CAPÍTULO PRIMERO

1

La aristocrática luna que ilumina el castillo de Blandings y su distrito estaba casi en todo su esplendor, y la ancestral mansión de Clarence, noveno conde de Emsworth, llevaba ya algunas horas bañada por sus rayos de plata. Estos brillaban en las torrecillas y las almenas; caían respetuosamente sobre la hermana de lord Emsworth, lady Hermione Wedge, mientras se estaba cubriendo el rostro de afeites en el Cuarto Azul, y se deslizaban por la ventana abierta del contiguo Cuarto Rojo, donde había algo realmente digno de verse: Verónica Wedge, es decir, la bellísima hija de lady Hermione, acostada en su cama mirando al techo y deseando poder disponer de algunas joyas decentes para lucirlas en el próximo Baile del Condado. Una muchacha adorable no necesita, desde luego, más joyas que su juventud y su encantadora belleza, pero cualquiera que hubiese intentado hacerle comprender esto a Verónica habría tenido más trabajo que un castor.

Siguiendo su carrera ascendente, la luna iluminó al cuñado de lord Emsworth, el coronel Egbert Wedge, en el momento en que se apeaba de un taxi en la puerta principal de la casa; y avanzando siempre, iluminó a lord Emsworth en persona. El noveno conde se hallaba en aquellos momentos en las pocilgas contiguas al huerto, apoyado con su natural abandono sobre la barandilla de la coquetona residencia de la Emperatriz de Blandings, su admirable cerda, ganadora dos años consecutivos del concurso de Cerdos Gordos, en la Exposición Agrícola del Shropshire.

El éxtasis que siempre se apoderaba del vago y obtuso par cuando se hallaba en compañía del noble animal no era completo, porque éste se había retirado a pernoctar bajo una especie de suntuoso cobertizo situado en el fondo, y no podía verlo. Pero podía oír su respiración profunda y regular, y estaba deleitándose en ella, tan absorto como si se hubiese tratado de un concierto en el Queen’s Hall, dirigido por sir Henry Wood, cuando el aroma de un poderoso cigarro le dio a entender que no estaba solo. Ajustándose los quevedos, quedó sorprendido al encontrarse ante la aguerrida figura del coronel Wedge.

La razón por la cual quedó sorprendido al encontrarse con el coronel Wedge era que sabía que éste se había ido a Londres el día anterior a fin de aportar su concurso y apoyo al banquete anual de los Hijos Leales del Shropshire. Pero poco tiempo transcurrió antes de que su aguda mente le diese la posible explicación de su presencia en el castillo de Blandings; verbigracia, que posiblemente había regresado. Y ése era en realidad el caso.

—¡Ah, Egbert! —dijo cortésmente, comprendiendo.

Al ir a dar un paseo a fin de estirar la piernas después del largo viaje, el coronel Wedge creyó hallarse solo con la Naturaleza. La impresión que le causó descubrir que lo que había tomado por un montón de ropas era algo vivo y pariente político suyo, dio a su voz una entonación un poco agria.

—¡Dios mío, Clarence! ¿Eres tú? ¿Qué diablos haces aquí a estas horas?

Lord Emsworth no tenía secretos para sus dilectos y allegados. Contestó que estaba escuchando a su cerda, y al oír esta declaración su compañero hizo una mueca como si se le hubiese abierto alguna vieja herida. Egbert Wedge sostenía desde hacía ya mucho tiempo que el jefe de la familia en la cual había penetrado iba semejándose más al perfecto idiota cada vez que le veía, pero aquello parecía indicar un avance en este sentido más rápido que de costumbre.

—¿Escuchando a tu cerda? —dijo con asombro, haciendo una pausa para digerir tan increíble información—. Será mejor que entres en la casa y te acuestes. Vas a tener lumbago otra vez.

—Quizá tengas razón —asintió lord Emsworth poniéndose a su lado.

Durante un rato avanzaron en dirección a la casa sumidos en profundo silencio, cada cual absorto en sus propias reflexiones. De repente, como suele ocurrir a menudo en estas ocasiones, ambos empezaron a hablar al mismo tiempo: el coronel diciendo que se había tropezado con Freddie la noche anterior, y lord Emsworth preguntándole si durante su estancia en Londres había ido a ver a Mabel.

Eso intrigó al coronel.

—¿Mabel?

—Quería decir Dora. Había olvidado momentáneamente su nombre. Mi hermana Dora.

—¡Ah, Dora! ¡Dios mío, no! Cuando voy a Londres para pasar un día a gusto, no pierdo el tiempo yendo a ver a Dora.

Este sentimiento era uno de los que lord Emsworth aprobaba personalmente. Le daba la sensación de que su cuñado era un hombre de gusto y discernimiento.

—Claro que no, querido, claro que no… —dijo precipitadamente—. Nadie que tenga sentido común iría. Ha sido tonto de mi parte habértelo preguntado. Le escribí a Dora el otro día para pedirle que me buscase un artista que pudiera pintar el retrato de mi cerda, y me contestó de la manera más ruda posible, me dijo que no hiciese el ridículo. ¡Dios me bendiga, que horrible colección de pestes son los miembros femeninos de mi familia! Dora ya es de por sí una calamidad, pero fíjate en Constance, en Julie… Y, por encima de todo, en Hermione.

—Mi mujer… —dijo el coronel secamente.

—Sí —dijo lord Emsworth dándole un golpecito de afecto en el antebrazo—. ¿Y por qué te habré yo preguntado si habías visto a Dora? —añadió reflexionando—. Alguna razón habría… ¡Ah, sí! Hermione ha recibido carta suya esta mañana. Dora está muy preocupada.

—¿Por qué?

—¡Oh, sumamente preocupada!

—¿Sobre qué?

—No tengo la menor idea.

—¿No te lo ha dicho Hermione?

—¡Oh, sí!… Me lo ha dicho —repuso lord Emsworth con el tono de quien cede en un detalle sin importancia—. Me ha explicado las circunstancias claramente, pero las he olvidado por completo. Salvo que tenía algo que ver con los conejos.

—¿Con los conejos?

—Eso dijo Hermione.

—¿Por qué demonios tiene que preocuparse Dora de los conejos?

—¡Ah! —exclamó lord Emsworth, como si presintiese que se metía en terreno escabroso. Después, como iluminado, añadió—: Quizá se le hayan comido sus lobelias.

El coronel Wedge dejó escapar un agudo ronquido.

—Tu hermana Dora —dijo— vive en un cuarto piso de Wiltshire House, Grosvenor Square, manzana de suntuosas viviendas en el corazón de Londres, de manera que no tiene lobelias.

—En este caso, es difícil ver la intervención que los conejos han podido tener en este asunto —asintió lord Emsworth—. Oye —añadió, tocando un tema que nunca había perdido interés para él—, ¿me dijiste que habías recibido una carta de Freddie?

—Te he dicho que lo había encontrado.

—¿Encontrado?

—En Piccadilly. Iba con un tipo que estaba como una cuba.

—¿Como una cuba?

El coronel Wedge era un hombre más bien de mal carácter, y un tête-à-tête con aquel viejo carcamal que llevaba a su lado no lo mejoraba. La costumbre de éste de obrar como un eco de montaña suiza hubiera sido capaz de irritar al hombre más paciente.

—Sí, un tipo que estaba como una cuba. Un hombre joven bajo la influencia de los licores alcohólicos. ¿No sabes lo que es estar como una cuba?

—¡Oh, sí, sí! Como una cuba, sí, claro. Pero es imposible que fuese Freddie, querido. No. Freddie no puede haber sido. Sería alguien más…

El coronel Wedge apretó los dientes. Un hombre más débil que él los hubiera rechinado.

—Era Freddie, te digo. ¿Es que crees que no reconozco a Freddie cuando lo veo? ¿Por qué demonios no podía ser Freddie?

—Está en los Estados Unidos.

—No está en los Estados Unidos.

—Sí —dijo lord Emsworth con obstinación—. ¿No te acuerdas? Se casó con la hija de un fabricante estadounidense de galletas para perros y se fue a vivir a los Estados Unidos.

—Hace semanas que está de regreso en Inglaterra.

—¡Bendita sea mí alma!

—Su suegro lo ha mandado para que le dé un empujón a la rama inglesa del negocio.

Lord Emsworth bendijo de nuevo su alma. Consideraba increíble que su hijo menor, el honorable Freddie Threepwood, estuviese dando empujones a ramas inglesas de negocios estadounidenses. Años enteros de asociación con el muchacho le habían convencido de que tenía exactamente la inteligencia necesaria para abrir la boca cuando tenía hambre, pero para nada más.

—Su mujer ha venido con él, pero se ha ido a París. Freddie vendrá aquí mañana.

Lord Emsworth pegó un ligero y rápido saltito convulsivo y permaneció extrañamente rígido. Como tantos padres de las altas esferas británicas sufría de cierta alergia respecto de sus hijos menores, y no se consideraba feliz cuando tenía que tratar con aquel que el destino fatal había añadido a la lista de su prole. Freddie, cuando estaba en Blandings, tenía una forma de rondar de un lado para otro con un aspecto de oveja descarriada, fija su mirada en el extremo de una boquilla de veintiocho centímetros, que fue siempre suficiente para cubrir de helada escarcha aquel delicioso Edén suyo.

—¿Va a venir aquí? ¿Quién, Freddie? —Una especie de embotamiento parecía enturbiar sus sentidos, como si pensase en la cicuta que acababa de beber—. No estará mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó, con la patética ansiedad de un padre.

—Semanas, semanas y semanas, creí entender. Si no meses. En realidad, habló como si pensase quedarse definitivamente aquí. ¡Ah! Olvidaba decírtelo. Va a traer a ese borrachín con él. Buenas noches, Clarence, buenas noches… —dijo el coronel Wedge con afabilidad. Y con el buen humor completamente restablecido por el consuelo de haber destrozado el bello sueño de su pariente, se dirigió hacia el Cuarto Azul a dar cuenta de todo a su mujer, que había terminado de embadurnarse la cara y estaba en la cama, hojeando las páginas de una novela.

2

Ella levantó la vista al verlo entrar y lanzó un grito de alegría.

—¡Egbert!

—¡Hola, querida!

Contrariamente al resto de los miembros femeninos de su familia, que eran altos y majestuosos, lady Hermione Wedge era pequeña y regordeta, con aspecto de cocinera; cuando se sentía afable, de una cocinera satisfecha de su último soufflé; cuando se encontraba bajo la influencia de la cólera, de una cocinera a punto de despedirse; pero siempre una cocinera de mal carácter. No obstante, el ojo del amor no se deja influir por aspectos externos y su marido, con solícita devoción, evitando la crema del rostro, besó la punta de su gorro de noche. Eran una pareja unida y feliz. La mayoría de los que lograban establecer contacto con aquella formidable mujer compartían la opinión de lord Emsworth, y temblaban al verle fruncir el ceño; pero el coronel Wedge no había lamentado ni un solo instante haber contestado: «¿Eh? ¡Oh, sí, sí, claro, seguramente!», cuando el sacerdote le preguntó: «¿Queréis, Egbert, tomar a Hermione por…?». Donde otros quedaban amilanados bajo su mirada imperativa, él se limitaba a admirarla.

—Pues aquí me tienes por fin, muchacha —dijo—. El tren ha llegado con un poco de retraso y he estado dando un paseo por el jardín. Me he encontrado con Clarence.

—¿Estaba en el jardín?

—Sí, allí estaba. Buscándose un lumbago, y así se lo he dicho. ¿Qué asunto es ése de Dora? He encontrado esta mañana a Prudence paseando a su perro cuando pasaba por Grosvenor Square, pero no me ha dicho una palabra. Clarence dice que le has hablado de que estaba preocupada por no sé qué asunto de conejos.

Lady Hermione hizo unos ruiditos con la lengua, lo cual se veía obligada a hacer a menudo, cuando su hermano era el tema de la conversación.

—Me gustaría que Clarence escuchase algunas veces lo que se le dice en lugar de quedarse con la boca abierta sin prestar atención. Lo que le dije fue que Dora estaba preocupada porque un hombre había llamado a Prudence «conejito de mis sueños».

—¡Ah! Fue eso, ¿eh? ¿Y quién era el hombre?

—No tiene la menor idea. Por eso está tan preocupada. Parece que ayer entró el mayordomo preguntando dónde estaba Prudence, porque había un caballero que quería hablar con ella por teléfono. Prudence había salido. Dora se puso al aparato, y una extraña voz masculina dijo: «¡Hola, precioso conejito de mis sueños!».

—¿Y qué hizo?

—Estropearlo todo, como era de esperar en ella. Realmente, Dora no tiene el menor sentido común. En lugar de esperar para oír algo más, dijo que era la madre de Prudence quien hablaba. Al oír esto, el hombre lanzó una especie de grito ahogado y colgó. Desde luego, interrogó a Prudence cuando regresó a casa. Le preguntó quién era el que la había llamado «conejito de mis sueños», y ella contestó que podía haber sido cualquiera.

—Hay algo de verdad en eso. Hoy en día, todo el mundo llama cualquier cosa a cualquiera.

—Pero no «conejito de mis sueños».

—¿Consideras que la frase es un poco indecente?

—Sé que haría las investigaciones más profundas si oyese que un muchacho llamaba a Verónica «conejito de mis sueños». No me extraña que Dora esté preocupada. Me ha dicho que Prudence ha visto bastante a menudo a Galahad en estos últimos tiempos, y Dios sabe quién puede habérselo presentado. El ideal de Galahad sobre el hombre indicado para una muchacha impresionable puede perfectamente ser un asiduo a las carreras de caballos o un jugador de cartas tramposo.

El coronel Wedge dio muestras de aquella ligera somnolencia que se apodera de los maridos cuando los nombres de aquellos por quienes sienten alta estima, pero con los cuales sus esposas están en franca disconformidad, aparecen en la conversación. Sabía que su afecto y admiración por el hermano menor de lord Emsworth, el honorable Galahad Threepwood, no era compartida por la hermana de éste, quien consideraba a aquel beau sabreur y hombre de ciudad, una mancha en los blasones de una familia orgullosa.

—Algunos de los amigos de Gally son realmente unos pájaros extraños. Uno de ellos me quitó la cartera una vez. Asistía a la cena.

—¿El ratero?

—No, Gally.

—Es natural…

—Vamos, vamos, muchacha, no hables de eso como si hubiese sido una orgía. Y sea cual fuere la vida que ha llevado Gally, ¡demonios!, le sienta de maravilla. Nunca he visto a un hombre de mejor semblante. Va a venir para el cumpleaños de Vee.

—Sí, ya lo sé —dijo lady Hermione sin el menor placer—. Y Freddie también. ¿Te ha dicho Clarence que Freddie va a llegar mañana con un amigo?

—¿Eh? No, he sido yo quien se lo ha dicho. He encontrado a Freddie en Piccadilly. Pero no me vas a decir que Clarence lo sabía ya cuando se lo he dicho, ¿eh? ¡Por Dios! Cuando le he hablado de que Freddie vendría al castillo, ha recibido la noticia como la mayor de las sorpresas.

—Su vaguedad es realmente inquietante…

—¿Vaguedad? —El coronel Wedge descendía de un linaje de aguerridos militares que llamaban al pan, pan, y al vino, vino. No estaba para corteses eufemismos—. No es vaguedad. Es auténtica y legítima chifladura. El hecho es, muchacha, y tenemos que enfrentarnos a ello, que Clarence es un perfecto mentecato. Era un mentecato cuando me casé contigo, hace veinticuatro años, y ha seguido idiotizándose paulatinamente desde entonces. ¿Dónde dirías que acabo de encontrarlo? Allá abajo, en las pocilgas. He visto un bulto sobre la barandilla, y pensé que el jardinero podía haber olvidado su mono allí, cuando súbitamente se enderezó como una cobra y me dijo: «¡Hola, Egbert!». Me ha dado un susto terrible. A poco me trago el cigarro. Cuando le he preguntado qué demonios hacía allí a aquella hora, me ha contestado que estaba escuchando a su cerda.

—¿Escuchando a su cerda?

—Te lo aseguro. ¿Y qué podía hacer la cerda? ¿Es que cantaba? ¿Recitaba El peligroso Dan McGreiv? Nada de eso. Roncaba. Francamente, la idea de verme encerrado en el castillo de Blandings, bajo la luna llena, con Clarence, Galahad, Freddie y ese Plimsoll, me aterra. Es como naufragar en una isla desierta con los hermanos Marx.

—¿Plimsoll?

—El amigo ese que va a traer Freddie.

—¿Se llama Plimsoll?

—Lo sé únicamente por Freddie, desde luego. El tipo estaba demasiado curda para decir una palabra. Durante nuestra conversación estuvo silencioso, apoyándose con una mano en el guardabarro de un coche y cogiendo moscas invisibles con la otra, con una especie de sonrisa estática en el rostro. Nunca había visto a un hombre tan borracho.

Una arruga apareció en la frente de lady Hermione, como si tratase de estimular su memoria.

—¿Cómo era?

—Alto, delgado. Del tipo de Clarence. En conjunto, si puedes imaginarte a un Clarence joven y borracho, con una nariz ganchuda y gafas con montura de concha, tendrás una idea bastante exacta de ese Plimsoll.

—Estoy tratando de recordar. Seguramente he oído ese nombre alguna vez. ¿Te ha dicho Freddie algo de él?

—No ha tenido tiempo. Ya sabes lo que pasa cuando se encuentra uno con Freddie. El primer impulso es escapar. Me detuve sólo el tiempo necesario para oírle decir que iba a venir a Blandings con el cazador de moscas y que el cazador de moscas se llamaba Tipton Plimsoll, y luego salté dentro de un coche.

—¡Tipton! ¡Claro, ahora recuerdo!

—¿Lo conoces?

—Personalmente, no, pero lo vi en un restaurante, poco antes de que saliésemos de Londres. Es un muchacho estadounidense, educado en Londres, según creo, y muy rico.

—¿Rico?

—Inmensamente rico.

—¡Vaya por Dios…!

Hubo un silencio. Se miraron el uno al otro. Después, como de mutuo acuerdo, sus ojos se posaron sobre la pared de la izquierda, detrás de la cual Verónica Wedge yacía mirando el techo. La respiración de lady Hermione se había acelerado, y en el rostro del coronel, mientras permanecía sentado jugando en silencio a «Este cerdito fue al mercado» con los dedos del pie de su consorte, había la expresión del hombre que ve visiones.

Tosió.

—Sería una buena pareja para Vee.

—Sí.

—La gran ocasión de su vida.

—Sí.

—Siempre es…, ¡ejem!…, una cosa excelente para la gente joven…, en un sitio así, como éste…, perdido en las profundidades del campo…, tener gente joven con quien hablar. Anima mucho…

—Sí. ¿Te pareció agradable?

—Un hombre encantador. Admitiendo, desde luego, que estaba hecho una uva.

—No doy gran importancia a esas cosas. Quizá no tenga mucha resistencia.

—No. Y, además, un hombre que pasa la tarde con Freddie tiene, naturalmente, que aguantar mucho. Por otra parte, no hay que olvidar una cosa… Vee no es difícil que guste.

—¿Qué quieres decir?

—¡Caray! Pues que cuando uno piensa que estuvo un tiempo prometida con Freddie…

—¡Dios mío! ¡Lo había olvidado! Tengo que decirle que no hable de ello. Y será mejor que avises a Clarence.

—Voy a verlo ahora. Buenas noches, muchacha.

—Buenas noches, querido.

En el rostro del coronel Wedge había una expresión de éxtasis cuando salió del dormitorio. No era un hombre muy dado a soñar despierto, pero esta vez había caído en la tentación. Le parecía estar ya en la biblioteca de Blandings, con la mano en el hombro de un muchacho alto y delgado, con gafas de montura de concha, que había solicitado permiso para decirle dos palabras en privado.

—¿Cortejar a mi hija, Plimsoll? —le parecía estar diciendo—. ¡Naturalmente que puedes cortejar a mi hija, hombre!

3

En el Cuarto Rojo, Verónica seguía pensando en el Baile del Condado, y no con mucho optimismo. Le hubiera gustado poder asistir a él reluciendo como un candelabro, pero tenía muy pocas esperanzas de conseguirlo. Porque si bien iba a cumplir veintitrés años muy pocos días después, la experiencia le había enseñado a no esperar collares de diamantes para su cumpleaños. Lo máximo que el futuro parecía brindarle era un broche prometido por su tío Galahad y una inespecificada chuchería a la que su primo Freddie había hecho alusión.

La puerta, al abrirse, interrumpió su ensimismamiento. La luz que se filtraba por la rendija había atraído la atención del coronel Wedge mientras se dirigía al cumplimiento de su misión. Con una voz blanda y agradable, como un flan que fuese capaz de hablar, Verónica dijo:

—¡Hola, papaíto!

—¡Hola, querida! ¿Cómo estás?

—Muy bien, papaíto…

El coronel Wedge se sentó al borde de la cama, asombrado una vez más; como le ocurría siempre que veía a su hija, de que unos padres como su mujer y él, meras vulgaridades desde el punto de vista físico, hubiesen podido crear un ser tan espectacular. Verónica Wedge, si bien la de menos ideas, era ciertamente la muchacha más bella inscrita entre las ramas colaterales del Nobiliario de Debrett. Con el cerebro de una pava real y un retraso mental debido al hecho de haberse caído de cabeza cuando apenas salía del cascarón, poseía una combinación de radiante belleza que llevaba a los fotógrafos elegantes a luchar para conseguir su imagen. Cada vez que se leía en los periódicos el titular:

REYERTA EN LA ZONA OESTE, LOS FOTÓGRAFOS
LUCHAN MIENTRAS MILES DE PERSONAS LA
ACLAMAN

se podía tener la certeza de que la rivalidad profesional provocada por Verónica Wedge había provocado el conflicto.

—¿Cuándo has vuelto, papaíto?

—Ahora mismo. El tren llegó con retraso.

—¿Te has divertido en Londres?

—Mucho. Una buena cena. Tu tío Galahad estaba allí.

—Tío Galahad vendrá para mi cumpleaños.

—Eso me ha dicho. Y Freddie viene mañana.

—Sí.

Verónica Wedge lo dijo sin emoción. Si la ruptura de su compromiso con Freddie Threepwood y la subsiguiente unión de éste con otra muchacha la apenó alguna vez, se veía claramente que el sufrimiento había cesado.

—Va a venir con un amigo suyo, un chico llamado Tipton Plimsoll.

—¡Oh! ¿Es él?

—¿Lo conoces?

—No, pero el otro día me encontraba en el Quaglino con mamá y alguien lo señaló. Es espantosamente rico. ¿Es que mamá quiere casarme con él?

Había en aquella chiquilla una simplicidad y una manera tan directa de decir las cosas que algunas veces dejaba al coronel Wedge sin aliento. Y es lo que ocurrió entonces.

—¡Dios mío! —dijo cuando lo hubo recobrado—. ¡Qué idea más extraña! No creo ni que le haya pasado por la cabeza.

Verónica permaneció algunos instantes pensando. Era cosa que le ocurría muy raramente, y aun entonces con gran dificultad, pero creyó que era la ocasión indicada.

—No me importaría. No parecía mal tipo.

Sus palabras no eran abrasadoras —Julieta hablando de Romeo hubiera sido más expresiva—, pero al coronel Wedge le parecieron música celestial. Con el corazón henchido de esperanza, besó a su hija y se dispuso a marcharse.

Cuando estaba junto a la puerta, se le ocurrió que había precisamente un tema que pensaba tratar con su hija la próxima vez que la viese.

—A propósito, Vee, ¿te ha llamado alguien alguna vez «conejito de mis sueños»?

—No, papaíto…

—¿Considerarías muy significativo que alguien lo hiciese? ¿Incluso hoy en día, quiero decir, en que cualquier chico llama a cualquier muchacha lo primero que se le ocurre, como «palomita», o «ángel mío», o algo parecido?

—¡Oh, sí, papaíto!

—¡Ah! —dijo el coronel Wedge.

Volvió al Cuarto Azul. La luz estaba apagada y habló al azar, en la oscuridad.

—Muchacha.

—¡Oh, Egbert, estaba casi dormida!

—Perdona. Creí que te gustaría saber que acabo de hablar con Vee respecto de Plimsoll y que parece interesada por él. Por lo visto, estaba contigo el día que lo viste en el restaurante. Dice que no le pareció mal tipo. Considero la cosa prometedora. ¡Ah!, y, respecto de lo otro, dice que «conejito de mis sueños» es una expresión condenadamente fuerte. Verdadera pimienta. Será mejor que se lo digas a Dora. Me parece que vale la pena vigilar a Prudence. Buenas noches. Voy a ver a Clarence.

4

Lord Emsworth no dormía. Estaba en la cama leyendo un libro sobre el tratamiento de los cerdos sanos y enfermos. En el momento en que entró su cuñado lo había dejado sobre la mesa para reflexionar acerca del espantoso acontecimiento que estaba a punto de caerle encima. Tener que hospedar a su hijo menor Freddie era ya de por sí una cosa inhumana. Añádase a eso un tipo borracho, y la situación es de las que amilanan al conde más endurecido.

—¡Ah! Eres tú, Egbert… —dijo tristemente.

—Sólo te molestaré un momento, Clarence. No es más que una bagatela. ¿Recuerdas que te dije que Freddie iba a traer aquí a su amigo Plimsoll?

Lord Emsworth se estremeció.

—¿Además del borracho?

El coronel Wedge hizo un ruidito impaciente con la boca.

—Plimsoll es el borracho. Y venía sólo a decirte que cuando lo conozcas no le digas que Verónica estuvo en un tiempo prometida con Freddie. Será mejor que te lo apuntes, pues de lo contrario lo olvidarás.

—Como quieras, como quieras, querido… ¿Tienes un lápiz?

—Aquí lo tienes.

—Gracias, gracias… —dijo lord Emsworth, apuntándolo en las guardas del tratado sobre los cerdos, que era lo único que tenía al alcance de la mano—. Buenas noches —dijo, metiéndose el lápiz en el bolsillo.

—Buenas noches —repuso el coronel Wedge recuperándolo.

Cerró la puerta y lord Emsworth se sumió de nuevo en sus sombríos pensamientos.

5

El castillo de Blandings se disponía a pasar la noche. En el Cuarto del Reloj, el coronel Wedge estaba soñando con yernos ricos. En el Cuarto Azul, lady Hermione, a punto de dormirse, fijaba en su mente el propósito de llamar a su hermana Dora a primera hora de la mañana y encarecerle que pusiese un ojo maternal y vigilante sobre su hija Prudence. En el Cuarto Rojo, Verónica miraba nuevamente al techo, con una suave sonrisa en los labios; se le acababa de ocurrir que Tipton Plimsoll era precisamente el tipo de hombre que la surtiría de joyas, es decir, que la cubriría de ellas.

Lord Emsworth había vuelto a coger el tratado sobre cerdos y miraba a través de sus quevedos las palabras escritas en la guarda del libro.

«Cuando llegue Plimsoll, decir que Verónica ha estado prometida con Freddie».

Esto lo dejó un poco perplejo, porque no podía entender por qué, si el coronel quería que esta información fuese compartida por el borracho Plimsoll, no podía dársela él mismo. Pero hacía ya tiempo que había renunciado a profundizar en los procesos mentales de los que lo rodeaban. Pasó a la página cuarenta y siete, comenzó a leer de nuevo aquellas áureas palabras sobre el pienso de salvado y pronto quedó absorbido por ellas.

La luna seguía brillando sobre las torrecillas y las almenas. No estaba todavía en el plenilunio, pero lo estaría al cabo de muy pocos días.