Capítulo XI
El camarada Bingo.

La cosa comenzó realmente en el Park —al extremo de Marble Arch— donde extraños tipejos de toda especie se reúnen los domingos por la tarde y se colocan sobre las cajas de jabón para echar discursos. No me encontrarán allí muy a menudo, pero dio la casualidad de que el domingo después de mi regreso a la vieja metrópoli, tuve que hacer una visita en Manchester Square y, dando un paseo en aquella dirección para no llegar demasiado temprano, me encontré de repente entre ellos.

Ahora que el Imperio ya no es lo que fue, siempre pienso que el Park, los domingos, es el verdadero centro de Londres. Quiero decir que es precisamente el lugar que da al que vuelve del exilio la certidumbre de que ha regresado. Después de lo que podría llamarse mi forzada estancia en Nueva York, he de decir que contemplé aquello casi arrobado. Se me ensanchó el corazón al oír hablar a los muchachos y darme cuenta de que todo había acabado felizmente y que Bertram estaba de nuevo en casa.

Al extremo de la muchedumbre más alejado de mí, una cuadrilla de fulanos con sombrero de copa iniciaban un servicio al aire libre en pro de las misiones; más cerca, un ateo discurseaba con mucha virulencia, si bien el hecho de que su boca no tuviese un techo le ponía ciertas trabas; en tanto que delante mío había un pequeño grupo de sesudos pensadores con un cartel que rezaba: «Los Heraldos del Amanecer Rojo»; y al acercarme, uno de los heraldos, un tío barbudo, con un sombrero de fieltro y un traje de mezclilla, estaba atacando a los ricachones ociosos con tanta fuerza y vigor que me paré un instante para oír unas palabras. Mientras estaba allí, alguien me habló.

—Míster Wooster, ¿verdad?

Un tipo gordo. Durante un segundo no pude identificarlo. Luego me acordé. Era el tío de Bingo Little, con quien yo había almorzado cuando el joven Bingo estaba enamorado de la camarera de la pastelería de Piccadilly. No era de extrañar que no lo hubiese reconocido de buenas a primeras. Cuando lo vi por última vez era un anciano caballero algo desaliñado —recuerdo que bajó a almorzar con zapatillas y un batín de terciopelo—, mientras que ahora, decir que me parecía atildado es decir poco. Estaba resplandeciente bajo la luz solar, con su sombrero de copa, su chaqué, sus botines color lavanda y sus pantalones a la última moda. Vistoso hasta un grado insospechado.

—¡Hola! —dije—. ¿Qué tal?

—Gozo de excelente salud, gracias. ¿Y usted?

—De primera. Acabo de volver de América.

—¡Ah! ¿Absorbiendo color local para una de sus deliciosas novelas?

—¿Eh?

Tuve que pensar un poco antes de comprender lo que quería decir. Luego me acordé de lo de Rosie M. Banks.

—¡Oh, no! —dije—. Sólo sentía la necesidad de un cambio. ¿Ha visto usted a Bingo últimamente? —pregunté deprisa, deseoso de desviar al viejo de lo que podría llamarse el lado literario de mi vida.

—¿Bingo?

—Su sobrino.

—¿Richard? No, no muy recientemente. Desde que me casé parece haber surgido entre nosotros cierta frialdad.

—Lo lamento. ¿Así que usted ya se ha casado desde la última vez que nos vimos? ¿Está bien, mistress Little?

—Mi esposa es, afortunadamente, una mujer robusta. Pero… hmm… no es mistress Little. Después que nos vimos con usted por última vez, nuestra Graciosa Majestad se complació en otorgarme una señalada muestra de su benevolencia en forma de… hmm… de dignidad de par. Al publicarse la última lista de nombramientos honoríficos me vi convertido en lord Bittlesham.

—¡Por Júpiter! ¿De veras? Oiga, mis más cordiales felicitaciones. Así se premia a los que lo merecen, ¿eh? ¿Lord Bittlesham? —dije—. ¡Vaya, así que es usted el propietario de Brisa del Océano!

—Sí. El matrimonio ha ensanchado mis horizontes en muchas direcciones. Mi mujer se interesa por las carreras de caballos y ahora poseo algunos. Según tengo entendido, Brisa del Océano es el favorito de la carrera que tendrá lugar a fines de este mes en Goodwood, la residencia del duque de Richmond, en Sussex.

—La copa de Goodwood. ¡Ya lo creo! Soy de los que allí han apostado hasta la camisa.

—¿De veras? Bueno, espero que el animal justificará su confianza. Yo poca cosa sé de estos asuntos, pero mi mujer me dice que en los círculos competentes lo consideran como el no va más.

En aquel momento observé de repente que el auditorio miraba en nuestra dirección con mucho interés, y vi que el tipo barbudo nos estaba señalando.

—¡Sí, miradlos! ¡Contempladlos! —gritaba, mientras su voz dominaba a la del ateo y reducía a polvo el servicio de las misiones—. Ahí tenéis dos típicos miembros de la clase que ha oprimido a los pobres durante siglos y siglos. ¡Holgazanes! ¡Parásitos! Mirad al alto y delgado, con la cara de mascota de automóvil. ¿Es que ha hecho alguna vez una jornada de trabajo honrada durante toda su vida? ¡No! ¡Es un vagabundo, un frívolo, un chupador de sangre! ¡Y apuesto a que todavía debe dinero a su sastre por esos pantalones!

Me pareció que se estaba metiendo en cuestiones personales y su discurso no me hacía mucha gracia. El viejo Bittlesham, en cambio, estaba contento y divertido.

—Esos tipos tienen un gran don de expresión —rió—. Muy punzante.

—¡Y el gordo! —continuó el individuo—. No lo descuidéis. ¿Sabéis quién es? ¡Lord Bittlesham! ¡Uno de los peores! ¿Qué ha hecho en su vida, sino tragar cuatro comidas diarias? Su dios es su vientre, y le hace sacrificios sangrientos. Si lo abrierais ahora encontraríais almuerzo suficiente para mantener a diez familias de la clase obrera durante una semana.

—La verdad es que no se expresa mal —dije, pero el viejo no pareció opinar lo mismo. Habiase vuelto de color escarlata y burbujeaba como una olla de agua hirviendo.

—Vámonos, míster Wooster —dijo—. Soy el último que discutiría los derechos de la libertad de palabra, pero me niego a continuar escuchando esos vulgares insultos.

Nos alejamos con tranquila dignidad, mientras el individuo nos perseguía hasta el último instante con sus indecentes pullas. Era algo condenadamente embarazoso.

Al día siguiente fui a echar un vistazo al club, y encontré al joven Bingo en el fumador.

—Hola, Bingo —dije, dirigiéndome hacia su rincón, lleno de amabilidad, pues me alegraba de ver al muchacho—. ¿Qué tal te van las cosas, chico?

—Pasablemente.

—Ayer vi a tu tío.

El joven Bingo soltó una sonrisa que dividió su rostro en dos partes.

—Ya lo sabía, grandísimo frívolo. Bueno, siéntate y chupa un poco de sangre. ¿Qué tal siguen los vagabundeos estos días?

—¡Santo Dios! ¡No estabas allí!

—Sí, allí estaba.

—Pues no te vi.

—Sí, me viste. Pero quizá no me reconociste con la vegetación.

—¿La vegetación?

—La barba, hijo mío. Vale cada penique que he pagado por ella. Desafía cualquier reconocimiento. Desde luego, es un fastidio el que todos te griten «barbas» a cada instante, pero uno acaba por soportarlo.

Le miré estupefacto.

—No te entiendo —dije.

—Es una larga historia. Toma un martini o un poco de sangre con soda y te lo contaré todo. Antes de empezar, dame tu honrada opinión. ¿No es la muchacha más maravillosa que has visto en tu vida?

Sacó de alguna parte una fotografía, como un prestidigitador saca un conejo del sombrero, y me la puso ante los ojos. Parecía ser una mujer como cualquier otra, toda ojos y dientes.

—¡Oh, Dios santo! —dije—. No me digas que te has enamorado otra vez.

Pareció apenado.

—¿Qué quieres decir con «otra vez»?

—Según mis cálculos te has enamorado al menos media docena de veces desde la primavera, y ahora sólo estamos en julio. Aquella camarera, luego Honoria Glossop y…

—¡Oh, calla! ¡Para no decir cierra el pico! ¿Esas muchachas? Meros caprichos pasajeros. Ahora va de veras.

—¿Dónde la conociste?

—En la imperial de un autobús. Su nombre es Charlotte Corday Rowbotham.

—¡Dios mío!

—No es culpa suya, pobrecilla. Su padre la bautizó así porque es un ferviente admirador de la Revolución Francesa, y parece que la original Charlotte Corday solía ir por el mundo apuñalando a los opresores en sus bañeras, cosa que la hace merecedora de toda consideración y respeto. Tienes que conocer al viejo Rowbotham, Bertie. Es un tipo delicioso. Quiere degollar a la burguesía, saquear Park Lane y destripar a la aristocracia hereditaria. Bueno, nada puede ser más justo que eso, ¿verdad? Pero volvamos a Charlotte. Estábamos en la imperial de un autobús y empezó a llover. Le ofrecí mi paraguas y hablamos de esto y de lo más allá. Me enamoré y logré que me diera sus señas, y un par de días más tarde me compré la barba, fui a su casa y conocí a la familia.

—Pero ¿por qué te compraste la barba?

—Me había hablado de su padre en el autobús, y comprendí que para caer bien en aquel hogar tendría que unirme a esos tipos del Amanecer Rojo; y, naturalmente, si tenía que echar discursos en el Park, donde en cualquier momento podía toparme con docenas de personas conocidas, era imprescindible un disfraz. De modo que compré la barba y, ¡por Júpiter, chico!, que le he tomado un condenado cariño. Cuando me la quito para venir aquí, por ejemplo, me parece que estoy en cueros. Gracias a la barba me he granjeado la simpatía del viejo Rowbotham. Cree que soy un bolchevique o algo por el estilo que tiene que ir disfrazado a causa de la policía. De veras debes conocer al viejo Rowbotham, Bertie. Oye: ¿tienes que hacer algo mañana por la tarde?

—Nada especial. ¿Por qué?

—¡Estupendo! Entonces invítanos a todos a tomar el té en tu casa. Había prometido llevar a toda la pandilla al Lyon’s Popular Café después de un mitin que tendrá lugar en Lambeth, pero de este modo puedo ahorrarme algún dinero. Créeme, muchacho; hoy en día, por lo que a mí se refiere, un penique ahorrado es un penique ganado. ¿Te dijo mi tío que se casó?

—Sí, y me dijo también que había surgido cierta frialdad entre vosotros.

—¿Frialdad? Estoy bajo cero. Desde que se casó se está extralimitando y hace economías a costa mía. Supongo que la dignidad de par debe de haber costado al viejo diablo un dineral. Hasta las baronías han aumentado considerablemente estos días, según me han dicho. Y ahora tiene caballos de carreras. A propósito, apuesta hasta tu último botón del cuello por Brisa del Océano en la Copa Goodwood. Es cosa segura.

—Es lo que voy a hacer.

—No puede perder. Tengo la intención de ganar lo suficiente para casarme con Charlotte. ¿Vas a ir a Goodwood, naturalmente?

—¡Ya lo creo que sí!

—Y nosotros también. Vamos a dar un mitin en el día de la copa, a la entrada del hipódromo.

—Pero, oye, ¿no es muy arriesgado eso? Tu tío seguramente estará en Goodwood. Supón que te vea. Se pondrá hecho una furia si se entera que eres el tipo que lo insultó en el Park.

—¿Cómo diablos puede enterarse de ello? Haz trabajar tu inteligencia, vagabundo inhalador de glóbulos rojos. Si no me reconoció ayer, ¿por qué ha de reconocerme en Goodwood? Bueno, gracias por la cordial invitación de mañana, viejo amigo. Trátanos bien, muchacho, y te colmaremos de bendiciones. A propósito, es posible que me comprendieras mal cuando pronuncié la palabra «té». Nada de tus ligeras tostadas de pan con mantequilla. Somos buenos comilones, nosotros los revolucionarios. Lo que necesitamos es algo de la índole de huevos revueltos, bollos, confitura, jamón, pasteles y sardinas. Espéranos a las cinco en punto.

—Pero, oye, no estoy muy seguro…

—Sí, lo estás. Estúpido borrico, ¿no comprendes que esto será un tanto a tu favor cuando estalle la revolución? Cuando veas al viejo Rowbotham correr por Piccadilly con un cuchillo en cada mano, estarás contento de poderle recordar que una vez probó tu té y tus gambas. Iremos cuatro… Charlotte, yo, el viejo y el camarada Butt. Supongo que insistirá en venir.

—¿Quién demonios es el camarada Butt?

—¿Observaste a un individuo que estaba a mi izquierda en nuestro pequeño grupo de ayer? Un tipo bajo y encogido. Se parece a un arenque tuberculoso. Es Butt. Es mi rival, ¡maldita sea! De momento está más o menos comprometido con Charlotte. Hasta que llegué yo fue el muchacho predilecto. Tiene voz de sirena de alarma y el viejo Robowtham lo aprecia mucho. Pero si no puedo eliminar a ese Butt y dejarlo en el lugar que le corresponde, entre los desperdicios…, bueno, no soy el hombre que soy, eso es todo. Puede tener una gran voz, pero no tiene ni don de expresión. A Dios gracias, una vez fui contramaestre del equipo de remo de mi colegio. Bueno, ahora he de marcharme. Oye, ¿no sabes cómo podría procurarme cincuenta machacantes, de un modo u otro?

—¿Por qué no trabajas?

—¿Trabajar? —exclamó el joven Bingo, sorprendido—. ¿Quién, yo? No, tendré que buscar otro sistema. Tengo que apostar por lo menos cincuenta pavos por Brisa del Océano. Bueno, mañana te veré. Que Dios te bendiga, viejo amigo, y no olvides los bollos.

No sé por qué, pero desde el primer día que conocí a Bingo en la escuela, he sentido hacia él una curiosa sensación de responsabilidad. Quiero decir que no es mi hijo (gracias al cielo), o mi hermano, o algo parecido; que no tiene absolutamente ningún derecho sobre mí y, sin embargo, gran parte de mi existencia parece dedicada a preocuparse por él como una vieja clueca y a sacarle de apuros. Supongo que debe tratarse de alguna rara y bella característica de mi naturaleza o algo parecido.

Sea como fuere, este último asunto suyo me tenía preocupado. Parecía dedicar sus mejores esfuerzos a casarse y entrar en una familia de individuos marcadamente chiflados, y lo que más me intranquilizaba era cómo diablos pensaba mantener a una mujer, aunque fuera una afligida mental, no contando con nada parecido a una renta anual. El viejo Bittlesham le cortaría la renta, a buen seguro, si hacía algo semejante; y cortar la renta a un individuo como el joven Bingo equivalía a decapitarlo con un hacha.

—Jeeves —dije al volver a casa—, estoy preocupado.

—¿Señor?

—A propósito de míster Little. No quiero hablarle de ello ahora, porque mañana va a traer algunos amigos suyos a tomar el té, y entonces podrá usted juzgar por si mismo. Quiero que lo observe todo muy de cerca, y que saque sus conclusiones.

—Muy bien, señor.

—Y a propósito del té, prepare unos bollos.

—Sí, señor.

—Y un poco de jamón, confitura, pasteles, huevos revueltos, y cinco o seis fuentes de sardinas.

—¿Sardinas, señor? —dijo Jeeves, estremeciéndose.

—Sardinas.

Hubo una pausa en extremo desagradable.

—No me lo reproche, Jeeves —dije—. No es culpa mía.

—No, señor.

Se produjo otra pausa.

—Bueno, eso es todo.

—Sí, señor.

Pude ver que Jeeves rumiaba intensamente.

He encontrado, como regla general en la vida, que las cosas que uno cree que van a ser más escabrosas, casi siempre no resultan tan malas, después de todo; pero no sucedió así con los amigos de Bingo. Desde el momento en que se invitó a sí mismo, comprendí que la cosa iba a ser muy difícil, y así fue. Y creo que el lado más horrendo de todo el asunto fue el hecho de que, por primera vez desde que lo conocía, veía a Jeeves muy cerca de quedar abrumado. Supongo que hay una resquebrajadura en la coraza de cada cual, y el joven Bingo encontró la de Jeeves con la máxima exactitud cuando entró como una brisa con quince centímetros de barba castaña colgando de su barbilla. Había olvidado advertir a Jeeves lo de la barba, y la cosa le cayó encima como un meteoro desde un cielo azul. Vi que el mentón se le hundía y tuvo que agarrarse a la mesa para sostenerse. No se lo reproché, vean cómo soy. Pocas personas han presentado un aspecto más repulsivo que el joven Bingo con aquella vegetación. Jeeves palideció visiblemente; luego la debilidad pasó y volvió a ser el mismo de siempre. Pero pude ver que había sufrido una conmoción.

El joven Bingo estaba demasiado ocupado presentando a la multitud que lo acompañaba para darse cuenta de ello. Constituían una colección extraordinaria. El camarada Butt parecía una de esas cosas que salen de los árboles después de la lluvia; apolillado es la palabra que yo habría empleado para describir al viejo Robowtham; y en cuanto a Charlotte, parecía llevarme directamente a otro mundo espantoso. No es que fuera precisamente fea. En realidad, si hubiera abandonado los alimentos ricos en féculas y practicado un poco la gimnasia sueca, habría podido ser muy tolerable. Pero era demasiado opulenta. Con curvas demasiado ondulantes. Si digo que estaba muy bien alimentada, quizá me exprese mejor. Y, si bien era posible que tuviese un corazón de oro, la primera cosa que se veía en ella era que tenía un diente de oro. Sabía que el joven Bingo, cuando estaba en forma, podía enamorarse prácticamente de cualquier espécimen del otro sexo; pero esta vez no tenía disculpas.

—Mi amigo, míster Wooster —dijo Bingo, terminando la ceremonia.

El viejo Robowtham me miró y luego paseó los ojos por la estancia. Observé que no parecía muy impresionado. No hay nada fastuosamente oriental en mi viejo piso, pero me he rodeado de bastantes comodidades y supongo que lo que veía le chocaba un poco.

—¡Míster Wooster! —dijo el viejo Robowtham—. ¿Puedo llamarle camarada Wooster?

—¿Perdón?

—¿Pertenece usted al movimiento?

—Pues… hmm…

—¿No suspira usted por la revolución?

—Bueno, no sé exactamente si suspiro. Quiero decir que, según tengo entendido, toda la base del asunto parece limitarse a asesinar a tipos como yo; y no me molesta admitir que la idea no me entusiasma de un modo especial.

—Pero yo lo estoy convenciendo —dijo Bingo—. Estoy luchando con él. Unas cuantas sesiones más y habré logrado mi propósito.

El viejo Robowtham me miró con expresión de duda.

—El camarada Little es muy elocuente —admitió.

—Pienso que habla maravillosamente —dijo la muchacha; y el joven Bingo le dirigió una mirada tan profundamente devota que yo casi me desmayé.

Estas palabras deprimieron mucho al camarada Butt. Dirigió una mirada asesina a la alfombra y dijo algo a propósito de estar bailando sobre un volcán.

—El té está servido, señor —dijo Jeeves.

—¡El té, papá! —dijo Charlotte, sobresaltándose al oír la palabra como un viejo caballo de batalla al oír un clarín; y nos fuimos a merendar.

Es extraño lo que cambia uno con el transcurso de los años. Recuerdo que en el colegio habría vendido alegremente mi alma por unos huevos revueltos y unas sardinas a las cinco de la tarde; pero al llegar al estado de hombre perdí esa costumbre; y he de admitir que quedé patidifuso al ver cómo los hijos y la hija de la revolución bajaban la cabeza y atacaban los manjares. Incluso el camarada Butt abandonó momentáneamente su melancolía y se entregó por entero a los huevos revueltos, volviendo a este mundo sólo a intervalos para coger otra taza de té. Pronto se terminó el agua caliente y yo me dirigí a Jeeves.

—Más agua caliente.

—Muy bien, señor.

—¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —El viejo Rowbotham había dejado su taza y nos miraba con severidad. Golpeó ligeramente la espalda de Jeeves—. ¡Sin servilismo, muchacho, sin servilismo!

—¿Perdón, señor?

—No me llame «señor». Llámeme camarada. ¿Sabe qué es usted, muchacho? Es una reliquia anticuada de un sistema feudal carcomido.

—Muy bien, señor.

—Si hay algo que haga hervir la sangre en mis venas…

—Tome otra sardina —interrumpió el joven Bingo. Era la primera cosa sensata que había dicho desde que lo conocía. El viejo Robowtham tomó tres y se calló, mientras Jeeves desaparecía. Por el aspecto de sus hombros podía ver lo que experimentaba.

Finalmente, cuando comenzaba a creer que la cosa iba a durar eternamente, se acabó. Desperté de mi ensimismamiento para ver que la tertulia se disponía a marcharse.

Las sardinas y unos tres cuartos de galón de té habían ablandado al viejo Robowtham. Había una luz casi cordial en sus ojos cuando me estrechó la mano.

—Le quedo muy agradecido por su hospitalidad, camarada Wooster —dijo.

—¡Oh, no hay de qué! Estoy encantado…

—¿Hospitalidad? —gruñó Butt, estallándole la voz en mis oídos como una detonación. Estaba mirando de reojo y con muy mal humor al joven Bingo y a la muchacha que estaba riendo junto a la ventana—. ¡Me pregunto cómo los alimentos no se volvieron cenizas en nuestras bocas! ¡Huevos! ¡Bollos! ¡Sardinas! ¡Todo arrancado de las sangrientas bocas de los pobres famélicos!

—¡Eh, oiga! ¡Qué idea tan estúpida!

—Le enviaré unos folletos que tratan de la «causa» —dijo el viejo Robowtham—. Y espero que pronto le veremos en una de nuestras reuniones.

Jeeves entró para recoger la mesa, y me encontró sentado en medio de las ruinas. Estaba muy bien por parte del camarada Butt el criticar la comida, pero se había comido casi todo el jamón; y si hubiesen adherido el resto de la confitura en los sangrientos labios de los pobres famélicos, apenas los habrían manchado.

—Bueno, Jeeves —dije—. ¿Qué opina usted?

—Preferiría no expresar ninguna opinión, señor.

—Jeeves, míster Little está enamorado de esa hembra.

—Así lo comprendí, señor. Estaba abofeteándolo en el pasillo.

Me agarré la frente.

—¿Abofeteándolo?

—Sí, señor. En broma.

—¡Atiza! No sabía que hubiesen llegado tan lejos. ¿Cómo pareció tomarlo el camarada Butt? ¿O acaso no lo había visto?

—Sí, señor. Observó todo lo que pasó. Me pareció que estaba extremadamente celoso.

—No se lo reprocho, Jeeves. ¿Qué debemos hacer?

—No podría decirlo, señor.

—Es un poco fuerte.

—Muchísimo, señor.

Y éste fue todo el consuelo que logré de Jeeves.