VIII

El golpe de la puerta al cerrarse quedó ahogado por el grito, semejante a grandes rasgos al rugido de alguna fiera herida de la jungla, que salió de los labios de Smedley. En sus observaciones a Bill el día antes, a propósito de la actitud de mistress Adela Cork con quienes encontraba explorando su dormitorio, Phipps había aludido a la reacción emocional de las tigresas cuando les roban uno de sus cachorros. Pero es dudoso que incluso la tigresa más neurótica pudiera haber expresado más crudamente la congoja, en lo que en medios cinematográficos llaman una «toma», que Smedley en aquellos momentos. Los ojos parecían salírsele de las órbitas, y la mandíbula colgando desencajada parecía sumar una tercera barbilla a sus dos habituales.

También Bill dio muestras de estar algo desconcertada por aquel imprevisto sesgo de los acontecimientos.

—¡Demonios! —exclamó—. ¡Un secuestro!

Smedley se dejó caer en el sofá junto a Joe.

—¡A plena luz del día! —gimió incrédulamente. Su pecho se agitaba en oleadas de justa indignación—. Daré cuenta de esto… ¡Lo revelaré a la prensa!

—¡Cómo supo fingir esa mujer! Con razón llegó a ser una estrella del cine mudo…

—¡Pero no puede hacerlo! —exclamó Joe.

—Ya sé que no puede —dijo Bill—, pero lo ha hecho.

Cruzó la habitación con paso firme y pulsó el timbre del servicio. Era una mujer decidida, no una de esas mujercitas débiles y nerviosas que malgastan su precioso tiempo en lamentaciones. Le había bastado un instante para ver lo que hubiera hecho Napoleón ante una crisis como aquélla. Poned a Napoleón en un aprieto, y su primera reacción será reunir a sus reservistas y enviarlos al campo de batalla.

Eso, precisamente, se disponía a hacer Bill. El timbre era el cornetín de órdenes que convocaría urgentemente a Phipps a primera línea, y con la ayuda de Phipps esperaba transformar la derrota inicial en victoria. Porque si te han arrebatado algo valioso para encerrarlo en una caja fuerte, y tienes a tu disposición a un mayordomo que ha recibido veinte lecciones sobre el arte de abrir cajas de caudales y adquirido cierta maestría en hacerlo, es de puro sentido común que te aproveches de su habilidad.

Smedley seguía muy agitado. Alzó los brazos en un ademán impulsivo.

—¡Lo contaré a la revista Variety!

Bill lo miró con aire maternal.

—Cállate, Smedley.

—No quiero callarme. Voy a escribir a Walter Winchell.

—No hace falta que te excites —dijo Bill—. En absoluto, como diría lord Topham. ¡Ah, Phipps!

El mayordomo acababa de presentarse silenciosamente en la puerta de la salita.

—¿Ha llamado la señora?

—Sí. Pase usted, Phipps —respondió Bill—. Mire: me temo que ha llegado la hora de que usted deje de esconder su luz bajo un celemín.

—¿Señora?

—¿Has formado alguna vez parte de un jurado, Smedley?

En la medida en que es posible que un mayordomo inglés pueda estremecerse, Phipps se estremeció. Miró a Bill con ojos de sorpresa.

—¡Por favor, señora!

Pero Bill ignoró la interrupción.

—Yo fui miembro de uno hace algún tiempo —prosiguió—. Del que envió a Phipps, aquí presente, tres años a chirona.

—Señora…, me había prometido usted que…

—¿Y sabéis lo que había hecho para ganarse esos tres años de estancia en presidio? ¿Sabéis cómo obtuvo su graduación para Sing-Sing? ¡Pues reventando cajas de caudales!

Si había esperado una reacción de asombro ante sus palabras, no se llevó una decepción. Smedley dejó de soplar invisibles burbujas y miró estupefacto al mayordomo. Kay dejó escapar un grito agudo, y miró estupefacta al mayordomo. Joe exclamó: «¿Queeé?»; y él también miró estupefacto al mayordomo. Y Phipps, estupefacto, miró a Bill. Ni Julio César al encajar la puñalada de Bruto pudo poner mayor dolor y decepción en una mirada. Sus ojos llenos de reproche hicieron sentir a Bill que se imponían unas palabras a modo de disculpa.

—Lo siento, Phipps —le dijo—, pero es una necesidad militar.

Smedley recobró el uso de sus cuerdas vocales.

—¿Estás diciendo que Phipps, nuestro Phipps —preguntó asombrado—, era un ladrón?

—Y condenadamente bueno también. Descerrajó una caja espléndida.

—Así que…

—Exactamente. Por eso lo he hecho venir. Phipps, tenemos un trabajo para usted.

Aunque lejos de haberse recuperado totalmente de uno de los peores sustos de su vida, el mayordomo tuvo suficiente dominio de sí para hablar.

—¿Señora?

—Queremos que abra usted la caja de caudales de mistress Cork. La de la sala de proyección.

—Pero, señora…, estoy retirado.

—Pues ha llegado el momento de hacer una rentrée.

Una glacial resolución enfrió los ánimos de Phipps. Fueron esas decisivas palabras, «la caja de caudales de mistress Cork», las que le dieron una tenacidad de acero para resistirse hasta el límite de sus fuerzas a aquella apelación a sus servicios. Como Lyly lo expresara tan brillantemente en su Euphues, el niño escaldado se espanta del fuego, y un mayordomo que ha sido pillado dos veces por Adela Cork en su dormitorio mientras buscaba diarios no acomete así como así la tarea mucho más peligrosa de saquear cajas de caudales pertenecientes a una mujer de personalidad tan intimidante. Podría pedírsele a James Phipps que hiciera una incursión desvalijadora en la reserva federal de Fort Knox, y tal vez accediera a prestar ese pequeño favor, pero las cajas de caudales de Adela Cork tenían el privilegio de la inmunidad.

—No, señora —replicó con respeto, pero con firmeza.

—¡Oh, vamos!

—No, señora.

—Piénselo bien, Phipps. ¿Está usted preparado para presentarse ante el jurado de la opinión pública como el hombre que se negó a forzar una caja cuando se lo rogó una vieja amiga?

—Sí, señora.

—Quizá debería haberle mencionado desde el principio —dijo Bill— que su tajada serían cinco mil dólares…

Phipps se sobresaltó. Su férrea fachada empezó a vacilar. Su mirada, dura y tajante hasta entonces, se suavizó y despuntó en ella ese brillo que resplandece siempre en los ojos de los mayordomos cuando ven la oportunidad de ganar un dinero fácil. La visión de Adela Cork acercándose subrepticiamente y dándole una palmada en el hombro mientras estaba acuclillado ante su caja de caudales empezó a desvanecerse. Todo hombre tiene su precio, y cinco mil dólares eran, poco más o menos, el de Phipps.

—Eso es mucho dinero, señora —dijo, impresionado.

—Es una barbaridad —corroboró Smedley, en tono de protesta.

Bill frenó aquella línea cicatera de pensamiento con un gesto de impaciencia. ¿Cómo podía ocurrírsele a Smedley regatear en un momento así?, se preguntó.

—La comisión habitual de un agente es el diez por ciento —dijo—. Nada de ser tacaños. No querrás que Phipps piense que trabaja para un pobretón. Cinco mil contantes y sonantes, Phipps.

—¡Cinco mil! —murmuró el mayordomo en tono reverente.

—¿Está usted con nosotros?

—Sí, señora.

Una sensación de alivio invadió a todos los presentes, semejante a la que se produce en una reunión entre gentes de teatro cuando el que debe aportar el dinero ha accedido a firmar en la línea de puntos.

—Bien —prosiguió Bill—. La historia, a grandes rasgos, es ésta. Míster Smedley encontró anoche el diario.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Phipps.

Bill le dio unas afectuosas palmaditas en el hombro.

—Lo sé, lo sé. Comprendo cómo se siente. Pero así es la vida. Míster Smedley encontró el diario anoche…, y esta mañana se lo ha birlado mistress Cork, que lo ha metido dentro de la caja fuerte de la sala de proyección. ¿Lo volverá a trincar usted para nosotros?

La visión de Adela acercándose sigilosamente a sus espaldas pasó nuevamente como un relámpago por la mente del mayordomo. Un estremecimiento momentáneo y en seguida recuperó su fortaleza.

—Por cinco mil dólares sí, señora.

—Perfecto. Así pues, nos encontraremos en Filipos…, aquí, quiero decir…, esta misma noche. Pongamos a la una de la madrugada.

—A la una de la madrugada. Muy bien, señora. ¿Desea alguna cosa más la señora?

—Eso es todo.

—Gracias, señora.

—Gracias a usted, Phipps.

—¡Eres una joya, Bill! —exclamó Smedley—. ¡Qué cerebro, qué cerebro tienes!

—¡Maravillosa! —dijo Kay—. Has estado estupenda.

—¡Colosal! —asintió Joe.

—¡Supercolosal! —le corrigió Smedley.

—Podéis contar siempre conmigo, chicos —dijo Bill—. Ya sabéis que soy una mujer de fiar.

En aquel momento entró Adela. Mostraba la expresión satisfecha de una mujer que acaba de encerrar en su caja fuerte personal un diario valorado en un mínimo de cincuenta mil dólares. Pero en seguida sus ojos llamearon con el fuego de antes.

—¡Wilhelmina! —gritó—. ¡Ese mono! ¿No ves que el coche de míster Glutz se acerca ya por la avenida?

—Lo siento —dijo Bill—, tenía otras cosas en la cabeza. Ahora mismo corro a ponerme encima algo ajustado que destaque, en vez de esconder, mi bonita silueta.

—Apresúrate.

—Como un relámpago, mi querida Adela…, como un relámpago.