XI

Kay se echó a reír.

—¡Oh, Joe! —se burló.

Una sombra de severidad oscureció el ceño de Bill. Desaprobaba aquella ligereza inconsciente. Fiel amiga, como siempre, la había impresionado mucho el relato que Joe le había hecho de su romance con Kay, con su moderna tendencia a rehuir el final feliz. Y sintiendo lo que sentía por Smedley, estaba en situación de entender y compadecer al pobre muchacho.

—Déjate de risitas descaradas —la reprendió—. Joe Davenport es un muchacho buenísimo, y te quiere.

—No para de decírmelo.

—«Bill», me dijo a mí anteayer; y si cuando hablaba no había lágrimas en sus ojos, es que yo ya no sé lo que es una lágrima. «Bill, vieja amiga: ¡estoy enamorado de esa chica!». Y luego no sé cuántas cosas más acerca de depresión, debilidad, sudores nocturnos y pérdida de apetito. Pero es que, además de las lágrimas en los ojos, el pobre sollozaba: se le ahogaba la voz y chirriaba como una dinamo. Ese chico te admira. Te adora. Moriría por un capullo de rosa que adornara tu pelo. ¿Y tiene ese capullo? Ni tan sólo un miserable pétalo. En lugar de dar gracias al cielo y ayunar porque te ha concedido el amor de un buen hombre, respondes a sus súplicas con carcajadas y le das con la puerta en las narices. ¡Bonita actitud, si me permites que te lo diga!

Kay se inclinó y le dio a Bill un beso en la coronilla. Había tenido el presentimiento de que aquella conversación prometía, y vio que no andaba desencaminada.

—Eres muy elocuente, Bill.

—¡Pues claro que soy elocuente! Te hablo con el corazón y con tres copas de champán encima. ¿Por qué le estás dando a Joe un trato tan duro? ¿Qué hay de malo en ese pobre diablo?

—Él ya lo sabe. Le dije exactamente por qué no quería casarme con él cuando almorzamos juntos el otro día, la víspera de dejar yo Nueva York.

—¿No vas a casarte con él?

—No.

—Estás loca.

—Él está loco.

—Por ti.

—Por todo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. ¿O no?

—No, en absoluto. Es un hombre al que respeto y admiro. ¿No te cae bien?

—Sí, mucho. Es muy divertido.

—Me alegra que no hayas dicho «Es un buen chico».

—¿Por qué? ¿Está mal decirlo?

—Fatal. Significaría que ya no hay esperanzas para él. Es lo que los muchachos solían decir de mí hace veinte años. «¡Oh, Bill!», decían. «¡La buena de Bill! Me cae bien Bill. Es una buena chica». Y luego me dejaron para vestir santos y para que fuera a comprar a las otras pastelillos y orquídeas, ¡malditas sean sus entrañas!

—¿Por eso eres una ramita solitaria llevada de acá para allá por la corriente del río de la vida?

—Por eso mismo. Muchas veces dama de honor, pero ninguna novia.

—¡Pobre desecho humano!

—Oye, no me llames desecho humano. ¿O es que no significa nada para ti el respeto debido a una tía? Y no trates de desviarme del tema de Joe. ¡Lo has rechazado catorce veces!, según él.

—Quince. Se me ha vuelto a declarar en la rosaleda esta tarde.

Bill bufó indignada. Se puso en pie y se acercó al escritorio con paso decidido, deseosa de restaurar su compostura con un poco más de champán. Pero al observar que ya no estaba allí la bandeja con las bebidas, bufó de nuevo, esta vez con decepción, suspiró hondamente y regresó a su asiento.

—Bien… La verdad es que no te entiendo —dijo—. Simplemente eso: que no te comprendo. Las ideas de tu cabecita son un libro sellado para mí. Si yo tuviera tu edad y Joe Davenport se me acercara para pedirme que me casara con él, lo sujetaría a mi alma con flejes de acero. ¡Dios santo! ¡Si cuando una mira a su alrededor y ve lo pelma que es hoy el joven promedio, la idea de que haya una chica con alguna pizca, de sentido común capaz de rechazar a un tipo como Joe resulta sencillamente increíble!

—Parece tener un gran ascendiente sobre ti.

—Lo tiene. Lo considero un hijo.

—Nieto.

—He dicho hijo. Sí, para mí es como un hijo. Y tú ya sabes lo que he sentido siempre por ti. Eres fresca como una lechuga, gastas bromas impertinentes acerca de nietos, te burlas de mis canas y más pronto o más tarde me matarás a disgustos, pero te quiero.

—El sentimiento es mutuo, Bill.

—No me interrumpas. He dicho que te quiero. Y me preocupo por tus intereses. Pienso que ese tal J. Davenport es el hombre que te conviene, y mi más ferviente deseo es instalarme en un banco de primera fila para cantar a voz en grito «El Señor los juntó en el paraíso» mientras tú y él avanzáis por el pasillo central. Me desconcierta ver que tú razonas de otro modo. Y no es que tengas nada en contra de ese pobre chico: reconoces que te cae bien…

—¡Pues claro que me cae bien! ¿Cómo va a ser posible que haya alguien a quien no le caiga bien Joe?

—Entonces… ¿cuál es el problema?

Kay no respondió en seguida. Su rostro había asumido la expresión grave y decidida que tanto le gustaba a Joe. Con la punta de una de sus zapatillas trazó un arabesco en la alfombra.

—¿Tengo que ser completamente sincera contigo, Bill?

—Claro que sí. Cuéntamelo todo.

—Bueno… Mira: podría enamorarme de Joe en un minuto…, ¡zas!…, si no me frenara a mí misma.

—¿Y por qué te frenas?

Kay se acercó a la cristalera y contempló las estrellas.

—Soy… precavida.

—¿Qué quieres decir?

—Bien… ¿Qué opinión tienes tú del matrimonio, Bill? En otras palabras: ¿es para ti algo solemne, sagrado o como quieras llamarlo, que ha de durar el resto de tu vida…, o una especie de divertido fin de semana como algunos de los que suelen darse en Hollywood? Yo lo veo como algo solemne y sagrado, y ahí es donde Joe y yo no parecemos estar de acuerdo. No, no me interrumpas o no seré capaz de explicarme. Lo que estoy tratando de decir es que no logro convencerme de que puedo fiarme de Joe. No puedo creer que sea sincero.

Haciendo un poderoso esfuerzo, Bill se las había arreglado para reprimir su impulso de cortar lo que consideraba el discurso más absurdo que hubiera oído en su vida, y eso que había asistido a un centenar de conferencias en los estudios, pero ya no pudo guardar silencio por más tiempo.

—¿Que no es sincero? ¿Joe? ¡Por amor del cielo, Kay! ¿Cuántas veces tendrá que pedirte en matrimonio antes de que en tu testaruda cabecita se abra paso la idea de que está enamorado de ti?

—No son las veces: es la forma de proponérmelo. Lo hace como si estuviera tomándoselo a broma. Y, para mí, el amor no es un chiste. Estoy chapada a la antigua, soy sentimental y me lo tomo muy en serio. Quiero alguien que se lo tome tan en serio como yo, y no un payaso incapaz de declararse a una chica sin hacer que se vea a sí misma como un personaje de vodevil. Cómo espera que me sienta —dijo Kay exaltándose, porque aquello lo llevaba hondamente clavado—, cuando su idea de una declaración romántica es soltar una risita de conejo y decirte: «No, no mires…, respóndeme sólo. ¿Quieres casarte conmigo?». Cuando una chica está con el hombre que ama, lo último que quiere es sentirse como si hubiera naufragado e ido a parar a una isla desierta con Groucho Marx.

Reinó el silencio por unos momentos.

—Entonces, entre tú y yo… ¿quieres a Joe?

—¡Pues claro que le quiero! —respondió Kay—. Desde el primer día. Pero no me fío de él.

De nuevo se hizo el silencio. Bill empezaba a ver que la cosa iba a resultar difícil.

—Comprendo lo que quieres decir —asintió finalmente—. Joe tiene cualidades de payaso. El tono ligero de comedia. La actitud bromista… Pero no olvides que esa actitud es a menudo sólo una coraza defensiva contra la timidez.

—¿Estás tratando de decirme que Joe es tímido?

—¡Naturalmente que es tímido… contigo! Todos los hombres son tímidos cuando están enamorados de veras. Por eso actúa así. Es un chiquillo que busca aliviar su desazón de haberse chiflado por la reina del jardín de infancia haciendo cabriolas. No te dejes engañar por las apariencias, pequeña. Mira su corazón sensible debajo.

—¿Crees que Joe tiene un corazón sensible?

—Te apuesto a que sí.

—No, si yo también lo creo… Creo que hace tilín por cualquier chica que conozca que no sea un perfecto adefesio. Ya he visto su librito rojo.

—¿Su qué?

—Números de teléfono, Bill. Teléfonos de rubias, morenas, pelirrojas y rubias de segunda clase. ¿Tengo que abrirte los ojos a la realidad de la vida, hija mía? Joe es un mariposón, que va de flor en flor haciendo la corte a todas las chicas que conoce.

—¿Es eso lo que hacen los mariposones?

—No hay forma de pararles los pies. Es otro Dick Mills.

—¿Otro quién?

—Uno con quien salía yo antes. Rompimos.

—¿Porque era un mariposón?

—Sí, Bill, porque lo era.

—¿Y crees que Joe es como él?

—El mismo tipo.

—Estás muy equivocada.

—No me lo parece.

Bill se encrespó en actitud beligerante. Sus ojos azules arrojaron fuego. Aunque de temperamento más ecuánime que su hermana Adela y no tan presta como aquella formidable mujer a cortar por lo sano cualquier tontería, podía ser empujada hasta su misma extremosidad. Al igual que decía míster Churchill, había cosas que no podía consentir.

—No importa lo que te parezca, jovencita. Toma buena nota de lo que te digo. Mi opinión inquebrantable es que tú y Joe estáis hechos el uno para el otro. Os he estudiado a los dos con afectuosa atención, y estoy convencida de que casáis tan bien como el jamón con los huevos, por lo que no omitiré ni palabras ni hechos para promover vuestra unión. Me propongo juntaros, aunque sea la última cosa que haga. Y tú ya me conoces: lo que digo va a misa. Soy de fiar, recuerda. Ahora ve a preparar esos emparedados. Con tanta charla me ha entrado hambre.

Cuando Kay iba hacia la puerta, ésta se abrió para dar paso a Smedley. Las dos se sobresaltaron pues, absorbidas por su propio tema, se habían olvidado de los otros.

A Smedley se le notaba excitado.

—¿Adónde vas? —preguntó a Kay—. No pensarás subir a la sala de proyecciones…

—Va a la cocina a preparar unos emparedados —dijo Bill—. Pensé que nos estaba haciendo falta un poco de combustible para evitar que la máquina se pare.

—Menos mal —replicó Smedley, más tranquilo—. No querría que subierais allí justamente ahora. Las bebidas que le diste a Phipps, Bill, han tenido un curioso efecto sobre él. Parece que han… disuelto su natural circunspección. Ha dejado de trabajar y se ha puesto a contar anécdotas picantes.

—¡Vaya, vaya! ¿Verdes?

—Y subidas de tono. Nos ha explicado una de una bailarina de strip-tease y una pulga amaestrada, que… —Miró a Kay y se cortó—. Bueno, no te interesaría.

—Ésa ya la sé —dijo Kay, y marchó a preparar los emparedados.

Smedley se enjugó el sudor de la frente. Su moral parecía estar de nuevo bajo mínimos. El ajetreo y las vueltas de todos aquellos acontecimientos nocturnos habían minado su resistencia. El emperador Marco Aurelio, que sostenía que a nadie le sucede nada que no esté preparado para sobrellevar, hubiera tenido mucho trabajo para venderle esa idea a Smedley Cork.

—Estoy preocupado, Bill —se sinceró Smedley.

—Tú siempre estás preocupado.

—Bueno… ¿y acaso me faltan motivos? ¡Cuando pienso en la importancia que tiene para mí que Phipps abra esa caja! Y resulta que no es capaz de concentrarse… Tiene la cabeza en otra parte. Está sacando a relucir un aspecto frívolo de su carácter que yo ni siquiera sospechaba que existiera. ¿Quieres creer que, cuando me marché, estaba ofreciéndose a imitar a cuatro hawaianas? Está como una cuba.

Bill asintió.

—Tengo que poner más cuidado con esos Especiales Wilhelmina Shannon —dijo—. El problema está en que no mido bien mis fuerzas.

—Y no es sólo que se niega a hacer su trabajo. Lo peor es el ruido que mete. Estallidos de carcajadas diabólicas. ¡Me apura tanto que pueda despertar a Adela!

—Su habitación está en la otra punta de la casa.

—Pero aun así…

Bill meneó la cabeza.

—¿Sabes? —dijo—. Ahora que lo pienso creo que nuestro gran error fue no darle a Adela un Mickey Finn. La habría… —Cortó en mitad de la frase—. ¡Santo cielo!

—¿Qué ocurre?

Bill estaba hurgando en los bolsillos de su mono. Cuando finalmente volvió a sacar la mano, tenía en ella una pastillita de color blanco.

—Esto es un Mickey Finn —explicó—. Me lo dio de su provisión personal un barman de la Tercera Avenida, buen amigo mío. Dijo que me vendría bien tenerlo a mano cualquier día, y estaba en lo cierto. Quería haberlo puesto en la tila de Adela, pero me olvidé.

—Y ahora ya es demasiado tarde.

—Demasiado tarde —asintió Bill—. Y demasiado tarde también…

Su voz se perdió. Del otro lado de la puerta acababa de llegar el fuerte sonido de una risotada ronca. Miró a Smedley y éste la miró a ella expresando una desesperada interrogación.

—¡Menudo chillido! —dijo Smedley—. Ése es Phipps.

—¿No puede haber sido una hiena? —preguntó Bill.

Pero era Phipps. Entró en la salita seguido por Joe, riendo de buena gana como uno de los integrantes del Coro de Aldeanos en una antigua ópera bufa. Con la bandeja aún en la mano, eligió una botella, fue al sofá y se dejó caer en él repantigándose cómodamente en los cojines. Estaba claro que para entonces ya había arrinconado cualquier idea que tuviera de trabajar y que consideraba aquélla una reunión de carácter meramente social.