CAPÍTULO CUARTO
1
El viaje de Paddington a Market Blandings dura en un tren rápido tres horas con cuarenta minutos. Prudence Garland, debidamente escoltada por el mayordomo de su madre, en el tren de las doce y cuarenta y dos, llegó a su destino poco antes de las cinco, a tiempo de tomar una taza de té y llorar copiosamente.
Una futura esposa arrancada a su prometido la mañana de su boda es raras veces una compañía animada, y Prudence no fue una excepción. Tipton Plimsoll, con su violento prejuicio contra el rostro de Bill Lister, hubiera podido admirarse de que armase tanta bulla porque no se le permitía casarse con un hombre que tenía aquella cara, pero ella no podía verlo de la misma manera. No ocultó que veía la situación con inquietud, y su comportamiento desde el primer instante hubiera arrojado una sombra de tristeza sobre el Baile Parisiense de las Cuatro Artes.
No hay que sorprenderse, por lo tanto, de que la primera impresión de Tipton sobre la antigua casa de los Emsworth, cuando llegó con Freddie en coche, cosa de una hora después, hubiese sido de melancolía. A pesar de que Prudence estaba ausente en aquel momento por haber ido a airear su destrozado corazón por el campo, una atmósfera de tristeza y pesadumbre subsistía entre las paredes, como el olor de las coles hervidas. Tipton no estaba familiarizado con las obras de Edgar Allan Poe, de manera que no había oído hablar de la casa Usher; pero un hombre más leído que él hubiera podido creer con razón que había cruzado el umbral del mencionado y melancólico establecimiento.
Esta nota sombría era particularmente visible en lord Emsworth. Hombre de gran corazón, sentía siempre una intensa pena cuando una de sus numerosas sobrinas iba a cumplir sentencia a Blandings por haber amado con poca cordura pero excesiva intensidad; y, además, la primera declaración de Prudence, mientras despachaba su té y sus bizcochos, había sido que, careciendo ya la vida para ella de interés, se proponía consagrarse a las buenas obras.
Lord Emsworth sabía lo que eso significaba. Sabía que su despacho sería puesto en orden. Cierto era que la desconsolada muchacha sólo había dicho que tenía la intención de dedicarse a la Clase de Biblia para párvulos de Blandings Parva, pero sabía que la cosa iría más lejos. De ocuparse de la Clase de Biblia para párvulos a convertirse en una monjita y ordenar despachos, no hay más que un paso.
En ese momento recordaba que su sobrina Gertrude, mientras cumplió su condena por haber querido casarse con el clérigo, había sido una ordenadora de despachos de gran virulencia; y no veía razón alguna para suponer que Prudence, una vez hubiese emprendido el mismo camino, no igualase o incluso sobrepasase los excesos de su prima en ese sentido. De momento podía apagar su sed de buenas obras con las clases, pero algo le decía a lord Emsworth que aquello no haría más que enardecer su celo y abnegación.
Añádase a estos innumerables males el hecho de que la presencia de su hijo Frederick producía su efecto habitual en el sensible par, y se comprenderá por qué, durante la recepción de Tipton Plimsoll, permaneció sentado en un rincón, con la cabeza entre las manos, temblando espantosamente y sin tomar parte en la conversación. No puede decirse que un perfecto anfitrión no hubiese obrado de otra manera; lo único que se puede decir es que era comprensible.
El malestar del coronel Wedge y de lady Hermione, su esposa, era debido sólo en parte a los miasmas infiltrados en el castillo de Blandings por la presencia de Prudence. Su aspecto estaba ensombrecido además por otra tragedia. Aquel día, precisamente cuando era de tan vital importancia estar en perfecta sazón para impresionar a jóvenes millonarios, un mosquito había picado a su hija Verónica en la punta de la nariz, lo que produjo la consiguiente hinchazón que disminuía su radiante belleza en un sesenta o un setenta por ciento.
Todo lo que el Bálsamo de Sugg, altamente recomendado por el farmacéutico local, podía hacer, se estaba haciendo; pero sus padres, al igual que lord Emsworth, no estaban en su mejor forma, y transcurrió poco tiempo antes de que Tipton Plimsoll se preguntase si la eliminación de aquel rostro que atormentaba su vida no sería demasiado costosamente comprada al precio de una prolongada estancia en aquella funeraria medieval. Con la misma emoción que debió de experimentar la aguerrida guarnición de Lucknow al oír la estridencia de las gaitas de los highlanders, salió por fin de su estado comatoso al oír que el gong avisaba que era la hora de vestirse, y que durante media hora estaría solo.
Esto ocurría a las siete y media. A las siete y cincuenta reemprendía el descenso de la escalera en dirección al salón de la chimenea. Y entonces, a las siete y cincuenta y siete, el aspecto total de la vida cambió súbitamente. La tristeza se desvaneció, la esperanza anunció su aurora, una suave música pareció saturar el aire, y este aire se llenó de repente de lánguidos aromas de rosas y violetas.
—Mi hija Verónica —dijo una voz presentando, y Tipton Plimsoll se tambaleó ligeramente, con los ojos saliéndosele de las órbitas detrás de sus gafas con montura de concha.
De Sugg, como hombre, nada sabemos. Pudo haber sido o no una buena persona, cariñoso con los animales y respetado por todos los que lo conocían. En ausencia de datos, es imposible decirlo. Pero de Sugg, el rey del ungüento curativo, se puede hablar con encomio. Cuando se trataba de procurarse ungüento curativo estaba a cuarenta leguas de los demás.
Mientras Verónica miraba a Tipton Plimsoll con sus enormes ojos, como una vaca que contempla por encima de una cerca unas matas de sabrosa hierba, nadie hubiera podido adivinar que pocas horas antes aquella nariz que estaba bajo aquellos ojos hubiese sido de un tamaño y forma que la hacían parecer hermana de W. C. Fields. Sugg la había tomado en sus manos, y con su arte magistral le había devuelto su anterior perfección. Descubrirse ante Sugg es lo menos que puede hacerse.
—Mi sobrina Prudence —continuó la voz, saliendo de en medio de una neblina rosada con acompañamiento de arpas, laúdes y sacabuches.
Tipton no tuvo tiempo de ocuparse de la sobrina Prudence. Tras observar únicamente que parecía una muchacha pequeña y animada, de ojos azules, poseída de cierta excitación, volvió a fijar su vista en Verónica. Y cuando más la analizaba, más le parecía algo construido de acuerdo con sus cánones de belleza. El amor había hecho presa en Tipton Plimsoll por primera vez. Lo que había tomado por divina emoción en el raso de Doris Jimpson y quizá un par de docenas de casos más, había sido, lo comprendía entonces, una pálida imitación de la realidad; como uno de esos sustitutivos sin valor contra los cuales Sugg pone en guardia.
Estaba todavía arrullando con no disminuida intensidad cuando fue anunciada la cena.
2
En las casas de campo de Inglaterra, la cena resulta con demasiada frecuencia un ágape trivial y poco inspirador. Si la clase dirigente del isleño reino tiene un defecto, es su inclinación a absorber sus manjares en la mesa en medio de un silencio glacial, y sin hacer nada para elevar el ánimo ni dar al alma un regocijo. Pero aquella noche, en el más pequeño de los dos comedores del castillo de Blandings, se notaba un ambiente totalmente distinto. No sería exagerado calificarlo de regocijante alegría.
Las reacciones del acaudalado huésped ante los encantos de su hija no habían escapado al coronel Egbert ni a lady Hermione Wedge. Como tampoco se les había pasado por alto la actitud de su hija. Las emociones de los tres miembros de la familia Wedge podrían ser descritas en pocas palabras como «bañarse en agua de rosas».
En cuanto a Prudence, habiéndose enterado de los planes de su amado por mediación de Freddie durante una conversación que tuvo con él poco antes de la cena, estaba en la cumbre de la vivacidad. Freddie, a quien siempre gustaba volver a encontrar a las muchachas con las cuales había estado prometido, se sentía encantado de reanudar su vieja amistad con Verónica, a quien hablaba con soltura y vivacidad de las galletas para perros. Lord Emsworth, informado por Prudence de que, después de pensarlo bien, renunciaba a su intención de consagrarse a las buenas obras, era tan feliz como un hombre tan excelente como él merece serlo. Si tomaba escasa parte en las alegres sutilezas que cruzaban la mesa como relámpagos, no era debido a que estuviese malhumorado, sino simplemente al hecho de que, consiguiendo por primera vez eludir la vigilancia de su hermana, había introducido su tratado sobre los cerdos en el comedor y lo estaba leyendo a hurtadillas bajo la mesa.
Y de toda aquella alegre banda, el más alegre de todos era Tipton Plimsoll. Ni su forzosa abstinencia, ni el hecho de que como invitado de honor estuviera sentado al lado de su formidable anfitriona, podían contrarrestar la exuberancia de su espíritu. De vez en cuando su mirada se dirigía hacia el sitio donde estaba sentada Verónica, y cada vez su imagen parecía infiltrar en él una nueva vena de vivacidad.
Él era quien tenía las mejores salidas. Él era quien explicaba las más picantes anécdotas. Él era quien, entre la sopa y el pescado, divertía a la concurrencia con un truco consistente en sostener en difícil equilibrio el tenedor y la copa de vino. Durante algún tiempo, en una palabra, fue la verdadera encarnación del espíritu de la alegría.
Durante algún tiempo, hemos dicho. Para ser precisos, hasta el momento de servir el segundo plato. Porque en aquel preciso instante hasta las figuras de los tapices que cubrían las paredes se dieron cuenta de que el silencio había caído sobre el señor de los regocijos y que rehusaba la comida con un ademán que sólo podría ser calificado de byroniano. Se veía claramente que a Tipton Plimsoll le había ocurrido algo.
Todo era debido a que, cuando dirigió otra mirada a Verónica, quedó sorprendido al verla dar picarescamente un golpecito en la muñeca de Freddie, diciéndole al propio tiempo que no fuese tonto; el espectáculo penetró hasta sus órganos vitales y los convirtió en una espiral.
Desde hacía rato se había dado cuenta de que ambos parecían entenderse perfectamente, pero, luchando por conservar una mentalidad amplia, se dijo que entre los primos había que dar por descontada cierta camaradería. Pero lo del golpecito en la muñeca ya era harina de otro costal. Le parecía que se alejaba ya bastante de una simple camaradería de primos hermanos. Era un hombre de violentas pasiones, y el monstruo de ojos verdes de los celos trepó por su pierna y le mordió hasta el alma.
—No, muchas gracias —dijo fríamente al criado que trataba de interesarlo acerca de unos higadillos de pollo con hojaldre.
Y, no obstante, si lo hubiese sabido, en el motivo que llevó a Verónica a darle a Freddie el golpecito en la muñeca nada había capaz de hacer afluir el rubor a las mejillas de la modestia. Lo que ocurrió fue que Freddie le dijo en tono confidencial que las galletas Donaldson para perros estaban tan admirablemente elaboradas que eran aptas incluso para las personas, al oír lo cual, como era de esperar en una muchacha de su mentalidad, ella le había dado un golpecito en la muñeca diciéndole que no dijese tonterías.
Pero Tipton, al no estar en posesión de los hechos, se estremeció de pies a cabeza y se sumió en el silencio. Y tanto preocupó esto a lady Hermione que trató de averiguar las primeras causas. Siguiendo la dirección de sus miradas comprendió la situación, y decidió tener una conversación con Freddie después de la cena. Se prometió también decirle dos palabras a su hija.
Esta última decisión podría ponerla en práctica cuando el elemento femenino se levantase, dejando a los hombres entregados a su oporto. Y tan bien llevó a cabo su misión que lo primero que Plimsoll vio al entrar en el salón fue a Verónica Wedge avanzar hacia él con un mantón de flecos sobre sus adorables hombros.
—Mamá me ha dicho que si le gustaría a usted ver el jardín a la luz de la luna —dijo de aquella manera suya tan directa.
Un momento antes, Tipton consideraba que la vida era una especie de abismo sombrío, porque, además del espectáculo de aquella muchacha dando golpecitos en las muñecas de otros hombres, había pasado por el sufrimiento de ver a su anfitrión, al hijo de su anfitrión y al cuñado de su anfitrión trasegando oporto a cubas, mientras él debía permanecer alejado de los bebedores. Pero en cuanto aquella divina música empezó a sonar, el aire pareció perfumarse nuevamente de rosas y violetas. Y en cuanto a aquella neblina rosada, era tan espesa que resultaba incluso difícil ver a través de ella.
—¡Ya lo creo! —exclamó extasiado.
—¿Quiere usted?
—¡Claro que quiero!
—Hace fresco —sentenció Freddie—. No me pescaréis a mí saliendo a los jardines. Mi consejo es que os quedéis. ¿Qué te parece una partida de backgammon, Vee?
La sangre habla. Lady Hermione Wedge podía parecer una cocinera, pero por sus venas corría la sangre de cien lores. Haciendo un esfuerzo dominó su súbito deseo de romperle la cabeza a su sobrino con el primer instrumento contundente que hallase a mano.
—No hace el menor frío —dijo—. Es una noche de verano deliciosa. Ni siquiera necesita usted sombrero, míster Plimsoll.
—Ni el más leve indicio de sombrero —asintió Tipton con entusiasmo—. ¡Vamos!
Salió por la puertaventana con su rubia acompañante, y lady Hermione se volvió hacia Freddie.
—Freddie… —dijo.
Su actitud era francamente agresiva; era la actitud de una tía que se sube las mangas y se escupe en las manos, disponiéndose a darle a su sobrino lo merecido.
En aquellos mismos instantes, en el Emsworth Arms, de Market Blandings, Bill Lister, confortablemente instalado en el jardín posterior, después de una cena abundante, contemplaba la luna y pensaba en Prudence.
Acababa de ocurrírsele que en una noche como aquélla no sería una tontería recorrer los tres kilómetros que lo separaban del castillo y contemplar la ventana de su adorada.
3
Al relatar el primer paseo romántico de Tipton Plimsoll y Verónica Wedge, el cronista tropieza con la misma dificultad con que se encontró cuando tuvo la oportunidad de referir el encuentro de Freddie Threepwood y Bill Lister. Le sería muy fácil relatar aquí su conversación palabra por palabra, pero es dudoso que éstas pudiesen interesar al culto, elevado e instruido público para el cual escribe. Es conveniente, por lo tanto, dar simplemente una idea general de ella.
Tipton empezó inspiradamente diciendo que el jardín estaba precioso bajo la luz de la luna, y Verónica repuso: «Sí, ¿verdad?». A eso siguió la observación de que los jardines siempre están más bonitos cuando hay luna que cuando, por ejemplo, no la hay, y Verónica repuso: «Sí, ¿verdad?». Hasta aquí, el diálogo que hubiera estado fuera de lugar ni en un salón como el de Madame Recamier. Pero, al llegar a este punto, a Tipton se le secó la inspiración y siguió un prolongado silencio.
El hecho era que Tipton Plimsoll, uno de esos hombres capaces, cuando están impulsados por la bebida, de hacer rugir de entusiasmo a una masa entera de hombres de su misma edad y capacidad mental de quienes fuese el invitado, en realidad tendía a perder la inspiración al encontrarse a solas con una muchacha. Y en aquel caso era lo que le estaba ocurriendo con la muchacha que tenía a su lado en la terraza bañada por la luna. Su gran amor, aquella avasalladora belleza y el hecho de que durante la comida no había bebido más que agua de cebada, se combinaban para causarle un malestar indecible.
Poco después, Verónica, poniendo de nuevo en marcha la conversación, dijo que aquella tarde un mosquito le había picado en la nariz. Tipton, estremeciéndose al oír aquello, dijo que había detestado siempre a los mosquitos. Verónica dijo que a ella tampoco le gustaban los mosquitos, pero que eran peores los murciélagos. Tipton repuso que sí, que ¡oh!, que desde luego, eran mucho peores los murciélagos. A Verónica le gustaban los gatos, y Tipton estuvo de acuerdo en que los gatos, como raza, eran muy simpáticos. Sobre el tema de las ratas estaban también de completo acuerdo, ambos compartían la opinión de que carecían totalmente de encanto.
Roto el hielo de aquella manera, la conversación prosiguió animadamente hasta que Verónica dijo que quizá fuese mejor que entrasen ya. Tipton dijo: «¡Oh, sí!», y Verónica: «Creo que será mejor», y Tipton: «Entonces, si usted lo cree…», y su corazón saltaba y galopaba al entrar con ella en el salón. Si alguna vez hubo en su mente la menor duda de que aquella muchacha y él fuesen almas gemelas, no existía ya. Le parecía absolutamente sorprendente que dos personas pudiesen pensar de manera tan igual sobre cualquier cosa; sobre los mosquitos, los murciélagos, los gatos, las ratas; en una palabra, sobre todo. En cuanto al episodio de la cena, estaba dispuesto a olvidarlo. Era evidente que había dado un golpecito en la muñeca de Freddie con cierta picardía, pero cabía suponer que su mano hubiese resbalado.
El júbilo subsistió durante toda la larga velada y le hizo llegar a la hora de acostarse con una sensación de bienestar que generalmente sólo experimentaba cuando estaba a mitad de la segunda botella. Hasta tal punto, que cuando a las diez y media hizo su aparición la bandeja del whisky, él tomó su vaso de agua de cebada sin un estremecimiento. Le sorprendió incluso un poco que el coronel Wedge y Freddie sintiesen la necesidad de beber algo más fuerte.
A las once, lady Hermione inició un éxodo general, y a la once y diez estaba Tipton en su habitación del segundo piso, contemplando la luna, todavía bajo el influjo de aquella febril excitación que se apodera de los muchachos jóvenes que acaban de encontrar por primera vez a su alma gemela.
Le parecía absurdo pensar en acostarse mientras sintiese aquel bienestar. Contempló la luna, y ésta pareció inclinarse ante él.
Cinco minutos después abría la puerta del salón y salía a la terraza.
En aquel momento oyó una voz que exclamaba: «¡Bendita sea mi alma!», y vio a lord Emsworth a su lado.
4
En momentos de emoción, los quevedos de lord Emsworth solían despegarse de su base, balanceándose deportivamente en el extremo de su cordón. La visión de la robusta figura saliendo de la puerta del salón produjo este efecto, porque daba por descontado que debía de tratarse de un ladrón. Después reflexionó que los ladrones no suelen salir, sino entrar, y, más tranquilizado, volvió a coger los quevedos y a ponérselos de nuevo sobre la nariz.
Entonces vio que el aparecido no era un merodeador nocturno, sino únicamente su invitado Popkins, o Perkins, o Wilbraham, o como se llamase.
—¡Ah, míster Er…! —dijo.
Por regla general, el señor del castillo de Blandings no era muy aficionado a alternar con la gente joven. En realidad, la única vez que se movía con verdadera celeridad y rapidez era cuando intentaba evitarla. Pero aquella noche experimentaba una gentil benevolencia hacia toda la especie humana.
A ello había contribuido, como es lógico, el cambio de idea de Prudence, pero era debido principalmente a que en el curso de la conversación, mientras tomaban el oporto, Freddy dijo que esta vez no permanecería, como de costumbre, pegado al castillo de Blandings como un percebe a una roca, sino que lo usaría únicamente como base de sus operaciones por los alrededores. Shropshire y los condados vecinos tienen una peculiar riqueza en propietarios de perreras bien surtidas, y Freddie tenía intención de visitarlos, quedándose algunas veces por la noche y encarnizándose otras con su infortunada presa durante días enteros.
No hay padre que no se hubiese sentido reconfortado por estas noticias, y el humor de lord Emsworth al proseguir la conversación era cordial y afectuoso.
—¿A dar una vueltecita, míster Ah…?
Tipton dijo que a eso iba, añadiendo en forma defensiva que hacía una noche hermosísima.
—Hermosísima —asintió lord Emsworth, y como era un hombre a quien le gustaba poner las cosas bien en claro, añadió—: Hermosísima, hermosísima, hermosísima, hermosísima. Allá está la luna —prosiguió, llamando la atención de su joven amigo sobre esta nueva atracción con un amplio ademán de su mano.
Tipton dijo que ya se había dado cuenta de que era la luna.
—Es brillante —dijo lord Emsworth.
—Muy brillante —repuso Tipton.
—Muy brillante, es verdad —dijo lord Emsworth—. Excesivamente brillante. —Luego, cambiando de tema, añadió—: ¿Le interesan a usted los cerdos, míster Eh… Ah… Hmmmm…?
—Plimsoll —dijo Tipton.
—Los cerdos —dijo lord Emsworth elevando la voz para hacer la palabra más inteligible.
Plimsoll explicó que había tratado de darle a entender que su nombre era Plimsoll.[2]
—¡Oh! ¿Sí? —dijo lord Emsworth, permaneciendo un momento pensativo. Tenía un vago recuerdo de que le habían encargado decir algo a una persona que se llamaba así, pero le era imposible de momento recordar qué era—. Pues, como iba diciéndole, me dirigía a los corrales a escuchar a mi cerda.
—¡Oh! ¿Sí?
—Se llama Plimsoll.
—¿De veras? —exclamó Tipton, sorprendido de la coincidencia.
—Quiero decir Emperatriz de Blandings. Ha ganado la medalla de plata de Cerdos Gordos en la Exposición Agrícola de Shropshire dos veces…
—¡Caray!
—… consecutivas.
—¡Cielos!
—No creo que haya habido alguna vez otro cerdo igual.
—Me deja usted sorprendido.
—Sí, es un hecho sorprendente. Está muy gorda.
—Tiene que estarlo.
—Lo está. Extraordinariamente gorda.
—Sí, señor, sí, lo creo —dijo Tipton, gruñendo mentalmente. No hay enamorado que haya salido a la luz de la luna a soñar con la mujer que adora, que se sienta subyugado por una conferencia sobre los cerdos, por muy gordos que éstos estén—. Bien, no quisiera entretenerlo… Quiere usted ver su cerda.
—Creo que le gustaría —dijo lord Emsworth—. Seguiremos este sendero.
Agarró a Tipton del brazo, pero no había necesidad de que lo custodiase de aquella manera. Tipton se había resignado a seguirlo sin resistencia. No tenía la menor experiencia en el arte de sacudirse pares pegajosos, y era tarde para empezar a aprender. Formulando interiormente el deseo de verlo tropezar con un rayo de luna y romperse el pescuezo, lo acompañó sin resistencia.
Como de costumbre a aquellas horas, la Emperatriz se había retirado a su nocturno refugio. Por consiguiente, a lord Emsworth sólo le fue posible hacer a su huésped una descripción verbal de sus encantos. Pero le prometió algo mejor para el futuro.
—Le traeré a usted a verla mañana por la mañana —dijo—. O, mejor aún, por la tarde, porque estaré ocupado arreglando las cosas con el pintor que me mandó Galahad. Mi hijo Freddie —explicó— me ha dicho que mi hermano Galahad me ha mandado a un artista para pintar el retrato de la Emperatriz. Es una idea que tengo metida en la cabeza desde hace tiempo. Escribí a mi hermana Dora para pedirle que me buscase a un pintor, pero me contestó con rudeza, diciéndome que no fuese idiota. Mi hermana Hermione se oponía también al proyecto. Por lo visto, no les gustaba que en la galería de retratos de familia figurase una cerda. Eso lo dijo Hermione, a cuyo lado ha cenado usted esta noche. La muchacha que estaba sentada al lado de Freddie era su hija Verónica.
Por primera vez, Tipton tuvo la sensación de que salvaría algo del naufragio de aquel paseo bajo la luz de la luna.
—Me pareció encantadora —dijo, preparándose para una larga disquisición sobre su tópico favorito.
—¿Encantadora? —dijo lord Emsworth sorprendido—. ¿Hermione?
—Miss Wedge.
—Me parece que no la conozco —dijo lord Emsworth—. Yo hablaba de mi sobrina Verónica. Es una buena muchacha, con muchas cualidades.
—¡Ah! —suspiró Tipton con reverencia.
—Tiene un corazón excelente y le gustan los cerdos. La vi una vez apartarse de su camino para coger y arrojar a la pocilga una patata que la Emperatriz había husmeado por entre las barras. Me gustó mucho. No todas las muchachas hubieran sido tan consideradas.
Tipton estaba tan impresionado por aquella prueba de pureza de alma de la diosa de sus sueños que de momento era incapaz de hablar. Después exclamó:
—¡Caramba!
—Recuerdo que mi hijo Freddie estaba presente…
Lord Emsworth se detuvo súbitamente. Aquella tercera mención de su hijo menor surtió el efecto de refrescar su memoria. Algo empezaba a subir a la superficie.
¡Ah, sí! Ya lo tenía. Su dormitorio… Egbert, que aparecía de repente… Él escribiendo algo en las guardas del tratado sobre los cerdos…
—Freddie, sí —prosiguió—. Sí, desde luego, Freddie. Ya sabía yo que tenía algo que decirle respecto de Freddie. Verónica y él estuvieron prometidos.
—¿Cómo?
—Sí. Rompieron el compromiso porque… No puedo recordarlo ahora. Quizá porque Freddie se casó con otra. Pero se quieren mucho todavía. Siempre se han querido, desde chiquillos. Recuerdo que mi mujer siempre llamaba a Verónica la «noviecita de Freddie». Mi mujer vivía entonces —explicó lord Emsworth, poniendo bien en claro que no se trataba de una voz de ultratumba.
A pesar de que todo posible error de comprensión hubiese sido evitado de esta manera, el ceño de Tipton continuó fruncido. Espiritualmente, necesitaba aire. Una vez, en una ruidosa reunión de un círculo nocturno clandestino, alguien le había dado en el tabique de la nariz con la tabla de cortar carne, y la misma sensación que había experimentado entonces la experimentaba en ese momento; la sensación de estar de pie, inseguro, en un universo que se tambaleaba y desintegraba.
Muchos enamorados en su caso se hubieran consolado pensando que Freddie, a la sazón casado, probablemente no tomaba ya parte en la carrera tras el corazón y la mano de Verónica. Pero Tipton era incapaz de permitir que su angustiado corazón se consolase con esta mera idea. Hijo de padres que inmediatamente después de haberse casado empezaron a casarse con otras personas con una perseverancia digna de mejor suerte, su infancia fue la de esos chiquillos que con ligera sorpresa se ven pasados de unas manos a otras como un balón de rugby. Y, al llegar a años más maduros, había visto entre sus amigos y relaciones demasiado de lo que ocurría por los vericuetos de los amores extramatrimoniales para creer ciegamente en la duración del estado conyugal.
Aquella misma Doris Jimpson, de quien se creyó una vez enamorado, había llegado a ser correlativamente Doris Boole, Doris Busbridge y Doris Applejohn con tan rápida sucesión que la velocidad de la mano casi engañaba la mirada.
De manera que el hecho de que el ex novio de Verónica fuese en ese momento un hombre casado no le parecía en absoluto una razón para descalificarlo como posible alineante en la salida. Pensaba que Freddie, habiéndose cansado de mistress Freddie, la había mandado a París a procurarse uno de esos divorcios que esa ciudad facilita con mano pródiga; y entonces, dispuesto a volver a reemprender el camino, se disponía a dedicarse de nuevo a su antiguo amor. Aquella observación en voz baja hecha durante la cena, que había producido el golpecito en la muñeca y la frase de que no fuese tonto, era indudablemente algo que entraba en la categoría del suspiro de amor.
Así resumía Tripton la situación, y aun cuando la luna no había desaparecido súbitamente, como ocurre con las lunas de teatro cuando hay avería en los efectos luminosos, a él le parecía que se había ocultado.
—Creo que voy a regresar a casa —dijo tristemente—. Se va haciendo tarde.
Mientras se dirigía hacía el salón, una idea invadió su atormentada mente; y era que, con rostros o sin ellos, necesitaba un trago. Estaba convencido de que el propio E. J. Murgatroyd, puesto delante de los hechos, le hubiera dado un golpecito en el hombro para animarlo a hacerlo. Jamás, razonaría Murgatroyd de hallarse allí en aquel momento, necesitaría unas gotas de buen licor con mayor razón que en aquel trascendental momento; y, después de todo, le haría observar el puritano médico, puesto que desde las dos de aquella tarde había llevado una vida austera y regular, el riesgo quedaba reducido al mínimo.
La jarra estaba todavía sobre la mesa del salón, con la mitad de su precioso contenido intacto. Agarrarla y echar un trago largo y vigorizador fue para Tipton obra de un instante. Después, como hombre prudente, pensó en el futuro. Debido a las descabelladas instrucciones que había dado a Freddie de que mientras estuviese en el castillo sólo debían servírsele bebidas no alcohólicas, a menos que tomase enérgicas disposiciones aquello sería el último salvavidas de que disponía antes de volver al mundo civilizado. Perspectiva ante la cual la imaginación se tambaleaba.
Se requería una acción rápida, y rápidamente obró. Precipitándose en su habitación, encontró un gran frasco sin el cual nunca viajaba, y que había acarreado esta vez en parte por costumbre, y en parte por sentimentalismo, lo llevó al salón y lo llenó. Después, creyendo que había hecho todo lo que un hombre puede humanamente hacer para garantizar su futuro, regresó a su habitación.
Debido probablemente a tan rápidas medidas, la luna había comenzado a brillar de nuevo, y Tipton, inclinándose sobre el alféizar de la ventana, miró hacia los prados y matorrales que tan deliciosamente iluminaba. Volvía a ser lo suficientemente él mismo para considerar sus actividades con aprobación. El hecho de compartir el mismo planeta con Freddie le preocupaba todavía, pero no lo temía ya como rival. El trago aquel de la jarra le había dado la sensación de podérselas entender con una docena de Freddies, y se le ocurría entonces que otro trago podría ayudar a perfeccionar la obra.
Echó uno, de acuerdo con ello, y estaba a punto de echar otro cuando súbitamente su mano se detuvo y se inclinó hacia adelante, mirando. Algo que se movía por el césped atrajo su mirada.
Parecía una figura humana.
Era una figura humana, la de Bill Lister, que había puesto en práctica su intención de llegar hasta el castillo para ver la ventana de Prudence. El hecho de que no tuviese manera de saber cuál de aquellas ventanas era la de Prudence no le preocupaba en absoluto. Se proponía mirarlas todas a fin de estar seguro. Y, en realidad, había acertado a la primera. La habitación de Prudence estaba situada debajo de la de Tipton, y tenía un balcón.
Estuvo un momento contemplándola, y después avanzó, observando la de Tipton. Y cuando la luz de la luna dio de lleno sobre su rostro, Tipton retrocedió precipitadamente, se agarró a la cama y cayó desplomado sobre ella.
Transcurrieron algunos minutos antes de que consiguiese calmar sus nervios y volver a la ventana a echar otro vistazo. Cuando lo hizo, el rostro ya no estaba allí. Después de mirarlo y hacerle una mueca, se había desvanecido. Era la rutina acostumbrada, pensó. Se sentó nuevamente en la cama, con la barbilla apoyada en las manos, inmóvil. Parecía El pensador de Rodin.
Poco después, lord Emsworth, al subir la escalera hacia su dormitorio, vio ante él una forma larga y delgada en el rellano. Su primera impresión fue la de que era un fantasma, si bien hubiera esperado más bien ver un caballero con armadura y la cabeza bajo el brazo que aquel hombre alto y delgado con gafas de montura de concha. Como había ocurrido antes, entornando un poco los ojos consiguió identificar a aquel agradable muchacho que tanto se había interesado por los cerdos, su huésped, míster Er…, o míster Ah…, o posiblemente míster Hmmm…
—Perdone —dijo la aparición hablando en voz baja y emocionada—. ¿Quiere usted hacerme un favor?
—¿Desea usted que le hable otra vez de mi cerda? Es un poco tarde, pero si realmente…
—Escuche —dijo Tipton—. ¿Quiere usted llevarse este frasco y guardarlo en alguna parte?
—¿Un frasco? ¿Un frasco? ¿Un frasco? ¡Eh! ¡Cómo! ¿Ponerlo en alguna parte? Ciertamente, mi querido amigo, ciertamente, ciertamente… —repuso lord Emsworth en vista de que el encargo entraba dentro de sus atribuciones.
—Gracias —dijo Tipton—. Buenas noches.
—¿Eh? ¡Oh, buenas noches! Sí, claro… —contestó lord Emsworth—. ¡Oh, sí, sí, claro! Buenas noches…