CAPÍTULO DÉCIMO

1

Si Prudence hubiese tenido un oído más fino, o si su oído no hubiera estado en aquel momento embotado por el dolor, habría podido oír, mientras estaba apoyada en la barandilla de su balcón, un ligero ruido procedente de abajo que hubiera registrado en su conciencia como un grito ahogado. Y si hubiera mirado más detalladamente hacia los arbustos y matorrales, es decir, si sus ojos no hubieran estado empañados por incontenibles lágrimas, habría podido ver que procedía de Bill Blister, sentado en un tocón al lado del segundo matorral de la derecha.

Pero al estar preocupada omitió verlo, y Bill, que se había puesto de pie y se disponía a agitar los brazos como un semáforo, con la esperanza de llamar su atención, tuvo el dolor de verla desvanecerse como una diosa de los sueños. Lo único que pudo hacer fue tomar cuidadosamente nota del punto donde había hecho su fugaz aparición y dedicarse a ver si podía encontrar una escalera.

Al suponer que Bill había salido del salón con la cabeza baja durante su ausencia, Freddie no se había equivocado. Después de una serie de observaciones unilaterales por parte de lady Hermione, y deteniéndose sólo para tropezar con una silla y derribar de nuevo la mesita auxiliar, salió a la luz del sol. Cualquier ansiedad que hubiese podido tener por la suerte de su equipaje fue disipada por la certeza que le dio la dueña de la casa de que lo hallaría a su debido tiempo en el Emsworth Arms.

Las emociones de un hombre que llega a una casa de campo para pasar en ella un tiempo indefinido y se ve arrojado a patadas a los veinte minutos de su entrada son, necesariamente, algo caóticas, pero había un punto que Bill veía muy claro, y era que tenía mucho tiempo por delante. No eran todavía las seis, y el día parecía alargarse indefinidamente. A fin de matar las horas, emprendió un vago paseo por aquellas tierras, evitando cuidadosamente pasar por las de delante de la casa, donde el peligro de encontrarse de nuevo con lady Hermione era más grave, y llegó al segundo matorral a la derecha del balcón del dormitorio de Prudence. Allí se sentó a fin de analizar la situación y tratar de valorar exactamente las probabilidades que tenía de volver a ver a la mujer que amaba.

Y tan caprichosa es la fortuna, que antes de que hubiesen transcurrido dos minutos la había vuelto a ver. Cierto es que salió y desapareció como el cuco de un reloj, pero la había visto. Y, como hemos dicho, marcó cuidadosamente el sitio, antes de salir en busca de una escalera.

No era sorprendente que su mente se inclinase en el acto en dirección de la escalera. Romeo hubiera hecho lo mismo, y si el diagnóstico del temperamento del tío Chet de Tipton Plimsoll hecho por el honorable Galahad era exacto, habría obrado de la misma manera. Tío Chet y Romeo fueron hombres dispuestos a la acción en cuanto había muchachas por los alrededores, y Bill, lleno de ardor y entusiasmo, era uno de ellos. El impulso primario de todo enamorado, al ver el objeto adorado en el balcón, es tratar de reunirse con él.

Una de las cosas que hay que reconocer en honor a las casas de campo de Inglaterra es que cuando se busca una escalera generalmente se encuentra. Puede requerir algún tiempo, como ocurrió en aquella ocasión, pero la búsqueda es raras veces infructuosa. Bill la encontró al fin apoyada contra un árbol, en el cual sin duda alguien hizo su pequeña cosecha de ciruelas y allí fue donde su potente físico, que de tan despreciable valor había sido en el interior del Barribault’s Hotel, y en realidad, en el salón del castillo de Blandings, empezó a entrar en actividad. Una escalera, aun de talla mediana como la que había encontrado, no es una carga ligera, pero no fue nada para él. Cargó con ella como con un bastoncito de paseo. Había momentos en que parecía que casi la hacía revolotear por el aire.

La apoyó contra la pared, la aseguró y comenzó a subir. El amor le daba alas. A pesar de lo corpulento que era, trepaba por los travesaños como un peso pluma. Alcanzó el balcón y entró precipitadamente en la habitación. Abajo, el coronel Egbert Wedge, que a la conclusión de la junta general había decidido que sólo un buen paseo podía restablecer su equilibrio mental, rudamente sacudido por su conversación con lord Emsworth, dio vuelta a la esquina de la casa y se paró, atónito.

La impresión dejada en la mente del coronel Wedge por la junta general, y en especial por la intervención en ella de lord Emsworth, era que había soportado todo lo que un coronel de caballería retirado puede ser capaz de soportar. Si lo hubieseis detenido al salir del salón, preguntándole: «Dígame, coronel, ¿ha apurado usted la copa de la amargura?», habría contestado: «¡Oh, sí, maldita sea, ciertamente!». Y entonces, por si no hubiera sido suficiente, allí estaba aquel ladrón, con la fría desfachatez de meterse en la casa en pleno día.

Todo aquello hacía aumentar su presión arterial de una manera que hubiera hecho mover la cabeza a E. Jimpson Murgatroyd. Por la noche, bueno, lo hubiera comprendido. Si aquello hubiese ocurrido a primeras horas de la madrugada, o incluso allá por las últimas rondas de whisky con soda, no es que habría aprobado las actividades del granuja, pero en cierto modo se habría puesto en su lugar. Sin embargo en un momento en que los habitantes de la casa no habían digerido todavía el té de las cinco y las tostadas con mantequilla…

—¡Brrr! —dijo el coronel Wedge indignado, y dio a la escalera un fuerte empujón.

Esta cayó cuan larga era sobre la hierba, y el coronel se dirigió precipitadamente al Cuartel General para dar parte y tomar disposiciones para los refuerzos.

2

Después de la marcha de su tío Galahad, Prudence no permaneció mucho rato en su habitación. Una muchacha enamorada, devorada por los remordimientos de haber ofendido al hombre de su elección y que vierte sobre él su corazón por medio de la pluma estilográfica, escribe casi tan aprisa como lord Emsworth cuando redacta telegramas en la estación de Paddington, mientras el tren resopla en el andén. Había, pues, terminado de escribir su carta, de dirigirla a don W. Lister, al Emsworth Arms, de lamer la goma y de cerrarla, mucho antes de que Bill diese con la escalera.

Su intención era ponerse en contacto con una de las doncellas, con la cual había trabado unas relaciones que casi podían tratarse de amistosas, y de subvencionarla para que llevase la carta a su destino después de comer, y en consecuencia, se dispuso a ir a su encuentro.

Y así fue como Bill, al entrar en la habitación y hallarla desocupada, se quedó un momento desconcertado.

Pero en seguida se dio cuenta de que, si bien no había hallado a Prudence, había encontrado otra cosa. La carta estaba sobre la mesa, donde la autora la había dejado creyéndolo una medida de prudencia mientras emprendía las negociaciones con la mencionada doncella. En aquellas intranquilas circunstancias, llevar encima una carta a través del castillo de Blandings hubiera sido como transportar despachos por las líneas enemigas en tiempo de guerra.

Temblándole los dedos, Bill abrió el sobre. En el transcurso de sus románticos amores, Bill había recibido en conjunto cuarenta y siete cartas de su amada, pero jamás la vista de su escritura lo había afectado tan profundamente como en ese momento, tan importante era para él el texto de la comunicación. Las otras cuarenta y seis habían sido simples variaciones sobre el tema «Te amo», y por cierto muy agradables de leer. Pero ésta —la habitación bailaba ante sus ojos mientras la idea penetraba en su alma como un hierro candente— podía ser muy fácilmente la patada. Era la contestación a su elocuente nota en la que le rogaba una reconciliación, y ¿quién podía saber qué despreciativos reproches no podía contener?

A través de la neblina que velaba sus ojos leyó las palabras.

Mi adorado precioso bellísimo querido Bill,

y tuvo la sensación que había tenido algunas veces en los campos de rugby cuando un buen número de bien alimentados jugadores del club contrario se levantaban del asiento que habían elegido sobre su estómago. La razón le decía que la muchacha que se disponía a llenarlo de reproches e improperios y darle la patada, difícilmente empezaría con ese preámbulo.

—¡Uuuuuf! —resopló, y con el corazón henchido de gozo se dispuso a leer atentamente.

Era una carta maravillosa. Así, de repente, no creía que pudiese existir otra mejor. El tema era que lo amaba tanto como antaño. Eso estaba clarísimo en el párrafo primero y más claro todavía en los párrafos que seguían. Tantos elogios había en aquella carta de su persona, que si alguien como lady Hermione hubiese leído el panegírico, habría creído que había error y que debía de estar pensando en otras personas. Incluso a Bill, a pesar de que había leído ya cosas parecidas cuarenta y seis veces, le era difícil darse cuenta de que aquel ser celestial, cuyas virtudes provocaban tal entusiasmo, era él en persona.

En la página cuatro, el tono de la carta cambiaba. Aquel derroche de afecto y adoración del principio se convertía en una especie de escueto despacho del frente. Porque en él empezaba la autora a exponer, para que fijara en ellas su atención, las líneas generales de la epopeya del collar. Y mientras Bill iba leyendo, el corazón le saltaba dentro del pecho. Tan claramente había expuesto los detalles principales, que podía seguir sin dificultad el argumento paso a paso hasta su triunfal final, y reconoció que lo que había ocurrido era lo que Freddie hubiera llamado «un poco de ya está bien». La ruta se inclinaba hacia la victoria.

Se le ocurrió pensar, como se le había ocurrido a Prudence, que quizá la cosa era un poco fuerte para Freddie, que al parecer no tenía la menor culpa de haberse convertido en una especie de pelota de fútbol del destino; pero no tardó en consolarse con la misma filosófica reflexión que también había permitido consolarse al honorable Galahad, a saber: que la rotura de huevos es el complemento necesario para la confección de tortillas, y que, en todo caso, el sufrimiento de su buen amigo sería sólo temporal. «Hermione —había dicho Gally— tendrá que arrojar la toalla», y ésa fue la radiante reflexión que se le ocurrió también a Bill. En aquel momento le hubiera sido muy difícil a alguien aumentar su felicidad.

Pero en aquel instante ocurrió algo que la disminuyó considerablemente. Del corredor llegaba hasta él ruido de voces y se puso en pie de un salto, escuchando.

Su agitación no dejaba de tener motivo. Una de las voces era la de lady Hermione Wedge, y habían sido tales sus relaciones con ella que su más mínima palabra bastaba para hacerlo temblar.

—¿Estás seguro? —decía.

La voz que contestó era desconocida para Bill, porque no había tenido todavía el honor de conocer al coronel Wedge.

—Completamente seguro, muchacha. No hay error posible. Apoyó una gran escalera contra el muro, y delante de mis ojos trepó por ella como un farolero del gas. Te puedo mostrar la escalera. Aquí, ven a verla. Allá abajo, en el suelo.

Hubo un intervalo de silencio, durante el cual los invisibles interlocutores se habían asomado probablemente a una de las ventanas del corredor.

—Es extraordinario —dijo lady Hermione—. Sí, hay una escalera.

—Ha subido a uno de los balcones —explicó el coronel Wedge como si fuese un miembro de la familia Capuleto hablando de Romeo.

—Y no puede haber bajado.

—Exacto. Si hubiese bajado por la escalera de la casa, lo habríamos encontrado. Llegamos, por consiguiente, a la irrefutable conclusión de que el granuja está encerrado en una de estas habitaciones, y voy a registrarlas una a una.

—¡Oh, Egbert, no!

—¿Eh? ¿Por qué no? Tengo mi revólver de reglamento.

—No. Puede ocurrirte algo. Espera a que vengan Charles y Thomas. Hace rato que deberían estar aquí.

—Bien, bien. Después de todo, no hay prisa. El granuja no puede escaparse. Podemos obrar a nuestras anchas.

En todas las situaciones difíciles, cuando el espíritu ha sido puesto a prueba y el peligro parece amenazar por todos lados, la parte interesada acaba tarde o temprano por tener la convicción de que las cosas se están poniendo un poco mal. Es lo que sienten los ciervos acorralados. Y los pieles rojas en la estaca. Lo mismo le ocurría a Bill…

Ignoraba quiénes podían ser Charles y Thomas. En realidad, eran el primero y segundo lacayos del castillo de Blandings. Ya los hemos encontrado en el salón, si recordamos bien, transportando la leche en polvo y el azúcar. Estaban en aquel momento regenerando sus tejidos en las dependencias del servicio y escuchando sin entusiasmo los detalles de la convocatoria que les estaba detallando Beach, el mayordomo. La demora en su llegada era debida a la lentitud con que el mayordomo exponía la idea que trataba de hacerles comprender; ambos lacayos sostenían, con cierta razón, que no era su oficio ir a detener bandidos, precisamente a la hora del té de la tarde.

A Bill, como hemos dicho, sus nombres le eran desconocidos; pero fueran quienes fuesen, y por mucho que tardaran en alcanzar la línea del frente, veía claramente que había que contar con ellos, y no tenía el menor deseo de conocerlos. No era que un hombre de su valor y arrojo vacilase en entendérselas con cien Charles y Thomas, como tampoco que palideciese ante la amenaza de mil coroneles con revólveres de reglamento. Lo que le impelía a emprender la retirada era la idea de tener que ver nuevamente a lady Hermione. Eso le impulsaba a obrar como si tuviera un cactus en los fondillos del pantalón.

Tras haber decidido marcharse, su primera preocupación fue cerrar la puerta con llave a fin de asegurarse una retirada tranquila cuando se desencadenase el gran ataque. Hecho esto, se apresuró a salir al balcón.

El coronel Wedge había pensado que no era necesario darse prisa, puesto que el granuja no podía escapar, y Bill era el primero en comprender que la pérdida de la escalera era un golpe muy fuerte para su línea de comunicaciones. Pero que se hallase sitiado era discutible. Con lo que el coronel no habla contado era con el extraordinario estímulo que la perspectiva de encontrarse con su mujer daba a las facultades mentales del sitiado. El cerebro de un bandido que se encuentra ante la inminente perspectiva de un encuentro con una mujer del tipo de lady Hermione Wedge obra como un relámpago, y en el acto Bill se dijo que en las fachadas de las casas suele haber cañerías de desagüe por las que un hombre emprendedor puede deslizarse.

Inmediatamente vio una. Y en el momento en que su mirada se posó sobre ella, su aguerrido corazón flaqueó. Estaba a casi cuatro metros de ella.

Desde luego, para una pulga amaestrada un salto de casi cuatro metros hubiera sido un juego de chiquillos. Una pulga hubiera saludado a la concurrencia, y después de dirigir una sonrisa a algún amigo personal de la primera fila y quitarse el polvo de las antenas, saltaría con un alegre: «¡Hoo!». Pero Bill no pensó siquiera en tal posibilidad. Conocía sus límites. Había visto una vez a un trapecista que saltaba en el aire con la mayor facilidad, pero llevaba probablemente años de entrenamiento y él era novato en el arte.

Permanecía inmóvil con un «¿Qué hacer?» en los labios, cuando vio súbitamente que quedaba todavía una esperanza. Corriendo a lo largo de la fachada había un estrecho reborde. Además, por tener el castillo de Blandings muchos años de existencia, la hiedra había crecido sobre la fachada en espesa profusión. Y para un hombre que tiene el ansia de trasladarse de un balcón a una cañería de desagüe, la hiedra y un reborde son de gran ayuda.

Lo que mantenía durante algunos instantes inmóvil a Bill, enjugándose la frente y mordiéndose un poco el labio inferior, era la duda de si este hombre era él. La hiedra tenía un aspecto sólido y agradable; sus tallos eran gruesos, y algunos de ellos tenían la apariencia de poder soportar su peso. Pero nunca hay que fiarse demasiado de la hiedra. Muestra una apariencia impresionante, y después, en el preciso momento en que su deber de hiedra es ayudar al que cuenta con ella, lo abandona. Eso era lo que hacía vacilar a Bill. Como Freddie, era partidario acérrimo de la colaboración, pero quería estar seguro de poder contar con ella.

No cabía la menor duda de que la renuncia de la hiedra a aportar un ciento por ciento de ayuda, representaba la rápida y violenta desaparición del hombre que había depositado en ella su confianza. Equivalía al descenso ininterrumpido hasta alcanzar la tierra, y no escapaba a la observación de Bill que ésta ofrecía un aspecto duro y poco acogedor. Se veía ya dando uno, dos, quizá tres botes, y permaneciendo al fin inerte, sin vida, con los brazos extendidos.

Estaba todavía pensando en los pros y los contras cuando fue arrancado violentamente de sus meditaciones por la voz de una mujer, agudizada por la excitación de la caza.

—Esta puerta está cerrada. Debe de estar aquí. Derribe esta puerta, Charles.

A un hombre le pueden ocurrir cosas peores que yacer inerte y sin vida sobre la tierra. Bill pasó por encima de la barandilla y puso el pie en el reborde.

Simultáneamente, Tipton Plimsoll pasaba aprisa por detrás del grupo del corredor y se metía precipitadamente en su habitación, como un conejo en su madriguera.

3

Tipton se dejó caer sobre una silla lanzando un gruñido de bienestar, con el aspecto del hombre que está satisfecho de su jornada. Respiraba un poco afanosamente, porque había subido la escalera a paso de marcha. Un espectador casual hubiera podido observar que bajo su chaqueta llevaba un objeto voluminoso que estropeaba la línea del traje. Parecía que tuviese un tumor en el lado izquierdo.

En el preciso momento en que Bill, después de haber oído todo lo que podía desear referente a Charles, Thomas y revólveres de reglamento, se disponía a ponerse en busca de cañerías de desagüe, Tipton salía del departamento del honorable Galahad, situado en la planta baja, con el aspecto furtivo de un ciervo que, aun no hallándose acorralado, experimenta cierto embarazo y el deseo de pasar inadvertido. Acababa de recuperar el frasco que había cometido la locura de abandonar en manos ajenas, sin prever estúpidamente que debía llegar un momento en que lo necesitaría, y lo necesitaría de manera imperativa.

La presencia del frasco sobre su persona fue causa de su rápido paso por detrás del grupo del corredor. Vio que la reunión estaba compuesta por el coronel Wedge, lady Hermione Wedge, Beach, el mayordomo, y un puñado de lacayos, y en cualquier otro momento —ya que la cosa presentaba indiscutiblemente cierto aspecto interesante— se hubiera detenido para indagar. Pero, con aquel bulto bajo su chaqueta, temblaba ante la idea de establecer comunicación con sus amigos, que hubieran podido hacer preguntas. El hecho de que aquel heterogéneo grupo estuviese reunido delante de la puerta contigua a la suya, fijando su interés en ella, no le inspiró curiosidad, sino agradeciminto. Quería decir que estaban de espaldas a él, lo que le permitía pasar sin que lo vieran.

A salvo en su refugio, sacó el frasco mirándolo con afecto y un brillo precursor en los ojos. Su aspecto había cesado de delatar la ansiedad y el embarazo. Si parecía todavía un ciervo, era un ciervo vigilante, a punto de beber hasta saciar la sed. Sacó la lengua y se la pasó por los labios.

En el período transcurrido desde su última aparición en la escena del castillo de Blandings, se había operado un cambio completo en el humor de Tipton Plimsoll. Abandonó completamente aquel momentáneo espasmo de mal humor que le llevó a arrancar el collar de manos de Verónica y a arrojárselo despreciativamente a Prudence como contribución personal a la tómbola del vicario, y cinco minutos en la rosaleda con la mujer que amaba hicieron de él otro hombre.

En ese momento se sentía lleno hasta los bordes de una benevolencia tan vasta que le llevó incluso a abrazar a Freddie. Había vuelto a recuperar su viejo concepto de Freddie como hombre y hermano, y se alegraba de haberle concedido su exclusiva para las galletas para perros. Veía que había calumniado a Freddie. Después de todo, es realmente una exageración absurda del concepto de la propiedad enfadarse porque un joven le regale a su prima una chuchería de cuatro reales el día de su cumpleaños.

Pero había otras y más poderosas razones para quererlo celebrar que la mera convicción de la impecabilidad de aquel a quien un día se vio obligado, bien a pesar suyo, a clasificar entre las culebras y demás animales dañinos. Aparte la embriagadora sensación de saberse adorado por la única mujer que había en el mundo, tenía la certeza de haber cruzado el valle de las sombras y salido sonriente al otro lado. Incluso E. Jimpson Murgatroyd se vería honradamente obligado a darle una inmaculada patente de sanidad.

Porque hay que fijarse en lo ocurrido. A fin de darse ánimos y poder expresar su amor a su adorada, había echado un trago. ¿Y qué ocurrió? Había visto una cerda en un dormitorio. Sí, pero una verdadera cerda, una cerda auténtica, una cerda que era igualmente visible para los ojos imperturbables de Verónica y de su madre. El mismo E. Jimpson Murgatroyd en persona la hubiera visto lo mismo que él. Haberla visto no suponía una perturbación.

Y otra cosa que habría impresionado profundamente a E. Jimpson Murgatroyd, si se hubiese enterado de ello, era que no había visto ni sombra de aquel rostro. Por primera vez desde su asociación con él, fue sometido a prueba y fracasó.

¿A qué conclusión tenía, por consiguiente, que llegar? A la conclusión de que había doblado la esquina. El aire puro de Shropshire había hecho su efecto y estaba curado y en situación de echar adelante y beber como era debido.

Y así se disponía a hacerlo cuando vio con el rabillo del ojo algo que lo alarmó, y al volver la cabeza comprendió que no había estimado en lo que valía la voluntad de vencer de aquel rostro. Era imposible decir qué motivos lo habían mantenido alejado las primeras horas de aquella tarde —alguna cita en otra parte, probablemente—, pero al decidir rotundamente que se había retirado para siempre había obrado a la ligera.

Allí estaba, apretado contra el cristal de la ventana, con aquella misma expresión fiel e intensa en los ojos. Parecía querer decirle algo.

4

La fijeza e intensidad de la mirada de Bill se debía a que la visión de Tipton a través de los cristales fue para él como el descubrimiento de una vela en el horizonte para el navegante náufrago. Y quería decirle que se alegraría mucho de que abriese cuanto antes la ventana y lo dejase entrar.

El inconveniente de avanzar por los rebordes en busca de cañerías de desagüe es que en el momento en que uno las alcanza la idea de deslizarse por ellas ha perdido todo el encanto que hubiera podido tener en otras horas del día. Bill, al encontrarse ante la segunda parte de su viaje, experimentó la misma desconfianza hacia la cañería de desagüe que había experimentado anteriormente hacia la hiedra.

Al llegar a la ventana, por consiguiente, y ver a Tipton, decidió alterar su plan de campaña. Había reconocido en el acto al muchacho alto y delgado que tan indiferente se había mostrado con él en la escena de los rododendros, pero esperaba que en aquellas excepcionales circunstancias tendría que doblegarse un poco. Vela en Tipton a uno de esos hombres a quienes no gusta alternar con desconocidos y que se limitan a levantar las cejas y pasar de largo si se acercan a ellos; pero, después de todo, cuando se trata de salvar una vida humana, podía esperarse que el más adusto de los muchachos altos y delgados se dulcificase un poco.

Lo único que esperaba de Tipton era que lo dejase entrar y permanecer en modesta reclusión bajo la cama o en un sitio parecido, hasta que la fiebre de la persecución se hubiese extinguido en el pecho de Charles, Thomas, la desconocida persona que tenía un revólver de reglamento y lady Hermione. No quería hablar con Tipton ni molestarlo en absoluto, y estaba dispuesto a darle la garantía de que no soñaba en abusar de su forzada amistad. Estaba dispuesto a que Tipton, si tal era su deseo, no lo saludase siquiera la próxima vez que se encontrasen, con tal que le dispensara en ese momento su protección.

Era difícil exponer su idea a través de un cristal, pero a fin de iniciar las negociaciones apoyó los labios en el cristal y dijo:

—¡Ji!

No pudo hacer algo más inoportuno. Al recordarle tan vivamente las circunstancias de su último encuentro, el monosílabo colmó la tristeza y la depresión de Tipton Plimsoll. Bill no lo sabía, desde luego, pero aquel «¡Ji!» suyo, pronunciado durante el primer encuentro, afectó al hombre del frasco mucho más profundamente incluso que la simple visión de su rostro. En resumen, Tipton opinaba respecto de los rostros de fantasmas, que un hombre de cierto valor es capaz de enfrentarse con ellos, con tal que permaneciesen silenciosos. Pero si, además, tenían sonido, ya era demasiado.

Dirigió a Bill una larga mirada de reproche, como la que pudo dirigir san Sebastián a sus perseguidores, y salió ostensiblemente de la habitación.

Para Bill fue como si una aguerrida guarnición de Infantería de Marina de los Estados Unidos, después de haber llegado a un lugar sitiado, hubiese girado sobre sus talones y se hubiese vuelto a marchar. Permaneció algunos momentos tal como estaba, con la nariz aplastada contra el cristal; después, bien a pesar suyo, agarró la cañería de desagüe y comenzó a bajar. Experimentaba la amarga sensación de que aquélla era la última vez que ponía su fe en muchachos altos y delgados. «A mí deme usted hombres gordos», pensó Bill, mientras seguía bajando cautelosamente.

La cañería de desagüe era magnífica. Si hubiese tenido el pervertido sentido del humor de otras cañerías, habría podido apartarse del muro y dejarlo caer como una estrella fugaz, pero permaneció firme como una roca. Ni siquiera tembló. Y el corazón de Bill, que se le había subido hasta la boca, volvía gradualmente a su base. Algo parecido al júbilo se apoderaba de él. No había conseguido ver a Prudence, pero eludió encontrarse con lady Hermione Wedge, el hombre con el revólver de reglamento, el invisible Charles y el misterioso Thomas. El ingenio de los conjurados se había estrellado contra el suyo, y debieron experimentar la sensación del ridículo.

Su júbilo llegó al apogeo cuando sintió la tierra firme bajo sus pies. Pero no se mantuvo durante mucho tiempo en ese elevado nivel. Casi inmediatamente experimentó un fuerte bajón, y su corazón, trepando nuevamente, volvió a colocarse en su boca. Un fuerte olor a cerdos llegó a su nariz, y una voz aguda y penetrante dijo detrás de él con estrafalario acento:

—¿Qué ha uté ahí?

5

El individuo era hombrecillo pequeño, con pantalones de pana, pestilente a más no poder y bien entrado en años. Hubiera podido ser un centenario u octogenario maloliente prematuramente envejecido por los problemas. Desconocido para Bill, hubiera, no obstante, sido reconocido inmediatamente por lady Hermione, a quien su aspecto y su olor eran familiares. Era el encargado de los cerdos de lord Emsworth, Edwin Pott, y el motivo de haberle preguntado «¿Qué ha uté ahí?» era que quería saber qué hacía allí. Y si el acento dejaba algo que desear, como le había dicho Gally a lady Hermione, había que ser indulgente, porque cada cual tenía el suyo.

Sin embargo, este punto de vista podía ser discutido, pues es mejor, cuando le pescan a uno bajando por cañerías de desagüe de las casas ajenas, que el apresador sea un hombre de acento corriente y no uno que carezca de esta propiedad. En el primer caso, es posible cierto intercambio de ideas; en el otro, no. Cuando Edwin Pott le dijo: «¿Qué ha uté ahí?», Bill no consiguió entenderlo.

No dio, por consiguiente, respuesta alguna, y el otro, pensando sin duda que todo el peso de la conversación recaía sobre él, intentó decir: «¡Té cosío!», pero Bill tampoco dijo nada. Se sentía poco inclinado a hablar. Lo que quería era poder marcharse lo más rápidamente posible, y con esa intención comenzó a girar alrededor de su compañero como un gran transatlántico en torno de una boya.

Su marcha fue interrumpida. Cuando Edwin Pott había dicho «¡Té cosío!», había querido decir: «Te he cogido», y uniendo la acción a la palabra agarró a Bill por la chaqueta con su mano senil; Bill trató de soltarse, pero la mano agarraba fuerte.

Era una situación ante la cual Bill no sabía qué hacer. Ya hemos dicho que era un hombre que hubiese ocupado un alto lugar en la lista de los elegidos para entendérselas con un toro enfurecido, pero con un toro enfurecido hubiera sabido dónde estaba. Tampoco se encontraría en una situación embarazosa si Edwin Pott hubiese sido algún feroz miembro de una secta de asesinos. Con esos adversarios era capaz de explicarse.

Pero aquellos era distinto. Allí se encontraba frente a un miserable despojo humano con un pie en la tumba y el otro deslizándose hacia ella, un frágil vestigio de criatura humana cuyos escasos cabellos blancos cubrían todavía su cráneo en forma de huevo, reclamando caballerosidad y respeto. Podía quizá recomendar a Edwin Pott un buen tónico para los pulmones, pero no podía arrearle un puñetazo en la mandíbula.

Una vez más trató caballerosa y respetuosamente de liberarse de la presa de su mano. Pero fue inútil. «Vamos, vamos, esta roca se moverá de su base cuando me mueva yo», parecía estar diciendo Edwin Pott. La situación había llegado a lo que podríamos llamar punto muerto. Bill quería marcharse, pero no podía. Edwin Pott quería gritar pidiendo socorro, pero sólo conseguía producir un débil sonido parecido al silbido del gas dentro de la tubería. (Sus cuerdas vocales no volvieron a ser nunca las mismas desde la noche en que durante las elecciones generales las había destrozado al dirigirse a la muchedumbre en el bar público del Emsworth Arms en defensa de los intereses conservadores).

Fue en esa imagen de naturaleza muerta cuando el coronel Wedge irrumpió con su revólver de reglamento.

Al suponer que descendiendo por la cañería de desagüe había burlado al coronel Wedge, Bill incurrió en un lamentable error. Con esas tácticas se pueden burlar capitanes, o quizá comandantes, pero no coroneles. La posibilidad de la existencia de tal cañería había aparecido en la mente de Egbert Wedge en el momento mismo en que Charles, disfrutando por primera vez —pues todo lacayo disfruta destrozando la propiedad de su dueño—, empezó a derribar la puerta de la habitación de Prudence, y la idea lo había mandado escaleras abajo. No hay que enseñarle a un militar la importancia de cortar la retirada al enemigo.

Su primera sensación al ver el grupo que tenía delante de los ojos fue de intensa alegría, mezclada con la cordial apreciación de su inteligencia y perspicacia; la segunda, la tranquilidad de pensar que tenía el revólver de reglamento en las manos. Visto de cerca, aquel merodeador revientapisos tenía el aspecto de ser un criminal empedernido contra el cual hay que echar mano de todos los revólveres de reglamento de que se disponga. Se maravillaba de que Edwin Pott hubiese tenido la intrepidez de entablar un combate mano a mano con un ejemplar tan bien criado de las clases criminales, y decidió que él, personalmente, no estaba dispuesto a cometer tal tontería.

—¡Manos arriba, amigo! —gritó, abriendo el debate desde considerable distancia. Había pensado decir «granuja», pero en el calor del momento olvidó la palabra.

Edwin Pott emitió unos sonidos inarticulados y el coronel Wedge, que era eminente lingüista, comprendió correctamente que quería explicar que era él quien había detenido al malhechor, y reconoció el mérito donde el mérito debía ser reconocido.

—Buen trabajo, Pott —dijo—. Muy bien, Pott. No se mueva de ahí. Me lo voy a llevar a la casa.

A pesar de que había previsto el desarrollo de los acontecimientos, Bill no pudo contener un grito.

—¡Silencio! —ladró el coronel Wedge con su voz de mando—. ¡Media vuelta a la derecha! ¡Mar!… Y no trate de fugarse. El revólver está cargado.

Con un ademán imperativo ordenó a Bill que abriese la marcha, y éste, pensando que cualquier movimiento de desobediencia sería interpretado como intento de fuga, obedeció. El coronel Wedge lo siguió, arma en mano, y Edwin Pott, en calidad de principal testigo para la acusación, a la retaguardia. La comitiva dio la vuelta a la esquina y se dirigió hacia la terraza.

El honorable Galahad estaba de pie en ella, al parecer soñando. Levantó la vista al acercarse el grupo, percatándose sin duda de la presencia de Edwin, de quien emanaba una ligera brisa. Al ver a Bill, el revólver, al coronel y al hombre de los cerdos, una expresión de sorpresa apareció en su rostro. Se había preguntado varias veces qué habría sido de su joven amigo, pero jamás pensó que pudiera ocurrirle una cosa semejante.

—¡Dios mío, Bill! —exclamó afirmándose el monóculo—. ¿Qué es esto?

El coronel Wedge quedó sorprendido a su vez. No sabía que los bandidos frecuentasen círculos tan influyentes.

—¿Bill? ¿Conoce usted a este tipo espantoso?

—¿Que si lo conozco? Más de una vez lo he hecho saltar sobre mis rodillas.

—No puede ser —dijo el coronel Wedge mirando la voluminosa corpulencia del muchacho—. No habría sitio.

—Cuando era niño —explicó Gally.

—¡Ah, cuando era niño! ¿Lo conoce desde niño?

—Íntimamente.

—¿Y qué clase de niño era?

—Delicioso.

—Pues ha cambiado mucho desde entonces —dijo el coronel Wedge dando las malas noticias con pena—. Ha llegado a ser el granuja más depravado. Asalta casas a las seis de la tarde.

Edwin Pott balbuceó algo ininteligible.

—Él lo pescó —tradujo el coronel—. El tipo bajaba por una cañería.

Bill creyó llegado el momento de decir algo en su descargo.

—Quería ver a Prue, Gally. La he visto en el balcón y he ido a buscar una escalera.

—Bien hecho —repuso Gally aprobando—. ¿Habéis hablado mucho?

—Ya no estaba allí. Pero había dejado una carta para mí. Todo va bien, Gally. Todavía me ama.

—Eso me dio a entender cuando charlé con ella. Bueno, bueno, perfectamente.

La luz se hizo sobre el coronel Wedge.

—¡Válgame Dios! ¿Es éste el tipo de quien hablaba Hermione?

—Sí, es el diabólico enamorado de Prudence.

—¡Vaya, pues me deja atónito! Lo tomé por un ladrón. Lo siento.

—No hay de qué.

—Temo que me haya encontrado usted quizá un poco brusco…

—No, no —contestó Bill—. Está muy bien.

El coronel Wedge se encontraba lleno de incertidumbre. Romántico de corazón, las revelaciones de su mujer sobre los complicados amores de su sobrina Prudence habían dejado en el fondo de su alma cierta simpatía hacia el muchacho de su elección. Le parecía que debía de ser muy desagradable que le rapten a uno la esposa el día de la boda y la guarden en conserva bajo llave. Es una cosa que no le hubiera gustado que le ocurriese. Sentía también admiración por el valor en los jóvenes pretendientes, y la hábil política de Bill en materia de escaleras y cañerías de desagüe lo impresionaba.

Por otra parte, era un marido ideal y sabía que su mujer estaba decididamente en contra de aquel muchacho. No una vez, sino varias, había hablado de él en términos que no dejaban lugar a dudas.

—Me parece que me voy a largar —dijo—. No quiero mezclarme en este asunto. ¿Comprende lo que quiero decir Gally?

El honorable Galahad comprendió lo que quería decir y juzgó prudente su política.

—Sí, no tiene necesidad de mezclarse en esto, Egbert. Lárguese. —Y señalando a Edwin Pott, que se había retirado respetuosamente hacia el foro hasta que sus servicios como testigo fuesen requeridos, añadió—: Y llévese a esa odorífica gárgola. Tengo algo que decirle a Bill en privado.

El coronel Wedge se retiró, seguido de Edwin Pott, y una expresión grave apareció en el rostro de Gally.

—Bill —dijo—, siento tener que comunicarte que ha ocurrido una cosa francamente desagradable. ¡Maldita sea! —Se detuvo al ver que iban a ser interrumpidos.

—Viene alguien —dijo, haciendo una seña aclaratoria con el pulgar.

Tipton Plimsoll acababa de aparecer en la terraza.

Bill miró hacia atrás. Y al ver aquel hombre alto y delgado que tan descortésmente había faltado a las más elementales reglas de hospitalidad y humanitarismo en el transcurso de su último encuentro, su rostro se emsombreció. En general era un hombre ecuánime y tranquilo, pero la conducta de Tipton en aquella ocasión lo había indignado. Quería decirle dos palabras.

—¡Ji! —exclamó avanzando.

En el rostro de Tipton había aparecido una expresión implacable. Era la expresión que puede verse en los rostros de la Brigada Ligera cuando recibe la orden de cargar. Antes no se le había ocurrido pero en aquel momento recordaba una técnica especial empleada por gente autorizada contra los fantasmas. Consiste en arremeter contra ellos. Había leído novelas en que la gente hacía eso, y siempre con los más felices resultados. Los fantasmas, al darse cuenta de que han tropezado con alguien duro de pelar, titubean, pierden la serenidad y se retiran con vacilante paso.

Si hubiese habido otro camino para llegar a un arreglo pacífico, lo habría seguido, porque no le gustaba en absoluto tener que hacer aquello. Pero al parecer no había alternativa. Hay que mostrarse firme con los fantasmas.

Encomendando su alma a Dios, bajó la cabeza y arremetió directamente contra el estómago de Bill.

—¡Uff! —gritó Bill.

—¡Ahí va eso! —exclamó Tipton.

Hubiera sido difícil decir cuál de los dos era el más sorprendido, el más lleno de honrada indignación. Pero al estar Bill ocupado en recuperar el aliento, Tipton fue el primero en expresar sus sentimientos.

—¿Cómo podía yo saber que era un cuerpo verdadero? —dijo volviéndose hacia Gally, a quien consideraba un partidario imparcial capaz de juzgar la situación de una manera objetiva—. Este tipo lleva una serie de días siguiéndome, entrando en los registros civiles y saliendo de ellos, apareciendo en las esquinas y mofándose de mí detrás de los arbustos. Y no hace ni medio minuto ha aparecido tras mi ventana. Si se imagina que voy a aguantarle todo eso, está muy equivocado. Hay un límite para todo… —añadió Tipton, resumiendo.

Una vez más, la tarea de verter aceite sobre las turbulentas aguas había caído sobre el honorable Galahad. Las revelaciones de Tipton en su dormitorio, el día anterior, le habían colocado en situación de poder entender lo que de otra manera hubiera sido para él una cosa desconcertante.

—¿Quiere usted decir que es a Bill a quien ha estado viendo todos estos días? Es extraordinario. Es mi ahijado, Bill Lister. Bill, éste es Tipton Plimsoll, sobrino de Chet Plimsoll, uno de mis viejos amigos. ¿Dónde se encontraron ustedes por primera vez? En el Barribault’s, ¿no?

—Apareció detrás de la puerta de cristales cuando yo estaba en el bar.

—Tenía ganas de beber algo —dijo Bill defendiéndose—. Tenía que casarme aquella mañana.

—¿Casarse? —Tipton empezaba a entenderlo todo y estaba dispuesto a perdonarlo—. ¿Por eso estaba usted en el Registro Civil?

—Sí.

—Me deja atónito…

—Todo puede explicarse —dijo Gally—. Su novia, mi sobrina Prudence, fue detenida por las autoridades y enviada aquí antes de que pudiese personarse en el Registro Civil. Bill la siguió. Y así fue como pudo usted encontrarlo.

La actitud de Tipton se había suavizado. Comenzaba incluso a sonreír. Pero, en aquel momento, el recuerdo de una ofensa determinada añadió una nueva hostilidad.

—No tenía necesidad de llevar aquella espantosa barba —dijo.

—Sí había necesidad —repuso Gally—. Tenía que evitar que le reconocieran. Y cuando vio su rostro en los cristales de su habitación, imagino que debía de salir del dormitorio de Prudence, que está al lado del suyo, ¿no es eso, Bill?

—Eso mismo. Pasaba por una especie de cornisa, y al verlo en su habitación quise que me dejase entrar. Pero sólo me dirigió una mirada y se marchó.

—Ahora, desde luego, apreciarás sus motivos para obrar así. Recuerdo a un viejo y querido amigo mío, Boko Bagshott, que ya ha muerto, siento decirlo, de cirrosis hepática. Frecuentemente veía rostros extraños y salía corriendo como gato escaldado en cuanto aparecían. Sinceramente, no creo que podamos censurar a Plimsoll.

—Quizá no —admitió Bill, pero con cierto rencor.

—Hay que tratar siempre de ponerse en el sitio de los demás. En estas circunstancias era difícil esperar de él una calurosa acogida.

—Quizá no —repitió Bill, pero de nuevo con cierto rencor.

Por parte de Tipton Plimsoll, todo aquel desagradable asunto estaba olvidado. La sonrisa que se había desvanecido de su rostro reaparecía con creciente brillantez. Era una especie de mueca que podría haber sustituido perfectamente al sol de la tarde, si éste, por alguna razón particular, hubiese dejado de iluminar la terraza.

—¡Dios mío —exclamó—, qué peso me quita usted de encima! Me siento renacer. No sabe usted lo que es vivir como he vivido esta última semana, sin poder tomar el más ligero trago so pena de ver un asqueroso…, so pena de ver un rostro aparecer en la lejanía. No hubiera podido soportarlo por más tiempo. Fíjese, ahora que voy a casarme…

—¿Va usted a casarse?

—¡Ya lo creo!

—Le felicito —dijo Bill.

—Gracias, amigo mío —repuso Tipton.

—Espero que sea usted muy feliz, amigo mío —dijo Bill.

—Eso mismo espero, amigo mío —dijo Tipton—. Como iba diciendo —prosiguió, resumiendo sus observaciones—, ahora que me voy a casar he terminado con todas aquellas tonterías, y creo que no pescaré otra merluza en el resto de mi vida, excepción hecha, naturalmente, de la noche de fin de año…

—Desde luego —dijo Bill.

—… de la noche de las regatas…

—Naturalmente —dijo Bill.

—… y en ocasiones especiales como ésta —continuó Tipton—. Pero es agradable saber que uno está en condiciones de empinar el codo con moderación. ¡Se siente uno tan ridículo al tener que beber agua de cebada cuando los demás toman whisky con soda! Sí, ha sido verdaderamente un salvavidas caer sobre usted.

—Caer es la palabra justa —dijo Bill frotándose el diafragma.

—¡Ja, ja! —exclamó Tipton riéndose de corazón.

—¡Ja, ja! —exclamó Bill riéndose también de corazón.

Tipton dio un golpe en la espalda a Bill. Bill dio un golpe en la espalda a Tipton. El honorable Galahad sonreía con creciente deleite ante aquella deliciosa escena de cordialidad y buenos sentimientos. Entonces preguntó a Tipton si se ofendería si se llevase a su ahijado aparte a fin de decirle una cosa estrictamente confidencial, y Tipton repuso: «¡Adelante, adelante!». Gally dijo que estaría sólo un minuto y Tipton contestó: «¡El tiempo que quiera, el tiempo que quiera!».

—Bill —dijo Gally, llevándoselo cerca de la pared de la terraza y hablando en voz baja y apresuradamente—, hemos llegado al momento crítico de tus asuntos. Es una verdadera suerte que hayas entablado tan calurosa amistad con ese Plimsoll.

—Me parece un buen tipo.

—Un excelente muchacho. Un poco gruñón cuando lo encontré por primera vez, pero ahora es el vivo retrato de su tío, que era el alma más delicada que alguna vez ha arruinado un restaurante. Es muy rico.

—¿Sí?

—Enormemente. Y me parece que le has resultado simpático.

—Lo tengo en el bolsillo.

—Sí, creo que le has producido una excelente impresión. Todo depende ahora de él.

—¿Qué quiere usted decir?

Una sombría mirada partió del monóculo del honorable Galahad.

—Te iba diciendo, cuando llegó, que ha ocurrido una cosa muy desgraciada. El plan original de Prue, si recuerdas, era pedir el capital para modernizar La Morera a mi hermano Clarence. Y con el collar en el bolsillo hubiéramos podido conseguirlo. ¿Te ha hablado Prue del collar en su carta?

—Sí. Me pareció un buen plan.

—Era de los buenos. Con el collar en nuestro poder, estábamos en situación de imponer condiciones. Desgraciadamente, lo he perdido.

—¿Cómo?

—Me lo han robado. He ido ahora mismo a mi habitación a asegurarme de que estaba allí, y ya no estaba.

—¡Ay, mi tía!

Gally negó con la cabeza.

—No se trata ahora de tu tía, sino de Prue. Queda la probabilidad de que no sea Hermione quien lo tenga, pero si lo tiene, nuestro flanco está derrotado, y sólo nos queda una esperanza. Tenemos que intentar sacarle el dinero a Plimsoll.

—No puedo hacer eso… Acabamos de conocernos.

—Exacto. Pero sus sentimientos hacia ti son evidentemente calurosos… He tenido la impresión de que te estaba tan agradecido de que no fueses un fantasma que podías pedir la mitad de su fortuna. En todo caso, suyos son los bolsillos en los que debemos tratar de penetrar. ¡Adelante y deja la palabra en mis labios! ¡Qué caray! —exclamó Gally con la misma brillantez que animó a Freddie cuando tuvo que exponer al comandante R. B. Finch y a lady Emily Finch el asunto de las Donaldson, La Alegría del Perro—. ¡He obtenido victorias sobre los corredores de apuestas más endurecidos y he derrotado en los debates a los fanfarrones más célebres de los bares de Londres y de Nueva York! No fracasaré ahora.

6

—Dígame, mi querido Plimsoll… —dijo Gally—. ¿O puedo llamarlo a usted Tipton?

—¡Lo que quiera! Mejor Tippy, y usted también —repuso dirigiéndose a Bill.

—Gracias, Tippy —dijo Bill.

—No hay de qué —contestó Tipton—. Encantado.

El monóculo del honorable Galahad jugueteó sobre él como un rayo de sol, encantado de la atmósfera de camaradería que al final de las negociaciones se había creado.

—Quería preguntarte, mi querido Tippy —dijo—, si alguna vez habías dedicado un momento a pensar en las tendencias modernas…

—Pues… —repuso Tipton, enterándose por primera vez de que eso existiese—, entre una cosa y otra, no he podido…

—Cuando digo «tendencias modernas» —prosiguió Gally—, estoy pensando en el mundo de los placeres. Es sorprendente cómo ha cambiado el gusto de la gente desde que yo tenía tu edad. Témpora mutantur, nos et mutumur iu lilis.

—¡Ya lo creo! —exclamó Tipton, confuso pero cortés.

—Cojamos por ejemplo el caso sencillo de tomar una copa. En mis tiempos se limitaba uno a ir a un bar.

—Y no es mala idea —dijo Tipton.

—Exacto. Pero fíjate cómo ha cambiado las cosas el automóvil. Hoy el último grito es el ansia de aire libre. El tío que tiene sed, agarra a la primera muchacha que encuentra, la mete en un automóvil y ¡hala!, hacia el aire libre. En lugar de sofocarse en un bar maloliente de Londres, toman sus refrescos en una terraza fresca, bañada por las sanas brisas, en cualquier hostería de las afueras de Oxford.

—¿Oxford?

—Oxford.

—¿Y por qué Oxford precisamente? —preguntó Tipton.

—Porque —repuso Gally— ésta es la tendencia moderna. Oxford está a una distancia prudencial, y el público se encuentra fuera de aquel aire compacto de Londres. El hombre que posea una hostería en las cercanías de Oxford, es digno de ser envidiado.

—Eso creo —afirmó Tipton.

—Un hombre, para poner un ejemplo, como Bill.

—¿Bill?

—Bill.

—¿Este Bill?

—El mismo en persona —dijo Gally—. Es propietario de una pintoresca hostería cercana a Oxford, y le estoy diciendo siempre que si convierte el establecimiento en lo que en tu país llaman motel, con todos los adelantos modernos, tendría allí una mina de oro. Seguramente estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?

—¡Oh, seguro!

—Ya lo sabía yo. Debidamente explotada, esa hostería de Bill sería un paraíso.

—Eso parece.

—Está situada en el rincón más delicioso de una de las regiones más deliciosas de Inglaterra. La gente recorrería kilómetros y kilómetros sólo por ver el paisaje. Añade una bodega de primera clase, unas pistas de squash, una orquesta de jazz, una cocina y un servicio esmerado (al aire libre, en la terraza, cuando haga buen tiempo, y en el comedor ricamente decorado cuando llueva) y tienes un establecimiento que atraerá a los automóviles como un imán.

—¿Está ricamente decorado el comedor?

—Todavía no. Ese es el punto flaco. Para desarrollar esa hostería, llamada La Morera, se necesita capital.

—Seguro. Nada se puede hacer sin capital.

—Cierro los ojos —dijo Gally uniendo la acción a la palabra—, y me parece estar viendo La Morera tal como será cuando hayan terminado todas las mejoras. Doblando a mano derecha llegamos a un jardín adornado con farolillos de colores…

—Y una fuente en el centro.

—Con una fuente en el centro, desde luego.

—Iluminada por ricos colores.

—Iluminada, como dices, por ricos colores. Me encanta, mi querido Tippy, la manera en que ves enseguida las cosas. Ya sabía yo que te interesaría.

—¡Oh, mucho! ¿Dónde estábamos?

—Llegábamos a la fuente. A nuestra derecha tenemos vastos jardines cubiertos de toda variedad de flores; a nuestra izquierda, por entre esbeltos y misteriosos árboles, vemos una centelleante superficie plateada…

—¿De veras? —preguntó Tipton—. ¿Qué es?

—La piscina —explicó Gally.

—¿Hay una piscina?

—La habrá… en cuanto tengamos capital.

Tipton reflexionó.

—Tendría que haber olas artificiales.

—Es una idea admirable.

—Las olas artificiales cambian tanto las cosas…

—Mucho. Apunta lo de las olas artificiales, Bill.

—Bien, Gally.

—Nos acercamos a la terraza.

—¿Es allí dónde se cena?

—Si hace buen tiempo.

—Escuche —dijo Tipton comenzando a inflamarse—. Le describiré la terraza. Hagan ustedes en ella una enramada de rosas.

—Lo haremos.

—Se necesitará una de esas cosas que se ponen encima de las cosas. ¿Cómo se llaman esas cosas que se ponen encima de las cosas?

—¿Paraguas? —aventuró Bill.

—¡Bill! —exclamó Gally con reproche—. ¿Cómo quiere que un paraguas huela a rosas? Imagino que la palabra que Tippy está buscando es «pérgola».

—¡Pérgola! ¡Exacto! Hay que poner una pérgola cubierta de rosas y la orquesta de jazz oculta detrás de una masa de lujuriantes madreselvas. ¡Será magnífico! —dijo Tipton al tiempo que hacía chasquear los dedos—. ¿Cuánto costará la cena por persona?

—Unos ocho chelines, me parece.

—Póngalo usted a diez. Nadie notará la diferencia. Bueno, vamos a ver. Digamos un promedio de doscientos cubiertos a diez chelines por cabeza, son cien libras limpias y redondas en el bolsillo. Y si se tiene en cuenta que durará todo el verano… Y, además, está la bebida. No olvidemos la bebida. Ahí es donde está el verdadero provecho. Los cócteles serán servidos en mesitas alrededor de la fuente.

—Y en el borde de la piscina.

Tipton había comenzado a andar de un lado a otro expresando su emoción con animados ademanes.

—Bill —dijo—, tienes el gran negocio.

—Eso creo, Tippy.

—Sí, señor, grande. La gente acudirá de todas partes. No habrá manera de mantenerla alejada ni a la fuerza. Será necesaria una brigada especial de agentes de tráfico para mantener el orden. Serás millonario antes de darte cuenta.

—Eso es lo que le he dicho —dijo Gally—. Realmente, no se ve límites a la empresa.

—Ninguno —asintió Tipton.

—Sólo falta el insignificante detalle del capital.

—El capital. Claro…

—Encontraremos el capital y empezaremos mañana.

—Encuentra el capital y te sentirás en casa.

—Tres mil bastarían.

—Cuatro sería más seguro.

—O cinco.

—Sí, mejor cinco. Cinco es la cifra que veo.

Gally puso una mano afectuosa sobre el hombro de Tipton y se lo masajeó.

—¿Estaría realmente dispuesto a invertir en el negocio cinco mil libras? —preguntó con ternura.

Tipton pegó un salto.

—¿Yo? ¿Poner cinco mil libras? ¡Yo no voy a poner nada! —dijo, riéndose un poco de la extravagancia de la idea—. ¡Podría perder el dinero! Pero encontrarán ustedes el capital sin dificultad. Busquen bien. Y ahora tendrán que excusarme. He prometido llevar a Vee a dar un paseo por el lago.

Se alejó, imagen viva de la juventud y la vida feliz. Es posible que supiese que dejaba tras él corazones acongojados, pero no probable. Tipton Plimsoll era un hombre esencialmente individualista.

7

Gally miró a Bill. Bill miró a Gally. Durante un momento nadie habló. Sus pensamientos eran demasiado profundos para ser expresados con palabras. Después, Gally hizo una observación que había oído una tarde de carreras, de labios de un jugador decepcionado al darse cuenta de que el corredor de apuestas con el cual había apostado por el ganador de la última carrera había desaparecido sin dejar dirección, y se sintió aliviado. Gally recobró la calma.

—En fin, así están las cosas, Bill.

—Así están, Gally.

—Una cosa extraordinariamente parecida le ocurrió a un amigo mío hace muchos años, cuando trataba de interesar a un acaudalado muchacho por un club que pensaba abrir. Recuerdo que me decía con lágrimas en los ojos que hubiera apostado toda su fortuna, si la tuviese, a que el hombre estaba a punto de sacar su talonario de cheques. Son cosas que ocurren. Hay que aceptarlas con firme entereza. Acudiremos a Clarence. Daría cualquier cosa por saber si Hermione tiene el collar. Si no lo tiene, acaso fuese posible todavía conseguir un desenlace feliz por medio de una buena fanfarronada. ¡Ah, ahí viene!

Bill pegó un salto como un gusano al clavarle el anzuelo.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Dónde? —Dirigió una febril mirada hacia la casa y se convenció de que la fatal noticia era verdadera. Lady Hermione, acompañada de lord Emsworth, acababa de salir por la puerta del salón:

—¡Gally, me largo!

El honorable Galahad asintió.

—Sí, creo que será mejor que dejes las negociaciones en mi mano. Si estuviese en tu lugar me iría a charlar un rato con Prue. Acabo de verla dirigirse hacia la rosaleda. Allí la encontrarás —añadió, señalando en aquella dirección—. Ya te veré luego —terminó, y se volvió para encontrarse con los de su propia sangre, que se dirigían en aquellos momentos hacia él. Su rostro era firme y decidido. Su monóculo brillaba con tranquila resolución. Parecía un peso pluma entrando en el ring para enfrentarse con el campeón.

Cuando su hermana estuvo cerca de él y pudo ver su rostro, una súbita esperanza reanimó su corazón acongojado. Le pareció que no tenía el aspecto de la mujer que por haberle echado mano a un collar simboliza la oposición. Tenía inconfundiblemente el de la pesadumbre.

«¡Anímate!» se dijo Galahad, mientras su corazón le contestaba: «¡Ya puedes decirlo!».

Al suponer que lady Hermione estaba de un humor execrable, Gally no se había equivocado. Afortunadamente, es muy raro que en una familia inglesa perteneciente a la clase alta dos miembros de ella apuren la copa de la amargura en un mismo día. El término medio de la angustia mental suele ser inferior. Pero aquel día había sucedido. Hemos visto ya al coronel Wedge confesando francamente qué le había ocurrido, y si confesásemos a lady Hermione tendría que admitirlo igualmente. Al salir a la terraza, su espíritu estaba muy bajo, y miraba el futuro con franca aprensión.

A su juicio, el collar estaba todavía en poder de Galahad, y la predicción de éste de que su hermana se vería obligada a arrojar la toalla resonaba todavía en sus oídos. Cuanto más examinaba la situación, más se convencía tristemente de que tenía razón; y una mujer orgullosa detesta tener que arrojar la toalla. Pero no veía la manera de salir del paso.

Freddie, al lanzarles el ultimátum durante la junta general, parecía leerles la sentencia condenatoria. Si llevaba a cabo su amenaza de cantar claro delante de Tipton Plimsoll, se produciría inevitablemente el desastre. Le había impresionado profundamente la actitud altiva y orgullosa de Tipton cuando la escena del collar. «He aquí a un hombre que no tolerará embrollos —pensó—. Que descubra que ha sido engañado y romperá en el acto todo compromiso». Y se estremecía ante la idea de que su hija pudiese perder un pretendiente como aquél.

Sería para ella un triste consuelo en sus días venideros, cuando la gente la felicitase por el feliz matrimonio de Verónica con un hombre a quien sonreía indudablemente el porvenir, decirles que hubieran debido ver el que se le había escapado.

Reflexiones de esta clase habían debilitado su férrea voluntad. Empezaba a pensar que había cosas más importantes en la vida que contrarrestar el impulso de la hija de su hermana Dora de casarse con un hombre perteneciente a los bajos fondos. No había modificado su opinión de que Bill era la hez de la humanidad, pero empezaba a pensar que era cosa de Dora y no suya sufrir las consecuencias.

En una palabra, no era ya sino la sombra de sí misma. Se había vuelto derrotista.

Gally era un hombre que creía en el ataque rápido. No perdió tiempo en preliminares.

—¿Y bien? —dijo.

Lady Hermione se estremeció, pero guardó silencio.

—¿Has decidido algo? —preguntó Gally.

En la voz de lady Hermione al tratar de razonar con él había casi una súplica.

—Pero, Galahad, ¿cómo puedes querer casar a tu sobrina con un artista sin un cuarto?

—No es un artista sin un cuarto. Es el propietario de lo que será el más bello albergue de carretera de Inglaterra en cuanto Clarence haya proporcionado el capital necesario para su modernización y mejora.

—¿Eh? —exclamó Emsworth cuyos pensamientos iban a la deriva.

—Escúchame, Clarence —dijo Gally—. ¿Quieres ganar mucho dinero?

—Tengo mucho dinero —repuso lord Emsworth.

—Siempre puedes tener más.

—Es verdad.

—Imagínate, Clarence —dijo Gally—, un bello rincón de la campiña y en ese bello rincón una sonriente hostería. Sus campos —se apresuró a decir, viendo que su hermano se disponía a preguntar por qué sonreía la hostería— están salpicados, profusamente salpicados, de grupos que están chupando sus cócteles a razón de dos chelines la pieza. Su terraza es una masa sólida de comensales paladeando una cena de diez chelines por cabeza bajo una pérgola de rosas. Hay farolillos. Hay una fuente iluminada por luces de colores. Hay una piscina (fíjate bien en esto, Clarence), con olas artificiales. Es, en una palabra, el sitio más popular de la región, y su recaudación es terrorífica.

Lord Emsworth dijo que todo parecía muy bonito, y Gally le aseguró que había hallado le mot juste.

—Una mina de oro —dijo—. Y la mitad de las acciones, Clarence, están representadas por tus cinco mil libras.

—¿Cinco mil libras?

—Es increíble, ¿verdad? Una bagatela. Y no hay necesidad —añadió Gally, viendo que su hermano meditaba— de entregar el dinero en el acto. Lo único que te pido es una carta dirigida a mi ahijado Bill Lister, prometiendo soltar la pasta en el momento oportuno.

Lord Emsworth había comenzado a juguetear con sus quevedos, mal síntoma, en opinión de Gally. Había visto a menudo a directores de banco juguetear con sus quevedos cuando trataba de solucionar con ellos un exceso de talones librados.

—Pues, no sé, Galahad…

—Vamos, vamos, Clarence.

—Cinco mil libras es mucho dinero.

—Como una sardina para pescar una ballena. Las habrás recuperado antes de terminar el primer año. ¿Te he dicho que habría una orquesta de jazz tocando detrás de una cortina de madreselvas?

Lord Emsworth negó con la cabeza.

—Lo siento, Galahad…

El rostro de Galahad se endureció.

—Perfectamente —dijo—. Entonces, fíjate en la alternativa. Me quedo con el collar. ¿Qué ocurrirá? Ruina, miseria y desolación. El joven Plimsoll rompe sus relaciones con Verónica. Mistress Freddie se divorcia de su marido.

—¿Eh?

—Y el pobre Freddie, naturalmente, viene a terminar sus días en el castillo de Blandings.

—¿Cómo?

—Es lo más lógico. El pájaro herido regresa a su nido. Te alegrarás de tener a Freddie contigo… Es agradable tener compañía en Blandings. Será un buen compañero de tus últimos años…

Lord Emsworth recuperó sus quevedos, que se le habían caído de la nariz. En su rostro, mientras se los ajustaba nuevamente, había la mirada del hombre que acaba de tomar una decisión enérgica.

—Voy a escribir esa carta en el acto —dijo—. ¿Has dicho Lister?

—William Lister —repuso Gally—. L de laringitis, I de ipecacuana, S de… —Pero lord Emsworth se había marchado ya—. ¡Ah! —exclamó Gally, quitándose el sombrero y abanicándose con él la frente, que estaba un poco húmeda.

Su hermana Hermione parecía estar también bajo el peso de la ansiedad. Sus ojos saltaban, y en sus mejillas había dos manchas purpúreas.

—Y ahora, espero, Galahad —dijo—, que tendrás la bondad de darme ese collar.

Hubo una breve pausa. Parecía que el honorable Galahad se resistiese a decir una cosa que sabía que debía herir.

—No lo tengo.

—¿Cómo?

—Lo siento. No es culpa mía. Te diré exactamente lo que ha ocurrido —dijo Galahad con varonil sentimiento—. Por razones de seguridad, mejor dicho, por si acaso considerabas oportuno ir en busca de él a mi habitación, lo puse en un sitio donde creí que jamás soñarías en buscarlo. Ayer, nuestro amigo Plimsoll me dio su frasco para que se lo guardase…

Se detuvo. Un grito desgarrador resonó en el jardín en calma. Lady Hermione parecía una cocinera que acaba de ver una cucaracha negra en su cocina el día siguiente de haber terminado los polvos insecticidas.

—¿Pusiste el collar en el frasco de Tipton?

—Me pareció un escondrijo muy hábil. Pero lamento tener que decirte que el objeto ha desaparecido. Lo que no te puedo decir es quién se lo ha llevado.

—Yo sí —contestó lady Hermione—. Me lo dio a mí. Lo he encontrado cuando salía de mi habitación hace un momento, y me lo ha puesto en las manos con una extraña expresión de ferocidad en los ojos, pidiéndome que se lo guardara.

Su voz se desvaneció en un suspiro que era como el viento soplando a través de las grietas de un corazón destrozado.

—Galahad —dijo—, hubieras debido ser un estafador.

—Eso me dice la gente —dijo Galahad halagado—. En fin, todo está arreglado. Si tú tienes el collar, se lo puedes dar a Freddie y asunto terminado. Todo el mundo feliz, los corazones enamorados unidos, y no hay de qué preocuparse. Y ahora me voy a ver a Clarence para que me dé esa carta. Después de lo cual he de ir al encuentro de una pareja feliz en la rosaleda.

Y se dirigió hacia la casa con su paso alegre y vivaracho, como un Robin de los Bosques entrado en años.