirado
y no tenían contacto con sus parientes lejanos. Un extenso registro
del sector por parte de sucesivas naves de la Marina no había
logrado ubicar la estructura donde se habían ensamblado los
generadores del par Dyson. Hasta el momento, los astroarqueólogos
humanos habían supuesto que la maquinaria abandonada se había ido
deteriorando hasta desaparecer en el vacío o sencillamente se había
perdido.
Dada la colosal magnitud implicada, dijo
Troblum, ninguna de las dos cosas era muy creíble. En primer lugar,
por muy sofisticados que fueran, a los anomina les habría llevado
al menos un siglo construir un generador así partiendo de cero, por
no hablar ya de dos. Solo había que ver el tiempo que les estaba
llevando a los superiores construir Aire, y eso que disponían de
AME casi ilimitada. En segundo lugar, esos generadores se habían
necesitado con rapidez. Los alienígenas primos de Dyson Alfa ya
estaban construyendo naves estelares que alcanzaban una velocidad
inferior a la de la luz, que era por lo que los anomina los habían
encerrado. Si hubiera habido un margen de un siglo mientras los
anomina se afanaban con la construcción, los primos se habrían
expandido a todas las estrellas en un radio de cincuenta años luz
antes de que los generadores estuvieran acabados.
—La conclusión obvia —dijo Troblum— es que
los anomina se limitaron a apropiarse de los sistemas raiel
existentes en la Pared. Lo único que necesitarían sería un
generador ampliado de agujeros de gusano para transportarlos al par
Dyson, y sabemos que ya poseían la tecnología básica. Me gustaría
que la Marina pusiera en marcha un registro detallado del espacio
interestelar que rodea el par Dyson. Es muy posible que el motor o
motores de los agujeros de gusano de los anomina sigan allí, sobre
todo si era un mecanismo «a la desesperada». —Después le lanzó al
almirante una mirada expectante.
Kazimir Burnelli hizo una pausa cuando se
cerraron los últimos archivos de Troblum.
—Los primos construyeron el mayor agujero de
gusano jamás conocido para atravesar quinientos años luz y poder
invadir la Federación —dijo.
—Se llamaba la puerta del Infierno
—respondió Troblum de inmediato.
—Conoce bien la historia. Me alegro.
Entonces también debería saber que solo tenía un par de kilómetros
de diámetro. No creo que fuera suficiente como para transportar los
generadores de la barrera.
—Sí, pero yo estoy hablando de una
manifestación totalmente nueva de tecnología de motores impulsados
por agujeros de gusano. Un agujero de gusano que no necesita un
generador igual de grande, solo hay que proyectar el efecto de
materia exótica hasta alcanzar el tamaño requerido.
—Jamás he oído hablar de nada
parecido.
—Se puede lograr con facilidad con lo que
sabemos sobre los agujeros de gusano y su teoría, almirante.
—¿Con facilidad? —Kazimir Burnelli se volvió
hacia Mykala—. ¿Capitán?
—Supongo que puede ser posible —dijo
Mykala—. Tendría que volver a repasar la teoría de la materia
exótica antes de poder decantarme en uno u otro sentido.
—Yo ya estoy trabajando en un método —soltó
de repente Troblum.
—¿Algún éxito? —inquirió Mykala.
Troblum sospechaba que se estaba burlando
pero carecía de la habilidad necesaria para interpretar su
tono.
—Estoy haciendo progresos, sí. Desde luego,
en teoría no hay nada que impida modificar el diámetro. Todo es
cuestión de la cantidad de energía que haya disponible.
—Para enviar un generador de barreras Dyson
a media galaxia de distancia se necesitaría una nova —dijo
Mykala.
Con eso Troblum se convenció de que la
capitana se estaba burlando de él.
—No necesita en absoluto tanta energía
—dijo—. En cualquier caso, si construyeron los generadores en su
estrella natal o cerca de ella, seguirían necesitando un sistema de
transporte, ¿no? Si los construyeron in situ, cosa que dudo mucho,
¿dónde está la obra? A estas alturas ya habríamos encontrado algo
así de grande. Esos generadores se trasladaron de donde fuera que
los raiel los habían instalado en un principio.
—A menos que los produjeran sus posfísicos
—dijo la mujer—. Quién sabe qué habilidades tienen o tenían.
—Lo siento, voy a tener que darle la razón a
Troblum en eso —dijo Eoin—. Sabemos que los anomina no alcanzaron
el estatus posfísico hasta después del establecimiento de las
barreras Dyson, unos ciento cincuenta años después.
—Exacto —dijo Troblum con tono triunfante—.
Tenían que estar utilizando un nivel de tecnología que a todos los
efectos era equivalente al nuestro. Ahí fuera, en alguna parte del
espacio interestelar, hay un sistema de motores abandonado capaz de
mover objetos del tamaño de planetas. Tenemos que encontrarlo,
almirante. Yo ya he recopilado una metodología de búsqueda que
utiliza naves exploradoras de la Marina que me gustaría...
—Permítame que lo detenga justo ahí —dijo
Kazimir Burnelli—. Troblum, lo que nos ha explicado hasta ahora es
una hipótesis muy convincente. Tan convincente que voy a enviar de
inmediato sus datos a un comité de revisión de alto rango del
departamento. Si me dan un veredicto positivo, usted y yo
comentaremos las opciones que tiene la Marina para investigar. Y
créame, en los tiempos que corren, eso es ir por la vía rápida, ¿de
acuerdo?
—Pero usted puede aprobar que la división de
exploración dé comienzo a la búsqueda de inmediato, tiene la
autoridad necesaria.
—La tengo, sí, pero no la ejerzo sin una
buena razón. Lo que nos ha mostrado es más que suficiente para
empezar a hacer una valoración en serio. Seguiremos los cauces
naturales. Y después, si tiene razón...
—Pues claro que tengo razón, joder —soltó de
repente Troblum. Sabía que no estaba actuando de la forma más
apropiada, pero tenía su objetivo tan cerca. Había creído que la
aparición inesperada del almirante significaba que la búsqueda
comenzaría de inmediato—. Yo no tengo las AME necesarias para
disponer de tantas naves estelares, por eso tiene que implicarse la
Marina.
—Un individuo jamás tendría la posibilidad
de realizar una búsqueda —respondió Kazimir con tono ligero—. El
espacio que rodea al par Dyson sigue estando restringido. Esto es
un proyecto de la Marina.
—Sí, almirante —murmuró Troblum—. Entiendo.
—Y lo entendía. Pero eso no mitigaba el resentimiento que sentía
contra tanta burocracia.
—He observado que no ha incluido sus
resultados en toda esta idea «a la desesperada» del motor de
agujero de gusano —dijo Mykala—. Lo que abre una gran incógnita en
la propuesta.
—Está en una de las primeras fases —dijo
Troblum, lo que no era del todo verdad. Había ocultado parte de su
proyecto precisamente porque estaba muy cerca del éxito. Iba a ser
el argumento más contundente si la presentación no iba bien, cosa
que, en cierto modo, era lo que había ocurrido—. Espero tener
resultados positivos pronto.
—Eso me interesará mucho —dijo Kazimir, y al
fin esbozó una sonrisa que le quitó varios siglos de encima—.
Gracias por traernos esto. Le agradezco de verdad el esfuerzo que
ha hecho.
—Es mi trabajo —dijo Troblum con brusquedad.
Se quedó callado mientras el escudo se desconectaba y los otros
dejaban la cámara. Lo que quería gritarle al almirante era:
Tu madre tomó decisiones sin que ningún comité
la llevara de la mano, y en cuanto a lo que diría tu abuelo sobre
el supuesto consenso... Pero en lugar de eso, dejó escapar un
suspiro de insatisfacción mientras volvía a meter los archivos en
su laguna de almacenamiento. Conocer a un ídolo siempre tenía sus
riesgos, había muy pocos que estuvieran a la altura de su
leyenda.
★ ★ ★
Al Repartidor lo despertó su hija pequeña
justo cuando la luz de un frío amanecer comenzaba a surgir en el
exterior. La pequeña Rosa había decidido una vez más que con cinco
horas de sueño le bastaba y sobraba, así que estaba sentada en su
cuna lloriqueando para llamar la atención. Y para pedir leche. Al
lado del Repartidor, Lizzie empezaba a agitarse y salir de un
profundo sueño pero, antes de que su mujer pudiera despertarse, él
saltó de la cama y se apresuró por el rellano hasta la habitación
de la niña. Si no se daba prisa, Tillie y Elsie se despertarían
también y ya nadie podría disfrutar de ninguna paz.
El robot doméstico pediátrico entró flotando
por la puerta tras él, un simple ovoide de poco más de un metro de
altura que extrajo la ampolla de leche de Rosa a través de su piel
gris neutral. Tanto él como su mujer, Lizzie, odiaban la idea de
que una máquina, aunque fuera una tan sofisticada como el robot
doméstico, se ocupara de la niña, así que el Repartidor se puso a
la pequeña en el regazo, en el gran sillón que había junto a la
cuna, y empezó a darle de comer con la ampolla. Rosa lo obsequió
con una sonrisa de adoración alrededor de la boquilla y se acurrucó
más entre los brazos de su padre. El robot doméstico extendió una
manguera que se acopló al parche de salida del pañal del pijama de
la niña y absorbió el pis nocturno. Rosa agitó las manos muy
contenta cuando el robot doméstico salió deslizándose de su
habitación.
—Dio —arrulló la pequeña antes de continuar
bebiendo.
—Adiós —la corrigió el Repartidor. Con
diecisiete meses, Rosa tenía un vocabulario que estaba comenzando a
desarrollarse. Los organelos bionónicos de sus células permanecían
inactivos a todos los efectos, aparte de reproducirse para ir
suplementando las células nuevas de la niña cuando creciese. Varios
estudios exhaustivos habían demostrado que era mejor que un ser
humano nacido superior siguiera el calendario original de la
naturaleza hasta la pubertad, más o menos. En ese momento la
bionónica comenzaría a cumplir su misión, una de cuyas funciones
era modificar el cuerpo como quisiera su anfitrión. El Repartidor
no estaba muy seguro que aquello fuera una buena idea; entregar a
los adolescentes un poder ilimitado sobre su propia fisiología
llevaba con frecuencia a auténticos errores garrafales
autoinfligidos. Él siempre se acordaba de aquella vez cuando tenía
catorce años y había perdido la cabeza por una chica de diecisiete;
había intentado «mejorar» sus genitales. Había necesitado cinco
visitas de lo más embarazosas a un médico especialista en
procedimientos bionónicos para solucionar lo de sus dolorosos y
anormales tumores.
Cuando Rosa terminó, la llevó abajo. Lizzie
y él vivían en una casa clásica de estilo georgiano en el distrito
de Holland Park, en Londres. La habían restaurado trescientos años
antes y habían utilizado técnicas modernas para conservar todo lo
posible de los antiguos materiales sin tener que recurrir a campos
estabilizadores. Lizzie había supervisado la decoración cuando se
habían mudado y había mezclado una elegante variedad de mobiliario
y sistemas de servicios que databan de un amplio periodo, desde la
mitad del siglo XX hasta el siglo XVII, cuando las instalaciones de
duplicación de ANA habían terminado con cualquier intento de diseño
humano en la Tierra. Habían añadido también dos espaciosos
subsótanos, lo que les había proporcionado una piscina cubierta y
un spa, junto con los tanques y los
sistemas auxiliares que abastecían el armario culinario y el
duplicador doméstico.
El Repartidor llevó a Rosa al gran
invernadero de armazón de hierro, donde tenía sus juguetes
guardados en grandes cestas de mimbre. Febrero había producido su
habitual mañana helada en el exterior, y había traído anchos
patrones de escarcha que se arrastraban por el exterior del
cristal. De momento, la única verdadera mancha de color que podía
disfrutarse en el jardín procedía de las cerezas de invierno de la
orilla curva que había tras el estanque congelado de los
peces.
Cuando bajó Lizzie una hora más tarde, lo
encontró a él y a Rosa jugando con bloques luminosos en el suelo
calentado de piedra del invernadero. Tilly, que tenía siete años, y
Elsie, con cinco, entraron detrás de su madre y le gritaron muy
contentas a su hermanita pequeña, que corrió hacia ellas con los
brazos estirados y balbuceando en su idioma, de momento
incomprensible pero lleno de entusiasmo. Las tres niñas empezaron a
construir una torre con los bloques, cuanto más alta la hacían, más
rápido giraban los colores.
El Repartidor le dio a Lizzie un rápido beso
y le ordenó al armario culinario que preparara el desayuno. Lizzie
se sentó a la mesa circular de madera de la cocina. La mujer del
Repartidor era especialista en cultura y antigüedades, y disfrutaba
de esa noción tan pasada de moda de tener una habitación concreta
para cocinar. Aunque no había necesidad, había hecho que instalaran
una pesada cocina de hierro de varios fogones cuando se habían
mudado diez años antes. Durante el invierno, su acogedor calor
convertía la cocina en el motor de la casa, y la familia siempre se
reunía allí. A veces, Lizzie incluso usaba los fogones para cocinar
cosas que las niñas y ella hacían con los ingredientes producidos
por el armario culinario. La tarta de cumpleaños de Tilly había
sido la última obra.
—Tilly tiene natación esta mañana —dijo
Lizzie mientras tomaba unos sorbos de una gran taza de porcelana de
té que le había llevado un robot doméstico.
—¿Otra vez? —preguntó su marido.
—Cada vez tiene más confianza en sí misma.
Es su nuevo profesor. Es muy bueno.
—Me alegro. —El Repartidor cogió el cruasán
del plato y empezó a abrirlo con las manos—. Niñas —gritó—. Venid a
sentaros, por favor. Y traed a Rosa.
—No quiere venir —gritó Elsie de
inmediato.
—No hagáis que vaya a buscaros. —El
Repartidor evitó mirar a Lizzie—. Voy a estar fuera unos cuantos
días.
—¿Algo interesante?
—Según ciertas alegaciones, algunas
compañías de Oronsay se han hecho con tecnología de duplicación de
nivel tres —dijo—. Tendré que hacer unas cuantas pruebas en sus
productos. —El Repartidor se dedicaba a vigilar el avance de la
tecnología superior por los mundos externos. Era un proceso con el
que los externos se mostraban muy susceptibles, había políticos muy
conservadores en el Protectorado que lo citaban como el primer acto
de la colonización cultural, y, según ellos, merecía un buen
castigo. Sin embargo, los empresarios de los mundos externos
intentaban de forma constante adquirir sistemas de fabricación cada
vez más sofisticados para reducir sus costes. Los superiores
radicales tenían un interés parecido en proporcionarles esos
sistemas, lo veían precisamente como esa primera e importante etapa
que debía cumplir cualquier planeta que quisiera convertirse en una
cultura superior. Lo que él tenía que hacer en nombre de
ANA:Gobernación era determinar qué intención había tras el
suministro de sistemas de duplicación. Si los superiores radicales
estaban respaldando a las compañías, él inutilizaría los sistemas
con sutileza y haría derrumbarse la operación. Su problema
principal era tomar una decisión objetiva. Era inevitable que la
tecnología superior saliera de los mundos centrales y se filtrara a
los externos, del mismo modo que los mundos externos siempre
estaban colonizando los nuevos planetas que rodeaban su dominio. La
frontera entre los mundos centrales y externos era ambigua, por
decirlo de algún modo, con algunos mundos externos dando la
bienvenida de forma abierta al cambio a un estatus superior. La
ubicación siempre era un factor muy importante en la decisión del
Repartidor. Oronsay estaba a más de cien años luz de los mundos
centrales, lo que, de hecho, anulaba la posibilidad de que aquello
fuera una simple filtración de tecnología. Si había duplicadores
allí, era cosa de los radicales o de una compañía muy codiciosa que
los hubiera introducido.
Lizzie levantó las cejas.
—¿En serio? ¿Qué clase de productos?
—Componentes de naves espaciales.
—Bueno, eso debería resultar muy útil ahora
mismo por ahí fuera; muy rentable, me imagino.
El Repartidor agradeció el cauto buen humor
de su mujer. Los últimos días habían visto una oleada de
funcionarios de compañías aéreas llegando a Ellezelin impacientes
por hacer tratos con el nuevo conservador clérigo.
Las niñas entraron corriendo y se acomodaron
ante la mesa; Rosa trepó al champiñón de ante del siglo XVII que
era su trona. El artilugio se metamorfoseó a su alrededor y la
sujetó con la suficiente firmeza como para evitar que cayera y
después se expandió para llevarla al nivel de la mesa. La niña
aplaudió, encantada de estar a la misma altura que su
familia.
Elsie deslizó por la mesa con gesto solemne
un cuenco de cereales con miel que Rosa se apresuró a coger.
—Hoy no los tires todos —le ordenó Elsie con
tono imperioso.
Rosa se limitó a gorjear muy contenta
mirando a su hermana.
—Papi, ¿nos vas a teletransportar hoy a la
escuela? —preguntó Tilly en voz chillona y suplicante.
—Sabes que no voy a hacerlo —le dijo su
padre—. Así que no me lo pidas.
—Oh, por favor, papi, por favor.
—Sí, papi —interpuso Elsie—. Por favor,
teletranspórtanos. A mí me gusta. Un montón grande grande.
—Estoy seguro, pero vais a ir en autobús. El
teletransporte es una cosa muy seria.
—La escuela es una cosa seria —afirmó Tilly
de inmediato—. Tú siempre lo dices.
Lizzie se reía en silencio.
—Eso es dif... —empezó a decir el
Repartidor—. De acuerdo, os diré lo que haré. Si (y quiero decir,
solo si) os portáis bien mientras no estoy, entonces os
teletransporto a la escuela el jueves.
—¡Sí, sí! —exclamó Tilly. La niña estaba
dando saltos en la silla.
—Pero tenéis que ser excepcionalmente
buenas. Y lo voy a averiguar porque me lo contará vuestra
madre.
Las dos niñas le dedicaron de inmediato unas
enormes sonrisas a Lizzie.
Media hora más tarde, el autobús bajó
deslizándose del cielo, se trataba de una larga cápsula de
regravedad de color turquesa que flotó justo por encima del espacio
verde que había fuera de la casa, donde siglos antes había habido
una carretera. El Repartidor acompañó a sus hijas hasta el autobús,
las dos llevaban capas sobre las chaquetas rojas, el protector
brillo gris las resguardaba del frío aire húmedo. El Repartidor
comprobó por última vez que Tilly tenía el bañador, les dio un beso
de despedida y se quedó diciéndoles adiós con la mano mientras el
autobús se alzaba a toda prisa. Lo que se pretendía enviando a los
niños en el autobús todos juntos era mejorar el sentido de
comunidad de los pequeños, una extensión de la escuela en sí, que
era poco más que un centro de actividades y juegos organizados. La
verdadera educación de los niños no comenzaría hasta que se
activara su bionónica. Con todo, al Repartidor seguía dándole una
sacudida emocional al verlas desvanecerse en el lúgubre horizonte.
En Londres solo quedaba una escuela, que estaba al sur del Támesis,
en Dulwich Park. Con una población total de apenas ciento cincuenta
mil personas, la ciudad no necesitaba otra. Incluso para ser
superiores, el número de niños era escaso, claro que los nativos de
la Tierra eran famosos por su reserva. Había sido el primer planeta
en convertirse en un auténtico planeta superior y desde entonces su
población se había ido reduciendo de forma constante. Al comienzo
de la cultura superior, cuando la bionónica quedó a disposición de
todos y ANA entró en la red, la edad media de los ciudadanos ya era
la más alta de la Federación. Los ancianos se descargaron y los
jóvenes que no estaban listos para pasar a un estado posfísico
optaron por emigrar a los mundos centrales hasta el momento de dar
por concluidas sus vidas biológicas. El resultado era una pequeña
población residual con una tasa de nacimientos excepcionalmente
baja.
El Repartidor y Lizzie eran una excepción
notable, tenían nada menos que tres hijas. Claro que también habían
sacado un certificado de matrimonio y habían celebrado una
ceremonia en una vieja iglesia con sus amigos como testigos del
acontecimiento; incluso habían traído a un sacerdote cristiano de
un mundo externo que todavía contaba con una religión en
funcionamiento. Era lo que Lizzie había querido, su mujer adoraba
las antiguas tradiciones y rituales. Aunque no lo suficiente como
para quedarse embarazada de verdad, claro está; todas las niñas se
habían gestado en una cuba matriz.
—Ten mucho cuidado en Oronsay —le dijo
mientras el Repartidor se examinaba la cara en el espejo del baño.
Tenía que admitir que era bastante plana, con una mandíbula ancha y
unos ojos que se arrugaban siempre que sonreía o fruncía el ceño
por muchas técnicas antiedad, avanzadas o superiores, que les
aplicara a las zonas de piel circundantes. Sus genes avanzados le
habían proporcionado a su áspero cabello rojizo una velocidad de
crecimiento exuberante que había heredado Elsie. Había modificado
sus folículos faciales con bionónica para no tener que aplicarse
gel de afeitado dos veces al día pero el proceso no era perfecto;
cada semana tenía que comprobarse la barbilla y ponerse gel en los
trozos más recalcitrantes de la primera sombra de barba. Más que
sombra eran simples puntos, afirmaba Lizzie.
—Siempre lo tengo —le aseguró a su mujer. Se
puso un traje toga nuevo y esperó hasta que la tela lo envolvió.
Emergió entonces su bruma superficial, de color esmeralda oscura
entreverado de destellos plateados. Bastante elegante, le parecía a
él.
Lizzie, que nunca se ponía ropa diseñada
después del siglo XXII, le lanzó una mirada un tanto
desaprobadora.
—Si es tan lejos de los mundos centrales, va
a ser algo deliberado.
—Lo sé, y tendré cuidado, te lo prometo.
—Besó a Lizzie para tranquilizarla e intentó hacer caso omiso de la
sensación de culpa que manchaba sus pensamientos como un lento
veneno. Su mujer estudió su rostro y, al parecer, se quedó
satisfecha con su sinceridad, pero eso solo empeoró todavía más la
mentira. El Repartidor odiaba esos momentos en los que no podía
contarle a su mujer lo que hacía en realidad.
—Te has saltado un trocito —anunció Lizzie
con tono vivo y después le dio unos golpecitos con el índice en el
lado izquierdo de la mandíbula.
El Repartidor se miró al espejo y gimió
desesperado. Su mujer tenía razón, como siempre.
★ ★ ★
Cuando estuvo listo, el Repartidor se
encontró en el salón delante de Lizzie, que sostenía a una agitada
Rosa en los brazos. El Repartidor levantó una mano para despedirse
y activó la función de interfaz de campo. Esta se fundió de
inmediato con la esfera-T de la Tierra y el Repartidor designó las
coordenadas de salida. Su campo de fuerza integral saltó de
inmediato para protegerle la piel. El asombroso e intimidante vacío
del continuo de traslado lo envolvió y anuló todos los demás
sentidos. Era ese microsegundo infinito lo que despreciaba. Todos
sus enriquecimientos bionónicos le decían que estaba rodeado por la
nada, ni siquiera existía la firma cuántica residual de su propio
universo. Con la mente desposeída de cualquier información
sensorial, el tiempo se extendía de una forma atroz e
insoportable.
El puerto de las Águilas cobró vida a su
alrededor con un destello. La gigantesca estación estaba suspendida
a setenta kilómetros de altura sobre el sur de Inglaterra, una de
las ciento cincuenta estaciones idénticas que generaban la esfera-T
planetaria. ANA:Gobernación las había fabricado con la forma de
mitológicos platillos volantes de tres kilómetros de diámetro, un
nivel de fantasía con el que no solía asociarse.
El Repartidor salió a una cavernosa
recepción en el borde exterior de la estación. Solo había un par de
personas más usándola y no le prestaron ninguna atención. Delante
de él, una inmensa sección transparente del casco se alzaba desde
el suelo y se curvaba por encima de él, permitiéndole contemplar
toda la mitad sur del país. Tenía Londres casi justo debajo,
envuelta en bolsas de niebla que se movían despacio y rezumaban por
el suelo alto y ondulado como un marea aceitosa y blanca. La última
vez que Lizzie y él habían llevado allí a las niñas habían
disfrutado de un día claro y soleado; se habían apretado todos
contra el casco mientras Lizzie les señalaba las zonas históricas y
les narraba los acontecimientos que las habían convertido en
importantes. Les había explicado que la antigua ciudad había vuelto
a quedar reducida al mismo tamaño físico que había tenido a
mediados del siglo XVIII. Al reducirse la población del planeta,
ANA:Gobernación había decretado que quedaban demasiados edificios
que mantener. El que fueran antiguos no los hacía necesariamente
relevantes. Habían conservado los antiguos edificios públicos del
centro de Londres, junto con otros considerados significativos por
razones arquitectónicas o culturales. Pero en cuanto a las extensas
zonas residenciales, había cientos de miles de ejemplos de todo
tipo y de todas las épocas. La mayor parte se donó y vendió a
varios individuos e instituciones de toda la Federación Mayor y los
que quedaron se eliminaron sin más.
El Repartidor le echó una última y
melancólica mirada a la ciudad envuelta en bruma y sintió que su
sensación de culpabilidad se hinchaba hasta un nivel casi doloroso.
Pero jamás podría decirle a Lizzie lo que hacía en realidad, su
mujer quería estabilidad para su pequeña y maravillosa familia, y
tenía toda la razón del mundo.
Tampoco era que hubiera algún riesgo, se
decía el Repartidor cuando comenzaba cada misión. En serio. No
mucho, por lo menos. Y si en algún momento algo iba mal, su facción
seguro que podría revivirlo en un cuerpo nuevo y devolverlo a casa
antes de que su mujer comenzara a sospechar.
Le dio la espalda a Londres y empezó a
cruzar la sala desierta de la recepción hasta uno de los tubos de
tránsito que tenía enfrente. El tubo lo absorbió como una vieja
manguera de vacío y lo propulsó hacia el centro del Refugio de las
Águilas, donde estaba ubicada la terminal del agujero de gusano
interestelar. La escasez de viajeros lo sorprendió. Esperaba
encontrar más superiores en su migración interior hacia ANA. No
cabía duda que Sueño Vivo estaba revolviendo las cosas en el plano
político de los mundos externos. Los mundos centrales contemplaban
todo aquel asunto de la Peregrinación con su habitual desdén. Con
todo, sus consejos políticos estaban preocupados, como lo
demostraba el número de personas que se unían a ellos para ofrecer
su opinión.
Era un hecho que con la ascensión de Ethan
al cargo de conservador clérigo, las facciones de ANA iban a tener
que maniobrar de forma frenética para hacerse con la ventaja e
intentar dar forma a la Federación Mayor de acuerdo con sus propias
visiones. El Repartidor no terminaba de saber cuál de las facciones
iba a beneficiarse más de la reciente elección; había muchas
facciones y sus lealtades internas eran todas muy fluidas, por no
decir engañosas. Había un viejo dicho que afirmaba que había tantas
facciones como antiguos seres humanos físicos dentro de ANA, y él
jamás había encontrado ninguna prueba convincente que demostrara lo
contrario. Lo que daba como resultado agrupamientos que iban desde
aquellos que querían aislar y olvidar a los seres humanos físicos
(algunos extremistas antianimales los querían exterminados por
completo) hasta aquellos que pretendían elevar a todo ser humano,
ya fuera ANA o físico, a un estado trascendental.
Al Repartidor le asignaba sus misiones una
amplia alianza que era conservadora en lo fundamental y que seguía
una filosofía a la que le interesaba que las cosas siguieran como
estaban, aunque las opiniones sobre el modo de lograrlo eran tema
de un constante y vigoroso debate interno. El Repartidor lo hacía
porque era una visión que él compartía. Cuando se descargara al
fin, en un par de siglos o así, esa sería la facción con la que se
asociaría. Entretanto, él era uno de sus representantes no
oficiales en la Federación física.
La terminal de la estación era una simple
cámara esférica que contenía un globo de cincuenta metros de
diámetro cuya superficie resplandecía con el violeta radiante de la
radiación Cherenkov, que emanaba de la materia exótica utilizada
para mantener la estabilidad del agujero de gusano. El Repartidor
se deslizó por la suave capa de fotones y de inmediato se vio
saliendo del globo correspondiente de St. Lincoln. El viejo planeta
industrial seguía siendo una importante base de fabricación de los
mundos centrales y había mantenido su estatus como eje de la red
local de agujeros de gusano. El Repartidor cogió un tubo de
tránsito hasta el agujero de gusano de Lytham, que era uno de los
mundos centrales más alejados de la Tierra; su terminal de agujeros
de gusano estaba protegida en el aeropuerto estelar principal. Solo
los mundos centrales estaban unidos por una red de agujeros de
gusano bien establecida. Los mundos externos valoraban demasiado su
independencia cultural y económica como para que los conectaran con
los mundos centrales de un modo tan directo; aparte de unas cuantas
excepciones, los viajes entre ellos se realizaban en naves
estelares.
Una cápsula de dos plazas trasladó al
Repartidor a la nave que le habían asignado. El Repartidor se
deslizó entre dos largas filas de plataformas en las que estaban
aparcadas las naves estelares. Variaban mucho en tamaño, desde
lustrosos cruceros de placer con forma de aguja hasta
transatlánticos estelares de cien metros de largo capaces de
realizar rutas comerciales y trasladar a sus pasajeros a destinos
alejados cien años luz. No había cargueros, Lytham era un planeta
superior y no fabricaba ni importaba artículos de consumo.
El Tunante estaba
aparcado hacia el final de la fila. Era un ovoide sorprendentemente
achaparrado de color violeta cromado y veinticinco metros de alto
que se alzaba sobre cinco bulbos que parecían unos tumores y
sostenían su amplia base a tres metros del cemento.
La superficie del fuselaje era lisa y sin
rasgos distintivos, sin insinuación alguna de lo que se ocultaba
debajo. Parecía la típica nave privada con hipermotor de algún
individuo o compañía acomodada de un mundo externo, o a un consejo
superior con prerrogativas diplomáticas. Había una desgarbada torre
umbilical de metal en la parte posterior de la plataforma con dos
finas mangueras conectada al puerto eléctrico de la nave que estaba
llenando los tanques sintéticos con productos químicos de
base.
El Repartidor mandó la cápsula de regreso al
edificio de recepción y pasó por debajo de la nave estelar. Su
sombra-u llamó al núcleo inteligente y confirmó su identidad, un
proceso complejo de verificación de códigos y ADN, antes de que el
núcleo inteligente reconociera al fin que el Repartidor tenía
autoridad para tomar el mando. Se abrió entonces una cámara de aire
en el centro de la base de la nave, una abolladura que se hinchó
hacia arriba y se convirtió en un túnel oscuro. La gravedad se
suavizó a su alrededor y después se fue invirtiendo poco a poco y
lo empujó hacia arriba, al interior. Salió en la única cabina del
centro de la nave. Inerte, era una semiesfera baja de materia
oscura que estaba esponjosa al tacto. Unas vigas delgadas que había
en la superficie superior resplandecían con un azul apagado y le
permitían ver. La cámara de aire se selló bajo sus pies. El
Repartidor sonrió al mirar la cabina vacía y sentir el poder que
había contenido tras los mamparos. La nave estelar se conectó a él
a un nivel animal y sorteó toda la sabiduría y serenidad del
comportamiento de los superiores. El Repartidor disfrutó del poder
que ponían a su disposición, la libertad de volar hasta el otro
lado de la galaxia. Era la liberación en el sentido más extremo de
la palabra.
Cuánto disfrutarían las niñas viajando
allí.
—Dame algo para sentarme —le dijo al núcleo
inteligente—. Sube las luces y activa las funciones de control de
vuelo.
Un sillón de aceleración brotó del suelo,
las vigas se hicieron más brillantes y revelaron un patrón complejo
de líneas negras grabadas en las paredes de la cabina. El
Repartidor se sentó. Surgieron varias exoimágenes que le mostraron
el estatus de la nave. Su sombra-u consiguió la autorización para
volar del director del aeropuerto espacial y el Repartidor trazó
una trayectoria de vuelo hasta Ellezelin, a doscientos cincuenta
años luz. Los cables umbilicales se retiraron y se introdujeron
otra vez en la torre.
—Vamos —le dijo el Repartidor al núcleo
inteligente.
Los generadores de compensación mantuvieron
el nivel de gravedad dentro de la cabina cuando el Tunante se alzó en regravedad. A cincuenta
kilómetros de altitud, el límite de la regravedad, el núcleo
inteligente cambió a ingravidez y la nave estelar continuó
acelerando para alejarse del planeta. El Repartidor empezó a
experimentar con la distribución interna y se dedicó a expandir
paredes y sacar muebles de todos los mamparos de la cabina. Las
líneas oscuras fluyeron y florecieron convertidas en una gran
variedad de combinaciones que permitían que hasta seis pasajeros
tuvieran unos diminutos alojamientos independientes que incluían
hasta un baño; pero a pesar de toda su maleabilidad, la cabina no
era más que unas cuantas variaciones de un gran salón. Si viajabas
con alguien, decidió el Repartidor, por no decir ya con otras cinco
personas, tendríais que ser muy buenos amigos.
Unos mil kilómetros por encima del
aeropuerto espacial, el Tunante alcanzó VSL
y se desvaneció en el interior del intersticio de un campo cuántico
con una implosión fotónica que atrojo toda la radiación magnética
descarriada que había a un kilómetro de su fuselaje. Para los
sentidos humanos ordinarios no hubo diferencias perceptibles,
podría haber estado en una cámara subterránea, la gravedad siguió
conservando una estabilidad perfecta. Los sensores le
proporcionaron una imagen simplificada de su rumbo con respecto a
las grandes masas que habían quedado en el espacio-tiempo y
determinó las estrellas y planetas por el modo en que sus
signaturas cuánticas afectaban a los campos de intersección que
atravesaban. Su velocidad inicial eran unos fluidos quince años luz
por hora, casi al límite de un hipermotor, que la red de vigilancia
espacial planetaria de Lytham podía rastrear con un margen de un
par de años luz.
El Repartidor esperó hasta que se
encontraron a tres años luz de la red y después ordenó al núcleo
inteligente que volviera a acelerar. El ultramotor del Tunante los empujó a unos fenomenales cincuenta y
cinco años luz por hora. Fue suficiente para hacer estremecerse al
Repartidor. Solo había estado dos veces en una nave con ultramotor;
no había muchas, ya que ANA no había hecho pública la tecnología en
los mundos centrales. El Repartidor no sabía con exactitud cómo se
había hecho la facción conservadora con una nave así pero pensaba
cuidarse mucho de preguntarlo.
Dos horas después redujo la velocidad de
nuevo a quince años luz por hora y permitió que la red de tráfico
de Ellezelin captara su trayectoria de acercamiento hiperespacial.
Utilizó un canal transdimensional (TD) para conectarse a la
dataesfera planetaria y solicitó permiso para aterrizar en el
aeropuerto espacial de Riasi.
La capital original de Ellezelin estaba
situada en la costa norte de Sinkang y la atravesaba el río Camoa.
El Repartidor contempló la ciudad cuando el Tunan te empezó a bajar hacia el aeropuerto espacial
principal. La ciudad se había diseñado como una cuadrícula con
forma de telaraña cuyo centro lo ocupaba el parlamento del planeta.
El edificio seguía allí, una estructura grandiosa de torres y
contrafuertes hecha con una atractiva mezcla de materiales antiguos
y modernos. Pero el gobierno del planeta tenía su centro en esos
momentos en Makkathran2. Los burócratas de mayor rango y sus
departamentos se habían trasladado con él, y con ellos había
emigrado el comercio y la industria. Solo el sector del transporte
continuaba siendo fuerte en Riasi. Los agujeros de gusano que unían
los planetas de la Zona de Libre Mercado de Ellezelin estaban todos
allí, incorporados al aeropuerto espacial, lo que lo convertía en
el eje comercial más importante del sector.
El Tunante aterrizó
en una plataforma no muy diferente de la que había abandonado
apenas tres horas antes. El Repartidor pagó una tasa de un mes de
aparcamiento por adelantado con una moneda de crédito imposible de
rastrear y declinó la conexión umbilical. Su trabajo había
terminado. Su sombra-u llamó a una cápsula taxi para que lo fuera a
buscar a la plataforma. Mientras esperaba, lo llamó la facción
conservadora.
—Han visto a Marius en Ellezelin.
Fue la segunda vez ese día que el Repartidor
se estremeció.
—Supongo que era inevitable. ¿Sabéis por qué
está aquí?
—Para apoyar al conservador clérigo. Pero en
cuanto a la naturaleza exacta de ese apoyo, seguimos sin estar
seguros.
—Entiendo. ¿Está aquí, en el aeropuerto
espacial? —preguntó de mala gana. No era un agente de primera línea
pero su bionónica tenía funciones de campo muy avanzadas por si so
tropezaba con una situación hostil. Debería ser suficiente para
enfrentarse a lo que pudiera producir Marius, aunque cualquier tipo
de agresión sería de lo más inusual. Los agentes de las diferentes
facciones no arreglaban cuentas pendientes de forma física, punto.
No era así como se hacían las cosas.
—No creemos. Visitó al conservador clérigo
menos de una hora después de la elección. Después de eso se perdió
de vista. Te lo decimos solo para que tengas cuidado. No nos
gustaría que los aceleradores supieran de nuestros asuntos más de
lo que ellos quieren que nosotros sepamos de los suyos. Vete lo
antes posible.
—Comprendido.
La cápsula taxi lo llevó a la inmensa
terminal de pasajeros del aeropuerto espacial. Compró un billete
para el siguiente vuelo de las Líneas Estelares Unidas de la
Federación de vuelta a Akimiski, el mundo central más cercano.
Durante toda la espera en la sala de embarque con vistas a la
enorme explanada central, el Repartidor mantuvo sus funciones de
escáner conectadas y comprobando si Marius estaba en la terminal.
Cuando los pasajeros embarcaron cuarenta minutos más tarde, no
había visto señal alguna de él ni de ningún otro agente
superior.
El Repartidor se acomodó en su compartimento
de primera clase de la nave de pasajeros con una considerable
sensación de alivio. Era una nave con hipermotor que tardaría
quince horas en llegar a Akimiski. Desde ahí haría un viaje rápido
a Oronsay para mantener la tapadera. Con un poco de suerte, estaría
de regreso en la Tierra en menos de dos días. El fin de semana
estaba a las puertas y podrían llevar a las niñas al parque
santuario del sur, en Nueva Zelanda. Eso les gustaría.
★ ★ ★
El bar Rakas ocupaba todo el tercer piso de
una torre redonda en el distrito Abad de Makkathran2, igual que el
mismo edificio de la propia Makkathran tenía un bar en el tercer
piso. Por lo que había visto en los sueños de Íñigo, Aaron
sospechaba que el mobiliario del bar en el que se encontraba,
además de la iluminación, era bastante mejor que el original, por
no mencionar la falta de suciedad en general que parecía
omnipresente en la ciudad primigenia. Rakas era frecuentado por un
montón de fieles de visita que quizá se decepcionaran un poco al
ver el escaso espacio que ocupaba el núcleo de su movimiento en
comparación con las prodigiosas metrópolis de la Federación
Mayor.
También había una selección mucho mejor de
bebidas que aquellas de las que podía hacer alarde el arquetipo.
Aaron suponía que esa era la razón para que la exconsejera e
ilustre Corrie-Lyn continuara regresando allí. Era la tercera noche
que Aaron se sentaba en una pequeña mesa en un rincón y la veía
tomarse una cantidad impresionante de alcohol en la barra. No era
una mujer muy grande, aunque a primera vista su esbelta figura la
hacía parecer más alta de lo que era en realidad. Su piel marfileña
estaba salpicada de una masa de pecas cuya mayor densidad se
encontraba en la amplia franja que le cruzaba los ojos. Tenía el
cabello del rojo más oscuro que Aaron había visto jamás;
dependiendo de cómo incidiera la luz sobre ella, variaba de un
color ébano brillante a un tono rojizo oscuro moteado de dorado. Lo
llevaba muy corto, lo que hacía que, dado lo espeso que era, se le
rizara muchísimo, y el modo que tenía de enmarcar los delicados
rasgos de la mujer la hacía parecer una adolescente especialmente
diabólica, aunque en realidad era una mujer de trescientos setenta
años. Aaron sabía que no era superior, así que debía de tener un
magnífico metabolismo avanzado, y supuso que eso era lo que le
permitía beber lo suficiente como para tumbar a cualquier chico
malo que se le acercara.
Por cuarta vez esa noche, se acercó a probar
suerte uno de los fieles, aunque no demasiado devoto. Después de
todo, los buenos ciudadanos de Makkathran disfrutaban de unas vidas
sexuales muy sanas y activas, Íñigo se lo había demostrado. El
grupo de tíos con el que estaba, sentados todos en el gran alféizar
de la ventana, observaron con sonrisas ladinas y un mínimo de
risitas cómo su amigo reclamaba el taburete vacío que había junto a
Corrie-Lyn. Esta no llevaba su túnica de clérigo, de otro modo el
chico no se habría atrevido a acercarse ni a diez metros de ella.
Un sencillo vestido violeta oscuro con aberturas bajo los brazos
que revelaban una cantidad incitante de piel hizo aumentar el valor
del muchacho. Corrie-Lyn escuchó sin decir nada el modo que tuvo de
entrarle su joven admirador, asintió con gesto razonable cuando la
invitó a una copa y le hizo un gesto al camarero para que
fuera.
Aaron pensó que ojalá pudiera acercarse y
llevarse al chaval de allí. Casi le dolía mirar; había visto
sucederse la misma escena demasiadas veces durante las últimas
noches. El camarero se acercó con dos pesados chupitos y una
botella escarchada de vodka Adlier 88 dorado; fabricado en Vitchan,
en realidad no tenía nada que ver con el vodka original de la
Tierra salvo por lo fuerte que pegaba. Adlier producía un licor que
era un ochenta por ciento de alcohol y un ocho por ciento de
tricetolina, un potente narcótico. El camarero llenó los dos vasos
y dejó la botella.
Corrie-Lyn levantó su vaso a modo de saludó
y se lo bebió de golpe. El esperanzado muchacho siguió su ejemplo.
Mientras el jovenzuelo hacía una mueca e intentaba sonreír a pesar
del ardor del líquido helado, Corrie-Lyn volvió a llenar los dos
vasos y levantó el suyo. Con cierta aprensión, el muchacho hizo lo
mismo. Corrie-Lyn se lo bebió sin vacilar.
Se oyeron carcajadas entre el grupo de la
ventana. Su amigo se tomó también el lingotazo. Los ojos se le
llenaron de lágrimas y un estremecimiento involuntario le recorrió
el pecho, como si estuviera reprimiendo una tos. Corrie-Lyn sirvió
para ambos una tercera dosis con una precisión mecánica y se tomó
el suyo de un solo trago. El muchacho hizo un ademán indignado con
una sola mano y se apartó de la barra entre las burlas e insultos
de sus antiguos compañeros. La actuación no impresionó demasiado a
Aaron; la noche anterior, uno de los pretendientes en potencia
había aguantado cinco copazos antes de emprender la retirada,
herido y confuso.
Corrie-Lyn volvió a deslizar la botella por
el mostrador rumbo al camarero, que la cogió con un simple giro de
muñeca y la volvió a dejar en el estante. La mujer regresó al vaso
alto de cerveza que había estado bebiendo antes de la interrupción;
apoyó los codos a ambos lados del vaso y volvió a mirar a la
nada.
Mientras la miraba, Aaron tuvo que reconocer
que cultivar la amistad de Corrie-Lyn nunca iba a ser un juego
sutil de seducción. Solo iba a haber una oportunidad y, si la
fastidiaba, tendría que perder días enteros buscando otro ángulo.
Se levantó y se acercó a la mujer. Al acercarse, pudo sentir la
emisión de campo gaia de la mujer, que estaba reducido al mínimo
posible. Era como una bocanada de aire polar, lo bastante fría como
para hacerlo estremecerse; la silueta de Corrie-Lyn dentro del
campo etéreo era negra, una brecha en el espacio interestelar. La
mayor parte de la gente habría dudado con solo ver eso, por no
hablar ya de la humillación con el Adlier 88. Aaron se sentó en el
taburete que había dejado vacío el muchacho. Corrie-Lyn se giró
para lanzarle una mirada desdeñosa y recorrió con los ojos el traje
barato del hombre con una apatía insultante.
Aaron llamó al camarero y le pidió una
cerveza.
—Disculpa que no me someta a la degradación
ritual —le dijo—. No estoy aquí para meterme en tus bragas.
—Tanga. —Corrie-Lyn bebió un largo sorbo de
cerveza sin mirarlo.
—Eh... ¿qué? —No era exactamente la
respuesta que Aaron estaba esperando.
—En mi tanga.
—De repente tengo una necesidad urgente de
ordenarme en tu religión.
Corrie-Lyn sonrió para sí e hizo girar el
resto de la cerveza que le quedaba en el vaso.
—Tiempo has tenido suficiente; llevas ya
unos días parando por aquí.
Llegó la cerveza de Aaron y Corrie-Lyn la
cambió por la suya sin decir nada.
Aaron levantó un dedo para llamar al
camarero.
—Otra. Mejor, que sean dos.
—Y no es una religión —dijo ella.
—Pues claro que no. Qué tontería. Túnicas
sacerdotales. Culto a un profeta perdido. La promesa de la
salvación. Donaciones de dinero al templo de la ciudad. Ir de
peregrinación. Mis disculpas, un error lógico.
—Sigue hablando así, hombre de otro mundo, y
vas a terminar metido de cabeza en algún canal antes del
alba.
—¿Metido de cabeza o sin cabeza?
Corrie-Lyn se giró por fin y le prestó toda
su atención a Aaron, su sonrisa hacía juego con su malicioso
atractivo.
—Por el gran universo de Ozzie, ¿se puede
saber qué quieres?
—Hacerte muy rica, la verdad.
—¿Y por qué querrías hacer eso?
—Para hacerme yo más rico todavía.
—No se me dan muy bien los atracos a los
bancos.
—Ya, supongo que no es un tema que salga
mucho en la escuela de sacerdotes.
—Los sacerdotes te pedimos que tengas fe.
Podemos llevarte directamente al cielo; incluso te ofrecemos un
preestreno para que sepas lo que vas a ver.
—Y ahí es donde entramos nosotros.
—¿Nosotros?
—Fletes Vuelos Lejanos. Tengo entendido que
tu no religión necesita unas cuantas naves estelares, consejera
emérita.
Corrie-Lyn se echó a reír.
—Ah, qué peligro tienes, ¿no?
—Peligro ninguno, solo una intensa necesidad
de ser rico.
—Pero yo voy de camino a nuestro cielo del
Vacío. ¿Qué necesidad tengo yo del dinero de la Federación?
—Hasta el Caminante de las Aguas usaba
dinero. Pero no voy a discutir ese punto contigo, ni ningún otro,
si a eso vamos. Solo estoy aquí para hacerte una propuesta.
Tú tienes contactos que yo necesito, y creo
que ahora mismo no estás muy contenta con tus antiguos amigos del
Consejo de Clérigos. Quizá estés dispuesta a forzar alguna que otra
norma ética, quizá más de una. ¿Estoy en lo cierto, consejera
emérita?
—¿Por qué utilizas el tratamiento formal?
Vamos, atrévete, no te cortes, llámame «la idiota de la lista
negra». Todo el mundo me llama así.
—Los payasos de las noticias de la unisfera
tienen etiquetas para todo. Lo que no significa que no tengas aquí
los nombres que necesito. —Aaron se dio unos golpecitos en la
sien—. Y sospecho que en el palacio del Huerto todavía te tienen
respeto suficiente como para abrirme unas cuantas puertas. ¿Estoy
en lo cierto?
—Podría ser. Bueno, ¿cómo te llamas?
—Aaron.
Corrie-Lyn le sonrió a su cerveza.
—El primero de la lista, ¿eh?
—El número uno, consejera emérita. ¿Qué te
parece si te invito a cenar? Puedes divertirte dándome falsas
esperanzas o puedes darme el código de tu cuenta privada para que
pueda llenártela. Tómate tu tiempo antes de decidir.
—Lo haré.
★ ★ ★
Fletes Vuelos Lejanos era una compañía
legalmente constituida en Falnox; cualquiera que buscara su núcleo
de datos se habría encontrado con que ofrecía los servicios de
varias líneas especiales y empresas de mensajería en siete planetas
externos; no era una empresa enorme pero sí daba los beneficios
suficientes como para emplear a treinta personas. Por suerte para
Aaron, era una simple tapadera que habían establecido, él no sabía
quién, por si la necesitaba. Pero si hubiera sido real, sus gastos
habrían tenido consecuencias muy serias en la rentabilidad de ese
año. Esa era la tercera noche que invitaba a cenar, con vino,
claro, a Corrie-Lyn, y el énfasis se estaba poniendo en el vino.
Las cenas también habían sido todas de cinco estrellas. A la
consejera emérita le gustaba Bertrand's, en el Gran Makkathran, un
restaurante que hacía que el hotel Buckingham pareciera un albergue
para catetos indigentes. Aaron no sabía si aquella mujer estaba
poniendo a prueba su determinación pero, dado el estado en el que
terminaba la mayor parte de las noches, suponía que no lo sabía ni
ella misma.
Aunque, eso sí, Corrie-Lyn sabía vestir. Esa
noche lucía un sencillo vestidito de fiesta negro cuya corta falda
producía un seductor ruedo de bruma que giraba con aire provocador
cada vez que cruzaba o descruzaba las piernas. Su mesa estaba en un
hueco transparente que sobresalía del piso setenta y dos y les
ofrecía un panorama que no hacía falta ponderar de las vistas
nocturnas de la enorme ciudad. Justo debajo de Aaron, las cápsulas
se deslizaban por las rutas aéreas que tenían designadas entre un
espeso fulgor de luces estroboscópicas de navegación. Una vez que
uno se recuperaba de la espeluznante sensación de vértigo, el
paisaje resultaba bastante tonificante. La cena de siete platos que
estaban disfrutando era un placer para los sentidos, y cada plato
iba acompañado por un vino que el chef había elegido para
maridarlo. El camarero había renunciado a ofrecerle una única copa
a Corrie-Lyn y se limitaba a dejar la botella en la mesa cada
vez.
—Era un hombre extraordinario —dijo
Corrie-Lyn cuando se terminó su torta de chocolate con hojas de
gilcerezas. Volvía a estar hablando de su tema favorito. Con ella
no era difícil llevar la conversación hacia Íñigo.
—Cualquiera que pueda crear un movimiento
como Sueño Vivo en solo un par de siglos tiene que ser fuera de lo
normal.
—No, no. —Corrie-Lyn agitó el vaso con gesto
desdeñoso—. No se trata de eso. Si a ti o a mí nos hubieran dado
esos sueños, seguiría habiendo Sueño Vivo. Esos sueños inspiran a
la gente. Todo el mundo puede ver por sí mismo lo bella y sencilla
que es la vida en el Vacío, una vida que puedes perfeccionar por
muy jodido que estés o por muy estúpido que seas, da igual el
tiempo que tardes. Eso solo lo puedes hacer en el Vacío, así que si
prometes poner a disposición de todos esa habilidad, es imposible
que no reúnas a un montón de seguidores, ¿no te parece? Es
inevitable. A lo que yo me refiero es al hombre en sí. Don
Incorruptible. Eso ya es más raro. Si le das todo ese poder a la
mayoría de la gente, seguro que abusan de él. Yo abusaría y Ethan
ya lo está haciendo, no me jodas. —Corrie se sirvió lo que quedaba
de un oporto de Mithan de dos siglos y medio en una copa de cristal
igual de antigua.
Aaron sonrió con gesto tenso. El hueco que
daba a la sala principal del restaurante estaba abierto y
Corrie-Lyn ya había bebido lo habitual en ella.
—Por eso Íñigo estableció la jerarquía del
movimiento como si fuese una orden de monjes. Y no es que no
pudieras hartarte de sexo, que conste. —Corrie lanzó una risita—.
Pero se suponía que no podías aprovecharte de los fieles
desesperados; solo podías follar con los de tu propio nivel.
—Lo habitual en estos casos.
—Por supuesto que yo de pura no tenía nada.
Teníamos toda una historia, Íñigo y yo. ¿Lo sabías?
—Creo que lo has mencionado una o dos
veces.
—Pues claro que lo sabías; por eso me
tiraste los trastos.
—Esto no es tirarte los trastos,
Corrie-Lyn.
—Sana y delgada. —La consejera se lamió los
labios—. Eso es lo que soy. ¿No estás de acuerdo?
—Desde luego. —De hecho, Aaron no quería
admitir lo atractiva que era, físicamente hablando. Ayudaba que
cualquier impulso sexual que hubiera podido sentir por ella lo
neutralizaba en poco tiempo su forma de beber. Después de la
primera hora de cualquier velada, no era muy agradable estar con
aquella mujer.
Corrie-Lyn sonrió y se miró el
vestido.
—Sí, esa soy yo, claro que sí. Así que...
bueno, tuvimos esa historia, esa aventura. Es decir, claro que se
veía con otras mujeres. Por el amor de Ozzie, el pobre mierda tenía
mil millones de mujeres dispuestas e impacientes por arrancarse la
ropa delante de él y empezar a parir a sus hijos. Y yo también lo
disfrutaba. Es decir, coño, Aaron, al lado de algunas de ellas,
parecía que a mí me habían hecho fea de nacimiento.
—Creí que habías dicho que era
incorruptible.
—Y lo era. Lo que digo es que no se
aprovechaba. Pero es humano. Y yo también. Había distracciones, eso
es todo. La causa. La visión. Siguió siéndole fiel a eso. Nos dio
los sueños del Vacío. Creía, Aaron, creía de forma absoluta en lo
que le mostraban. El Vacío es de verdad un lugar mejor para todos
nosotros. Me hizo creer a mí también.
Yo siempre había sido una seguidora leal.
Tenía fe. Y luego lo conocí a él. Vi su fe, su devoción, y a través
de eso me convertí en un apóstol de verdad. —Se terminó el oporto y
se desplomó sobre el respaldo de la silla—. Soy una fanática,
Aaron, una auténtica fanática. Por eso Ethan me echó del Consejo;
no le cae bien la vieja guardia, los que seguimos siendo fieles.
Así que, caballero, más vale que te guardes esa condescendencia
sarcástica, cabrón. Me importa una mierda lo que pienses, odio
todos esos rodeos, listillo. Tú no crees y eso te convierte en una
mala persona. Apuesto a que no has experimentado siquiera ni uno de
los sueños. Ese es tu error, porque son reales. Para los humanos,
el Vacío es el cielo.
—Podría ser el cielo. No lo sabes con
seguridad.
—¡Lo ves! —Corrie-Lyn lo señaló con el dedo
y lo agitó, apenas capaz de concentrarse—. Siempre haces lo mismo.
Te las das de listo. No eres lo bastante estúpido como para estar
de acuerdo conmigo, oh no, pero sí lo bastante como para hacerme
predicar. Lo montas todo para que te pueda salvar. —Te equivocas.
Aquí de lo que se trata es de dinero.
—¡Ja! —Corrie-Lyn cogió la botella vacía de
Oporto y la miró con el ceño fruncido. Aaron dudó un momento. Nunca
sabía muy bien hasta qué punto la mujer controlaba la situación.
Optó por arriesgarse y presionarla.
—En cualquier caso, si el Vacío es la
salvación. ¿Por qué se fue? El resultado no fue lo que Aaron
esperaba. Corrie-Lyn se echó a llorar. —¡No lo sé! —gimió—. Nos
dejó. Nos dejó a todos. Oh, ¿dónde estás, Íñigo? ¿Adónde te fuiste?
Te quería tanto.
Aaron gimió, desesperado. Su cena tranquila
se había convertido en un espectáculo público. Los sollozos
femeninos eran cada vez más ruidosos. Se apresuró a llamar al
camarero y cambió de asiento para sentarse junto a Corrie-Lyn e
interponerse entre ella y los clientes curiosos.
—Venga —le susurró a su compañera—.
Vamos.
Había una plataforma de aterrizaje en el
piso trece pero Aaron quería que Corrie lomara un poco el aire así
que cogieron un ascensor directamente al vestíbulo del rascacielos.
El bulevar de la calle estaba casi desierto. Una pequeña carretera
que pasaba por el centro quedaba oculta en parte tras una larga
fila de árboles altos y frondosos de hoja perenne. El sendero del
costado estaba iluminado por esbeltos arcos encendidos.
—¿Crees que soy atractiva? —dijo Corrie-Lyn
arrastrando las palabras cuando Aaron la incitó a caminar. Después
del rascacielos había un par de bloques de apartamentos rodeados
por jardines elevados. Los pájaros nocturnos de la ciudad
descendían y aleteaban en silencio entre los arcos. El aire era
cálido, con el olor a ozono marino que acompañaba a las ráfagas
húmedas que llegaban de la costa.
—Muy atractiva —le aseguró Aaron, que se
preguntó si debería insistir en que Corrie se tomara el aerosol de
desintoxicación que se había llevado para esa eventualidad. El
problema de los bebedores de esa magnitud era que no querían
despejarse tan rápido, sobre todo cuando llevaban una carga de
dolor tan grande como Corrie-Lyn.
—Entonces, ¿cómo es que no me deseas? ¿Es la
bebida? ¿No te gusta que beba? —Se apartó un poco para mirarlo y se
tambaleó levemente, con los ojos borrosos por las lágrimas,
acosados y muy desgraciados. Con el abrigo ligero desabrochado para
lucir el exclusivo vestido de fiesta, daba una imagen muy poco
atractiva.
—Los negocios antes que el placer —dijo
Aaron con la esperanza de que lo aceptara y se callara de una buena
vez. Debería haber cogido un taxi desde la plataforma del
rascacielos. Como si al fin se diera cuenta de la exasperación de
su compañero, Corrie-Lyn se dio la vuelta a toda prisa y empezó a
caminar.
Apareció alguien en el sendero a apenas
cinco metros de ellos, un hombre con un mono que todavía tenía los
restos de la capa negra de incógnito girando a su alrededor como
agua en gravedad baja. Aaron examinó el terreno con todas sus
funciones de campo. Había dos personas más despojándose de las
capas y acercándose a él por detrás. Las rutinas de combate de
Aaron pasaron sin demora al estatus activo y valoraron la
situación. Denominaron Uno al primero del grupo en enfrentarse a
ellos. Ochenta por ciento de probabilidades de que fuera el
comandante. A los subordinados los etiquetaron como Dos y Tres. La
exoimagen de situación de corto alcance los mostró a los tres
resplandeciendo con enriquecimientos varios. Aaron, de hecho, se
relajó. Al enfrentarse a él, aquellos hombres lo dejaban sin
alternativa y, una vez aceptado eso, ya solo podía haber un
resultado. Se limitó a esperar hasta que le ofrecieran la
oportunidad de contar con un blanco perfecto.
Corrie-Lyn parpadeó, un poco desconcertada,
miró al primer hombre con ojos de miope y se apretó contra el
vientre el bolsito de color rojo fuego que llevaba.
—No te había visto. ¿Dónde estabas?
—No tiene muy buen aspecto, señoría
—respondió Uno—. ¿Por qué no nos acompaña?
Corrie-Lyn se apretó contra el costado de
Aaron y redujo en un tercio su capacidad de ataque.
—No —gimió—. No quiero.
—Está desprestigiando a Sueño Vivo, señoría
—dijo Uno—. ¿Es eso lo que Íñigo hubiera querido?
—Te conozco —dijo Corrie, desconsolada—. No
pienso ir contigo. Aaron, no me dejes, por favor.
—Nadie se va a ninguna parte que no quiera
ir.
Uno ni siquiera lo miró.
—Tú. Lárgate, joder. Si quieres una reunión
para venderle algo a un consejero, sé un poco más listo,
anda.
—Bueno, verás, te cuento —dijo Aaron con
tono afable—. Soy tan estúpido que no puedo permitirme el aumento
de coeficiente intelectual cuando llega la hora de regenerarme. Así
que siempre me quedo igual. —Tras él, Dos y Tres se habían ido
acercando. Los dos sacaron pequeñas pistolas. Las rutinas de Aaron
identificaron el equipo como pistolas de gelignita, unos artefactos
que se habían desarrollado siglo y medio antes como armas letales
de corto alcance y que actuaban tal y como se especificaba sobre el
cuerpo humano. Aaron pudo sentir los acelerantes deslizándose por
sus neuronas y mejorando su tiempo de reacción mental. Las
corrientes de energía bionónica se sincronizaron con ellos e
intensificaron su respuesta física para igualarlo. El efecto alargó
las palabras pronunciadas, hasta el punto que Aaron habría podido
predecir sin dificultad lo que iba a decir mucho antes de que Uno
terminara la frase.
—Entonces lo siento por ti. —Uno envió un
rápido mensaje a sus subordinados que Aaron interceptó; no era más
que un simple código. Ni siquiera tuvo que descifrarlo. Los dos
levantaron las armas. Las rutinas de combate de Aaron ya lo hacían
moverse con movimientos eficaces y elegantes. Quitó a Corrie-Lyn
del medio y se agachó. El primer disparo que hizo la pistola de
gelignita de Dos abrasó el aire en el mismo sitio donde había
estado la cabeza de Aaron menos de un segundo antes. El rayo golpeó
el muro y produjo un chorro de polvo de cemento. El pie de Aaron
subió a toda velocidad y se estrelló contra la rodilla de Tres. Sus
campos de fuerza chocaron con un chirrido y los electrones salieron
disparados en una escarapela de luz de color blanco azulado. La
velocidad y la potencia que puso Aaron tras la patada fueron
suficientes para distorsionar la protección de su oponente. La
pierna de Tres se partió en mil pedazos cuando el golpe la echó
hacia atrás y todo su cuerpo se derrumbó de lado. Las corrientes de
energía de Aaron formatearon una pulsación de distorsión que se
estrelló contra Uno. El impacto lanzó al hombre a seis metros de
distancia, contra el muro del jardín, contra el que chocó con un
golpe seco. Su campo de fuerza, ya forzado, emitió un nimbo de un
peligroso color violeta amoratado cuando otra de las pulsaciones de
distorsión de Aaron lo aporreó e intentó hacerlo atravesar el muro.
Se le arqueó la espalda con el impacto y el campo de fuerza estuvo
a punto de entrar en fallo total.
Dos estaba intentando hacer girar la pistola
y seguir a un objetivo que se estaba moviendo a una velocidad
inhumana. Lo único que sus sentidos enriquecidos revelaban era una
forma borrosa cuando Aaron se desplazaba por el sendero como en un
baile. Jamás consiguió fijar el objetivo. La mano de Aaron se
materializó en medio de un tenue reflejo, lo golpeó en plena
garganta y sobrecargó el campo de fuerza. El cuello del hombre se
partió al instante y su cadáver voló por los aires. Al mismo
tiempo, Aaron le quitó a Dos la pistola de gelignita de la mano y
en el proceso le arrancó los dedos con un crujido líquido. A Aaron
le llevó solo un segundo volver a girar en redondo. Su campo de
fuerza se expandió por el suelo, un ancla erradicó la inercia y le
permitió parar al instante con la pistola apuntando a Uno, el pobre
y aturdido hombre se estaba poniendo en pie en ese instante. La
sangre de los dedos amputados chorreaba por el sendero. Uno se
quedó inmóvil y tomó una bocanada de aire cuando vio el cañón de la
pistola de gelignita. Aaron abrió la mano y permitió que los dedos
se deslizaran al suelo.
—¿Quiénes son? —le gritó a Corrie-Lyn, que
estaba tirada en la hierba empapada donde había caído. Miraba a Uno
con una expresión perpleja—. ¿Quiénes? —insistió Aaron.
—La... la policía. Es el capitán Manby,
división de protección especial.
—Exacto —resolló Manby con una mueca de
dolor—. Así que baja esa puta pistola. Ya te has metido en un pozo
de mierda tan hondo que jamás volverás a ver el universo.
—Pues reúnete conmigo en el fondo. —Aaron
apretó el gatillo de la pistola de gelignita y lo sostuvo en modo
de fuego continuo. Después añadió su propia pulsación de distorsión
a la descarga. El campo de fuerza de Manby aguantó casi dos
segundos antes de derrumbarse. Las pulsaciones de la pistola de
gelignita golpearon el cuerpo expuesto. Aaron se giró, volvió a
disparar y sobrecargó el campo de fuerza de Tres.
Corrie-Lyn se puso a vomitar cuando las
oleadas de lodo ensangrentado de ambos cadáveres destrozados se
derramaron como una cascada por el suelo. Gemía como un gatito
herido cuando Aaron la levantó de un tirón.
—Tenemos que irnos —le gritó. Corrie-Lyn se
encogió cuando él la cogió—. ¡Venga! ¡Muévete! —La sombra-u de
Aaron ya estaba llamando a un taxi.
—No —gimoteó Corrie—. No, no. Ellos no...
Los mataste. Los mataste sin más.
—¿Entiendes lo que es esto? —le gruñó Aaron
en voz muy alta y agresiva; estaba utilizando la agresividad para
evitar que Corrie recuperara el equilibrio—. ¿Entiendes lo que
acaba de pasar? ¿Lo entiendes? Son un pelotón de asesinos. Ethan te
quiere muerta. Muerta de forma permanente. No puedes quedarte aquí.
¡Seguirán viniendo a por ti, Corrie-Lyn! Yo puedo protegerte.
—¿A por mí? —sollozó ella—. ¿Me buscaban a
mí?
—Sí. Y ahora vámonos; aquí no estamos a
salvo.
—Oh, por el dulce Ozzie.
Aaron la sacudió un poco.
—¿Lo entiendes?
—Sí —susurró Corrie-Lyn. Por el modo en que
estaba temblando, a Aaron le pareció que estaba entrando en un
estado leve de shock.
—Bien. —Echó a andar hacia el taxi que
descendía y tiró de ella sin preocuparse por los tropezones que
daba la mujer para mantenerse a su altura. A Aaron le costaba no
sonreír. No habría conseguido que la velada terminara mejor ni
aunque lo hubiera planeado.