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Aaron pasó el día entero confundiéndose con los fieles del movimiento Sueño Vivo en la enorme plaza del parque Dorado, dedicado a escuchar a escondidas sus agitadas charlas sobre la sucesión, a beber agua de los puestos de aprovisionamiento móviles y a intentar encontrar un poco de sombra que lo protegiese del sol abrasador y del calor y la humedad costera que no dejaban de aumentar. Creyó recordar que había llegado al amanecer, por lo menos la explanada de losas de mármol estaba casi vacía cuando la cruzó. Las puntas de las espléndidas columnas de metal blanco que rodeaban la zona se habían ido coronando de una luz entre dorada y rosácea a medida que su sol surgía sobre el horizonte. Había sonreído con gesto de admiración al ver el perfil de la reproducción de la ciudad, la topografía que rodeaba el parque Dorado encajaba a la perfección con los sueños que había extraído del campo gaia a lo largo de los últimos... bueno, desde hacía ya algún tiempo. Poco después, el parque Dorado había comenzado a llenarse a toda prisa con los fieles que llegaban desde los demás distritos de Makkathran2 a través de los puentes que salvaban los canales o trasladados en una flotilla de góndolas. A mediodía debía de haber cerca de cien mil personas. Todas miraban al palacio del Huerto, que se extendía con aire posesivo como un tropel de altas dunas por todo el distrito Anémona, al otro lado del canal del Círculo Exterior. Allí esperaban con impaciencia mal disimulada a que el Consejo de Clérigos tomara una decisión, la que fuera. El Consejo llevaba tres días ya reunido en cónclave. ¿Cuánto tiempo podía llevarles elegir un nuevo conservador?
En un momento dado de la mañana, Aaron se había ido acercando hasta el mismo borde del canal del Círculo Exterior, cerca del puente de alambre y madera que se arqueaba hacia Anémona. Estaba cerrado, por supuesto, al igual que los otros dos puentes de esa sección. Aunque en circunstancias normales cualquiera, desde los más devotos hasta un simple turista curioso, podía cruzar los puentes y pasear por el vasto palacio del Huerto, ese día lo habían sellado unos clérigos subalternos de aspecto muy sano que se habían sometido a un gran enriquecimiento muscular. A un lado de aquel puente prohibido de momento habían acampado cientos de periodistas procedentes de toda la Federación Mayor, la mayoría indignados ante la obstinada negativa de Sueño Vivo a filtrarles algún tipo de información. Se les identificaba con toda facilidad por la ropa moderna y sofisticada que lucían y por las caras, que era obvio que mantenían todo su lustre gracias a una membrana de escamas cosméticas. Ni siquiera el ADN de los avanzados podía producir una tez tan tersa como la de aquellos profesionales.
Tras ellos, el grueso de la multitud trajinaba a su alrededor comentando las posibilidades de sus candidatos favoritos. Si Aaron no se equivoca a la hora de juzgar el ambiente reinante, alrededor del noventa y cinco por ciento apoyaba a Ethan. Lo querían a él porque estaban hartos de esperar, de tener paciencia, del statu quo predicado por todos los demás cuidadores de medio pelo desde que el propio Soñador, Íñigo, había desaparecido de la vida pública. Querían a alguien que llevara el movimiento entero a ese bendito momento de satisfacción absoluta que les habían prometido desde que habían saboreado el Primer Sueño de Íñigo.
En algún momento de la tarde, Aaron se dio cuenta de que la mujer lo estaba observando. Su instinto ubicó sin complicaciones el lugar desde donde lo miraba la mujer, una habilidad que no dejaba de ser interesante saber que tenía. Desde ese momento fue consciente de su presencia: la despreocupación con la que se paseaba la mujer para mantener una ligera distancia entre los dos, la forma en que nunca tenía los ojos posados en él cada vez que él la miraba. Su observadora vestía una sencilla camiseta de manga corta de color naranja oxidado y unos piratas azules de algún tejido moderno. Un atavío algo diferente del que vestían los fieles, que tendían a lucir las ropas más primitivas y rústicas de lana, algodón y cuero que preferían los ciudadanos de Makkathran, pero no tan contemporáneo como para resultar obvio. Su aspecto físico tampoco la hacía destacar demasiado, aunque tenía una cara más bien plana y una bonita naricita; parte del tiempo unas elegantes gafas de sol de cobre le cubrían los ojos pero también las llevaba con frecuencia apoyadas en el corto pelo oscuro. Era imposible adivinar su edad, su apariencia estaba anclada en unos veintitantos años biológicos, como todo el mundo en la Federación Mayor. Aaron estaba seguro, aunque no tenía ninguna prueba tangible, de que aquella mujer ya había dejado muy atrás su primer par de siglos.
Después de dedicarse a jugar a los satélites durante cuarenta minutos, Aaron se acercó a ella esbozando una sonrisa agradable. La mujer no emitía ningún mensaje electrónico que los racimos macrocelulares de Aaron pudieran detectar, no había enlaces activos con la unisfera ni percibía ninguna actividad de posibles sensores. Electrónicamente hablando, aquella mujer era tan hija de la edad de piedra como la ciudad.
—Hola —dijo Aaron.
La mujer se subió las gafas de sol con la punta de un dedo y le dedicó una sonrisa juguetona.
—Pues hola. ¿Y qué te trae a ti aquí?
—Es un acontecimiento histórico.
—Desde luego.
—¿Te conozco de algo? —Aaron se dio cuenta de que su instinto había acertado de pleno, aquella mujer no se parecía en nada a los plácidos fieles que arrastraban los pies a su alrededor. Su lenguaje corporal no encajaba con ellos, era capaz de mantener un control férreo sobre sí misma, lo suficiente para engañar a cualquiera que no contara con su adiestramiento (¿él tenía adiestramiento?), pero a él no le pasaba desapercibido el fuerte carácter que se acurrucaba en su interior.
—¿Es que deberías conocerme?
Aaron dudó un momento. Aquella cara le sonaba de algo, algo que debería saber sobre ella. No se le ocurría el qué por la sencilla razón de que no tenía ningún recuerdo al que pudiera recurrir. Ahora que lo pensaba, ni de ella ni de nadie. No parecía haber tenido ningún tipo de vida antes de ese día. Sabía que eso no podía ser pero, bueno, tampoco le importaba demasiado.
—No recuerdo.
—Qué curioso. ¿Cómo te llamas?
—Aaron.
La carcajada de la mujer lo sorprendió.
—¿Qué? —preguntó.
—El número uno, ¿eh? Encantador.
La sonrisa con la que respondió Aaron le salió más forzada.
—No lo entiendo.
—Si quisieras hacer una lista de animales terrestres, ¿por dónde empezarías?
—Ahora sí que me he perdido.
—Empezarías con el aardvark. Con dos A, es el primero de la lista.
—Ah —murmuró él—. Sí, ya veo.
—Aaron. —La mujer lanzó una risita—. Alguien tenía ganas de broma cuando te envió aquí.
—No me envió nadie.
—¿En serio? —La mujer arqueó una gruesa ceja—. Así que te has encontrado de repente en medio de este acontecimiento histórico, ¿no?
—Más o menos, sí.
La mujer volvió a colocarse las gafas de sol de cobre sobre los ojos y sacudió la cabeza con burlona consternación.
—Hemos venido unos cuantos. Yo no me creo que sea una coincidencia, ¿y tú?
—¿Unos cuantos?
La mujer señaló con una mano hacia la multitud.
—Tú no te contarás entre todos esos borregos, ¿no? ¿Un creyente? ¿Alguien que piensa que puede encontrar una vida al final de esos sueños que Íñigo con tanta generosidad le regaló a la Federación?
—Supongo que no, no.
—Aquí hay muchas personas observando lo que sucede. Después de todo, es importante, y no solo para la Federación Mayor. Si hay una Peregrinación al Vacío, algunas especies afirman que se podría desencadenar una fase de aniquilación que provocaría algo así como el fin de la galaxia. ¿Te gustaría que pasara eso, Aaron?
La mujer había clavado los ojos en él.
—Sería un problema —dijo Aaron para intentar ganar tiempo—. Como es obvio. —La verdad era que él no tenía opinión alguna. No era algo en lo que pensara mucho.
—Obvio para algunos, una oportunidad para otros.
—Si tú lo dices.
—Lo digo. —La mujer se pasó la lengua por los labios con un gesto divertido y malicioso—. Bueno, ¿vas a intentar pedirme mi código de la unisfera? ¿Me vas a invitar a una copa?
—Hoy no.
La mujer puso unos morritos exagerados.
—¿Y qué hay de un poco de sexo sin condiciones entonces?, como y donde quieras.
—Voy a tener que dejar eso también para otro momento, gracias —se rió Aaron.
—Así me gusta. —Los hombros femeninos se alzaron en un ligero encogimiento—. Adiós Aaron.
—Espera —dijo él cuando la vio darse la vuelta—. ¿Cómo te llamas?
—Es mejor que no me conozcas —exclamó ella—. Soy mal asunto.
—Adiós, Mal Asunto.
Había una sonrisa sincera en el rostro femenino cuando se dio la vuelta para mirarlo. Después agitó un dedo.
—Eso es lo que mejor recuerdo —dijo, y desapareció.
Aaron sonrió a la nuca femenina que desaparecía a toda prisa. La mujer se desvaneció entre la multitud; un minuto después, ya ni siquiera era capaz de distinguirla. Comprendió entonces que la había visto en un principio porque así lo había querido ella.
«Hemos venido unos cuantos», había dicho la mujer. «Aquí hay muchos como nosotros.» Eso no tenía mucho sentido. Claro que esa mujer también le había suscitado un montón de preguntas. ¿Por qué estoy aquí?, se preguntó. En su mente no había ninguna respuesta sólida, aparte de que allí era donde debía estar, quería ver quién salía elegido. Y los recuerdos. ¿Por qué no tengo ningún recuerdo de nada más? Eso debería molestarlo, lo sabía (los recuerdos eran el núcleo fundamental de la identidad humana), pero carecía incluso de esa emoción. Qué extraño. Los humanos eran entidades emocionales y complejas, pero él no parecía serlo. Claro que era muy capaz de vivir con eso: había algo en su interior que estaba seguro de que terminaría resolviendo el misterio que su propia persona le planteaba. No había ninguna prisa.
Hacia las últimas horas de la tarde, la multitud comenzó a disminuir al ver que el anuncio seguía resistiéndose. Aaron percibió la decepción en los rostros que pasaban a su lado, un sentimiento del que se hacían eco los susurros de emoción que se oían dentro del campo gaia local. Abrió su mente a los pensamientos circundantes y les permitió atravesar la puerta que las motas gaia habían hecho germinar en el interior de su cerebelo. Era como atravesar una fina bruma de espectros que conferían a la plaza destellos de color irreal, imágenes de épocas desaparecidas mucho tiempo atrás pero recordadas con cariño; los sonidos surgían ahogados, como si se experimentaran a través de la niebla.
El recuerdo que tenía de cuando se había unido a la comunidad del campo gaia era igual de borroso que el resto del tiempo transcurrido antes de ese día, no parecía el tipo de cosa que haría él, demasiado caprichoso. El campo gaia era para adolescentes que consideraban que compartir con todos los sueños y emociones era algo profundo y trascendental, o para fanáticos como los de Sueño Vivo. Pero dominaba lo suficiente el concepto de comunicación voluntaria de pensamientos y recuerdos como para percibir una sensación coherente cuando se exponía a las mentes puras de la plaza. Por supuesto, si había algún sitio donde podía hacerse, tenía que ser allí, en Makkathran2, el lugar que Sueño Vivo había convertido en la capital del campo gaia de la Federación Mayor, con todas las contradicciones que eso implicaba. Para los fieles, el campo gaia ora casi el mismo concepto que la auténtica telepatía que poseían los ciudadanos de la Makkathran real.
Aaron sintió de primera mano el dolor de todos cuando el día comenzó a llegar a su fin, percibió también un fuerte trasfondo de cólera dirigida contra el Consejo de Clérigos. En una sociedad donde se compartían pensamientos y sentimientos, o al menos ese era el consenso general, no debería ser tan difícil llevar a cabo una simple elección. También notó el deseo subliminal que se colaba por todo el campo gaia: la Peregrinación, la única esperanza real del movimiento entero.
A pesar del desconsuelo que lo rodeaba como un viento racheado, Aaron se quedó donde estaba. No tenía nada más que hacer. El sol había caído casi hasta el horizonte cuando se produjo un movimiento en el amplio balcón que cubría la fachada del palacio del Huerto. En toda la plaza, la gente comenzó de repente a sonreír y a señalar con el dedo. Hubo un movimiento ligero pero urgente hacia el canal del Círculo Exterior. Los campos de fuerza de seguridad que había junto al agua se expandieron y amortiguaron el peso de los que se apretaban contra las barandillas cuando la presión de los cuerpos se incrementó tras ellos. Varias cápsulas de cámaras de las agencias de noticias surcaron el aire como globos negros y relucientes en un festival popular, lo que contribuyó a aumentar la excitación del ambiente. A los pocos segundos, el ánimo de la plaza se había levantado, la anticipación era fiera; el campo gaia crujió de repente de emoción y su intensidad se fue elevando hasta que Aaron tuvo que retirarse un poco para evitar verse inundado por el choque de tormentas de color y gritos etéreos.
El Consejo de Clérigos salió al balcón en solemne procesión, quince figuras con largas túnicas negras y escarlata. En el centro caminaba una figura solitaria cuya túnica era de un color blanco deslumbrante ribeteado de oro, con la capucha puesta para oscurecer el rostro que cubría. El sol moribundo se reflejaba en la suave tela y creaba un nimbo alrededor de la figura. Una enorme ovación surgió de las gargantas de la multitud. Las cápsulas de las cámaras se fueron acercando tanto al balcón como sus operadores se atrevieron; los campos de fuerza del palacio vibraron a modo de advertencia para contenerlos. Como uno solo, el Consejo de Clérigos recurrió mentalmente al campo gaia; también se conectó de inmediato con la unisfera para poner el gran anuncio a disposición de toda la Federación Mayor, seguidores y escépticos por igual.
En medio del balcón, la figura de la túnica blanca levantó los brazos y se quitó la capucha poco a poco. Ethan le dedicó una sonrisa beatífica a toda la ciudad y a sus aduladores fieles. En su delgado y solemne rostro había una bondad que sugería que comprendía todos sus miedos, que simpatizaba y lo entendía todo. Todo el mundo vio las ojeras que solo podía producir la responsabilidad de aceptar un cargo tan alto, de llevar sobre sus hombros las expectativas de todos los soñadores. Cuando su rostro quedó expuesto al cálido sol, la ovación de la plaza aumentó. Fue entonces cuando los otros miembros del Consejo de Clérigos se volvieron hacia su nuevo conservador clérigo y aplaudieron satisfechos.
Sin ningún tipo de intervención consciente, las rutinas auxiliares de pensamiento que operaban en el interior de los racimos macrocelulares de Aaron estimularon su zum ocular. Aaron examinó los rostros del Consejo de Clérigos y fue asignando a cada imagen un código integral a medida que las rutinas auxiliares las iban guardando en lagunas de almacenamiento macrocelulares, listas para una recuperación instantánea. Más tarde las estudiaría en busca de alguna emoción traidora, algún indicador de cómo habían discutido y votado.
Aaron no sabía que tenía la función de zum y le provocó curiosidad. A petición suya, las rutinas de pensamiento secundarias llevaron a cabo una comprobación de sistemas por los racimos macrocelulares que enriquecían su sistema nervioso. Las exoimágenes y los iconos mentales se desplegaron y pasaron de estatus neutral a modo de espera en su visión periférica, las líneas de iridiscencia cambiante cuadriculaban su visión natural. Todas las exoimágenes eran símbolos por defecto generados por su sombra-u, el interfaz personal con la unisfera que lo conectaba al instante con cualquiera de sus ingentes funciones de recogida de datos, comunicación, entretenimiento y comercio. El típico material estándar.
Sin embargo, los iconos mentales que examinó representaban mucho más que los enriquecimientos fisiológicos estándar que el ADN avanzado ponía a disposición de un ser humano; si estaba leyendo bien el resumen, lo habían enriquecido con un armamento bionónico de campo extremadamente letal.
Pues ya sé algo más sobre mí mismo, pensó. Tengo genes de avanzados. Lo que tampoco era una gran revelación, el ochenta por ciento de los ciudadanos de la Federación Mayor tenía modificaciones parecidas programadas en su ADN gracias a los genetistas visionarios que habían vivido tanto tiempo atrás en Tierra Lejana. Pero el hecho de disponer también de bionónica estrechaba un poco más el campo de acción, lo que acercaba algo más a Aaron a su verdadero origen.
Ethan levantó las manos para pedir silencio. La plaza se quedó callada y los fieles contuvieron el aliento. Hasta la cháchara de la manada de los medios de comunicación se detuvo. Una sensación de seguridad, acompañada por una resolución de acero, emanó del nuevo conservador clérigo y se filtró al campo gaia. Ethan era un hombre que estaba seguro de su objetivo.
—Agradezco a mis compañeros del Consejo este magnífico honor —dijo Ethan—. Al comenzar mi mandato, haré lo que creo que quería nuestro Soñador. Él nos mostró el camino, nadie puede negarlo. Nos mostró dónde se puede vivir la vida y cambiarla hasta que sea perfecta del modo que, como individuos, decidamos definirla. Creo que nos lo mostró por una razón. Esta ciudad que él construyó. La devoción que engendró. Todo tenía un único propósito: vivir el Sueño. Eso es lo que haremos ahora.
Hubo vítores en toda la plaza.
—¡Ha comenzado el Segundo Sueño! Lo hemos sabido en el fondo de nuestros corazones. Vosotros lo habéis sabido. Yo lo he sabido. Nos han mostrado de nuevo el interior del Vacío. Nos hemos encumbrado con el Señor del Cielo.
Aaron volvió a examinar de cerca al Consejo. Ya no le hacía falta revisar y analizar sus caras para después. Cinco de ellos parecían muy incómodos. A su alrededor, la ovación iba aumentando rumbo a un clímax inevitable, igual que el discurso.
—El Señor del Cielo nos aguarda. Él nos guiará a nuestro destino. ¡Peregrinaremos!
La ovación se convirtió en un violento rugido de pura adulación. Dentro del campo gaia era como si alguien estuviera haciendo estallar fuegos artificiales alimentados por narcóticos de recreo. El estallido de euforia que atravesaba el universo neuronal artificial era asombroso en su brillantez.
Ethan saludó victorioso a los fieles y después sonrió por última vez antes de entrar otra vez en el palacio del Huerto.
Aaron esperó a que la multitud se fuera tranquilizando un poco. Había tantos llorando de alegría al irse que Aaron tuvo que sacudir la cabeza, consternado ante la simpleza de aquellas personas. Al parecer, la felicidad allí era universal y obligatoria. El sol se fue ocultando tras el horizonte y reveló una ciudad en la que cada ventana resplandecía con una cálida luz de color mandarina, igual que en la ciudad de verdad. Las canciones comenzaron a flotar por los canales cuando los gondoleros dieron voz a su deleite de la forma tradicional. Con el tiempo, hasta los periodistas empezaron a alejarse sin dejar de hablar entre ellos; los que dudaban no alzaban la voz. En la unisfera, los presentadores de los noticiarios y los comentaristas políticos de cientos de mundos comenzaban a lanzar sus sombrías predicciones sobre el fin del mundo.
Nada de aquello molestaba a Aaron. Él continuaba en la plaza cuando los robots municipales salieron a la luz de las estrellas y empezaron a limpiar la basura que la impresionable multitud había dejado a su paso. Aaron ya sabía lo que tenía que hacer, la certeza lo había golpeado en cuanto había oído hablar a Ethan. Tenía que encontrar a Íñigo. Por eso estaba allí.
Aaron sonrió satisfecho y miró la oscura plaza, pero no había ni rastro de la mujer.
—¿Y ahora quién es el problemático? —preguntó y después regresó caminando a la jubilosa ciudad.
★ ★ ★
Ethan se asomó al balcón de la fachada del palacio del Huerto y contempló los últimos rayos de sol que se deslizaban sobre la multitud como un barniz dorado translúcido. Los gritos de aprobación casi religiosa resonaban en los gruesos muros del palacio, podía sentir la vibración en la balaustrada de piedra que tenía delante. No era que hubiera experimentado ninguna duda interna durante su largo y difícil viaje, pero la respuesta de los fieles era un profundo consuelo. Sabía que tenía razón, debía luchar por su propia visión, sacar todo el movimiento de su perezosa autocomplacencia. Ese era el mensaje de la evolución: avanzar o morir. Para eso existía el Vacío.
Ethan cerró su mente al campo gaia y salió sin prisas del balcón cuando el sol se hundió al fin por el horizonte. Los restantes miembros del Consejo lo siguieron con aire respetuoso, sus mantos de color escarlata aleteaban agitados cuando se apresuraban para no quedarse atrás.
Su secretario personal, el clérigo jefe Phelim, lo esperaba en la cima de las amplias escaleras de ébano que bajaban dibujando una escalera hasta el cavernoso salón Malfit de la planta baja. Phelim vestía las túnicas grises y azules que indicaban justo un rango por debajo del de consejero de pleno derecho, un estatus que Ethan iba a elevar en un par de días. La capucha le caía por la espalda, lo que permitía que la suave iluminación naranja se reflejara en la piel negra de su cabeza rapada. La falta de cabello le daba una formidable apariencia esquelética que no era muy habitual entre los miembros de Sueño Vivo, que seguían la moda del pelo largo que prevalecía en Makkathran. Cuando se puso a la altura de Ethan, era casi una cabeza más alto. Esa altura, junto con un rostro que podía mantener una impasibilidad desconcertante, había sido muy útil cuando surgía la necesidad de incomodar a alguien; podía hablar con cualquiera con la mente abierta por completo al campo gaia y, sin embargo, su tono emocional quedaba siempre fuera del alcance de todos; una vez más, eso no era algo a lo que estuviese acostumbrada la cortés y pasiva comunidad de Sueño Vivo. En la jerarquía del Consejo, Phelim y sus maneras eran unos intrusos incómodos. En privado, Ethan disfrutaba al ver la consternación que generaba su leal adjunto.
El gigantesco salón Malfit estaba lleno de clérigos que comenzaron a aplaudir en cuanto Ethan terminó de bajar las escaleras. El conservador se tomó un momento para saludarlos inclinándose mientras caminaba por la sala, con un suelo de color negro puro; sonreía para dar las gracias a todos y, de vez en cuando, saludaba con la cabeza al reconocer a alguien. Las imágenes del techo arqueado imitaban el cielo de Querencia; el salón Malfit estaba trabado para toda la eternidad en el amanecer, lo que producía una bóveda de color turquesa claro en la que el globo ocre del mundo sólido Nikran bordeaba con suavidad el círculo, magnificado hasta un punto en el que eran visibles las cordilleras y unas cuantas nubes fugaces. El cortejo de Ethan entró en el salón Liliala, cuyo techo albergaba una tormenta perpetua, y su manto hirviente de nubes encendidas se rodeaba de un halo de rayos de un vivido color violeta. Varias brechas intermitentes permitían breves vistazos de los Gemelos de Marte, que pertenecían a la formación del Brazalete de Gicon, pequeños planetas anodinos con una profunda y densa atmósfera roja que protegía su superficie de cualquier posible investigación. Los clérigos de mayor rango estaban reunidos bajo las destellantes nubes. Ethan le dedicó algo más de tiempo a esa sala y murmuró varias palabras de agradecimiento a los que conocía mientras permitía que su mente irradiara suaves oleadas de orgullo al campo gaia.
En la puerta arqueada que llevaba a las habitaciones que utilizaba el alcalde de Makkathran para desempeñar su cargo, Ethan se volvió hacia los consejeros:
—Os agradezco una vez más la confianza que habéis depositado en mí. A aquellos que se mostraron reticentes en su respaldo, les prometo doblar mis esfuerzos para ganarme su apoyo y confianza en los años venideros.
Si a alguno le ofendió aquella despedida, optó por ocultar tales pensamientos del espacio abierto del campo gaia. Solo Ethan y Phelim entraron en los salones privados. Dentro había una serie de magníficos aposentos interconectados. Las pesadas puertas de madera eran tan indiscretas allí como en Makkathran; fuera cual fuera la especie que había diseñado y construido la ciudad original, era obvio que no tenía la psicología necesaria para saber encerrarse. A través del campo gaia, Ethan podía percibir a su personal moviéndose por las salas de recepción que lo rodeaban. El equipo de su predecesor comenzaba a retirarse y sus frágiles emociones y descontento se filtraban por el campo gaia. El traspaso de poderes era por lo general un asunto relajado y afable, pero no esa vez. Ethan quería que su autoridad quedara patente en el palacio del Huerto en cuestión de horas. Antes de que comenzara el cónclave, él ya había preparado un círculo interno de leales a él para que se hicieran cargo de los principales puestos administrativos de Sueño Vivo. Y dado que Ellezelin era una teocracia, también tenía que lidiar con la tarea de aprobar un nuevo gabinete para el gobierno civil del planeta.
Su predecesor, Jalen, había amueblado el sanctasanctórum del alcalde con bloques de paoviool que parecían trozos de piedra que tomaban la forma que se requiriese, un estado intuido a través del campo gaia. Ethan se acomodó en el asiento que se formó detrás de la larga plancha rectangular de escritorio. La insatisfacción se manifestó en forma de pequeñas chispas de color esmeralda que estallaban como un sarpullido óptico en las superficies de paoviool que lo rodeaban.
—Quiero esta basura moderna fuera de aquí antes de mañana —dijo Ethan.
—Por supuesto —dijo Phelim—. ¿Quieres que se devuelvan a su sitio los muebles de Íñigo?
—No. Quiero esto tal y como nos lo mostró el Caminante de las Aguas.
Phelim esbozó una auténtica sonrisa.
—Mucho mejor.
Ethan miró a su alrededor, el santuario ovalado con las paredes lisas y las altas ventanas. A pesar de lo familiarizado que estaba con aquel aposento, se sentía como si no lo hubiera visto hasta entonces.
—¡Por el amor de Ozzie, lo conseguimos! —exclamó con un largo suspiro de asombro—. Estoy sudando. Sudando de verdad. ¿Te lo puedes creer?—Cuando se llevó la mano a la frente se dio cuenta de que estaba temblando. A pesar de todos los años que se había pasado planeando, trabajando y sacrificándose para ese momento, la realidad de su éxito lo había cogido totalmente por sorpresa. Habían pasado ciento cincuenta años desde que se había infundido las motas gaia para poder experimentar el campo gaia, y en su primera noche de comunión había presenciado el Primer Sueño de Íñigo. Ciento cincuenta años y el reservado adolescente del atrasado mundo externo de Oamaru había alcanzado uno de los cargos más influyentes de la Federación Mayor a los que todavía podía acceder un simple humano natural.
—Eras el que todos querían —dijo Phelim. Permanecía de pie a un lado del escritorio, sin prestar atención a los grandes cubos de paoviool en los que podría haberse sentado.
—Lo hemos hecho juntos.
—Bueno, no nos engañemos. A mí jamás me habrían considerado ni siquiera para el Consejo.
—En circunstancias normales, no. —Ethan volvió a mirar a su alrededor, a su santuario. Comenzaba a asimilar la enormidad de lo que había hecho. Empezó a preguntarse qué aspecto tendría el Vacío cuando pudiera verlo con sus propios ojos. Una vez, décadas antes, había visto a Íñigo. No era que lo hubiese desilusionado, pero el Soñador tampoco había sido lo que él se esperaba. Claro que tampoco estaba muy seguro de cómo debería haber sido el Soñador, más enérgico y dinámico, quizá.
—¿Quieres empezar? —preguntó Phelim.
—Creo que es lo mejor. El gabinete de Ellezelin lo componen miembros fieles de Sueño Vivo así que puede quedarse como está, con una excepción. Quiero que el secretario de Hacienda seas tú.
—¿Yo?
—Vamos a construir las naves estelares para la Peregrinación, y eso no nos va a salir barato; necesitaremos todos los recursos económicos de la Zona de Libre Mercado para financiar la construcción. Necesito a alguien en Hacienda de quien pueda fiarme.
—Creí que iba a unirme al Consejo.
—Y así es. Te ascenderé mañana mismo.
—Dos puestos de alto rango. Va a tener su interés cuando empiece a compaginar horarios. ¿Y el asiento vacío del Consejo que voy a ocupar yo?
—Voy a pedirle a Corrie-Lyn que considere su cargo.
El rostro de Phelim delató una insinuación de censura.
—No se puede decir que sea tu mayor partidaria en el Consejo, es cierto, pero creo que realmente apoyaría la Peregrinación. ¿Quizá uno de tus colegas menos progresistas...?
—Tiene que ser Corrie-Lyn —dijo Ethan con firmeza—. Los consejeros restantes que se oponen a la Peregrinación están en minoría y podemos ocuparnos de ellos cuando más nos convenga. Nadie va a desafiar mi mandato. Los fieles no lo tolerarían.
—Pues que sea Corrie-Lyn entonces. Esperemos solo que Íñigo no vuelva antes de que lancemos las naves estelares. ¿Sabías que fueron amantes?
—Y solo por eso es consejera. —Ethan entrecerró los ojos—. ¿Seguimos buscando a Íñigo?
—Eso está en manos de nuestros amigos —le dijo Phelim—. Nosotros no disponemos de ese tipo de recursos. No hay ni rastro de él, que hayan informado. Siendo realistas, si tu ascenso al puesto de conservador no lo hace volver dentro del próximo mes, yo diría que podemos respirar tranquilos.
—Mal expresado. Así da la sensación de que hemos hecho algo malo.
—Pero no sabemos por qué Íñigo se mostraba reticente ante la idea de la Peregrinación.
—Íñigo es un ser humano, tiene defectos como todo el mundo. Llámalo falta de valor en el último momento si quieres ser benévolo. En mi opinión, se dedicará a observar los acontecimientos desde alguna parte y a animarnos para que continuemos.
—Eso espero. —Phelim hizo una pausa mientras revisaba la información que se acumulaba en sus exoimágenes; su sombra-u comparaba los datos locales con una visión de conjunto exhaustiva de la elección—. Ha llegado Marius, solicita una audiencia.
—No ha tardado mucho, ¿verdad?
—No. Hay muchas formalidades que te requerirán esta noche. El presidente de la Federación Mayor te llamará para felicitarte, así como los líderes de los planetas del Libre Mercado y docenas de nuestros aliados de los mundos externos.
—¿Cómo va la información de la unisfera?
—Todavía es pronto. —Phelim comprobó los resúmenes que le proporcionaba su sombra-u—. Más o menos lo que nos esperábamos. Algunos exaltados histéricos que claman contra la Peregrinación y que dicen que vas a matarnos a todos. La mayor parte de los presentadores serios están intentando no dejarse llevar y explicar las dificultades que implica. La mayor parte parece considerar la Peregrinación una simple promesa política.
—No existe dificultad alguna para lograr la Peregrinación —dijo Ethan con tono molesto—. He visto el sueño del Señor del Cielo. Es una criatura noble y nos llevará al interior del Vacío. Solo tenemos que localizar al Segundo Soñador. ¿Alguna novedad?
—Ninguna. Hay miles que se presentan aquí afirmando que sueñan con el Señor del Cielo. No nos ayudan en nuestra búsqueda.
—Tienes que encontrarlo.
—Ethan... a nuestros mejores maestros de los sueños les llevo meses reunir los fragmentos existentes para formar el pequeño sueño que tenemos. En este caso creemos que no hay ningún vínculo tan firme como el que tenía Íñigo con el Vacío. Esos fragmentos podrían estar entrando en el campo gaia de formas muy diversas. Portadores que no eran conscientes de los fragmentos, por ejemplo. ¿Llegados directamente del Vacío? Quizá sea el campo galáctico de Ozzie. Y luego está un posible desbordamiento de la Tierra Madre de los silfen o algún otro ser inteligente posfísico que quiere divertirse a nuestra costa. Incluso el propio Íñigo.
—No es Íñigo. Estoy seguro. Sé cómo son sus sueños, los sabemos todos. Esto es diferente. Fui yo el que se sintió atraído por esos primeros fragmentos, acuérdate. Comprendí lo que eran desde el primer momento. Hay un Segundo Soñador.
—Bueno, ahora que eres conservador puedes autorizar una monitorización más detallada de los nidos de confluencia del campo gaia y rastrear así el origen.
—¿Es eso posible? Creía que el campo gaia estaba fuera del alcance de nuestra influencia directa.
—Los maestros de los sueños afirman que pueden hacerlo, sí. Se pueden hacer ciertas modificaciones en los nidos. No será barato.
Ethan suspiró. El cónclave había sido agotador, mentalmente hablando, y eso solo había sido el comienzo.
—Son tantas cosas... Y todas a la vez. —Ya sabes que estoy aquí para ayudarte.
—Lo sé. Y gracias, amigo mío. Algún día nos encontraremos en la auténtica Makkathran. Algún día haremos que nuestras vidas sean perfectas. —Muy pronto.
—Por el amor de Ozzie, eso espero. Y ahora dile a Marius que entre, por favor. Ethan se puso de pie con aire cortés para recibir a su invitado. Que fuera el representante de una facción de ANA la primera persona a la que veía era un gesto muy revelador. No le entusiasmaba demasiado el modo en que Phelim y él habían dependido de Marius durante la campaña que lo había llevado a ser elegido conservador. En un universo ideal, no habrían necesitado ningún tipo de ayuda externa y, desde luego, no una ayuda que suponía tantos compromisos, muchos de ellos muy preocupantes en potencia. Tampoco era que Marius hubiera sugerido en algún momento una especie de quid pro quo. Ninguna de las facciones del interior de la inteligencia casi posfísica del sistema de Actividad Neuronal Avanzada (ANA) de la Tierra se atrevería jamás a ser tan directa.
El representante esbozó una sonrisa cortés cuando lo invitaron a entrar. De altura media, tenía un rostro redondo con unos perspicaces ojos verdes enfatizados por unos iris muy amplios. Su espeso cabello cobrizo estaba moteado de oro, sin duda resultado de la vanidad de algún ancestro avanzado. No había nada que indicara sus funciones superiores. Ethan estaba utilizando sus enriquecimientos internos para llevar a cabo un examen pasivo de su invitado y si alguna de las funciones de campo del representante estaba activa, era demasiado sofisticada como para que pudiera percibirse. Cosa que al conservador tampoco le sorprendería demasiado: Marius estaría enriquecido por la bionónica más avanzada que existía. El largo traje toga negro del representante generaba su propia neblina superficial, que fluía a su alrededor como una fina capa de bruma, unos leves zarcillos se deslizaban tras él cuando caminaba.
—Eminencia —dijo Marius, e hizo una reverencia formal—. Mis más sinceras felicitaciones por su elección.
Ethan sonrió. Apenas pudo evitar estremecerse. Todos y cada uno de los instintos primitivos más aguzados que poseía habían captado lo peligroso que era el representante.
—Gracias.
—Estoy aquí para asegurarle que continuaremos apoyando sus objetivos.
—¿Entonces no está preocupado por la reacción de los medios de comunicación a mi anuncio, por el hecho de que nuestra Peregrinación vaya a desencadenar el fin de la galaxia? —Lo que estaba desesperado por preguntar era: ¿quiénes son los que van a continuar apoyándome? Pero había tantas facciones dentro de ANA, que no hacían más que entablar y romper alianzas, que era inútil preguntarlo. Bastaba saber que la facción que Marius representaba quería que la Peregrinación continuara adelante. A Ethan ya le daba igual que las razones de la facción fueran con toda probabilidad la antítesis de las suyas, o que lo consideraran una simple arma política, y tampoco llegaría a saberlo jamás. Lo que importaba era la Peregrinación, llevar a los fieles a su universo prometido; en realidad eso era lo único que importaba. Le daba igual si con eso ayudaba a cumplir el objetivo político de otro, siempre que no interfiriera con el suyo.
—Pues claro que no. —Marius sonrió como si estuvieran compartiendo un chiste privado sobre lo estúpido que era el resto de la humanidad comparada con ellos—. Si ese fuera el caso, los que ya están en el Vacío habrían provocado ese acontecimiento.
—Hay que educar al pueblo. Agradecería su ayuda con eso.
—Haremos lo que podamos, por supuesto. Sin embargo, ambos nos enfrentamos a una cantidad considerable de inercia mental, por no hablar ya de prejuicios.
—Soy muy consciente de ello. La Peregrinación polarizará las opiniones en toda la Federación Mayor.
—Y no solo las de los humanos. Hay un cierto número de especies que están mostrando bastante interés por los acontecimientos.
—El imperio Ociseno. —Ethan lo escupió con todo el desprecio que pudo.
—A los que no se debe subestimar —dijo Marius. No era una auténtica reprimenda.
—Los únicos que me preocupan son los raiel. Son los que han hecho pública su oposición a que cualquiera intente entrar en el Vacío.
—Que es, por supuesto, por lo que nuestra ayuda les será más beneficiosa. Nuestra oferta original sigue en pie: les proporcionaremos ultramotores para las naves de su Peregrinación.
Ethan, estudioso de la historia antigua, supuso que así era como se había sentido el viejo icono religioso Adán cuando le habían ofrecido la famosa manzana.
—¿Y a cambio?
—El statu quo que reina en estos momentos en la Federación Mayor llegará a su fin.
—¿Y eso cómo los beneficia?
—Supervivencia de la especie. La evolución exige el progreso o la extinción.
—Creí que su objetivo sería la trascendencia —dijo Phelim con tono monótono.
Marius no lo miró, sus ojos permanecieron clavados en Ethan.
—¿Y no es eso evolucionar?
—Es una evolución muy drástica —dijo Ethan.
—No se diferencia tanto de las esperanzas que han puesto ustedes en la Peregrinación.
—¿Y por qué no se unen a nosotros, entonces?
Marius respondió con una sonrisa triste.
—Únase usted a nosotros, conservador.
Ethan suspiró.
—Hemos soñado con lo que nos aguarda.
—Ah, así que todo se reduce al viejo problema humano. Arriesgarse a lo desconocido o quedarse con lo cómodo.
—Creo que la frase que busca es: «Más vale lo malo conocido».
—Da igual. Eminencia, seguimos ofreciéndole los ultramotores.
—Que nadie ha visto jamás, en realidad. Ustedes solo lo dan a entender.
—ANA tiende a ser un tanto protectora cuando se trata de sus tecnologías avanzadas. Sin embargo, le aseguro que es real. El ultramotor equivale, como mínimo, al motor utilizado por los raiel, si no es superior.
Ethan intentó no sonreír ante semejante arrogancia.
—Oh, se lo aseguro, conservador —dijo Marius—. ANA no hace este tipo de alardes en vano.
—Estoy seguro. Bueno, ¿y cuándo pueden entregarlos?
—Cuando sus naves estén listas para peregrinar, los motores estarán aquí.
—Y el resto de ANA, las facciones que no están de acuerdo con ustedes, ¿se quedan tan tranquilas y les permiten entregar esta supertecnología sin decir nada?
—A efectos prácticos, sí. Usted no se preocupe por nuestros debates internos.
—Muy bien, acepto su generosa oferta. Por favor, no se ofenda, pero nosotros también nos pondremos a construir nuestros motores más mundanos para las naves, solo por si acaso.
—No esperábamos otra cosa. —Marius volvió a inclinarse y salió de la sala.
Phelim dejó escapar un suave silbido de alivio.
—Así que es eso; no somos más que un factor desencadenante en sus guerras políticas.
Ethan intentó parecer indiferente.
—Si con eso conseguimos lo que queremos, por mí no hay problema.
—Creo que haces bien en no depender solo de ellos. Debemos incluir nuestros propios motores en el programa de construcción.
—Sí. Los equipos de diseño trabajan desde el comienzo sobre esa premisa. —Sus rutinas secundarias empezaron a sacar archivos de las lagunas de almacenamiento de sus racimos macrocelulares—. Entre tanto, comencemos con reuniones y citas más sencillas, ¿de acuerdo?
★ ★ ★
Aaron atravesó andando el puente de mármol rojo que se arqueaba sobre el canal de las Hermanas, que unía el parque Dorado con el distrito del foso Bajo. El terreno contenía una franja de simples prados sin edificios, solo recintos para animales comerciales y un par de mercados arcaicos. Se paseó por los senderos serpenteantes iluminados por pequeños faroles de aceite que colgaban de postes y después se adentró en el distrito Ogden. Aquel terreno también estaba formado por praderas pero contenía la mayor parte de los establos de madera de la ciudad, donde la aristocracia guardaba sus caballos y carruajes. Había sido allí donde se había labrado en la muralla la puerta principal de la ciudad.
Las puertas estaban abiertas de par en par cuando pasó mezclado con pequeños grupos de rezagados que regresaban a la extensión urbana del exterior. Makkathran2 estaba rodeada por una franja de tres kilómetros de ancho de parques que la separaba de la inmensa y moderna metrópolis que había surgido a su alrededor en los últimos dos siglos. El gran Makkathran2 se extendía a lo largo de seiscientos kilómetros cuadrados, una red urbana que albergaba dieciséis millones de personas, un noventa y nueve por ciento de las cuales eran devotos seguidores de Sueño Vivo. Se había convertido en la capital de Ellezelin tras arrebatarle el título a la capital original de Riasi después de las elecciones de 3379, que habían devuelto a Sueño Vivo la mayoría en el senado del planeta.
Ningún tipo de transporte mecánico cruzaba el parque; ni taxis terrestres, ni trenes subterráneos, ni siquiera bandas mecánicas para peatones. Por supuesto, tampoco se permitía la entrada de cápsulas en el espacio aéreo de Makkathran2. El razonamiento de Íñigo había sido muy sencillo: a los fieles no les importaría caminar lo que hiciera falta, eso era lo que hacía todo el mundo en Querencia. Quería que la autenticidad fuera el factor gobernante en la ciudadela de su movimiento. Se permitía cruzar el parque a caballo, en Querencia había caballos. Aaron sonrió al pensar en ello cuando cruzó las puertas de la ciudad. Un recuerdo elusivo parpadeó como un holograma moribundo. En otro tiempo se había aferrado al cuello de un caballo gigantesco que cruzaba galopando un terreno ondulado. El movimiento era poderoso y rítmico pero, al mismo tiempo, extrañamente relajado. Era como si el caballo estuviese deslizándose en lugar de galopando o avanzando a saltos. Aaron sabía cómo debía fluir con el animal y esbozaba una sonrisa salvaje al salir disparado hacia delante, con el aire estrellándose en su cara y el cabello al viento. Un cielo de un asombroso color azul zafiro brillaba y calentaba el aire sobre él. El caballo tenía un cuerno pequeño y duro en la frente, coronado con la tradicional punta metálica negra.
Aaron gruñó con desdén. Debía de ser un drama de inmersión sensorial al que había accedido en la unisfera. Nada real.
En medio del parque había un risco uniforme. Cuando Aaron llegó a la cima, fue como si cruzara una fisura en el tiempo. Tras él quedaba el perfil pintoresco y arcaico de Makkathran2, bañado en su extraño fulgor naranja, delante tenía las torres modernistas y los pulcros distritos que producían una bruma multicolor que se extendía hasta el horizonte. Las cápsulas de regravedad se deslizaban sin esfuerzo por el aire sobre la ciudad, inmersas en corrientes de tráfico estrictamente mantenidas, largas bandas horizontales de movimiento rápido que terminaban en cruces cicloidales que entrelazaban el tejido de la ciudad en un baile cinético palpitante. En el cielo del sudeste, Aaron pudo ver las luces más brillantes de las naves estelares que entraban y salían deslizándose de la atmósfera, muy por encima del aeropuerto espacial. Una procesión interminable de grandes nave9 de carga que le proporcionaban a la ciudad vínculos económicos con los planetas que estaban fuera del alcance de los agujeros de gusano de la Zona oficial de Libre Mercado.
Cuando llegó al borde exterior del parque, le dijo a su sombra-u que llamara a un taxi. Una cápsula de regravedad de color jade se salió sin ruido del enjambre del tráfico del cielo y dilató la puerta. Aaron se acomodó en el banco de delante, donde tenía una buena vista a través del fuselaje unidireccional.
—Hotel Buckingham.
Frunció el ceño cuando la cápsula volvió a hundirse en la amplia corriente que rodeaba la extensión oscura del parque. ¿La orden se la había dado él o su sombra-u? En el primer cruce, giraron de golpe y se dirigieron al interior de la red urbana. En los bulevares bordeados de árboles que veía más abajo, a los cien metros que marcaba la normativa, había unos cuantos vehículos terrestres recorriendo el asfalto. Entre ellos, había personas montando a caballo. Las bicicletas también eran muy populares. Aaron sacudió la cabeza, divertido.
El hotel Buckingham era un pentágono de treinta plantas ribeteado de balcones y pináculos puntiagudos que se elevaban en cada esquina. Relucía con un tono radiante de color perlado, salvo por sus cientos de ventanas, que eran huecos negros. El tejado era una pequeña franja de selva exuberante. Unas luces diminutas brillaban trémulas entre el follaje allí donde los clientes cenaban y bailaban al aire libre.
El taxi de Aaron lo dejó en la plataforma de llegadas del centro. Tenía una moneda de crédito en el bolsillo que se activaba con su ADN y con eso pagó el viaje. Había un código de crédito cargado en una laguna de almacenamiento macrocelular que podría haber usado, pero la moneda hacía que el viaje fuera más difícil de rastrear. En absoluto imposible, solo fuera del alcance del ciudadano medio. Cuando el taxi despegó de nuevo, Aaron miró las altas paredes monocromáticas que lo cercaban y se sintió expuesto e inquieto.
—¿Figuro en el registro de este sitio? —le preguntó a su sombra-u.
—Sí. Habitación 3088. La suite del ático.
—Entiendo. —Se giró y miró directamente el balcón del ático. Había sabido su ubicación de forma automática—. ¿Y me lo puedo permitir?
—Sí. La suite cuesta mil quinientas libras ellezelinas por noche. Tu moneda de crédito tiene un límite de cinco millones de libras ellezelinas al mes.
—¿Al mes?
—Sí.
—¿Pagadas por quién?
—La moneda está respaldada por una cuenta del Banco Central de Augusta. Los detalles de la cuenta están protegidos.
—¿Y el código de mi crédito personal?
—Lo mismo.
Aaron entró en el vestíbulo.
—Está bien esto de ser rico —dijo para sí.
★ ★ ★
El ático tenía cinco habitaciones y una pequeña piscina privada. En cuanto Aaron entró en el salón principal, fue a mirarse al espejo. Tenía un rostro mayor que la norma, se acercaba ya a los treinta. Era dueño de una mata de pelo negro y corto y, por extraño que fuera, unos ojos con un punto violeta en los grises iris. Unos rasgos con cierto toque oriental pero con una piel curtida y una ligera barba de varios días.
Sí, ese soy yo.
La respuesta instintiva lo tranquilizó pero siguió sin darle demasiadas pistas sobre su identidad.
Se acomodó en un amplio sillón que había enfrente de una ventana externa e hizo disminuir la opacidad para contemplar la ciudad de noche y con ella el corazón invisible que había construido Íñigo. Había mucha información en esas estructuras que imitaban a las alienígenas, información que lo ayudaría a encontrar a su presa. No era el tipo de datos que se almacenaban en archivos electrónicos; si fuera tan fácil, a Íñigo ya lo habrían encontrado a esas alturas. No, la información que necesitaba era personal, lo que provocaba unos cuantos problemas únicos de acceso para alguien como él: un no creyente.
Pidió algo de comer al servicio de habitaciones. El hotel era lo bastante pretencioso como para emplear cocineros humanos. Cuando llegó la comida, Aaron pudo apreciar las sutilezas de su preparación; había una diferencia indudable con los productos de las unidades culinarias. Se sentó en el gran sillón y contempló la ciudad mientras comía. Comprendió que cualquier ruta que lo llevara a los clérigos y consejeros de mayor rango tendría complicaciones. Claro que con aquella Peregrinación se le presentaba una oportunidad única. Si iban a volar al Vacío, necesitarían naves, lo que le proporcionaba una tapadera bastante sencilla. Solo quedaba el problema de averiguar qué amistad debería cultivar.
Su sombra-u produjo una extensa lista de clérigos de alto rango, además de proporcionarle cotilleos sobre quién se había aliado con Ethan y quién, tras la elección, iba a pasarse las siguientes décadas fregando los baños del Consejo.
Le llevó media noche pero el nombre estaba allí. Incluso apareció en la página web de las noticias de la ciudad cuando Ethan empezó a reorganizar la jerarquía de Sueño Vivo para adaptarla a su propia política. No era algo obvio pero tenía mucho potencial: Corrie-Lyn.
★ ★ ★
La caja de la mensajería llegó al apartamento de Troblum una hora antes de que tuviera que hacer su presentación ante el panel de revisión de la Marina. Se envolvió en un manto y salió al ascensor de cristal del vestíbulo mientras la tela esmeralda se ajustaba a su volumen. Los antiguos sistemas mecánicos zumbaron y traquetearon cuando el ascensor comenzó a bajar con suavidad. No eran del todo originales, claro está; técnicamente hablando, el edificio entero databa de más de mil trescientos cincuenta años atrás. Durante ese tiempo se habían hecho un buen número de renovaciones y restauraciones. Después, quinientos años atrás, se había instalado un generador de campos estabilizadores que mantenía intactos los vínculos moleculares dentro de los antiquísimos ladrillos, vigas y planchas de compuesto que formaban el cuerpo principal del edificio. En esencia, siempre que hubiera electricidad para mantener conectado el generador, se podía mantener la entropía a raya.
Troblum se las había arreglado para obtener el cargo de conservador del edificio algo más de cien años antes, tras una campaña un tanto obsesiva de veintisiete años. Ya nadie tenía propiedades en Arévalo, un mundo superior que formaba parte de la Federación Central (allá por los tiempos en los que se había levantado el edificio, lo llamaban fase uno). Convencer a los inquilinos anteriores para que se fueran había consumido toda su asignación de energía y masa durante años, además de sus escasas habilidades sociales. Había utilizado consejeros mediadores, abogados y expertos en restitución histórica, incluso había lanzado una apelación contra el Consejo Urbanístico de Daroca, que administraba el generador de estabilizadores. Durante la campaña había adquirido un aliado inesperado que probablemente había contribuido a decantar todo a su favor. Por los medios o motivos que fueran, el resultado era que ya disponía de los derechos indiscutibles de ocupación de todo el edificio. Nadie más vivía en él y muy pocos habían recibido una invitación para visitarlo.
El ascensor se detuvo en el vestíbulo de la entrada. Troblum pasó junto al escritorio vacío del conserje y se acercó a la alta puerta hecha de vidrieras. Fuera, la caja de la mensajería flotaba a metro y medio de la acera, se trataba de un cajón de metal apagado con certificados de transporte que brillaban con tono rosa en un extremo y estaban protegidos de posibles escáneres de campo. La sombra-u de Troblum confirmó el contenido y lo mandó al vestíbulo, donde la caja aterrizó en el carrito de Troblum. La base se abrió y depositó el paquete: un grueso cilindro plateado de medio metro de largo. Troblum mantuvo la puerta abierta hasta que la caja se fue, entonces la cerró. Los escudos de privacidad se alzaron alrededor del vestíbulo de la entrada mientras él regresaba al ascensor. El carrito lo siguió con aire obediente.
En un principio, el edificio había sido una fábrica y cada uno de los cinco pisos tenía un techo muy alto. Después, como solía ocurrir en aquellos primeros tiempos de la Federación, la ciudad se había expandido y prosperado y había expulsado la industria del antiguo centro urbano. La fábrica se había convertido en apartamentos para la clase alta. Uno de los dos apartamentos del ático que ocupaban todo el quinto piso lo había comprado la dinastía Halgarth como parte de su inmensa cartera de propiedades en Arévalo. Los otros apartamentos se habían restaurado hasta recuperar un aspecto aproximado a la distribución y decoración que tenían en 2380, pero Troblum había concentrado sus formidables energías en el de Halgarth, que era donde vivía en esos momentos.
Para darle un acabado tan perfecto como fuera posible, había extraído tanto los planos del arquitecto como los del diseñador de interiores de los archivos profundos de la ciudad. Esos planos los había complementado con unas grabaciones visuales igual de antiguas que tenía del programa de noticias de Miguel Ángel de aquella época. Pero su fuente principal de detalles había sido los escáneres forenses de la Junta Directiva de Crímenes Graves que había obtenido directamente de ANA. Después de combinar los datos, se había pasado cinco años recreando de forma laboriosa la extravagante decoración vintage; el resultado final había consistido en tres dormitorios con baño incluido y un gran salón sin tabiques que estaba separado de la zona de la cocina por una barra con una encimera de mármol. Había un ventanal que tenía un balcón al otro lado con una vista espectacular del río Caspe.
Cuando la funcionaria de mantenimiento histórico del Consejo Urbanístico hizo la revisión final del proyecto, se quedó encantada con el resultado, pero la razón de la dedicación de Troblum se le escapó por completo. Este no esperaba otra cosa, el campo de la mujer era el edificio en sí y lo que había ocurrido en su interior en la época de la guerra del Aviador Estelar era la especialidad de Troblum. Él jamás utilizaría la palabra «obsesión» pero todo aquel episodio se había convertido en mucho más que una afición para él. Estaba decidido a llegar a publicar algún día la historia definitiva de esa guerra.
La puerta del ático se abrió ante él. Los sólidos de las tres chicas estaban sentados en el sofá de cuero azul que había junto al ventanal. Catriona Saleeb iba vestida con una túnica de color rojo y oro, con el cinturón suelto de modo que la ropa interior de seda quedara a la vista. El cabello largo, rizado y negro le caía en rizos caóticos por los hombros cuando agitaba la cabeza. Era la más menuda de las tres, el programa de animación del sólido conservaba la imagen eterna de una joven llena de vida de veintiún años, despreocupada y entusiasta. Apoyada en ella y tomando té en una gran taza estaba Trisha Marina Halgarth. Su morena cara con forma de corazón tenía unos pequeños tatuajes CO de color verde oscuro, como alas de mariposa que partían de sus ojos de color avellana; la antigua tecnología se ondulaba con lentitud en respuesta a cada movimiento facial. Sentada un poco más lejos de las otras dos jóvenes estaba Isabella Halgarth. Era una rubia alta con el pelo largo y liso recogido en una coleta. El jersey blanco y algodonoso que llevaba era mucho más sugerente de lo que en realidad debería haber sido, ya que se le subía por encima del estómago, y los vaqueros eran poco más que una capa externa de piel azul que le recorría las largas y atléticas piernas. Su rostro tenía unos pómulos altos que le daban una apariencia aristocrática respaldada por una actitud de frío desdén. Mientras sus dos amigas le dedicaron entusiastas holas a Troblum, ella se limitó a saludarlo con un simple asentimiento con la cabeza.
Con un suspiro de pesar, Troblum le dijo a su sombra-u que aislara a las chicas. Habían sido sus compañeras durante cincuenta años y disfrutaba de su compañía mucho más que de la de cualquier ser humano de verdad. Además, lo ayudaban a anclarse en la era que tanto amaba. Por desgracia, no podía permitirse distracciones en ese momento, por muy deliciosas que fueran. Le había llevado décadas refinar los programas de animación y conferir una personalidad inteligente-I válida a cada sólido. Las tres chicas habían compartido el apartamento durante la guerra del Aviador Estelar y se habían visto implicadas en una famosa operación encubierta de desinformación dirigida por el aviador estelar. La propia Isabella había sido uno de los agentes más eficaces del alienígena dentro de la Federación; se había dedicado a seducir a políticos y funcionarios de alto rango y los había manipulado de la forma más sutil. Durante un tiempo, tras la guerra, la frase «Ser isabelleado» se utilizaba en toda la Federación para dar a entender que te la habían jugado bien, pero esa infamia se había ido desvaneciendo con el tiempo. Incluso entre personas que vivían por rutina más de quinientos años, los acontecimientos perdían su potencia y relevancia con el tiempo. Tras tantos años, la guerra del Aviador Estelar no era más que uno de esos incidentes formativos del comienzo de la Federación, como Ozzie o Nigel, la Colmena, la circunnavegación del Esfuerzo y el desciframiento de la nanotecnología de los jardineros. De joven, a Troblum no le había interesado demasiado, pero después había descubierto por pura casualidad que descendía de alguien llamado Mark Vernon, que al parecer había tenido un papel vital en la guerra. Entonces había comenzado a investigar a su ancestro de modo informal, no quería más que unos cuantos detalles, enterarse de un pequeño trozo de la historia familiar. Eso había sido ciento ochenta años antes y a esas alturas estaba tan fascinado por toda la guerra del Aviador Estelar como la primera vez que había abierto los archivos de aquel periodo.
Las chicas le dieron la espalda a Troblum y al carrito que lo había seguido y siguieron hablando tan contentas entre ellas. Troblum bajó la cabeza y miró el cilindro cuando se volvió transparente. Contenía un puntal de metal de ciento quince centímetros de largo; en un extremo había un nódulo de plástico del que sobresalían unos extremos deshilachados de cable de fibra óptica, como una cola desgreñada. La superficie estaba deslustrada y llena de marcas; también estaba ondulado por el medio, como si algo lo hubiera golpeado. El extremo del cilindro estaba trabado pero Troblum lo abrió sin hacer caso del siseo del gas argón que protegía el interior. No pudo evitar que le temblaran las manos al sacar el puntal, ni tampoco podía hacer nada sobre el nudo que tenía en la garganta. Después levantó el puntal y pudo observar, al fin, la textura de su superficie gastada contra su piel. Bajó la mirada y le sonrió del mismo modo que un hombre natural contemplaría a su hijo recién nacido. Los sensores subcutáneos que enriquecían sus dedos se combinaron con su función superior de escáner de campo para llevar a cabo un análisis detallado. El puntal era una aleación de aluminio y titanio con un refuerzo encadenado de hidrocarburo específico, tenía dos mil cuatrocientos años. Estaba sosteniendo en sus propias manos un trozo del Marie Celeste, la nave del aviador estelar.
Después de un largo rato volvió a meter el puntal en el cilindro y llevó a cabo la purga atmosférica para volver a sellarlo con argón. Jamás volvería a tocarlo con las manos, era un objeto demasiado valioso. Lo llevaría al otro apartamento, donde guardaba su colección de objetos de interés. Un pequeño generador de campos estabilizadores mantendría su estructura molecular durante siglos enteros, como debía ser.
Troblum admitió la autenticidad del puntal y le dio autorización a su cuenta bancaria semioficial de Wessex para que pagara el último plazo al proveedor del mercado negro de Tierra Lejana que había adquirido el objeto para él. No era que tener fondos en metálico fuese ilegal para un superior. La cultura de los superiores se basaba en un principio muy sencillo: los individuos eran lo bastante maduros e inteligentes como para aceptar la responsabilidad de sus actos y actuar dentro de los parámetros acordados por las normas sociales. «Yo soy el gobierno» era el principio político fundamental de la cultura. Sin embargo, para aquellos que pensaban que necesitaban tal opción, se habían establecido métodos discretos para convertir la asignación de masa y energía (AME) de un ciudadano superior, el denominado dólar central, en dinero en metálico real aceptado en los mundos externos. La AME no se consideraba dinero en el sentido tradicional de la palabra, solo era una forma de regular la actividad de los ciudadanos superiores para evitar que un individuo concreto exigiera algo excesivo o poco razonable de los recursos de la comunidad, fuera cual fuera su naturaleza.
Cuando el carrito salió del apartamento, Troblum corrió a su dormitorio. Apenas tenía tiempo de ducharse y ponerse un traje toga antes de salir. El ascensor de cristal lo llevó al garaje del sótano, donde tenía aparcada su cápsula de regravedad. Era un modelo antiguo que databa de dos siglos atrás, de un color violeta cromado bastante gastado y más largo que las versiones modernas, el casco delantero se estiraba como el morro de los aviones de algunos mundos externos. Troblum se metió dentro y ocupó más de la mitad de un banco delantero diseñado para albergar a tres personas. La cápsula salió deslizándose del garaje y se inclinó hacia arriba para unirse a la corriente de tráfico del cielo.
El centro de Daroca era una agradable mezcla de estructuras modernas con su lisa geometría repleta de pináculos, edificios bonitos o llenos de historia como el de Troblum, y el original y amplio mosaico de parques que el Consejo Fundador de la ciudad había incluido en el trazado. Las corrientes de tráfico aéreo seguían en líneas generales los patrones de las antiguas avenidas. La cápsula de Troblum voló hacia el norte bajo el sol de color bronce del planeta y se dirigió hacia los distritos más nuevos, donde los edificios estaban más separados y las grandes casas individuales eran mayoría.
Algo más abajo, en el cielo occidental, apenas pudo distinguir la estrella brillante que era Aire. Era el proyecto que lo había atraído a Arévalo en un primer momento: el intento de construir un hábitat espacial artificial del tamaño del planeta de un gigante de gas. Después de dos siglos de esfuerzos, los directores del proyecto habían construido casi el ochenta por ciento del enrejado geodésico esférico que actuaría como conductor y como generador de un único campo de fuerza que lo encerraría todo. Una vez conectado y cuando desviara energía directamente de la estrella a través de un agujero de gusano de anchura cero, se llenaría el interior de una atmósfera estándar de oxígeno-nitrógeno cosechada en las lunas y gigantes de gas exteriores del sistema. Tras eso se introducirían varios componentes biológicos, tanto animales como botánicos, que flotarían en su interior para establecer un ciclo vital que formaría una biosfera. El resultado final, un entorno con gravedad cero y un diámetro mayor que el de Saturno, le daría a la gente la libertad definitiva de volar sin ataduras, lo que añadiría una nueva dimensión extraordinaria a toda la experiencia humana.
Los críticos, de los que había muchos, afirmaban que era una copia pobre y absurda de la Tierra Madre de los silfen que había descubierto Ozzie, una estrella entera envuelta en una atmósfera respirable. Los partidarios argüían que solo era un peldaño más, un testamento importante e inspirador que expandiría la habilidad y las perspectivas de la cultura superior. Con sus argumentos consiguieron un referéndum muy reñido en los mundos centrales para obtener las AME que necesitaban para completar el proyecto.
A Troblum, que era, en primer lugar y sobre todo un físico, esos argumentos lo habían atraído hacia el proyecto de Aire. Se había pasado setenta años muy constructivos trabajando para trasladar los conceptos teóricos a la realidad física y había ayudado a construir los generadores de los campos de fuerza que cubrían el enrejado geodésico. En ese momento, su interés por la guerra del Aviador Estelar había comenzado a dominarlo todo y él se había ganado la atención de la gente dirigiendo un proyecto de construcción mucho más interesante. Le hicieron una oferta que no pudo rechazar. Con frecuencia se consolaba pensando que ese episodio de su vida reflejaba otro muy parecido de la vida de su ilustre ancestro, Mark.
Su cápsula descendió al complejo de las oficinas de la Marina de la Federación. Consistía en un aeropuerto espacial rodeado por dos filas de grandes hangares y muelles de mantenimiento. Arévalo era, sobre todo, una base para la división de exploración de la Marina. Las naves que había en el campo eran o bien navíos de investigación de largo alcance o naves estándar de pasajeros; las tres torres de color negro mate que dominaban el perímetro del norte albergaban los laboratorios de astrofísica e instalaciones de adiestramiento de personal científico. La cápsula de Troblum atravesó llorando los arcos abiertos en los que se apoyaba la torre principal y aterrizó justo debajo. Se acercó caminando a la base de la columna más cercana del arco, el traje toga lo rodeaba con una estridente aurora ultravioleta. No había muchas personas por allí, solo unos cuantos oficiales de camino a unas cápsulas de regravedad. Su apariencia atrajo algunas miradas, que un superior fuera tan grande no era nada habitual. La bionónica por lo general mantenía el cuerpo estilizado y sano, dado que esa era su función principal. Había unos cuantos casos en los que la bionónica encontraba ciertas dificultades operativas debido a una composición bioquímica algo inusual, pero lo normal era que se remediara con una pequeña modificación cromosómica. Troblum se negaba a considerarlo siquiera. Era lo que era y no veía la necesidad de disculparse por ello.
Incluso la corta distancia que tuvo que salvar entre la cápsula y la columna hizo que se le disparara el corazón. Estaba sudando cuando entró en el vestíbulo vacío de la base de la columna. Unos sensores profundos lo examinaron, después puso la mano en un globo de muestras y permitió que el sistema de seguridad confirmara su ADN. Se abrió uno de los ascensores, que después descendió durante un periodo de tiempo inquietante.
La sala de reuniones fuertemente protegida que habían reservado para su presentación no tenía nada especial: una cámara ovalada con una mesa ovalada de asbesto ligniforme en el medio, y a su alrededor diez sillas moldeadoras de color blanco nacarado y respaldos altos. Troblum se sentó en la que estaba enfrente de la puerta y empezó a hacer comprobaciones con la red de la oficina de la Marina para asegurarse que todos los archivos que necesitaba estaban bien cargados.
Entraron cuatro oficiales de la Marina, tres de ellos con trajes toga idénticos, cuyo efecto superficial del color del ébano se ondulaba en dibujos apagados. Su alto rango solo quedaba evidenciado por los pequeños puntos rojos que brillaban en sus hombros. Troblum los reconoció a todos sin tener que recurrir a sus sombras-u: Mykala, una capitana de tercer nivel y directora de la oficina local de motores VSL (velocidad superior a la luz); Eoin, un capitán que se especializaba en actividades alienígenas; y Yehudi, el comandante de la oficina de Arévalo. Los acompañaba el primer almirante Kazimir Burnelli. Troblum no se esperaba su presencia, la conmoción de ver al comandante de la Marina de la Federación en persona lo hizo levantarse a toda prisa. Y no era solo su cargo lo que era fascinante. El almirante era el hijo de dos figuras muy importantes en la guerra del Aviador Estelar y era famoso para la edad que tenía: mil doscientos seis años, siete u ocho siglos más de los que tenían la mayor parte de los superiores cuando se descargaban en ANA.
El almirante vestía un uniforme negro de tela antigua y muy bien cortada. Le quedaba a la perfección, resaltaba sus anchos hombros y el torso esbelto, la clásica figura de autoridad. Era alto, con la tez olivácea y un rostro atractivo. Troblum reconoció algunas de las características de su padre (la mandíbula despuntada y el cabello de color azabache), pero también estaban presentes los mejores rasgos de su madre: una nariz que era casi exquisita y unos ojos claros y afables.
—¡Almirante! —exclamó Troblum.
—Es un placer conocerle. —Kazimir Burnelli le tendió la mano.
A Troblum le llevó un momento darse cuenta que tenía que extender la mano y estrechar la del almirante, de repente se alegró mucho de que su traje toga tuviera una red de refrigeración y que ya no estuviese sudando. El archivo sobre formalidades sociales que su sombra-u había colocado en su exovisión se retiró de golpe.
—Estoy aquí como representante de ANA:Gobernación en esta presentación —dijo Kazimir. Troblum ya lo había supuesto. Kazimir Burnelli era el eslabón humano esencial en la cadena que unía a ANA:Gobernación con las naves de la flota disuasoria de la Marina, un cargo de gran confianza y responsabilidad que había ostentado durante más de ochocientos años. Había algo en su postura que daba fe de todos los siglos que había vivido, un aura de fatiga que cualquiera que estuviera en su presencia no podía dejar de notar.
Había tantas cosas que Troblum estaba desesperado por preguntar, empezando por: ¿Ha permanecido tanto tiempo en su cuerpo para compensar lo breve que fue la vida de su padre? Y quizá: ¿Podría facilitarme usted el acceso a su abuelo? Pero en lugar de eso se limitó a decir con tono sumiso:
—Gracias por venir, almirante. —Otro escudo de privacidad rodeó la cámara y la red confirmó que contaban con una protección de grado uno.
—Bueno, ¿y qué tiene para nosotros? —preguntó el almirante.
—Una teoría sobre los generadores del par Dyson —dijo Troblum. Activó el nódulo web de la cámara para que los demás pudieran compartir los datos y proyecciones de sus archivos y comenzó a explicarse.
El par Dyson eran unas estrellas separadas por tres años luz y confinadas en el interior de unos campos de fuerza gigantescos. Las barreras las habían establecido en el 1200 d. C. los anomina por una muy buena razón: contener a los alienígenas primos, que ya se habían extendido desde su mundo natal, alrededor de Alfa hasta Beta, y que mostraban una hostilidad patológica contra toda vida biológica salvo la suya. El aviador estelar, un primo que había escapado del encierro, había manipulado a la Federación para que abriera el campo de fuerza que rodeaba a Dyson Alfa, lo que había provocado una guerra que había matado a más de cincuenta millones de seres humanos. Desde entonces, la Marina había mantenido una vigilancia ininterrumpida sobre esas estrellas.
Siglos después, cuando los raiel invitaron a la Federación a unirse al proyecto de observación del Vacío en la estación Centurión, a los científicos humanos les había sorprendido y asustado el parecido que había entre los sistemas de defensa de tamaño de planetas desplegados por todas las estrellas de la Pared y los generadores que producían los campos de fuerza del par Dyson.
Hasta ese momento, dijo Troblum, todo el mundo había supuesto que los anomina tenían una base tecnológica equivalente a la de los raiel, pero él lo ponía en duda. Su análisis de los generadores del par Dyson mostraba que eran casi idénticos en concepto a las máquinas DF de la estación Centurión.
—Lo que demuestra lo dicho, supongo —dijo Yehudi.
Más bien al contrario —respondió Troblum sin alterarse. El mundo natal de los anomina había sido visitado varias veces por la división de exploración de la Marina. Como especie se habían dividido dos milenios antes. El grupo más avanzado en el plano tecnológico había ascendido a un plano de inteligencia posfísica y el resto había sufrido una retroevolución a una cultura más sencilla y pastoril. Aunque habían desarrollado agujeros de gusano y habían enviado naves de exploración que habían recorrido toda la galaxia, solo se habían asentado en una docena, más o menos, de sistemas estelares cercanos, y ninguno de ellos tenía grandes instalaciones de astroingeniería. Las restantes sociedades pastoriles no tenían ningún conocimiento de los generadores del par Dyson y los posfísicos ya hacía mucho tiempo que se habían retirado y no tenían contacto con sus parientes lejanos. Un extenso registro del sector por parte de sucesivas naves de la Marina no había logrado ubicar la estructura donde se habían ensamblado los generadores del par Dyson. Hasta el momento, los astroarqueólogos humanos habían supuesto que la maquinaria abandonada se había ido deteriorando hasta desaparecer en el vacío o sencillamente se había perdido.
Dada la colosal magnitud implicada, dijo Troblum, ninguna de las dos cosas era muy creíble. En primer lugar, por muy sofisticados que fueran, a los anomina les habría llevado al menos un siglo construir un generador así partiendo de cero, por no hablar ya de dos. Solo había que ver el tiempo que les estaba llevando a los superiores construir Aire, y eso que disponían de AME casi ilimitada. En segundo lugar, esos generadores se habían necesitado con rapidez. Los alienígenas primos de Dyson Alfa ya estaban construyendo naves estelares que alcanzaban una velocidad inferior a la de la luz, que era por lo que los anomina los habían encerrado. Si hubiera habido un margen de un siglo mientras los anomina se afanaban con la construcción, los primos se habrían expandido a todas las estrellas en un radio de cincuenta años luz antes de que los generadores estuvieran acabados.
—La conclusión obvia —dijo Troblum— es que los anomina se limitaron a apropiarse de los sistemas raiel existentes en la Pared. Lo único que necesitarían sería un generador ampliado de agujeros de gusano para transportarlos al par Dyson, y sabemos que ya poseían la tecnología básica. Me gustaría que la Marina pusiera en marcha un registro detallado del espacio interestelar que rodea el par Dyson. Es muy posible que el motor o motores de los agujeros de gusano de los anomina sigan allí, sobre todo si era un mecanismo «a la desesperada». —Después le lanzó al almirante una mirada expectante.
Kazimir Burnelli hizo una pausa cuando se cerraron los últimos archivos de Troblum.
—Los primos construyeron el mayor agujero de gusano jamás conocido para atravesar quinientos años luz y poder invadir la Federación —dijo.
—Se llamaba la puerta del Infierno —respondió Troblum de inmediato.
—Conoce bien la historia. Me alegro. Entonces también debería saber que solo tenía un par de kilómetros de diámetro. No creo que fuera suficiente como para transportar los generadores de la barrera.
—Sí, pero yo estoy hablando de una manifestación totalmente nueva de tecnología de motores impulsados por agujeros de gusano. Un agujero de gusano que no necesita un generador igual de grande, solo hay que proyectar el efecto de materia exótica hasta alcanzar el tamaño requerido.
—Jamás he oído hablar de nada parecido.
—Se puede lograr con facilidad con lo que sabemos sobre los agujeros de gusano y su teoría, almirante.
—¿Con facilidad? —Kazimir Burnelli se volvió hacia Mykala—. ¿Capitán?
—Supongo que puede ser posible —dijo Mykala—. Tendría que volver a repasar la teoría de la materia exótica antes de poder decantarme en uno u otro sentido.
—Yo ya estoy trabajando en un método —soltó de repente Troblum.
—¿Algún éxito? —inquirió Mykala.
Troblum sospechaba que se estaba burlando pero carecía de la habilidad necesaria para interpretar su tono.
—Estoy haciendo progresos, sí. Desde luego, en teoría no hay nada que impida modificar el diámetro. Todo es cuestión de la cantidad de energía que haya disponible.
—Para enviar un generador de barreras Dyson a media galaxia de distancia se necesitaría una nova —dijo Mykala.
Con eso Troblum se convenció de que la capitana se estaba burlando de él.
—No necesita en absoluto tanta energía —dijo—. En cualquier caso, si construyeron los generadores en su estrella natal o cerca de ella, seguirían necesitando un sistema de transporte, ¿no? Si los construyeron in situ, cosa que dudo mucho, ¿dónde está la obra? A estas alturas ya habríamos encontrado algo así de grande. Esos generadores se trasladaron de donde fuera que los raiel los habían instalado en un principio.
—A menos que los produjeran sus posfísicos —dijo la mujer—. Quién sabe qué habilidades tienen o tenían.
—Lo siento, voy a tener que darle la razón a Troblum en eso —dijo Eoin—. Sabemos que los anomina no alcanzaron el estatus posfísico hasta después del establecimiento de las barreras Dyson, unos ciento cincuenta años después.
—Exacto —dijo Troblum con tono triunfante—. Tenían que estar utilizando un nivel de tecnología que a todos los efectos era equivalente al nuestro. Ahí fuera, en alguna parte del espacio interestelar, hay un sistema de motores abandonado capaz de mover objetos del tamaño de planetas. Tenemos que encontrarlo, almirante. Yo ya he recopilado una metodología de búsqueda que utiliza naves exploradoras de la Marina que me gustaría...
—Permítame que lo detenga justo ahí —dijo Kazimir Burnelli—. Troblum, lo que nos ha explicado hasta ahora es una hipótesis muy convincente. Tan convincente que voy a enviar de inmediato sus datos a un comité de revisión de alto rango del departamento. Si me dan un veredicto positivo, usted y yo comentaremos las opciones que tiene la Marina para investigar. Y créame, en los tiempos que corren, eso es ir por la vía rápida, ¿de acuerdo?
—Pero usted puede aprobar que la división de exploración dé comienzo a la búsqueda de inmediato, tiene la autoridad necesaria.
—La tengo, sí, pero no la ejerzo sin una buena razón. Lo que nos ha mostrado es más que suficiente para empezar a hacer una valoración en serio. Seguiremos los cauces naturales. Y después, si tiene razón...
—Pues claro que tengo razón, joder —soltó de repente Troblum. Sabía que no estaba actuando de la forma más apropiada, pero tenía su objetivo tan cerca. Había creído que la aparición inesperada del almirante significaba que la búsqueda comenzaría de inmediato—. Yo no tengo las AME necesarias para disponer de tantas naves estelares, por eso tiene que implicarse la Marina.
—Un individuo jamás tendría la posibilidad de realizar una búsqueda —respondió Kazimir con tono ligero—. El espacio que rodea al par Dyson sigue estando restringido. Esto es un proyecto de la Marina.
—Sí, almirante —murmuró Troblum—. Entiendo. —Y lo entendía. Pero eso no mitigaba el resentimiento que sentía contra tanta burocracia.
—He observado que no ha incluido sus resultados en toda esta idea «a la desesperada» del motor de agujero de gusano —dijo Mykala—. Lo que abre una gran incógnita en la propuesta.
—Está en una de las primeras fases —dijo Troblum, lo que no era del todo verdad. Había ocultado parte de su proyecto precisamente porque estaba muy cerca del éxito. Iba a ser el argumento más contundente si la presentación no iba bien, cosa que, en cierto modo, era lo que había ocurrido—. Espero tener resultados positivos pronto.
—Eso me interesará mucho —dijo Kazimir, y al fin esbozó una sonrisa que le quitó varios siglos de encima—. Gracias por traernos esto. Le agradezco de verdad el esfuerzo que ha hecho.
—Es mi trabajo —dijo Troblum con brusquedad. Se quedó callado mientras el escudo se desconectaba y los otros dejaban la cámara. Lo que quería gritarle al almirante era: Tu madre tomó decisiones sin que ningún comité la llevara de la mano, y en cuanto a lo que diría tu abuelo sobre el supuesto consenso... Pero en lugar de eso, dejó escapar un suspiro de insatisfacción mientras volvía a meter los archivos en su laguna de almacenamiento. Conocer a un ídolo siempre tenía sus riesgos, había muy pocos que estuvieran a la altura de su leyenda.
★ ★ ★
Al Repartidor lo despertó su hija pequeña justo cuando la luz de un frío amanecer comenzaba a surgir en el exterior. La pequeña Rosa había decidido una vez más que con cinco horas de sueño le bastaba y sobraba, así que estaba sentada en su cuna lloriqueando para llamar la atención. Y para pedir leche. Al lado del Repartidor, Lizzie empezaba a agitarse y salir de un profundo sueño pero, antes de que su mujer pudiera despertarse, él saltó de la cama y se apresuró por el rellano hasta la habitación de la niña. Si no se daba prisa, Tillie y Elsie se despertarían también y ya nadie podría disfrutar de ninguna paz.
El robot doméstico pediátrico entró flotando por la puerta tras él, un simple ovoide de poco más de un metro de altura que extrajo la ampolla de leche de Rosa a través de su piel gris neutral. Tanto él como su mujer, Lizzie, odiaban la idea de que una máquina, aunque fuera una tan sofisticada como el robot doméstico, se ocupara de la niña, así que el Repartidor se puso a la pequeña en el regazo, en el gran sillón que había junto a la cuna, y empezó a darle de comer con la ampolla. Rosa lo obsequió con una sonrisa de adoración alrededor de la boquilla y se acurrucó más entre los brazos de su padre. El robot doméstico extendió una manguera que se acopló al parche de salida del pañal del pijama de la niña y absorbió el pis nocturno. Rosa agitó las manos muy contenta cuando el robot doméstico salió deslizándose de su habitación.
—Dio —arrulló la pequeña antes de continuar bebiendo.
—Adiós —la corrigió el Repartidor. Con diecisiete meses, Rosa tenía un vocabulario que estaba comenzando a desarrollarse. Los organelos bionónicos de sus células permanecían inactivos a todos los efectos, aparte de reproducirse para ir suplementando las células nuevas de la niña cuando creciese. Varios estudios exhaustivos habían demostrado que era mejor que un ser humano nacido superior siguiera el calendario original de la naturaleza hasta la pubertad, más o menos. En ese momento la bionónica comenzaría a cumplir su misión, una de cuyas funciones era modificar el cuerpo como quisiera su anfitrión. El Repartidor no estaba muy seguro que aquello fuera una buena idea; entregar a los adolescentes un poder ilimitado sobre su propia fisiología llevaba con frecuencia a auténticos errores garrafales autoinfligidos. Él siempre se acordaba de aquella vez cuando tenía catorce años y había perdido la cabeza por una chica de diecisiete; había intentado «mejorar» sus genitales. Había necesitado cinco visitas de lo más embarazosas a un médico especialista en procedimientos bionónicos para solucionar lo de sus dolorosos y anormales tumores.
Cuando Rosa terminó, la llevó abajo. Lizzie y él vivían en una casa clásica de estilo georgiano en el distrito de Holland Park, en Londres. La habían restaurado trescientos años antes y habían utilizado técnicas modernas para conservar todo lo posible de los antiguos materiales sin tener que recurrir a campos estabilizadores. Lizzie había supervisado la decoración cuando se habían mudado y había mezclado una elegante variedad de mobiliario y sistemas de servicios que databan de un amplio periodo, desde la mitad del siglo XX hasta el siglo XVII, cuando las instalaciones de duplicación de ANA habían terminado con cualquier intento de diseño humano en la Tierra. Habían añadido también dos espaciosos subsótanos, lo que les había proporcionado una piscina cubierta y un spa, junto con los tanques y los sistemas auxiliares que abastecían el armario culinario y el duplicador doméstico.
El Repartidor llevó a Rosa al gran invernadero de armazón de hierro, donde tenía sus juguetes guardados en grandes cestas de mimbre. Febrero había producido su habitual mañana helada en el exterior, y había traído anchos patrones de escarcha que se arrastraban por el exterior del cristal. De momento, la única verdadera mancha de color que podía disfrutarse en el jardín procedía de las cerezas de invierno de la orilla curva que había tras el estanque congelado de los peces.
Cuando bajó Lizzie una hora más tarde, lo encontró a él y a Rosa jugando con bloques luminosos en el suelo calentado de piedra del invernadero. Tilly, que tenía siete años, y Elsie, con cinco, entraron detrás de su madre y le gritaron muy contentas a su hermanita pequeña, que corrió hacia ellas con los brazos estirados y balbuceando en su idioma, de momento incomprensible pero lleno de entusiasmo. Las tres niñas empezaron a construir una torre con los bloques, cuanto más alta la hacían, más rápido giraban los colores.
El Repartidor le dio a Lizzie un rápido beso y le ordenó al armario culinario que preparara el desayuno. Lizzie se sentó a la mesa circular de madera de la cocina. La mujer del Repartidor era especialista en cultura y antigüedades, y disfrutaba de esa noción tan pasada de moda de tener una habitación concreta para cocinar. Aunque no había necesidad, había hecho que instalaran una pesada cocina de hierro de varios fogones cuando se habían mudado diez años antes. Durante el invierno, su acogedor calor convertía la cocina en el motor de la casa, y la familia siempre se reunía allí. A veces, Lizzie incluso usaba los fogones para cocinar cosas que las niñas y ella hacían con los ingredientes producidos por el armario culinario. La tarta de cumpleaños de Tilly había sido la última obra.
—Tilly tiene natación esta mañana —dijo Lizzie mientras tomaba unos sorbos de una gran taza de porcelana de té que le había llevado un robot doméstico.
—¿Otra vez? —preguntó su marido.
—Cada vez tiene más confianza en sí misma. Es su nuevo profesor. Es muy bueno.
—Me alegro. —El Repartidor cogió el cruasán del plato y empezó a abrirlo con las manos—. Niñas —gritó—. Venid a sentaros, por favor. Y traed a Rosa.
—No quiere venir —gritó Elsie de inmediato.
—No hagáis que vaya a buscaros. —El Repartidor evitó mirar a Lizzie—. Voy a estar fuera unos cuantos días.
—¿Algo interesante?
—Según ciertas alegaciones, algunas compañías de Oronsay se han hecho con tecnología de duplicación de nivel tres —dijo—. Tendré que hacer unas cuantas pruebas en sus productos. —El Repartidor se dedicaba a vigilar el avance de la tecnología superior por los mundos externos. Era un proceso con el que los externos se mostraban muy susceptibles, había políticos muy conservadores en el Protectorado que lo citaban como el primer acto de la colonización cultural, y, según ellos, merecía un buen castigo. Sin embargo, los empresarios de los mundos externos intentaban de forma constante adquirir sistemas de fabricación cada vez más sofisticados para reducir sus costes. Los superiores radicales tenían un interés parecido en proporcionarles esos sistemas, lo veían precisamente como esa primera e importante etapa que debía cumplir cualquier planeta que quisiera convertirse en una cultura superior. Lo que él tenía que hacer en nombre de ANA:Gobernación era determinar qué intención había tras el suministro de sistemas de duplicación. Si los superiores radicales estaban respaldando a las compañías, él inutilizaría los sistemas con sutileza y haría derrumbarse la operación. Su problema principal era tomar una decisión objetiva. Era inevitable que la tecnología superior saliera de los mundos centrales y se filtrara a los externos, del mismo modo que los mundos externos siempre estaban colonizando los nuevos planetas que rodeaban su dominio. La frontera entre los mundos centrales y externos era ambigua, por decirlo de algún modo, con algunos mundos externos dando la bienvenida de forma abierta al cambio a un estatus superior. La ubicación siempre era un factor muy importante en la decisión del Repartidor. Oronsay estaba a más de cien años luz de los mundos centrales, lo que, de hecho, anulaba la posibilidad de que aquello fuera una simple filtración de tecnología. Si había duplicadores allí, era cosa de los radicales o de una compañía muy codiciosa que los hubiera introducido.
Lizzie levantó las cejas.
—¿En serio? ¿Qué clase de productos?
—Componentes de naves espaciales.
—Bueno, eso debería resultar muy útil ahora mismo por ahí fuera; muy rentable, me imagino.
El Repartidor agradeció el cauto buen humor de su mujer. Los últimos días habían visto una oleada de funcionarios de compañías aéreas llegando a Ellezelin impacientes por hacer tratos con el nuevo conservador clérigo.
Las niñas entraron corriendo y se acomodaron ante la mesa; Rosa trepó al champiñón de ante del siglo XVII que era su trona. El artilugio se metamorfoseó a su alrededor y la sujetó con la suficiente firmeza como para evitar que cayera y después se expandió para llevarla al nivel de la mesa. La niña aplaudió, encantada de estar a la misma altura que su familia.
Elsie deslizó por la mesa con gesto solemne un cuenco de cereales con miel que Rosa se apresuró a coger.
—Hoy no los tires todos —le ordenó Elsie con tono imperioso.
Rosa se limitó a gorjear muy contenta mirando a su hermana.
—Papi, ¿nos vas a teletransportar hoy a la escuela? —preguntó Tilly en voz chillona y suplicante.
—Sabes que no voy a hacerlo —le dijo su padre—. Así que no me lo pidas.
—Oh, por favor, papi, por favor.
—Sí, papi —interpuso Elsie—. Por favor, teletranspórtanos. A mí me gusta. Un montón grande grande.
—Estoy seguro, pero vais a ir en autobús. El teletransporte es una cosa muy seria.
—La escuela es una cosa seria —afirmó Tilly de inmediato—. Tú siempre lo dices.
Lizzie se reía en silencio.
—Eso es dif... —empezó a decir el Repartidor—. De acuerdo, os diré lo que haré. Si (y quiero decir, solo si) os portáis bien mientras no estoy, entonces os teletransporto a la escuela el jueves.
—¡Sí, sí! —exclamó Tilly. La niña estaba dando saltos en la silla.
—Pero tenéis que ser excepcionalmente buenas. Y lo voy a averiguar porque me lo contará vuestra madre.
Las dos niñas le dedicaron de inmediato unas enormes sonrisas a Lizzie.
Media hora más tarde, el autobús bajó deslizándose del cielo, se trataba de una larga cápsula de regravedad de color turquesa que flotó justo por encima del espacio verde que había fuera de la casa, donde siglos antes había habido una carretera. El Repartidor acompañó a sus hijas hasta el autobús, las dos llevaban capas sobre las chaquetas rojas, el protector brillo gris las resguardaba del frío aire húmedo. El Repartidor comprobó por última vez que Tilly tenía el bañador, les dio un beso de despedida y se quedó diciéndoles adiós con la mano mientras el autobús se alzaba a toda prisa. Lo que se pretendía enviando a los niños en el autobús todos juntos era mejorar el sentido de comunidad de los pequeños, una extensión de la escuela en sí, que era poco más que un centro de actividades y juegos organizados. La verdadera educación de los niños no comenzaría hasta que se activara su bionónica. Con todo, al Repartidor seguía dándole una sacudida emocional al verlas desvanecerse en el lúgubre horizonte. En Londres solo quedaba una escuela, que estaba al sur del Támesis, en Dulwich Park. Con una población total de apenas ciento cincuenta mil personas, la ciudad no necesitaba otra. Incluso para ser superiores, el número de niños era escaso, claro que los nativos de la Tierra eran famosos por su reserva. Había sido el primer planeta en convertirse en un auténtico planeta superior y desde entonces su población se había ido reduciendo de forma constante. Al comienzo de la cultura superior, cuando la bionónica quedó a disposición de todos y ANA entró en la red, la edad media de los ciudadanos ya era la más alta de la Federación. Los ancianos se descargaron y los jóvenes que no estaban listos para pasar a un estado posfísico optaron por emigrar a los mundos centrales hasta el momento de dar por concluidas sus vidas biológicas. El resultado era una pequeña población residual con una tasa de nacimientos excepcionalmente baja.
El Repartidor y Lizzie eran una excepción notable, tenían nada menos que tres hijas. Claro que también habían sacado un certificado de matrimonio y habían celebrado una ceremonia en una vieja iglesia con sus amigos como testigos del acontecimiento; incluso habían traído a un sacerdote cristiano de un mundo externo que todavía contaba con una religión en funcionamiento. Era lo que Lizzie había querido, su mujer adoraba las antiguas tradiciones y rituales. Aunque no lo suficiente como para quedarse embarazada de verdad, claro está; todas las niñas se habían gestado en una cuba matriz.
—Ten mucho cuidado en Oronsay —le dijo mientras el Repartidor se examinaba la cara en el espejo del baño. Tenía que admitir que era bastante plana, con una mandíbula ancha y unos ojos que se arrugaban siempre que sonreía o fruncía el ceño por muchas técnicas antiedad, avanzadas o superiores, que les aplicara a las zonas de piel circundantes. Sus genes avanzados le habían proporcionado a su áspero cabello rojizo una velocidad de crecimiento exuberante que había heredado Elsie. Había modificado sus folículos faciales con bionónica para no tener que aplicarse gel de afeitado dos veces al día pero el proceso no era perfecto; cada semana tenía que comprobarse la barbilla y ponerse gel en los trozos más recalcitrantes de la primera sombra de barba. Más que sombra eran simples puntos, afirmaba Lizzie.
—Siempre lo tengo —le aseguró a su mujer. Se puso un traje toga nuevo y esperó hasta que la tela lo envolvió. Emergió entonces su bruma superficial, de color esmeralda oscura entreverado de destellos plateados. Bastante elegante, le parecía a él.
Lizzie, que nunca se ponía ropa diseñada después del siglo XXII, le lanzó una mirada un tanto desaprobadora.
—Si es tan lejos de los mundos centrales, va a ser algo deliberado.
—Lo sé, y tendré cuidado, te lo prometo. —Besó a Lizzie para tranquilizarla e intentó hacer caso omiso de la sensación de culpa que manchaba sus pensamientos como un lento veneno. Su mujer estudió su rostro y, al parecer, se quedó satisfecha con su sinceridad, pero eso solo empeoró todavía más la mentira. El Repartidor odiaba esos momentos en los que no podía contarle a su mujer lo que hacía en realidad.
—Te has saltado un trocito —anunció Lizzie con tono vivo y después le dio unos golpecitos con el índice en el lado izquierdo de la mandíbula.
El Repartidor se miró al espejo y gimió desesperado. Su mujer tenía razón, como siempre.
★ ★ ★
Cuando estuvo listo, el Repartidor se encontró en el salón delante de Lizzie, que sostenía a una agitada Rosa en los brazos. El Repartidor levantó una mano para despedirse y activó la función de interfaz de campo. Esta se fundió de inmediato con la esfera-T de la Tierra y el Repartidor designó las coordenadas de salida. Su campo de fuerza integral saltó de inmediato para protegerle la piel. El asombroso e intimidante vacío del continuo de traslado lo envolvió y anuló todos los demás sentidos. Era ese microsegundo infinito lo que despreciaba. Todos sus enriquecimientos bionónicos le decían que estaba rodeado por la nada, ni siquiera existía la firma cuántica residual de su propio universo. Con la mente desposeída de cualquier información sensorial, el tiempo se extendía de una forma atroz e insoportable.
El puerto de las Águilas cobró vida a su alrededor con un destello. La gigantesca estación estaba suspendida a setenta kilómetros de altura sobre el sur de Inglaterra, una de las ciento cincuenta estaciones idénticas que generaban la esfera-T planetaria. ANA:Gobernación las había fabricado con la forma de mitológicos platillos volantes de tres kilómetros de diámetro, un nivel de fantasía con el que no solía asociarse.
El Repartidor salió a una cavernosa recepción en el borde exterior de la estación. Solo había un par de personas más usándola y no le prestaron ninguna atención. Delante de él, una inmensa sección transparente del casco se alzaba desde el suelo y se curvaba por encima de él, permitiéndole contemplar toda la mitad sur del país. Tenía Londres casi justo debajo, envuelta en bolsas de niebla que se movían despacio y rezumaban por el suelo alto y ondulado como un marea aceitosa y blanca. La última vez que Lizzie y él habían llevado allí a las niñas habían disfrutado de un día claro y soleado; se habían apretado todos contra el casco mientras Lizzie les señalaba las zonas históricas y les narraba los acontecimientos que las habían convertido en importantes. Les había explicado que la antigua ciudad había vuelto a quedar reducida al mismo tamaño físico que había tenido a mediados del siglo XVIII. Al reducirse la población del planeta, ANA:Gobernación había decretado que quedaban demasiados edificios que mantener. El que fueran antiguos no los hacía necesariamente relevantes. Habían conservado los antiguos edificios públicos del centro de Londres, junto con otros considerados significativos por razones arquitectónicas o culturales. Pero en cuanto a las extensas zonas residenciales, había cientos de miles de ejemplos de todo tipo y de todas las épocas. La mayor parte se donó y vendió a varios individuos e instituciones de toda la Federación Mayor y los que quedaron se eliminaron sin más.
El Repartidor le echó una última y melancólica mirada a la ciudad envuelta en bruma y sintió que su sensación de culpabilidad se hinchaba hasta un nivel casi doloroso. Pero jamás podría decirle a Lizzie lo que hacía en realidad, su mujer quería estabilidad para su pequeña y maravillosa familia, y tenía toda la razón del mundo.
Tampoco era que hubiera algún riesgo, se decía el Repartidor cuando comenzaba cada misión. En serio. No mucho, por lo menos. Y si en algún momento algo iba mal, su facción seguro que podría revivirlo en un cuerpo nuevo y devolverlo a casa antes de que su mujer comenzara a sospechar.
Le dio la espalda a Londres y empezó a cruzar la sala desierta de la recepción hasta uno de los tubos de tránsito que tenía enfrente. El tubo lo absorbió como una vieja manguera de vacío y lo propulsó hacia el centro del Refugio de las Águilas, donde estaba ubicada la terminal del agujero de gusano interestelar. La escasez de viajeros lo sorprendió. Esperaba encontrar más superiores en su migración interior hacia ANA. No cabía duda que Sueño Vivo estaba revolviendo las cosas en el plano político de los mundos externos. Los mundos centrales contemplaban todo aquel asunto de la Peregrinación con su habitual desdén. Con todo, sus consejos políticos estaban preocupados, como lo demostraba el número de personas que se unían a ellos para ofrecer su opinión.
Era un hecho que con la ascensión de Ethan al cargo de conservador clérigo, las facciones de ANA iban a tener que maniobrar de forma frenética para hacerse con la ventaja e intentar dar forma a la Federación Mayor de acuerdo con sus propias visiones. El Repartidor no terminaba de saber cuál de las facciones iba a beneficiarse más de la reciente elección; había muchas facciones y sus lealtades internas eran todas muy fluidas, por no decir engañosas. Había un viejo dicho que afirmaba que había tantas facciones como antiguos seres humanos físicos dentro de ANA, y él jamás había encontrado ninguna prueba convincente que demostrara lo contrario. Lo que daba como resultado agrupamientos que iban desde aquellos que querían aislar y olvidar a los seres humanos físicos (algunos extremistas antianimales los querían exterminados por completo) hasta aquellos que pretendían elevar a todo ser humano, ya fuera ANA o físico, a un estado trascendental.
Al Repartidor le asignaba sus misiones una amplia alianza que era conservadora en lo fundamental y que seguía una filosofía a la que le interesaba que las cosas siguieran como estaban, aunque las opiniones sobre el modo de lograrlo eran tema de un constante y vigoroso debate interno. El Repartidor lo hacía porque era una visión que él compartía. Cuando se descargara al fin, en un par de siglos o así, esa sería la facción con la que se asociaría. Entretanto, él era uno de sus representantes no oficiales en la Federación física.
La terminal de la estación era una simple cámara esférica que contenía un globo de cincuenta metros de diámetro cuya superficie resplandecía con el violeta radiante de la radiación Cherenkov, que emanaba de la materia exótica utilizada para mantener la estabilidad del agujero de gusano. El Repartidor se deslizó por la suave capa de fotones y de inmediato se vio saliendo del globo correspondiente de St. Lincoln. El viejo planeta industrial seguía siendo una importante base de fabricación de los mundos centrales y había mantenido su estatus como eje de la red local de agujeros de gusano. El Repartidor cogió un tubo de tránsito hasta el agujero de gusano de Lytham, que era uno de los mundos centrales más alejados de la Tierra; su terminal de agujeros de gusano estaba protegida en el aeropuerto estelar principal. Solo los mundos centrales estaban unidos por una red de agujeros de gusano bien establecida. Los mundos externos valoraban demasiado su independencia cultural y económica como para que los conectaran con los mundos centrales de un modo tan directo; aparte de unas cuantas excepciones, los viajes entre ellos se realizaban en naves estelares.
Una cápsula de dos plazas trasladó al Repartidor a la nave que le habían asignado. El Repartidor se deslizó entre dos largas filas de plataformas en las que estaban aparcadas las naves estelares. Variaban mucho en tamaño, desde lustrosos cruceros de placer con forma de aguja hasta transatlánticos estelares de cien metros de largo capaces de realizar rutas comerciales y trasladar a sus pasajeros a destinos alejados cien años luz. No había cargueros, Lytham era un planeta superior y no fabricaba ni importaba artículos de consumo.
El Tunante estaba aparcado hacia el final de la fila. Era un ovoide sorprendentemente achaparrado de color violeta cromado y veinticinco metros de alto que se alzaba sobre cinco bulbos que parecían unos tumores y sostenían su amplia base a tres metros del cemento.
La superficie del fuselaje era lisa y sin rasgos distintivos, sin insinuación alguna de lo que se ocultaba debajo. Parecía la típica nave privada con hipermotor de algún individuo o compañía acomodada de un mundo externo, o a un consejo superior con prerrogativas diplomáticas. Había una desgarbada torre umbilical de metal en la parte posterior de la plataforma con dos finas mangueras conectada al puerto eléctrico de la nave que estaba llenando los tanques sintéticos con productos químicos de base.
El Repartidor mandó la cápsula de regreso al edificio de recepción y pasó por debajo de la nave estelar. Su sombra-u llamó al núcleo inteligente y confirmó su identidad, un proceso complejo de verificación de códigos y ADN, antes de que el núcleo inteligente reconociera al fin que el Repartidor tenía autoridad para tomar el mando. Se abrió entonces una cámara de aire en el centro de la base de la nave, una abolladura que se hinchó hacia arriba y se convirtió en un túnel oscuro. La gravedad se suavizó a su alrededor y después se fue invirtiendo poco a poco y lo empujó hacia arriba, al interior. Salió en la única cabina del centro de la nave. Inerte, era una semiesfera baja de materia oscura que estaba esponjosa al tacto. Unas vigas delgadas que había en la superficie superior resplandecían con un azul apagado y le permitían ver. La cámara de aire se selló bajo sus pies. El Repartidor sonrió al mirar la cabina vacía y sentir el poder que había contenido tras los mamparos. La nave estelar se conectó a él a un nivel animal y sorteó toda la sabiduría y serenidad del comportamiento de los superiores. El Repartidor disfrutó del poder que ponían a su disposición, la libertad de volar hasta el otro lado de la galaxia. Era la liberación en el sentido más extremo de la palabra.
Cuánto disfrutarían las niñas viajando allí.
—Dame algo para sentarme —le dijo al núcleo inteligente—. Sube las luces y activa las funciones de control de vuelo.
Un sillón de aceleración brotó del suelo, las vigas se hicieron más brillantes y revelaron un patrón complejo de líneas negras grabadas en las paredes de la cabina. El Repartidor se sentó. Surgieron varias exoimágenes que le mostraron el estatus de la nave. Su sombra-u consiguió la autorización para volar del director del aeropuerto espacial y el Repartidor trazó una trayectoria de vuelo hasta Ellezelin, a doscientos cincuenta años luz. Los cables umbilicales se retiraron y se introdujeron otra vez en la torre.
—Vamos —le dijo el Repartidor al núcleo inteligente.
Los generadores de compensación mantuvieron el nivel de gravedad dentro de la cabina cuando el Tunante se alzó en regravedad. A cincuenta kilómetros de altitud, el límite de la regravedad, el núcleo inteligente cambió a ingravidez y la nave estelar continuó acelerando para alejarse del planeta. El Repartidor empezó a experimentar con la distribución interna y se dedicó a expandir paredes y sacar muebles de todos los mamparos de la cabina. Las líneas oscuras fluyeron y florecieron convertidas en una gran variedad de combinaciones que permitían que hasta seis pasajeros tuvieran unos diminutos alojamientos independientes que incluían hasta un baño; pero a pesar de toda su maleabilidad, la cabina no era más que unas cuantas variaciones de un gran salón. Si viajabas con alguien, decidió el Repartidor, por no decir ya con otras cinco personas, tendríais que ser muy buenos amigos.
Unos mil kilómetros por encima del aeropuerto espacial, el Tunante alcanzó VSL y se desvaneció en el interior del intersticio de un campo cuántico con una implosión fotónica que atrojo toda la radiación magnética descarriada que había a un kilómetro de su fuselaje. Para los sentidos humanos ordinarios no hubo diferencias perceptibles, podría haber estado en una cámara subterránea, la gravedad siguió conservando una estabilidad perfecta. Los sensores le proporcionaron una imagen simplificada de su rumbo con respecto a las grandes masas que habían quedado en el espacio-tiempo y determinó las estrellas y planetas por el modo en que sus signaturas cuánticas afectaban a los campos de intersección que atravesaban. Su velocidad inicial eran unos fluidos quince años luz por hora, casi al límite de un hipermotor, que la red de vigilancia espacial planetaria de Lytham podía rastrear con un margen de un par de años luz.
El Repartidor esperó hasta que se encontraron a tres años luz de la red y después ordenó al núcleo inteligente que volviera a acelerar. El ultramotor del Tunante los empujó a unos fenomenales cincuenta y cinco años luz por hora. Fue suficiente para hacer estremecerse al Repartidor. Solo había estado dos veces en una nave con ultramotor; no había muchas, ya que ANA no había hecho pública la tecnología en los mundos centrales. El Repartidor no sabía con exactitud cómo se había hecho la facción conservadora con una nave así pero pensaba cuidarse mucho de preguntarlo.
Dos horas después redujo la velocidad de nuevo a quince años luz por hora y permitió que la red de tráfico de Ellezelin captara su trayectoria de acercamiento hiperespacial. Utilizó un canal transdimensional (TD) para conectarse a la dataesfera planetaria y solicitó permiso para aterrizar en el aeropuerto espacial de Riasi.
La capital original de Ellezelin estaba situada en la costa norte de Sinkang y la atravesaba el río Camoa. El Repartidor contempló la ciudad cuando el Tunan te empezó a bajar hacia el aeropuerto espacial principal. La ciudad se había diseñado como una cuadrícula con forma de telaraña cuyo centro lo ocupaba el parlamento del planeta. El edificio seguía allí, una estructura grandiosa de torres y contrafuertes hecha con una atractiva mezcla de materiales antiguos y modernos. Pero el gobierno del planeta tenía su centro en esos momentos en Makkathran2. Los burócratas de mayor rango y sus departamentos se habían trasladado con él, y con ellos había emigrado el comercio y la industria. Solo el sector del transporte continuaba siendo fuerte en Riasi. Los agujeros de gusano que unían los planetas de la Zona de Libre Mercado de Ellezelin estaban todos allí, incorporados al aeropuerto espacial, lo que lo convertía en el eje comercial más importante del sector.
El Tunante aterrizó en una plataforma no muy diferente de la que había abandonado apenas tres horas antes. El Repartidor pagó una tasa de un mes de aparcamiento por adelantado con una moneda de crédito imposible de rastrear y declinó la conexión umbilical. Su trabajo había terminado. Su sombra-u llamó a una cápsula taxi para que lo fuera a buscar a la plataforma. Mientras esperaba, lo llamó la facción conservadora.
—Han visto a Marius en Ellezelin.
Fue la segunda vez ese día que el Repartidor se estremeció.
—Supongo que era inevitable. ¿Sabéis por qué está aquí?
—Para apoyar al conservador clérigo. Pero en cuanto a la naturaleza exacta de ese apoyo, seguimos sin estar seguros.
—Entiendo. ¿Está aquí, en el aeropuerto espacial? —preguntó de mala gana. No era un agente de primera línea pero su bionónica tenía funciones de campo muy avanzadas por si so tropezaba con una situación hostil. Debería ser suficiente para enfrentarse a lo que pudiera producir Marius, aunque cualquier tipo de agresión sería de lo más inusual. Los agentes de las diferentes facciones no arreglaban cuentas pendientes de forma física, punto. No era así como se hacían las cosas.
—No creemos. Visitó al conservador clérigo menos de una hora después de la elección. Después de eso se perdió de vista. Te lo decimos solo para que tengas cuidado. No nos gustaría que los aceleradores supieran de nuestros asuntos más de lo que ellos quieren que nosotros sepamos de los suyos. Vete lo antes posible.
—Comprendido.
La cápsula taxi lo llevó a la inmensa terminal de pasajeros del aeropuerto espacial. Compró un billete para el siguiente vuelo de las Líneas Estelares Unidas de la Federación de vuelta a Akimiski, el mundo central más cercano. Durante toda la espera en la sala de embarque con vistas a la enorme explanada central, el Repartidor mantuvo sus funciones de escáner conectadas y comprobando si Marius estaba en la terminal. Cuando los pasajeros embarcaron cuarenta minutos más tarde, no había visto señal alguna de él ni de ningún otro agente superior.
El Repartidor se acomodó en su compartimento de primera clase de la nave de pasajeros con una considerable sensación de alivio. Era una nave con hipermotor que tardaría quince horas en llegar a Akimiski. Desde ahí haría un viaje rápido a Oronsay para mantener la tapadera. Con un poco de suerte, estaría de regreso en la Tierra en menos de dos días. El fin de semana estaba a las puertas y podrían llevar a las niñas al parque santuario del sur, en Nueva Zelanda. Eso les gustaría.
★ ★ ★
El bar Rakas ocupaba todo el tercer piso de una torre redonda en el distrito Abad de Makkathran2, igual que el mismo edificio de la propia Makkathran tenía un bar en el tercer piso. Por lo que había visto en los sueños de Íñigo, Aaron sospechaba que el mobiliario del bar en el que se encontraba, además de la iluminación, era bastante mejor que el original, por no mencionar la falta de suciedad en general que parecía omnipresente en la ciudad primigenia. Rakas era frecuentado por un montón de fieles de visita que quizá se decepcionaran un poco al ver el escaso espacio que ocupaba el núcleo de su movimiento en comparación con las prodigiosas metrópolis de la Federación Mayor.
También había una selección mucho mejor de bebidas que aquellas de las que podía hacer alarde el arquetipo. Aaron suponía que esa era la razón para que la exconsejera e ilustre Corrie-Lyn continuara regresando allí. Era la tercera noche que Aaron se sentaba en una pequeña mesa en un rincón y la veía tomarse una cantidad impresionante de alcohol en la barra. No era una mujer muy grande, aunque a primera vista su esbelta figura la hacía parecer más alta de lo que era en realidad. Su piel marfileña estaba salpicada de una masa de pecas cuya mayor densidad se encontraba en la amplia franja que le cruzaba los ojos. Tenía el cabello del rojo más oscuro que Aaron había visto jamás; dependiendo de cómo incidiera la luz sobre ella, variaba de un color ébano brillante a un tono rojizo oscuro moteado de dorado. Lo llevaba muy corto, lo que hacía que, dado lo espeso que era, se le rizara muchísimo, y el modo que tenía de enmarcar los delicados rasgos de la mujer la hacía parecer una adolescente especialmente diabólica, aunque en realidad era una mujer de trescientos setenta años. Aaron sabía que no era superior, así que debía de tener un magnífico metabolismo avanzado, y supuso que eso era lo que le permitía beber lo suficiente como para tumbar a cualquier chico malo que se le acercara.
Por cuarta vez esa noche, se acercó a probar suerte uno de los fieles, aunque no demasiado devoto. Después de todo, los buenos ciudadanos de Makkathran disfrutaban de unas vidas sexuales muy sanas y activas, Íñigo se lo había demostrado. El grupo de tíos con el que estaba, sentados todos en el gran alféizar de la ventana, observaron con sonrisas ladinas y un mínimo de risitas cómo su amigo reclamaba el taburete vacío que había junto a Corrie-Lyn. Esta no llevaba su túnica de clérigo, de otro modo el chico no se habría atrevido a acercarse ni a diez metros de ella. Un sencillo vestido violeta oscuro con aberturas bajo los brazos que revelaban una cantidad incitante de piel hizo aumentar el valor del muchacho. Corrie-Lyn escuchó sin decir nada el modo que tuvo de entrarle su joven admirador, asintió con gesto razonable cuando la invitó a una copa y le hizo un gesto al camarero para que fuera.
Aaron pensó que ojalá pudiera acercarse y llevarse al chaval de allí. Casi le dolía mirar; había visto sucederse la misma escena demasiadas veces durante las últimas noches. El camarero se acercó con dos pesados chupitos y una botella escarchada de vodka Adlier 88 dorado; fabricado en Vitchan, en realidad no tenía nada que ver con el vodka original de la Tierra salvo por lo fuerte que pegaba. Adlier producía un licor que era un ochenta por ciento de alcohol y un ocho por ciento de tricetolina, un potente narcótico. El camarero llenó los dos vasos y dejó la botella.
Corrie-Lyn levantó su vaso a modo de saludó y se lo bebió de golpe. El esperanzado muchacho siguió su ejemplo. Mientras el jovenzuelo hacía una mueca e intentaba sonreír a pesar del ardor del líquido helado, Corrie-Lyn volvió a llenar los dos vasos y levantó el suyo. Con cierta aprensión, el muchacho hizo lo mismo. Corrie-Lyn se lo bebió sin vacilar.
Se oyeron carcajadas entre el grupo de la ventana. Su amigo se tomó también el lingotazo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y un estremecimiento involuntario le recorrió el pecho, como si estuviera reprimiendo una tos. Corrie-Lyn sirvió para ambos una tercera dosis con una precisión mecánica y se tomó el suyo de un solo trago. El muchacho hizo un ademán indignado con una sola mano y se apartó de la barra entre las burlas e insultos de sus antiguos compañeros. La actuación no impresionó demasiado a Aaron; la noche anterior, uno de los pretendientes en potencia había aguantado cinco copazos antes de emprender la retirada, herido y confuso.
Corrie-Lyn volvió a deslizar la botella por el mostrador rumbo al camarero, que la cogió con un simple giro de muñeca y la volvió a dejar en el estante. La mujer regresó al vaso alto de cerveza que había estado bebiendo antes de la interrupción; apoyó los codos a ambos lados del vaso y volvió a mirar a la nada.
Mientras la miraba, Aaron tuvo que reconocer que cultivar la amistad de Corrie-Lyn nunca iba a ser un juego sutil de seducción. Solo iba a haber una oportunidad y, si la fastidiaba, tendría que perder días enteros buscando otro ángulo. Se levantó y se acercó a la mujer. Al acercarse, pudo sentir la emisión de campo gaia de la mujer, que estaba reducido al mínimo posible. Era como una bocanada de aire polar, lo bastante fría como para hacerlo estremecerse; la silueta de Corrie-Lyn dentro del campo etéreo era negra, una brecha en el espacio interestelar. La mayor parte de la gente habría dudado con solo ver eso, por no hablar ya de la humillación con el Adlier 88. Aaron se sentó en el taburete que había dejado vacío el muchacho. Corrie-Lyn se giró para lanzarle una mirada desdeñosa y recorrió con los ojos el traje barato del hombre con una apatía insultante.
Aaron llamó al camarero y le pidió una cerveza.
—Disculpa que no me someta a la degradación ritual —le dijo—. No estoy aquí para meterme en tus bragas.
—Tanga. —Corrie-Lyn bebió un largo sorbo de cerveza sin mirarlo.
—Eh... ¿qué? —No era exactamente la respuesta que Aaron estaba esperando.
—En mi tanga.
—De repente tengo una necesidad urgente de ordenarme en tu religión.
Corrie-Lyn sonrió para sí e hizo girar el resto de la cerveza que le quedaba en el vaso.
—Tiempo has tenido suficiente; llevas ya unos días parando por aquí.
Llegó la cerveza de Aaron y Corrie-Lyn la cambió por la suya sin decir nada.
Aaron levantó un dedo para llamar al camarero.
—Otra. Mejor, que sean dos.
—Y no es una religión —dijo ella.
—Pues claro que no. Qué tontería. Túnicas sacerdotales. Culto a un profeta perdido. La promesa de la salvación. Donaciones de dinero al templo de la ciudad. Ir de peregrinación. Mis disculpas, un error lógico.
—Sigue hablando así, hombre de otro mundo, y vas a terminar metido de cabeza en algún canal antes del alba.
—¿Metido de cabeza o sin cabeza?
Corrie-Lyn se giró por fin y le prestó toda su atención a Aaron, su sonrisa hacía juego con su malicioso atractivo.
—Por el gran universo de Ozzie, ¿se puede saber qué quieres?
—Hacerte muy rica, la verdad.
—¿Y por qué querrías hacer eso?
—Para hacerme yo más rico todavía.
—No se me dan muy bien los atracos a los bancos.
—Ya, supongo que no es un tema que salga mucho en la escuela de sacerdotes.
—Los sacerdotes te pedimos que tengas fe. Podemos llevarte directamente al cielo; incluso te ofrecemos un preestreno para que sepas lo que vas a ver.
—Y ahí es donde entramos nosotros.
—¿Nosotros?
—Fletes Vuelos Lejanos. Tengo entendido que tu no religión necesita unas cuantas naves estelares, consejera emérita.
Corrie-Lyn se echó a reír.
—Ah, qué peligro tienes, ¿no?
—Peligro ninguno, solo una intensa necesidad de ser rico.
—Pero yo voy de camino a nuestro cielo del Vacío. ¿Qué necesidad tengo yo del dinero de la Federación?
—Hasta el Caminante de las Aguas usaba dinero. Pero no voy a discutir ese punto contigo, ni ningún otro, si a eso vamos. Solo estoy aquí para hacerte una propuesta.
Tú tienes contactos que yo necesito, y creo que ahora mismo no estás muy contenta con tus antiguos amigos del Consejo de Clérigos. Quizá estés dispuesta a forzar alguna que otra norma ética, quizá más de una. ¿Estoy en lo cierto, consejera emérita?
—¿Por qué utilizas el tratamiento formal? Vamos, atrévete, no te cortes, llámame «la idiota de la lista negra». Todo el mundo me llama así.
—Los payasos de las noticias de la unisfera tienen etiquetas para todo. Lo que no significa que no tengas aquí los nombres que necesito. —Aaron se dio unos golpecitos en la sien—. Y sospecho que en el palacio del Huerto todavía te tienen respeto suficiente como para abrirme unas cuantas puertas. ¿Estoy en lo cierto?
—Podría ser. Bueno, ¿cómo te llamas?
—Aaron.
Corrie-Lyn le sonrió a su cerveza.
—El primero de la lista, ¿eh?
—El número uno, consejera emérita. ¿Qué te parece si te invito a cenar? Puedes divertirte dándome falsas esperanzas o puedes darme el código de tu cuenta privada para que pueda llenártela. Tómate tu tiempo antes de decidir.
—Lo haré.
★ ★ ★
Fletes Vuelos Lejanos era una compañía legalmente constituida en Falnox; cualquiera que buscara su núcleo de datos se habría encontrado con que ofrecía los servicios de varias líneas especiales y empresas de mensajería en siete planetas externos; no era una empresa enorme pero sí daba los beneficios suficientes como para emplear a treinta personas. Por suerte para Aaron, era una simple tapadera que habían establecido, él no sabía quién, por si la necesitaba. Pero si hubiera sido real, sus gastos habrían tenido consecuencias muy serias en la rentabilidad de ese año. Esa era la tercera noche que invitaba a cenar, con vino, claro, a Corrie-Lyn, y el énfasis se estaba poniendo en el vino. Las cenas también habían sido todas de cinco estrellas. A la consejera emérita le gustaba Bertrand's, en el Gran Makkathran, un restaurante que hacía que el hotel Buckingham pareciera un albergue para catetos indigentes. Aaron no sabía si aquella mujer estaba poniendo a prueba su determinación pero, dado el estado en el que terminaba la mayor parte de las noches, suponía que no lo sabía ni ella misma.
Aunque, eso sí, Corrie-Lyn sabía vestir. Esa noche lucía un sencillo vestidito de fiesta negro cuya corta falda producía un seductor ruedo de bruma que giraba con aire provocador cada vez que cruzaba o descruzaba las piernas. Su mesa estaba en un hueco transparente que sobresalía del piso setenta y dos y les ofrecía un panorama que no hacía falta ponderar de las vistas nocturnas de la enorme ciudad. Justo debajo de Aaron, las cápsulas se deslizaban por las rutas aéreas que tenían designadas entre un espeso fulgor de luces estroboscópicas de navegación. Una vez que uno se recuperaba de la espeluznante sensación de vértigo, el paisaje resultaba bastante tonificante. La cena de siete platos que estaban disfrutando era un placer para los sentidos, y cada plato iba acompañado por un vino que el chef había elegido para maridarlo. El camarero había renunciado a ofrecerle una única copa a Corrie-Lyn y se limitaba a dejar la botella en la mesa cada vez.
—Era un hombre extraordinario —dijo Corrie-Lyn cuando se terminó su torta de chocolate con hojas de gilcerezas. Volvía a estar hablando de su tema favorito. Con ella no era difícil llevar la conversación hacia Íñigo.
—Cualquiera que pueda crear un movimiento como Sueño Vivo en solo un par de siglos tiene que ser fuera de lo normal.
—No, no. —Corrie-Lyn agitó el vaso con gesto desdeñoso—. No se trata de eso. Si a ti o a mí nos hubieran dado esos sueños, seguiría habiendo Sueño Vivo. Esos sueños inspiran a la gente. Todo el mundo puede ver por sí mismo lo bella y sencilla que es la vida en el Vacío, una vida que puedes perfeccionar por muy jodido que estés o por muy estúpido que seas, da igual el tiempo que tardes. Eso solo lo puedes hacer en el Vacío, así que si prometes poner a disposición de todos esa habilidad, es imposible que no reúnas a un montón de seguidores, ¿no te parece? Es inevitable. A lo que yo me refiero es al hombre en sí. Don Incorruptible. Eso ya es más raro. Si le das todo ese poder a la mayoría de la gente, seguro que abusan de él. Yo abusaría y Ethan ya lo está haciendo, no me jodas. —Corrie se sirvió lo que quedaba de un oporto de Mithan de dos siglos y medio en una copa de cristal igual de antigua.
Aaron sonrió con gesto tenso. El hueco que daba a la sala principal del restaurante estaba abierto y Corrie-Lyn ya había bebido lo habitual en ella.
—Por eso Íñigo estableció la jerarquía del movimiento como si fuese una orden de monjes. Y no es que no pudieras hartarte de sexo, que conste. —Corrie lanzó una risita—. Pero se suponía que no podías aprovecharte de los fieles desesperados; solo podías follar con los de tu propio nivel.
—Lo habitual en estos casos.
—Por supuesto que yo de pura no tenía nada. Teníamos toda una historia, Íñigo y yo. ¿Lo sabías?
—Creo que lo has mencionado una o dos veces.
—Pues claro que lo sabías; por eso me tiraste los trastos.
—Esto no es tirarte los trastos, Corrie-Lyn.
—Sana y delgada. —La consejera se lamió los labios—. Eso es lo que soy. ¿No estás de acuerdo?
—Desde luego. —De hecho, Aaron no quería admitir lo atractiva que era, físicamente hablando. Ayudaba que cualquier impulso sexual que hubiera podido sentir por ella lo neutralizaba en poco tiempo su forma de beber. Después de la primera hora de cualquier velada, no era muy agradable estar con aquella mujer.
Corrie-Lyn sonrió y se miró el vestido.
—Sí, esa soy yo, claro que sí. Así que... bueno, tuvimos esa historia, esa aventura. Es decir, claro que se veía con otras mujeres. Por el amor de Ozzie, el pobre mierda tenía mil millones de mujeres dispuestas e impacientes por arrancarse la ropa delante de él y empezar a parir a sus hijos. Y yo también lo disfrutaba. Es decir, coño, Aaron, al lado de algunas de ellas, parecía que a mí me habían hecho fea de nacimiento.
—Creí que habías dicho que era incorruptible.
—Y lo era. Lo que digo es que no se aprovechaba. Pero es humano. Y yo también. Había distracciones, eso es todo. La causa. La visión. Siguió siéndole fiel a eso. Nos dio los sueños del Vacío. Creía, Aaron, creía de forma absoluta en lo que le mostraban. El Vacío es de verdad un lugar mejor para todos nosotros. Me hizo creer a mí también.
Yo siempre había sido una seguidora leal. Tenía fe. Y luego lo conocí a él. Vi su fe, su devoción, y a través de eso me convertí en un apóstol de verdad. —Se terminó el oporto y se desplomó sobre el respaldo de la silla—. Soy una fanática, Aaron, una auténtica fanática. Por eso Ethan me echó del Consejo; no le cae bien la vieja guardia, los que seguimos siendo fieles. Así que, caballero, más vale que te guardes esa condescendencia sarcástica, cabrón. Me importa una mierda lo que pienses, odio todos esos rodeos, listillo. Tú no crees y eso te convierte en una mala persona. Apuesto a que no has experimentado siquiera ni uno de los sueños. Ese es tu error, porque son reales. Para los humanos, el Vacío es el cielo.
—Podría ser el cielo. No lo sabes con seguridad.
—¡Lo ves! —Corrie-Lyn lo señaló con el dedo y lo agitó, apenas capaz de concentrarse—. Siempre haces lo mismo. Te las das de listo. No eres lo bastante estúpido como para estar de acuerdo conmigo, oh no, pero sí lo bastante como para hacerme predicar. Lo montas todo para que te pueda salvar. —Te equivocas. Aquí de lo que se trata es de dinero.
—¡Ja! —Corrie-Lyn cogió la botella vacía de Oporto y la miró con el ceño fruncido. Aaron dudó un momento. Nunca sabía muy bien hasta qué punto la mujer controlaba la situación. Optó por arriesgarse y presionarla.
—En cualquier caso, si el Vacío es la salvación. ¿Por qué se fue? El resultado no fue lo que Aaron esperaba. Corrie-Lyn se echó a llorar. —¡No lo sé! —gimió—. Nos dejó. Nos dejó a todos. Oh, ¿dónde estás, Íñigo? ¿Adónde te fuiste? Te quería tanto.
Aaron gimió, desesperado. Su cena tranquila se había convertido en un espectáculo público. Los sollozos femeninos eran cada vez más ruidosos. Se apresuró a llamar al camarero y cambió de asiento para sentarse junto a Corrie-Lyn e interponerse entre ella y los clientes curiosos.
—Venga —le susurró a su compañera—. Vamos.
Había una plataforma de aterrizaje en el piso trece pero Aaron quería que Corrie lomara un poco el aire así que cogieron un ascensor directamente al vestíbulo del rascacielos. El bulevar de la calle estaba casi desierto. Una pequeña carretera que pasaba por el centro quedaba oculta en parte tras una larga fila de árboles altos y frondosos de hoja perenne. El sendero del costado estaba iluminado por esbeltos arcos encendidos.
—¿Crees que soy atractiva? —dijo Corrie-Lyn arrastrando las palabras cuando Aaron la incitó a caminar. Después del rascacielos había un par de bloques de apartamentos rodeados por jardines elevados. Los pájaros nocturnos de la ciudad descendían y aleteaban en silencio entre los arcos. El aire era cálido, con el olor a ozono marino que acompañaba a las ráfagas húmedas que llegaban de la costa.
—Muy atractiva —le aseguró Aaron, que se preguntó si debería insistir en que Corrie se tomara el aerosol de desintoxicación que se había llevado para esa eventualidad. El problema de los bebedores de esa magnitud era que no querían despejarse tan rápido, sobre todo cuando llevaban una carga de dolor tan grande como Corrie-Lyn.
—Entonces, ¿cómo es que no me deseas? ¿Es la bebida? ¿No te gusta que beba? —Se apartó un poco para mirarlo y se tambaleó levemente, con los ojos borrosos por las lágrimas, acosados y muy desgraciados. Con el abrigo ligero desabrochado para lucir el exclusivo vestido de fiesta, daba una imagen muy poco atractiva.
—Los negocios antes que el placer —dijo Aaron con la esperanza de que lo aceptara y se callara de una buena vez. Debería haber cogido un taxi desde la plataforma del rascacielos. Como si al fin se diera cuenta de la exasperación de su compañero, Corrie-Lyn se dio la vuelta a toda prisa y empezó a caminar.
Apareció alguien en el sendero a apenas cinco metros de ellos, un hombre con un mono que todavía tenía los restos de la capa negra de incógnito girando a su alrededor como agua en gravedad baja. Aaron examinó el terreno con todas sus funciones de campo. Había dos personas más despojándose de las capas y acercándose a él por detrás. Las rutinas de combate de Aaron pasaron sin demora al estatus activo y valoraron la situación. Denominaron Uno al primero del grupo en enfrentarse a ellos. Ochenta por ciento de probabilidades de que fuera el comandante. A los subordinados los etiquetaron como Dos y Tres. La exoimagen de situación de corto alcance los mostró a los tres resplandeciendo con enriquecimientos varios. Aaron, de hecho, se relajó. Al enfrentarse a él, aquellos hombres lo dejaban sin alternativa y, una vez aceptado eso, ya solo podía haber un resultado. Se limitó a esperar hasta que le ofrecieran la oportunidad de contar con un blanco perfecto.
Corrie-Lyn parpadeó, un poco desconcertada, miró al primer hombre con ojos de miope y se apretó contra el vientre el bolsito de color rojo fuego que llevaba.
—No te había visto. ¿Dónde estabas?
—No tiene muy buen aspecto, señoría —respondió Uno—. ¿Por qué no nos acompaña?
Corrie-Lyn se apretó contra el costado de Aaron y redujo en un tercio su capacidad de ataque.
—No —gimió—. No quiero.
—Está desprestigiando a Sueño Vivo, señoría —dijo Uno—. ¿Es eso lo que Íñigo hubiera querido?
—Te conozco —dijo Corrie, desconsolada—. No pienso ir contigo. Aaron, no me dejes, por favor.
—Nadie se va a ninguna parte que no quiera ir.
Uno ni siquiera lo miró.
—Tú. Lárgate, joder. Si quieres una reunión para venderle algo a un consejero, sé un poco más listo, anda.
—Bueno, verás, te cuento —dijo Aaron con tono afable—. Soy tan estúpido que no puedo permitirme el aumento de coeficiente intelectual cuando llega la hora de regenerarme. Así que siempre me quedo igual. —Tras él, Dos y Tres se habían ido acercando. Los dos sacaron pequeñas pistolas. Las rutinas de Aaron identificaron el equipo como pistolas de gelignita, unos artefactos que se habían desarrollado siglo y medio antes como armas letales de corto alcance y que actuaban tal y como se especificaba sobre el cuerpo humano. Aaron pudo sentir los acelerantes deslizándose por sus neuronas y mejorando su tiempo de reacción mental. Las corrientes de energía bionónica se sincronizaron con ellos e intensificaron su respuesta física para igualarlo. El efecto alargó las palabras pronunciadas, hasta el punto que Aaron habría podido predecir sin dificultad lo que iba a decir mucho antes de que Uno terminara la frase.
—Entonces lo siento por ti. —Uno envió un rápido mensaje a sus subordinados que Aaron interceptó; no era más que un simple código. Ni siquiera tuvo que descifrarlo. Los dos levantaron las armas. Las rutinas de combate de Aaron ya lo hacían moverse con movimientos eficaces y elegantes. Quitó a Corrie-Lyn del medio y se agachó. El primer disparo que hizo la pistola de gelignita de Dos abrasó el aire en el mismo sitio donde había estado la cabeza de Aaron menos de un segundo antes. El rayo golpeó el muro y produjo un chorro de polvo de cemento. El pie de Aaron subió a toda velocidad y se estrelló contra la rodilla de Tres. Sus campos de fuerza chocaron con un chirrido y los electrones salieron disparados en una escarapela de luz de color blanco azulado. La velocidad y la potencia que puso Aaron tras la patada fueron suficientes para distorsionar la protección de su oponente. La pierna de Tres se partió en mil pedazos cuando el golpe la echó hacia atrás y todo su cuerpo se derrumbó de lado. Las corrientes de energía de Aaron formatearon una pulsación de distorsión que se estrelló contra Uno. El impacto lanzó al hombre a seis metros de distancia, contra el muro del jardín, contra el que chocó con un golpe seco. Su campo de fuerza, ya forzado, emitió un nimbo de un peligroso color violeta amoratado cuando otra de las pulsaciones de distorsión de Aaron lo aporreó e intentó hacerlo atravesar el muro. Se le arqueó la espalda con el impacto y el campo de fuerza estuvo a punto de entrar en fallo total.
Dos estaba intentando hacer girar la pistola y seguir a un objetivo que se estaba moviendo a una velocidad inhumana. Lo único que sus sentidos enriquecidos revelaban era una forma borrosa cuando Aaron se desplazaba por el sendero como en un baile. Jamás consiguió fijar el objetivo. La mano de Aaron se materializó en medio de un tenue reflejo, lo golpeó en plena garganta y sobrecargó el campo de fuerza. El cuello del hombre se partió al instante y su cadáver voló por los aires. Al mismo tiempo, Aaron le quitó a Dos la pistola de gelignita de la mano y en el proceso le arrancó los dedos con un crujido líquido. A Aaron le llevó solo un segundo volver a girar en redondo. Su campo de fuerza se expandió por el suelo, un ancla erradicó la inercia y le permitió parar al instante con la pistola apuntando a Uno, el pobre y aturdido hombre se estaba poniendo en pie en ese instante. La sangre de los dedos amputados chorreaba por el sendero. Uno se quedó inmóvil y tomó una bocanada de aire cuando vio el cañón de la pistola de gelignita. Aaron abrió la mano y permitió que los dedos se deslizaran al suelo.
—¿Quiénes son? —le gritó a Corrie-Lyn, que estaba tirada en la hierba empapada donde había caído. Miraba a Uno con una expresión perpleja—. ¿Quiénes? —insistió Aaron.
—La... la policía. Es el capitán Manby, división de protección especial.
—Exacto —resolló Manby con una mueca de dolor—. Así que baja esa puta pistola. Ya te has metido en un pozo de mierda tan hondo que jamás volverás a ver el universo.
—Pues reúnete conmigo en el fondo. —Aaron apretó el gatillo de la pistola de gelignita y lo sostuvo en modo de fuego continuo. Después añadió su propia pulsación de distorsión a la descarga. El campo de fuerza de Manby aguantó casi dos segundos antes de derrumbarse. Las pulsaciones de la pistola de gelignita golpearon el cuerpo expuesto. Aaron se giró, volvió a disparar y sobrecargó el campo de fuerza de Tres.
Corrie-Lyn se puso a vomitar cuando las oleadas de lodo ensangrentado de ambos cadáveres destrozados se derramaron como una cascada por el suelo. Gemía como un gatito herido cuando Aaron la levantó de un tirón.
—Tenemos que irnos —le gritó. Corrie-Lyn se encogió cuando él la cogió—. ¡Venga! ¡Muévete! —La sombra-u de Aaron ya estaba llamando a un taxi.
—No —gimoteó Corrie—. No, no. Ellos no... Los mataste. Los mataste sin más.
—¿Entiendes lo que es esto? —le gruñó Aaron en voz muy alta y agresiva; estaba utilizando la agresividad para evitar que Corrie recuperara el equilibrio—. ¿Entiendes lo que acaba de pasar? ¿Lo entiendes? Son un pelotón de asesinos. Ethan te quiere muerta. Muerta de forma permanente. No puedes quedarte aquí. ¡Seguirán viniendo a por ti, Corrie-Lyn! Yo puedo protegerte.
—¿A por mí? —sollozó ella—. ¿Me buscaban a mí?
—Sí. Y ahora vámonos; aquí no estamos a salvo.
—Oh, por el dulce Ozzie.
Aaron la sacudió un poco.
—¿Lo entiendes?
—Sí —susurró Corrie-Lyn. Por el modo en que estaba temblando, a Aaron le pareció que estaba entrando en un estado leve de shock.
—Bien. —Echó a andar hacia el taxi que descendía y tiró de ella sin preocuparse por los tropezones que daba la mujer para mantenerse a su altura. A Aaron le costaba no sonreír. No habría conseguido que la velada terminara mejor ni aunque lo hubiera planeado.