Capítulo VII
Presentación de Claude y Eustace.

La bomba estalló exactamente a la una cuarenta y cinco (hora de verano). Spenser, el mayordomo de tía Agatha, estaba ofreciéndome en aquel momento las patatas fritas, y fue tal mi emoción que proyecté seis de ellas sobre el aparador al mismo tiempo que la cuchara. Me comprenderán ustedes cuando les diga que me estremecí hasta la médula de los huesos.

Observen que ya me hallaba en condiciones de extrema debilidad. Estaba prometido con Honoria Glossop desde hacía casi dos semanas y durante ese tiempo ella no había dejado pasar ni un solo día sin llevar a cabo alguna ruda tarea relacionada con lo que tía Agatha definía como «amoldarme». Había leído sólida literatura hasta que mis ojos llegaron a nublarse; habíamos recorrido juntos kilómetros y kilómetros de galerías de pinturas; y me habían obligado a soportar conciertos clásicos hasta un extremo que ustedes difícilmente comprenderían. En conjunto, pues, no me hallaba en condiciones adecuadas para recibir golpes, y especialmente golpes de este calibre. Honoria me había llevado a almorzar a casa de tía Agatha y yo acababa precisamente de decirme a mí mismo: «Muerte, ¿dónde está tu vieja guadaña?», cuando ella lanzó la bomba.

—Bertie —dijo de repente, como si acabara de recordarlo—, ¿cómo se llama ese criado tuyo…, tu ayuda de cámara?

—¿Eh? Ah, Jeeves.

—Creo que ejerce una mala influencia sobre ti. Cuando nos casemos, tendrás que despedir a ese Jeeves.

Fue en este momento cuando tiré la cuchara y proyecté seis de las más tostaditas patatas sobre el aparador, mientras Spenser saltaba detrás de ellas como un digno perro de caza.

—¡Despedir a Jeeves! —farfullé.

—Sí. No me agrada.

—A mí tampoco me agrada —dijo tía Agatha.

—Pero no puedo hacer eso. Quiero decir…, no podría componérmelas ni un solo día sin Jeeves.

—Tendrás que hacerlo —dijo Honoria—. No me agrada en lo más mínimo.

—A mí tampoco me agrada en lo más mínimo —dijo tía Agatha—. Nunca me agradó.

Espantoso, ¿verdad? Siempre había supuesto que el matrimonio era una especie de catástrofe, pero jamás había imaginado que exigiera tales sacrificios a un individuo. Durante el resto de la comida me quedé sumido en una especie de estupor.

Se había dispuesto, si mal no recuerdo, que después de almorzar yo iría con Honoria de tiendas por la Regent Street; pero cuando ella se levantó y se dispuso a recogerme con el resto de las cosas, tía Agatha la detuvo.

—Vaya usted delante, querida —dijo—; yo quiero decirle unas palabras a Bertie.

De modo que Honoria se fue y tía Agatha acercó su silla y soltó la perorata.

—Bertie —dijo—, nuestra querida Honoria no lo sabe, pero se ha presentado una pequeña dificultad en tu casamiento.

—¡Por Júpiter! ¿De veras? —dije, mientras la esperanza renacía dentro de mí.

—Oh, no es nada, desde luego. Sólo un poco exasperante. El hecho es que sir Roderick se está poniendo algo fastidioso.

—¿Piensa que no soy una buena inversión? ¿Quiere cancelar el asunto? Bueno, a lo mejor está en lo justo.

—Te ruego que no seas absurdo, Bertie. No es tan serio como eso. Pero la naturaleza de la profesión de sir Roderick desgraciadamente le hace… supercauteloso.

No comprendí.

—¿Supercauteloso?

—Sí. Es inevitable. Un especialista en nervios con su larga práctica difícilmente puede evitar el tener una visión algo falseada de la humanidad.

Ahora comprendí adonde quería llegar. Al padre de Honoria, sir Roderick Glossop, lo llaman siempre especialista de los nervios porque eso suena mejor, pero todos saben que es una especie de conserje de un asilo de chiflados. Quiero decir que cuando uno ve que su tío el duque empieza a exaltarse y lo encuentra en la salita poniéndose pajitas en el cabello, la primera persona a quien manda llamar es al viejo Glossop. Da unos cuantos pasitos alrededor del paciente, le echa una rápida ojeada, habla de los sistemas nerviosos sobreexcitados y recomienda descanso completo, reclusión y otras cosas semejantes. Prácticamente toda familia elegante del país lo ha llamado alguna que otra vez, y supongo que, hallándose en tal posición —quiero decir, relacionándose constantemente con personas a las que había que sujetar, mientras los familiares e íntimos telefoneaban al asilo para que enviasen un coche—, un individuo ha de tener forzosamente lo que puede llamarse una visión algo falseada de la humanidad.

—¿Quieres decir que teme que yo pueda estar chiflado, y no quiere a un chiflado por yerno? —pregunté.

Tía Agatha pareció más molesta que otra cosa ante mi rápida comprensión.

—No piensa nada tan ridículo. Te dije simplemente que es en extremo cauteloso. Quiere tener la satisfacción de ver que eres perfectamente normal. —Hizo una pausa porque Spenser había entrado con el café. Cuando éste se hubo marchado, continuó—: Parece que ha oído una extraña historia según la cual tú echaste a su hijo Oswald en el lago, en Ditteredge Hall. Increíble, por supuesto. No serías capaz de hacer una cosa así.

—Bueno, la verdad es que me apoyé contra él, ¿sabes?, y que él se cayó del puente.

—En definitiva, Oswald te acusa de haberle tirado al agua de un empellón. Esto molestó a sir Roderick y desgraciadamente lo impulsó a recabar informes, enterándose de lo de tu pobre tío Henry.

Me miró con mucha solemnidad y yo tomé gravemente un sorbo de café. Estábamos metiendo las narices en el museo familiar y echando un vistazo al viejo secreto de familia. El difunto tío Henry, ¿comprenden?, estaba en camino de ser una mancha en el escudo de los Wooster. Personalmente fue un individuo de lo más decente y siempre se había hecho querer por mí porque me llenaba el portamonedas con considerable generosidad cuando yo estaba en el colegio; pero no cabe duda de que a veces hacia cosas extrañas, como por ejemplo albergar once conejos en su dormitorio, y creo que un pesimista lo hubiera juzgado más o menos chalado. En realidad, y hablando con entera franqueza, acabó su carrera feliz y completamente rodeado de conejos en un manicomio.

—Es absurdo, desde luego —continuó tía Agatha—. Si alguien de la familia hubiera tenido que heredar la excentricidad del pobre Henry, porque no fue más que un excéntrico, serían Claude y Eustace, y no se pueden encontrar dos muchachos más brillantes.

Claude y Eustace eran gemelos, y habían estado en mi colegio, en la clase de párvulos, durante mi último curso de verano. Volviendo la vista atrás, me parecía que la palabra «brillante» era la que más acertadamente los describía. Me había pasado todo aquel curso, si mal no recordaba, sacándolos de una serie de espantosos embrollos.

—Fíjate en lo bien que progresan en Oxford. Tu tía Emily recibió una carta de Claude el otro día, en la que decía que esperaban ser aceptados pronto en un importante club del colegio, llamado de los Buscadores.

—¿Los Buscadores? —No pude recordar ningún club que llevara ese nombre en la época en que yo estaba en Oxford—. ¿Qué buscan?

—Claude no lo dijo. La verdad o la sabiduría, supongo. Es un club al que evidentemente es muy deseable pertenecer, porque Claude añadía que lord Rainsby, el hijo del duque de Datchet, también deseaba ser admitido. De todos modos, nos estamos alejando de lo importante, o sea que sir Roderick quiere tener una conversación a solas contigo. Espero, Bertie, que te mostrarás…, no voy a decir inteligente, pero por lo menos sensato. No te rías estúpidamente; intenta eliminar esa horrible expresión vacua de tus ojos; no bosteces ni te inquietes; y recuerda que sir Roderick es el presidente de la sección del oeste londinense de la Liga Contra los Juegos de Azar, de modo que no le hables de carreras de caballos. Almorzará contigo en tu casa mañana a la una y media. Recuerda, por favor, que no bebe vino, no puede soportar el tabaco y sólo puede comer las cosas más sencillas, debido a su digestión dificultosa. Y, por favor, no le ofrezcas café, porque lo considera la causa de la mitad de los disturbios nerviosos del mundo.

—Creo que una galleta para perros y un vaso de agua serán lo más conveniente, ¿verdad?

—¡Bertie!

—¡Está bien! No hacía más que bromear.

—Pues bien, es precisamente esa especie de observación idiota lo que podría despertar las peores sospechas en sir Roderick. Te ruego que procures refrenar tus extravagancias cuando estés con él. Es un hombre sumamente serio… ¿Te marchas? Bueno, procura recordar cuanto te he dicho. Cuento contigo, y, si algo marchara mal, nunca te lo perdonaría.

—¡Muy bien! —dije.

Y me fui con la perspectiva de un día en extremo divertido.

Desayuné bastante tarde, al día siguiente, y luego me fui a dar un paseo. Me parecía que debía hacer cuanto fuera factible para despejarme la sesera, y un poco de aire puro alivia por lo general aquella sensación de nebulosidad que se apodera de uno al comienzo de un día. Había dado un paseo por el parque y me hallaba ya en el Hyde Park Corner, cuando un tipo me pegó un manotazo entre los omoplatos. Era el joven Eustace, mi primo. Iba cogido del brazo de otros dos. El de un extremo era mi primo Claude y el del medio un muchacho de cara rosada, cabello rubio y mirada apocada.

—¡Bertie, viejo pillastre! —dijo el joven Eustace, afablemente.

—¡Hola! —dije, sin manifestar demasiada alegría.

—¡Curioso, topar contigo, el único hombre en Londres que puede soportarnos en nuestro estilo habitual! A propósito, no conoces al viejo Cara de Perro, ¿verdad? Cara de Perro, éste es mi primo Bertie. Lord Rainsby, míster Wooster. Acabamos de salir de tu piso, Bertie. Nos quedamos amargamente desilusionados al ver que estabas fuera, pero el viejo Jeeves nos acogió hospitalariamente. Ese hombre es un tío serio, Bertie. No lo dejes escapar.

—¿Qué estáis haciendo en Londres? —inquirí.

—Dando una vuelta. Sólo hemos venido a pasar el día. Una visita rápida y eminentemente extraoficial. Nos volvemos en el tren de las tres y diez. Y ahora, hablando del almuerzo que tan amablemente nos has ofrecido, ¿adónde vamos? ¿Al Ritz? ¿Al Savoy? ¿Al Carlton? Si eres socio del Ciro o del Embassy, no tenemos inconveniente en ir allí.

—No puedo invitaros a almorzar. Tengo un compromiso. Y, ¡por Júpiter! —dije, consultando mi reloj—, llevo retraso. —Paré un taxi—. Lo siento.

—De hombre a hombre, entonces —dijo Eustace—, préstanos cinco libras.

No tenía tiempo para pararme a discutir. Saqué las cinco libras y subí al taxi. Eran las dos menos veinte cuando llegué a casa. Di un brinco hasta el salón, pero estaba vacío.

Jeeves entró.

—Sir Roderick no ha llegado todavía, señor.

—¡Estupendo! —dije—. Ya pensaba encontrarlo desahogándose con los muebles.

La experiencia me ha enseñado que cuanto menos quiere uno ver a un individuo, más puntual suele ser éste, y había tenido una visión del viejo pelmazo midiendo a pasos la alfombra de mi salón, diciendo: «¡Aún no llega!», y enfureciéndose por momentos.

—¿Está todo en orden? —pregunté.

—Espero que estará a entera satisfacción del señor.

—¿Qué nos va a servir usted?

—Consomé frío, una chuleta y postre, señor. Con zumo de limón helado.

—Bueno, no creo que esto pueda molestarle. No se deje arrastrar por la exaltación del momento y nos vaya a traer el café.

—No, señor.

—Y no muestre tampoco una expresión vacua en los ojos, porque, si lo hace, se encontrará en una celda acolchada en un abrir y cerrar de ojos.

—Muy bien, señor.

Se oyó el timbre de la puerta.

—Atención, Jeeves —dije—. ¡Aquí está!