XII

—¡Buenas noches a todos! —saludó alegremente Phipps, y echó un trago de la botella. Cualquier prudente reparo que pudiera haber tenido alguna vez con respecto a su constitucional incapacidad de absorber grandes cantidades de estimulantes alcohólicos sin verse obligado a pagar el tributo por ello… había desaparecido por completo. El vino burla y el alcohol embrutece, y a él le agradaba que así fuera. Cada vez que el vino quería burlarse de él, la actitud de James Phipps daba a entender que le parecía muy bien, y otro tanto pasaba con el alcohol cuando hacía lo posible por embrutecerlo—. ¡Buenas noches a todos! —repitió—. Y ahora voy a imitar a cuatro hawaianas.

Su evidente buena disposición para no escatimar ningún esfuerzo que animara la fiesta hubiera conmovido y deleitado a alguien como un monarca babilonio de la vieja escuela, amante de la juerga y deseoso siempre de fichar contertulios simpáticos para mantener viva la orgía babilónica, pero para Smedley sus palabras presagiaban sólo perdición y desastre. Ignoraba lo que pudiera dar de sí para solaz de los reunidos la actuación de cuatro hawaianas, pero el instinto le decía que probablemente sería algo ruidoso y la aprensión lo hacía temblar. La habitación de Adela se hallaba, como había apuntado Bill, en la otra punta de la casa, pero…, como él le había dicho a Bill, aun así.

—¡No, no! —chilló como un ratón herido.

—Pues, entonces, cantaré «Dulce Adelina» —dijo Phipps con el aire de un hombre que sólo busca complacer. Su repertorio era amplio y, si el auditorio no quería lo de las cuatro hawaianas, «Dulce Adelina» iría igualmente de perlas.

Esta vez fue Joe quien interpuso una protesta. Joe estaba tan excitado como Smedley. Conocía la popular «Dulce Adelina»: él mismo la había cantado muchas veces en los vestuarios del club; por lo que sabía mejor que nadie que en su melodía había ciertos agudos que, interpretados como aquel primo-domo borracho los interpretaría sin duda, traspasarían inevitablemente los ladrillos y el mortero como si fueran mantequilla y despertarían de su sueño a anfitrionas dormidas cual si escucharan la trompeta del Juicio Final. Una vez más se presentó a sus ojos la visión de Adela Shannon Cork en bata entrando por la puerta, y aquella cosa peluda de múltiples patas empezó a galopar de nuevo arriba y abajo por su espina dorsal.

—No, Phipps, por favor —lo detuvo.

El mayordomo se envaró. Estaba de un humor cordial, complaciente, dispuesto a confraternizar con la juventud; pero, aun a riesgo de aguar la buena armonía, se vio obligado a reclamar la deferencia debida a su posición. Permite una vez familiaridades a las clases medias-bajas y… ¿adónde crees que irás a parar?

—Míster Phipps, si no le importa —dijo glacial.

Bill, con su exquisito tacto, se sumó a la reprimenda.

—Sí, Joe… Pon más cuidado al dirigirte a míster Phipps. Como puede usted ver, está algo picajoso; echando los dientes, vamos. Pero tampoco a mí me parecería bien que se pusiera usted a cantar ahora «Dulce Adelina», míster Phipps.

—¿Por qué no habría de cantar «Dulce Adelina»?

—Porque despertará a la dulce Adela.

—¿Se refiere a la Cork?

—Ha dado en el clavo.

Phipps se quedó pensativo. Bebió otro trago de la botella.

—La Cork… —repitió en tono meditabundo—. Bueno…, a mí esa mujer jamás me ha caído bien.

¿Qué tal si voy y le atizo un buen mojicón en la napia?

Era una sugerencia que, en cualquier otro momento, le habría encantado a Smedley; porque, si alguna vez hubo una mujer que desde su más tierna infancia hubiera estado pidiendo, reclamando a voces incluso, un buen puñetazo en las narices, ésa era, evidentemente, su cuñada Adela. Pero ahora se estremeció de pies a cabeza y soltó otro de sus grititos ratoniles.

—¡No, no!

—¿Que no le sacuda un mojicón en la napia? Nada…, lo que usted diga —accedió Phipps, complaciente. Podía ser razonable como el que más sí lo tratabas con el debido respeto—. Bueno, ¡pues tomemos un trago! No, tú no, Smedley —prosiguió—. Ya has bebido bastante. El viejo chivo ha estado chupando como si fuera una aspiradora —explicó divertido a los otros, y luego miró al chivo en cuestión con aire indulgente—: ¡Smedley, viejo borrachín! —dijo—. ¿Dónde estuviste la pasada noche, eh, pájaro de cuenta? ¿Eh, Smedley?

Smedley esbozó una forzada e inquieta sonrisa. Phipps, picado, levantó la voz algo más.

—¡EH, SMEDLEY!

Bill dijo «¡Chis!». Joe dijo «¡Chis!». Y Smedley pegó un bote como si lo hubiera mordido de improviso un tiburón.

El resentimiento de Phipps iba haciéndose cada vez más profundo. Tenía la impresión de que aquella gente estaba sacando los pies del plato para fastidiarle. Si decía «¡Eh!», ellos respondían «¡Chis!»; y en cuanto a aquel viejo borracho de Smedley, que obviamente llevaba encima una buena tajada, ni siquiera se molestaba en responder cuando se dirigía a él educadamente. Uno tenía que ser tajante con este tipo de cosas, se dijo Phipps.

—¡Ya está bien! ¿Por qué no responde «¡Eh!» cuando yo le digo «¡Eh!»? Si un caballero se dirige a otro caballero diciéndole «¡Eh!», espera que el otro le conteste «¡Eh!».

Smedley se mostró presto a reparar su lapsus social.

—¡Eh! —dijo apresuradamente.

—Eh, ¿qué?

—¡Eh, míster Phipps!

El mayordomo arrugó el ceño. Su humor se había ensombrecido sin lugar a dudas. Ya no quedaba rastro de la campechanía y longanimidad de que había derrochado al principio cual si fuera el hada madrina del género humano y la personificación más cabal de un rayo de sol ambulante. Veía en la actitud de Smedley una condescendencia y una falta de cordialidad que desaprobaba por completo. Era como si hubiera empezado a intimar con un monarca babilonio y el monarca babilonio en cuestión le hubiera hecho de pronto un desaire, a lo que tan proclives son los monarcas babilónicos.

—Venga, venga —dijo—, déjate de ceremonias. Responde «Eh, Jimmy».

—Eh, Jimmy.

Perfeccionista como era, Phipps no se dio por satisfecho.

—Repítelo; más afectuoso.

—Eh, Jimmy.

Phipps se relajó. Cierto que la entonación de Smedley no había logrado imitar perfectamente el arrullo del pichón al intercambiar un saludo con una tórtola, pero se había acercado lo suficiente para apaciguarlo. Intuyó en él un sentimiento genuino.

—Así está mejor. No se puede ir por ahí ladrando como un perro sólo porque se es un maldito zángano social.

—¿No le caen bien los zánganos sociales? —preguntó Bill, interesada.

Phipps meneó la cabeza con gesto severo.

—No. Los desapruebo. Cuando llegue la Revolución, los colgarán a todos de las farolas. Es el sistema entero lo que está mal. Porque, vamos a ver… ¿acaso no soy un hombre? ¿NO LO SOY, SMEDLEY?

Otro brinco de Smedley.

—Sí, sí, claro que lo eres, Jimmy.

—¿No soy un caballero?

—Naturalmente, Jimmy.

—Pues entonces acércame un cojín para apoyar la cabeza, viejo odre. Vamos, apresúrate. A ver si hay un poco más de servicialidad aquí.

Smedley le llevó el cojín y se lo puso detrás de la cabeza.

—¿Estás cómodo, Jimmy? —preguntó entre dientes.

El mayordomo lo fulminó con la mirada.

—¿A quién estás llamando Jimmy? Para ti soy míster Phipps.

—Lo siento, míster Phipps.

—Así debe ser. Conozco a los de tu clase…, los conozco bien. Los que os reís de los pobres en su propia cara, y quitáis el pan de la boca a la viuda y al huérfano. Cuando llegue la Revolución, correrán ríos de sangre por Park Avenue, y en Sutton Place se amontonarán vuestros cadáveres.

Smedley hizo un aparte con Bill.

—Si esto va a continuar —murmuró—, no respondo de las consecuencias, Bill. Tengo la presión sanguínea a tope.

—Cuando llegue la Revolución —le recordó Bill—, ya no tendrás sangre. Estará corriendo Park Avenue abajo.

—Voy a acercarme hasta la puerta del dormitorio de Adela. A asegurarme de que sigue dormida. Cualquier cosa con tal de librarme por un momento de ese borracho hijo de… —Cortó la frase al captar la mirada de Phipps, y esbozó como pudo una sonrisa—: ¡Eh, míster Phipps!

Los ojos del mayordomo estaban demasiado vidriosos para echar fuego, pero por su actitud se vio que aquello lo había ofendido.

—¿Cuántas veces tengo que repetirte que me llames Jimmy?

—Lo siento, Jimmy.

—Míster Phipps, si no te importa —replicó con severidad el mayordomo.

Smedley, en clara inferioridad de condiciones para sostener la presión intelectual del debate, renunció a hacerlo y salió apresuradamente de la salita ante la gran satisfacción de Bill, que soltó un suspiro de alivio al verse libre de su turbadora presencia y aprovechó la oportunidad para pulsar la nota práctica.

—Bien, míster Phipps —dijo—, ¿cómo se siente? Si ha descansado ya, tal vez podría echarle otro tiento a esa caja fuerte.

—Sí —la apoyó Joe—. No podemos perder más tiempo.

Dijo lo que no debía, claro. El mayordomo se envaró de nuevo. Por alguna razón, posiblemente a causa de la anterior recaída en una familiaridad fuera de lugar, dio la impresión de sentir antipatía por Joe. Lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Y a usted qué le va en esto, si me permite preguntárselo?

—Todo. Verá… El asunto es éste: míster Smedley…

—¿Se refiere a ese viejo curda?

—Sí, exacto… El viejo curda Smedley y miss Shannon…

—¿La Shannon? ¿Esa solterona con cara de perro?

—Sí, sí. El viejo curda Smedley, la solterona cara de perro Shannon y yo tenemos un negocio. Él va a poner el dinero…

—¿Qué dinero?

—El que conseguirá cuando tenga el diario.

—¿Qué diario?

—El diario que está dentro de la caja.

—¿Qué caja? —interrogó Phipps con viveza, como el fiscal que pregunta a alguna rata de las cloacas dónde estaba la noche del quince de junio.

Joe miró a Bill. También él, como Smedley, se sentía un tanto desconcertado por la dialéctica de Phipps.

—La caja que usted tiene que abrir, míster Phipps.

—¿Quién dice que yo voy a abrir caja alguna?

—Yo no —dijo Bill, interviniendo con su habitual competencia—. Usted no podría hacerlo.

—Hacer ¿qué?

—Abrir esa caja.

Phipps guardó silencio unos instantes, digiriendo lo oído.

—¿Dice usted que yo no podría abrir esa caja?

—Sí. No tiene sentido ni pensar en probarlo. Hace cuatro años usted podría haberlo hecho, sí, pero no ahora. Todos nos hemos mostrado de acuerdo en esto.

—¿En qué?

—Pues en que usted fue muy bueno hace años, pero ahora ha perdido cualidades. Estuvimos hablando de esto antes, si usted recuerda, y llegamos a la conclusión de que ya no tiene agallas. Que está usted acabado.

—¡Ja!

—Es una lástima, pero es la realidad. No tiene usted culpa, claro, pero ya no es más que una vieja gloria. Como revientacajas, está usted para el retiro. Puede hacer de mayordomo como el que más, puede que tenga un brillante futuro en el cine, pero… ya… no es capaz… de abrir… esa caja.

El vino, cuando es rojo —o, como en el caso de Phipps, que estaba bebiendo crème de menthe, verde—, te envenena como una víbora, y así lo hacen también las críticas adversas al genio de un artista. Phipps, pues, se hallaba en el trance del hombre picado simultáneamente por dos víboras, por lo que la rubicundez de su rostro se tornó aún más grana.

—¡Ja! —exclamó—. Conque no soy capaz de abrir la caja, ¿eh? ¿Que no puedo abrir esa maldita caja? Pues miren, sólo por eso voy a abrirla.

Joe dirigió a Bill una mirada rápida y reverente. Dejadlo en manos de Bill —expresaba—. Ella sí es de fiar y te sacará siempre de apuros.

—Muchas gracias, Phipps —dijo.

—Gracias a usted, señor —respondió el mayordomo maquinalmente; pero en seguida, corrigiéndose a sí mismo, añadió—: Oiga…, ¿por qué me da las gracias?

—Ya le dije… Va usted a abrir la caja. Y, si la abre, tendremos nuestro dinero.

—¡Ja! Y, una vez que lo tenga, imagino que piensa que podrá casarse con la joven Kay… ¡Pues espere sentado! No tiene la menor posibilidad, infeliz. Ya oí cómo le daba calabazas esta misma tarde en la rosaleda…

Joe se sobresaltó.

—¿Cómo?

—Quitándoselo de encima como si fuera una colcha.

Joe se puso de un rojo subido. No tenía ni idea de haber actuado para un auditorio.

—No me diga que usted estaba allí.

—Sí que estaba.

—Pues no le vi.

—Nadie puede verme nunca.

—Le llaman La Sombra —aclaró Bill.

—Y le diré lo que más me chocó de todo ese episodio —prosiguió Phipps, hurgando de nuevo en la herida—. Sus métodos están totalmente equivocados. Se le veía alegre, dicharachero. Jamás conquistará el corazón de una joven sensible haciendo el payaso. Lo que ha de hacer es estrecharla entre sus brazos y besarla.

—Mejor que no se atreva —dijo Bill—. Es arriesgado. En cierta ocasión besó a una chica en París, y la hizo salir disparada a lo alto de la Torre Eiffel.

—¿De veras?

—No hizo más que cerrar los ojos con un gemido de éxtasis, y empezó a flotar, subiendo, subiendo, subiendo…

A modo de ilustración de sus palabras, Bill agitó los dedos, y el mayordomo empezó a seguirlos con la mirada con gesto de disgusto.

—No haga eso —chilló de pronto—. Me hace pensar en arañas.

—Lo lamento. ¿Les tiene manía a las arañas?

—Sí, se la tengo. ¡Arañas! —repitió Phipps sombríamente—. Podría contarle muchas cosas acerca de las arañas. Pregúnteme a mí, si quiere saberlo todo de ellas.

—Cuando llegue la Revolución, las arañas bajarán corriendo por Park Avenue.

—¡Ah! —dijo Phipps, como concediendo verosimilitud a esa profecía. Bostezó y estiró las piernas sobre el sofá—. Bueno…, no sé qué pensarán hacer ustedes —dijo—, pero yo voy a dar una cabezadita. Buenas noches a todos. Es hora de irse a la cama.

Cerró los ojos. Gorjeó un par de veces. Y luego, sin soltar la botella, se durmió.